Hablando de las tragedias de Esquilo, cita Glauco el primer verso de una de Frínico intitulada Las fenicias:
Estos del persa son, ha tiempo ausente,
de la cual dice que fue imitación Los persas[1], salvo que en la una abre escena un eunuco, que anuncia la derrota de Jerjes mientras alfombra el estrado para los consejeros que van a reunirse; y, en la otra, prologuiza el coro de ancianos. La escena de la acción es junto a la tumba de Darío, y el argumento como sigue: el rey Jerjes, con poderoso ejército, marchó sobre Grecia a la cabeza de innumerable gente de a caballo, y con mil doscientas veintiuna naves; mas vencido en Platea por tierra y en Salamina por mar, atravesó en huida la Tesalia y se metió en Asia. Y es de saber que los griegos solo tenían trescientas naves. La primera invasión de los persas, bajo Darío, había tenido desastroso término en Maratón; la segunda, bajo Jerjes, túvole en Salamina y Platea, siendo Temístocles caudillo y orador de los atenienses, que les había mandado armar naves y ponerlas enfrente de las de Jerjes, con lo cual le vencieron. Pues como Apolo hubiese respondido a los de Atenas, que consultaban a sus oráculos sobre el modo de vencer a los invasores, que esto había de ser labrando muros de madera, ellos entendieron que habían de levantarlos en vez de los de piedra, que defendían la ciudad; pero Temístocles les dijo que no era así como tendrían cumplimiento los oráculos del dios, sino armando bajeles, los cuales muchas veces con sus propios muros salvan a los ciudadanos. Padre de este Jerjes fue Darío, rey de los persas, y su madre, Atossa. Nótese bien, porque hubo tres Daríos: el primero, el hijo de Histaspes, que por elección reinó sobre los persas, y fue padre de Jerjes el que marchó contra los griegos; el segundo, el padre de Artajerjes, llamado Ciro o Noto, y el último Darío, el destronado por Alejandro, hijo de Filipo. Algunos hablan de un cuarto Darío.
En el arcontado de Menón fue cuando Esquilo ganó el premio de la tragedia con su tetralogía Fineo, Los persas, Glauco Potnio y Prometeo[2].
Personajes:
Coro de ancianos persas.
Reina Viuda, esposa que fue de Darío.
Mensajero.
Sombra de Darío.
Jerjes, Rey de Persia.
La escena representa la explanada del palacio real, al que se accede mediante unas gradas. En un lateral se supone que hay una puerta por donde puede salir una carroza. En el lado contrario, más cerca de la orquesta, la tumba de Darío.
CORO: Estos que aquí estamos, tras partir los persas para tierra griega, recibimos el nombre de fieles y, por privilegio de nuestra ancianidad, el de guardianes de estas ricas moradas repletas de oro, El propio Rey, el soberano Jerjes, que nació de Darío, nos escogió para cumplir la misión de velar por nuestro país. Preocupado por la vuelta del Rey y la de su ejército en oro abundante, como adivino de desgracias, ya se siente demasiado turbado el corazón dentro de mí. Todo el vigor de la juventud en Asia nacida ha partido, y por su esposo se queja aullando <la esposa que lo echa de menos.>[3]. ¡Y no hay mensajero ni ningún jinete que llegue a esta ciudad de los persas! Marcharon dejando tras ellos Susa y Ecbatana, y la fortaleza antigua de Cisa[4], unos a caballos; los otros en naves; y a pies, los soldados de la infantería, formando una masa compacta de tropas de guerra. Tales fueron Amistres, Artafrenes, Megabates y Astaspes, jefes persas, reyes que son del Gran Rey vasallos, como capitanes de un ejército inmenso, al mando de aquellos que vencen disparando flechas, de los caballeros que infunden pavor solo al verlos y que son en la lucha terribles por la fama gloriosa de sus almas tenaces. Y Artembares, en su carro de guerra. Y Masistres; y el arquero triunfante, el esforzado Imeo; y Farandaces; y Sóstanes
, que a la lucha se lanza a caballo. A otros los envió el dilatado Nilo, el río que tanta tierra fertiliza[5]: Susíscanes, Pegastón —hijo de Egipto— y el magnífico Arsames, señor de la sagrada Menfis; y el que gobierna la venerable Tebas: Arimardo; y en las naves, los hábiles remeros de pantanosas aguas; y una muchedumbre innumerable. Sigue una multitud del pueblo Lidio —gente de vida regalada—, que ejercen su dominio sobre todos los pueblos de su continente[6]: Metrogates y el valiente el Arteo, sus reyes comandantes; y Sardes, rica en oro, los envía al combate con innúmeros carros, escuadrones dotados con tiros de cuatro y seis caballos, espectáculo que infunde temor solo al verlo. Los vecinos del sagrado Tmolo[7] acarician la idea de echar sobre Grecia un yugo de esclavitud: Mardón y Taribis, que resisten cual yunques la lanza enemiga. Los flecheros misios. Y Babilonia, la que es rica en oro, envía abigarrada muchedumbre en tropel a bordo de naves y confiados en su audacia de arqueros. Y de toda Asia les sigue la gente armada de espada que el Rey ha hecho ir con orden severa. Tal flor de varones de la tierra persa se ha puesto en camino. Toda la tierra asiática que antaño los criara gime por ellos con intensa nostalgia: padres y esposas, contando los días, tiemblan ante un tiempo que se va dilatando.
ESTROFA: Ya ha cruzado el ejército real, destructor de ciudades, a la tierra vecina allende el mar, tras haber pasado al estrecho de Hele[8], hija de Atamante, sobre un puente formado por barcos atados con cables de lino, luego de haber echado al cuello del mar ese yugo afirmado con múltiples clavos que sirviera de paso[9].
ANTÍSTROFA: El osado monarca del Asia populosa hace avanzar contra la tierra entera el humano rebaño prodigioso por dos caminos al mismo tiempo, confiado en aquellos que mandan en tierra su ejército y en los jefes firmes y rudos del mar, él, un mortal igual a los dioses, miembro de una raza nacida del oro[10].
ESTROFA: Con la sombría mirada de un sanguinario dragón en sus ojos, al mando de miles de brazos y miles de naves, corre presuroso en su carro de guerra de Siria, y lleva, contra héroes famosos por su lanza[11], un Ares que triunfa con el arco[12].
ANTÍSTROFA: De nadie se puede esperar que se oponga a ese tremendo torrente de hombres, que contenga con sólidos diques el invencible oleaje marino, pues es invencible el ejército persa y su pueblo de valiente corazón. Pero, ¿qué hombre mortal evitará el engaño falaz de una deidad? ¿Quién hay que con pie rápido dé con pleno dominio un fácil salto? Porque, amistosa y halagadora en un principio, Ate[13] desvía al mortal a sus redes, de donde ya no puede escapar el mortal, luego de haber procurado la huida por encima de ellas.
ESTROFA: Por voluntad divina, el Destino ejerció su poder desde antaño, y a los persas impuso la guerra en que son derruidas murallas y dirigir los choques violentos de los caballeros y las devastaciones de ciudades.
ANTÍSTROFA: Y aprendieron a contemplar con respeto la sagrada extensión de las aguas del mar, de anchos caminos y blanca espuma debida al viento, confiados en los cordajes de lino trenzado y en artificios para hacer el transporte de tropas.
ESTROFA: Por eso, mi alma enlutada se siente desgarrada de temor — ¡ay del ejército persa! — de que la ciudad llegue a saberse vacía de hombres, ¡la gran ciudad de Susa!
ANTÍSTROFA: La ciudad de Cisa devolverá el eco — ¡ay! —, profiriendo este grito de pena una confusa multitud de mujeres, y sus finos vestidos de lino sufrirán desgarrones en señal de duelo.
ESTROFA: Todas las fuerzas de caballería, todos los soldados que marchan a pie, como enjambre de abejas, nos han dejado solos luego de haber cruzado el cabo marino común unido a ambas tierras[14].
ANTÍSTROFA: Los lechos se llenan de lágrimas con la nostalgia de los maridos. Las mujeres persas, desalentadas por el dolor tras despedir, cada una de ellas, con el deseo amoroso con que ama al marido, al marcial y brioso marido, solas se quedan sin su consorte. Pero, ea, persas, sentados aquí, ante este antiguo techo[15]apliquemos nuestra reflexión atenta y productora de profundos consejos, pero de prisa, que ya se acerca la necesidad. ¿Cómo le irá a Jerjes, al Rey que nació de Darío? ¿Será vencedor el disparo del arco? ¿O ha prevalecido el vigor de la lanza de punta de hierro?[16] (Entra en escena, procedente de palacio, la Reina, con su comitiva.) Pero aquí —luz igual a los ojos de dioses— sale la madre del Rey y mi Reina. (El Coro acompaña con la acción sus palabras.) Me postro ante ella. Preciso es que todos la saludemos con expresiones de reverencia.
CORIFEO: ¡Oh Reina, excelsa entre las persas de apretada cintura, madre anciana de Jerjes, salve, esposa de Darío! Por naturaleza fuiste la esposa del dios de los persas y madre igualmente de un dios, a no ser que la antigua fortuna huya abandonando ahora al ejército.
REINA: Por esto vengo, abandonando el palacio adornado de oro y la alcoba nupcial que compartí con Darío. Me desgarra el corazón la inquietud. Os voy a dirigir unas razones, amigos míos, porque en manera alguna dejo de presentir el temor de que la gran riqueza cubra de polvo el suelo[17] y de un puntapié eche abajo la dicha que levantó Darío no sin la ayuda de alguna deidad. Por eso tengo en mi alma una doble preocupación: que la gente deje de respetar con el honor debido unas riquezas carentes de varón que las defienda, y que un hombre, por falta de riquezas, no brille en la medida debida a su poder. Pues nuestra riqueza no tiene tacha alguna, pero en cambio mi miedo es por el ojo, pues ojo de la cosa considero la presencia del amo. Ante esto, pensad que es así y sed mis consejeros en lo que os diga, persas, mis más fieles ancianos, pues todos los consejos ventajosos en vosotros los tengo.
CORIFEO: Sabe bien esto, Reina de este país: no es preciso que me mandes dos veces que diga una palabra o ejecute una acción en que mi esfuerzo pueda guiarte, pues estás invitando a ser consejeros en estos asuntos a nosotros que somos tus amigos.
REINA: Continuamente vivo en medio de innúmeros ensueños nocturnos, desde que mi hijo, tras haber aprestado su ejército, partió con la intención de arrasar el país de los jonios. Pero nunca hasta ahora tuve una visión de tal claridad como la he tendido la noche pasada. Te la contaré. Me pareció ver dos mujeres con rico atuendo: la una, ataviada con vestidos persas, la otra con dóricos, ante mi vista se presentaron, mucho más excelentes en altura que las de ahora e irreprochables por su belleza, y ambas hermanas, del mismo linaje[18]. Como patria habitaban, la una, Grecia, tierra que obtuvo en suerte, la otra la tierra bárbara. Según creía yo ver, ambas andaban preparando cierta discordia entre ellas, y mi hijo, que se enteró, estaba conteniéndolas y apaciguándolas, tras lo cual, las unce a su carro y pone colleras bajo sus cuellos. Una se ufanaba con este atalaje y tenía su boca obediente a las riendas. La otra, en cambio, se revolvía y con las manos iba rompiendo las guarniciones que al carro la uncían; tras arrancarlas con violencia, quedó sin bridas y partió el yugo por la mitad. Cae mi hijo, y su padre Darío se pone a su lado, compadeciéndolo. Al verlo Jerjes, se rasga el vestido que cubre su cuerpo[19]. Te digo —sí— que esto he visto esta noche. Luego me levanté y toqué con mis manos una fuente, de bella corriente, y con mano dispuesta a ofrendar me acerqué al altar con la intención de ofrecer la torta sagrada[20] en honor de los dioses que salvan de males, de quienes son propias estas ofrendas. Y entonces veo un águila huyendo hasta el hogar que hay en el altar de Febo[21], y de miedo me quedo, amigos, sin voz. Me fijo después en un halcón que, en veloz aleteo, se arroja sobre ella y con sus uñas le va arrancando plumas de la cabeza. Pero el águila no hacía otra cosa que hacerse un ovillo y abandonarse. Para mí fue terrible de ver, como lo es oírlo para vosotros, pues lo sabéis bien: si mi hijo llegara a triunfar, sería un héroe fuera de lo común; pero, si fracasara… no tiene que rendir cuentas a la ciudad y, con tal que se salve, seguirá siendo el Rey de esta tierra.
CORIFEO: No pretendemos, madre, asustarte en exceso con palabras ni tampoco animarte. Si, al ir a suplicar a los dioses, tuviste una visión desagradable, ruégales que la aparten de nosotros y que bienes se cumplan, en cambio, para ti, tu hijo, la ciudad y todos los amigos. En segundo lugar, es preciso que en honor de la tierra y los muertos se viertan libaciones. Con benevolencia pídele esto: que tu esposo Darío, a quien dices que viste esta noche, desde el interior de la tierra os envíe a la luz cosas excelentes a ti y a tu hijo, y que sus contrarias, aprisionadas bajo la tierra, las envuelva en tinieblas la obscuridad. Esto es lo que yo te aconsejo benévolamente, según me lo da el corazón. Y sobre ello opinamos que de cualquier modo todo te irá bien.
REINA: Sin duda ninguna, tú has sido el primero que ha dado valor[22] al signo divino que encierra mi sueño y ha sido su intérprete con ánimo amigo para mi hijo y para mi casa. ¡Que todo acabe bien! Todo lo haré, conforme deseas, en honor de los dioses y de mis amigos que están bajo tierra, tan pronto volvamos al palacio. Pero quiero enterarme bien, amigos míos: ¿en qué lugar de la tierra dicen que Atenas está situada?
CORIFEO: Lejos, hacia poniente, por donde se acuesta el soberano sol.
REINA: ¿Pero de verdad sentía deseos mi hijo de apoderarse de esa ciudad?
CORIFEO: Sí, pues así llegaría a ser súbdita del Rey toda Grecia.
REINA: ¿Pues tanta abundancia de soldados tiene su ejército?
<CORIFEO: …>.
<REINA: …>[23]
CORIFEO: Incluso siendo así, ha causado a los medos, desgracias sin cuento.
REINA: ¿Acaso sobresale en tirar con sus manos flechas sirviéndose del arco?
CORIFEO: De ninguna manera. Combaten a pie firme con lanzas, y portan armaduras y escudos.
REINA: ¿Y qué, además de esto? ¿Hay en sus casas bastantes riquezas?
CORIFEO: Tienen una fuente que les mana plata[24], un tesoro que encierra su tierra.
REINA: ¿Y qué Rey está sobre ellos y manda su ejército?
CORIFEO: No se llaman esclavos ni súbditos de ningún hombre.
REINA: ¿Cómo, entonces, podrían resistir ante gente enemiga invasora?
CORIFEO: Hasta el punto de haber destruido al ejército ingente y magnífico del rey Darío.
REINA: Dices cosas terribles, motivo de angustia para las madres de aquellos que están en campaña.
CORIFEO: Pero me parece que pronto vas a saber noticias completas sin mezcla de error, pues la carrera de ese hombre permite ver que se trata de un persa y que, buena o mala, nos trae una clara noticia.
Llega un Mensajero.
MENSAJERO: ¡Oh ciudades de toda la tierra de Asia! ¡Oh país persa y puerto abundante en riqueza! ¡Cómo de un solo golpe ha sido aniquilada tu inmensa dicha! ¡La flor de los persas ha caído muerta! ¡Ay de mí, mi primera desgracia es anunciar estas desdichas! Es, persas, sin embargo, forzoso que yo os informe de todo el desastre. ¡Sí; todo el ejército ha perecido!
CORO: ¡Dolorosa, dolorosa desgracia, repentina y desgarradora! ¡persas, llorad de oír este dolor!
MENSAJERO: Sí; porque todo el ejército aquel se ha perdido, y yo mismo estoy viendo la luz del regreso sin que lo esperara.
CORO: ¡Qué larga vida la que tenemos! ¡Que en nuestra ancianidad hayamos visto un tiempo para oír este dolor inesperado!
MENSAJERO: Como realmente estuve presente y no lo sé por haber oído palabras de otros, puedo, persas, contaros qué crueles desgracias ocurrieron.
CORO: ¡Ay, ay, ay, ay! ¡En vano innúmeros dardos fueron en masa desde asiática tierra — ¡ay, ay! — a Gracia, la tierra enemiga!
MENSAJERO: Llenas de muertos que perecieron de mala manera están las costas de Salamina y todos los lugares vecinos.
CORO: ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Me dices que los cuerpos de mis amigos, luego de morir, hundidos en el mar son arrastrados por el oleaje que los voltea con sus vagarosos mantos forrados!
MENSAJERO: Sí; no servían para nada los arcos; y todo el ejército sucumbió vencido por la embestida de los navíos.
CORO: ¡Lanza un grito de pena en honor de los desgraciados, un grito de dolor, porque todo lo han puesto <los dioses> muy doloroso para los persas — ¡ay, ay! —, al ser mi ejército aniquilado!
MENSAJERO: ¡Oh nombre de Salamina, el más odioso que pueda oírse! ¡Ay, cuántos lamentos me causa el recuerdo de Atenas!
CORO: ¡Odiosa es —sí— Atenas para los que sufrimos esta desgracia! Tengo, en verdad, derecho a mencionar las muchas mujeres de Persia que, sin ninguna utilidad, ha dejado sin hijos y sin maridos.
REINA: Hace rato que estoy en silencio yo, infortunada, aturdida por la desgracia, pues este desastre lo supera todo: no permite hablar ni preguntar por la desventura. Sin embargo, en obligado para los mortales el soportar los sufrimientos, si los dioses los dan. Pon ante nuestros ojos todo nuestro infortunio. Cálmate y habla, aunque te haga llorar la desgracia. ¿Quién no ha muerto? ¿A qué jefe tendremos que llorar de entre los designados para el mando? ¿Quién, al morir, dejó a su tropa sola, desprovista de un héroe que la mandase?
MENSAJERO: Jerjes sí que vive y ve la luz del sol.
REINA: Has dicho algo que es una gran luz para mi casa y un blanco día tras una negra noche.
MENSAJERO: Artembares, el jefe de diez mil caballeros, chocó contra las ásperas riberas de Silenias[25]. Dádaces, que a mil hombres mandaba, por un golpe de lanza, saltó de la nave con un salto brusco. Tenagón, el más valiente noble de los bactrios[26], se estrelló contra la isla de Ayante[27] batida por la olas. Lileo, Ársames y, el tercero, Argestes, en torno a la isla criadora de palomas, en plena confusión, fueron chocando, uno tras otro, contra la dura tierra. Lo mismo también el que era vecino de las fuentes del egipcio Nilo, Farnuco, y los que de una sola nave cayeron: Arcteo, Adeves, y Feresceves, en tercer lugar. Matalo de Crisa[28], que era jefe de diez mil guerreros, murió humedeciendo su barba luenga, cerrada, rojiza, y cambiando el color con un baño purpúreo de sangre. Árabo, el mago, y Artabes de Bactria, que a su mando tenía tres millares de jinetes negros, yacen enterrados en la dura tierra en que perecieron. Amistris y Anfistreo, blandiendo de continuo su infatigable lanza. El valiente Ariomardo, que ha sumido a Sardes en luto. Sísames de Misia[29] y Táribis, capitán de quinientos cincuenta navíos, de raza lirnea[30], varón de prestancia, yace muerto, infeliz, sin próspera suerte. Siénesis, primero en valentía, jefe de los cilicios[31], un varón que él solo dio el máximo trabajo a los enemigos, murió honrosamente. He hecho memoria ahora de tales caudillos. Corto me quedo al dar solo noticias de unas pocas desgracias, de entre las muchas que sucedieron.
REINA: ¡Ay, ay! Estoy oyendo en éstas las más profundas de las desgracias. Son el oprobio para los persas y motivo de agudos lamentos. Pero dime esto, volviendo a tu informe: ¿tanto era el número de naves enemigas para que osaran trabar combate con la armada persa mediante embestidas navales?
MENSAJERO: En cuanto el número —entérate con claridad—, esas naves hubieran podido ser vencidas por las naves bárbaras. El número total ascendía a diez treintenas de naves, y, aparte de éstas, había una decena especial, mientras que Jerjes —también lo sé— disponía de naves, hasta un millar, que tenía a su mando directo y, además, doscientas siete naves ligeras. Ésta es la proporción. ¿Te parece a ti que en eso estábamos en condiciones de inferioridad para el combate? Pero, aun así, una deidad perdió al ejército, pues desvió la balanza en contra de nosotros sin concedernos igual fortuna. Los dioses protegen habitualmente a la ciudad de Palas[32].
REINA: ¿Entonces, está todavía sin destruir la ciudad de Atenas?
MENSAJERO: Así es, pues mientras hay hombres, eso constituye un muro inexpugnable[33].
REINA: Dime cómo fue el comienzo del combate naval. ¿Quiénes iniciaron la lucha? ¿Los griegos? ¿O mi hijo, lleno de orgullo por el gran número de sus navíos?
MENSAJERO: Comenzó, Señora, todo el desastre, al aparecer, saliendo de algún sitio, un genio vengador o alguna perversa deidad. Sí; vino un hombre griego del ejército de los atenienses y dijo a tu hijo Jerjes[34] que, a la llegada de la oscuridad de la negra noche, no permanecerían allí los griegos, sino que saltarían a los barcos de remeros que tienen las naves y cada cual por un sitio distinto, procurando ocultarse al huir, intentarían salvar la vida. Él, inmediatamente que lo hubo oído, sin advertir el engaño del hombre griego ni tampoco la envidia de los dioses[35], comunicó esta orden a todos los que eran capitanes de barco: cuando dejase el sol de alumbrar con sus rayos la tierra y las tinieblas ocuparan el sagrado recinto del cielo, formaran en tres líneas el grueso de la escuadra y el resto de las naves dispusieran en círculo alrededor de la isla de Ayante, con la finalidad de evitar la salida de barcos enemigos y vigilar las rutas rugientes por el oleaje; así, si intentaban los griegos esquivar su funesto destino, una vez que hallaran un medio de huir con las naves sin que se advirtiera, tenían a su alcance el dejar sin cabeza a todo enemigo. Tan graves órdenes Jerjes dictó por haberse dejado llevar de su corazón confiado en exceso, pues no sabía el porvenir que le iba a llegar de los dioses. Ellos, entonces, no con espíritu de indisciplina, sino con alma dócil al jefe, estuvieron haciendo la cena y los marineros atando los remos a los escálamos, que a los toletes bien se ajustaban. Pero, cuando la claridad del sol se extinguió y ya la noche se estaba acercando, todo marino señor[36] de remo fue entrando en su nave y también todo el que había de luchar con las armas. En cada larga nave los bancos de remeros iban animándose entre sí, y todos navegaban en el puesto asignado, y a lo largo de toda la noche los jefes de las naves hicieron que toda la gente marinera preparase la travesía. La noche avanzaba, pero la escuadra griega no hacía una salida furtiva por ningún sitio. Pero después que el día radiante, con sus blancos corceles[37], ocupó con su luz la tierra entera, en primer lugar, un canto, un clamor a modo de himno, procedente del lado de los griegos[38], profirió expresiones de buenos augurios que devolvió el eco de la isleña roca[39]. El terror hizo presa en todos los bárbaros, defraudados en sus esperanzas, pues no entonaban entonces los griegos el sacro peán como preludio para una huida, sino como quienes van al combate con el coraje de almas valientes. La trompeta con su clangor encendió el ánimo de todos aquéllos. Inmediatamente con cadenciosas paladas del ruidoso remo golpeaban las aguas profundas del mar, al compás del sonido de mando[40]. Rápidamente todos estuvieron al alcance de nuestra vista. La primera, el ala derecha, en formación correcta, con orden, venía en cabeza. En segundo lugar, la seguía toda la flota. Al mismo tiempo podía oírse un gran clamor: «Adelante, hijos de los griegos, libertad a la patria. Libertad a vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos de los dioses de vuestra estirpe y las tumbas de vuestros abuelos. Ahora es el combate por todo eso.» En verdad que de nuestra parte se les oponía el rumor de la lengua de Persia[41]. Ya no era tiempo de andarse con dilaciones. Inmediatamente una nave clavó en otra nave su espolón de bronce. Inició el ataque una nave griega y rompió en pedazos todo el mascarón de la popa de un barco fenicio[42]. Cada cual dirigía su nave contra otra nave. Al principio, con la fuerza de un río resistió el ataque el ejército persa; pero, como la multitud de sus naves se iba apelotonando dentro del estrecho, ya no existía posibilidad de que se ayudasen unos a otros, sino que entre sí ellos mismos se golpeaban con sus propios espolones de proa reforzados con bronces y destrozaban el aparejo de remos completo. Entretanto, las naves griegas, con gran pericia, puestas en círculo alrededor, las atacaban. Se iban volcando los cascos de las naves, y ya no se podía ver el mar, lleno como estaba de restos de naufragios y la carnicería de marinos muertos. Las riberas y los escollos se iban llenando de cadáveres. Cuantas naves quedaban de la armada bárbara todas remaban en pleno desorden buscando la huida. Los griegos, en cambio, como a atunes o a un copo de peces, con restos de remos, con trozos de tabla de los naufragios, los golpeaban, los machacaban. Lamentaciones en confusión, mezcladas con gemidos, se iban extendiendo por alta mar, hasta que lo impidió la sombría faz de la noche. El inmenso número de males, aunque durante diez días estuviera informando de modo ordenado, no podría contártelo entero, pues, sábelo bien, nunca en un solo día ha muerto un número tan grande de hombres.
REINA: ¡Ay! ¡Un inmenso mar de desdichas ha inundado a los persas y a la raza bárbara entera!
MENSAJERO: Sabe bien esto: ni siquiera es la mitad del desastre. Tal desgracia, tal sufrimiento vino sobre ellos, que ni incluso el doble de lo que he contado puede compensar el desequilibrio de la balanza.
REINA: ¿Qué destino podría haber que más cruel fuera que éste? Di: ¿qué infortunio de males dices que vino además al ejército, hundiendo hasta el fondo el platillo de la balanza?
MENSAJERO: Cuantos persas estaban en pleno vigor de su cuerpo, con alma valiente y eran distinguidos por su linaje, los que estaban siempre entre los primeros en lealtad a su soberano, han muerto sin honra con una muerte ignominiosa.
REINA: ¡Ay de mí, desdichada, amigos míos, por esta desgracia cruel! ¿Con qué muerte dices que han muerto ésos?
MENSAJERO: Ante la isla de Salamina hay un islote carente de puertos para las naves, que Pan[43], el dios amante de los coros, protege con su presencia a la orilla del mar. Allí los había enviado Jerjes con la intención de que, cuando los enemigos derrotados salieran de las naves y procuraran ponerse a salvo en la isla, dieran muerte al ejército griego caído en sus manos y salvaran, en cambio, a los suyos de las corrientes del mar. ¡Mal adivinaba el futuro! Pues, cuando un dios hubo concedido a los griegos la gloria de la victoria del combate naval, el mismo día, tras guarnecer sus cuerpos de armas defensivas de bronce excelente, fueron saltando desde las naves y rodeando toda la isla, de tal modo que no era posible a los persas hallar un lugar al que dirigirse y eran golpeados por lluvia de piedras tiradas a mano, y, por los dardos que les caían impulsados por la cuerda del arco, fueron pereciendo. Y al final, se lanzaron contra ellos con unánime gritería y los golpearon, destrozaron los miembros de los infelices hasta que del todo les quitaron a todos, la vida. Jerjes prorrumpió en gemidos al ver el abismo de su desastre, pues tenía un sitial apropiado para ver al ejército entero, una alta colina en la cercanía del profundo mar[44]. Rasgó sus vestidos, gimió agudamente y, en seguida, dio una orden a sus fuerzas de a pie y se lanzó a una huida desordenada. Tal es el desastre que puedes llorar junto al anterior.
REINA: ¡Oh Destino odioso!, ¡cómo has defraudado a los persas en sus intenciones! Amarga ha encontrado mi hijo la venganza de la ilustre Atenas. No fueron bastantes los bárbaros que antes mató Maratón[45]. ¡Y mi hijo, creyendo que iba a lograr su venganza, se ha atraído una multitud tan grande de males! Pero, dime tú: las naves que han conseguido escapar a la mala fortuna ¿dónde estaban cuando las dejaste? ¿Me lo puedes decir con exactitud?
MENSAJERO: Los capitanes de los navíos que se salvaron, rápidamente emprendieron la huida en desorden, aprovechando el viento que era favorable. Y el resto de las fuerzas fue pereciendo en Beocia: los unos, sufriendo la sed en torno al atractivo resplandor de un fuente[46]; los otros, extenuados por la fatiga, atravesamos hacia tierra focense, el país de la Dóride, el golfo Melieo, a cuya llanura le da de beber el río Esperqueo con su bienhechora bebida. Desde allí, el suelo de Acaya[47] y las ciudades de los tesalios nos recibieron cuando empezábamos a estar escasos de provisiones, y allí murieron muchos de sed y de hambre, pues de ambas había. Llegamos al país de Magnesia y al territorio de los macedonios, a la cuenca del río Axío[48]; divisamos el cañaveral lacustre de Bolba, el monte Pangeo[49] y la tierra de los edones[50]. –esa noche, un dios suscitó un invierno temprano e hizo que se helara toda la corriente del sagrado Estrimón[51]. Todos los que antes en manera alguna creían en los dioses, entonces oraron con súplicas adorando a la Tierra y al Cielo. Luego que el ejército acabó de invocar a los dioses múltiples veces, intentó cruzar a través de la helada corriente; y quién de nosotros partió antes de esparcirse los rayos del dios[52], se encontró salvado, pues, como ardía con resplandores el brillante disco del sol, fue calentándolo con sus llamas y atravesando el centro del río. Unos sobre otros se fueron hundiendo, y en verdad tuvo suerte el que más pronto perdió el aliento vital. Los demás que lograron la salvación atravesaron Tracia con dificultad, con innumerables fatigas; y después de lograr escapar —no muchos, por cierto—, llegaron a la tierra donde tienen su hogar. Así que la ciudad de los persas puede llorar y echarla de menos a la amadísima juventud del país. Ésta es la verdad. Y omito al hablar muchas desgracias que un dios ha lanzado contra los persas.
Sale de escena el Mensajero.
CORIFEO: ¡Oh deidad que has obrado de modo funesto! ¡Cuán demasiado pesada has pisoteado con ambos pies la raza pérsica entera!
REINA: ¡Ay de mí, infeliz, por el ejército aniquilado! ¡Oh visión evidente de mis ensueños de la noche pasada, cuán muy claramente me mostraste mis males! (Dirigiéndose al Coro.) En cambio, vosotros lo interpretasteis muy a la ligera. Y, sin embargo, puesto que fue vuestro consejo, quiero primeramente orar a los dioses. Después llegaré con ofrendas para la tierra y para los muertos, la sagrada torta que traeré de mi casa. Yo sé que es por empresas que han fracasado, pero también por si en el futuro ocurre algo mejor. Preciso es que vosotros, después de lo ocurrido, a los que os son leales, les aportéis leales consejos. Y a mi hijo, si llegara aquí antes que yo, dadle consuelo y acompañadle a casa, no vaya a ser que a esas desgracias les añada alguna otra desgracia.
La Reina sale con su séquito.
CORO: ¡Oh Zeus soberano, has aniquilado al orgulloso ejército persa constituido por un ingente número de hombres! ¡Has cubierto las ciudades de Susa y Ecbatana con un profundo dolor sombrío! Con manos delicadas, muchas mujeres desgarran sus velos<…> y en llanto abundante empapan su seno, como partícipes que son de la pena. Las esposas persas, con tiernos gemidos, deseosas de ver sus recientes bodas[53], se han despedido de las muelles ropas del lecho nupcial, del goce de su dulce juventud, y lloran con lamentos insaciables. Y también yo voy a cantar la muerte de los que se fueron, llena —está probado— de sufrimientos.
ESTROFA: Porque —sí— ahora está gimiendo toda la tierra de Asia al haberse quedado desierta. Jerjes se lo llevó — ¡ay, ay! —, Jerjes hizo que perecieran — ¡ay, ay! —, Jerjes todo lo organizó de modo insensato con sus barcos marinos. ¿Por qué Darío, jefe de arqueros que nunca hizo daño, no estuvo entonces también al mando de los ciudadanos, el amado caudillo de Susa?[54] Pues a los de a pie y a los marineros, con alas de lino[55] de aspecto sombrío, los navíos se los llevaron — ¡ay, ay! —, los navíos les dieron la muerte — ¡ay, ay! —, los navíos, con ataques causantes de todo el desastre. Por culpa del ejército jonio —oímos— apenas pudo escapar el propio soberano por los llanos caminos de crudos inviernos de Tracia. Y los que primero por una muerte irremediable fueron atrapados — ¡ay! — amontonándose han ido — ¡ay! — en torno a las riberas de Cicreo[56]. Gime y rechina los dientes en duelo, y eleva hasta el cielo los sordos lamentos de tu dolor — ¡ay! —; y profiere con fuerza una voz desdichada, un grito que entrañe lamentos.
ANTÍSTROFA: Doblegados por el mar pavoroso — ¡ay! —, son desgarrados — ¡ay! — por los hijos sin voz[57] del mar incorruptible — ¡ay! —. Llora al varón cada casa que sin él quedó, y los padres que ya están sin hijos — ¡ay! — lamentan sus penas sin par, e igual los ancianos, al oír su completo dolor.
ESTROFA: Y tras largo tiempo, por tierras de Asia ya no se rigen por leyes persas, ya no pagan tributos a las exigencias del amo[58], ni se prosternan en tierra adorándolo, pues el regio poder ya ha perecido.
ANTÍSTROFA: Ya no tienen los hombres la lengua guardada, pues, para hablar libre, se ha soltado el pueblo[59], puesto que el yugo que la fuerza imponía se desató, y la isla de Ayante que bañan en torno las olas, en sus campos ensangrentados, tiene enterrado el poder de los persas.
Entra en escena la Reina. Su atuendo es severo y sencillo. Las sirvientas que la acompañan portan ofrendas.
REINA: Cualquiera que tiene experiencia de males sabe que, entre los mortales, cuando un oleaje de infortunio les sobreviene, todo suele asustarlos; cuando, en cambio, el destino fluye favorable, confían en que siempre ha de soplar el mismo viento de buena suerte. Del mismo modo, a mí, que ya estoy llena de temor en todo, se revela a mis ojos la hostilidad que me envían los dioses y grita en mis oídos un clamor que no es adecuado para curarme[60]. Tal terror me ha causado los infortunios que atemorizan mi corazón. Por eso salí de palacio de nuevo y emprendí este camino sin carro, sin mi antiguo esplendor, llevándole al padre de mi hijo libaciones que nos lo hagan propicio, ofrendas que aplacan a los muertos: la dulce leche blanca de una vaca sin señal de yugo; el licor de la obrera que trabaja en las flores[61]: la muy brillante miel rociada con agua corriente de una fuente virgen[62]; la bebida pura nacida de una madre salvaje: esta alegría[63] de una vid añosa; el fruto oloroso de la verde oliva frondosa, de vida perenne en sus hojas; y flores trenzadas nacidas de la tierra que todos los frutos produce. Ea, amigos míos, sobre estas libaciones que ofrezco a los muertos, entonad himnos y llamad aquí arriba al divino Darío, que yo enviaré estas ofrendas que bebe la tierra en honor de los dioses subterráneos.
Mientras el Coro empieza a cantar, la Reina, con sus sirvientas, se dirige a la tumba de Darío.
CORO: Mujer, tú que eres Reina, persona venerable para los persas, envía libaciones a las cámaras que tiene tu esposo[64] bajo la tierra, que nosotros rogaremos con himnos que nos sean favorables los guías subterráneos que tienen los muertos. ¡Ea, sagradas deidades subterráneas: Tierra, Hermes y tú, Rey de los muertos[65], enviad desde abajo un alma a la luz! Pues, si algún ventajoso remedio de nuestras desdichas conoce, solo él entre los mortales podría decirnos el fin que tendrán.
El Coro canta acompañando con la acción sus palabras.
ESTROFA: ¿Me oyes?, ¿Rey como un dios que alcanzaste la dicha, cuando pronuncio las claras palabras en lengua bárbara con múltiples tonos, lúgubres, de triste sonido? A pleno pulmón yo voy a gritar mis dolores por tanto infortunio. ¿Me estará oyendo desde allá abajo?
ANTÍSTROFA: ¡Ea, tú, Tierra, y vosotros también, los que sois los demás soberanos de las subterráneas regiones; permitid que salga de sus moradas la gloriosa deidad, el dios de los persas que en Susa nació![66]. ¡Enviad aquí arriba a quien es cual ninguno la tierra de Persia había tenido jamás en su seno!
ESTROFA: Amado es nuestro héroe, amada, sí, su tumba, porque encierra la forma de ser que nos es amada[67]. Edoneo[68], tú que haces que suban a la luz las almas de los muertos, Edoneo, permite que suba hasta aquí el divino soberano Darío. ¡Eh! ¡Eh!
ANTÍSTROFA: Pues nunca llevó hombres a la muerte con locuras que matan mediante la guerra. Inspirado de un dios le llamaban los persas e inspirado de un dios él lo era, pues así conducía el timón del ejército. ¡Ah! ¡Ah!
ESTROFA: ¡Rey!, ¡antiguo Rey, ea, llégate! ¡Ven hasta el punto más alto de la tumba! ¡Alza la sandalia azafranada de tu regio pie y haz que brille el botón de tu tiara! ¡Ven, Darío, tú, que, como un padre, nunca hiciste daño! ¡Oh!
ANTÍSTROFA: Para oír los recientes dolores, comunes a todo el país, ¡aparece, Señor de señores! Porque una bruma propia de Éstige[69] ha sobrevolado y la juventud de nuestro país toda ha perecido. ¡Ven, Darío, tú, que, como un padre, nunca hiciste daño! ¡Oh!
EPODO: ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Oh tú, que, al morir, fuiste muy llorado por tus amigos! ¿Por qué, Señor, Señor, este doble[70] error digno de doble lamento para todo este país tuyo?: «Se han perdido las naves de tres bancos de remos. ¡Ya no hay naves, ya no, ya no hay naves!»
La Sombra de Darío aparece encima de la tumba.
SOMBRA: ¡Oh fieles entre fieles, compañeros que fuisteis de mi juventud, ancianos de Persia, ¿qué sufrimientos padece la ciudad? Gime y se golpea en señal de duelo, y hasta el suelo se abre[71]. Siento espanto de ver a mi esposa cerca de mi tumba, mas sus libaciones propicio acepté. Y vosotros estáis al lado del túmulo cantando canciones de duelo y, alzando gemidos que atraen a las almas, llamándome estáis con voz lastimera. No es fácil salir: sobre todo porque las deidades que tienen poder bajo tierra más prontas están a coger que a soltar. Sin embargo, ejercí mi influencia sobre ellas y he venido aquí. Date prisa, con el fin de que yo no merezca reproche en el uso del tiempo[72]. ¿Qué grave, recientes desgracias padecen los persas?
CORO: No me atrevo a mirarte de frente, no me atrevo a hablar ante ti, por el temor piadoso que antaño me inspirabas.
SOMBRA: Pero, ya que he venido de abajo siendo obediente a tus gemidos, sin hacer un relato prolijo, sino con brevedad, habla y da fin a tu informe completo, prescindiendo del respeto hacia mí.
CORO: Rehúyo complacerte. Rehúyo hablar ante ti, luego de haber dicho algo que es triste de oír para mis amigos[73].
SOMBRA: Pero, ya que el antiguo temor prevalece en tu corazón (dirigiéndose ahora a la Reina), tú, anciana compañera de mi lecho, mi noble esposa, cesa en esas lágrimas y lamentos y dime algo claro[74]. Humanos sufrimientos les pueden suceder a los mortales. Muchos desastres les vienen, a los hombres, del mar y muchos otros de tierra firme, si una vida demasiado larga se extiende tiempo adelante.
REINA: ¡Oh tú, que aventajabas en dicha a todos los mortales con tu feliz suerte! Porque, mientras veías los rayos del sol, pasaste una vida dichosa, envidiado lo mismo que un dios por los persas; y ahora, en cambio, siento envidia de ti porque has muerto antes de haber visto el abismo de nuestras desgracias. Sí, Darío, todo el relato oirás en breve tiempo: por decirlo, en una palabra, está aniquilado el poder de los persas.
SOMBRA: ¿De qué modo? ¿Vino algún terrible azote de peste o la guerra civil?
REINA: Nade de eso, sino que en las proximidades de Atenas ha perecido todo el ejército.
SOMBRA: ¿Y cuál de mis hijos condujo la expedición hasta allí? Explícamelo.
REINA: El valiente Jerjes, dejando desierta toda la llanura del continente.
SOMBRA: ¿Fue a pie o navegando como el desdichado intentó esa locura?
REINA: De ambos modos: un doble frente tenía su doble ejército.
SOMBRA: Pero, ¿cómo también consiguió un ejército tan grande de tierra atravesar hasta la otra orilla?
REINA: Mediante artificios unció ambas orillas del estrecho de Hele, de modo que así pudiera haber paso
SOMBRA: ¿Y lo consiguió hasta el punto de poder cerrar el gran Bósforo?
REINA: Así es. Sin duda ninguna, alguna deidad le ayudó en su intención.
SOMBRA: ¡Ay! ¡Sí! ¡Una deidad vino a él con tan gran poder que ya no podía pensar con prudencia!
REINA: Hasta el punto de poder ver qué tremendo desastre ha llevado a cabo.
SOMBRA: ¿Y por qué, así, gemís por los mismos que lo realizaron?
REINA: Una vez que la escuadra fue derrotada, esto causó la perdición de las fuerzas de tierra.
SOMBRA: ¿Y ha perecido así, completamente, a punta de lanza el pueblo entero?
REINA: Hasta el punto que, entera, la ciudad de Susa llora su carencia total de varones.
SOMBRA: ¡Ay de nuestro ejército, nuestra ayuda y socorro!
REINA: Se ha perdido entero el pueblo de los bactrios y, entre ellos, no había siquiera un anciano[75].
SOMBRA: ¡Oh desdichado, qué juventud de los aliados ha hecho perecer!
REINA: Dicen que Jerjes, solo y abandonado, con no muchas tropas…
SOMBRA: ¿Cómo y adónde está yendo a parar? ¿Tiene salvación?
REINA: …contento ha llegado hasta el puente, única unión de los dos continentes[76].
SOMBRA: ¿Y que está a salvo ya en nuestra tierra? ¿Eso es verdad?
REINA: Sí. Predomina un informe seguro sobre eso y no hay desacuerdo.
SOMBRA: ¡Ay! ¡Rápido vino el cumplimiento de los oráculos! ¡Y sobre mi hijo hizo caer Zeus con todo su peso el desenlace de las profecías! ¡Y yo que tenía confianza en que los dioses les darían cumplimiento completo cuando hubiera pasado un largo tiempo! Mas, cuando uno mismo es quien se apresura, recibe también la ayuda de un dios. Parece que ahora se ha hallado una fuente de males para todos los seres que quiero. Y mi hijo, sin advertirlo, con una juvenil temeridad, lo ha llevado a cabo. Sí. Él abrigó la esperanza de sujetar con cadenas, como a un esclavo, al sagrado, fluyente Helesponto, al Bósforo, acuífera corriente de un dios. Y fue transformado en su ser el estrecho, y, luego que le impuso trabas hechas con el martillo, abrió un inmenso camino para nuestro ejército inmenso. Él, que es un mortal, falto de prudencia, creía que iba a imponer su dominio a todos los dioses y, concretamente, sobre Poseidón[77]. ¿Cómo no iba a ser víctima en esto mi hijo de alguna enfermedad de la mente? Temo que mi riqueza, producto de inmensa fatiga, llegue a ser un botín para el hombre que más se apresure.
REINA: Esto ha aprendido el valeroso Jerjes por tratarse con hombres malvados. Le dijeron que tú habías adquirido mediante la lanza una gran riqueza para tus hijos, pero que él, por su cobardía, solo manejaba la jabalina dentro de casa, sin aumentar la riqueza paterna. De oír con frecuencia tales reproches de hombres malvados, determinó esta expedición y una campaña en contra de Grecia.
SOMBRA: Efectivamente, ellos han producido el más grande desastre, de recuerdo imperecedero, como jamás otro dejó desierta la ciudad y los campos de Susa, desde aquel momento en que Zeus soberanos concedió este honor: que un hombre solo ejerciera el poder con el cetro propio del gobernante sobre Asia entera criadora de ovejas. Fue Medo el primer jefe del ejército. Después de aquél, un hijo suyo cumplió esta función. Ciro, el tercero a partir de él, hombre de suerte, tan pronto como hubo empezado su mando, impuso la paz entre todos los pueblos amigos, porque su mente llevaba el timón de sus impulsos. Conquistó el pueblo lidio y el de los frigios, y por la fuerza sometió a toda Jonia. No hubo ni un dios que le fuera hostil, porque era prudente por naturaleza. El hijo de Ciro[78] fue el cuarto que mandó el ejército. Gobernó el quinto Mardo, que fue una vergüenza para nuestra patria y el antiguo trono[79]. Le dimos muerte, mediante un engaño, el insigne Artáfrenes y yo dentro de palacio con ayuda de hombres amigos, para quienes hacerlo constituía una obligación[80]. Y precisamente obtuve la suerte que yo deseaba[81]. Llevé a cabo numerosas campañas con un ejército numeroso, pero no le infligí a la ciudad un desastre tan grande. Jerjes, en cambio, mi hijo, como aún es joven, piensa dislates propios de un joven y mis consejos no tiene en cuenta. Bien sabéis esto, mis coetáneos: todos cuantos tuvimos este poder, no podríamos aparecer como autores de tantos motivos de sufrimiento.
CORIFEO: ¿Qué, entonces, soberanos Darío? ¿Adónde diriges el fin de tus palabras? ¿Cómo podríamos aún, partiendo de estos hechos, lograr el mejor éxito nosotros, el pueblo de Persia?
SOMBRA: Si no hicierais campañas dirigidas a las regiones griegas, aunque el ejército medo fuera mayor todavía[82], porque tienen por aliada a su propia tierra.
CORIFEO: ¿Cómo es eso que has dicho? ¿De qué manera es su aliada?
SOMBRA: Matando de hambre a quienes constituyen un número demasiado excesivo.
CORIFEO: Entonces enviaremos una tropa ligera, escogida.
SOMBRA: Ni siquiera el ejército que ahora permanece en las regiones griegas logrará regresar y salvarse.
CORIFEO: ¿Cómo has dicho? ¿Que no va a cruzar el estrecho de Hele, regresando de Europa todo el ejército persa?
SOMBRA: Pocos, ciertamente, de los muchos que son, si hay que dar algún crédito a los oráculos de los dioses, a la vista de lo que ahora ha ocurrido, pues no suceden unos sí y otros no. Y, siendo esto así, deja Jerjes allí una tropa escogida del ejército, por dejarse llevar de esperanzas vacías. Permanecen allí donde riega el llano con sus aguas corrientes el Asopo, fertilizante amado de la tierra beocia. Allí les espera sufrir las más hondas desgracias en castigo de su soberbia y sacrílego orgullo, pues, cuando ellos llegaron a la tierra griega, no sintieron pudor al saquear las estatuas sagradas de los dioses ni de incendiar los templos. Han desaparecido los altares de dioses, y las estatuas de las deidades han sido arrancadas de raíz de sus basas y, en confusión, puestas cabeza abajo. Así que, como ellos obraron el mal, están padeciendo desgracias no menores y otras que les esperan, porque aún carecen de fondo sus males, pues todavía se está formando. ¡Tal será la ofrenda de sangre vertida con la degollina en tierra de Platea por la lanza doria! Montones de cadáveres, hasta la tercera generación, indicarán sin palabras a los ojos de los mortales que cuando se es mortal no hay que abrigar pensamientos más allá de la propia medida[83]. Cuando la soberbia florece, da como fruto el racimo de la pérdida del propio dominio y recolecta cosecha de lágrimas. Fijaos en los castigos de estos hechos y acordaos de Atenas y Grecia[84]. Que nadie, por haber depreciado la suerte favorable que tiene llevado del deseo de otros bienes, vaya a perder del todo una considerable prosperidad. Arriba está Zeus, juez riguroso, que castiga los pensamientos demasiado soberbios[85]. Ante esto, emplead vuestra moderación y haced que aquél[86] entre en razón mediante prudentes admoniciones, para que deje de ofender a los dioses con su audacia llena de orgullo. Y tú, oh anciana madre de Jerjes, el hijo que amas, entra en palacio y toma atavíos que posean apariencia noble, y con ellos sal al encuentro del hijo, pues en torno de todo su cuerpo, debido al dolor de los males que está padeciendo, los andrajos de su vestidura bordada se caen en jirones. Cálmale con palabras de benevolencia, pues tú eres la única a la que él —yo lo sé— soportará oír, que yo me voy bajo tierra, me sumo en tinieblas. Y vosotros, ancianos, tened alegría a pesar de los infortunios, concediendo placer cada día a vuestro ánimo[87], porque a los muertos la riqueza de nada les sirve[88].
La sombra de Darío se Desvanece.
CORIFEO: ¡Cuánto dolor me ha causado el oír las muchas desgracias que tienen los persas, tanto las presentes como las futuras!
REINA: ¡Oh mi adverso destino! ¡Cuántos dolores penetran en mí por mis muchas desgracias! Pero esta desgracia me muerde muchísimo más que otra alguna: el oír la deshonra que sufre mi hijo por los vestidos que cubren su cuerpo. Me voy a palacio a coger vestiduras y voy a intentar salir al encuentro de mi hijo, pues no abandonaré en su desgracia a quien yo más quiero[89].
La Reina sale de escena, camino de palacio.
ESTROFA: ¡Oh dolor! Antaño gozamos de una clase de vida grandiosa y feliz con arreglo a la ley, cuando el anciano, que era el socorro de todos, bienhechor e invencible Rey idéntico a un dios, Darío, gobernaba el país[90].
ANTÍSTROFA: En primer lugar, mostrábamos ante las gentes ejércitos famosos que debelaban cualquier ciudad, aunque estuviera fortificada. Y el regreso traía de la guerra <soldados> que ningún daño habían sufrido, sanos y salvos <a> hogares felices.
ESTROFA: ¡Cuántas ciudades logró conquistar sin atravesar el cauce del río Halis[91], sin salir de su hogar! Así ocurrió con los poblados del río Aqueloo, en la costa del mar Estrimonio, vecino de tracios[92].
ANTÍSTROFA: Y las que alejadas del lago están extendidas por tierra firme, fortificadas, obedecían a este soberano. Y las desparramadas por los alrededores del amplio estrecho de Hele y la honda Propóntide[93] y la boca del Ponto[94].
ESTROFA: Y las islas bañadas por el mar frente a un cabo marino, cercanas a esta tierra, como Lesbos y Samos, plantada de olivares, Quíos y Paros, Naxos, Míconos y Andros, vecina que roza con Tenos.
ANTÍSTROFA: Mandaba también en las situadas en medio del mar, entre ambas riberas, Lemnos y la sede de Ícaro[95] y Rodas y Cnido y las ciudades de Chipre —Pafos, Salunte y Salamina—, cuya cuidad madre es ahora la causa de nuestros gemidos[96]; y a todo lo largo del dominio jónico, en ricas, populosas.
EPODO: <ciudades>de griegos mandaba con su propia mente[97], pues disponía de la fuerza incansable de sus hombres armados auxiliados por tropas compuestas de gentes de todos los pueblos. Ahora, en cambio, soportamos nosotros esto, que sin duda han vuelto los dioses en ventaja de los que son nuestros enemigos, pues hemos sufrido una magna derrota naval.
Entra en escena una carroza de cuatro ruedas, acompañada de un escaso séquito cubierto de harapos. De la carroza desciende Jerjes, con vestimenta real, pero andrajosa. Jerjes se dirige hacia el Coro con paso cansado y vacilante.
JERJES: ¡Ay! ¡Desgraciado de mí porque obtuve este horrible destino que no pude prever! ¡De qué cruel modo atacó la deidad a la raza persa! ¡Mísero de mí!, ¿qué sufrimientos me esperan aún? Pues se me ha aflojado el vigor de las piernas al poner mis ojos en la ancianidad de estos ciudadanos. ¡Ojalá Zeus, que también a mí, junto a los hombres que perecieron, un destino de muerte me hubiera ocultado!
CORO: ¡Ay, ay, Rey! ¡Ay de nuestro valeroso ejército, y del grandioso honor del imperio persa! ¡Y de la galanura de héroes que una deidad ahora ha segado! La tierra llora a la juventud que en ella nació, matada por Jerjes, el que abastece de persas al Hades. Numerosos varones persas[98], la flor del país, acostumbrados a vencer con el arco, una densa miríada de héroes, han parecido. ¡Ay, ay! < ¡Ay, ay! > ¡Ay de quienes eran nuestra heroica defensa! ¡Ya la tierra de Asia, oh rey de esta tierra, miserablemente dobló su rodilla! ¡Miserablemente!
JERJES: Éste soy yo — ¡ay, ay! — un miserable, un ser nocivo[99] para mi raza y para mi patria. Sí. Fui para ellas una desgracia.
CORO: Como saludo por tu regreso, te envío este grito de mal agüero, un grito pleno de duelo, propio del mariandino que profiere lamentos[100], un grito de dolor con llanto abundante.
JERJES: Lanzad un lúgubre grito muy plañidero, cargado de acentos de dolor, pues ya se volvió contra mí la deidad.
CORO: Lanzaré, sí, también una <canción> plañidera en extremo, en honor de los sufrimientos de nuestro ejército, por los golpes recibidos del mar, pesadumbre de nuestra raza sumida en llanto. Gritaré desde ahora un gemido acompañado de múltiples lágrimas.
JERJES: El Ares[101] de los jonios los arrebató. El Ares de los jonios protegido en las naves, desequilibrando en su propio favor las fuerzas en lucha, segó la sombría llanura del mar y la malhadada ribera[102].
CORO: ¡Ay, ay, ay! ¡Grítalo y pregúntalo todo![103]. ¿Dónde está la restante multitud de tu gente? ¿Dónde tus ayudantes, como era Farandaces, Susas, Pelagonte y Agábatas, Dótamas, Samis y Susíscanes que Ecbatana dejó?
JERJES: Muertos los dejé. Por desgracia cayeron de una nave de Tiro sobre los escollos de Salamina y se estrellaron contra la dura ribera.
CORO: ¡Ay, ay, ay! ¿Y dónde tienes a tu Farnuco y al valiente Ariomardo? ¿Dónde el jefe Sevalces, de rango de príncipe, o Lileo, el de noble linaje, Menfis, Táribis y Masistras, Artembares e Histecmas? Esto te pregunto en segundo lugar.
JERJES: ¡Ay, ay de mí! Tras haber contemplado la antigua, la odiosa Atenas, todos ellos, como resultado de un solo ataque — ¡ay, ay! —, los desgraciados, agonizaron en tierra firme.
CORO: ¿Y a la flor de los persas, al que en todo tenías como ojo[104] leal, el que contaba por miles y miles sus tropas, Alpisto, hijo de Batanuco, <…> el de Sesamas, de Megábates hijo, y a Parto, y al magnífico Ebares, los dejaste también? ¿Los dejaste? ¡Oh, oh, < ¡oh>! ¡Desgraciados de ellos! Estás contando desgracias que son más que desgracias para los nobles persas.
JERJES: Traes a mi memoria la nostalgia de nobles camaradas, al hablar de supremas desgracias, horribles, <inolvidables>, inolvidables. Dentro de mi pecho <me> grita el corazón.
CORO: También, es verdad, echamos de menos a otro, al jefe de miles de soldados mardos[105], a Jantes, y al ario Ancares, a Deixis y a Arsaces, que eran los jefes de los caballeros; a Hegdabates, Litmnas y Tolmo, insaciable en la lucha. Atónito quedo, atónito quedo de que no te acompañen rodeando tus tiendas dotadas ruedas[106].
JERJES: Han muerto —sí— los jefes del ejército.
CORO: Han muerto — ¡ay! — sin gloria.
JERJES: ¡Ay, ay! ¡Qué dolor!
CORO: ¡Qué pena! Deidades causaron un inesperado desastre, manifiesto a los ojos de todos. ¡Qué claro es que Ate ha mirado!
JERJES: Hemos sido heridos de una mala suerte que durará a través de los siglos.
CORO: Hemos sido heridos. Eso está bien claro.
JERJES: Por una calamidad inaudita. Por un desastre que nunca se vio[107].
CORO: Por haber tropezado sin buena suerte con marinos jónicos. ¡Infortunado en la guerra el pueblo persa!
JERJES: ¿Cómo pensar que no lo es? ¡Desgraciado de mí, que he recibido un golpe fatal en un ejército tan numeroso!
CORO: ¿Y qué es lo que no se perdió? ¡Grandes eran las fuerzas de Persia!
JERJES: ¿Ves lo que queda de mi vestido?
CORO: Lo veo, lo veo.
JERJES: ¿Y esta caja en que guardo las flechas?
CORO: ¿Qué es eso que dices que ha sido salvado?
JERJES: ¡Una aljaba para mis dardos!
CORO: Poco, en comparación con los muchos recursos que había.
JERJES: Nos hemos quedado sin defensores.
CORO: ¡El pueblo jónico no huye del dardo!
JERJES: ¡Valeroso en exceso! Vi una derrota que no me esperaba.
CORO: ¿Me vas a hablar de la confusión de las naves de guerra puestas en fuga?
JERJES: Rasgué mi vestido, ante la desgracia de ese desastre.
CORO: ¡Ay pena y dolor!
JERJES: ¡Y aun, sí, más que pena!
CORO: ¡Doble pena es! ¡Y aun triple dolor!
JERJES: Penoso para nosotros, pero alegría para el enemigo.
CORO: ¡Y quedó nuestra fuerza mermada…
JERJES: Me encuentro privado de escolta.
CORO: …por la derrota en el mar de nuestros amigos.
JERJES: Llora, llora tu pena y vete a tu casa.
CORO: ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Mi ruina! ¡Mi ruina!
JERJES: ¡Grita, sí, como eco a mis gritos!
CORO: ¡Triste don a tristezas de tristes!
JERJES: ¡Gime y pon junto al mío tu canto!
CORO: ¡Ay, ay, ay! ¡Dolor! ¡Rigurosa, sí, es esta desgracia! ¡Que intensamente también me duele!
JERJES: Sigue remando, sigue remando y llora mi cortesía perdida[108].
CORO: ¡Anegado en llanto profiero gemidos!
JERJES: ¡Grita, sí, como eco a mis gritos!
CORO: ¡Bien puedo cuidarme de eso, Señor!
JERJES: ¡Eleva, entonces, tu voz con lamentos!
CORO: ¡Ay, pena! ¡Ay, dolor! ¡Y con estos gritos también se habrán mezclado — ¡ay! — mis negros golpes con los que gimo![109]
JERJES: Araña tu pecho y grita el grito misio[110].
CORO: ¡Pena! ¡Pena!
JERJES: ¡Y arranca de tu mentón la barba canosa!
CORO: ¡Hundiendo con fuerza las uñas! ¡Hundiendo con fuerza las uñas de forma que arranque intensos lamentos!
JERJES: ¡Lanza un grito agudo!
CORO: ¡También haré eso!
JERJES: ¡Haz trizas con tus dedos la ropa de tu pecho!
CORO: ¡Pena! ¡Pena!
JERJES: ¡Arráncate el cabello a puñados y siente compasión del ejército!
CORO: ¡Hundiendo con fuerza las uñas! ¡Hundiendo con fuerza las uñas de forma que arranque intensos lamentos!
JERJES: ¡Inunda tus ojos de lágrimas!
CORO: ¡Los tengo empapados!
JERJES: ¡Grita, sí, como eco a mis gritos!
CORO: ¡Ay, ay, ay, ay!
JERJES: Entre lamentos marcha a tu casa…
El Coro inicia la salida con paso tardo por la edad.
CORO: ¡Ay, ay, tierra persa, difícil de andar para mí![111]
JERJES: … ¡ay, ay, sí, a lo largo de la ciudad!
CORO: ¡Ay, ay, sí! ¡Sí, sí!
JERJES: ¡Gemid, caminantes que andáis sin aliento!
CORO: ¡Ay, ay, tierra persa, difícil de andar para mí!
JERJES: ¡Ay, pena y dolor de los que murieron! ¡Ay, pena y dolor sobre nuestros navíos de guerra![112]
CORO: Te despediré con tristes gemidos[113].
El Coro abandona la escena. Jerjes queda solitario y batido. Segundos después entra en el palacio.
FIN DE
LOS PERSAS.
[1] Hemos elegido ese argumento entre los dos que nos han conservado los códices, por las curiosas noticias preliminares con que comienza. El otro, tomado ya por Buttler del códice mediceo, y que puede verse también en la edición de Wellauer, es un resumen de la historia de las guerras médicas desde sus primeros orígenes.
[2] Esta tragedia y Los persas y Glauco no forman una verdadera trilogía, sino que solo tienen de común el haber sido presentadas por Esquilo en público certamen, junto con el Prometeo de que habla el texto.
[3] Conjetura del traductor.
[4] Susa es una de las tres capitales del imperio persa. Ecbatana es la segunda ciudad. Cisa no es una ciudad, sino una región situada entre las dos ciudades citadas.
[5] Después de enumerar las tropas persas, propiamente dichas, cita el Coro las de otros países vinculados, de algún modo, al imperio de Jerjes.
[6] Ya están lejos los días en que esta afirmación del Coro fuera vedad. Desde que Ciro conquistó Lidia —546 a. C.—, si los nobles lidios tenían algún pode, era éste delgado del rey de Persia.
[7] Monte de Lidia, al sur de Sardes, su capital.
[8] Hele, hija de Atamante, rey de Tebas, se ahogó al cruzar los Dardanelos, cuando, a lomos del carnero del vellocino de oro, huía de su madrastra Ino. Esa parte de mar recibió, por eso, el nombre de Helesponto.
[9] Cf. HERÓD., VII 36, donde se detalla el sistema usado por Jerjes para cruzar el estrecho.
[10] Alusión al mito de Perseo —epónimo de Persia—, que nació de Dánae fecundada por Zeus, que descendió sobre ella en forma de lluvia de oro.
[11] Los griegos.
[12] Sinécdoque: un ejército que se sirve del arco para lograr el triunfo. Cf. v. 26.
[13] Deidad que personifica el error. Sin que lo adviertan, Ate se posa en la cabeza de los mortales y ciega su mente, induciéndolos a la ruina. Cuando no transliteramos esta palabra, la traducimos por «ceguera» o por «ruina».
[14] Alegórico del puente de barcos que construyeron los persas para trasladar, de Asia a Europa, el ejército de tierra.
[15] Se refiere al palacio real.
[16] Se destaca, nuevamente, la oposición arqueros (persas) / lanceros (griegos) Cf. vv. 26 y 85.
[17] Esto es: «quede aniquilada».
[18] En esta expresión hay un cierto anticipo de humanitas.
[19] Todo el pasaje es una alegoría fácil de entender.
[20] Compuesta, generalmente, de harina, aceite y miel.
[21] Apolo.
[22] Discrepamos de las traducciones habituales o, lo que es peor, de la ausencia de traducción de ekýrosas phátin.
[23] Respetamos la conjetura de Page cuando piensa que se han perdido dos versos. Hay que suponer —creemos— que el Corifeo contestaría a la Reina que el ejército ateniense no puede compararse en número con el de Jerjes, y que la Reina preguntaría en qué radica la importancia de un ejército tan pequeño en comparación con el persa. Son versos pertenecientes a un contexto básico para la finalidad que pretende Esquilo: la glorificación de Atenas.
[24] Las minas de plata de Laurión.
[25] Promontorio rocoso de Salamina, a la entrada del estrecho.
[26] De Bactra, provincia del imperio persa.
[27] Salamina.
[28] Ciudad de la Tróade.
[29] Región situada al NO. de Asia Menor.
[30] De Lirna, ciudad de la Tróade.
[31] De Cilicia, región situada en la costa SE. de Asia Menor.
[32] Atenas. Palas es un epíteto de Atenea, la diosa protectora de la capital del Ática. Una leyenda tardía habla de una Palas, hija del dios Tritón, con la que se crió Atenea, que accidentalmente la mató. En honor de Palas habría fabricado Atenea el paladio, estatua en madera que protegía a la ciudad que la tuviera.
[33] Alusión al consejo de Temístocles de abandonar la ciudad al saqueo de los persas y concentrar todas las fuerzas contra el invasor, en lugar de conceder prioridad a la defensa de Atenas.
[34] Cuenta HERÓDOTO (VIII 75) que Temístocles envió a Sícino para aconsejar a Jerjes que cortara la retirada a la flota griega mediante un bloqueo. La finalidad de Temístocles era obligar por este medio a los persas a combatir en aguas donde la maniobra les resultase difícil.
[35] Así suele expresarse la actitud de los dioses para con el hombre que, sin ser consciente de sus limitaciones humanas, incurre en conducta desmesurada.
[36] Esta expresión enfática, en lugar de «remero», se comprende mejor, si se tiene en cuenta la importancia que adquirió la marinería tanto en el aspecto técnico de la guerra —la escuadra fue, a partir de Temístocles, el principal instrumento de dominio que tuvo Atenas—, como en el político: la flota siempre apoyó la democracia.
[37] La expresión no es inicialmente metafórica: alude al mito del Sol, considerado como un dios que recorre el cielo, de Oriente a Occidente, en un carro tirado por caballos blancos.
[38] Se trata del «peán», una canción de guerra que se cantaba con acompañamiento de flautas antes de entrar en combate o para celebrar la victoria.
[39] Salamina.
[40] Un flautista, a las órdenes del jefe de remeros, acompasaba la impulsión del barco.
[41] Esquilo, fiel a su propósito de glorificar lo helénico, no duda en poner en boca del mensajero persa palabras en tono despectivo para la lengua persa.
[42] Traducir kórymba por «aplustre», como suelen hacer, es no traducir con precisión, ya que ese término náutico tiene diversas acepciones. Elegimos «mascarón de popa», porque consideramos que el choque no se produce en este caso de frente, sino mediante una maniobra: atravesar las líneas enemigas y atacar de costado o por detrás.
[43] Dios de los pastores y de los ganados.
[44] En las estribaciones del Monte Egaleo, que domina el estrecho de Salamina.
[45] Alusión a la batalla de Maratón en la que los griegos, al mando de Milcíades, vencieron a los persas.
[46] Según Heródoto, los ejércitos persas, cuando se paraban para beber, secaban las fuentes, por ser tan numerosos.
[47] Al S. de Tesalia.
[48] Río de Tracia.
[49] En Macedonia.
[50] En Tracia.
[51] Río de Tracia.
[52] Del Sol.
[53] Metonimia: bodas/marido, cuyo regreso ansían.
[54] «Entonces» se refiere al momento de emprender la expedición.
[55] Las velas.
[56] Metonimia: «Salamina». Cicreo es un héroe de Salamina que se apareció en forma de serpiente a los combatientes griegos de Salamina. (Cf. PAUSANIAS, I 36, 1.)
[57] Los peces.
[58] Referencia a las consecuencias económicas y políticas de la derrota para el imperio persa. Esquilo subraya la condición de «amo» del rey de Persia.
[59] Alusión a las consecuencias de la derrota en política interior. Naturalmente, Esquilo mira con óptica griega la caída de una autocracia.
[60] La Reina expresa la inquietud que le han producido las últimas palabras del Coro.
[61] Perífrasis: «la abeja».
[62] Intacta.
[63] Metonimia: «vino».
[64] Las traducciones suelen eludir la palabra thálamous. No compartimos ese criterio. Interpretamos, como expresa nuestra traducción, que se refiere a la morada que, a la sazón, pueda tener Darío bajo tierra.
[65] Hades.
[66] Perífrasis: «Darío».
[67] Esto es, Darío, fiel al carácter y tradiciones persas.
[68] Hades.
[69] Río del reino de Hades.
[70] Las pérdidas materiales y humanas.
[71] Para que salga a la luz Darío.
[72] El plazo de que dispone Darío para conversar con los vivos.
[73] Se refiere al contenido de sus lamentos, cuando invocaba a la Sombra de Darío.
[74] No compartimos la opinión de otros traductores que interpretan que Darío se dirige a Atosa a partir del verso 703. El contenido de este verso y la última semiestrofa del Coro son coherentes.
[75] Esto es, todos los que han muerto eran hombres jóvenes. Se trata de un texto corrupto.
[76] Cf. vv. 70 y 722.
[77] Por ser Poseidón el dios de las aguas.
[78] Cambises.
[79] Cf. HERÓD., III 67 ss.
[80] Cf. HERÓD., III 70 ss.
[81]Cf. Ibid., III 83-88.
[82] Sinécdoque. «Media» es solo una parte del imperio persa.
[83] Esquilo pone en boca de Darío el consejo délfico de ajustar la conducta a la propia limitación. No tenerlo en cuenta ha llevado a Jerjes al desastre.
[84] Darío dice aquí estas palabras con un sentido muy distinto del que relata HERÓDOTO (V 105). –Cuenta el historiador que, al enterarse Darío de que los atenienses habían tomado parte en el incendio de Sardes, disparó hacia el cielo una flecha impetrando de Zeus que le fuera dado vengarse de ellos y que, a continuación, ordenó a uno de sus servidores que, al servirle la comida, le dijera siempre tres veces: «Señor, acuérdate de los atenienses».
[85] Cf. SOLÓN, Elegía a las Musas.
[86] Jerjes.
[87] Estimamos que Chaírete… Didontes… constituye un todo expresivo que impide considerar el verbo principal tan solo como la fórmula de despedida encontrada habitualmente en las traducciones.
[88] No deja de ser curiosa la presencia, en este contexto, de la idea del carpe diem. Tiene, a nuestro juicio, un carácter ético. En último término, pretendería decir la Sombra de Darío: ¿qué importan las riquezas o el poder perdidos con el desastre, cuando de nada le sirven al muerto?
[89] Como en otros pasajes de la tragedia, Esquilo es un buen conocedor de la psicología materna.
[90] Hay aquí cierto mensaje político. Las cualidades que atribuye el coro a la vida del pueblo persa bajo la dirección de Darío, cuadran mejor con los ideales de la primera democracia ateniense.
[91] Frontera natural entre el imperio persa y Lidia (también conquistada por Ciro).
[92] Se refiere, probablemente, al lago Prasias (cf. HERÓD., V 16).
[93] Mar de Mármara.
[94] El Bósforo.
[95] Isla del mismo nombre. Ícaro, hijo de Dédalo, huyendo con su padre de la persecución de Minos mediante alas pegadas con cera a su cuerpo, voló tan alto, que el sol derritió la cera. Ícaro, en consecuencia, cayó al mar que, por eso, recibe su nombre —Icario, actual mar Egeo—, y la isla el de Icaria.
[96] Según el mito, el fundador de esta segunda Salamina es Teucro, hermanastro de Ayante. Cuando Teucro fue desterrado por su padre Telamón, se puso a las órdenes del rey Belo de Siria, se instaló en Chipre y fundó esta ciudad que llamó Salamina en recuerdo de su patria. (Cf. PAUSANIAS, VIII 15, 66 ss.)
[97] La ejecución de sus órdenes corría a cargo de sus generales.
[98] En este texto dudoso, en que Page escoge agdabátai, existe, a nuestro juicio, antonomasia del nombre propio de varón, en Persia, Agdabátas.
[99] Nos apartamos de las interpretaciones habituales, y concedemos todo el sentido peyorativo que creemos que aquí tienen las palabras aíaktós y méleos.
[100] Los bárbaros mariandinos (PAUS., V 26, 7) habitaban en Bitinia. El Coro los presenta como ejemplo, que imita, de manifestación exaltada del dolor.
[101] Antonomasia: «el valor guerrero». Ares es el dios de la guerra.
[102] Salamina. Como tema dominante se repite.
[103] El Coro se apostrofa a sí mismo.
[104] Muchos funcionarios del imperio persa eran designados con el título de «Ojo del Rey».
[105] Los mardos, tribu nómada, se integraron en el imperio persa durante el reinado de Ciro. A la astucia de un mardo de su ejército se debió la conquista de Sardes. (Cf. HERÓD., I 84, 125.)
[106] Se refiere al carro oriental (harmámaxa), entoldado y con cortinajes, propio de reyes y magnates, en el que se desplazaban acompañados de sus mujeres.
[107] Propugnamos que el sentido de néai no es el de «novedad» con respecto a otro/a, sino el de «originalidad terrible».
[108] Dos observaciones sobre nuestra interpretación: a) el Coro acentúa intencionadamente sus golpes de pecho en señal de dolor, imitando la acción de remar; b) la intención del Coro —poner de manifiesto que el desastre lo ha causado Jerjes por arriesgar a los persas en una empresa naval— no pasa inadvertida para Jerjes, y manifiesta su dolor potenciado por la falta de cortesía de que es objeto.
[109] Los que se dan en el pecho para expresar su dolor.
[110] Grito o canto de dolor de los habitantes de Misia, apropiado, al parecer, para expresar una intensa aflicción.
[111] Con polisemia: a) a los ancianos, por su edad, les cuesta trabajo andar; b) a donde llegue el Coro encontrará siempre penas o las llevará.
[112] Literalmente: «sobre nuestros navíos de tres escálamos».
[113] No puede el Coro en estas circunstancias despedir al Rey con la habitual fórmula: chaíre.
Huyendo de verse casadas con los hijos de Egipto, sus primos hermanos, pasan el mar las cincuenta hijas de Dánao y se refugian en territorio argivo. Sabedor de su llegada el rey de Argos, sale con sus guardias en busca de las recién venidas y pregúntales la causa de aquel inesperado suceso. Decúbrenle ellas su linaje y la persecución que allí las arroja; a lo cual responde el rey dándoles hospitalidad, sobre todo por descendientes de la argiva Io; puesto que no sin consejo de su pueblo. En esto arriba un heraldo de los hijos de Egipto, amenazando con la guerra si no le entregan las doncellas danaides; pero sus amenazas son despreciadas, y las míseras suplicantes recibidas en la ciudad.
Personajes:
Coro de suplicantes, que son las cincuenta hijas de Dánao.
Dánao.
Rey de Argos. (Pelasgo).[1]
Heraldo de los hijos de Egipto.
La escena representa una playa donde acaba de desembarcar Dánao con sus cincuenta hijas y las cincuenta sirvientas de sus hijas. Al fondo hay una suave colina en cuya falda se ven imágenes de dioses y un altar para los sacrificios. Al empezar la acción, Dánao, sobre la colina, otea el horizonte. Las Danaides y sus sirvientas están entrando.
CORO: ¡Ojalá que Zeus, protector de los suplicantes, dirija sus ojos benévolamente sobre nuestra expedición llegada por el mar! Zarpamos de las bocas de finas arenas del Nilo, dejando al huir el país de Zeus[2] vecino de Siria, sin que el voto del pueblo nos hubiera impuesto pena de destierro por algún delito de sangre, sino impulsadas por aversión congénita hacia unos varones, porque renegábamos de la impía boda con los hijos de Egipto <…>. Dánao, mi padre, consejero y guía, disponiendo las piezas de este juego[3], ha llevado a cabo lo que es más glorioso en medio de nuestra aflicción: el huir a través de las olas marinas sin que lo estorbase obstáculo alguno y haber arribado a tierra de Argos, donde nuestra estirpe se jacta de haberse iniciado al tacto y aliento de Zeus sobre aquella vaca que huía furiosa picada del tábano[4]. Pero, ¿a qué país más propicio podríamos haber arribado portando en las manos los ramos ceñidos de lana como suplicantes?[5] ¡Oh ciudad! ¡Oh tierra, cristalinas aguas, deidades excelsas, héroes subterráneos que sois venerados dentro de las tumbas! ¡Y en tercer lugar, Zeus salvador, guardián de las casas de santos varones! ¡Acoged al femíneo grupo que, lleno su espíritu de respeto por vuestro país, aquí está suplicante! ¡Y al enjambre soberbio de machos, vástagos de Egipto, arrojadlo al ponto con su nave de remos ligeros antes de que ponga su pie sobre esta ribera de la tierra firme! ¡Y que allí, en el fragor de la tempestad, entre truenos, rayos y los huracanes que arrastras la lluvia, enfrentados a un piélago fiero, perezcan, antes que algún día, usurpadas por ellos sus primas, suban a unas camas que no los aceptan, cosa que no es lícita!
ESTROFA: Y ahora invocamos como protector al novillo de Zeus allende la mar, al hijo de mi abuela-vaca nutrida de flores, nacido merced al aliento y al tacto de Zeus del que con razón recibe su nombre[6]. Se le fue cumpliendo el plazo que fijó el destino, y dio a luz a Épafo.
ANTÍSTROFA: Una vez que he citado su nombre y que he recordado antiguos dolores de mi antigua madre en parajes de hierba abundante, demostraré ahora, a los hombres que este país tienen, fieles testimonios que, aunque nadie pudiera esperarlos, quedarán patentes. Todos conocerán por extenso la historia.
ESTROFA: Si hay aquí algún augur del país, al oír mi lamento, creerá que está oyendo el grito de la sabia esposa de Tereo, de compasión digna: ruiseñor perseguido por un gavilán[7].
ANTÍSTROFA: Excluida de sus campos y ríos, llora y gime por su vivienda familiar. Reconoce su culpa en la muerte del hijo que murió a sus manos por haber sido víctima del resentimiento de su mala madre.
ESTROFA: De igual modo a mí me gusta gemir en jónicos cantos, y desgarro mi tierna mejilla tostada a orillas del Nilo y mi corazón con llanto infinito. Como flores cosecho lamentos y, atemorizada frente a mis parientes, me pregunto si habrá un defensor para mí en esta mi huida de la brumosa tierra de Egipto.
ANTÍSTROFA: Dioses de mi estirpe, oídme, vosotros que sabéis bien lo que es justo: si, por mi destino, no le concedisteis a mi juventud alcanzar toda su perfección, odiad de verdad la soberbia y sed justos para con mi boda[8]. Hay, incluso, un altar que salva de ruina y que es la defensa de los que acosados huyen de la guerra: el respeto que inspiran los dioses.
ESTROFA: ¡Ojalá que con toda verdad me viniera la ayuda de Zeus! Mas no es fácil captar su designio, pues, secretos y envueltos en múltiples sombras, avanzan los caminos de su corazón, y no pueden verse.
ANTÍSTROFA: Si, por decisión de la testa de Zeus, un hecho se cumple perfecto, cae con firmeza y nunca de espaldas. Su llama arde en todo para los mortales dotados de voz, hasta en las tinieblas de una negra suerte.
ESTROFA: Derriba a los mortales perversos de las altas torres de sus esperanzas, sin tener que armarse de violencia. Todo lo divino no precisa esfuerzo. Incluso sentado en sus santos asientos de alguna manera hace que se cumpla lo que él ha pensado.
ANTÍSTROFA: dirija su mirada a la inmortal soberbia y vea qué clase de perversidad rejuvenece su tronco florecido en mentes obstinadas por mi boda; y que con aguijón inevitable —su pensamiento enloquecido— ha cambiado la rectitud por la ceguera y el engaño.
ESTROFA: Tal es el sufrimiento de que estoy lamentándome, y hago mi narración en tono agudo y grave, pero en todo momento causa de verte llanto — ¡ay!, ¡ay! — y entre ello se destacan los fúnebres lamentos. ¡Me estoy honrando en vida con gritos funerales!
ESTRIBILLO A: Invoco en mi favor a Apia[9] la montañosa. Tú entiendes bien, ¡oh tierra!, mi modo de hablar bárbaro. Una vez y otra rasgo mi velo de Sidón hecho de lino.
ANTÍSTROFA: Y, si todo va bien, donde no esté presente la muerte, ofreceré con presteza a los dioses sacrificios perfectos. ¡Oh, oh! ¡Oh penas cuyo fin no se me alcanza! ¿Adónde me llevará este oleaje?
ESTRIBILLO A: Invoco en mi favor a Apia la montañosa. Tú entiendes bien, ¡oh tierra!, mi modo de hablar bárbaro. Una vez y otra rasgo mi velo de Sidón hecho de lino.
ESTROFA: EL remo, sí, y la leñosa nave de velas manejadas por los cables me protegió del mar y aquí me trajo, sin sufrir tempestades, con la ayuda del viento. No me quejo. ¡Que un feliz desenlace me depare, con el correr del tiempo, propicio el Padre omnividente!
ESTRIBILLO B: Ya que somos semilla de una madre en extremo augusta, ¡que escapemos del lecho del varón — ¡horror!, ¡horror! — sin boda e insumisas a su yugo!
ANTÍSTROFA: La pura hija de Zeus ponga su vista en mí con igual voluntad que tengo yo. Ella que habita seguras moradas venerables, irritada por la persecución de que somos objeto, venga con toda su fuerza, ella que es virgen, como liberadora de unas vírgenes.
ESTRIBILLO B: Ya que somos semilla de una madre en extremo augusta, ¡que escapemos del lecho del varón — ¡horror!, ¡horror! — sin boda e insumisas a su yugo!
ESTROFA: Si no es así, raza de tez ennegrecida por los rayos del sol, nos llegaremos ante el dios subterráneo, al que a tantos acoge en su casa, al Zeus de los muertos, y moriremos colgadas de un lazo, de no lograr la ayuda de los dioses olímpicos.
ESTRIBILLO C: ¡Oh Zeus, por los celos de Io, cólera vengativa nos viene de los dioses! Demasiado sé yo que la ira de tu esposa tiene vencido al Cielo. De un viento impetuoso sale una tempestad.
ANTÍSTROFA: Es ese caso, ¿tendrás Zeus que soportar la acusación de injusto, por haber desdeñado al hijo de la vaca al que un día dio el ser con su propia semilla, al apartar ahora sus ojos de mis súplicas? ¡Ojalá que, al sentirse invocado, desde lo alto acoja mis plegarias!
<ESTRIBILLO C: ¡Oh Zeus, por los celos de Io, cólera vengativa nos viene de los dioses! Demasiado sé yo que la ira de tu esposa tiene vencido al Cielo. De un viento impetuoso sale una tempestad.>
Dánao, según baja de su puesto de observación, dice al Coro.
DÁNAO: Hijas, tenéis que ser prudentes. Habéis llegado aquí con la ayuda de este fiel anciano, vuestro padre, que os sirvió de piloto. Y ahora, ya en tierra firme, tomo igualmente precauciones. Os recomiendo que guardéis mis consejos bien grabados en vuestras mentes. Veo una polvareda que anuncia sin palabras a un ejército próximo. No cesa el ruido que hacen los cubos de las ruedas de los carros al girar sobre el eje. Veo una multitud de gente armada de escudos y de lanzas, con caballos y carros curvados. Tal vez los príncipes de este país, enterados de nuestra llegada mediante mensajeros, vienen hacia aquí a vernos. Por tanto, los mismo si es inofensivo que si, excitado por una ira cruel, dirige aquí esa tropa, niñas, es lo mejor sentarse en esa colina consagrada a los dioses de este pueblo. Más fuerte que una torre es un altar: es escudo irrompible. Pero, marchad lo más pronto posible, y, portando solemnemente en vuestra mano izquierda ramos de suplicantes adornados de blanca lana —ofrendas apropiadas al venerable Zeus— contestad a nuestros huéspedes con palabras respetuosas mezcladas con lamentos y expresiones que muestren la necesidad que os acosa, cual conviene a gente forastera, y explicadles con toda claridad que esta huida vuestra no se debe a un delito de sangre. En primer lugar, que no acompañe a vuestra voz un tono de arrogancia, ni emane vanidad de vuestro rostro lleno de prudencia, de vuestros dulces ojos. No seas precipitada en tus respuestas, ni tampoco prolija, pues la gente de aquí es muy dada a la crítica. No olvides ceder —eres una pobre extranjera fugitiva—, que no está bien al débil hablar con osadía.
CORIFEO: Padre, hablas con prudencia a quien es prudente. Prestaré atención a tener en cuenta tus sabios consejos. ¡Que Zeus, nuestro padre, nos mire!
DÁNAO: Sí, que nos mire con ojos benévolos.
CORIFEO: Si él quiere, esto acabará bien.
DÁNAO: No lo demores. ¡Salga bien nuestro plan!
Se dirigen hacia la colina donde están las estatuas.
CORIFEO: Ya quisiera estar sentada a tu lado.
DÁNAO: <…>
CORIFEO: (Saludando a la estatua de Zeus.) ¡Oh Zeus, compadécete de nuestras penas antes de que hayamos perecido!
DÁNAO: (Señalando al águila de Zeus.) Ahora invocad a este ave de Zeus.
CORIFEO: Invocamos a los rayos salvadores del sol.
DÁNAO: Y al santo Apolo, dios que fue exiliado del Cielo.
CORIFEO: Él, que también conoció ese destino[10], puede comprender a los mortales.
DÁNAO: ¡Que lo comprenda, sí, y nos asista benévolo!
CORIFEO: ¿A cuál de los dioses invoca además?
DÁNAO: Estoy viendo ese tridente[11], atributo de un dios.
CORIFEO: Igual que nos trajo con felicidad, así nos reciba en este país.
DÁNAO: Este otro es Hermes, al estilo helénico.
CORIFEO: ¡Que nos traiga, entonces, excelentes noticias de libertad!
DÁNAO: Venerad, igualmente, el altar común de todas estas deidades protectoras. Sentaos en el lugar santo lo mismo que palomas asustadas que huyen de gavilanes de idénticas alas, enemigos que tienen igual sangre e intentan manchar de impureza a su estirpe. ¿Cómo podría ser pura un ave que comiera carne de ave? ¿Cómo podría ser puro quien intenta casarse contra la voluntad de la mujer y del que se la entrega? Ni siquiera en el Hades, una vez que haya muerto, puede el autor de eso escapar de la culpa de tal crimen. Porque también allí otro Zeus de los muertos, según suele decirse, juzga los crímenes y dicta la última sentencia. Mirad que respondáis de esta manera, para que vuestra empresa obtenga la victoria.
Llega el Rey de Argos con su séquito.
REY: ¿De qué país es esa comitiva que no parece griega, fastuosa, con bárbaros vestidos y múltiples adornos, a quien estoy hablando? No es vestimenta propia de mujeres de Argos ni de otro lugar griego. Es asombroso que os hayáis atrevido a llegar a este país intrépidamente, sin haberos hecho preceder de heraldos, sin próxenos[12] ni guías. Eso sí, junto a los dioses de la ciudad habéis depositado unos ramos conforme a los ritos propios de suplicantes. Solo en ese detalle puede conjeturarse que sois de tierra griega. Estaría también justificado hacer otras muchas suposiciones, de no estar tú presente y dotada de voz que lo explicará todo.
CORIFEO: Has dicho la verdad sobre mi indumentaria. Pero ¿cómo debo dirigirme a ti? ¿Como a un ciudadano cualquiera? ¿Como a un orador portador del caduceo sagrado? ¿O como al que gobierna la ciudad?
REY: Por lo que a eso hace, contéstame y habla libre de temor. Porque yo soy Pelasgo, el jefe del país, hijo de Pelectón, que nació de la tierra[13]. De mí, que soy su rey, toma su nombre el pueblo de los pelasgos que cosecha los frutos de esta tierra. Todo el país domino que atraviesa el sagrado Estrimón mirando al sol poniente. Encierro en mis fronteras el país de los perrebos y el territorio más allá del Pindo, cerca de los peones y las montañas de Dodona[14], y las aguas del mar me sirven de frontera, mas mi poder ejerzo en todo lo de acá. El suelo de esta tierra Apia se llama así hace tiempo en memoria de un hombre que era médico. En efecto, aquí vino, de los confines de Naupacto[15], Apis, hijo de Apolo, médico y adivino que esta tierra limpió de monstruos homicidas que hizo brotar la tierra como azote, irritada de verse manchada con la impureza de sangre derramada en crímenes antiguos: una plaga de sierpes como hostil compañía. Apis hizo de forma irreprochable para la tierra argiva remedios que cortaron de raíz y la libraron de eso; en pago de lo cual, recuerdo permanente obtuvo en las plegarias. De lo que a mí concierne, ya tienes testimonios. Ahora puedes jactarte de tu raza y proseguir hablando. Eso sí, esta ciudad no gusta de largos discursos.
CORIFEO: Breve es mi respuesta y fácil de entender. Nos preciamos de ser de raza argiva, semilla de aquella fértil vaca. Confirmaré con razones que todo esto es verdad.
REY: Difícil me resulta, oh extranjeras, creer lo que os oigo decir: que sois de nuestra estirpe argiva. Pues sois sobremanera parecidas a las mujeres libias y, en modo alguno, a las que aquí residen. Lo mismo podría el Nilo criar una tal planta como que es semejante vuestro aspecto a los tipos chipriotas que forjan con forma femenina varones artesanos. Sé que hay indias nómadas, vecinas de la gente de Etiopía, que recorren la tierra montadas en camellos ensillados, cual si a caballo fueran. También os hubiera confundido, si armadas de arcos estuvierais, con esas Amazonas que tienen por costumbre el vivir sin marido y comer carne cruda. Si me lo aclaras, podré saber mejor cómo es que tus orígenes y raza son argivos.
CORIFEO: Dicen que Io fue, en esta tierra argiva, guardiana antiguamente del templo de Hera.
REY: Por supuesto, lo fue. Eso es lo que se dice con absoluta seguridad.
<CORIFEO: …>.
REY: ¿No hay también un relato en que se cuenta que con esa mortal se unió Zeus?
CORIFEO: Y que tales abrazos no quedaron ocultos para Hera.
REY: ¿Cómo terminó, entonces, esa querella entre ambas deidades?
CORIFEO: La diosa argiva, a la mujer, la transformó en vaca.
REY: ¿Y ya no se acercó Zeus a la vaca de bella cornamenta?
CORIFEO: Dicen que sí, haciéndose visible en la forma de un toro semental.
REY: ¿Y qué hizo ante esto la poderosa esposa de Zeus?
CORIFEO: Puso de vigilante de la vaca al que todo lo ve.
REY: ¿A qué omnividente te refieres como boyero de esa sola vaca?
CORIFEO: A Argo[16], el hijo de la tierra, a quien Hermes mató.
REY: ¿Y qué otra cosa urdió contra esa infeliz vaca?
CORIFEO: Un tábano que excita a correr a las vacas.
<REY: …>
CORIFEO: Insecto que enloquece le llaman los vecinos del Nilo.
REY: ¿De este modo la hizo salir de este país con una carrera que lejos la llevó?
CORIFEO: Estoy de acuerdo en eso que acabas de decir.
<REY: …>
CORIFEO: En efecto, a Canopo[17] y hasta Menfis[18] llegó.
<REY: …>
CORIFEO: Y Zeus engendró un hijo con el simple contacto de su mano.
REY: Y entonces, ¿qué novillo de esa vaca se jacta de ser hijo de Zeus?
CORIFEO: Épafo es su nombre, significante, sí, de la liberación.
REY: < ¿Y quién nació de Épafo?>[19].
CORIFEO: Libia, la que cosecha los frutos del <país> más grande de la tierra.
REY: < ¿Y quién nació de Libia?>
CORIFEO: <Agenor fue el primer hijo nacido de ella.>
REY: ¿Quieres decir, entonces, que ella tuvo otro hijo?
CORIFEO: A Belo, que tuvo dos hijos, el padre de mi padre aquí presente.
REY: Dime ahora el nombre de ése tan prudente[20].
CORIFEO: Dánao, y tiene un hermano con cincuenta hijos.
REY: Revélame también el nombre de ése sin rehusar respuesta.
CORIFEO: Egipto. Y ahora, conocedor de nuestra antigua estirpe, ya puedes actuar, seguro de que estás ante gente argiva.
REY: Me dais la sensación de que, <en efecto>, tenéis ya desde antiguo alguna relación con esta tierra. Pero ¿cómo tuvisteis la osadía de abandonar vuestras moradas patrias? ¿Qué infortunio minó vuestros cimientos?
CORIFEO: Rey de los pelasgos, variopintas son las desgracias humanas. En ninguna aflicción podría tú ver idéntico plumaje al de las otras. Porque ¿quién hubiera podido afirmar que este exilio, que no se esperaba, llegaría a arribar a la tierra de Argos, al cuidado de antiguos parientes, fugitivas de horror y de odio al lecho nupcial?
REY: ¿Por qué —dices— llegas como suplicante de estos dioses públicos con ramos de corte reciente adornados con blancas ínfulas de lana?
CORIFEO: Para no ser esclava del linaje de Egipto.
REY: ¿Quieres decir por odio o porque ello no es lícito?
CORIFEO: ¡Quién querría adquirir amadores que, en realidad, son amos?
REY: Así se acrecienta el poder entre mortales.
CORIFEO: Es expediente fácil para desentenderse de los infortunados.
REY: ¿Cómo, pues, seré yo piadoso con vosotras?
CORIFEO: Lo serás no entregándome a los hijos de Egipto, si me piden de nuevo.
REY: Has dicho algo terrible: ¡emprender nueva guerra!
CORIFEO: Pero es que Justicia[21] asume la defensa de quien lucha a su lado.
REY: Con tal que en el origen de los hechos fuera vuestra asociada.
CORIFEO: (Señalando hacia el altar.) Respeta tú esta popa de la ciudad cubierta de guirnaldas.
REY: Me estremezco de ver esos altares cubiertos por la sombra de los ramos[22].
CORIFEO: Pero terrible es la cólera de Zeus, cuando defiende al suplicante.
ESTROFA: Hijo de Pelectón, señor de los pelasgos, escúchame con corazón benévolo. Mira a esta suplicante, fugitiva igual que una ternera que corre de acá para allá, perseguida por lobos, cuesta arriba de rocas escarpadas, donde con su vigor muge, confiada avisando al boyero del peligro que corre.
REY: Estoy viendo la sombra de esos ramos cortados hace poco y a esa comitiva junto a los dioses públicos. ¡Ojalá que este asunto de hospedar a una gente de origen ciudadano no sea luctuoso, ni de lo inesperado e imprevisto se derive una guerra para nuestra ciudad! Porque nuestra ciudad no la necesita.
ANTÍSTROFA: ¡Ojalá, sí, que Justicia, protectora de los suplicantes, hija de Zeus árbitro de la suerte, mire nuestro auxilio como no causante de daño! Y tú, aunque seas un anciano prudente, aprende de la que nació después que tú: respeta al suplicante con generosidad <…>, que la voluntad de un varón santo es aceptada por los dioses.
REY: No estáis sentadas junto al hogar de mi palacio. Si la ciudad, en común, recibe una mancha, preocúpese en común todo el pueblo de buscar el remedio. Yo no os puedo garantizar promesa alguna antes de haber consultado acerca de este asunto con toda la ciudad.
ESTROFA: Tú eres la ciudad, tú eres el pueblo. Tú eres un jefe inviolable. Gobiernas el altar —hogar de este país— con los únicos votos de tus gestos, y, sentado en tu trono, sin más cetro que el tuyo, resuelves cualquier cosa necesaria. Guárdate de esa mancha.
REY: ¡Caiga esa mancha sobre mis enemigos! Mas no puedo ayudaros sin perjuicio, pero tampoco es prudente lo contrario, es decir, despreciar vuestras súplicas. Estoy lleno de dudas, y el corazón, de miedo, me atenaza de si obrar o no obrar y hacer una elección de mi destino.
ANTÍSTROFA: Atiende al que mira desde arriba —custodio de mortales doloridos— al que ve a quien, al buscar en su prójimo una ayuda, no logra la justicia que es legal. El encono de Zeus protector del suplicante aguarda a los que no se ablandan con las súplicas, cuando él ya ha sufrido con sus lamentos.
REY: Si los hijos de Egipto pretenden ser tus dueños con arreglo a la ley de tu ciudad, alegando que son tus parientes más próximos, ¿quién estaría dispuesto a enfrentarse con ellos? Debes intentar defenderte de acuerdo con las leyes que haya en tu propia patria, demostrando que ellos no tienen ningún señorío sobre ti.
ESTROFA: Jamás llegue yo a estar en nada sometida al poder de varones. Cual sola solución me puse como límite una constante huida de ese hostil matrimonio, guiada por las estrellas. Elige a Justicia por aliada y escoge el respeto temeroso que te inspiran los dioses.
REY: No es fácil de juzgar el pleito éste. No me elijas por juez. Y además te lo dije ya antes: no podría hacer eso a la espalda del pueblo, ni siquiera teniendo un poder absoluto, no sea que algún día diga la muchedumbre, si por ventura algo no sucediera bien: «Por honrar a extranjeras, causaste la perdición de la ciudad.»
ANTÍSTROFA: Zeus, consanguíneo de ambos, está prestando su atención a esto, dispuesto a inclinar la balanza, atribuyendo con imparcialidad la injusticia a los malos y la santidad a los que son fieles a sus leyes. ¿Por qué, si esto está equilibrado en la balanza, te arrepientes, de hacerme justicia?
REY: Es necesario descender a la hondura de un pensamiento salvador profundo, a manera de buzo de vista penetrante y no en exceso turbia por el vino, a fin de que esto acabe, primero, sin que dañe a la ciudad y bien para mí mismo, y que no se encienda una guerra por tomar represalias, ni que, por entregaros cuando así estáis sentadas en sedes de los dioses, nos atraigamos como terrible huésped al muy funesto dios vengador de los crímenes que ni en el Hades deja libre al muerto. ¿No te parece que necesitamos un pensamiento salvador?
ESTROFA: Piensa y sé con justicia un huésped piadoso para mí. No traiciones a esta fugitiva que ha llegado de lejos forzada a partir par aun exilio impío.
ANTÍSTROFA: Y no permitas que se me arranque de estos altares consagrados a múltiples dioses, ¡oh tú que tienes poder absoluto sobre este país! Reconoce la inmoderación de esos varones y conserva contra ellos tu ira.
ESTROFA: No soportes tú ver que a esta suplicante, haciendo violencia a la justicia, se la aparta de imágenes sagradas cogiendo su diadema lo mismo que a un caballo se lleva de la brida, o que soy agarrada de mis vestidos de tupidos hilos.
ANTÍSTROFA: Porque, sábelo bien: cualquiera de ambas decisiones que fundamentes tú las habrán de pagar con idéntica ley tus hijos y tu casa. Medita bien en esto: justa es la potencia de Zeus.
REY: Ya lo tengo pensado. Aquí encalla mi barca: es absolutamente inevitable mover una gran guerra contra unos u otros. Ya se han puesto los clavos a la quilla, como si ya se hubiera sacado a la ribera mediante cabrestantes usados para naves. Mas sin dolor no existe salida en parte alguna. Si saquean los bienes de tu casa tras realizar un excesivo daño y llenar el navío de ingente cargamento, otros pueden venirte con la ayuda de Zeus protector de riquezas; si tu lengua dispara una razón que no sea oportuna, sino dolorosa, que agita mucho el corazón, puedes tener alguna otra palabra que dulcifique la anterior. Pero, para que no se vierta la sangre familiar, es del todo preciso que se hagan sacrificios y que abundantes víctimas para impetrar oráculos caigan sacrificadas a numerosos dioses, remedio de cualquier calamidad. ¡O mucho me desvío de esta discusión! Pero más quiero yo ser ignorante que ser experto en mal. ¡Que salga bien la cosa, contra lo que me temo!
CORIFEO: Escucha mis últimas palabras de súplica.
REY: Como antes te escuché. Puedes seguir hablando, que ninguna palabra va a escapárseme.
CORIFEO: Cinturones torcidos poseo que ciñen mis vestidos.
REY: Puede que eso sea objeto indispensable para uso femenino.
CORIFEO: De ellos —sábelo— me llegará un honroso recurso…
REY: Di qué palabra es ésa que vas a pronunciar.
CORIFEO: Si no estableces tú algo en que nuestro grupo pueda confiar…
REY: ¿En qué termina ese recurso de tu cinturón?
CORIFEO: En adornar estas imágenes con exvotos insólitos.
REY: ¡Expresión enigmática! Habla con sencillez.
CORIFEO: Que muy rápidamente me voy a colgar yo de estas deidades.
REY: He oído unas palabras que han sido un latigazo para mi corazón.
CORIFEO: Has comprendido bien, pues te lo he puesto ante los ojos demasiado claro.
REY: Sí. De múltiples modos, sucesos contra los que no puedo luchar y un sinfín de desgracias me inundan como un río; y ya he desembocado dentro de un mar sin fondo de desdichas en extremo difícil de surcar. ¡Y en parte alguna existe puerto de salvación para mis males! Si eso que precisáis no llego yo a cumpliros, me hablaste de una mancha muy fuera del alcance de mis dardos. Por el contrario, si con tus parientes —con los hijos de Egipto—, situándome delante de los muros, llego hasta el fin por medio de un combate, ¿cómo no será amarga una tal pérdida?: ¡manchar el suelo de sangre de varones por culpa de mujeres! Sin embargo, es preciso sentir temor piadoso hacia la ira de Zeus protector de suplicantes, pues es el más excelso temor entre los hombres. Por eso, tú, anciano padre de esas vírgenes, coge pronto en tus brazos esos ramos y ponlos sobre otros altares de los dioses del país, para que todos los ciudadanos vean un signo de esta súplica y no sea rechazada la propuesta que yo les voy a hacer, pues la masa es amiga de censurar al jefe. Porque de esta manera acaso todo el mundo, movido a compasión cuando lo vea, odiaría la conducta soberbia de ese grupo de machos y sería más benévolo con vosotros el pueblo, pues todo el mundo está dispuesto a serlo con los que son más débiles.
DÁNAO: Mucho hemos de estimar el haber encontrado un huésped protector en el que se descubre respeto al suplicante. Pero envía conmigo gente de aquí, para que me acompañe y me sirva de guía, a fin de que me ayude a encontrar los altares que haya ante los templos y sedes de los dioses que la ciudad protegen, y sin ningún peligro marche por la ciudad. Mi aspecto natural no es lo mismo que el vuestro, puesto que el Nilo cría una raza que no es semejante a la que cría el Ínaco[23]. Preciso es que tomemos precauciones, no vaya a ser que de la confianza nos nazca algún temor. Hay quien sin darse cuenta mató incluso a un amigo
REY: (Dirigiéndose a algunos de su séquito.) Podéis ir, soldados, que tiene razón el extranjero. Guiadlo a los altares —moradas de los dioses— que hay en la ciudad.
Dánao sale hacia la ciudad con el acompañamiento ordenado por el rey.
CORIFEO: Conforme has dicho a ése, que se ponga en camino y cumpla lo ordenado. Pero yo ¿cómo haré? ¿Dónde me pones mi seguridad?
REY: (Señalando hacia los altares.) Deja ahí mismo los ramos signo de tu aflicción.
Las suplicantes depositan sus ramos al pie de los altares mientras dice la Corifeo:
CORIFEO: Sí; los dejo confiada en tu palabra y el poder de tu brazo.
REY: Vete ahora por lo llano de este lugar sagrado.
CORIFEO: ¿Cómo puede salvarme un recinto sagrado abierto a todo el mundo?
REY: No vamos a entregar<te> a las aves de rapiña.
CORIFEO: ¿Y si lo haces a gente más odiosa que funestas serpientes?
REY: Contesta con palabras llenas de confianza, ya que así se te ha hablado.
CORIFEO: Nada de extraño tiene que mi alma se muestre intranquila por el miedo que siente.
REY: Es propio de mujeres el sentir siempre un miedo excesivo.
CORIFEO: ¡Dale alegría a mi alma no solo con palabras, sino también con hechos!
REY: No va a dejarte sola tu padre mucho tiempo. Yo voy a darme prisa en convocar al pueblo del país, para hacerte propicio al común de las gentes. Y enseñaré a tu padre de qué forma ha de hablar. Por eso, aguarda aquí y pide con plegarias a los dioses de esta tierra lograr aquello cuyo deseo te llena, que yo voy a marcharme a cumplir lo que he dicho. ¡Ojalá que tenga persuasión y suerte que lo lleve a feliz término!
Sale el Rey hacia la ciudad, con su séquito.
ESTROFA: Rey de reyes, feliz en grado sumo entre felices, potencia que aventaja en perfección a toda perfección, dichoso Zeus, hazme caso; y, en favor de la estirpe que desciende de ti, aparta, en el colmo de tu indignación, la desmesura de unos hombres; y en el purpúreo mar arroja la ruina que me persigue en un negro barco.
ANTÍSTROFA: Atiende esta demanda de mujeres —nuestra estirpe famosa desde antaño por aquella mujer antepasada nuestra que amada tuya fue—; renueva tu benévola leyenda. Acuérdate de todo, tú que tocaste a Io. Nos preciamos de ser de la estirpe de Zeus y de antaño habitantes de este país.
ESTROFA: Ahora me he trasladado a las antiguas huellas de mi madre, a los sitios floridos donde era vigilada mientras que ella pacía, a la verde pradera donde pastan las vacas, desde donde, excitada por el tábano, Io huyó con la mente extraviada, fue recorriendo innumerables tribus de mortales y, en pos de su destino, el estrecho encrespado surcó y pasó la frontera que en dos partes separa de la tierra de enfrente[24].
ANTÍSTROFA: Se lanza a través de la tierra de Asia; de una a otra parte de Frigia, criadora de ovejas; cruza la ciudad de Teurante de Misia; atraviesa los valles de Lidia, las montañas de Cilicia y Panfilia, con sus ríos de perpetua corriente y suelo de inmensa riqueza, y el país de Afrodita abundante en trigales.
ESTROFA: Y llega, acosada por la pica del alado boyero[25], como bacante de Hera, a los campos feraces de Zeus[26], praderas irrigadas por las nieves que con frecuencia asalta la furia de Tifón[27]; y hasta el agua del Nilo inmune a enfermedades[28], enloquecida por deshonrosas penas y el dolor del tormento que causa el aguijón.
ANTÍSTROFA: Los mortales que entonces el país habitaban, con el corazón saltándoles en el pecho, pálidos de terror, ante aquella visión inusitada, al contemplar la bestia espantable semihumana con mezcla de vaca y de mujer, ante un presagio tal, se quedaban atónitos. ¿Y quién entonces —sí— vino a calmar a la errante, infeliz Io, acosada sin tregua por el tábano?
ESTROFA: Aquel cuyo poder permanece <a través> de un tiempo sin fin. Zeus <la tocó y exhaló sobre ella su aliento>[29]. Y ella se detuvo por efecto de la bienhechora fuerza de Zeus y el soplo divino. Y fue destilando el triste pudor de su llanto. Y al recibir la semilla de Zeus engendró —el relato no miente— un hijo irreprochable
ANTÍSTROFA: que fue largo tiempo en todo feliz, de donde procede que la tierra entera diga a gritos: «Verdaderamente, esta estirpe procede de Zeus productor de la vida.» ¿Quién, si no, hubiera puesto fin a una enfermedad motivada por insidias de Hera? Esto es obra de Zeus; y si dices que esta nuestra estirpe procede de Épafo, acierto tendrás.
ESTROFA: ¿A cuál de los dioses por más justos hechos podría yo invocar con razón? Padre y soberano, plantador de este tronco con su propia mano, el poderoso autor de mi raza, el de mente antigua, Zeus que me envió vientos favorables[30], es mi remedio en todo.
ANTÍSTROFA: No se sienta debajo de algún otro poder, sino que a los más fuertes los gobierna en el menor detalle. No respeta el poder de nadie, pues nadie se sienta por encima de él. A un tiempo que sus órdenes, presentes están sus hechos, para cumplir aprisa cualquier decisión que le propone su sabio pensamiento.
Entra en escena Dánao.
DÁNAO: Tened ánimo, hijas. Va bien lo de la gente del lugar. El pueblo ya ha votado decretos decisivos.
CORIFEO: Salve, anciano. Me traes gratísimas noticias. Mas dinos hasta dónde llega la decisión tomada y hacia dónde se inclina la mayoría de los votos del pueblo.
DÁNAO: Han decidido los argivos sin duda de algún género, sino de modo que mi viejo corazón se rejuvenecía. Tembló el aire al levantarse unánimes las manos diestras[31] de todos al votar este decreto: que libres habitemos esta tierra, sin consideración de gente prisionera, sino con el derecho humano del asilo; que nadie, ni habitante del país, ni tampoco extranjero, nos pueda reducir a servidumbre; y, si alguien nos hiciera violencia, el noble que no acuda en nuestra ayuda quede privado de derechos y sufra la pena de destierro por decreto del pueblo. De esto les estuvo convenciendo, en forma literal, al hablar sobre nosotros el Rey de los pelasgos. Les advirtió que nunca dieran pábulo con el correr del tiempo a la potente ira de Zeus, que es protector del suplicante. Y añadió que una doble mancha —a la vez extranjera y ciudadana[32]— que apareciese ante la ciudad, vendría a ser un pasto de desgracias sin posible remedio. Al oír eso, el pueblo argivo decidió con sus manos que así fuera, sin esperar siquiera a que el heraldo llamase a votación. El pueblo de los pelasgos escuchó los retóricos giros persuasivos, y Zeus decidió su cumplimiento. (Dánao se dirige al montículo para observar.)
CORIFEO: Ea, en favor de los argivos, pronunciemos plegarias pidiendo bienes en premio a su bondad. ¡Que Zeus, protector de los huéspedes, vele porque se cumplan las acciones de gracias que con sinceridad salen de la boca de un huésped y un desenlace irreprochable en todo!
ESTROFA: Ea, también ahora, dioses hijos de Zeus, escuchad a quienes pronunciamos oraciones de súplica en favor de esta raza. ¡Que jamás a esta tierra pelasga destruya por el fuego aquél que no se harta de los gritos de guerra el violento Ares, el que siega a los hombres en campos regados con sangre[33]. Porque nos han compadecido y han emitido un voto lleno de bondad. Han tenido respeto a quien es suplicante de Zeus, a este rebaño que es digno de piedad.
ANTÍSTROFA: No emitieron su voto en favor de unos machos por despreciar querellas de mujeres. Porque han puesto sus ojos en Zeus, vengador vigilante contra el que es imposible luchar. Pues ¿qué casa podría alegrarse de tenerlo sobre su techo? La aplasta con su peso irresistible al sentarse sobre ella. En efecto, veneran a hermanas en estas suplicantes de Zeus santo. Por lo cual en sus puros altares harán que los dioses les sean propicios.
ESTROFA: Por eso, vuele de nuestras bocas, a la sombra protectora de nuestros ramos de suplicantes, una plegaria que busque su gloria: ¡Que nunca la peste deje a esta ciudad vacía de varones, ni <la discordia>[34], con la sangre de habitantes caídos, empape esta tierra! ¡Que no sea segada en flor su juventud, ni Ares —ese azote para la humanidad, esposo de Afrodita— le tale su esplendor!
ANTÍSTROFA: ¡Que el hogar del Consejo de ancianos se llene y dé llamas[35]! ¡Que de esta manera sea bien regida la ciudad de quienes al gran Zeus veneran, sobre todo con la advocación de Zeus protector de los huéspedes, quien con ley canosa[36] rige el derecho! Rogamos que siempre nuevos jefes nazcan para este país, y que Artemis, la que hiere de lejos[37], proteja a las mujeres en los partos.
ESTROFA: ¡Que ningún desastre destructor de varones sobrevenga y desgarre a esta ciudad, dando armas a Ares —dios incompatible con coros y cítaras, padre, en cambio, de lágrimas— y la guerra civil![38]. ¡Que el enjambre carente de deleite de las enfermedades se pose lejos de la cabeza de los ciudadanos! ¡Y que, en cambio, el Licio[39] sea propicio a todos sus jóvenes!
ANTÍSTROFA: Productora de frutos haga Zeus a esta tierra con cosechas en toda estación. Que sea fecundo el ganado que pasta en sus campos. Y que todo lo alcancen de los dioses. Junto a los altares, su canto piadoso canten los cantores. Y de sus bocas puras brote su voz al compás de la cítara.
ESTROFA: Que sin inquietud defienda sus honores la Asamblea del pueblo que rige esta ciudad, poder previsor que vela por el bien común. Que a pueblos extraños, antes que armar a Ares[40], satisfacciones justas les ofrezcan que acuerdos faciliten sin producirse daños.
ANTÍSTROFA: Que a los dioses protectores de esta tierra, siempre los honren con los cultos ancestrales del lugar, en los que se portan coronas de laurel y se ofrecen sacrificios de toros. Porque el respeto a los padres es la tercera norma escrita entre las leyes de Justicia, deidad muy venerada.
Dánao habla a sus hijas desde su puesto de observación, del que en el momento apropiado bajará.
DÁNAO: Alabo, hijas queridas, esas prudentes plegarias. Pero no os echéis vosotras a temblar cuando oigáis a vuestro padre unas noticias inesperadas. Sí; desde esta atalaya que acoge al suplicante estoy viendo una nave. Es fácil percibirlo. No se me escapa nada: el aparejo del velamen, las defensas que refuerzan las bordas de la nave; y adelante la proa, con sus ojos fijos en la derrota[41] que le impone el timón que dirige desde atrás de la nave; y la proa obedece dócil en demasía para los que la esperan como nave enemiga. Se destacan los hombres que vienen en la nave, con sus miembros negruzcos surgiendo de entre sus blancas túnicas. Y el resto de las naves y todas las tropas auxiliares están muy a la vista. La nave capitana, ya próxima a tierra, ha amainado las velas. Ya se oye hasta el rudo de los remos[42]. Sin embargo es preciso que, con calma y sin dejaros llevar por la impresión, atendáis a este asunto sin cesar de pedir la ayuda de los dioses, mientras llego con gente que ayude y nos defienda. Tal vez venga un heraldo o unos embajadores decididos a rescatar lo suyo, según piensan. Pero no ocurrirá nada de esto. No lo temáis. No obstante, es lo mejor que, si nos demoramos en traeros socorro, de ninguna manera olvidéis un momento la fuerza que tenéis[43]. ¡Ten ánimo! Con el tiempo y en el día preciso todo mortal que desprecie a los dioses sufrirá su castigo.
CORIFEO: Padre, siento miedo. Las naves de alas rápidas están llegando y ya no queda tiempo.
ESTROFA: Me domina angustioso temor de si en verdad me sirvió para algo esa huida constante de un lado para otro. Me siento morir, padre, de terror.
DÁNAO: Puesto que es firme la decisión argiva, ten ánimo, hija mía, que lucharán por ti. Lo sé perfectamente.
CORIFEO: Funesta es la ralea lujuriosa de Egipto e insaciable de lucha. Lo digo a quien lo sabe.
ANTÍSTROFA: En sombríos barcos de madera han venido hasta aquí navegando con encono dispuesto a saciarse. Les acompaña un numeroso ejército negro.
DÁNAO: También aquí hallarán gente numerosa con el brazo bien atezado por el calor del mediodía.
CORIFEO: No me dejes sola. Te lo ruego, padre. Una mujer sola no vale nada. No hay en ella Ares[44].
ESTROFA: De mente asesina, falaz pensamiento y corazón impuro son como los cuervos: no respetan ni aun los altares.
DÁNAO: Bien nos vendría eso, hijas mías: si fueran tan odiados por los dioses cual lo son por vosotras.
CORIFEO: No hay que pensar que por miedo a estos tridentes[45] o al respeto debido a los dioses, aparten padre mío, su mano de mí.
ANTÍSTROFA: En exceso arrogantes, con sacrílego ardor, de lascivia empapados, procaces como perros, no escuchan ni a los dioses.
DÁNAO: Pero suele decirse que los lobos tienen más fortaleza que los perros; y el fruto del papiro no le gana a la espiga[46].
CORIFEO: Preciso es resguardarse de la dominación de aquel que presa sea de pasiones, como si se tratara de un monstruo sanguinario e impío.
DÁNAO: No es rápida la maniobra de una armada; ni tampoco atracar donde hay que echar a tierra seguridad de amarras. Ni, hecho el anclaje ya, se confían al punto los que son cual pastores[47] de las naves, sobre todo al llegar a un paraje que carece de puerto con el sol declinando hacia la anochecida. Suele parir dolor la noche para el piloto cauto. Así, no puede haber un feliz desembarco de tropas antes de haber asegurado la nave en el anclaje. En medio de tu miedo, piensa en no olvidarte de los dioses. <Yo retornaré pronto>[48], tan pronto como haya conseguido socorro, que la ciudad no va a poner obstáculos a un mensajero anciano, pero que es joven por su elocuente corazón[49].
Dánao se marcha, camino de Argos.
ESTROFA: ¡Oh tierra cubierta de colinas, a la que en justicia debemos profundo respeto!, ¿qué va a ser de nosotras? ¿A qué lugar huiremos de esta tierra Apia, si es que en algún lugar existe un escondrijo donde el sol no me vea? ¡Ojalá yo me hiciera negro humo[50] que en vecindad viviese de las nubes de Zeus! ¡Y que, totalmente desaparecida, invisible cual polvo que en lo alto se expande sin alas, muriera!
ANTÍSTROFA: Ya no puede evitarse mi muerte. Mi corazón, sombrío, me late fuertemente. Lo que ha visto mi padre ha hecho su presa en mí. Estoy muerta de miedo. Quisiera conseguir un mortal lazo, colgarme de una soga, antes que un hombre odioso me rozara la piel. ¡Mejor es que en mí, muerta, reine Hades!
ESTROFA: ¿En qué lugar podría tener un trono en el aire, donde la acuífera nieve se transforma en nubes? ¡O bien, que una roca a pico cortada, apta para cabras, una roca solo habitada por buitres, suspendida, invisibles, en la altura, me garantizara profunda caída, antes que caer, sufriendo violencia, en un matrimonio desgarrador de mi corazón!
ANTÍSTROFA: No me niego a ser luego presa de los perros y un festín de las aves que haya en esos parajes, pues el morir libera de desgracias productoras de llanto. ¡Que venga la muerte! ¡Que me acierte antes que lo haga el lecho nupcial! ¿Por qué otro camino de huida puedo yo acortar que sea para mí un liberador de esa boda?
ESTROFA: Lanzad cantos que suban hasta el cielo, lamentos suplicantes a los dioses y que de algún modo se me cumpla a mí. En quienes combatan para liberarme, pon tus ojos, padre; y la violencia de mis enemigos contempla con tus ojos, para castigarla. Respeta a quienes son tus suplicantes, omnipotente Zeus, protector de esta tierra.
ANTÍSTROFA: Pues los hijos de Egipto, insoportables por su soberbia masculina, a mí, la fugitiva, me vienen persiguiendo a la carrera con gritos delirantes y quieren capturarme por la fuerza. Pero tuyo es en todo el fiel de la balanza, pues ¿qué cosa le ocurre a los mortales sin que tú no le des cumplimiento? (El Coro advierte que viene hacia ellas gente armada.) ¡Oh, oh, oh! ¡Ah, ah, ah!... Aquí está mi raptor… que me persigue por el mar y la tierra. ¡Así te mueras antes de atraparme! ¡Puf!... ¡Asco me produce!... ¡Alzo un grito de angustia! Veo en esto el preludio de mis males… hechos con violencia, ¡Ay, ay! ¡Vete huyendo en busca de refugio… contra esa gente que con alma terrible por su orgullo… <me persigue>[51] de modo insoportable por el mar y la tierra: ¡Protégenos por tierra, soberano!
El coro se apiña refugiándose al pie de las imágenes al advertir la proximidad de un heraldo.
<HERALDO[52]:> ¡Hala, de prisa, al barco, lo más rápidamente que os permitan los pies! Que no, que no haya que arrastraros del cabello, que no haya que arrastraros del cabello, ni marcaros a fuego[53], ni que haya que cortaros la cabeza con un golpe mortal con abundante sangre. ¡Hala, de prisa pues que ya estáis perdidas, sí, perdidas, hacia el barco!
CORO: ¡Ojalá en alta mar, en la ruta salada azotada por múltiples olas, en compañía de tus amos soberbios y del barco ajustado con clavos, hubieras parecido!
<HERALDO:> Llena de sangre al barco vas a ir, pues te voy a pegar por rebelde[54]. Te ordeno que dejes de gritar los deseos de tu corazón y maldiciones para nosotros. ¡Vamos! Deja esos altares y muévete hacia el barco que no tengo respeto a quien no tiene honor ni ciudad.
CORO: ¡Que nunca me vea[55] de nuevo como prometida[56] el agua que hace brotar y crecer la sangre que da vida a los mortales[57]. Yo soy de esta tierra y de antigua nobleza[58], vieja realidad por su fundamento, por su fundamento.
HERALDO: Tú subirás a la barca pronto, quieras o no quieras, y partirás sufriendo violencia, incluso fuerte violencia. Tú vas a caminar, pues vas a padecer innumerables males y desgracias, aniquilada a golpes.
CORO: ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Ojalá perecieras de una muerte terrible en el agua sagrada que agita el oleaje, allá por el túmulo de Sarpedón en el arenal[59], desviado por los vientos del Este.
HERALDO: Grita, vocifera, invoca a los dioses, que del barco egipcio no vas a escaparte. Grita y vocifera con palabras aún más amargas que la pena de tus dolores.
CORO: ¡Ay, ay, ay, ay! Por este ultraje con el que tú, ladrando ante un lugar sagrado, fanfarroneas, cocodrilo, ¡que aquel que está observándote —el poderoso Nilo— mientras te ensoberbeces con una soberbia nunca vista, te considere odioso y te rechace![60].
HERALDO: Te ordeno que inmediatamente subas a la nave curvada tanto en proa como en popa. (Dirigiéndose a la gente armada que le acompaña.) ¡Que nadie pierda el tiempo! No sentimos temor respetuoso de llevarnos a rastras del cabello. (Los soldados se sitúan en actitud violenta a ambos lados del Coro.)
CORO: ¡Ay, ay, padre! El haberme acogido a la imagen sagrada no me libra de ruina. Me está llevando al mar poco a poco como una araña. ¡Qué pesadilla! ¡Qué negra pesadilla! ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Madre Tierra, el grito de esta gente, qué espanto me produce! ¡Aléjalo de mí! ¡Oh hijo de la Tierra, Padre Zeus!
HERALDO: No me infunden temor estos dioses de aquí, pues ni me criaron ni me alimentaron para hacerme viejo.
CORO: Una serpiente de dos pies, cerca de mí, se agita furiosa. Como una víbora me ha mordido en el pie y me retiene. ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Madre Tierra, aleja de mí su grito espantoso! ¡Oh hijo de la Tierra, Padre Zeus!
HERALDO: Si no vais a las naves de acuerdo con mis órdenes, no va a existir piedad en rasgaros las túnicas.
CORIFEO: ¡Oh príncipes jefes de esta ciudad, me hacen violencia!
HERALDO: Muchos príncipes —los hijos de Egipto— vais a ver pronto. No tendréis que decir que no hay quien os mande.
CORIFEO: ¡Perdidas estamos, soberanos! ¡Somos víctimas de acciones impías!
HERALDO: Tengo la impresión de que os voy a arrastrar a tirones de vuestros cabellos, ya que no estáis dispuestas a cumplir mis órdenes con prontitud.
Llega el Rey con Soldados.
REY: ¡Eh, tú! ¿Qué estás haciendo? ¿Qué clase de arrogancia te impulsa a despreciar el país de los hombres pelasgos? ¿Crees, tal vez, que has llegado a una ciudad en que solo hay mujeres? Para ser, como eres, un bárbaro, te comportas con griegos con una insolencia desmedida. Estás profundamente equivocado. No has pensado a derechas.
HERALDO: ¿En qué me he equivocado y en qué no he procedido con justicia?
REY: Primero en no saber comportarte como lo que tú eres, como un extranjero.
HERALDO: ¿Cómo que no? Había perdido algo que era mío, y, como lo he encontrado, me lo llevo.
REY: ¿Con qué clase de hombres protectores que en este país tengan has tratado el asunto?
HERALDO: Con Hermes, el mayor protector, diestro en la búsqueda.
REY: Pues, aunque hayas hablado con dioses, no los respetas.
HERALDO: Sí que venero a dioses: a los que hay por el Nilo.
REY: ¡Y a los de aquí nada, según yo te oigo!
HERALDO: Yo voy a llevármelas, nadie me las arrebatará.
REY: Y vas a llorar, si las tocas, sin mucha tardanza.
HERALDO: Acabo de oír unas palabras que, en modo alguno, encierran amistad para un huésped.
REY: No admito como huéspedes a aquellos que despojan a los dioses.
HERALDO: Tan pronto como llegue, así se lo diré a los hijos de Egipto.
REY: No es eso asunto que le traiga a mi alma algún cuidado.
HERALDO: No obstante, a fin de que, enterado, pueda yo hablar con suficiente claridad —pues un heraldo debe dar sus informes con toda precisión en cada punto— ¿cómo diré? ¿Qué llego sin el grupo de mujeres que primas de ellos son? Pero, ¿quién diré que me las quitó? La verdad es que asuntos como éste no los decide Ares mediante testimonios. Tampoco se resuelve esta disputa mediante aceptación de alguna plata, sino que para ello, hay antes numerosos soldados que caen y pierden la vida entre convulsiones.
REY: ¿Por qué tengo yo que decirte mi nombre? Ya lo aprenderás y sabrás con el tiempo, tú personalmente y también tus compañeros de viaje. A ésas, si es que ellas lo desean por dictado de su corazón, te las puedes llevar, con tal que las convenza un piadoso discurso. Ésta es la decisión que la ciudad ha tomado con el voto unánime del pueblo: jamás entregar, cediendo a violencia, a esta comitiva de mujeres. De parte a parte de esto, está clavado un clavo con toda precisión, de modo tal que puede permanecer clavado con firmeza absoluta. No está escrito en tablillas, ni sellado en un rollo de papiro, sino que estás oyéndolo con toda claridad de una lengua que tiene libertad para hablar. ¡Quítate de mi vista cuanto antes!
HERALDO: Ambos imaginamos que está estallando ya una nueva guerra. ¡Que los machos obtengan la victoria e impongan su poder!
REY: También hallaréis machos —los que este país pueblan— que no beben un vino de cebada[61]. (Dirigiéndose al Coro.) Todas vosotras y vuestras servidoras, cobrad ánimo y marchad a nuestra ciudad fortificada, cercada con la alta defensa de sus torres. Hay allí numerosas casas que puede usar el pueblo, y yo me he preparado también una vivienda con mano generosa. Allí, con otros muchos, podéis vivir en casas bien dispuestas. Pero, si os gusta más, podéis también vivir en casas en que estéis solas. Escoged de ambas cosas lo mejor que os parezca y lo que más le agrade a vuestro corazón. (El Coro no se mueve del sitio que venía ocupando.) Tenéis por protectores[62] a mí y al conjunto de los ciudadanos, todos precisamente sujetos a ese voto. ¿Qué pasa? ¿Aguardas a alguien que tenga más poder que nosotros?
CORO: Que, en premio a tus buenas acciones, en bienes abundes, divino Rey del pueblo pelasgo. Pero sé benévolo y envíanos aquí a nuestro padre, al valeroso Dánao, prudente consejero. A él en primer lugar le toca decidir con prudencia en qué casa tenemos que habitar y qué lugar nos puede ser propicio, que todo el mundo está siempre dispuesto a censurar a quien es extranjero. ¡Que ocurra lo mejor! (El Rey se marcha. Las hijas de Dánao se dirigen a sus sirvientas.) Con buena fama y sin dar lugar a que la gente de este país ponga en circulación rumores enfadoso, poneos en orden, queridas sirvientas, tal y como Dánao os asignó en sorteo: una sirvienta en calidad de dote para cada una de nosotras.
Entra Dánao con una escolta armada.
DÁNAO: Preciso es, hijas mías, que a los argivos, como a dioses olímpicos, dirijamos plegarias, hagamos sacrificios y en su honor derramemos libaciones, porque sin vacilar son nuestros salvadores. Lo sucedido me lo han escuchado con muestras de amistad para nosotros y, en cambio, acritud para vuestros primos. Y me han puesto esta escolta de lanceros que sea para mí un privilegio honroso y evite que yo muera por sorpresa sin que nadie lo advierta, víctima de una lanzada mortal, lo que vendría a ser una carga sin fin para este país <y para vosotras terrible desastre>[63]. Ya que logramos esos beneficios, hay que venerarlos con honda gratitud desde lo profundo de nuestro corazón. Y esto grabadlo, a la vez, junto a otras muchas lecciones de prudencia que habéis recibido de vuestro padre y tenéis grabadas: a un grupo de gente desconocida solo se la aprecia algo cuando pasa el tiempo; y contra el meteco[64] todos tienen presta una mala lengua, y es cosa que cae bien decir de algún modo que le manche. Os exhorto a que no me llenéis de vergüenza. Tenéis esa edad que incita el deseo en los hombres. De ninguna manera es fácil guardar la dulzura del fruto en sazón. Las fieras y los hombres lo dañan — ¿no es eso? — y las bestias aladas y también las que pisan el suelo. Los frutos rezumantes los pregona la Cipris de la bella estación, e impide con el deseo apasionado que su flor permanezca.[65]. Y sobre la bella delicadeza de las vírgenes, todo el que pasa lanza el dardo seductor de su mirada, vencido como está por el deseo. Ante eso hay que tener cuidado en no sufrir aquello por lo cual tantas fatigas ha habido que arrostrar y tanto mar ha habido que surcar a bordo de la nave; y en no hacer algo que nos traiga a nosotros vergüenza y placer a mis enemigos. Tenemos dos moradas: una de ellas nos la ofrece Pelasgo, la otra la ciudad, para habitar sin pagar alquiler. Todo esto son facilidades. Guarda tan solo los consejos paternos y estima la modestia más que tu propia vida.
CORIFEO: Que en lo demás nos den buena suerte los dioses olímpicos, que por la flor de mi juventud ten confianza, padre; pues si los dioses no han decidido alguna novedad, no cambiaré la ruta anterior de mi alma.
(DANAIDES)
ESTROFA: Marchad glorificando a los protectores de Argos a los dioses felices que a la ciudad protegen y a los que residen en torno de la antigua corriente del río Erasino[66]. Y vosotras, sirvientas, alternad en el canto. Que vuestra alabanza sea en honor de esta ciudad pelasga y desde ahora no veneremos las bocas del Nilo con himnos,
ANTÍSTROFA: sino a los ríos que, con muchos arroyos, a través de esta tierra, van regando su apacible bebida, fertilizando el suelo del país con brillantes corrientes. Que la casta Artemis mire a este grupo con compasión y que no llegue a mi boda a la fuerza. Y que el trofeo de este combate sea detestado por Citerea[67].
<SIRVIENTAS>
ESTROFA: Pero este alegre enjambre no se olvida de Cipris, pues, junto con Hera, posee un poder muy próximo al de Zeus y esta diosa fecunda en astucias es honrada por sus santas acciones. Junto a su madre querida están como aliados el Deseo y aquella a quien nada se niega: la Persuasión, que produce su encanto. Y se le asigna también a Harmonía su parte en Afrodita en el susurro y el trato de Amores.
ANTÍSTROFA: Para las fugitivas yo temo todavía castigos y funestos dolores, y guerras sanguinarias. ¿Por qué, entonces, lograron feliz navegación cuando eran perseguidas con tanta rapidez? Lo que tenga decretado el destino, eso sucederá. No puede dejar de cumplirse el grandioso, impenetrable pensamiento de Zeus. Junto a numerosas mujeres antiguas que en boda acabaron, en esto acabarás.
(DANÁIDES.)[68]
ESTROFA: ¡Que el grandioso Zeus aleje de mí el desposorio con los hijos de Egipto!
SIRVIENTAS[69]: Eso, en verdad, sería lo mejor; pero tú podrías seducir hasta a aquél que nos ea susceptible de ser seducido.
DANAIDES: ¿Pero tú qué sabes lo que va a suceder?
<SIRVIENTAS[70]>
ANTÍSTROFA: Pero, ¿por qué voy yo a contemplar la visión insondable: el pensamiento de Zeus? Haz tu oración con una expresión más mesurada.
<DANAIDES:> ¿Qué mesura adecuada pretendes enseñarme?
<SIRVIENTAS:> No exagerar en nada que concierna a los dioses[71].
CORO: ¡Que Zeus soberano me salve de una boda con un mal marido que se me haga enemigo! Él fue quien libró a Io de dolores: benéficamente la detuvo con mano sanadora, y en ella plantó su amistosa potencia. ¡Y que otorgue el triunfo a las mujeres! Acepto lo mejor dentro de lo malo y dos tercios del bien[72], y que a mi justicia acompañe la justicia, de acuerdo con mis súplicas, mediante los recursos salvadores procedentes de la divinidad.
El Coro abandona la escena, camino de Argos.
FIN DE
LAS SUPLICANTES.
[1] Pelasgo, Pausanias y Apolodoro le llamaron Gelanor.
[2] Egipto.
[3] Metafórico. Alusión al juego de damas.
[4] La estirpe del Coro nace al tocar Zeus a Io, convertida en vaca por Hera, celosa.
[5] Los ramos adornados con lana son uno de los signos del suplicante.
[6] Relaciona etimológicamente el nombre Épafo con el que, en griego, significa «tacto» o «toque».
[7] Procne, por celos de su esposo Tereo, mató a su hijo Itis y, después, se convirtió en ruiseñor. Tereo la perseguía convertido en gavilán.
[8] Nos apartamos de las interpretaciones habituales. Las Danaides apoyan su petición a los dioses procurando atraer su compasión por no haber alcanzado ellas la plena madurez de la juventud en paz y en su patria.
[9] Se refiere al montañoso Peloponeso.
[10] En dos ocasiones: por haber conspirado contra Zeus y por haber matado a los Cíclopes.
[11] Concediéndoles, como dios de las aguas, una feliz navegación en su huida de Egipto.
[12] Próxeno era el ciudadano encargado de representar y defender en su ciudad los intereses de un extranjero.
[13] Pelectón —Palai-chihon—es nombre significativo: alude a la antigüedad y condición de «autóctono» de Pelasgo, rey de Argos.
[14] Los perrebos, de origen pelásgico, ocupaban el N. de Tesalia. El Pindo es un monte —más bien una cordillera— que separa el Epiro de Tesalia. Peonia, una región del N. de Macedonia. Dodona, una ciudad del Epiro, con un célebre oráculo.
[15] En el golfo de Corinto.
[16] Descendiente de Zeus y Níobe en la cuarta generación. Tenía —según una versión del mito— una infinidad de ojos. Hera, por celos, le encargó que vigilara a Io, que había sido transformada en vaca. La vigilancia era permanente, pues la mitad de los ojos dormía mientras la otra mitad velaba. Zeus dio orden a Heracles de que liberara a Hermes y éste mató a Argo, de donde el epíteto de Hermes: Argifonte. Hera recogió los ojos de Argo y los puso en el plumaje del ave que le estaba consagrada: el pavo real.
[17] Ciudad de Egipto en la zona donde habría de estar con el tiempo Alejandría.
[18] Antigua capital de Egipto.
[19] Conjetura de Weir Smyth, que seguimos.
[20] Estimamos que el Rey considera prudente a Dánao por su actitud silenciosa —lacónica, diríamos— durante el diálogo precedente.
[21] Personificada como deidad.
[22] Se refiere a los ramos significativos de la súplica de las Danaides, depositados por ellas sobre el altar, para lograr la protección de los dioses y la inviolabilidad.
[23] Río de la Argólide.
[24] Es decir, de Europa a Asia.
[25] Metafórico: «el tábano».
[26] Egipto.
[27] El viento del desierto.
[28] Esto es, saludables.
[29] Texto mutilado que conjeturamos.
[30] Referencia a la navegación feliz que han hecho desde Egipto.
[31] Se trata de una votación a mano alzada.
[32] Como lo son, en distintos aspectos, las Danaides.
[33] Una vez más Esquilo, el combatiente frente a los persas, aprovecha la ocasión para condenar la guerra. Cf., entre otros v. 665, y Ag., 234 ss.
[34] Seguimos la conjetura de Page.
[35] El Consejo se reunía en torno al hogar público.
[36] Venerable por su antigüedad.
[37] Es quilo utiliza un apelativo usado regularmente con Apolo, hermano de Artemis, aplicándolo a ésta, ya que también ella «hiere de lejos», dando muerte repentina a las jóvenes como Apolo a los jóvenes.
[38] Esquilo es constante en condenar la guerra civil. Cf. Eum. 975 ss.
[39] Del mismo modo que en la antistrofa 2.ª se pide la protección de Artemis para las mujeres, aquí se ruega a Apolo protección para los varones.
[40] Metonimia: «antes que emprender una guerra».
[41] A babor y a estribor del espolón de proa llevaban las naves agujeros concebidos primitivamente como ojos que vigilan el camino. Actualmente aún vemos pintados ojos en la misma posición en los barcos pesqueros. Al menos en la costa sur de España.
[42] Una traducción literal —«rema con gran estruendo»— traicionaría la intención expresiva. Dánao nos ha ido informando, casi con técnica cinematográfica de planos que se acercan, sobre la aproximación del barco enemigo; se trata, por último, de destacar la cercanía de la nave mediante una sensación acústica contenida en pancrótos.
[43] La protección de los dioses, ya que están acogidas a lugar sagrado.
[44] Esto es, no tiene valor ni fuerza para defenderse por sí misma.
[45] El tridente es símbolo de Poseidón.
[46] Metafórico de la superioridad de los griegos sobre los egipcios. Por lo que toca el sentido recto de la expresión, los egipcios comían la parte inferior del tallo del papiro.
[47] Los pilotos.
[48] Conjetura de Mazon y de Weir Smyth en esta laguna establecida por Hartung.
[49] Esto es, por el sincero sentimiento que demostrará.
[50] Cf. n. 137 de Agamenón.
[51] Conjetura nuestra.
[52] La atribución de este período al Heraldo es conjetura de Weir Smyth.
[53] Como a esclavos fugitivos.
[54] Un recurso semiótico del teatro es hacer hablar a un personaje en su propia lengua —extraña para el espectador— o deformando en lo fonético y sintagmático la lengua del público. Es lo que ocurre aquí. El heraldo dice palabras ininteligibles o inteligibles a medias. Es admirable que ya Esquilo emplee este recurso expresivo —tan inadvertido, por cierto—, que ha de hacer luego fortuna en el teatro y en el cine. Pero el fenómeno real ya lo ha notado Timoteo de Mileto (ADRADOS, Lírica Griega Arcaica, B. C. G. 31, Madrid, 1980, pág. 450), cuando, refiriéndose a un persa herido, dice «…trenzando la lengua griega con la asiática y rompiendo el sello de la boca según las huellas de la lengua jonia.» Esto es lo que, a nuestro juicio, hace el Heraldo: esydoupiópita = esý doupi ápita = e sý typoi apíthe. Esta es nuestra traducción conjetural. (No nos convence el escoliasta —SMITH, Scholia in Aeschylum, B. Teuberiana, Leipzig, 1976 —cuando dice: tápita] apiónta katá synkopén.) Se ve que la falta de comprensión de este pasaje viene de lejos.
[55] Lectura de Smyth.
[56] Traducimos alfesíboion —lo que produce bueyes—, aplicado a la joven que, al concertarse su casamiento, produce riqueza (bueyes) al que la entrega «prometida», referido al sujeto de ídoimi, en el sentido de «cosa productora de bueyes». Ya vemos en Esquilo una crítica del sistema matrimonial.
[57] Alusión a las aguas del Nilo, cuyas inundaciones irrigaban y hacían fértil Egipto.
[58] De acuerdo con Weir Smyth atribuimos al Coro los versos 858 y 859.
[59] Referido al cabo Sarpedón, en Cilicia, frente a Chipre.
[60] Esta estrofa la tomamos íntegramente de Smyth.
[61] La cerveza era bebida de los egipcios.
[62] El protector —prostates— era el ciudadano que garantizaba al extranjero establecido en la ciudad.
[63] Aventuramos nuestra propia conjetura.
[64] Meteco es el extranjero establecido en otra ciudad. Es el caso de Dánao y sus hijas respecto a Argos.
[65] Lectura nuestra de este texto corrupto.
[66] Río de Argos.
[67] Las Danaides se consideran aquí como premio que los hijos de Egipto ganarían, de triunfar en su propósito.
[68] Smyth atribuye este texto —estamos de acuerdo— a las Danaides.
[69] Estamos de acuerdo con Smyth en atribuir a las Sirvientas este texto, pero incluimos en esta atribución el verso 1055, que Smyth atribuye a las Danaides.
[70] Atribuimos este verso a las Sirvientas, en discrepancia con Smyth.
[71] Las Sirvientas advierten a las Danaides: su conducta, radicalmente desdeñosa de Afrodita, diosa del amor, puede ser constitutiva de hýbris.
[72] La totalidad del bien hubiera sido no haber tenido que huir de la persecución de sus primos; pero ya que eso no ha sido posible, se conforman con haber sido alcanzadas en Argos, donde han encontrado protección.
Luego que Edipo[1]comprendió el incesto cometido con su madre, se cegó los ojos. Sus dos hijos, Eteocles y Polinices, queriendo relegar al olvido aquella nefanda peste, encerráronle en vil y apartado lugar; pero Edipo no lo pudo sufrir, y les echó la maldición de que algún día partieran entre sí el trono con el hierro. Ellos entonces, temerosos de que los dioses cumplieran la maldición de su padre, conocieron que era necesario que poseyesen el reino por partes, gobernando un año cada uno. Reinó, pues, primero Eteocles, por ser mayor que Polinices, bien que Sófocles le llame menor, y en tanto Polinices se ausentó de Tebas. Pero como, cumpliendo el año, después de volver a la ciudad y pedir el cetro, no solo no le obtuvo, sino que, despojando de todo, fue despedido por Eteocles, que no quería ceder el reino de que estaba firmemente apoderado. Con esto Polinices, alejándose de su patria, se encaminó a Argos: despósace allí con la hija de Adrasto; persuádele a que se junte con él para el cobro del reino, y tomando consigo ejército numeroso, asiéntase enfrente de Tebas. Siete eran con Polinices los caudillos que le mandaban; él, el séptimo, a fin de que cada cual llevase contra una de las siete puertas de la ciudad la gente que había de atacarla. De ellos, los seis murieron en la pelea a manos de los tebanos. Eteocles y Polinices, en singular batalla, quitáronse uno a otro la vida. Es de notar que Eurípides dice que Adrasto fue uno de los siete; pero, según Esquilo, otro fue el séptimo, Eteocles, a quien pone en vez de Adrasto.
Personajes:[2]
Eteocles.
Explorador.
Mensajero.
Antígona.
Ismene.
Otro mensajero.
Heraldo.
Coro de jóvenes tebanas.
La escena representa el ágora de Tebas[3]. Al fondo, estatuas de los dioses. La acción empieza entrando en el ágora, por diversos accesos, ciudadanos de distintas edades que forman corrillos. Momentos después, al entrar Eteocles, todos los corrillos se deshacen, para prestar atención al Rey.
ETEOCLES: Ciudadanos del pueblo de Cadmo[4], preciso es que diga oportunas palabras el que está vigilante en asuntos difíciles, dirigiendo el timón en la popa de la ciudad[5], sin cerrar con el sueño sus párpados. En efecto, si lográramos éxito, la gente diría que la causa de ello es un dios; pero, si, al contrario —lo que no suceda—, ocurre un fracaso, Eteocles, único entre muchos, sería cantado por los ciudadanos con himnos, sin cesar repetidos, y lamentaciones[6]. ¡Ojalá que Zeus Protector sea lo que dice su nombre para la ciudad de los cadmeos[7]! Preciso es que ahora vosotros, tanto el que aún carezca del vigor juvenil, como el que por los años haya pasado de la juventud y el que juventud tenga en este momento, cada uno conforme a sus propias fuerzas, multipliquéis el rendimiento de vuestros cuerpos y acudáis en socorro de la ciudad y de los altares de los dioses de nuestro país —para que nunca sean privados de honores—, de nuestros hijos y de la tierra, nuestra madre y nodriza amadísima[8], pues ella trata con benevolencia a los niños que gatean por el suelo, y, asumiendo toda la carga de nuestra crianza, alimentó ciudadanos portadores de escudo, para que fuerais fieles en lo que ahora nos urge. Por el momento, hasta el día de hoy, la divinidad se inclina en nuestro favor, pues ya en este tiempo que estamos sitiados, en su mayor parte, gracias a los dioses, nos va bien la guerra. No obstante, ahora, según asegura el adivino[9], pastor de las aves, que con sus oídos y espíritu, sin precisar fuego[10], observa a los pájaros que agüeros indican mediante una ciencia que nunca se engaña, éste, dueño de tales augurios, dice que durante la noche se está decidiendo el mayor ataque de la fuerza aquea y el plan de ese ataque contra la ciudad. Así que ¡a las almenas, a las torres que defienden las puertas, id todos aprisa! ¡Acudid armados con todas las armas! ¡Llenad los parapetos! ¡Permaneced firmes en los terrados de las torres y resistid con valor indomable, junto a las puertas sin temer demasiado a la turba extranjera! La deidad hará que acabe todo bien. Por mi parte, he enviado espías y exploradores al campo enemigo en los que confío que no harán en vano el camino. Una vez que los haya escuchado, no hay que temer que el enemigo me sorprenda mediante una treta.
Entra en escena un explorador.
EXPLORADOR: Eteocles, Señor nobilísimo de los cadmeos, vengo con fieles noticias del campo enemigo. Yo mismo he visto lo que allí pasaba. Siete héroes, valerosos caudillos, degollaban un toro, dejando que la sangre fluyera sobre un negro escudo; y, con sus manos tocando la sangre del toro, por Ares, por Enio[11] y por Fobo[12] sediento de sangre, juraron o bien destruir nuestra ciudad y saquear con violencia esta ciudad de los cadmeos, o morir y regar con su sangre esta tierra. Fueron después con sus manos colgando del carro de Adrasto[13] recuerdos suyos que habían de llevarse a sus hogares para sus padres. Entretanto, derramaban lágrimas, pero ni un lamento cruzaba sus labios, pues su férreo ánimo, ardoroso de valentía, exhalaba un ansia de lucha como de leones cuando tienen a Ares en su mirada[14]. No he demorado con vacilaciones la información sobre estos proyectos; antes, al contrario, los he dejado echando suertes sobre cuál de ellos, en virtud del sorteo, llevaría sus tropas contra cada puerta. Ante esto, pon como jefes rápidamente en las salidas de cada puerta a los más valientes guerreros escogidos de la ciudad, pues ya cerca, el ejército argivo con todas sus armas, viene avanzando. El polvo levanta a su paso, y la llanura queda manchada con la blanca espuma expulsada de los pulmones de los caballos. Así que tú, como diligente piloto de nave, refuerza la defensa de la ciudad, antes de que sople contra ella el huracán de Ares, pues ruge como ola terrestre la hueste enemiga[15]. Aprovecha muy rápido la ocasión[16] que ahora tienes, que yo, en lo que queda atalaya de día, tendré el ojo fiel, y así, tú, sabedor con certeza de qué pasa fuera de las puertas, no sufrirás daño.
Sale de escena el explorador.
ETEOCLES: ¡Oh Zeus, Tierra[17], dioses protectores de nuestra ciudad, y Maldición, Erinis[18] muy poderosa por ser de mi padre, no arranquéis de raíz, destruida por el enemigo, a una ciudad griega [que habla igual lengua, y sus casas dotadas de hogar][19]; antes al contrario, no permitáis que esta tierra libre y ciudad de Cadmo sea sometida con el yugo de la esclavitud. Sed nuestra fuerza. Creo que estoy diciendo algo que os afecta igual que a nosotros, pues una ciudad con prosperidad honra a las deidades[20].
Eteocles y los ciudadanos abandonan la escena. Momentos después entra el Coro.
CORO: Grito los grandes dolores que el miedo me causa. Avanza la hueste enemiga, pues ya ha abandonado su campamento. Corriendo en vanguardia viene en oleadas esa innumerable hueste de jinetes. Me lo asegura sin voz, pero mensajero claro y verdadero, el polvo que veo subir hasta el cielo. Ocupó el fragor de las armas las llanuras de mi país, que acercan a mi oído el grito de guerra. Vuela, ruge, cual un invencible torrente que cae retumbando por una montaña. ¡Ay, ay! ¡Dioses y diosas, alejad de nosotras el peligro que nos asalta! ¡Ay! Al otro lado de las murallas, el ejército de blancos escudos, apresurando <su paso>, se lanza ligero contra la ciudad. ¿Quién nos salvará? ¿Quién nos dará ayuda de entre los dioses o de las diosas? ¿Me postraré ante las imágenes de los dioses <patrios>? ¡Ay! Ellos son felices, con sede segura. Es el momento para abrazarse a sus estatuas. ¿Por qué lo demoramos con tantos gemidos? ¿Oís o no oís el estruendo de los escudos? ¿Cuándo, si no es ahora, usaremos la vestimenta y las coronas de las suplicantes? (El coro se dirige a las estatuas.) Con los ojos percibo el estrépito[21]. No es precisamente fragor de una sola lanza. ¿Qué vas a hacer? ¿Traicionarás tú que eres antiguo habitante de nuestro país, Ares[22], a tu tierra? ¡Oh deidad del casco de oro, vuelve tus ojos, vuelve tus ojos a una ciudad en la que antaño pusiste tu amor!
El Coro se dirige a las estatuas o a cada una de ella en particular, con arreglo al texto, dando carreras de un lado a otro.
ESTROFA: Dioses protectores de la ciudad, venid, venid todos, ved este batallón de doncellas[23] que vienen en súplica de que las libréis de la esclavitud. Un oleaje de guerreros de oblicuo penacho[24], alrededor de la ciudad, hierve encrespado por el huracán desatado por Ares. ¡Ea, oh Zeus, padre sin quien nada se cumple, evita como sea que caiga prisionera del enemigo! Pues los argivos tienen cercada la ciudad de Cadmo y el miedo a sus armas de guerra <me aterroriza>. Entre las quijadas de los caballos, los bocados tañen sones de muerte. Y siete distinguidos capitanes de la hueste enemiga, con sus armaduras que los protegen contra las lanzas, ante cada una de las siete puertas, están ocupando sus puestos, según cada cual obtuvo en sorteo. Y tú, hija de Zeus, Potencia que amas la lucha, sé la salvadora de nuestra ciudad, ¡oh Palas! ¡Y tú, Señor que en el mar reinas con tus caballos y el utensilio de ensartar peces[25], Poseidón, concédenos la liberación, la liberación de nuestros terrores! ¡Y tú, Ares — ¡ay, ay! —, guarda a la ciudad que recibió su nombre de Cadmo y claramente vela por ella! ¡Y tú, Cipris[26], primera de nuestra raza, protégenos, pues de tu sangre hemos nacido! <Y> con las preces que a dioses se elevan nos acercamos a ti, invocándote a gritos. ¡Y tú, Señor Lobuno[27], sé realmente lobuno para el ejército enemigo acudiendo al grito de mis gemidos! ¡Y tú, doncella hija de Leto[28], apresta bien tu arco! ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Oigo en torno de la ciudad estruendo de carros! ¡Oh poderosa Hera[29]! Los cubos de las ruedas de los carros chirrían con el peso de los ejes. ¡Artemis amada!, hay furor en el aire que atraviesan las lanzas. ¡Qué sufrimientos está padeciendo esta ciudad mía? ¿Qué sucederá? ¿Adónde conduce aún la deidad el fin de la guerra?
ANTÍSTROFA: ¡Ay, ay, ay, ay! Una lluvia de piedras desde arriba lanzada parte de las almenas[30]. ¡Oh amado Apolo! Hay en las puertas fragor de broncíneos escudos. ¡Oh hija de Zeus[31], de la que procede el santo fin de la guerra en una batalla, y tú, Onca[32], dichosa Señora, en favor de tu pueblo, defiende tu sede de siete puertas!
ESTROFA: ¡Oh deidades omnipotentes, dioses y diosas de quienes depende cualquier resultado, guardianes de nuestras torres, no traicionéis a nuestra ciudad sumida en la guerra al ser atacada por un ejército de lengua distinta[33]! Escuchad a estas vírgenes. Escuchad con arreglo a justicia nuestras súplicas hechas alzando los brazos.
ANTÍSTROFA: ¡Ay dioses amados y liberadores!, proteged la ciudad. Mostraos como amantes de nuestro pueblo y ciudad de los públicos templos e inquietos por ellos, prestadles ayuda. Y las públicas fiestas en que ofrecemos los sacrificios en vuestro honor, recordadlas ahora en nuestro favor.
Entra en escena Eteocles.
ETEOCLES: Os pregunto, criaturas insoportables: ¿es lo mejor eso, lo que salvará a la ciudad y dará Animo a un ejército que está sitiado? ¿Andar gritando y vociferando postradas ante estatuas de dioses que son protectores de nuestra ciudad? Todo eso es odioso para las gentes que tienen prudencia. ¡Ojalá no comparta yo la vivienda con mujeril raza, ni en la desgracia ni tampoco en la amada prosperidad! Pues la mujer, cuando es dueña de la situación, tiene una audacia que la hace intratable; y, en cambio, cuando es víctima del miedo, constituye un peligro mayor para su casa y para el pueblo. Así, ahora, con vuestras huidas a la carrera, habéis infundido temor en los ciudadanos, restándoles ánimo, con lo que reforzáis en máximo grado la situación de la hueste apostada fuera de las puertas, mientras que dentro nos destruimos nosotros mismos. ¡Cosas así puede lograr el que convive con las mujeres! Pero, si alguien no obedece a mi mando —hombre o mujer o lo que haya entre ellos—, se decidirá contra él decreto de muerte y no hay medio de que logre escapar de una muerte por lapidación a manos del pueblo. Pues que lo de fuera es cosa de hombres, que las mujeres no piensen en ello, ¡que se queden dentro de su casa y no perjudiquen! ¿Oíste o no oíste? ¿O le hablo a una sorda?
CORO: ¡Oh querido hijo de Edipo! Sentí miedo al oír ruido de carros —estruendo y estruendo—, al resonar en las ruedas los cubos, y por los bocados de los frenos hechos al fuego con los que a los caballos dirigen sin darles reposo.
ETEOCLES: ¿Pues qué? ¿Acaso el piloto que huye de popa hacia proa encuentra un medio de salvación, cuando la nave recibe el embate del oleaje en medio del mar?
CORO: Pero es que vine a la carrera a las antiguas estatuas de las deidades, confiada en los dioses, cuando <hubo> en las puertas un fragor de funesta nevada de piedras. Fue entonces cuando, llevada del miedo, elevé plegarias a los felices[34], para que protegieran a la ciudad.
ETEOCLES: Rogad que la torre nos ponga a cubierto de lanza enemiga, porque también eso es cosa que viene de dioses; sino que hay un dicho que afirma que abandonan los dioses una ciudad cuando es conquistada.
CORO: ¡Nunca en mi vida la abandone este grupo de dioses, ni vea yo la ciudad con un tumulto de perseguidores y fugitivos, ni incendiada con fuego devastador!
ETEOCLES: No decidas con cobardía ni te limites a invocar a los dioses. La obediencia al mando es la madre del éxito y la esposa del salvador. Así se dice.
CORO: Lo es; pero aún es más poderosa la fuerza de un dios, y a menudo al que está sin remedio en plena desgracia, lo levanta de la nube de penosa aflicción suspendida sobre sus ojos.
ETEOCLES: Eso es cosa de hombres, el poner por obra sacrificios y oráculos cuando están preparando una tentativa contra el enemigo. Lo tuyo es, en cambio, callar y quedarte metida en tu casa.
CORO: Por merced de los dioses, habitamos una ciudad invicta, y una torre nos tiene al abrigo de la turba de los enemigos. ¿Hay justo motivo para rechazarlo lleno de horror?
ETEOCLES: No te prohíbo que rindas honores al linaje de las deidades, pero, a fin de que no infundas cobardía en los corazones de los ciudadanos, estate tranquila y no reboses excesivo miedo.
CORO: Al oír de improviso un tumulto estruendoso, con miedo y angustia vine a esta acrópolis, sede honorable.
ETEOCLES: Pues bien, aunque te enteres de que estamos en trance de muerte o heridos, no te dispongas a recibirlo con lamentaciones, porque con eso se nutre Ares, con muerte de hombres.
CORO: Estoy oyendo, sí, relinchos de caballos.
ETEOCLES: ¡Escuchas tú con mucha claridad! ¡No escuches demasiado!
CORO: Gime la ciudad desde sus cimientos, porque piensa que estamos cercados.
ETEOCLES: ¡Basta con que yo me ocupe de eso!
CORO: ¡Soy presa del miedo! ¡Aumenta en las puertas el ruido!
ETEOCLES: ¡No! ¡Calla! ¿Vas a ir diciendo nada de esto por la ciudad?
CORO: (Dirigiéndose al conjunto de imágenes.) ¡Oh agrupación de dioses, no abandonéis las torres!
ETEOCLES: ¡Muérete ya! ¡Soporta el peligro en silencio[35]!
CORO: ¡Dioses de la ciudad, que no sea mi suerte la esclavitud!
ETEOCLES: ¡Tú misma te estás haciendo esclava[36]! ¡Y a mí! ¡Y a toda la ciudad!
CORO: ¡Zeus omnipotente! ¡Vuelve tu dardo contra el enemigo!
ETEOCLES: ¡Oh Zeus! ¡Vaya compañía que nos diste con la raza de las mujeres!
El Coro vuelve a tocar las estatuas, mientras dice:
CORO: Desdichada. Como la de los hombres cuya ciudad es conquistada.
ETEOCLES: ¿Vuelves a hablar y a tocar las estatuas de nuevo?
CORO: Sí, pues por falta de ánimo, el miedo me quita el dominio sobre mi lengua.
ETEOCLES: ¡Si me hicieras un servicio pequeño que yo te pido!
CORO: Cuanto antes lo digas antes lo sabré.
ETEOCLES: ¡Calla, desgraciada! ¡No asustes a los nuestros!
CORO: Callo. Con otros sufriré mi destino.
ETEOCLES: Prefiero eso que dices ahora a lo que antes decías. Y, además de eso, apartada de las imágenes, haz el ruego de más valor: que los dioses sean nuestros aliados. Y tan pronto como hayas oído mis oraciones, como un peán, entona el grito sagrado que nos da suerte, rito griego del clamor que se eleva en la ofrenda de los sacrificios, que infunde valor en nuestros amigos y desata el miedo de los enemigos. Yo le digo a los dioses protectores de nuestro país, y a los que se ocupan de nuestras llanuras, y a los que velan por nuestra ágora y a la fuente de Dirce[37] y al agua corriente del río Ismeno que, si bien nos suceden las cosas y la ciudad se salva, hago el voto de rociar con sangre de ovejas los hogares de las deidades, y de hacer en honor de los dioses sacrificios de toros, y erigir un trofeo con las vestiduras de los enemigos y dedicar a los santuarios el botín conquistado en la lucha y cubrir el accedo a los templos con los vestidos del enemigo. Eleva a los dioses plegarias como éstas, sin dejarte llevar por deseos de gemir ni entre vanos suspiros salvajes, pues no vas, por eso, a escapar más de tu destino. Yo, mientras, me voy a poner en las salidas de las siete puertas a seis hombres —yo seré el séptimo— que remaremos contra el enemigo con mucho valor, antes de que lleguen, apremiantes y rápidos, los informes de mensajeros que nos inflamen con su urgencia.
Sale de escena Eteocles.
ESTROFA: Me preocupa eso, pero de miedo no tiene reposo mi corazón. Las inquietudes que en mi alma habitan reavivan el terror que me inspira la tropa que nos tiene cercadas. Soy como una tímida paloma que tiembla del miedo a serpientes, compañeras de lecho funestas para los pichones que están en el nido. Sí. Unos avanzan contra las torres, todos a una, en orden cerrado — ¿qué va a ser de mí? —, y los otros, los ciudadanos arrojan piedras enormes a quienes nos atacan por todos los lados[38]. ¡Dioses hijos de Zeus, salvad como sea a la ciudad y al pueblo descendiente de Cadmo!
ANTÍSTROFA: ¿Qué suelo mejor que el de este país tomaréis a cambio, cuando hayáis dejado a los enemigos esta tierra de pastizales y la fuente de Dirce, la más saludable de cuantas aguas hace brotar Poseidón, el dios que mantiene la tierra, y las hijas de Tetis?[39] Ante esto, ¡oh dioses protectores de nuestra ciudad, ojalá inspiréis en los que están fuera de las torres[40] la ofuscación, destructora de hombres, y arrojen al suelo con ella sus armas, en tanto otorgáis la gloria del triunfo a los ciudadanos! ¡Sed los salvadores de nuestra ciudad y permaneced en vuestras sedes propicios a las súplicas que expreso en agudos gemidos!
ESTROFA: Sí; es lamentable arrojar así al Hades la ciudad de Ógigo[41], someterla a la esclavitud del botín de guerra, y que sin honra la reduzcan a polvo y ceniza los soldados aqueos por decisión de la deidad. Y que sean conducidas las prisioneras — ¡ay, ay! —, jóvenes y ancianas, igual que yeguas, de los cabellos, rotos sus velos por todas partes. Grita la ciudad, al irse quedando vacía, mientras el botín de mujeres camina a su perdición entre un confuso vocerío. ¡Con terror presiente una suerte insufrible!
ANTÍSTROFA: Es causa de llanto para las que son apenas muchachas, como frutos cortados sin madurar, antes de cumplirse los ritos nupciales, emprender el camino de odiosas moradas[42]. Sí. Pronostico que el que ya ha muerto tiene mejor suerte que ellas, porque innúmeros infortunios ocurren, cuando una ciudad — ¡ay, ay! — es conquistada: éste hace a aquél prisionero; el otro, asesina; el otro incendia, y la ciudad entera se mancha de humo, y en los que están enfurecidos sopla, homicida, Ares, mancillando toda piedad.
ESTROFA: Sube el tumulto a la ciudadela, hacia el lugar donde se encuentra el recinto fortificado. Cada hombre recibe la muerte mediante <…> la lanza de manos de otro. Suenan vagidos de niños lactantes ensangrentados que estaban mamando a los pechos maternos. El pillaje es hermano de la persecución. El saqueador tropieza con otro que ya ha saqueado, y el que carece aún de botín llama al que está con las manos vacías con la pretensión de hacerlo su cómplice, pero sin desear una parte igual o menor. ¿Qué puede pensarse que saldrá de esto?
ANTÍSTROFA: Toda clase de frutos caída por tierra aflige a las casas que obtuvo amargos lechos nupciales[43]. Y los numerosos dones de la tierra, en confuso montón, son arrebatados en el tumulto por gentes inútiles que no trabajaron. Hay cautivas <jóvenes> víctimas de un mal que desconocían <con el sufrimiento> de un lecho de esclava, el de un soldado de buena fortuna, con el temor de que a reforzar sus dolores dignos de llanto venga el tributo nocturno a un enemigo más fuerte que ella.
Se acerca un mensajero.
SEMICORO 1: A mi parecer, el soldado que espía a la hueste enemiga nos trae, amigas mías, alguna nueva información, porque apresura con diligencia los cubos[44] de los pies que aquí lo conducen.
SEMICORO 2: (Viendo a Eteocles que se aproxima por otro lado.) También viene aquí, coincidiendo con ése, el Rey en persona, el hijo de Edipo, y también la prisa <no ajusta> su pie a la dignidad que le corresponde.
MENSAJERO: Puedo decir, porque lo sé bien, lo que ocurre en el campo enemigo y cómo en las puertas cada uno obtuvo su suerte. Tideo[45] ruge ya frente a la puerta de Preto[46], pero el adivino no permite cruzar la corriente fluvial del Ismeno, por no ser favorables los augurios de los sacrificios. Así que Tideo, lleno de rabia y deseoso de combatir, vocifera con gritos agudos como una serpiente al mediodía. Con ultrajes maltrata al sabio adivino hijo de Oícles[47], echándole en cara que anda halagando al destino y la lucha por cobardía. Cuando así vocifera, tres penachos, umbrosos agita —las crines del casco—, y, bajo su escudo, badajos forjados en bronce tocan a miedo. Lleva en su escudo este arrogante emblema: un cincelado cielo fulgente de estrellas. En medio del escudo, se destaca la luna llena, la más digna de todos los astros, ojo de la noche. Así, enloquecido con se bélico atuendo arrogante, grita junto a la ribera del río, ansioso de lucha, igual que un caballo que aguarda, dando resoplidos, tascando su freno, piafando pendiente de oír el sonido de la trompeta. ¿A quién pondrás enfrente de éste? ¿Quién ofrecerá garantías de defender la puerta de Preto, cuando los cerrojos ya hayan sido rotos?
ETEOCLES: Nunca temería yo galas con que un guerrero pueda adornarse. Ni los emblemas producen heridas. Penachos y badajos no muerden sin la lanza. Y esa noche que dices que sobre su escudo contiene el cielo resplandeciente con las estrellas, puede que pronto sea una adivina que manifieste su insensatez; pues, si al morir, car la noche sobre sus ojos, este emblema arrogante, con razón y justicia, vendría a ser el nombre apropiado para el que lo exhibía. Así que él mismo contra sí mismo profetizará esa arrogancia. Yo pondré frente a Tideo, para que sea el defensor de esa puerta, al valeroso hijo de Ástaco, muy noble, que honra el altar del Honor y aborrece, en cambio, las palabras, llena de jactancia, pues no comete acciones vergonzosas, ni le gusta ser un combate. La raíz de su estirpe brotó de los hombres sembrados a quienes Ares perdonó la vida[48]. Es Melanipo, totalmente indígena de este país. El resultado lo decidirá Ares con sus dados; pero es la Justicia de defender a su misma sangre la que lo envía a la vanguardia, para alejar la lanza enemiga de la madre que lo engendró[49].
CORO: Que los dioses concedan que mi campeón tenga buena suerte, porque con justicia se erige en defensor de nuestra ciudad. Pero tiemblo de ver el sangriento destino de los que perecen por quienes aman.
MENSAJERO: ¡Así concedan los dioses a ese tener buena suerte! Capaneo[50] obtuvo en suerte tener su puesto en la puerta de Electra[51]. Es otro gigante, más grande que el que antes te dije. Su jactancia lo induce a tener pensamientos que superan la humana medida, y, contra las torres, está profiriendo amenazas terribles que ojalá no llegue a cumplir la fortuna. Dice que va a devastar la ciudad, lo quiera o no la divinidad, que ni siquiera la oposición del propio Zeus que caiga con todo su peso delante de él se lo impedirá. Los relámpagos y los rayos lanzados por Zeus, los asemeja al calor del sol del mediodía. Por blasón tiene un hombre sin armas portador de fuego. Arde una antorcha entre sus manos a modo de arma, y dice en letras de oro: «Prenderé fuego a la ciudad.» Envía a alguien contra ese hombre. ¿Quién se le enfrentará? ¿Quién a ese arrogante guerrero resistirá sin temblor alguno?
ETEOCLES: De esta ventaja[52] que se nos ofrece, se nos deriva otro provecho. Sí; de los vanos pensamientos que tienen los hombres es su propia lengua un verdadero acusador. Capaneo amenaza dispuesto a actuar; desprecia a los dioses y mueve los labios con vana alegría. A pesar de ser un mortal, hacia el cielo lanza palabras altivas engreídas contra el propio Zeus. Tengo confianza en que, con justicia, le llegará el rayo portador de fuego, que en nada se parece a los calores del sol del mediodía. Aunque sea lenguaraz en demasía, ya ha sido designado contra él un hombre de ardiente coraje, el fuerte Polifontes, guarnición de completa garantía por la benevolencia de la protectora Artemis y con la ayuda de otras deidades. Dime otro al que le haya tocado alguna otra puerta.
CORO: ¡Perezca el que impreca jactanciosamente contra la ciudad! ¡Que lo detenga el dardo del rayo antes de que él entre en mi casa, y de las cámaras de las doncellas mediante su lanza arrogante <me> arranque!
MENSAJERO: [Bien; el que tras éste fue asignado a una puerta en sorteo] voy a decirte. Para el tercero, Eteoclo, una tercera suerte saltó del casco de bello bronce al ser volcado: lanzar sus tropas contra la puerta que tiene el nombre de Puerta-Nueva. Y hacer volver a sus yeguas, ya relinchantes en sus arreos, que están ansiosas de haber caído ya contra la puerta. Las muserolas silban un bárbaro ruido llenas de aire de los resoplidos[53]. Está adornado su escudo de forma no humilde: un hombre armado con todas sus armas[54] sube los peldaños de una escala arrimada a una torre de los enemigos con intención de destruirla. También grita éste, en letras que forman palabras, que de las torres ni Ares siquiera podrá derribarle. Envía también contra éste hombre al que garantía te ofrezca de que ha de alejar de esta ciudad el yugo de la esclavitud.
ETEOCLES: [Podría enviar, al punto, a uno como dices, y con fortuna, en contra de ése.] Sí; ya está enviado. Tiene arrogancia solo en las manos. Es Megareo, semilla de Creonte, de la estirpe de los hombres sembrados. No se va a retirar de la puerta lleno de miedo por el ruido salvaje de los relinchos de unos caballos, sino que o muerto abonará a su tierra lo que le debe por su crianza, o apoderándose de ambos guerreros[55] y de la ciudad representada sobre el escudo, adornará con sus despojos la casa paterna. Muéstrame la jactancia de otro y no seas parco al hablar.
ESTROFA: Ruego — ¡ay! — que acompañe la suerte a quienes luchan por nuestras casas, y a los otros la mala fortuna. Y que, igual que, arrastrados por la locura, profieren jactancias contra la ciudad, del mismo modo Zeus, en su calidad de administrador de la justicia, los mire con saña.
MENSAJERO: Otro, en cuarto lugar, está apostado, vociferando contra la cercana puerta de Onca-Atenea, la corpulenta figura de Hipomedonte[56]. Cuando hizo gritar su enorme era —me refiero a su escudo circular— me eché a temblar —no voy a contártelo de modo distinto—. No era un cualquiera de poco precio el que grabó el emblema, el que en el escudo hizo este trabajo: un Tifón[57] que a través de su boca que exhala fuego lanza una espesa y negra humareda, arremolinada hermana del fuego. El borde del cóncavo escudo está guarnecido en toda su órbita con espiras trenzadas de sierpes[58]. Él mismo ha lanzado un grito de guerra y se lanza al combate poseso por Ares, delirando como una bacante, inspirando terror con sus ojos. Hay que guardarse muy bien de lo que intente este guerrero, porque ya el Miedo alardea frente a la puerta.
ETEOCLES: Primero Onca-Palas, próxima a la ciudad, vecina de esta puerta, odia la arrogancia de este guerrero[59] y lo alejará, como a una fría serpiente, de sus polluelos. Y además, Hiperbio, el valeroso hijo de Énope ha sido elegido como guerrero contra ese hombre, y quiere informarse de su destino en la necesidad que depara la suerte. Ni en su aspecto, ni en su corazón, ni en la disposición de sus armas merece reproche. Con razón, Hermes los ha juntado[60], pues nuestro hombre es enemigo del hombre al que va a enfrentarse y ambos llevarán en sus escudos dioses que son entre sí enemigos: el uno lleva a Tifón, que exhala fuego; mientras que en el escudo de Hiperbio estará Zeus firme y dispuesto a lanzar con su mano un dardo encendido; y nadie ha visto jamás a Zeus vencido. Tal es la actitud amistosa de ambas deidades de los dos bandos. Y en tanto nosotros estamos del lado de los vencedores, ellos lo están del de los vencidos. Es natural que lo mismo consigan esos guerreros que van a enfrentarse, puesto que Zeus es en el combate más fuerte que Tifón. Así que para Hiperbio, de acuerdo con lo que indica su emblema, podrá ser Zeus su salvador, que casualmente se encuentra en su escudo.
CORO: Confío en que quien lleva en su escudo al adversario enemigo de Zeus —cuerpo de una deidad que está bajo tierra, imagen odiosa para los hombres y para los dioses de vida perenne— dejará su cabeza delante de esa puerta.
MENSAJERO: ¡Qué así suceda! Ahora te hablo del quinto guerrero. Ha sido apostado contra la quinta puerta, la de Bóreas[61], Al lado mismo de la tumba de Anfión, hijo de Zeus[62]. Jura por la lanza que empuña, en la que confía hasta el extremo de venerarla más que a cualquier dios y por encima de sus propios ojos, que con toda seguridad ha de asolar la ciudad de los cadmeos, aunque no quiera Zeus. Vocifera este vástago de hermoso rostro nacido de una madre criada en los montes[63], guerrero que es un niño con hechuras de hombre: poco ha que en las mejillas el bozo le apunta con el desarrollo de la juventud, iniciando el brote de una espesa barba. Su carácter cruel en nada le cuadra a su nombre, propio de vírgenes[64]. Ahí está plantado con una mirada que infunde pavor. Y no se sitúa, por cierto, carente de jactancia frente a la puerta. Un insulto para la ciudad hay en su escudo forjado en bronce —redonda defensa para su cuerpo— que estaba blandiendo: carnicera Esfinge[65] sujeta con clavos, brillante figura en relieve que entre sus garras lleva un guerrero, un hombre cadmeo, de modo que sobre este hombre puedan caer lanzados muchísimos dardos[66]. Parece que, ya que ha venido, no va a vender barato el combate, ni a manchar con el deshonor su viaje de largo camino. Es el arcadio Partenopeo. Un hombre así, meteco que es[67], por pagarle a Argos la excelente crianza que le dispensó, contra estas torres profiere amenazas que ojalá no les dé cumplimiento la divinidad.
ETEOCLES: Ojalá les concedan los dioses, por sus arrogantes e impías jactancias, lo que proyectan para nosotros. Entonces ellos, gente mortífera, perecerían de una manera absolutamente miserable. Hay también contra éste, contra el árcade a que te refieres, un guerrero no jactancioso, pero cuyo brazo está ansioso de entrar en acción. Áctor, hermano del que antes nombré. No permitirá que una lengua carente de obras cruce la puerta y produzca innúmeros males, ni que penetre en el interior de la muralla, de fuera a dentro, portando en su escudo enemigo la imagen de esa odiosísima bestia. La propia Esfinge va a reprochárselo al que la lleva, cuando al pie de nuestra ciudad vaya recibiendo golpes repetidos sin interrupción. Si quieren los dioses, yo puedo decir la verdad en esto.
CORO: Tus palabras traspasan mi pecho. En mis trenzas se eriza el cabello, al oír arrogancias de esos jactanciosos guerreros impíos. Ojalá <— ¡ay! —> los dioses los aniquilaran en nuestra tierra!
MENSAJERO: Puedo informarte de un sexto guerrero, muy prudente y el más valeroso adivino, el fuerte Anfiarao[68]. Apostado ante la puerta Homoloide[69], ultraja de continuo al fuerte Tideo, echándole en cara que es un homicida, un perturbador de la ciudad, el máximo maestro de las desgracias de Argos, heraldo de la Erinis, servidor de la muerte y que fue el consejero de Adrasto para estas desdichas[70]. Y luego, dirigiéndose a tu hermano[71], al fuerte Polinices, trastrocando y al final pronunciando su nombre partiéndolo en dos[72], dice estas palabras con su boca: «¡Vaya gesta! ¡Grata a los dioses! ¡Hermosa de escuchar y narrarla a la posteridad! ¡Destruir la ciudad de tus padres y a los dioses de tu propia raza! ¡Atacarlos con tropas extrañas! ¿Puede haber jamás algo que justifique cegar la fuente materna? Cuando tu tierra patria llegue a ser conquistada por la lanza merced a tus intrigas, ¿cómo podrá ser nunca tu aliada? ¡Y yo, adivino enterrado bajo tierra enemiga, abonaré esta tierra! ¡Luchemos! ¡Espero lograr una muerte gloriosa!» Tales cosas, decía en voz alta el adivino embrazando con calma su escudo de bronce. Pero no existe blasón en su escudo, pues no quiere parecer el mejor, sino serlo, obteniendo el fruto mediante su espíritu del surco profundo de donde brotan las decisiones nobles[73]. Te aconsejo enviar contra éste sabios y valientes adversarios, porque es terrible aquel que venera a los dioses.
ETEOCLES: ¡Ay del hombre justo que se asocia a mortales impíos merced al agüero de un ave! En cualquier empresa no hay nada peor que tener mala compañía: no puede obtenerse buen fruto. La tierra sembrada de error, como fruto, produce la muerte[74]. Sí; un hombre piadoso que embarca en un navío con marineros temerarios que proyectan alguna maldad, termina por perecer en compañía de esa raza de hombres que es despreciada por las deidades. Y el que es justo, pero se asocia a hombres que son ciudadanos hostiles al huésped y no tienen en cuenta a los dioses, cae justamente en la misma red que los otros y sucumbe herido por el azote, que a todos alcanza, de la deidad. Del mismo modo, el adivino —me refiero al hijo de Oícles—, varón prudente, justo, valiente y piadoso, además de insigne profeta, al mezclarse, violentando su corazón, con hombres de lengua arrogante que se dirigen a llegar a un punto de imposible repatriación, si Zeus lo quiere, será arrastrado junto con ellos a la perdición. Así que pienso que ni siquiera atacará la puerta, no porque carezca de corazón ni por cobardía de resolución, sino porque sabe que es fuerza que él muera en la batalla, si fruto produce el anuncio de Loxias[75], [pero gusta de guardar silencio o decir lo que es oportuno]. Sin embargo, le opondremos a un hombre, la fuerza de Lástenes, portero enemigo de los extranjeros, que viejo de mente[76], está echando músculos de juventud plena, con rápida vista, y no se demora en agarrar con su lanza el punto que deja indefenso el escudo enemigo. Pero que los mortales consigan triunfar, solo es un don de la divinidad.
CORO: Escuchad, dioses, nuestras súplicas con arreglo a justicia y haced que se cumplan, para que triunfe nuestra ciudad. Alejad de nosotros los males que traen las armas y volvedlos contra los invasores de nuestro país. ¡Que los alcance Zeus con el rayo y los mate fuera de las torres!
MENSAJERO: Voy a decirte el séptimo, el que está frente a la séptima puerta: tu propio hermano. ¡Qué maldiciones profiere, qué triste destino impreca para la ciudad!: tras escalar la torre y ser aclamado en su tierra, después de entonar el peán en el tumulto de la conquista, encontrase en combate contigo, matarte y morir a tu lado o dejarte vivo, ya que lo ultrajaste con el exilio, y castigarte del mismo modo. Así grita e invoca a los dioses gentilicios de su tierra patria, para que miren sus súplicas con absoluta benevolencia, el fuerte Polinices. Lleva un escudo recién forjado, enteramente redondo, con un doble blasón adaptado, en el que se ve un hombre cincelado en oro, un guerrero al que una mujer guía con prudencia. Dice que es Justicia, según manifiesta el letrero: «Haré regresar del exilio a este hombre, que posea su ciudad patria y vuelva a habitar su palacio.» Tal es lo que se encuentra en aquellas figuras. Decide ya tú solo a quién piensas mandar, porque nunca reproches me harás por mi información. Así que decide tú solo cómo pilotar la ciudad. (Sale de escena.)
ETEOCLES: ¡Oh locura venida de los dioses y odio poderoso de las deidades! ¡Oh raza de Edipo mía, totalmente digna de lágrimas! ¡Ay de mí, ahora llegan a su cumplimiento las maldiciones de nuestro padre![77]. Pero no es conveniente llorar ni gemir, no vaya a ser que de ello se engendre un lamento que sea más difícil de soportar. Para el que tiene un nombre tan apropiado, a Polinices me refiero, pronto sabremos en qué termina el significado de su divisa: si le van a traer del destierro esas letras hechas en oro que sobre su escudo expresan necedades y extravío mental. Esto quizá sería posible, si la hija de Zeus, la virgen Justicia estuviera presente en sus acciones y en su corazón. Pero ni cuando huyó de las tinieblas del seno materno, ni en los días de su crianza, ni menos aún al alcanzar la adolescencia, ni al contar ya con pelo en la barba puso en él la Justicia sus ojos ni lo estimó de ninguna valía, ni creo que ahora, en el preciso momento que maltrata a su patria, vaya a ponerse cerca de él. De cierto con toda razón, el de Justicia sería un nombre falso, si ella le diera su ayuda a un hombre carente de escrúpulos en su corazón. Confiado en eso iré y lucharé yo mismo con él. ¿Qué otro podría hacerlo con mayor legitimidad? Rey contra rey, hermano contra hermano, y enemigo contra enemigo me voy a medir. (A uno de su séquito.) Trae cuanto antes las grebas, defensa contra la lanza y contra las piedras.
CORIFEO: Hijo de Edipo, el más amado de los varones, no te iguales en ira al que anda gritando perversidades. Ya es suficiente que los hombres cadmeos lleguen a las manos con los argivos, pues es sangre que puede expiarse. Pero la muerte de dos hermanos que entre ellos se matan así, con sus propias manos…, no existe vejez de esta mancha[78].
ETEOCLES: Si hay que soportar la desgracia, sea al menos sin deshonor; es la única ganancia que queda a los muertos, mientras que de sucesos infaustos y faltos de honra, ninguna gloria celebrarás.
CORO: ¿Qué deseas lleno de ardor, hijo? ¡Que no te arrastre esa ceguera sedienta de lucha que inflama tu alma! ¡Arroja de ti el comienzo de ese deseo!
ETEOCLES: Puesto que la deidad da impulso con fuerza a este asunto, ¡vaya adelante a merced del viento, y consiga en suerte la ola del Cocito[79], toda la raza de Layo odiada por Febo!
CORO: ¡Te muerde un deseo en exceso salvaje y te empuja a llevar a cabo la muerte de un hombre que es el fruto amargo de una sangre que no es lícito derramar!
ETEOCLES: Sí. Me lo va encaminando a su fin la odiosa maldición de mi amado padre. Se adhiere a mis ojos secos, sin lágrimas, y me dice que es mejor la muerte inmediata que morir después.
CORO: Pero no te apresures. Tú no serás llamado cobarde, si conservas indemne tu vida[80]. La Erinis, de negra égida, saldrá de tu casa, cuando de tus manos acepten los dioses un sacrificio.
ETEOCLES: En cierto modo ya estoy abandonado de los dioses. Solo se mira con admiración el favor que les hago si muero. ¡Por qué tendría aún que halagar a un destino que me lleva a la muerte?
CORO: Sí, en estos momentos que está a tu lado. Después la deidad, luego de cambiar sus designios a vueltas del tiempo, tal vez vendría con un espíritu más favorable. Ahora, en cambio, todavía hierve.
ETEOCLES: Sí. Las imprecaciones de Edipo le hicieron hervir. ¡Demasiado ciertas las visiones fantasmagóricas de mis ensueños, cuando repartían la riqueza paterna!
CORIFEO: Sin embargo, haz caso a mujeres, aunque no te guste.
ETEOCLES: Podéis decirme algo que pueda ser llevado a cabo, pero sin demasiadas palabras.
CORIFEO: No hagas ese camino a la séptima puerta.
ETEOCLES: Mi decisión es tajante. No van a hacer mella en mí tus palabras.
CORIFEO: La deidad concede valor a cualquier victoria, incluso a aquella que no se basa en la valentía.
ETEOCLES: No debe gustarle eso que has dicho a un guerrero hoplita.
CORIFEO: ¿Pero quieres segar tú la sangre de tu propio hermano?
ETEOCLES: Nadie puede evitarlas, si los dioses envían desgracias.
Sale Eteocles.
ESTROFA: Me estremezco al pensar que la deidad destructora de las familias —deidad no semejante a las otras deidades—, la muy verdadera profetisa del mal, la Erinis invocada por un padre, dé cumplimiento a las airadas maldiciones que profirió Edipo arrastrado por el arrebato que anubló su mente. Y esta discordia de ahora, que la muerte de los hijos entraña, los está empujando a la acción.
ANTÍSTROFA: Une extranjero asigna los lotes, Cálibo[81], emigrante de Escitia[82], amargo distribuidor de las riquezas testamentarias —el acero de alma cruel—, tras sacar en sorteo que habiten cuanta tierra puedan abarcar incluso muertos, sin ser partícipes de vastas llanuras.
ESTROFA: Luego que hayan muerto dando y recibiendo la muerte con sus propias manos, y que el polvo de su propia tierra haya bebido el negro cuajarón de la sangre del mutuo homicidio, ¿quién podría suministrar las purificaciones?, ¿quién podría purificarlos?[83] ¡Oh nuevos infortunios de esta familia mezclados ya a las antiguas desgracias!
ANTÍSTROFA: Sí. Quiero decir que la trasgresión antaño nacida, castigada rápidamente, permanece no obstante hasta la tercera generación, cuando Layo[84] violentó la orden de Apolo, aunque éste le dijo tres veces en el pítico[85] oráculo del ombligo del mundo[86] que salvara nuestra ciudad muriendo sin descendencia.
ESTROFA: Vencido por su propia irreflexión, llegó a engendrar su propia muerte, al parricida Edipo[87], que sembró el puro campo materno donde él se crió, con lo que osó hacer brotar una raíz llena de sangre. ¡Locura destructora de almas unió a los esposos![88]
ANTÍSTROFA: Cual mar de desgracias empuja sus olas: cuando cae una, levanta otra de triple garra que rompe rugiendo en torno a la popa de nuestra ciudad. Y en medio esta torre en un corto espacio tiende su defensa. Temo que nuestra ciudad sucumba a la vez que sus reyes.
ESTROFA: Sí. Ya está llegando a su cumplimiento la abrumadora liquidación de las maldiciones antaño imprecadas. La perdición viene a cumplirse, no pasa de largo. La prosperidad de los hombres emprendedores, cuando llega a ser demasiado abultada, arrastra consigo el tener que ser por la borda lanzada.
ANTÍSTROFA: Pues ¿a qué hombre honraron tanto los dioses y los ciudadanos que compartían el hogar de nuestra ciudad[89] y, en fin, la muy frecuentada asamblea de los mortales[90], como antaño honraron a Edipo por haber extirpado de nuestra tierra la Cer[91] que sus hombres le arrebataba?
ESTROFA: Pero, luego que el desdichado se hizo consciente de su triste boda no pudo soportar su dolor y con el corazón enloquecido llevó a cabo desgracias gemelas: con la misma mano que mató a su padre se saltó los ojos, más caros que los propios hijos.
ANTÍSTROFA: Luego, resentido con sus hijos por aquella comida de antaño[92] — ¡ay, ay! — profirió con amarga lengua las maldiciones e imprecó que con mano repartidora mediante el acero obtuvieran ambos un día su herencia. Y ahora temo que vaya a cumplirlo la Erinis de rápidos pies.
Entra otro mensajero.
OTRO MENSAJERO: ¡Ánimo, jóvenes recién criadas por vuestras madres! Ya esta ciudad ha escapado del yugo de la esclavitud. Han caído a tierra las jactancias de esos poderosos guerreros. La ciudad está en calma y no ha hecho agua, a pesar de los muchos embates del oleaje. La muralla nos protegió, y las puertas las guarnecimos con campeones de garantía que lucharan en singular combate. Lo más importante va bien en seis puertas; pero la séptima la eligió para sí el que recibe los sacrificios el día séptimo[93], el venerable señor Apolo, llevando a sus últimas consecuencias, en perjuicio de la estirpe de Edipo, los antiguos desatinos de Layo.
CORIFEO: ¿Qué nuevo suceso hay en la ciudad?
OTRO MENSAJERO: Han muerto esos hombres dándose mutua muerte con sus propias manos.
CORIFEO: ¿Quiénes? ¿Qué has dicho? No coordino mis pensamientos del miedo que me dan tus palabras.
OTRO MENSAJERO: Serénate entonces y escucha: la descendencia de Edipo…
CORIFEO: ¡Ay de mí, desdichada! ¡Ya estoy adivinando las desgracias!
OTRO MENSAJERO: …sin duda ninguna, caídos ya en el polvo…
CORIFEO: ¿Yacen ambos allí? Dilo, aunque sea algo abrumador.
OTRO MENSAJERO: …a un tiempo se mataron con sus manos hermanas. La ciudad se ha salvado; en cambio, de ambos reyes de idéntica semilla, la sangre ha bebido la tierra por la muerte que entre ellos se han dado. Ambos tuvieron así un destino común por completo, el destino precisamente que está llevando a la perdición a ese linaje infortunado. De tales sucesos podemos tener alegría y llanto a la vez: la ciudad, triunfadora; pero los jefes, ambos caudillos, se repartieron, mediante el forjado a martillo hierro de Escitia, la plena posesión de los bienes: tendrán la tierra que en la tumba reciban; con arreglo a las maldiciones paternas han sido arrastrados los infortunados.
Sale el mensajero.
CORO: ¡Oh grandioso Zeus y deidades protectoras de nuestra ciudad, que estos muros de Cadmo salvasteis! ¿Debo alegrarme y alzar mis gritos de gratitud al salvador[94] de la ciudad que alejó de nosotros el daño <…>? ¿O llorar a los desgraciados e infelices jefes guerreros privados de hijos, que, con razón, con arreglo a sus nombres <realmente famosos>[95] y causantes de muchas querellas han perecido por su manera de pensar impía?
ESTROFA: ¡Oh negra y ya cumplida maldición de Edipo y de su estirpe! Un frío espantoso me hiela el corazón. En mi delirio compuse un cántico para la tumba, al oír que de infortunada manera murieron, que sus cadáveres chorrean sangre. ¡Bajo un mal augurio tuvo lugar ese concierto en que la flauta era la lanza!
ANTÍSTROFA: Actuó hasta el final y no desistió la voz imprecadora del padre. Perduraron las desobedientes decisiones de Layo. Pero hay angustia por la ciudad, pues los oráculos nunca se embotan. ¡Ay de vosotros, dignos de muchos lamentos, habéis realizado una acción increíble! ¡Han venido dolores reales, no de palabra[96], que causan piedad! (Se aproxima un cortejo con los cadáveres de los príncipes.) Ésta es la propia evidencia: manifiesto está el relato del mensajero. Estoy viendo el doble infortunio que me producía preocupación doble: estos sufrimientos, estas dos fratricidas muertes que ya se han cumplido. ¿Qué decir? ¿Qué otra cosa queda ya en el palacio, sino pena de penas? ¡Vamos, amigas! Siguiendo el viento de nuestros gemidos, con ambas manos daos golpes en la cabeza con ritmo del remo que siempre acompaña en la travesía del Aqueronte a la nave de velas negras sin aparejo, portadora de peregrinos a la tierra sin sol en que Apolo jamás puso el pie, tierra invisible que a todos recibe[97]. (Termina de entrar el cortejo fúnebre. Antígona viene tras el cadáver de Polinices; Ismene, tras el de Eteocles.) Pero aquí llegan, para amarga misión, Antígona e Ismene. No cabe duda; estoy pensando que del interior de sus profundos pechos amables, proferirán un canto fúnebre por sus hermanos en consonancia con su dolor. Justo es que nosotras, antes de su voz <…>, entonemos el lúgubre himno de Erinis, y a continuación a Hades cantemos odioso peán. ¡Ay de las hermanas más desdichadas de las que a su veste ceñidor ajustan! Lloro, gimo y no hay fingimiento de que, como debo, me lamento de corazón.
ESTROFA: ¡Ay, ay, insensatos, desobedientes a quienes os querían[98], que de desgracias nunca os cansasteis! ¡Para vuestra desdicha habéis conquistado mediante un combate la casa paterna! ¡Desdichados, sí, quienes hallaron mísera muerte para sumir en ruina su casa!
ANTÍSTROFA: ¡Ay, ay de vosotros, los que abatisteis los muros de vuestra morada, y tras haber visto monarquía amarga ya mediante el hierro hicisteis la paz! Muy certeramente lo ha ejecutado la augusta Erinis de su padre Edipo.
ESTROFA: Se hirieron a través de los flancos izquierdos que habían nacido del mismo vientre. <…> ¡Ay, ay, infelices! ¡Ay, ay, maldiciones de recíprocas muertes! Pretendes decir que fueron heridos sus cuerpos y casas por la ira indecible con que los maldijo su padre <y no> por un destino que los marcara con la discordia.
ANTÍSTROFA: Un gemido recorre también la ciudad: gimen las torres; gime el suelo que amaba a esos hombres. Para las venideras generaciones quedan las riquezas por las que — ¡funesto destino el de ellos! — les llegó la discordia; el fin de la muerte. Exaltados de corazón, de repartieron esas riquezas de modo que ambos pudieran lograr igual lote[99]; pero el mediador no deja de merecer el reproche de sus amigos[100]: no es placentero Ares.
ESTROFA: Así están ahora, por el hierro heridos; y heridos por el hierro, están esperándolos… «—¿Quiénes?», podría alguien decir— sus participaciones en la tumba paterna. De su casa les acompaña un resonante gemido, desgarrador, propio de aquel que por sí mismo llora, del que llora su propia desgracia, salido de un alma encendida en la pena, para la que acabó la alegría, que lágrimas vierte con sinceridad desde lo hondo de su corazón, que se empequeñece cuando yo lloro por estos dos príncipes[101].
ANTÍSTROFA: Puede decirse de estos desdichados que muchos estragos hicieron en los ciudadanos y en las filas de toda la hueste extranjera, muertos innúmeros en el combate. Desgraciada la que los parió, más que ninguna de las mujeres que madres se llaman: al propio hijo tomó por esposo y parió a éstos que así murieron, dándose muerte recíprocamente con sus manos nacidas de igual semilla.
ESTROFA: De igual semilla, sí, y entre sí funestos, con tajos que inspiraba el odio en la locura de su discordia, en el desenlace de su querella. El odio ha cesado, y en la tierra empapada en su sangre se han mezclado sus vidas. ¡Ahora sí que son de una sangre! ¡Amargo ha sido el liberador de sus querellas, el extranjero del Ponto sacado del fuego, el hierro buido!; ¡amargo también el cruel partidor de la herencia, Ares, al hacer verdadera aquella antigua maldición paterna!
ANTÍSTROFA: Tienen los desdichados, ya lo han conseguido, su parte en las penas por Zeus concedidas. Bajo su cuerpo tendrán una insondable riqueza de tierra. ¡Ay de los que adornaron su estirpe con las flores de innúmeras penas! Las maldiciones han proferido al fin el agudo alarido de su canto triunfal; al emprender la fuga esta estirpe con una completa derrota, Ate ha erigido un trofeo en la puerta en que se batieron y, vencedora de ambos hermanos, se aplacó la deidad.
ANTÍGONA: Herido, heriste.
ISMENE: Moriste después de matar.
ANTÍGONA: Con lanza mataste.
ISMENE: Por lanza moriste.
ANTÍGONA: Dolores causaste.
ISMENE: Dolores sufriste.
ANTÍGONA: Aquí estas yacente.
ISMENE: Mataste.
ANTÍGONA: Salga mi lamento.
ISMENE: Mis lágrimas salgan.
ANTÍGONA: ¡Ay!
ISMENE: ¡Ay!
ANTÍGONA: Mi corazón delira en gemidos.
ISMENE: Dentro del pecho mi corazón gime.
ANTÍGONA: ¡Ay, ay, de ti, merecedor de todo mi llanto!
ISMENE: ¡Y tú por tu parte también del todo infeliz!
ANTÍGONA: Pereciste a mano de uno de los tuyos.
ISMENE: Y a uno de los tuyos diste la muerte.
ANTÍGONA: Dos veces se puede decir.
ISMENE: Dos veces se puede aquí ver.
ANTÍGONA: Cerca de tales dolores se dice y se ve.
ISMENE: Cerca se hallan estas hermanas de sus hermanos.
CORO: ¡Ay, Moira[102], causante de penas, que abrumadores dones concedes, y augusta sombra de Edipo, Erinis negra, sí, eres un ser muy poderoso! ¡Ay! ¡Ay! Sufrimientos penosos de ver puso ante mis ojos al volver del destierro. Apenas llegó cuando mató, pero, salvado, perdió la vida. Pereció, sí, éste. Y a éste se llevó. ¡Desgraciada estirpe! ¡Sufridora de miles desgracias! ¡Penosos funerales de idéntico nombre![103] ¡Empapados de los sufrimientos que han atacado en tres ocasiones![104] ¡Ay, Moira, causante de penas, que abrumadores dones concedes, y augusta sombra de Edipo, Erinis negra, sí, eres un ser muy poderoso!
ANTÍGONA: Tú la conoces, pasaste por ella.
ISMENE: Y tú la aprendiste en el mismo momento.
ANTÍGONA: Tan pronto volviste a nuestra ciudad.
ISMENE: Alanceando a éste.
ANTÍGONA: Funesto es decirlo.
ISMENE: Y funesto verlo.
ANTÍGONA: ¡Ay, pena!...
ISMENE: ¡Ay, desgracias!...
ANTÍGONA: ¡ …para nuestra casa!
ISMENE: ¡ …y nuestra tierra!
ANTÍGONA: ¡Y para mí más que para nadie!
ISMENE: ¡Y más para mí!
ANTÍGONA: ¡Ay, ay, soberano, por nuestras penosas desgracias!
ISMENE: [105].
ANTÍGONA: [106].
ISMENE: ¡Oh Eteocles, jefe de nuestra familia!
ANTÍGONA: ¡Ay! ¡Sois los más desdichados de todos los hombres!
ISMENE: ¡Ay! ¡Estaban poseso por la deidad que ciega la mente![107]
ANTÍGONA: ¡Ay! ¿Dónde los enterraremos?
ISMENE: ¡Ay! En el sitio que sea más honroso.
ANTÍGONA: ¡Ay, ay! ¡Descanse este dolor junto a su padre![108]
Inicia el cortejo su lenta salida de escena, cuando un heraldo llega y detiene su marcha.
HERALDO: Debo anunciaros el parecer del Consejo del Pueblo de esta ciudad de Cadmo. Decretó que a éste, a Eteocles, por su amor al país, se le sepulte en una fosa cavada con amor en nuestra tierra, porque escogió la muerte en la ciudad defendiéndola del enemigo. Puro y sin tacha respecto a los ritos de nuestros abuelos, ha muerto allí donde es bello para un joven morir. Así se ha ordenado hablar sobre éste. En cambio, a su hermano, a este cadáver de Polinices, se ha decretado arrojarlo fuera y dejarlo insepulto como botín para los perros, porque hubiera sido el destructor de este país de los cadmeos, si un dios no se hubiera opuesto a su lanza. Aunque no haya logrado su intento por haber muerto, se habrá ganado la mancha que constituye la ofensa que hizo a los dioses de nuestros abuelos. Los ofendió al lanzar al ataque un ejército de gente extranjera con que intentaba conquistar la ciudad. Por ello, ha sido general parecer que éste reciba el castigo debido con la ignominia de ser devorado por aves alígeras, y que no lo acompañen amigos que con sus manos le erijan un túmulo, ni se le rindan fúnebres honras con lamentos de tonos agudos y que se le prive de los honores del funeral séquito de sus amigos. Tales decisiones, tomó el poder actual de los cadmeos.
ANTÍGONA: Pues yo les digo a los gobernantes de los cadmeos que, si ningún otro quisiera ayudarme a enterrarlo, yo lo enterraré y arrostraré el peligro de dar sepultura a mi hermano, sin avergonzarme de mi resistencia desobediente a los que mandan en la ciudad. Terrible es la entrada común de donde nacimos, de mi infeliz madre, y la procedencia de mi desdichado padre. Por eso, alma mía, pon tu voluntad al servicio del que ya no la tiene y participa de sus infortunios. Vive para el muerto con un verdadero corazón de hermana. No van a devorar sus carnes los lobos de vientre famélico. ¡No lo piense nadie! Antes, al contrario, aun siendo mujer, una fosa y túmulo voy a procurarle. Me lo llevaré entre los pliegues de mi veste de lino y yo sola lo enterraré. Que nadie imagine lo contrario. Mi resolución hallará algún medio de hacerlo.
HERALDO: Te lo advierto: no violentes en eso a la ciudad.
ANTÍGONA: Te lo advierto: no me vengas con proclamas absurdas.
HERALDO: Riguroso es un pueblo que escapó de un desastre.
ANTÍGONA: Sé riguroso; pero este cadáver no se va a quedar insepulto.
HERALDO: ¿Pero al que la ciudad odia vas a honrarlo con la sepultura?
ANTÍGONA: Aún no han dictado sobre él su sentencia los dioses.
HERALDO: No la dictaron hasta el momento en que puso en peligro nuestro país.
ANTÍGONA: Fue maltratado y respondió, a su vez, con maltratos.
HERALDO: Pero contra todos era su empresa, en lugar de contra uno solo.
ANTÍGONA: …
HERALDO: Entre los dioses es Discordia la última en decir su palabra.
ANTÍGONA: Pero yo lo voy a enterrar. No andes gastando más palabras.
HERALDO: Proyecta a tu gusto. Yo te lo prohíbo.
CORO: ¡Ay, dolor! ¡Oh Erinis altivas y destructoras de las estirpes, deidades de muerte que así, de raíz, aniquilasteis al linaje de Edipo!, ¿qué debo sufrir? ¿Qué hacer? ¡Qué pensar? (El Coro se dirige al cadáver de Polinices.) ¿Cómo osaré no llorarte y acompañarte hasta la tumba? Pero estoy asustada y me contengo por temor a los ciudadanos. (Al cadáver de Eteocles.) Tú, al menos, tendrás muchos que te lloren, pero aquél, sin lamentos, con el único canto fúnebre de una hermana, se irá de aquí. ¿Quién lo podría creer?
SEMICORO 1: Castigue la ciudad o no castigue a los que lloran a Polinices, pues nosotras como acompañantes en el duelo, iremos y participaremos en el sepelio, que esta pena le duele a toda nuestra raza, y, en cambio, la ciudad aplaude las acciones que son justas en unas ocasiones y en otras no lo hace.
SEMICORO2: Nosotras, al contrario, con éste nos iremos, conforme de consuno lo aprueba la ciudad y la justicia, ya que, después de las deidades y del poder de Zeus, fue éste sobre todo el que salvó a la ciudad de los cadmeos de que fuera vencida e inundada por olas de soldados extranjeros.
Salen de escena ambos cortejos.
FIN DE
SIETE CONTRA TEBAS.
[1] Los siete contra Tebas es la tercera parte de una trilogía cuyas dos primeras tragedias eran, respectivamente Layo y Edipo. Acompañábalas un drama satírico intitulado la Esfinge, que, como se puede conocer, tenía alguna relación con el asunto de la segunda parte. Esta tetralogía valió a Esquilo el triunfo de la Olimpíada LXXVIII, siendo arconte Teogénides; frisaba entonces nuestro trágico con los cincuenta y ocho años. Nada se conserva de Layo ni de Edipo; algún que otro fragmento que ha llegado a nosotros es tan insignificante, que no merece ser apuntado siquiera. Es de conjeturar que en ellas se desenvolvería la sangrienta y tremenda historia de los hijos de Lábdaco, según la tradición trágica que se ajusta un tanto a la épica por los poemas de la Tebaida, los Epígonos, la Edipoidea, la Iliada y la Odisea.
[2] No obstante que los índices no hablan más que de un Heraldo, nosotros entendemos que por razón de su oficio son dos personajes distintos los que anuncian, respectivamente, el suceso de la batalla y el decreto de la ciudad privando de sepultura a Polinices. Lo mismo decimos de la presencia del pueblo tebano en la escena, que no admite duda.
[3] Ciudad de Beocia fundada por el fenicio Cadmo, que no hay que confundir con Tebas de Egipto.
[4] Cadmo es el fundador mítico de la ciudad de Tebas.
[5] En la literatura griega es frecuente la metáfora de la nave para referirse al Estado.
[6] Eteocles está hablando metafóricamente: los himnos, en caso de fracaso, son las críticas o reproches al gobernante.
[7] Los tebanos. Ver n. 1.
[8] Los cadmeos, según el mito, nacieron de la tierra, cuando, por consejo de Atenea, Cadmo sembró los dientes del dragón que custodiaba la fuente de Ares.
[9] Tiresias.
[10] En el que quemar las víctimas.
[11] Diosa de la guerra, considerada hija, madre o hermana de Ares, en cuyo séquito figura.
[12] Personificación del miedo. Acompaña a Ares en el campo de batalla.
[13] Tirado por el caballo Arión, hijo de Poseidón y Deméter. Su condición de inmortal y su rapidez garantizaban el regreso del carro a Argos.
[14] Esto es, cuando van a atacar.
[15] Esquilo usa aquí el mismo procedimiento expresivo de la aproximación que en otros lugares (ver n. 41 a Las Suplicantes): imágenes visuales —polvareda, espuma de los caballos—, y después, sensación auditiva —gritería de los argivos—.
[16] La enálage, como en otros lugares, está en el original griego.
[17] Tierra: deidad nacida después que Caos. Madre y esposa de Urano.
[18] Diosas violentas encargadas del castigo de los homicidas —incluso casuales—, principalmente si la muerte se produce en el seno de la misma familia. Se representan aladas, con serpientes en la cabellera y antorchas o látigos en las manos. En el texto la Erinis es la encargada de dar cumplimiento a la maldición que Edipo pronunció contra sus hijos, Eteocles —el defensor de Tebas— y Polinices —el sitiador—.
[19] El hogar donde tiene lugar el culto familiar.
[20] La relación entre los dioses y los hombres es casi contractual: dout des. En Las Troyanas de Eurípides (vv. 25-27), Poseidón dice que abandona Troya y sus altares porque, cuando se adueña de una ciudad la desolación, enferma el culto de los dioses, que ya no reciben honores.
[21] Por sinestesia, acerca el ruido mediante la sensación visual.
[22] Ares es padre de Harmonía, esposa de Cadmo, el fundador de Tebas.
[23] En el contexto bélico en que está la palabra lóchon, que traducimos por «batallón», forma contraste con el miedo que sufre el Coro.
[24] En actitud de ataque.
[25] Poseidón, dios de las aguas, es hermano de Zeus. Se le representa armado con el tridente y montado en un carro tirado por animales con mezcla de caballo y serpiente.
[26] Afrodita. Diosa del amor. Nació, según una versión del mito, de los genitales de Urano, cortados por Cronos, que, al caer al mar, dieron origen a la diosa. Afrodita fue llevada recién nacida por los Céfiros a la isla de Citerea y luego a Chipre, de donde proceden los epítetos de Citerea y Cipris. Con Ares tuvo a Harmonía, esposa de Cadmo.
[27] Uno de los animales consagrados a Apolo era el lobo, que a veces se le ofrecía en sacrificio y figuraba en monedas junto a la imagen del dios. A esto se debe probablemente el epíteto «Licio», usado a veces como nombre. Aquí lo traducimos por «Lobuno», para conservar el juego de palabras.
[28] Artemis. Hermana gemela de Apolo. Hija de Zeus y Leto. Nació la primera y asistió a su madre en el parto de Apolo. Es la diosa virgen de la caza.
[29] Hera es la más poderosa de las diosas olímpicas, hermana y esposa de Zeus, diosa del hogar y del matrimonio.
[30] No compartimos las traducciones habituales que consideran epálxeon como punto de llegada de las piedras lanzadas. Creemos que tal interpretación no se justifica ni con la sintaxis ni con la realidad de un asedio.
[31] La victoria, personificada.
[32] Epíteto de Atenea en Tebas.
[33] No se trata de lengua distinta, sino de una diferencia dialectal. Ahora bien la impresión que produce en el enemigo el atacante es la causa de ese alejamientos: el enemigo habla otro idioma. No estaba lejos la experiencia ateniense del ataque de los persas.
[34] Los dioses.
[35] La irritación de Eteocles se manifiesta no solo en el contenido de sus expresiones, sino en la misma expresión: dos formas que pretenden comunicar una orden interrogativamente —¿ouk es phthóron? ¿ouk sigos’ anaschései táde? — se funden en una sola interrogación.
[36] Con esa manera de pensar y obrar, quiere decir Eteocles.
[37] Esposa de Lico, rey de Tebas, que atormentó a Antíope.
[38] Como ya hemos indicado, preferimos la lectura de Bücheler. Hay que tener en cuenta que el Coro está imaginando la batalla: asalto y defensa. Cf. n. 27.
[39] Tetis, hija de Urano y Tierra, tuvo, de Océano, más de tres mil hijos, todos ríos.
[40] Los atacantes.
[41] Rey legendario de Tebas.
[42] Las viviendas de los vencedores.
[43] Amargos, porque se trata de violaciones.
[44] Metáfora basada en la rapidez con que gira el eje de un vehículo dentro de los cubos de sus ruedas.
[45] Yerno de Adrasto, cuñado de Polinices y padre del héroe homérico Diomedes.
[46] Rey mítico de Tirinto, que cambió su reino con Perseo por el de Argos.
[47] Anfiarao.
[48] En realidad, fue una lucha intestina la que produjo la muerte de los hombres nacidos de los dientes del dragón. Solo cinco de ellos se salvaron, de alguno de los cuales es descendiente Melanipo.
[49] La tierra beocia.
[50] Argivo. Es el hijo de Hipónoco. Su hijo Esténelo habría de participar en la guerra de Troya.
[51] Según otra versión del mito, la madre de Harmonía es Electra, una Pléyade.
[52] La fanfarronería de Capaneo, además de la que se deriva de la fortaleza de Polifonte.
[53] El arnés protector de la cabeza del caballo tenía unos tubos para permitir la respiración del animal.
[54] Un hoplita, con sus armas de ataque y defensa.
[55] Eteoclo y el hoplita representado en el escudo.
[56] Hijo de una hermana de Adrasto. Cuenta PAUSANIAS (11 205 y 368; X 10, 3) que los naturales de Lerna le mostraron las ruinas del castillo que habitaba.
[57] Son muchas las variaciones míticas sobre el gigante Tifón. Zeus lo fulminó, y Tifón quedó en las entrañas del volcán Etna.
[58] En el mito se concebía a Tifón rodeado de víboras de cintura para abajo.
[59] Atenea y Tifón son enemigos.
[60] Bien porque Hermes protegió a Zeus, cuando al principio lo venció Tifón, bien porque Hermes es el intérprete de la voluntad de Zeus, bien porque, al ser venerado Hermes en las encrucijadas de los caminos, presidirá el encuentro de ambos guerreros.
[61] Dios del viento que sopla del Norte, donde estaría situada la puerta.
[62] Anfión y su hermano gemelo Zeto, tras vengarse de su tío Lico y de su esposa Dirce, reinaron en Tebas y construyeron sus murallas
[63] Atalanta, expuesta por su padre en un monte al nacer, fue amamantada allí por una osa. Atalanta se dedicaría después a la caza en los bosques.
[64] «Parteno» —contenido en Partenopeo— significa «virgen».
[65] Alusión a la Esfinge de la que Edipo libró a Tebas.
[66] Cuando Partenopeo se cubra con el escudo de los dardos que le lancen los defensores de Tebas.
[67] Meteco es el extranjero domiciliado en una ciudad distinta de la que nació o es ciudadano.
[68] Aunque Anfiarao sabe que ellos fracasarán, toma parte en la expedición por fidelidad a su palabra: había pactado con su cuñado Adrasto que, en cualquier diferencia que tuvieran, se someterían al arbitraje de Erifila —su esposa, y hermana de Adrasto—, que decidió la intervención en la guerra.
[69] En Tebas se adoraba a Zeus Homoloio.
[70] Los mitos atribuyen muchas muertes a Tideo: la de su tío Alcátoo, de la que purificó Adrasto, con cuya hija Deípile se casaría; las de numerosos tebanos con ocasión de una embajada antes de esta guerra; incluso la de Ismene, hermana de Eteocles y Polinices.
[71] Texto corrupto.
[72] Anfiarao juega con la significación de Poly-níkes «muchas-querellas».
[73] Hay aquí como una cierta anticipación de la doctrina socrática que identifica virtud y conocimiento.
[74] De acuerdo con Page, consideramos auténtico este verso.
[75] Apolo, que le había concedido el don profético, por lo que Anfiarao sabía de antemano que la expedición iba a fracasar.
[76] Esto es, «prudente».
[77] Tres fueron las imprecaciones de Edipo sobre Eteocles y Polinices por la impiedad con que lo trataron después de conocer su incesto: 1) que no tuvieran paz ni vivos ni muertos; 2) que se mataran mutuamente; 3) que se repartieran su herencia espada en mano.
[78] Permanece para siempre por no existir posibilidad de expiarla, dada su gravedad.
[79] Río de los lamentos, afluente del Aqueronte, una parte de las aguas que han de atravesar las almas de los muertos antes de llegar al Hades.
[80] Ahora su vida está mediatizada ritualmente por las maldiciones paternas, y emocionalmente por las consecuencias subjetivas de esas maldiciones.
[81] Por metonimia: «espada». Los cálibes, descendientes de Ares, eran considerados como buenos herreros e inventores del acero. Habitaban al Sur del Mar Negro.
[82] País, de límites imprecisos, al NE. de Europa y NO. de Asia, de donde se decía que procedían los cálibes.
[83] Se refiere a la imposibilidad de purificación ritual. Cf. n. 77.
[84] Layo, hijo de Lábdaco y nieto de Cadmo, no tenía hijos. Acudió tres veces al oráculo y las tres veces se le profetizó que, si llegaba a tener un hijo, éste lo mataría y llegaría a ser la ruina de Tebas.
[85] Derivado de Pitón, el dragón que hubo de matar Apolo para posesionarse del antiguo oráculo de Temis en Delfos.
[86] Delfos, donde estaba el templo de Apolo, era considerado el centro del mundo.
[87] Al nacer Edipo, Layo lo confió a un pastor suyo para que lo matara, pero éste lo entregó a otro de Pólibo, rey de Corinto. Con el tiempo, Edipo encuentra a Layo y, sin saber que es su padre, lo mata. Edipo llega a Tebas, la libera de la Esfinge y se casa con Yocasta, su madre y esposa de Layo.
[88] Layo y Yocasta.
[89] Los ciudadanos de Tebas.
[90] La humanidad en general.
[91] Deidad que producía la muerte. Usado aquí por metonimia: «la Esfinge», que daba muerte a cuantos no resolvían un enigma que les proponía.
[92] Una de las maldiciones sobre sus hijos la profirió Edipo cuando, en un banquete, con intención de ultrajarlo, le sirvieron huesos en lugar de carne.
[93] De cada mes.
[94] Zeus.
[95] Nuestra conjetura sigue la misma pauta: jugar con la etimología de Eteocles como en el texto conservado se juega con la de Polinices. Cf. n. 70.
[96] Esto es, no como la preocupación que se derivaba del conocimiento de las maldiciones de Edipo.
[97] El reino de Hades.
[98] Cf. vv. 712-719.
[99] Eteocles y Polinices acordaron inicialmente turnarse en el poder año tras año. La guerra se origina cuando —no hay datos concretos de las causas— Eteocles detenta el poder y destierra a Polinices.
[100] El mediador es Ares —la guerra—; los amigos de los príncipes, el Coro.
[101] Con esta hipérbole —el Coro siente más dolor que las hermanas de los muertos—, se destaca la importancia y consecuencias políticas de estas muertes.
[102] Deidad que reparte los destinos entre los seres humanos. Ese destino o hado es superior incluso a los dioses.
[103] El de hermanos.
[104] Referencia a tres momentos luctuosos para la estirpe de Edipo: 1) muerte de Layo; 2) incesto de Edipo y sus consecuencias; 3) muerte de los hijos varones de Edipo en lucha fratricida.
[105] Falta verso dirigido a Eteocles.
[106] Falta verso dirigido a Polinices.
[107] Por Ate.
[108] Según este texto, la tumba de Edipo no estaría en Colono —versión de Sófocles—, sino en Tebas.
Habiendo robado Prometeo[1], y puesto en manos de los hombres el fuego divino, con el cual inventaron todas las artes, airado Zeus[2], entrególe a la fuerza y la violencia, sus ministros, y a Hefesto[3] para que le llevasen al monte Cáucaso y le amarrasen a sus rocas con férreas cadenas. Hecho esto así, lléganse a consolarle todas las ninfas oceánidas y el océano mismo, el cual le dice que corre a suplicar a Zeus y persuadirle a que le suelte de los hierros que le aprisionan. No le deja Prometeo que lo haga, sabedor de lo inflexible y cruel de la condición del nuevo rey de los inmortales. Con esto el Océano se retira, y a poco llega errante la hija de Inaco[4], Io, quien oye de su boca la relación de sus propias desventuras; cuáles ha sufrido, cuáles sufrirá aún; cómo con blanda caricia de Zeus dará a luz a Epafo, y cómo, en fin, uno de sus descendientes, el divino Heracles, habrá de libertar a Prometeo de sus tormentos. Mas como éste añada con atrevida lengua que Zeus ha de ser derribado de su alta potestad a manos de uno de sus hijos, y lance contra él otras blasfemas palabras, desciende Hermes[5] por orden del padre de los dioses, amenazándole con el rayo si no declara qué ha de acontecerle en lo porvenir. Niégase a ello el amenazado; retumba el trueno; abre el rayo las entrañas de la roca, y Prometeo desaparece entre sus ruinas. La escena de la tragedia se supone sobre el monte Cáucaso en la Escitia, y el título es: Prometeo, encadenado.
Personajes:
La Fuerza y La Violencia
Hefesto.
Prometeo.
El Océano.
Hermes.
Io, hija de Inaco.
Coro de ninfas oceánidas.
La escena es en una montaña de la Escitia.
(Entran en escena Fuerza y Violencia conduciendo a Prometeo Encadenado. Detrás viene Hefesto con utensilios de herrero.)
FUERZA: Estamos llegando al suelo de una tierra lejana, en la frontera escita, lugar desierto no hollado nunca por seres humanos. Así que, Hefesto, ya debes ocuparte de las órdenes que te dio tu padre: sujetar fuertemente en estas altas y escarpadas rocas a este bandolero mediante los irrompibles grilletes de unas fuertes cadenas de acero. Porque tu flor, el fulgor del fuego[6] de donde nacen todas las artes, la robó y la entregó a los mortales. Preciso es que pague por este delito su pena a los dioses, para que aprenda a soportar el poder absoluto de Zeus y abandone su propensión a amar a los seres humanos.
HEFESTO: Fuerza y violencia, la orden que a ambos Zeus os diera llega a su fin y ya nada os detiene. Pero yo carezco de audacia para encadenar con violencia a una deidad que es mi pariente[7] a este precipicio tempestuoso. No obstante, es forzoso de todo punto que yo tenga arrojo para realizarlo, que es grave el andar remiso en cumplir las órdenes de mi padre. ¡Oh tú, muy inteligente hijo de Temis —autora de buenos consejos—, aunque ni tú ni yo lo queramos, voy a clavarte con cadenas de bronce imposible de desatar a esta roca alejada de los seres humanos, donde ni voz ni figura mortal podrás ver, sino que, abrasado por la brillante llama del sol, cambiarás la flor de tu piel! Placentero será para ti, cuando la noche cubra la luz con su manto de estrellas y que el sol evapore el rocío del amanecer. Pero siempre te consumirá el dolor del tormento de continuo presente, pues aún no ha nacido el que ha de librarte[8]. ¡Esto has sacado de tu inclinación a la humanidad! Sí. Eres un dios que, sin encogerte ante la cólera de los demás dioses, has dado a los seres humanos honores, traspasando los límites de la justicia. Por eso montarás guardia en esta roca desagradable, siempre de pie, sin dormir, sin doblar la rodilla. Muchos lamentos y muchos gemidos proferirás inútilmente, que es inexorable el corazón de Zeus y riguroso todo el que empieza a ejercer el poder.
FUERZA: ¡Vamos! ¿Por qué tardas y te apiadas en vano? ¿Por qué no aborreces al dios más odiado por todos los dioses, al que entregó a los mortales tu privilegio?
HEFESTO: Tiene mucha fuerza el parentesco al que se une el trato amistoso.
FUERZA: Estoy de acuerdo. ¿Pero de qué modo será posible desobedecer las órdenes de tu padre? ¿No temes más eso?
HEFESTO: ¡Siempre has sido un ser despiadado y falto de escrúpulos!
FUERZA: Porque no tiene ningún remedio llorar por éste. No te esfuerces tú en vano en lo que no produce ningún provecho.
HEFESTO: ¡Ay, oficio mío!, ¡cuánto te odio![9].
FUERZA: ¿Por qué lo odias? Porque, en resumen, tu oficio no tiene la culpa de tu pena actual.
HEFESTO: Con todo, hubiera debido tocarle a otro cualquiera.
FUERZA: Todo es molesto, salvo imperar sobre los dioses, porque no hay nadie realmente libre, excepto Zeus.
HEFESTO: Lo sé. Nada tengo que objetar a eso.
FUERZA: Date prisa, entonces, en encadenarlos, para que tu padre no vea que andas reacio.
HEFESTO: Ya puede ver la cadena en mis manos.
Dada la corpulencia de Prometeo, Hefesto tiene que trepar por las rocas para cumplir su cometido.
FUERZA: Cuando le hayas atado los brazos, dale al martillo con toda tu fuerza y déjalo clavado a las rocas.
Hefesto hace lo que le dice Fuerza.
HEFESTO: Mi tarea, y no en balde, llega a su fin.
FUERZA: Golpea con más fuerza. Apriétalo bien. No lo dejes flojo por ningún lado, pues es astuto para hallar salida incluso cuando es imposible.
HEFESTO: Este codo ha quedado sujeto de modo que es imposible que se desate.
FUERZA: Ahora, asegura este otro también, para que aprenda que a pesar de ser sabio es más torpe que Zeus.
HEFESTO: Nadie podría hacerme con justicia reproches, excepto éste.
FUERZA: Ahora, con fuerza, clávale el pecho de parte a parte con la fiera mandíbula de una cuña de acero.
HEFESTO: ¡Ay, Prometeo, gimo por tus penas!
FUERZA: ¿Andas vacilando y profieres gemidos por un enemigo de Zeus? ¡Ten cuidado, no sea que un día gimas por ti mismo!
HEFESTO: Tienes a la vista un espectáculo penoso de ver.
FUERZA: Lo que veo es que éste está teniendo su merecido. ¡Vamos! Colócale un cincho en torno a los flancos.
HEFESTO: Forzoso es hacerlo. ¡No me instigues tanto!
FUERZA: ¡Te instigaré y, además de eso, te azuzaré! ¡Baja ahora aquí! ¡Sujétale las piernas con fuerza con unas anillas!
HEFESTO: Ya está hecho este trabajo sin demasiado esfuerzo.
FUERZA: Golpea ahora con fuerza esos grilletes bien apretados, que es muy severo el juez de tus trabajos.
HEFESTO: Conforme a tu figura, habla tu lengua.
FUERZA: Tú ablándate; pero no me reproches ni la firmeza ni lo áspero de mi carácter.
HEFESTO: Vámonos, que ya tiene entre redes sus miembros
FUERZA: (A Prometeo.) Obra aquí ahora con insolencia. Roba a los dioses sus privilegios y entrégaselos a seres efímeros. ¿Qué sufrimiento de éstos te pueden quitar los mortales? Prometeo te llaman los dioses, pero usan un nombre que no te cuadra[10], ya que careces de previsión para ver de qué modo te librarás tú solo de este artificio.
Se marchan Hefesto, Fuerza y Violencia.
PROMETEO: ¡Oh divino éter y vientos de rápidas alas, fuentes de los ríos, abundante sonrisa de las olas marinas! ¡Y tú, tierra, madre universal! ¡También invoco al disco del sol, que todo lo ve! ¡Ved qué sufrimientos padezco — ¡yo, que soy un dios! — impuestos por las deidades! ¡Mirad con qué clase de ultrajes desgarradores he de luchar penosamente por un tiempo de infinitos años! ¡Tal es la infame condena que inventó contra mí el nuevo jefe de los felices![11]. ¡Ay, ay! ¡Me lamento por el presente y futuro dolor! ¿De qué modo algún día debe surgir el fin de estas penas? ¿Pero qué digo? Sé de antemano con exactitud todo el futuro, y ningún daño me llegará que no haya previsto. Debo soportar del modo más fácil que pueda el destino que tengo asignado, porque conozco que es invencible la fuerza del Hado. Pero no me es posible ni callar ni dejar de callar este infortunio, pues — ¡desgraciado de mí! — por haber facilitado un privilegio a los mortales, estoy bajo el yugo de estas cadenas. Sí. Dentro de una caña robé la recóndita fuente del fuego que se ha revelado como maestro de todas las artes y un gran recurso para los mortales. Y por esta falta sufro el castigo de estar aherrojado mediante cadenas a cielo abierto. ¡Ah, ah! ¿Qué rumor, qué perfume invisible ha llegado volando hasta mí? ¿Viene de un dios, de un mortal o de un ser mixto de ambos, que ha llegado hasta el peñascal del fin del mundo? ¿Viene a contemplar mis penas o qué es lo que quiere? ¡Vedme aquí encadenado: a un dios desdichado enemigo de Zeus! Me he concitado la aversión de todos los dioses que tienen acceso al palacio de Zeus por mi amor excesivo a los mortales. ¡Ay, ay! ¿Qué aleteo de aves estoy escuchando cerca de mí? Hay en el aire un suave silbo de batir de alas. ¡Horror me causa cuanto se me acerca!
Llegan las Oceánides en un carro alado.
CORO: Nada temas, porque es amiga esta bandada que, rivalizando en ligereza de vuelo, llegó a este peñasco, luego de persuadir a duras penas el corazón de nuestro padre. Nos han traído las auras veloces. El eco de golpes sobre el acero penetró en el fondo de mi caverna y disipó la gravedad de mi pudor, así que, descalza, me puse en camino en mi carro alado.
PROMETEO: ¡Ay, ay, ay, ay!, nacidas de Tetis la muy fecunda[12], hijas de Océano cuya insomne corriente gira incesante abrazando en círculo la tierra entera, ved, contemplad con qué cadenas sujeto a la cima rocosa de este precipicio, he de hacer una guardia que no excitaría la envidia de nadie.
CORO: Viéndote estoy, Prometeo, y una niebla medrosa preñada de lágrimas ha nublado mis ojos al ver marchitarse tu cuerpo en la roca con ese ultraje de estar atado con nudos de acero. Sí; nuevos pilotos tienen el poder en el Olimpo; y con nuevas leyes, sin someterse a regla ninguna, Zeus domina y, a los colosos de antaño, ahora él los va destruyendo.
PROMETEO: ¡Ojalá que él me hubiera arrojado bajo la tierra, más hondo que el Hades que acoge a los muertos, al Tártaro sin salida, luego de haberme atado de modo feroz con lazos que no se pudieran soltar, para que ningún dios ni otro ser alguno hubiera gozado con este espectáculo. Ahora, en cambio, sufro — ¡ay de mí, desgraciado! — ser un cuerpo a merced del viento, ¡una irrisión para mis enemigos!
CORO: ¿Qué dios tendrá un corazón tan insensible que disfrute con esto? ¿Quién no comparte la indignación por tus desgracias, aparte de Zeus? Su rencor incesante ha hecho inflexible su mente y somete a su arbitrio a la estirpe de Urano[13], y no acabará hasta que sacie su corazón o hasta que alguien con mano astuta le arrebate su imperio inexpugnable.
PROMETEO: Pues bien, todavía, aunque yo esté sufriendo infamante tortura preso en estos potentes lazos, va a necesitarme el rey de los dioses, para que yo le revele un nuevo proyecto en virtud del cual será despojado de cetro y honores. Mas ni siquiera con los ensalmos dulcemente armoniosos de Persuasión[14] me ablandará, ni por horror de sus duras conminaciones voy a denunciarlo antes de que él consienta en soltarme de estas feroces cadenas y en sufrir el castigo por este ultraje.
CORO: Tú, siempre audaz, en nada cedes, incluso en medio de amargos dolores; antes, al contrario, usas un lenguaje demasiado libre. Penetrante medio ha sobresaltado mi corazón. Temo por tu suerte y me pregunto de qué modo un día debes llegar a puerto seguro para ver el fin de estas penas, pues el hijo de Cronos[15] tiene un carácter inaccesible y un corazón inexorable.
PROMETEO: Sé que es duro y que dispone a su capricho de la justicia. No obstante, algún día mitigará sus decisiones, cuando se sienta ultrajado de esa manera[16]. Y cuando haya calmado su crudo rencor, llegará presuroso a la amistad y alianza conmigo, que también estaré pronto a ello.
CORIFEO: Revélanos todo y danos a conocer por qué delito te apresó Zeus y así te maltrata deshonrosa y amargamente. Cuéntanoslo, a menos que con tu relato recibas alguna molestia.
PROMETEO: Incluso decirlo me es doloroso, pero callar es un dolor, una desgracia, de todas formas. Tan pronto empezaron a airarse los dioses y a levantarse entre ellos discordia —porque los unos querían derrocar a Cronos de su poder, con el fin de que Zeus reinara, mientras que otros, por el contrario, ponían su interés en que nunca Zeus tuviera imperio sobre los dioses—, en ese momento yo decidí convencer de lo mejor a los Titanes, a los hijos de Urano y de Tierra[17], pero no pude. Con su forma de pensar violenta despreciaron mis sutiles recursos, y creyeron que por la fuerza sin dificultad se harían los amos. Pero mi madre —Temis y Tierra, única forma con muchos nombres—[18], no una vez sola había predicho de qué manera se cumpliría el porvenir: que no debíamos vencer por la fuerza ni con violencia a quienes se nos enfrentaran, sino con engaño. Cuando con mis palabras yo les expuse tal predicción, no se dignaron siquiera considerarlo. Me pareció entonces que, en esas circunstancias, era lo mejor tomar a mi madre como aliada y de grado ponerme de parte de Zeus, que lo deseaba; y, por mis consejos, el tenebroso, profundo abismo del Tártaro cubre al viejo Cronos y a sus aliados[19]. Y después que el rey de los dioses obtuvo de mí tal beneficio, me ha recompensado con este castigo cruel. Sí, en cierto modo ése es un mal de la tiranía: no confiar en los propios amigos. Lo que preguntáis, la causa por qué me atormenta, os la aclararé. Tan pronto como él se sentó en el trono que fue de su padre, inmediatamente distribuyó entre las distintas deidades diferentes fueros, y así organizó su imperio en categorías, pero no tuvo para nada en cuenta a los infelices mortales; antes, al contrario, quería aniquilar por completo a esa raza y crear otra nueva. Nadie se opuso a ese designio, excepto yo. Yo fui el atrevido que libré a los mortales de ser aniquilados y bajar al Hades. Por ello, estoy sometido a estos sufrimientos, dolorosos de padecer, compasibles cuando se ven. Yo, que tuve compasión de hombres, no fui hallado digno de alcanzarla yo mismo, sino que sin piedad de este modo soy corregido, un espectáculo que para Zeus es infamante.
CORIFEO: Prometeo, tendría de hierro el corazón y él mismo estaría hecho de piedra quien por tus penas no compartiera contigo su indignación. No hubiera querido yo verlas, pues cuando las vi el corazón se me partió.
PROMETEO: Sí. Inspiro piedad a mis amigos solo de verme.
CORIFEO: ¿Fuiste acaso aún más lejos?
PROMETEO: Sí. Hice que los mortales dejaran de andar pensando en la muerte antes de tiempo.
CORIFEO: ¿Qué medicina hallaste para esa enfermedad?
PROMETEO: Puse en ellos ciegas esperanzas.
CORIFEO: ¡Gran beneficio regalaste con ello a los mortales!
PROMETEO: Y además de esto les concedí el fuego.
CORIFEO: ¿Y tienen ahora la roja llama del fuego los seres efímeros?
PROMETEO: Gracias a él aprenderán numerosas artes.
CORIFEO: Por esos delitos, Zeus…
PROMETEO: …me martiriza y en modo alguno afloja mis males.
CORIFEO: ¿No se ha fijado con antelación el punto en que ha de acabar tu tormento?
PROMETEO: No hay ningún otro, sino cuando a Zeus le parezca bien.
CORIFEO: ¿Y cómo va a parecerle bien? ¿Qué esperanza hay de ello? ¿No ves que faltaste? Pero no es de placer para mí decir que faltaste, y para ti es doloroso. Dejemos eso. Busca alguna liberación de la prueba que sufre.
PROMETEO: Es cosa fácil para el que está libre de penas aconsejar y hacer reflexiones a los que sufren. Bien sabía yo todo eso. De grado, de grado falté. No voy a negarlo. Por ayudar a los mortales, encontré para mí sufrimientos. Sin embargo, no me imaginaba que habría de consumirme en este roquedal escarpado, en esta desierta cima rocosa. No lloréis mis presentes dolores. Bajad al suelo y escuchad los infortunios que se aproximan reptando hacia mí, para que os enteréis de todo hasta el fin. Convenceos y hacedme caso: sufrid con quien sufre en este momento, pues esto es así: el sufrimiento va errante y se aferra unas veces a uno y otras a otro[20]
CORO: Prometeo, nos has animado a lo que nosotros queríamos; así que ahora con pie ligero abandonamos este veloz carro y el santo éter, ruta de aves, para posarme en esta tierra que espanto produce, pues tengo deseo de oír tus penas punto por punto.
Mientras las Oceánides bajan del carro, llega Océano en un carro tirado por un grifo.
OCÉANO: Llego junto a ti, Prometeo, tras haber alcanzado el final de un largo camino, conduciendo con mi pensamiento, sin necesidad siquiera de bridas, este ave de rápidas alas[21]. Sufro contigo, sábelo bien, por tu infortunio, pues el parentesco —así lo creo— me fuerza a ello[22]. Y, aparte la estirpe común, no existe nadie de cuyo lado yo me pusiera antes que de ti. Vas a saber que esto es verdad y que no existe en mí la intención de hablarte con vanas lisonjas. Vamos, indícame en qué te debo ayudar. Nunca dirás que tienes un amigo más constante que Océano.
PROMETEO: ¡Vamos! ¿Qué es esto? ¿También vienes tú a ser espectador de mis penas? ¿Cómo osaste dejar la corriente que lleva tu nombre y las grutas techadas de piedra, para venir a esta región madre del hierro?[23]. ¿Has venido a contemplar mi infortunio y a indignarte conmigo por mis males? ¡Ve el espectáculo!: ¡aquí está el amigo de Zeus, el que le ayudó a instaurar su reinado! ¡Mira en qué clase de sufrimientos me estoy consumiendo por su voluntad!
OCÉANO: Ya lo estoy viendo, Prometeo y, aunque eres astuto, quiero aconsejarte lo mejor para ti. Toma conciencia de quién eres tú y ajusta tu forma de ser a nuevas maneras, pues, entre los dioses hay también un rey nuevo. Se sigues así, profiriendo ásperas y punzantes palabras, quizá, aunque tenga lejos se sede, más alto que tú, Zeus te oiga, con la consecuencia de que la tortura ahora presente de tus dolores podrá parecerte que es un juego de niños. Vamos, infeliz, depón la cólera que ahora tienes y ponte a buscar la liberación de estos sufrimientos. Quizá te parezca que digo antiguallas. Sin embargo, Prometeo, penas de esa clase suelen ser el fruto de una lengua en exceso altanera. Nunca, hasta la fecha, has sido humilde, ni tampoco cedes ante la desgracia, sino que quieres agregar otros nuevos a los males presentes. Usa de mí como de un maestro y no des coces contra el aguijón. Mira que el monarca es severo y que ejerce el poder sin necesidad de rendirle cuentas a nadie. Ahora me voy e intentaré liberarte, si puedo, de estos trabajos. Permanece tranquilo y procura hablar sin excesiva falta de mesura. ¿No sabes muy bien, a pesar de tu mucha sabiduría, que a una lengua imprudente se le aplica siempre el castigo?
PROMETEO: Te envidio por estar tú exento de culpa. Ya que no osaste participar en todo conmigo, déjalo ahora y no te preocupes. De todas formas no vas a persuadirlo. No se deja convencer fácilmente. Mira bien que no sufras tú mismo algún daño por este viaje.
OCÉANO: Eres mucho mejor para hacer entrar en razón a la gente que se acerca a ti que a ti mismo. Lo advierto en los hechos y no en las palabras. Ya que estoy en camino de hacerlo, no te opongas a ello. Presumo —sí—, presumo de que Zeus ha de concederme esta gracia de suerte que pueda librarte de estos trabajos.
PROMETEO: Te alabo en eso y jamás dejaré de alabarte, porque no te falta buena voluntad. Pero no te esfuerces, porque vas a tomarte molestias en vano sin ninguna utilidad para mí, si a esforzarte por mí te dispones. Antes, al contrario, tranquilízate y mantente alejado de este asunto. Ya que yo estoy sumido en el infortunio, no por esto voy a querer para otros muchos que les alcancen sufrimientos como los míos. No, desde luego. Ya me atormentan bastante las desdichas de mi hermano Atlas[24] que, por las regiones occidentales, permanece en pie sosteniendo sobre sus hombros la columna existente entre el cielo y la tierra, trabajo no fácil de soportar. También sentí compasión cuando vi subyugado por la violencia al fogoso Tifón, hijo de Tierra, destructor monstruoso de cien cabezas, habitante de grutas cilicias. Se había enfrentado a todos los dioses, silbando terror con sus horrendas quijadas. Brillaba en sus ojos el fulgor de una mirada aterradora, como si fuera a aniquilar con su violencia la realeza de Zeus. Pero le alcanzó el dardo de Zeus que siempre está alerta, el rayo que baja a la tierra exhalando fuego, y lo abatió terriblemente de sus jactancias de lengua altanera, pues, herido en las mismas entrañas, fue aniquilada por el rayo su fuerza y él quedó reducido a cenizas. Y por ahora, como algo inútil que se ha tirado, yace cerca de un estrecho marino, aprisionado en el fondo del Etna, en tanto que Hefesto, instalando en sus más altas cumbres, se dedica a la forja del hierro. De allí algún día reventarán ríos de fuego que devorarán con quijadas feroces los llanos campos de Sicilia, productora de excelentes frutos. ¡Tal será la cólera que hará hervir Tifón con los rayos ardientes de una terrible tempestad que exhalará, a pesar de estar ya carbonizado por el rayo de Zeus! No eres tú inexperto ni necesitas que yo sea tu maestro. Ponte ya a salvo como sabes hacerlo, que yo agotaré mi presente infortunio hasta que la mente de Zeus abandone su ira.
OCÉANO: ¿No sabes, Prometeo, que para un temple enfermo los únicos médicos son las palabras?
PROMETEO: Eso es así, si en el momento oportuno alguien procura apaciguar su corazón, en lugar de intentar desinflarlo cuando está hinchado por la pasión.
OCÉANO: ¿Ves acaso que exista algún daño en poner entusiasmo y arrojarse a ello? Explícamelo.
PROMETEO: ¡Vano trabajo y frívola simplicidad!
OCÉANO: Déjame que enferme de esa dolencia, que es muy ventajoso tener sensatez y parecer que no se tiene.
PROMETEO: Va a parecer que esa falta es cosa mía.
OCÉANO: Tus palabras me envían por las claras a mi casa de nuevo.
PROMETEO: Sí. No vaya a ser que esos lamentos tuyos por mí te hagan caer en enemistad.
OCÉANO: ¿Con quien hace poco que ocupa el trono todopoderoso?
PROMETEO: Guárdate, no sea que un día el corazón de ése de irrite contigo.
OCÉANO: Prometeo, tu desgracia me da una lección.
PROMETEO: ¡Márchate! ¡Vete! ¡Pon a salvo tu actual forma de pensar!
OCÉANO: Me has dado esos gritos cuando ya estoy marchándome, pues mi ave cuadrúpeda roza ya con sus alas el liso camino del aire y pronto en su establo doblará con gusto las patas para descansar.
Océano sale de escena.
ESTROFA: Lloro por ti, Prometeo, por tu funesto infortunio, y el llanto que cae de mis ojos es un río de lágrimas que con su húmeda fuente empapa mis tiernas mejillas. En estos sucesos lamentables, gobernando con sus propias leyes, muestra Zeus su poder arrogante a los dioses de antaño.
ANTÍSTROFA: Resuena ya la tierra entera llena de gemidos y <…> gimen por el magnífico honor tuyo y el de tus parientes que tanto prestigio gozó antiguamente. Y cuantos mortales habitan el suelo vecino de la sacra Asia sufren con los lastimeros sufrimientos tuyos.
ESTROFA: Y las vírgenes que habitan la tierra de Cólquide[25], intrépidas en el combate[26], y las hordas de Escitia que ocupan la más remota región de la tierra en torno del lago Meótide.
ANTÍSTROFA: Y la flor belicosa de Arabia, y los que habitan cerca del Cáucaso una ciudad sobre altura escarpada, devastador ejército que ruge atacando con agudas lanzas.
ESTROFA: [Solo vi antes a otro dios vencido con la opresión de lazos de acero, cuando vi en tormento al titán Atlas, que continuamente llora el eminente poder, pleno de fuerza, que le impuso aguantar sobre sus hombros la esfera celeste.]
ANTÍSTROFA: Gime al romper la ola marina, gime el fondo del mar, muge debajo el hondón del reino de Hades, y las fuentes fluviales de puras corrientes gimen un dolor que inspira piedad.
Silencio prolongado.
PROMETEO: No penséis que callo por orgullo o por arrogancia. Mi corazón se desgarra en la angustia al verme ultrajado con ignominia. Sin embargo, ¿quién sino yo definió enteramente las prerrogativas a esos dioses nuevos? Pero lo callo, pues también vosotras sois sabedoras de los que yo podría deciros. Pero oídme las penas que había entre los hombres y cómo a ellos, que anteriormente no estaban provistos de entendimiento, los transformé en seres dotados de inteligencia y en señores de sus afectos. Hablaré, aunque no tenga reproche alguno que hacer a los hombres. Solo pretendo explicar la benevolencia que había en lo que les di. En un principio, aunque tenían visión, nada veían, y, a pesar de que oían, no oían nada, sino que, igual que fantasmas de un sueño, durante su vida dilatada, todo lo iban amasando al azar. No conocían las casas de adobes cocidos al sol, ni tampoco el trabajo de la madera, sino que habitaban bajo la tierra, como las ágiles hormigas, en el fondo de grutas sin sol. No tenían ninguna señal para saber que era el invierno, ni de la florida primavera, ni para poner en seguro los frutos del fértil estío. Todo lo hacían sin conocimiento, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de las estrellas, cosa difícil de conocer. También el número, destacada invención, descubrí para ellos, y la unión de las letras en la escritura, donde se encierra la memoria de todo, artesana que es madre de las Musas[27]. Uncí el primero en el yugo a las bestias que se someten a la collera y a las personas, con el fin de que substituyeran a los mortales en los trabajos más fatigosos y enganché al carro el caballo obediente a la brida, lujoso ornato de la opulencia. Y los carros de los navegantes que, dotados con alas de lino, surcan errantes el mar, ningún otro que yo los inventó. Y después de haber inventado tales artificios — ¡desdichado de mí! — para los mortales, personalmente no tengo invención con la que me libre del presente tormento.
CORIFEO: Has sufrido un daño humillante que te ha llevado a perder el control de tu mente y a extraviarte. Como un mal médico que cae enfermo, te descorazonas, y así no puedes averiguar con qué remedio podrías curarte.
PROMETEO: Más te extrañarás si oyes lo que falta: qué artes y recursos imaginé. Lo principal: si uno caía enfermo, no tenía ninguna defensa, alguna cosa que pudiera comer, untarse o beber, sino que por falta de medicina, se iban extenuando, hasta que yo les mostré las mixturas de los remedios curativos con los que ahuyentan toda dolencia. Clasifiqué las muchas formas de adivinación y fui el primero en discernir la parte de cada sueño que ha de ocurrir en la realidad. Les di a conocer los sonidos que encierran presagios de difícil interpretación y los pronósticos contenidos en los encuentros por los caminos. Definí con exactitud el vuelo de las aves rapaces: cuáles son favorables por naturaleza y cuáles siniestros; qué clase de vida tiene cada una, cuáles son sus odios, sus amores y compañías, la tersura de sus entrañas y qué color debe tener la bilis para que sea grata a los dioses, y la varia belleza del lóbulo hepático. Encaminé a los mortales a un arte en el que es difícil formular presagios, cuando puse al fuego los miembros cubiertos de grasa y el largo lomo. Hice que vieran con claridad las señales que encierran las llamas, que antes estaban sin luz para ellos. Tal fue mi obra. Bajo la tierra hay metales útiles que estaban ocultos para los hombres: el cobre, el hierro, la plata y el oro. ¿Quién podría decir que los descubrió antes que yo? Nadie —bien lo sé—, a menos que quiera decir falsedades. En resumen, apréndelo todo en breves palabras: los mortales han recibido todas las artes de Prometeo.
CORIFEO: No ayudes a los mortales más allá de la justa medida y no te despreocupes de ti cuando estás sumido en el infortunio. Porque abrigo la buena esperanza de que tú, una vez libre de estas cadenas, vas a tener un poder que en nada va a ser menor que el de Zeus.
PROMETEO: La Moira, que todo lo lleva a su fin, no ha decretado todavía que eso se cumple de esa manera, sino que tras desgarrarme en mil dolores y calamidades, escape entonces de estas cadenas. El arte es, con mucho, más débil que Necesidad[28].
CORIFEO: ¿Y quién dirige el rumbo de Necesidad?
PROMETEO: Las Moiras triformes[29] y las Erinis, que nada olvidan.
CORIFEO: ¿Entonces, es Zeus más débil que ellas?
PROMETEO: Así es, desde luego. Él no podría esquivar su destino.
CORIFEO: ¿Pues qué destino es el de Zeus sino el tener siempre el poder?
PROMETEO: No lo puedes saber todavía. No insistas en ello.
CORIFEO: ¿Es, quizás, un secreto augusto lo que estás ocultando?
PROMETEO: Hablad de otro asunto. De ninguna manera es ocasión de anunciar ése, sino que al máximo hay que ocultarlo, pues, si lo guardo, escaparé de estas infames cadenas y calamidades.
ESTROFA: ¡Nunca Zeus que todo lo rige ponga su fuerza como adversaria de mi voluntad, ni yo me duerma en acercarme a los dioses con santos festines en los que se ofrecen sacrificios de bueyes junto a la corriente inagotable de mi padre Océano, ni llegue a pecar de palabra, sino que este deseo permanezca en mí siempre y nunca se borre!
ANTÍSTROFA: Pues es dulce cosa vivir larga vida abrigando animosa esperanza, fortaleciendo nuestro corazón de radiante alegría. Pero yo me estremezco de verte desgarrado por mil sufrimientos <…>, porque, sin temblar ante Zeus, por propia voluntad, Prometeo, colmas a los mortales de excesivos honores.
ESTROFA: ¡Vamos, di, amigo!, ¿de qué modo puede ser agradecido el favor que has hecho?[30]. Dímelo: ¿dónde podría haber para ti algún socorro? ¿Es posible una ayuda de seres efímeros? ¡No te fijaste en la endeblez carente de fuerza, semejante a un sueño, a que está encadenada la ciega raza de los humanos! ¡Nunca la voluntad de los mortales violará el plan armonioso de Zeus!
ANTÍSTROFA: Lo he aprendido al contemplar, Prometeo, tu suerte funesta. Un cántico muy diferente ha venido volando hasta mí: aquel himeneo[31] que estuve cantando cerca del baño y de tu lecho por tu matrimonio, cuando, como esposa, condujiste al lecho nupcial a Hesíone, hija del mismo padre que yo, tras convencerla con tus regalos de pretendiente.
Entra Io con cuernos de vaca.
IO: ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué raza hay aquí? ¿Quién diré que es éste que estoy viendo expuesto al rigor de las tempestades en frenos de rocas? ¿En castigo de qué falta pareces? Indícame en qué lugar de la tierra me he extraviado yo — ¡desgraciada! —. (Io hace movimientos de desasosiego.) ¡Ay, pena, pena! De nuevo — ¡infeliz! — me pica un tábano, espectro de Argo, hijo de la Tierra. ¡Ah, Tierra, aléjalo! Siento miedo de ver al boyero de innúmeros ojos. Con mirada pérfida camina, y ni muerto lo oculta la tierra, sino que, saliendo de entre los muertos, me persigue — ¡infeliz! — y me hace caminar errante y hambrienta por la arena de la orilla del mar. Al compás de la flauta sonora ajustada con cera suena un canto que incita al sueño[32]. ¿Adónde me lleva este errabundo correr por tierras lejanas? ¿En qué, hijo de Cronos, en qué me hallaste culpable para uncirme al yugo de estos dolores — ¡ay, ay! — y atormentas así a esta infeliz enajenada por el terror con que me incita el tábano? Abrása<me> en el fuego, sepúltame en la tierra o entrégame de pasto a los monstruos del mar. No rechaces, Señor, mis plegarias. Ya me ha fatigado en exceso este andar errante corriendo errabunda por múltiples tierras. Y, sin embargo, no puedo llegar a saber cómo evitar estos dolores. ¿Oyes la voz de la doncella portadora de cuernos de vaca?
PROMETEO: ¿Cómo no voy a oír a la joven hostigada del tábano, a la hija de Ínaco, a la que inflama de amor el alma de Zeus y que ahora, odiada por Hera, se fatiga a la fuerza en carreras sin fin?
IO: ¿De dónde sabes tú el nombre de mi padre que acabas de decir? Dile a esta triste ¿quién eres tú, oh infortunado, que has saludado con tanto acierto a esta desdichada y has aludido a esta dolencia enviada por una deidad que me consume punzándome con el aguijón que me obliga a vagar corriendo sin rumbo? ¡Ay, ay de mí! He venido impulsada por la tortura del hambre a que me someten mis continuos brincos. Víctima soy del rencoroso designio de Hera. ¿Quiénes hay entre los desdichados — ¡ay de mí! — que sufran lo mismo que yo? ¡Vamos, indícame con claridad lo que me espera aún padecer! ¿Qué remedio hay, qué medicina de mi enfermedad? Dímelo, si lo sabes. Grita y explícaselo a esta triste y errante doncella.
PROMETEO: Te diré claramente todo lo que tú deseas saber, sin andar entretejiendo enigmas, sino con palabras sencillas, como es justo que hablen los amigos. Estás viendo a Prometeo, el que dio a los mortales el fuego.
IO: ¡Oh tú, el que te mostraste a los mortales como universal benefactor, infeliz Prometeo, ¿en castigo de qué sufres estos?
PROMETEO: Hace un momento he renunciado a llorar mis trabajos.
IO: ¿No podrías hacerme un favor?
PROMETEO: Di lo que quieras. Puedes enterarte de todo por mí.
IO: Dime quién te ató a ese precipicio.
PROMETEO: La decisión de Zeus y la mano de Hefesto.
IO: ¿Por qué clase de faltas estás cumpliendo pena?
PROMETEO: Solo con eso que te he explicado, ya he dicho bastante.
IO: Además de eso, muéstrame la terminación de mi andar errante. ¿Cuál será ese momento para estar infeliz?
PROMETEO: No saberlo es mejor para ti que saberlo.
IO: Insisto. No me ocultes lo que debo sufrir.
PROMETEO: ¡Pero si yo no intento negarte ese favor!
IO: ¿Por qué, entonces, demoras anunciármelo todo?
PROMETEO: No existe inconveniente alguno, solo que temo conturbar tu ánimo.
IO: No te preocupes tú por más tiempo de mí en lo que es mi gusto.
PROMETEO: Puesto que así lo deseas, yo debo hablar. Escúchame.
CORIFEO: Todavía no. Concédeme también a mí una parte en ese placer. Procuremos saber antes que nada la dolencia de ésta y que ella misma cuente su funesto infortunio. El resto de sus penas, enséñalas tú.
PROMETEO: Asunto tuyo es, Io, el conceder tal favor a éstas. Por muchas razones y, en primer lugar, por ser hermanas de quien es tu padre[33]. Porque vale la pena de gastar el tiempo en llorar y quejarse del propio infortunio, cuando uno espera que hará llorar con él a quienes lo escuchan.
IO: Sé que no debo dejar de obedeceros. Con claro relato vais a saber cuanto deseáis. Sin embargo, siento vergüenza hasta de contar de donde — ¡infeliz! — me sobrevino repentinamente la tormenta enviada por una deidad y la pérdida de mi forma humana. Sí; de continuo frecuentaban mi alcoba de virgen visiones nocturnas que me seducían con dulces palabras: «¡Oh muy dichosa doncella, ¿por qué sigues virgen tan largo tiempo, cuando te es posible lograr la óptima boda? Sí; Zeus ha sido encendido por el dardo de tu deseo y quiere gozar contigo de Cipris. No desdeñes tú, niña, el lecho de Zeus, sino sal al prado de alta hierba de Lerna[34], a las manadas y establos de vacas propiedad de tu padre, para que la mirada de Zeus halle satisfacción de su deseo.» Por tales sueños era acuciada — ¡infeliz de mí! — todas las noches, hasta que me atreví a revelar a mi padre los ensueños que por la noche me frecuentaban. Él envió entonces mensajeros frecuentes a consultar los oráculos de Dodona y Delfos, para informarse de qué había que hacer o decir para obrar de modo grato a los dioses, pero regresaban anunciando ambiguos, confusos oráculos que habían sido dichos en forma de difícil interpretación. Por fin llegó a Ínaco un oráculo claro que abiertamente le hacía saber y le exigía que me echase fuera de mi casa y mi patria, para que en libertad[35] vagara yo hasta el último confín de la tierra, si él no quería que el ardiente rayo de Zeus viniera a aniquilar a toda su raza. Obediente a tales vaticinios de Loxias, mal de su grado y contra mi propio deseo, me expulsó de mi casa y me la cerró. El freno de Zeus le obligaba a hacer esto a la fuerza. Inmediatamente cambiaron mi forma y mi mente, y con estos cuernos que veis, picada por un tábano de agudo aguijón, me dirigí con frenéticos saltos a la fresca corriente de Cernea[36] y a la fuente de Lerna. Un boyero nacido de la tierra, Argo, cuyo talante carece de moderación, me acompañaba vigilando mis pasos con sus múltiples ojos. De improviso, repentina muerte le privó de vivir, pero yo sigo errante, de tierra en tierra, herida del tábano, impulsada por látigo divino. Ya oyes lo ocurrido. Si tú puedes decir lo que resta de mis trabajos, indícamelo. No me confortes con palabras falsas por haber sentido compasión de mí, pues aseguro que amañar las palabras es el vicio más vergonzoso.
CORO: ¡Deja, deja, aparta! ¡Ay! ¡Nunca, nunca hubiera dicho que un tan extraño relato llegase a mi oído, ni que dejaran helada mi alma con su aguijón de doble filo sufrimientos, torpezas y horrores tan insoportables y penosos de ver! ¡Ay, ay! ¡Qué triste destino! ¡Qué triste destino! ¡Me estremezco de ver la situación de Io!
PROMETEO: Temprano — ¡sí! — te pones a gemir y te llenas de miedo. Aguarda a conocer también lo que le queda que sufrir.
CORIFEO: Habla, enséñamelo. A los que están enfermos les resulta grato conocer previamente con claridad el dolor que aún les aguarda.
PROMETEO: Tu anterior petición la obtuviste de mí sin dificultad, pues antes sentíais deseos de informaros mediante su propio relato de su infortunio. Ahora escuchad lo que falta, la clase de sufrimientos que ha de soportar esta joven de parte de Hera. Y tú, hija de Ínaco, guarda mis palabras en tu corazón, para que te enteres del fin de tu viaje. En primer lugar, vuélvete desde aquí hacia la salida del sol y recorre campos que no están arados. Llegarás a los nómadas escitas, que habitan bajo techos trenzados, subidos en carros de buenas ruedas, armados con arcos de largo alcance. No te acerques a ellos, sino atraviesa el país pegando tus pasos a las rocas costeras donde rompe el mar con estruendo. A mano izquierda viven los cálibes, artífices del hierro, de los que tú debes guardarte, pues están salvajes y no son accesibles a los extranjeros. Luego llegarás al río Hibristes —no es falso su nombre—[37]. No intentes atravesarlo, pues no es fácil de atravesar, antes de llegar al mismo Cáucaso, la más alta montaña, donde desahoga su furor el río desde la misma falda del monte. Preciso es que pases sobre las cimas, vecinas ya de las estrellas, y bajes al camino que se dirige al mediodía, donde llegarás al ejército de las Amazonas que odio alimentan contra los varones y un día poblarán Temiscira, en las proximidades del Termodonte[38], donde está Salmideso[39], la áspera quijada de la boca del Ponto, huésped hostil para los marineros, madrastra de las naves. Ellas te enseñarán el camino, y muy de su grado. Llegarás después al istmo cimétrico[40], a las mismas angostas puertas del lago[41] y, luego que lo hayas dejado atrás con decisión, debes atravesar el estrecho del lago Meótide[42]. De tu paso por él siempre se hará entre los hombres mención destacada: se llamará Bósforo. Cuando hayas dejado el suelo de Europa, llegarás al continente de Asia. ¿No os parece que el tirano de las deidades es por igual en todo violento? Sí. Ese dios, por el capricho de unirse con esta mortal, le ha impuesto este caminar de continuo errante. Amargo es, muchacha, el pretendiente de boda que te ha tocado, pues el relato que ahora has oído, no pienses que está en su preludio siquiera.
IO: ¡Ay de mí! ¡Ay! ¡Ay de mí!
PROMETEO: De nuevo has gritado y estás mugiendo profundamente[43]. ¿Qué, entonces, harás cuando te enteres de las desgracias que aún te quedan?
CORIFEO: ¿Le vas acaso a decir algo que le falta a sus sufrimientos?
PROMETEO: Un piélago tempestuoso de funestas calamidades.
IO: ¿Qué ventaja, entonces, tengo que vivir? ¿Por qué no me he arrojado al momento desde esta roca escarpada, para que al haberme estrellado en el suelo me hubiera librado de todas mis penas? ¡Sí! ¡Mejor es morir de una vez que sufrir con deshonra a lo largo de todos los días!
PROMETEO: Difícilmente, entonces, soportarías mis dolores, cuando es precisamente no morir mi destino. Eso sería una liberación de mis sufrimientos. Pero por ahora no existe término fijado a mis males, hasta que caiga Zeus de su tiranía.
IO: ¿Es, entonces, posible que Zeus caiga de su poder?
PROMETEO: Gozarías —creo— de ver tal suceso.
IO: ¿Cómo no, si sufro miserias por culpa de Zeus?
PROMETEO: En ese caso puedes alegrarte, convencida de que eso es así.
IO: ¿Quién lo despojará de su cetro tiránico?
PROMETEO: Él mismo, por la vanidad de sus decisiones.
IO: ¿De qué manera? Indícamelo, si no hay daño en ello.
PROMETEO: Celebrará una boda tal, que algún día la deplorará.
IO: ¿Con una diosa o con una mortal? Cuéntamelo, si puede decirse.
PROMETEO: ¿Por qué me preguntas con quién? No puede decirse en voz alta.
IO: ¿Tal vez su esposa lo va a echar del trono?
PROMETEO: Sí. Va a parir un hijo más fuerte que el padre.
IO: ¿Y no puede apartar de sí ese infortunio?
PROMETEO: No por cierto. Solamente yo lo puedo librar, una vez libre de estas cadenas.
IO: ¿Y quién va a soltarte, si Zeus se opone?
PROMETEO: Preciso es que sea uno de tus descendientes.
IO: ¿Cómo has dicho? ¿Qué un hijo mío te va a liberar de tus sufrimientos?
PROMETEO: El tercero en generación después de otras diez generaciones.
IO: No es todavía el oráculo ése de fácil interpretación.
PROMETEO: No andes buscando conocer a fondo tus propios pesares.
IO: No me prives de una ventaja que previamente me habías ofrecido.
PROMETEO: De entre dos relatos te concederé el don de uno de ellos.
IO: ¿De qué dos relatos? Explícamelo y concédeme a mí su elección.
PROMETEO: Te lo concedo. Elige, pues, entre que te diga con claridad lo que resta de tus sufrimientos o el que ha de soltarme.
CORIFEO: Decídete a hacer uno de esos favores a ésta y el otro a mí. No nos juzgues indignas de tu información. Dile a ésta lo que aún le queda de su andar errante, y dime a mí quién te soltará, pues eso deseo.
PROMETEO: Puesto que tanto lo deseáis, no voy a oponerme a deciros todo cuanto me preguntáis. A ti primero, Io, voy a decirte tu vagar agitado en extremo. Grábalo en las tablillas de tu memoria que hay en tu mente. Cuando hayas atravesado la corriente que hace de límite de ambos continentes, dirígete hacia la llameante salida del sol. Atraviesa el estruendo del mar hasta que hayas llegado a la llanura de las Gorgonas, en Cístene, donde habitan las Fórcides[44], tres viejas doncellas con figura de cisne que tienen un ojo y un diente para las tres. Ni el sol con sus rayos las mira jamás, ni de noche la luna. Cerca de ellas hay tres hermanas aladas, con cabellera de serpientes. Son las Gorgonas, odiadas por los mortales, pues no hay mortal que, si las mira, conserve el aliento. Tal es la advertencia que te hago. Escucha otro terrible espectáculo: guárdate de los grifos, perros de Zeus no ladradores y de afilado hocico, y del ejército de los arimaspos[45], que tienen un solo ojo y van a caballo, que habitan junto al curso del río Plutón de aurífera corriente. No te acerques a ellos. Llegarás a una tierra lejana, a una raza negra que habita junto a las fuentes del sol, donde se encuentra el río Etíope[46]. Sigue pegada a su ribera hasta que llegues a donde empieza la catarata, allí donde el Nilo, desde los montes de Biblo impulsa su saludable, sacra corriente. Él te guiará hasta la tierra triangular llamada Nilotis[47], donde está decretada por el destino para ti, Io, y para tus hijos, la fundación de una nueva colonia[48]. Si algo de esto es para ti oscuro o difícil de hallar su camino, vuelve a preguntar y entérate con claridad. Tengo más tiempo del que quisiera.
CORIFEO: Si puedes aún decirle algo de lo que le falta de su funesto vagar o lo has omitido, dilo. Pero, si lo has dicho todo, haznos ahora el favor que pedimos. Lo recuerdas sin duda.
PROMETEO: Está ya oído el final de su viaje. Y para que sepa que no me escucha en vano, le diré las muchas penas que ha padecido antes de que aquí hubiera llegado. Así le daré una garantía de mis palabras. Omitiré la mayor parte de cuanto yo pudiera decirle e iré derecho al término de su andar errante. Sí. Cuando llegaste a la llanura de Molosia y cerca de Dodona, situada en lo alto de un monte[49], donde existe un oráculo y una sede de Zeus, en la Tesprótide[50], y un prodigio increíble: unas encinas parlantes, que claramente y sin ninguna clase de enigmas te saludaron como a la que va a ser la ilustre esposa de Zeus. ¿Te halaga algo eso? Desde allí, acosada del tábano, recorriste el camino que hay junto a la costa hasta el inmenso golfo de Rea. Desde allí estás sacudida por la tormenta de una carrera en sentido contrario. El fondo de ese mar —sábelo bien— en tiempos futuros se llamará Jonio[51], recuerdo de tu viaje para los mortales. Signos son éstos de que mi mente ve más allá de lo manifiesto. El resto a vosotros y a ésta, a la vez, os lo voy a decir, siguiendo el hilo de mi primer relato. Hay una ciudad —Canobo—, la última de ese país, junto a la misma boca y alfaques del Nilo. Allí exactamente te dejará Zeus encinta, rozándote con su mano sin inspirarte temor alguno, con solo tocarte. De aquí recibirá el nombre la descendencia de Zeus que parirás: el negro Épafo, que cosechará cuantos frutos produce la tierra que riega el Nilo de ancha corriente. La quinta generación a partir de él, constituida por cincuenta doncellas, regresará a Argos mal de su grado, huyendo de la boda consanguínea con sus primos hermanos. Ellos, con la mente ofuscada por el deseo, lo mismo que halcones que ya no están lejos de unas palomas, llegarán con el fin de dar caza a unas bodas cuya caza está prohibida; pero la deidad rehusará concederles sus cuerpos, y el país de Pelasgo los recibirá vencidos por un Ares que mata por medio de mujeres con una audacia que monta la guardia durante la noche. Sí. Cada esposa a cada marido privará de la vida, tiñendo la daga de doble filo en el degüello. ¡Tales bodas conceda Cipris a mis enemigos! Pero a una de las niñas la ablandará el deseo y evitará que dé muerte a su esposo[52]. Flaqueará su voluntad y, ante la opción de estas dos denominaciones, preferirá ser llamada cobarde en vez de asesina. Ésta, al engendrar, dará origen a un linaje regio que reinará en Argos. Se necesita un largo discurso para exponer esto con exactitud. Lo cierto es que de ella procederá un audaz descendiente, célebre por su arco, que va a liberarme de estos sufrimientos. Tal es el oráculo que mi madre me reveló, la que en edad muy antigua nació, la titánide Temis. Pero cómo y dónde ocurrirá, eso necesita de largo discurso para decirlo y nada vas tú a ganar en saberlo.
IO: ¡Dolor! ¡Ay, dolor! De nuevo me abrasa por dentro una convulsión y delirios enloquecedores, y me punza la flecha del tábano no forjada a fuego. El corazón golpea de miedo en mi pecho. La vista me da vueltas y más vueltas. Bajo el influjo de una furiosa ráfaga de rabia, me salgo del camino. Ya no tengo dominio de mi lengua, y mis vagas palabras van chocando al azar contra las olas de la odiosa ceguera de mi mente.
Io sale de escena precipitadamente.
ESTROFA: Sabio —sí—, sabio era quien el primero sopesó en su mente y expresó con la lengua que emparentar con arreglo a su clase social es mucho mejor y, cuando uno trabaja con las manos, no apasionarse por boda con quien vive en molicie debido a su riqueza o está lleno de orgullo por su estirpe.
ANTÍSTROFA: ¡Jamás, jamás, oh Moiras <…> el lecho de Zeus me veáis compartir, ni me acerque a un esposo de los que del cielo proceden! Porque me espanto de la doncellez rebelde al amor, cuando veo a Io consumida en esas dolorosas carreras errantes que le impone Hera.
EPODO: A mí, cuando mi boda sea con un igual, de por sí no me inspira miedo; pero temo que con amor me miren los inevitables ojos de deidades más poderosas. Es ésa una guerra a la que no puede responderse con guerra, un camino de muchas salidas en el que tú no tienes ninguna y no sé qué sería de mí, pues no veo cómo podría esquivar la astucia de Zeus.
PROMETEO: La verdad es que Zeus, aunque ahora sea arrogante de espíritu, en el futuro va a ser humilde, según la boda que se dispone a celebrar, que lo arrojará de su tiranía y de su trono en el olvido. En ese momento se cumplirá plenamente la maldición que imprecó antaño su padre Cronos, al ser derrocado de su antiguo trono. No existe dios que pueda mostrarle con claridad escapatoria de tales penas excepto yo. Yo sí que lo sé y de qué manera. Así, que siga sentado haciendo alarde de sus ruidos aéreos[53] y, confiado, siga blandiendo en sus manos el dardo que exhala fuego, pues nada de eso le bastará para impedirle caer con un fracaso ignominioso e insoportable. Tal es el rival que él mismo ahora se está preparando, prodigio invencible en extremo que hallará una llama más poderosa que el rayo y un fuerte estruendo que supere al trueno, la que destrozará la dolencia marina que hace a la tierra temblar, el tridente, esa lanza de Poseidón. Y cuando tropiece con esa desgracia, aprenderá cuánto va de mandar a servir.
CORIFEO: Ese fracaso que estás prediciendo en contra de Zeus es, precisamente, lo que tú deseas.
PROMETEO: Estoy diciendo lo que va a cumplirse, además de que yo lo quiero.
CORIFEO: ¿Hay que esperar que alguien venga a ser el amo de Zeus?
PROMETEO: Sí. Tendrá trabajos más penosos que éstos para su cuello.
CORIFEO: ¿Cómo no sientes miedo de proferir tales palabras?
PROMETEO: ¿Qué podría temer, si mi destino es no morir?
CORIFEO: Pero él podría preocuparte un trabajo más doloroso aún que éste.
PROMETEO: ¡Que lo haga! ¡Todo lo espero!
CORIFEO: Pero son sabios quienes respetan a Adrastea[54].
PROMETEO: Honra tú, ruega, halaga al que tiene el poder en cada momento, que a mí Zeus me importa menos que nada. Que actúe, que ejerza el poder a su gusto este corto tiempo, que no por mucho va a estar a la cabeza de los dioses. Pero aquí veo al que es mensajero de Zeus, al servidor del nuevo tirano. Sin duda ha venido a dar alguna noticia.
Entra Hermes.
HERMES: A ti, al sabio, al que en dureza supera al más duro, al que faltó contra los dioses al entregar sus honores a los efímeros, al ladrón del fuego me estoy dirigiendo. Ha mandado el padre que digas cuál es esa boda de que te jactas por la que él va a ser derrocado de su poder. Y en esto, nada de enigmas, sino cosa por cosa explícalo. Y no me obligues a un nuevo viaje. Ya estás viendo que Zeus no se ablanda con gente como tú.
PROMETEO: Solemne en verdad y lleno de arrogancia es tu discurso, como corresponde a quien es servidor de los dioses. Jóvenes sois que acabáis de estrenar el poder y os creéis que habitáis en alcázares que os hacen inmunes a todo dolor. ¿No he visto yo a dos tiranos caer de ellos? Y a un tercero veré, el que ahora es el amo, de la manera más ignominiosa y muy pronto. ¿Te parece que yo tengo miedo y que estoy temblando de los nuevos dioses? ¡Lejos de mí eso, sí, completamente! Así que date prisa en volver por el camino que has traído, pues no voy a enterarte de nada de cuanto me preguntas.
HERMES: Ten en cuenta que ya, antes de ahora, con desplantes así, te amarraste tú mismo a estos sufrimientos.
PROMETEO: Sábelo bien: no cambiaría yo mi desgracia por tu servilismo.
HERMES: Tengo la impresión de que es preferible servir a esta roca que ser el fiel mensajero del padre Zeus.
PROMETEO: ¡Así hay que ultrajar a quienes te ultrajan!
HERMES: Parece que presumes de tu situación.
PROMETEO: ¿Que presumo? ¡Ojalá viera yo presumir de este modo a mis enemigos! ¡Y entre ellos a ti, te aseguro!
HERMES: ¿También a mí me atribuyes parte de culpa en tu desgracia?
PROMETEO: En una palabra: odio a cuantos dioses me maltratan injustamente después de haber recibido de mí beneficios.
HERMES: Al oírte advierto que tú eres víctima de no leve locura.
PROMETEO: Deseo estar loco, si locura es aborrecer a mis enemigos.
HERMES: Serías inaguantable, si el éxito te acompañará.
PROMETEO: ¡Ay de mí!
HERMES: Esa expresión no la sabe Zeus.
PROMETEO: Todo lo enseña el transcurso del tiempo.
HERMES: Y, sin embargo, tú todavía no has aprendido a ser prudente.
PROMETEO: Es verdad: no hubiera debido hablarte por ser tú un criado.
HERMES: Tengo la impresión de que nada vas a decir de lo que mi padre desea.
PROMETEO: ¡Claro! ¡Como estoy en deuda con él, debería pagarle con mi gratitud!
HERMES: Te has mofado sin duda de mí, como de un chiquillo.
PROMETEO: ¿Pues no eres un niño e, incluso, aún más inocente que un niño, si estas esperando enterarte de algo por mí? No existe tortura ni recurso alguno con el que Zeus pueda obligarme a descubrir eso antes que me quiten estas oprobiosas cadenas. Ante esto, ¡que precipite sobre mí la llama que reduce a cenizas, que todo el universo confunda y trastorne entre una tempestad de blancas alas de nieve y truenos subterráneos! Porque nada de eso me va a doblegar hasta el punto que llegue a decirle por quién debe ser derrocado de su tiranía.
HERMES: Mira, entonces, si eso te sirve de algo.
PROMETEO: Tiempo ha que lo he visto y lo he decidido.
HERMES: Ten valor, pobre loco, ten valor una vez de pensar con cordura ante tus actuales dolores.
PROMETEO: Me molestas en vano. Es igual que si pretendieras aquietar las olas. Jamás se te ocurra que yo, por temor a un decreto de Zeus, voy a afeminar mi temperamento y a suplicar al que tanto odio, volviendo hacia arriba mis manos con una mujer, que me libere de estas cadenas. Estoy muy lejos de ello.
HERMES: Me parece que por mucho que hable voy a hablar sin ningún resultado, pues con mis súplicas nada te moderas ni tampoco te ablandas. Muerdes el bocado lo mismo que un potro bajo el yugo por primera vez. Te resistes y luchas contra las riendas, pero pones toda tu fuerza en un ardid débil, pues la terquedad del que no piensa acertadamente, por sí misma carece de fuerza. Si no haces caso de mis palabras, mira qué tempestad y triple oleada de males inevitables se te viene encima. En primer lugar, va a hacer pedazos mi padre este escarpado precipicio sirviéndose del trueno y la llama del rayo, y tu cuerpo quedará enterrado: un abrazo de piedra te acogerá. Cuando hayas cumplido un largo trecho de tiempo, tú volverás de nuevo a la luz. Entonces, el perro alado de Zeus, águila sanguinaria, con voracidad hará de tu cuerpo un enorme jirón; y día tras día vendrá —comensal no invitado— a devorar tu negro hígado. No esperes el fin de este suplicio hasta que aparezca una deidad que sea tu sucesor en estos trabajos y esté dispuesto a descender al lóbrego Hades y a los sombríos abismos del Tártaro. Reflexiona, pues, que no es una fanfarronada que no responda a la realidad. Antes, al contrario, lo que yo te he dicho ha sido dicho con una muy perfecta exactitud, que la boca de Zeus no sabe mentir, sino que se cumple siempre su palabra. Tú míralo bien y reflexiona. No pienses que la obstinación es alguna vez mejor que el sabio consejo.
CORIFEO: No nos parece que diga Hermes algo inoportuno, ya que te ordena que abandones tu testarudez y procures hallar una sabia cordura. Hazle caso, que es vergonzoso para un sabio errar.
PROMETEO: Me ha gritado éste noticias que ya sabía yo. No es un deshonor que un enemigo sea maltratado por sus enemigos. Por tanto, ¡que contra mí se precipite el tirabuzón[55] de doble filo del fuego! ¡Que con el trueno se conmueva el éter y con la furia de feroces vientos haga el huracán temblar a la tierra con sus propias raíces desde sus cimientos! ¡Que las olas del mar con áspero estruendo borren los celestes caminos de las estrellas! ¡Que arroje a lo alto mi cuerpo y en los inflexibles torbellinos de la ineluctable necesidad lo precipite en el Tártaro tenebroso! Haga cuanto haga, no va a matarme.
HERMES: Verdad es que decisiones y palabras tales solo es posible oírlas de locos, pues ¿qué le falta a la súplica de éste para ser la de un loco? ¿En qué se modera su furia? Así que vosotras, las que con él compartís el dolor por sus sufrimientos, marchaos de este lugar con prontitud a algún otro sitio, no vaya a ser que turbe vuestra mente el inexorable mugido del trueno.
CORO: Dime otra cosa y aconséjame lo que también pueda convencerme. Sí. Esa frase que has destacado en tu perorata es intolerable. ¿Cómo se te ocurre incitarme a realizar una vileza? Con él quiero sufrir lo que haga falta, pues he aprendido a odiar a los traidores y no hay peste que aborrezca más que ésa.
HERMES: En ese caso, recordad lo que yo os anuncio, y cuando seáis alcanzados por el infortunio, nada le reprochéis a vuestra mala suerte, ni digáis jamás que os arrojó Zeus de improviso en un sufrimiento —no, por cierto—, sino vosotras a vosotras mismas, pues sabedoras de ello y no de repente ni por sorpresa, vais a ser apresadas por vuestra falta de reflexión en las inextricables redes de Ate.
Sale de escena Hermes. Tiembla la tierra y se oyen ruidos subterráneos.
PROMETEO: Ya no son palabras, sino realidad: la tierra ha temblado. Brama en sus entrañas el eco del trueno. Brilla el ardiente zig-zag del relámpago. Arremolinan el polvo los torbellinos. Salta entrechocándose el huracanado ímpetu de todos los vientos, desencadenando una conmoción de vendavales encontrados. Se han confundido el cielo y el mar. ¡Tal es la violencia de Zeus que contra mí avanza de forma visible, intentando aterrorizarme! ¡Oh Majestad de mi madre! ¡Oh firmamento que haces que vaya girando la luz común a todas las gentes, ya ves qué impiedad estoy padeciendo!
Entre truenos y relámpagos desaparecen Prometeo y el Coro.
FIN DE
PROMETEO, ENCADENADO.
[1] Esta tragedia era la segunda de una trilogía cuyas partes primera y tercera la formaban Prometeo, portador del fuego, y Prometeo, Libertado. Dos son los argumentos griegos del Prometeo que han llegado a nosotros. El que hemos traducido es el más completo.
[2] Éste era el nombre que daban los griegos al dios que los romanos llamaban Júpiter.
[3] El dios de la luz y del fuego, como lo dice la palabra: Vulcano, que decían los romanos.
[4] Un río del Peloponeso. Personificándolo, hizo de él ya mitología el padre de Io, la desventurada amante de Zeus, a quien sus amores le costaron verse transformada en becerrilla. Apolodoro y otros hacen de Inaco el primer rey de Argos.
[5] Considerándole bajo diferente aspecto que los griegos, llamaron los romanos a este dios Mercurio. Al darle nombre, miráronle éstos más como protector del comercio; aquéllos como patrono de la elocuencia.
[6] Hefesto es el dios del fuego.
[7] Prometeo era tío segundo de Hefesto y primo de Zeus.
[8] Heracles.
[9] La condición de herrero de Hefesto ha determinado que sea el encargado de la cruel misión que ha de cumplir contra su voluntad.
[10] Alude al concepto «previsor» contenido en la etimología de «Prometeo».
[11] Esto es «de los dioses»
[12] Hija de Urano y Tierra, personifica la fecundidad femenina del mar.
[13] Prometeo es un Titán, como su padre, Jápeto. Es, por tanto, nieto de Urano.
[14] Personificada.
[15] Cronos es el hijo menor de Urano y Tierra y padre de Zeus, a quien se refiere el Coro.
[16] Cf. vv. 170-171.
[17] Océano, Ceo, Hiperión, Crio, Jápeto.
[18] Difiere el texto de HESÍODO, que hace a Prometeo hijo de Clímene, una Titánide (Teog. 507-510). ¿Pretende Esquilo insinuar una opinión personal, según la cual todos esos hombres y otros más se refieren a un solo principio femenino?
[19] Cf. Hes. Teog. 729 ss; 814 ss.
[20] Idea tópica. Cf., p, ej., Eur., Troy. 1206.
[21] Se trata de un animal alado, con cabeza de águila y cuerpo de león.
[22] V. N. 17.
[23] V. nn. 80 y 81 de Los Siete contra Tebas. Se refiere a Escitia.
[24] Hijo, como Prometeo, de Jápeto y Climene, fue condenado por Zeus, por su intervención en la lucha de los dioses contra los gigantes, a sostener sobre sus hombros la bóveda del cielo en el extremo occidental de la tierra.
[25] En la costa oriental del Mar Negro.
[26] Las Amazonas.
[27] Con metonimia: «las artes». Efectivamente, en el mito las Musas son hijas de Memoria y Zeus.
[28] Personificación de la fuerza ineluctable de los decretos dictados por el Destino.
[29] De las tres Moiras, Átropo hilaba el hilo de la duración de la vida de cada hombre; Cloto lo iba enrollando, y Láquesis lo cortaba, cuando la vida debía acabar.
[30] Traducir phére pos cháris ha cháris…; por «¿Es favor tu favor?» o expresiones parecidas, como leemos habitualmente, es no ser fiel al pensamiento de Esquilo. Pensamos que cháris contiene la idea de «gratitud», mientras que ha cháris se refiere al favor hecho por Prometeo a los hombres. El Coro, dentro de una moral que no concibe la acción bienhechora gratuita, pregunta a Prometeo, con intención de destacas lo ilógico de su conducta —en realidad, para magnificar su altruismo—, de qué manera (¿qué hacen los traductores con pos?) puede ser correspondido por los hombres Cf. vv. 83-84.
[31] Canto de bodas.
[32] Io recuerda la muerte de Argo: Hermes lo mató mientras dormía, luego de adormecerlo tocando la flauta.
[33] Ínaco era hijo de Océano y Tetis.
[34] Río de Argos.
[35] Como las vacas consagradas a los dioses, que pacían en libertad dentro del recinto sagrado.
[36] Fuente próxima a la de Lerne, en Argos.
[37] Es decir, con frecuencia se sale del cauce.
[38] Río de Capadocia.
[39] En Tracia, lo que no deja de hacer fantástica la descripción geográfica de Esquilo.
[40] Crimea.
[41] Mar de Azof.
[42] El estrecho de Kertsch, llamado Bósforo en la antigüedad.
[43] Hay que pensar que quien encarnara el personaje de Io imitaría, de algún modo, los movimientos y mugidos de una vaca.
[44] Hijas de Forcis —deidad marina de la primera generación de dioses, hijo de Tierra y Ponto— y de Ceto, su hermana. Tenían un solo diente y un solo ojo, como dice el texto. La astucia de Perseo, al apoderarse del ojo de que disponían, le facilitó el camino para cortar la cabeza a Medusa.
[45] En la Sarmacia europea. (Cf. HERÓD., IV 13 ss.)
[46] El Nilo superior.
[47] El delta del río.
[48] Alusión a Náucratis, fundada por griegos en el siglo VII a. C.
[49] El Tomaro.
[50] Al SO. del Epiro.
[51] Derivado de Io.
[52] Hipermestra, casada con Linceo.
[53] El trueno.
[54] Deidad en que se personifica la necesidad ineluctable.
[55] Metafórico: «la llama».
Al partir Agamenón para Troya había prometido a Clitemnestra que le anunciaría por medio de hogueras la toma de la ciudad, el mismo día que sucediese. Desde entonces Clitemnestra tenía puesto de vigía un siervo que estuviese en observación por si se veían las señales. Acontece, en fin, que el vigía ve la hoguera, y corre a anunciarlo a su señora. La cual, con aquella nueva, viene a los ancianos que componen el coro de esta tragedia, y les comunica el feliz suceso. Poco después llega Taltibio, quien refiere todo lo acaecido en la expedición. Por último, aparece Agamenón en su carro de guerra; detrás viene Casandra en otro carro, con todo el botín y los despojos tomados al enemigo. El rey se retira a su palacio acompañado de Clitemnestra, y en tanto Casandra predice los crímenes que han de ensangrentar aquella regia morada: su muerte, la de Agamenón y el parricidio de Orestes. Acometida como de furor profético, arroja sus ínfulas de sacerdotisa y corre allá mismo adonde sabe que va a morir. Y aquí entra la parte de la acción más digna de admirarse y poderosa a causar a causar en los espectadores terror y compasión. Esquilo hace verdaderamente que Agamenón sea muerto en la escena. La muerte de Casandra se consuma en silencio; pero después el poeta hace que aparezca a la vista el cadáver de la infortunada. Y en conclusión, presenta a Clitemnestra y a Egisto haciendo alarde de haber tomado los dos venganza en una misma y única cabeza: ella, de la muerte de Ifigenia; él, de los males que causó Atreo a su padre Tiestes. La tragedia fue representada el año segundo de la olimpíada ochenta[1], bajo el arcontado de Filocles. Obtuvo el premio Esquilo con Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides, y el Proteo, drama satírico[2]. Tuvo el oficio de cortega en esta representación Xenocles Apidneo.
Personajes:
Vigía.
Coro compuesto por ancianos.
Mensajero.
Clitemnestra[3].
Heraldo.
Agamenón[4].
Casandra[5].
Egisto[6].
La escena representa el palacio de los Atridas, ante cuya fachada hay unos altares con estatuas de dioses. Sobre la azotea hay un vigía tendido, con los codos apoyados en el suelo y la cabeza entre las manos. Es de noche.
VIGÍA: Suplico a los dioses la liberación de este penoso trabajo: una vigilancia que se alarga ya todo un año, durante la cual, echado sobre la azotea del palacio de los Atridas[7], apoyándome sobre los codos lo mismo que un perro, he llegado a reconocer las constelaciones de las estrellas que se ven de noche y las principales por su fulgor, que invierno y verano traen a los mortales, los luceros que más se destacan en el cielo, con sus ocasos y con sus ortos. Ahora estoy acechando la señal de una antorcha, destello del fuego que traiga noticias de Troya y el anuncio de su conquista. Así lo manda un corazón de mujer previsora y tan decidida como un varón. Siempre que ocupo este lecho húmedo por el rocío, que no permite el nocturno reposo y que nunca visita el sueño, el miedo, no el sueño, está a mi lado, para que de sueño no cierre del todo mis párpados; y cuando pienso en cantar o tararear, sirviéndome de este canto como remedio contra el sueño, me echo a llorar, lamentando el infortunio de esta morada que ya no se rige del mejor modo como tiempos atrás. ¡Ojalá que ahora mismo se produjera la dichosa liberación de mis penas, porque en medio de la obscuridad brillara el fuego portado de buenas noticias! (Breve pausa. En lontananza se advierte una luz.) Alegre te saludo, antorcha que en plena noche anuncias ya la luz del día y la institución de innúmeros coros de Argos por este suceso. ¡Victoria! ¡Victoria![8]. A gritos doy la señal a la mujer de Agamenón[9], para que cuanto antes salte del lecho y, en el palacio, prorrumpa en gritos de alegría y victoria, dando la bienvenida a la luz de esa antorcha, si es verdad que ha sido tomada la ciudad de Ilio[10], según lo anuncia la tea con su resplandor. Por lo que a mí toca, voy a iniciar con mi danza la fiesta (se pone a bailar), pues al caer bien los dados de mis amos, sacaré ventaja, que esta señal luminosa me ha valido tres seises[11]. ¡Ojalá que yo pueda estrechar con esta mi mano la bienamada mano del soberano de este palacio cuando haya llegado! Lo demás me lo callo. Un buey enorme pisa mi lengua[12]. El propio palacio, si voz tuviera, podría decirlo con la mayor claridad, porque yo tengo el propósito de hablar del asunto solo con quienes ya están informados, pero lo tengo olvidado para los que lo ignoran. (Sale el vigía. Momentos después salen servidores en silencio que encienden fuego en los altares y desaparecen. A continuación entra el Coro.)
CORO: Éste es el décimo año desde el momento en que el poderoso querellante[13] contra Príamo[14], el rey Menelao[15] y Agamenón[16], la poderosa pareja de Atridas que de Zeus recibieron la honra de sendos tronos y cetros, zarpó de este país de los argivos[17] con una escuadra de mil navíos, transporte de tropas en apoyo de su derecho, gritando Ares[18] con todas sus fuerzas y de corazón. Parecían buitres que con inmenso dolor por sus crías giran y giran surcando el aire sobre sus nidos con remos de alas, por haber resultado trabajo perdido la vigilancia que desplegaron en torno del nido de sus polluelos[19], pero que al oír en las alturas Apolo[20], Pan[21] o Zeus[22] el penetrante lamento de los graznidos de estos vecinos, envía una Erinis contra los culpables. Del mismo modo el poderoso Zeus, protector de quienes son hospitalarios[23], envía a los hijos de Atreo contra Alejandro[24] por una mujer que lo ha sido de muchos maridos[25]. Numerosos combates que extenúan los miembros —la rodilla apoyada en el polvo y rota la lanza en el preludio del sacrificio[26]— impondrá por igual a los dánaos[27] y a los troyanos[28]. Las cosas ahora están como están y acabarán en lo que ya ha decretado el destino. Ni encendiendo el fuego para el sacrificio ni derramando libaciones podrá clamarse la inflexible ira que denota la ofrenda no consumida por la llama[29]. Como nosotros no pudimos aportar nuestra ayuda por la vejez de nuestras carnes, sino que fuimos eximidos de la expedición vengadora de entonces, aquí quedamos, apoyando en el báculo nuestra poca fuerza, ya tan débil como la de un niño, porque a la savia infantil que brinca dentro del pecho le pasa como a la vejez: no tiene en ella Ares su puesto[30]. Del mismo modo, la extrema vejez de un follaje ya del todo seco avanza con sus tres pies por los caminos y anda de un lado a otro no con mayor facilidad que un niño pequeño, como la imagen de algo soñado que se presentase en pleno día. Pero tú, hija de Tindáreo, reina Clitemnestra, ¿qué necesidad te está apremiando? ¿Qué novedad hay? ¿De qué has oído hablar? ¿Qué mensaje ha influido en tu ánimo para que des órdenes de ofrecer sacrificios por todas partes? Todos los dioses de nuestra ciudad, los de las alturas, los subterráneos, los de nuestras puertas y nuestras plazas tienen ardiendo sus altares con las ofrendas. Acá y allá se eleva hacia el cielo la llama que avivan los suaves estímulos exentos de engaño del sagrado aceite y la ofrenda[31] sacada del fondo del palacio real. Dime de eso lo que sea posible y a la vez lícito, y con tus palabras tórnate médico de este cuidado que ahora tan pronto termina en angustia como saca esperanza de esos sacrificios que haces brillar, con la que aleja la insaciable inquietud que corroe mi alma.
ESTROFA: Dueño soy yo de cantar el mando ejercido por hombres en pleno vigor en virtud de felices augurios propicios a la expedición —que todavía la ancianidad que he alcanzado por voluntad de las deidades inspira persuasión a la fuerza de mis canciones— y cómo al poder de doble trono[32] de los aqueos[33], concorde caudillaje de la helénica juventud, con lanza y brazo vengador, contra la tierra teucra[34] lo envió el bélico augurio de un ave: dos reinas de las aves[35] —negra la una y de blanca cola la otra— se aparecieron a los reyes de nuestros navíos muy cerca del palacio, del lado de la mano que blande la lanza[36] en un lugar muy destacado. Estaban devorando una liebre preñada con su gravidez, tras haberle cortado su última carrera. Entona un canto de duelo, un canto de duelo; pero que el bien consiga triunfar.
ANTÍSTROFA: Cuando lo vio el sabio adivino de los ejércitos, reconoció en las belicosas devoradoras de la liebre a los dos Atridas, diferentes en el talante, caudillos con mando supremo, y dijo así explicando el prodigio: «Con el tiempo conquistará la ciudad de Príamo[37] esta expedición, y todos los numerosos ganados acumulados por sus habitantes tras de sus torres los va a saquear la Moira por la violencia. Solo hay un peligro: que la irritación de los dioses llegue a sumir en la obscuridad ese gran freno que se pondrá a Troya[38] forjado por nuestros ejércitos, pues la pura Artemis, por compasión, está irritada con los alados perros de su padre[39] porque han dado muerte a la mísera liebre con su preñez antes del parto[40] y odia ese festín de las águilas.» Entona un canto de duelo, un canto de duelo; pero que el bien consiga triunfar.
EPODO: «Como es tan bondadosa la Bella[41] con los cachorros que ni andar pueden de los fieros leones y disfruta tanto con las mamantonas crías de todas las fieras del campo, me pide que haga la interpretación de este portento, presagio que en parte nos es favorable, pero adverso en otro sentido. Invoco a Peán salvador[42], para que la diosa no envíe a los dánaos unos vientos contrarios que retengan las naves y les impidan por tiempo infinito la navegación, y manifieste así su exigente deseo de un sacrificio diferente[43], impío, en cuyo festín tampoco es lícito participar, autor de querellas en el seno de la familia, que entrañará incluso la pérdida del respeto al marido[44], pues queda en pie una espantosa, dispuesta siempre a alzarse de nuevo, pérfida regidora de la estirpe, la saña de buena memoria y vengadora de una hija[45] ». Junto a grandes bienes, tal fue el funesto destino que gritó Calcante[46] para la casa real, interpretando al mismo tiempo augurios favorables a la expedición. Acorde con ello, entona un canto de duelo, un canto de duelo; pero que el bien consiga triunfar.
ESTROFA: Zeus, quienquiera que sea, si así le place ser llamado, con este nombre yo lo invoco. Ninguna salvación me puedo imaginar, al sopesarlo todo con cuidado, excepto la de Zeus, si esta inútil angustia debo expulsar de verdad de mi pensamiento.
ANTÍSTROFA: Ni siquiera de aquel que antes fue grande[47] y que audacia sobrada tenía para luchar solo contra todos, ni siquiera de él se dirá que un día existió. El que después hubo nacido[48] desapareció al tropezar con un vencedor definitivo[49]. Así que, si alguno entona cantos triunfales en honor de Zeus, conseguirá la perfecta sabiduría.
ESTROFA: Porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se adquiera la sabiduría con el sufrimiento. Del corazón gotea en el suelo una pena dolorosa de recordar e, incluso a quienes no lo quieren, les llega el momento de ser prudentes. En cierto modo es un favor que nos imponen con violencia los dioses desde su sede en el augusto puente de mando.
ANTÍSTROFA: Y entonces el caudillo mayor[50] de las naves aqueas, sin hacerle reproches al adivino, cedió a los golpes de la mala suerte, cuando las tropas aqueas sufrían el agobio de no poder hacerse a la mar, con el consiguiente consumo excesivo de víveres, enfrente de Cálcide[51], en las rompientes de Áulide[52].
ESTROFA: Del Estrimón vinieron los vientos que originaron infaustas demoras, hambre y peligro para los anclajes, la dispersión de las dotaciones, sin perdonar tampoco naves y amarras, que alargaban el tiempo de la tardanza, y con el desgaste producido por la dilación iban fatigando a la flor del ejército aqueo. Pero después un remedio más grave para los jefes[53] que la dureza del temporal gritó al adivino apoyándose en Artemis, hasta el punto de que los Atridas con sus cetros golpearon la tierra sin poder contener el llanto.
ANTÍSTROFA: Entonces el mayor de los reyes habló y dijo así: «Grave destino lleva consigo el no obedecer, pero grave también si doy muerte a mi hija —la alegría de mi casa— y mancho mis manos de padre con el chorro de sangre al degollar a la doncella junto al altar. ¿Qué alternativa está libre de males? ¿Cómo voy yo a abandonar la escuadra y a traicionar con ello a mis aliados? Sí, lícito es desear con intensa vehemencia el sacrificio de la sangre de una doncella para conseguir aquietar los vientos. ¡Que sea para bien!».
ESTROFA: Y cuando ya se hubo uncido al yugo de la ineluctable necesidad, exhaló de su mente un viento distinto, impío, impuro, sacrílego, con el que mudó de sentimientos y con osadía se decidió a todo, que a los mortales los enardece la funesta demencia, consejera de torpes acciones, causa primera del sufrimiento. ¡Tuvo, en fin, la osadía de ser el inmolador de su hija, para ayudar a una guerra vengadora de un rapto de mujer y en beneficio de la escuadra!
ANTÍSTROFA: Ni súplicas ni gritos de «padre», ni su edad virginal para nada tuvieron en cuenta los jefes, ávidos de combatir. Tras la plegaria, como ella estaba arrebujada en sus vestidos y agarrándose al suelo con toda su alma, ordenó el padre a los que eran sus ayudantes en el sacrificio que la levantaran y la pusieran sobre el altar, como si fuera una cabritilla, y que con una mordaza sobre su bella boca impidieran que profiriese una maldición contra su familia,
ESTROFA: utilizando la violencia y la brutalidad de un freno que no le dejara hablar. Y mientras ella soltaba en el suelo los colores del azafrán[54], iba lanzando a cada uno de los sacrificadores el dardo de su mirada, que incitaba a la compasión. Daba la sensación de una pintura que los quisiera llamar por sus nombres, pues muchas veces había cantado en el salón de los varones en que su padre invitaba a la mesa a menudo, y, virginal, con su voz pura, honraba cariñosamente el fausto peán de su amado padre tras la tercera libación[55].
ANTÍSTROFA: Lo que ocurrió a partir de ese momento ni lo vi no lo voy a contar, pero el arte profético de Calcante no careció de cumplimiento. Justicia facilita el aprender a quienes han sufrido[56], y lo que ocurra en el futuro, cuando haya sucedido, tú lo podrás oír. Váyase en buena hora hasta que llegue el caso. Pero es igual llorarlo antes que ocurra, pues ha de venir con toda claridad con los primeros rayos de la aurora. ¡Ojalá haya un feliz resultado en estos sucesos (se abre la puerta del palacio y sale Clitemnestra) como lo desea ésa a quien más de cerca le toca, fortaleza que es defensora única del país de Apis!
CORIFEO: Vengo, Clitemnestra, a rendir homenaje a tu poderío, pues es de justicia honrar a la esposa del soberano, cuando está ausente del trono el varón. Tanto si estás ocupándote de hacer sacrificios por haber recibido buenas noticias, como si solo lo haces con la esperanza de recibirlas, lo escucharé con alegría, pero tampoco me quejaré, si te lo callas.
CLITEMNESTRA: Como portadora de buenas noticias, conforme al proverbio, nazca la aurora de su madre la noche. Vas a enterarte de una alegría que sobrepasa cuanto tú esperaras oírme: sí; los argivos ya han conquistado la ciudad de Príamo.
CORIFEO: ¿Cómo dices? Se me ha escapado el alcance de tus palabras, porque es increíble.
CLITEMNESTRA: ¡Que Troya es ya de los aqueos! ¿Hablo con claridad?
CORIFEO: La alegría me invade y al mismo tiempo me arranca lágrimas.
CLITEMNESTRA: Sí. Tus ojos delatan que tienes buenos sentimientos.
CORIFEO: ¿Y qué es lo que hace creerlo? ¿Tienes garantía de que es verdad?
CLITEMNESTRA: La tengo — ¿por qué no? —, a menos que un dios me haya engañado.
CORIFEO: ¿Acaso estás concediendo importancia a persuasivas visiones de sueños?
CLITEMNESTRA: No aceptaría yo la ilusión de una mente que está soñolienta.
CORIFEO: ¿Cebó, entonces, tu seguridad una noticia carente de alas?[57].
CLITEMNESTRA: Te has mofado de mi inteligencia como si yo fuera una niña chica.
CORIFEO: ¿Y en qué momento ha quedado arrasada esa ciudad?
CLITEMNESTRA: Te contesto: la noche pasada, la que ha dado lugar a este día.
CORIFEO: ¿Y quién podría llegar a anunciarlo tan pronto?
CLITEMNESTRA: Hefesto[58], enviando un brillante fulgor desde el Ida[59]. Desde el fuego que fue el primero en dar la noticia, cada hoguera fue enviando otra hoguera hasta aquí: el Ida al Hermeo, monte de Lemnos[60]. En tercer lugar, recibió de esta isla una gran hoguera la altura de Atos[61] consagrada a Zeus, y se elevó por aquellas alturas, como para venir por encima del mar para nuestro gozo, el vigor de la antorcha viajera <…>, y la ardiente resina del pino dio aviso a los vigías del monte Macisto[62] con la brillantez de un dorado fulgor semejante al del sol. No se anduvo en demoras el monte, ni vencido del sueño de modo insensato pasó por alto la parte que a él le tocaba en el mensaje, antes, al contrario, llegó allá lejos la luz de su hoguera, hasta las corrientes del Euripo[63] y dio la señal a los centinelas de Mesapio[64]. Estos encendieron, a su vez, otra hoguera, para que la señal siguiera adelante, prendiéndole fuego a un montón de brezo ya seco. La vigorosa llama, sin apagarse siquiera un momento, franqueó de un salto las tierras bajas del río Asopo[65], como luna resplandeciente, hasta la roca del Citerón[66] y provocó un nuevo relevo del fuego encargado de traer la noticia. El puesto de guardia no descuidó el encender una luz que llegara a lo lejos, más intensa aún de lo que se le había ordenado. Y la luz cruzó por encima del lago Gorgopis[67] y alcanzó hasta el monte Egiplanto[68], donde incitó a no omitir la orden que había de encender un fuego. Lo encendieron con ardor diligente y enviaron una enorme barba de fuego como para sobrepasar, iluminándolo, el promontorio desde cuya cumbre se divisa el golfo Sarónico[69]. Luego saltó y al punto llegó al monte Aracneo[70], puesto de observación ya vecino a nuestra ciudad, y a continuación alcanzó esta morada de los Atridas esa luz que no deja de ser descendiente del fuego prendido en el Ida. Tales eran mis instrucciones a los portadores de las antorchas: cada uno releve al otro, y vence el primero y el último en esta carrera. Y tal garantía y señal te digo de que desde Troya mi esposo me dio la noticia.
CORIFEO: Mujer, mi plegaria a los dioses en acción de gracias más tarde la haré. Ahora quisiera escuchar tu relato sin interrupción y llenarme de admiración conforme tú vayas hablando de nuevo.
CLITEMNESTRA: En el día de hoy ya los aqueos son dueños de Troya. Pienso que en esa ciudad se echan de ver voces que no son concordes. Si en la misma vasija pusieras vinagre y aceite, les podrías llamar enemigos, porque cada uno se mantiene aparte del otro. Del mismo modo es posible oír en sentido distinto las voces de los conquistados y sus vencedores, por el doble valor del suceso. De un lado, gente que se abraza en el suelo a los cadáveres de los maridos y los hermanos, o hijos que hacen lo propio a los cuerpos de quienes los engendraron y ya eran ancianos y todos hacen salir de su cuello, que ya ha perdido la libertad, gemidos por la muerte de sus seres más queridos. Por su parte, a los otros, la fatiga de haber andado de acá para allá durante la noche tras la batalla, los endereza a saciar su hambre con la comida que haya en la ciudad, sin ningún indicio de organización, sino cada cual conforme a la suerte que al azar le tocó. <Y> en las prisioneras casas troyanas habitan ya, libres de las heladas a la intemperie y de la escarcha, y como gente que tiene prosperidad dormirán la noche entera sin tener que hacer guardia. Si con piedad veneran a los dioses protectores del país conquistado y los templos de esas deidades, no se tornarán en el futuro de conquistadores en conquistados. Pero antes me temo que incurra el ejército en el deseo de devastar lo que no se debe, dominado por ansia de lucro, pues todavía es preciso que den la vuelta para hacer hacia atrás la segunda mitad de la carrera[71], que constituye la salvación del regreso a sus casas. Pero si consiguiera venir el ejército por no haber ofendido a los dioses, ni sucedieran imprevistas desgracias, aún quedaría despierto el sufrimiento por los que han muerto. Esto es lo que de mí, una mujer, estás oyendo. ¡Que el bien logre el triunfo como para verlo sin duda ninguna, que, de entre muchos bienes posibles, ya he escogido esta ventaja! [72].
CORIFEO: Hablas, mujer, con sensatez, como lo haría un prudente varón. Así que yo, como ya he escuchado tus fidedignas pruebas, me dispongo a invocar a los dioses del modo apropiado, pues se nos ha concedido un favor que bien merece el pago de nuestro esfuerzo.
CORO: ¡Oh Zeus Rey, y Noche[73] amiga que nos has deparado una gloria tan grande, que echaste una red en la que cayeran las torres de Troya de modo que nadie, ni grande ni chico pudiera escapar[74] de las fuertes mallas de la esclavitud, de un castigo al que todos están sometidos! Venero al grandioso Zeus protector de los huéspedes[75], al autor de esta hazaña, que contra Alejandro largo tiempo estuvo tensando su arco, para que ni antes del punto que era oportuno, ni por encima de las estrellas se clavara, inútil, el dardo.
ESTROFA: Pueden decir que la herida es de Zeus. Es posible inferir la certeza de esta afirmación: actuó tal cual decidió. Alguien dijo que las deidades no se dignan siquiera cuidarse de los mortales que pisotean el honor de lo inviolable. No era ése un hombre piadoso. La maldición se revela en los frutos de las ilícitas osadías de quienes se muestran más orgullosos de lo que es justo, cuando en exceso sus casas rebosan sobrepasando la medida óptima. Tenga sin daño la riqueza, de modo que pueda bastarle, quien por su suerte ha logrado la sabiduría, pues no es un baluarte la riqueza para el varón que por buscar la saciedad da un puntapié al grandioso altar de la Justicia, para hacerla desaparecer.
ANTÍSTROFA: Lo fuerza la insistente Persuasión[76], irresistible hija del Error que actúa de consejero, y todos los remedios resultan inútiles. No queda entonces oculta la maldad, sino que se presenta ante los ojos con una luz de resplandor terrible. Lo mismo que acontece con un bronce de mala calidad, que se va ennegreciendo a fuerza del uso y los golpes, así le ocurre al hombre injusto al verse sometido a la justicia —porque es cual un niño que persigue a un pájaro que vuela— y echa sobre su pueblo insoportable oprobio. No escucha sus plegarias ninguno de los dioses, que la deidad castiga al hombre que es injusto por frecuentar el crimen. Así también fue Paris, que vino a la morada de los hijos de Atreo y deshonró la mesa de su huésped robándole la esposa.
ESTROFA: Ella dejó tras sí, a sus conciudadanos, combates con escudos y con lanzas, y el tener que equipar una escuadra, mientras que como dote llevó a Ilio la destrucción; pues, cuando con rapidez salió a través de su puerta, tuvo la audacia de realizar una acción que no es tolerable. Mucho gemían al decir esto los adivinos de este palacio: «¡Ay, ay del palacio! ¡Ay del palacio y de sus príncipes! ¡Ay del lecho y las huellas de pasos en pos del amor de un hombre! Se pueden ver los silencios de quien se aparta de todo lleno de dolor, signos éstos de su honra herida, pero sin expresión de reproche. Por la nostalgia de la que está más allá del mar, parecerá que un fantasma reina en palacio.» La gracia de las bellas estatuas le resulta odiosa al marido[77], y en el vacío de su mirada está ausente toda Afrodita[78].
ANTÍSTROFA: «Hay es sus sueños apariciones que le hacen sufrir, que solo le traen una vana alegría, pues cuando está viendo lo que cree que es su bien, la visión se le escapa inmediatamente de entre los brazos, luego de haberse esfumado sin realidad en la compañía de los alados caminos del sueño.» Éstos son los dolores que pesan sobre el hogar de este palacio y otros incluso más graves que éstos. En cuanto al conjunto del pueblo, en cada morada se advierte un duelo que el alma lacera por los que partieron de la tierra de Helén[79]. Muchas son las desdichas que hieren el corazón. Cada cual sabe a qué familiares dio la despedida, pero en vez de hombres vuelven a la casa de cada uno urnas y cenizas.
ESTROFA: Ares, el dios que cambia por oro cadáveres[80], el que en el combate con armas mantiene en el fiel la balanza, manda desde Ilio a los deudos de los combatientes, en lugar de hombres, un penoso polvo incinerado, llenando y llenando calderos con la ceniza bien preparada. Y gimen sin tregua mientras elogian al guerrero muerto: a éste porque era diestro en el combate; a aquél porque cayó gloriosamente en la matanza de una guerra ¡por la esposa de otro! Todos le gruñen en voz baja, y un dolor rencoroso se va difundiendo clandestinamente contra los Atridas, los promotores de la venganza. Otros, en fin, allí mismo, en torno a los muros de la tierra de Ilio, con sus cuerpos intactos[81], tienen sus tumbas. Tierra enemiga ha cubierto a quienes la estaban conquistando.
ANTÍSTROFA: Cosa grave es la voz de unos ciudadanos que sientes rencor. El gobernante paga la deuda cuando la maldición del pueblo se cumple. Mi angustia espera escuchar algo aún oculto por las tinieblas, que a los autores de tantas muertes no dejan de verlos los dioses, y con el tiempo las negras Erinis, al que ha ido teniendo fortuna feliz, pero al margen de la justicia, mediante un cambio de la fortuna que arruina su vida, lo sumen en la obscuridad, pues no tiene fuerza para defenderse el que se encuentra ya entre los muertos. Gozar de una fama desmedida es algo muy grave, que el rayo de Zeus alcanza la casa de la gente así. Prefiero un bienestar que no provoque envidia. ¡Nunca sea yo destructor de ciudades! ¡Ni, prisionero, vea mi vida sometida a otro!
EPODO: —A consecuencia de ese fuego portador de buenas noticias, un rumor recorre veloz la ciudad. Pero ¿quién sabe si eso es verdad o, en cierta medida, solo un engaño de las deidades?
—¿Quién es tan pueril o tiene un juicio tan tocado, que enardezca su corazón por los recientes mensajes de una llama, para después sufrir si cambia el cuento?
—Propio de una mujer investida de autoridad es dejarse arrastrar por la alegría antes de que el suceso se manifieste en la realidad.
—Crédulo en exceso, el corazón femenino se deja ganar fácilmente al conmoverse con rapidez; pero también, con vida corta, perece el rumor propagado por una mujer.
Se acerca un heraldo.
CLITEMNESTRA: Pronto sabremos si dicen verdad esos relevos de teas portadoras de luz y las luminosas señales del fuego o si, a modo de un sueño, este grato fulgor que ha venido engañó nuestra mente. Porque estoy viendo que, de la parte de la costa, viene un heraldo coronado con ramos de olivo[82]. El polvo sediento, hermano del barro[83] me atestigua esto: que dará noticias, pero no sin voz ni con humo de fuego encendiendo una hoguera con leña en el monte, sino que al hablar nos dirá una alegría mayor… — descarto un relato contrario a ése—, pues ¡ojalá que al bien ya aparecido venga a sumarse un nuevo bien!
CORIFEO: ¡Y quien de otra forma haga votos para otra ciudad, que recoja él los frutos del error de su pensamiento! (Entra en escena un heraldo)
HERALDO: ¡Oh suelo patrio de mi tierra argiva! ¡He llegado a ti con esta luz del amanecer después de diez años y he conseguido el cumplimiento de una sola esperanza entre otras muchas que me fallaron! ¡Nunca podía yo imaginar que moriría en tierra de Argos y que parte tendría en una tumba que era para mí la más amada! ¡Yo te saludo, tierra mía, y a ti, luz del sol, y al soberano de esta tierra —Zeus— y a ti Señor Pitio[84], que ya no lanzas contra nosotros flechas con tu arco! ¡Bastante hostil nos fuiste ya junto al Escamandro[85]! ¡Sé, en cambio, ahora nuestro médico salvador, Señor Apolo! ¡También saludo a todos los dioses que presidían nuestras batallas[86] y a mi protector Hermes, heraldo amado que es venerado por todo heraldo[87]! ¡Y a los héroes[88] que nos despidieron cuando partimos! ¡Acoged propicios de nuevo al ejército que abandonó con vida la lanza! ¡Oh palacio de nuestros reyes, estancias amadas, augustas sedes[89] y deidades que miráis hacia el sol[90], acoged con honor, como antaño hacíais, a nuestro Rey con esos rostros radiantes de alegría tras largo tiempo! Sí, porque el rey Agamenón viene portando una luz que brilla en la noche al mismo tiempo para bien vuestro y el de todos los que aquí están. Saludadlo con gozo, pues lo merece, que arrasó a Troya con la piqueta de Zeus Vengador, mediante la cual fue conquistado el suelo de Troya. Ya no hay en ella rastro de altares ni templos de dioses, y la semilla de todo el país ha perecido. Luego de haber impuesto a Troya un yugo tan duro, ya están llegando nuestro soberano, el mayor de los hijos de Atreo, venturoso varón. Es el más digno de ser honrado entre todos los hombres de hoy, pues ni Paris ni su ciudad entera se ufanan ya de que su ofensa fuera más grande que el sufrimiento de su castigo, ya que se vio condenado a sufrir la pena por el rapto[91] y el robo[92]: perdió su botín y arrasó su propio país y casa paterna con una total carnicería. Doble han pagado su crimen los hijos de Príamo.
CORIFEO: ¡Alegría, heraldo que vienes de parte del ejército aqueo!
HERALDO: Alegre estoy. Ya no me importa morir, si place a los dioses.
CORIFEO: ¿Te atormentó el deseo de esta tu tierra patria?
HERALDO: Tanto, que de alegría ahora lloran mis ojos.
CORIFEO: Estabais heridos de nuestra misma grata dolencia.
HERALDO: ¿Cómo dices? Si me lo explicas, me adueñaré de tu respuesta.
CORIFEO: Estabais heridos por el amor de quienes también os amaban.
HERALDO: ¿Quieres decir que este país sentía añoranza por el ejército que lo añoraba?
CORIFEO: Hasta gemir con frecuencia desde lo hondo de mi corazón sumido en el duelo.
HERALDO: ¿De dónde os venía esa penosa tristeza por el ejército?
CORIFEO: Ha tiempo que tengo el callar por medicina de mi desgracia.
HERALDO: ¿Y cómo? ¿Tenías miedo de alguien, al estar ausentes los reyes?
CORIFEO: Hasta el punto que ahora, igual que tú dices, incluso haber muerto[93] sería para mí una gran alegría.
HERALDO: Sí, se ha conseguido. Pero, al pasar un largo tiempo, de unos mismos sucesos puede decir alguno que fueron venturosos, y otro, a su vez, que fueron motivo de aflicción. ¿Quién, excepto los dioses, está libre de dolor todo el tiempo a través de los años? ¡Si yo os contara las fatigas, las noches al relente, el limitado espacio en la nave, la cama molesta…! ¿En qué momento del día nos faltó la ocasión de gemir? Pero luego, ya en tierra, hubo incluso un mayor horror: estaban nuestros lechos junto a los muros del enemigo; caía del cielo el rocío, y las humedades de las praderas que hay en la tierra iban goteando sobre nosotros, daño permanente para nuestra ropa, y nos llenaban el pelo de bichos. ¡Y si uno hablara del invierno, causa de muerte para las aves — ¡qué insoportable nos lo hacía la nieve del Ida! —, o del calor, cuando en su lecho, al mediodía, cae el mar y duerme sin olas, sin que siquiera sople la brisa…! ¿Por qué lamentarlo? Pasaron las penas. Y una vez pasadas, a los que están muertos ya no les preocupa ni el que nunca de nuevo se podrán en pie; y para nosotros, los que quedamos del ejército argivo, tiene mayor importancia el provecho obtenido, sin que lo mengüe aquel sufrimiento. ¿Qué necesidad hay de hacer la cuenta de los que murieron y que el vivo sufra por el rigor de la mala fortuna? Creo que es digno que nos alegremos por estos sucesos, porque es justo jactarnos a la luz de ese sol que vuela por encima de mares y tierras: «Luego que un día conquistó Troya el ejército argivo, dedicó este botín a los dioses en cada templo que hay en la Hélade, en testimonio de su antiguo esplendor.» Quienes oigan tales hazañas deben elogiar a la ciudad y a sus caudillos. Y será honrado el favor concedido por Zeus, que fue quien hizo que así sucediera. Ya has escuchado entero el relato.
CORIFEO: No niego que he sido vencido por tus argumentos, pues siempre tiene el anciano facilidad para aprender de la juventud. Pero es lógico que interesen estas noticias, sobre todo al palacio y a Clitemnestra, pero que a la vez a mí me enriquezcan.
CLITEMENESTRA: Ha tiempo que grité de alegría, cuando vino el primer mensajero nocturno del fuego a comunicarnos la conquista y destrucción de Troya. Pero hubo quien zahiriéndome dijo: «¿Crees tú que Troya ya está destruida y has dado crédito a una simple señal luminosa? ¡cuán cierto es que lo que puede esperarse de una mujer es que se excite su corazón!»[94] Con tales razones se me presentaba como un ser inestable. A pesar de todo, ofrecí sacrificios, a la vez que los hombres, con rito al parecer mujeril, unos desde un lado y otros desde otro, por toda la ciudad, lanzaban gritos de victoria entre clamores de buen augurio y, luego, en los templos de las deidades consumían la llama olorosa que devora las víctimas ofrecidas. ¿Qué falta hace que tú me digas más ahora? ¡Del propio Rey conseguiré saberlo todo! Voy a apresurarme con la mayor celeridad a recibir en su regreso a mi marido, merecedor de mi respeto, pues, para una esposa ¿qué luz más dulce de ver que ésa: abrirle la puerta al marido, cuando regresa de una campaña porque un dios lo salvó? Anúnciale esto a mi esposo: que venga lo más pronto que le sea posible, que el pueblo lo ama, que, cuando llegue, encontrará en su palacio una esposa fiel, tal cual la dejó, un perro guardián de su casa, leal con él y hostil con los que mal lo quieren, y del mismo modo en todo lo demás, y que ningún sello[95] ha roto a lo largo de un tiempo de ausencia tan prolongado, que ni el placer de otro hombre ni habladurías sobre mi honra conozco más que el oficio de dar brillo al bronce. Esta jactancia llena de verdad no constituye ningún deshonor decirlo en voz alta para una mujer que tiene nobleza.
Clitemnestra entra en palacio.
CORIFEO: Así ha hablado ella para ti, conforme lo entiendes, discurso especioso para agudos intérpretes. Pero dime, heraldo; te pregunto si Menelao está de regreso, y sano y salvo vuelve con vosotros el amado príncipe de este país.
HERALDO: No existe modo de que yo te cuente hermosas mentiras para que mis amigos saquen de ella provecho por largo tiempo.
CORIFEO: ¿Cómo, entonces, podrías decirnos algo ventajoso que al mismo tiempo fuera verdad?
HERALDO: Nuestro hombre desapareció del ejército aqueo, él y su nave. No digo mentira.
CORIFEO: ¿Se hizo a la mar desde Ilio a la vista de todos o lo separó de la escuadra una tormenta que alcanzó a toda la flota?
HERALDO: Has dado en el blanco como un buen arquero. Con pocas palabras has expresado un desastre de gran duración.
CORIFEO: ¿Y los rumores de otros navegantes le daban por vivo o por muerto?
HERALDO: Nadie lo sabe como para poder decirlo con claridad, excepto el sol, que nutre el vigor de la tierra.
CORIFEO: ¿Cómo dices que se abatió la tempestad sobre nuestras fuerzas navales por el rencor de las deidades y cómo acabó?
MENSAJERO: No es adecuado contaminar un día fausto con una lengua que anuncie malas noticias, que la honra debida a los dioses no es coincidente[96]. Cuando un mensajero con el rostro triste lleva a una ciudad el odioso dolor de su ejército aniquilado —que una sola herida ha sufrido la ciudad entera, que de muchas casas han sido arrancados muchos guerreros por el doble látigo[97] tan grato a Ares, calamidad de doble punta, yunta sangrienta[98]—, cargado de tales dolores, es adecuado que entone un peán en honor de las Erinis. Pero el mensajero de buenas noticias sobre sucesos de salvación que llega a una ciudad que es próspera y feliz… ¿de qué manera mezclaré yo lo que es agradable con las desgracias, relatando la tempestad que no sin la ira de las deidades hubieron de sufrir los aqueos? Sí, se conjuraron, a pesar de ser antes los más enemigos, el fuego y el mar, y, en prueba de fidelidad, destruyeron la desdichada escuadra griega. En plena noche se había levantado el infortunio de un oleaje cruel. Los vientos de Tracia destrozaban las naves unas contra otras. Y corneándose por la furia del tifón y la violenta acometida de la lluvia, fueron desapareciendo con el remolino que originaba ese mal pastor[99], y al elevarse el resplandeciente fulgor del sol, vemos que el mar Egeo está floreciente con los cadáveres de guerreros aqueos y restos de naves. A nosotros y a nuestra nave, con su casco intacto, la verdad es que un dios —no era ser humano— nos hurtó a la tormenta o rogó con súplicas nuestra salvación, luego de haber sujetado el timón. La diosa Fortuna salvadora, sintiendo amor[100] por nuestra nave, fue sentada en ella, de modo que ni estando anclada pudiera sufrir violentos bandazos debido a las olas ni durante la travesía chocase con tierra rocosa. Luego de haber escapado del Hades marino, a lo largo del claro día, sin haber puesto aún nuestra confianza en la buena suerte, íbamos apacentando con el pensamiento el nuevo dolor de que la escuadra hubiera sufrido aquel desastre y de que hubiera quedado míseramente destrozada. Si ahora alguno de aquéllos se encuentra vivo, dirá de nosotros que estamos muertos ¿cómo no? —y nosotros pensamos lo mismo de ellos—. ¡Que llegue a ocurrir lo mejor! Así que, en primer lugar y sobre todo, espera que venga Menelao. Si un rayo de sol va buscándolo vivo y aún con los ojos abiertos, con la ayuda de Zeus, que todavía no quiere aniquilar su estirpe, hay cierta esperanza de que a su morada regresará. Luego de haber escuchado tan importantes noticias, sabe que estabas oyendo toda la verdad. (Sale de escena.)
ESTROFA: ¿Quién le dio el nombre de Helena con absoluta verdad? ¿Acaso alguno a quien no vemos que con su previo conocimiento de lo dispuesto por el destino rige su lengua ajustada a esa suerte? Dio el nombre de Helena[101] a la casada que fue disputada, que causó la guerra. Luego fue, de modo adecuado a su nombre, destructora de barcos, de hombres y pueblos, que abandonando la delicia y riqueza de sus cortinajes, se hizo a la mar bajo el soplo del Céfiro de la tierra nacido[102], y numerosos varones, cazadores armados de escudo, tras el rastro invisible de los remos, arribaron a las frondosas riberas del Simunte[103], debido a sangrienta Discordia[104].
ANTÍSTROFA: La Ira[105] que lleva a término sus sentimientos hizo que a Ilio llegara un bien llamado parentesco político[106] y con él el dolor[107], haciendo pagar con el paso del tiempo y la ayuda de Zeus, defensor del hogar, la deshonra infligida a la mesa[108], a los que honraron impíamente la canción en honor de los novios, canto de bodas que entonces correspondió a los parientes cantar[109]. Pero en su lugar fue aprendiendo otro himno la ciudad de Príamo venerable por su antigüedad, un himno abundante en lamentos que fue gimiendo a lo largo del tiempo, mientras a Paris llamaba «el del funesto lecho nupcial», destructor de todas las cosas, pues por su culpa soportó una vida de llanto por la infortunada sangre vertida de sus ciudadanos.
ESTROFA: Igual que cuando un hombre cría en su casa un cachorrillo de león no amamantado del todo y aficionado aún a la ubre materna, que en los comienzos de su vida es manso, trata con amor a los niños y sirve a los viejos de distracción —muchas veces alguien lo tiene en brazos como si fuera un niño de pecho, y él, mientras, dirige a la mano sus ojos brillantes moviendo la cola impulsado por su vientre vacío—,
ANTÍSTROFA: pero, luego que el tiempo pasa, demuestra el instinto que ha recibido de sus padres, y, a quienes lo criaron, les devuelve el favor con la calamidad de matar sus ovejas y se prepara un festín sin que nadie lo invite, con lo que la casa se inunda de sangre —dolor que no pueden sus habitantes combatir—, terrible azote causante de innúmeras muertes. Un sacerdote de la Ruina que un dios ha enviado es lo que ha sido criado en la casa.
ESTROFA: Podría decir que, al principio, a la ciudad de Troya llegó el espíritu de bonanza sin viento <y> el dulce ornato de la riqueza, el tierno dardo de la mirada, la flor del amor que muerde el corazón. Pero torció su camino y llevó a cabo la amarga consumación de la boda, la de funesta llegada y trato funesto para los hijos de Príamo, con la misión recibida de Zeus, protector de los huéspedes, una Erinis que hizo llorar a muchas esposas.[110].
ANTÍSTROFA: Hay acuñada una vieja sentencia dicha entre los hombres desde los tiempos más antiguos: «Cuando la prosperidad de un ser humano llega a ser grande, engendra hijos, no muere sin ellos, y de esa buena fortuna le brota a la estirpe insaciable miseria.» Pero, aparte de lo que otros digan, yo tengo mi opinión personal: la acción impía engendra después otras muchas que son semejantes a su propia casta, pues el destino de aquellas casas que se ajustan a la justicia es el de tener hijos honrados.
ESTROFA: Mientras que una soberbia antigua suele engendrar una nueva soberbia más pronto o más tarde en los hombres malvados, cuando llega la hora fija del parto y una deidad contra la que no es posible combate ni guerra, la sacrílega temeridad de la ceguera, luctuosa para los mortales, semejante a sus padres.
ANTÍSTROFA: Pero Justicia resplandece en las moradas manchadas de humo[111] y honra al varón que tiene mesura; en cambio abandona, volviendo los ojos, las mansiones adornadas de oro con manos manchadas[112], y pasa adelante hacia las piadosas, sin sentir respeto por el poder de la riqueza, destacado por la alabanza, y lo conduce todo a su fin.
Entran en escena, en un carro, Agamenón y Casandra. Los acompaña numeroso séquito.
CORO: ¡Ea, mi Rey, conquistador de Troya, descendiente de Atreo! ¿cómo debo yo saludarte?, ¿cómo rendirte honores sin propasarme ni quedarme corto en el homenaje que se te debe? Muchos mortales estiman las apariencias con preferencia a la realidad, y así la justicia conculcan. A lamentarse con el fracasado está dispuesto todo el mundo, pero el mordisco de la pena no llega a tocar su corazón, y <al revés>[113], se alegran con otros y adoptan un aire festivo, forzando sus rostros, en los que no hay una risa espontánea. <…> Pero al que conoce bien su rebaño[114] no se le ocultan las miradas de un hombre con apariencia de halagos procedentes de un corazón favorable, pero reveladoras de una amistad adulterada. Cuando antaño tú preparabas la partida de la expedición por causa de Helena —no voy a ocultarlo— te me representabas de un modo muy alejado de la cultura y no rigiendo bien el timón de tu inteligencia, porque tratabas de darles ánimos a unos guerreros que estaban en trance de muerte por medio de sacrificios[115]. Pero ahora, desde lo profundo de mi corazón y no sin cariño, me siento contento con quienes ya han dado fin a su esfuerzo. Conocerás con el tiempo, si tú investigas, al ciudadano que con justicia vela por nuestra ciudad y al que lo hace de un modo que no es conveniente[116].
AGAMENÓN: En primer lugar, es justo que yo mi saludo dirija a Argos y a los dioses de nuestro país, mis colaboradores en nuestro regreso y en el castigo que impuse a la ciudad de Príamo, porque los dioses, sin escuchar defensas jurídicas dichas con la lengua, sin vacilaciones, en una urna ansiosa de sangre depositaron sus votos en favor de que hombres murieran y de que fuera destruida Ilio. A la urna contraria, que no se llenaba, solo, se acercaba la esperanza que infundía la mano[117], y la ciudad, ya conquistada, aún ahora se distingue con facilidad por el humo[118]. Solo viven allí torbellinos de ruina. Con dolorosa muerte, la ceniza despide densos vapores de riquezas[119]. Por esto debemos pagar a los dioses una gratitud que nunca se olvide, puesto que hicimos que nos pagaran el despreciativo rapto de Helena, y, por una mujer, el monstruo argivo[120] —la cría del caballo[121], la tropa portadora de escudos—, que dio un salto enorme al ponerse las Pléyades[122], redujo a polvo una ciudad. Luego de haber saltado más allá de la torre un león carnicero[123], fue lamiendo la regia sangre hasta saciarse. En honor de los dioses alargué este preludio. En cuanto a tus sentimientos, tan cual los oigo en mi memoria los tengo anotados. Te digo lo mismo: tienes en mí un defensor. A pocos hombres les es connatural el rendir honores sin sentir envidia al amigo que tiene suerte. Un veneno malévolo que se le agarra al corazón dobla el dolor del que ya tiene esa enfermedad. Se mortifica personalmente con sus propios padecimientos y gime al ver la dicha ajena. Como lo sé, lo puedo decir, pues conozco muy bien el espejismo del trato amisto. Una imagen de sombra eran realmente quienes parecían serme leales. Tan solo Odiseo, precisamente el que se hacía a la mar mal de su grado[124], una vez uncido, era para mí un verdadero caballo amadrinado[125]. Esto te lo digo de cualquiera, ya vivo, ya muerto. Lo demás que concierne a la ciudad y a los dioses, luego que convoquemos debates públicos, en la asamblea general del pueblo lo decidiremos. Hay que ver el modo de que permanezca y dure mucho tiempo lo que está bien, mientras que en aquellos que se hacen precisos remedios salutíferos, cauterizaremos o sajaremos con benevolencia e intentaremos alejar el daño de la enfermedad. Cuando ahora haya entrado en mi palacio y morada, en el hogar familiar, alzaré primero mi mano en honor de los dioses que me enviaron lejos de aquí y aquí me trajeron de nuevo. ¡Ojalá que la victoria que me acompañó permanezca aquí para siempre!
Sale a escena Clitemnestra acompañada de sirvientas que traen en sus manos ricos vestidos y una alfombra.
CLITEMNESTRA: Varones de nuestra ciudad, prez de los argivos, ninguna vergüenza voy a sentir de deciros cómo amo a mi esposo. Con los años pierde la timidez el ser humano. No voy a contarte algo aprendido de otras personas, sino las penas de mi propia vida, mientras él estaba al pie de Ilio. En primer lugar, que una mujer se quede en su casa, lejos de su hombre, es una terrible desgracia. Oye continuamente rumores malignos: apenas ha llegado uno cuando otro trae un sufrimiento más grave que el anterior, todos diciendo a gritos desgracias para su casa. Si mi marido hubiera recibido tantas heridas como los rumores traían a casa, tendría más agujeros, puede decirse, que tiene una red. Y, si hubiera muerto como propagaban las habladurías, sería un segundo Gerión de tres cuerpos[126] y podría presumir de haber recibido un triple cobertor de tierra [abundante por encima de él, pues no me refiero a la de abajo], luego de haber muerto una vez por cada una de sus tres formas. Por esta clase de cuentos malintencionados, otras personas, a la fuerza, soltaron numerosos nudos corredizos colgados del techo cuando ya mi garganta apretaban. Ésa es la causa de que nuestro hijo no esté aquí a mi lado, como debiera, Orestes, prenda de nuestra mutua fidelidad. No extrañes eso. Lo está criando un huésped aliado que hacia nosotros está bien dispuesto, Estrofio el foceo[127], que me hizo comprender la posibilidad de un doble dolor: tu riesgo al pie de los muros de Ilio y si una clamorosa revuelta del pueblo derribara al Consejo, según lo que es connatural a los mortales: pisotear al que ya está caído. En realidad, semejante excusa no encierra engaño. Las fuentes del llanto que otrora manaban como torrentes, se me han secado. Ya no me queda ni una sola gota. Tengo enfermos mis ojos de acostarme al amanecer, por pasarme la noche llorando el que la antorcha que me había de anunciar tu regreso jamás se encendiera. De mis sueños me despertaba con el leve vuelo de un rumoroso mosquito, mientras veía en mis pesadillas en torno a ti un mayor número de sufrimientos de los que cabía en el tiempo que estaba dormida. Ahora ya, después de haber soportado todos esos dolores, con el corazón libre de angustia, puedo llamarle a este hombre perro guardián de los establos, cable salvador de la nave, firme columna de un alto techo, único hijo que tiene un padre, arroyo que brota de un manantial para el caminante sediento, y tierra que contra toda esperanza aparece a la vista de unos navegantes, día el más bello de contemplar tras la tormenta. [Es dulce escapar de cualquier cosa que se ha sufrido sin poder evitarla.] De estos nombres lo estimo digno. ¡Que la envidia permanezca lejos de él!, que muchos han sido los males pasados que hemos venido soportando. Ahora, mi esposo querido, desciende ya de este carro sin poner en el suelo tu pie, soberano destructor de Ilio. Esclavas, ¿por qué demoráis dar cumplimiento a la orden que se os ha dado de alfombrar el suelo por donde ha de pisar? ¡Que queda al momento el camino cubierto de púrpura, para que Justicia lo lleve a una mansión inesperada! Lo demás que el destino tiene ya decretado, lo hará, como es justo, con la ayuda de las deidades mi pensamiento, que nunca fue vencido del sueño.
AGAMENÓN: Descendiente de Leda[128], guardián de mi palacio, has hablado de modo semejante a mi ausencia, pues largamente te has extendido. Pero, en lo concerniente a alabarme de forma adecuada, ese honor debe venir de otras personas. Por lo demás, no me trates con esa molicie, con modos que son apropiados para una mujer, ni, como si fuera un hombre bárbaro, abras tu boca con aclamaciones con la rodilla en tierra en m honor, ni provoques la envidia tapizando de alfombras mi senda. Con eso solo a los dioses se debe rendir honor, que a mí no deja de darme miedo, siendo solo un mortal, caminar sobre esa belleza bordada. Quiero decirte que, como a un hombre, no como a un dios, me des honores. Sin necesidad de alfombras ni bordados, mi fama grita, y el tener sentimientos sensatos es el máximo dos de la deidad. Hay que estimar hombre dichoso solo al que ha acabado su vida con una grata prosperidad. Yo tendría seguridad de conseguirlo, si en todo me fuera bien como hasta ahora.
CLITEMNESTRA: Pues bien, dime una cosa sin disimular tu pensamiento.
AGAMENÓN: Sábelo bien: no voy a falsear lo que yo piense.
CLITEMNESTRA: ¿Hubieras tú hecho a los dioses una promesa, de haber sentido algún temor, de hacer esto así?
AGAMENÓN: Desde luego, si alguien que bien lo hubiera sabido me hubiera explicado este rito.
CLITEMNESTRA: ¿Qué te parece que hubiera hecho Príamo, si este triunfo hubiera logrado?
AGAMENÓN: Estoy seguro de que hubiera marchado sobre bordados.
CLITEMNESTRA: No respetes, entonces, la humana censura.
AGAMENÓN: Tiene, no obstante, mucho poder la voz del pueblo.
CLITEMNESTRA: No es afortunado aquél a quien nadie envidia.
AGAMENÓN: No es propio de una mujer estar deseosa de discusión.
CLITEMNESTRA: También le está bien al dichoso dejarse vencer.
AGAMENÓN: ¿Tanto estimas tú la victoria en esta disputa?
CLITEMNESTRA: Hazme caso concédeme de buen grado el triunfo.
AGAMENÓN: Si así te parece, que alguien me quite al momento el calzado que hace el oficio de esclavo para mis pisadas, ¡y ojalá que al pisar esta púrpura no me alcance de lejos la envidia de la mirada de las deidades! Siento mucha vergüenza de arruinar el palacio al destrozar con los pies la riqueza y los tejidos comprados a fuerza de plata. Sea, en fin, esto así. (Señalando a Casandra.) Acoge en palacio benévolamente a esta extranjera, que con grado mira la deidad desde lejos al que ejerce el poder con benignidad, porque nadie lleva por su gusto el yugo de la esclavitud. Ella, como flor escogida de entre muchas riquezas, un regalo que me ha hecho el ejército, ha venido conmigo. Pero, ya que me he visto obligado a hacerte caso en esto, voy a entrar en palacio pisando la púrpura.
Agamenón baja del carro y se dirige al palacio.
CLITEMNESTRA: Existe el mar — ¿quién lo agotará? —, que cría un chorro siempre renovado de abundante púrpura, valiosa cual plata, que sirve de tinte para los vestidos; y además nuestra casa, señor, tiene eso de sobra, gracias a los dioses, que el palacio no está acostumbrado a carecer de nada. Yo hubiera hecho la promesa de pisotear numerosos vestidos, si me lo hubiera prescrito el profético templo, cuando andaba buscando el medio de rescatar tu vida, pues mientras tiene vida la raíz, llega hasta la casa el follaje y extiende su sombra protectora contra la canícula. Del mismo modo, al llegar tú al hogar del palacio, significa que vino el calor en pleno invierno, y en el tiempo en que Zeus va madurando el mosto en las uvas agraces, si un marido en pleno vigor frecuenta la casa, con él entra ya entonces en ella el aire fresco. (Tan pronto como Agamenón ha entrado en el palacio, Clitemnestra dice:) ¡Zeus, Zeus, deidad sin quien nada se cumple, haz que se cumplan mis plegarias! ¡Ojalá te preocupes realmente de eso a que vas a dar fin! (Clitemnestra entra en el palacio. Queda abierta la puerta.)
ESTROFA: ¿Por qué este terror revolotea con persistencia y se pone delante de mi corazón que presiente el futuro? Mi canción vaticina sin que nadie se lo haya mandado ni le haya pagado por ello, pues no toma asiento en el trono de mi corazón un atrevimiento que impulse a escupir cual si se tratara de sueños de difícil interpretación. Ha envejecido el tiempo desde que, recogidos los cables de las amarras llenos de arena, hasta los muros de Ilio se dirigió el ejército a bordo de naves.
ANTÍSTROFA: Me he enterado por mis propios ojos de su regreso. Por mí mismo soy de ello testigo. Y sin embargo, mi corazón, sin ayuda de lira, canta por dentro el fúnebre canto de Erinis, sin que nadie se lo haya enseñado, sin tener ya valor para abrigar alguna esperanza. No hablan en vano mis sentimientos junto a mi alma justiciera, corazón que se agita gritando dentro de círculos que se cierran. Ruego que todo ello sea falso y que sin que ocurra lo que yo temo, caiga allá donde no llegue a cumplirse.
ESTROFA: No puede lograrse del todo el más alto grado de una muy robusta salud, porque, vecina, pared por medio, siempre la ataca la enfermedad; y, cuando el destino de un hombre sigue derecho su camino, <con repentina mala fortuna> choca contra un escollo que no se veía. Y, si en lugar de la riqueza acumulada, solo una parte arroja al mar, midiendo bien lo que se tira, no se derrumba toda la casa, aunque en exceso esté llena hasta rebosar, ni se va a pique el barco. El don abundante que viene de Zeus y la cosecha obtenida de campos que se laboran año tras año son suficientes para matar la plaga del hambre[129].
ANTÍSTROFA: Pero, ante todo, la negra sangre caída a tierra de una sola vez con la muerte de un hombre ¿quién podrá volver a llamarla a la vida mediante ensalmos? Ni siquiera aquel que aprendió a resucitarla de entre los muertos[130], pues Zeus hizo que dejase de hacerlo para evitar el daño. Pero si un destino que ya está fijado no impidiera que otro destino decretado por las deidades le saque ventaja, mi corazón se adelantaría a mi lengua para expresar esos sentimientos[131]: pero ahora brama en las tinieblas, afligido y sin esperanza de que algún día vaya a devanar de su enardecido pensamiento algún consejo favorable.
Sale Clitemnestra del palacio.
CLITEMNESTRA: Entra también tú —me refiero a Casandra[132]—. Puesto que Zeus, con benevolencia, te ha hecho partícipe de las abluciones[133] en nuestra morada, puesta en pie en compañía de muchos esclavos junto al altar protector de nuestra riqueza, baja de ese carro y no seas demasiado orgullosa. Cuentan que también el hijo de Alcmena[134] fue vendido en cierta ocasión y soportó como medio de vida el pan de la esclavitud[135]. Si la inevitable necesidad inclina la balanza hacia esa triste suerte, es ventajoso tener amos ticos de mucho tiempo. Por el contrario, quienes sin jamás esperarlo tienen una cosecha abundante, son crueles para sus esclavos en todo y más allá del nivel adecuado. <…>. De nosotros obtienes lo que está establecido por la costumbre.
CORIFEO: (A Casandra.) Acaba de decirte unas razones claras, y puesto que has sido atrapada en el interior de redes fatales, tú podrías obedecerle, si te dejaras persuadir; pero tal vez desobedezcas.
CLITEMNESTRA: Si no es desconocida y bárbara su lengua, como de golondrina, la voy a persuadir, diciéndole razones que penetrarán en su inteligencia.
CORIFEO: (A Casandra.) Síguela. Te dice lo mejor en estas circunstancias. Abandona ese asiento del carro.
CLITEMNESTRA: No dispongo de tiempo para penderlo con esta mujer aquí fuera, pues en el centro del hogar ya están las ovejas para ser degolladas y puestas al fuego del sacrificio, cual deben hacer quienes nunca esperaron que tendrían esta alegría. Así que, si tú vas a tomar parte en ello, no lo demores. Pero, si no entiendes el significado de mis palabras por no comprender nuestra lengua, en lugar de hacerlo mediante lenguaje, explícalo con señas de tu mano extranjera.
CORIFEO: Tengo la impresión de que la extranjera necesita un intérprete que se lo explique con claridad. Su aspecto es como el de una fiera recién atrapada.
CLITEMNESTRA: Sin duda está furiosa y solo le presta atención a sus insanos pensamientos, pues llega aquí luego de haber dejado tras ella una ciudad recién conquistada y no sabe aún soportar el freno sin que su rabia arroje espuma sanguinolenta. No voy a rebajarme dirigiéndole más la palabra. (Clitemnestra entra en palacio y deja abierta la puerta.)
CORIFEO: En cambio yo, como la compadezco, no voy a irritarme con ella. Ve, desdichada, abandona ese carro. Cede ante la inevitable necesidad y acepta tu reciente yugo.
CASANDRA: ¡Ay de mí! ¡Dioses! ¡Horror! ¡Oh Apolo, Apolo!
CORIFEO: ¿Por qué has invocado a Loxias? No es su naturaleza adecuada a acudir al encuentro de quienes lloran.
CASANDRA: ¡Ay de mí! ¡Dioses! ¡Horror! ¡Oh Apolo, Apolo!
CORIFEO: De nuevo ésta invoca con palabras del mal augurio al dios al que no corresponde presentarse en lugares donde haya gemidos.
CASANDRA: ¡Oh Apolo, Apolo! ¡Divinidad de los caminos, mi destructor, pues me has destruido sIn sentir pena por segunda vez![136].
CORIFEO: Parece que va a vaticinar sobre sus propias desgracias. La inspiración divina permanece en su mente, aun siendo esclava.
CASANDRA: ¡Oh Apolo, Apolo! ¡Divinidad de los caminos, mi destructor! ¿Adónde, adónde me has traído? ¿A qué clase de casa?
CORIFEO: A la de los Atridas. Si no te das cuenta de ello, yo te lo digo, y no dirás que esto es mentira.
CASANDRA: ¡Ah, ah! ¡Sí! ¡A una casa que odian los dioses, testigo de innúmeros crímenes en los que se asesinan parientes, se cortan cabezas, a una casa que es matadero de hombres y a un solar empapado de sangre![137].
CORIFEO: La extranjera parece tener buen olfato, como si fuera una perra de caza, y sigue una pista en la que hallará un asesinato.
CASANDRA: Sí; me baso en estos testimonios: esos niños de corta edad que lloran su degüello y sus carnes asadas devoradas por su propio padre.
CORIFEO: Ya conocíamos tu fama como profetisa, pero no andamos buscando adivinos.
CASANDRA: ¡Dioses! ¿Qué se está preparando? ¿Qué dolor nuevo es éste? ¡Desmedido, desmedido crimen se está tramando en este palacio! ¡Crimen insoportable para los amigos, crimen irremediable! ¡Y quien podría ayudar está lejos![138].
CORIFEO: No comprendo nada de esos vaticinios. En cambio, entendí los anteriores: era lo que dice a voces toda la ciudad.
CASANDRA: ¡Miserable!, ¿vas a llevar a cabo eso? ¿Después de lavar en el baño al marido que compartía su lecho contigo…? ¿Cómo diré el final? ¡Pronto va a ocurrir! ¡Extiende su brazo con la mano ansiosa de herir!
CORIFEO: Todavía no lo he comprendido. Por ahora estoy aturdido con los enigmas de esos oscuros oráculos.
CASANDRA: ¡Ah, horror, horror! ¿Qué veo aquí? ¿Una res, acaso, de Hades? ¡Pero la trampa es la que el lecho con él compartía y ahora comparte la culpa del asesinato? ¡Que la discordia insaciable con esta estirpe lance ya su grito triunfal por un sacrificio abominable![139].
CORO: ¿A qué clase de Erinis apremias a gritar de alegría en palacio? De repente ha venido a mi corazón una gota de pálida sangre[140], la misma que acude a los ojos de una vida que va agonizando, cuando es abatida por la lanza y rápida viene la muerte.
CASANDRA: ¡Eh, eh! ¡Mira ahí! ¡Mira ahí! ¡Aparta el toro de la vaca[141]! ¡Lo ha cogido dentro de los vestidos con la astucia de sus negros cuernos y lo está corneando! ¡Ya está cayendo en la bañera llena de agua! ¡Te estoy contando la mala fortuna de un baño que ha dado la muerte a traición!
CORO: No puedo yo presumir de ser eminente conocedor de profecías, pero de eso que dices deduzco alguna desgracia. ¿Qué palabra de dicha viene jamás de los presagios a los mortales? Por los males que ya se han sufrido, el arte abundante en palabras de los adivinos, lo único que hace aprender es el miedo que inspira.
CASANDRA: ¡Ay, ay de mí, desgraciada! ¡Infausto destino! ¡Anuncio que colma la copa de mi propio infortunio! ¿Para qué me trajiste aquí — ¡desgraciada de mí! —, sino a acompañar a otro en la muerte? ¿A qué, si no?
CORO: Tienes la mente delirante, posesa por la deidad, y por ti misma gritas un canto desprovisto de melodía, igual que el pajizo ruiseñor, insaciable de trinos — ¡ay! — con desdichado corazón, gime —«Itis», «Itis»— a lo largo de todo un destino florido de males.[142].
CASANDRA: ¡Ay! ¡Ay vida envidiable del ruiseñor canoro! Le han otorgado los dioses un cuerpo dotado de alas[143] y una dulce vida sin lágrimas. En cambio, a mí solo me espera que me rajen con una espada de doble filo.
CORO: ¿De dónde sacas esas funestas desgracias que te asaltan con violencia bajo la inspiración de alguna deidad? ¿Por qué esos presagios horrendos cantas con ritmo, con lúgubres gritos y tonos agudos? ¿De dónde conoces en tu profético camino los hitos que indican desastres?
CASANDRA: ¡Ay bodas, bodas de Paris, causa de muerte de los tuyos: ¡Ay río Escamandro en el que mi patria bebía! ¡En otro tiempo — ¡ay, desdichada! — en tus riberas yo me criaba con alegría! ¡Ahora, en cambio, parece que pronto vaticinaré junto al Cocito y las orillas del Aqueronte!
CORO: ¿Por qué has pronunciado con tan excesiva claridad este vaticinio? Un recién nacido que lo escuchara podría entenderlo. Herido me siento por el mordisco asesino de tu mala fortuna, cuando gritas con voz plañidera. Oírte es para mí quedar destrozado.
CASANDRA: ¡Oh penas, penas de mi ciudad enteramente destruida! ¡Ay de los sacrificios que con la intención de salvar las torres ofrecía a menudo mi padre de entre los ganados que en nuestros ricos prados pacían! ¡Ningún remedio fue suficiente para evitar, como hubiera debido, que padeciera la ciudad! ¡Y yo, con mi alma fogosa, pronto a tierra voy a caer!
CORO: Haz profetizado en concordancia con lo anterior. Alguna maligna deidad que cae sobre ti gravitando en exceso te hace cantar sufrimientos de muerte que arrancan gemidos. Pero estos confuso, sin saber el fin que esto tendrá.
CASANDRA: Bien. Mi oráculo no va a mirar ya detrás de los velos, como una novia recién casada[144]. Al contrario, parece que va a soplar con claridad y a llegar hasta el sol ascendente[145], de modo que, cual oleaje, hasta los rayos del sol puede arrastrar en su corriente un sufrimiento mucho mayor que el que te he dicho. Te lo voy a explicar ya sin enigmas. Sedme testigos de que, sin desviarme, sigo la pista de los antiguos crímenes. Sí; nunca abandonará esta morada un coro acorde de voces horrendas que no habla de dicha. Sí; sangre humana ha bebido hasta el punto de cobrar más audacia, y aguarda en la casa esa delirante tropa —difícil de echar fuera— de las Erinis de esta familia. Aferrada a este palacio, cantan un himno a aquel crimen con que todo empezó[146]; pero a su vez también escupieron sobre la cama del hermano[147], furiosas con el que la hollaba[148]. ¿He errado el tiro o doy en la pieza como un buen arquero? ¿Soy, acaso, una falsa adivina charlatana que llama a la puerta? Jura y da testimonio verbal de que conozco las culpas antiguas de este palacio.
CORIFEO: ¿De qué manera la solidez de un juramento que con nobleza se afirmara podría llegar a ser saludable? Pero te admiro, porque, criada allende la mar, hablas de una ciudad, para ti extraña, como si hubieras vivido en ella.
CASANDRA: Apolo, dios de la profecía, me encomendó el cumplimiento de este servicio.
CORIFEO: ¿Acaso fue herido, a pesar de ser dios, por deseo amoroso?
CASANDRA: Yo tenía antes pudor de hablar de estas cosas.
CORIFEO: ¡Claro! Todo el mundo es más delicado, cuando es feliz.
CASANDRA: ¡Bien que luchó para conseguirme, suspirando de amor por mí!
CORIFEO: ¿Y llegasteis a compartir la acción de engendrar?
CASANDRA: Luego de haber consentido, no le cumplí mi palabra a Loxias.
CORIFEO: ¿Estabas ya entonces posesa por el arte adivinatoria?
CASANDRA: Ya venía yo vaticinando todos los sufrimientos a los ciudadanos.
CORIFEO: ¿Cómo, entonces, quedaste indemne de la ira de Loxias?
CASANDRA: Por haber cometido esta falta, ya no convenzo a nadie de nada.
CORIFEO: Nos parece, no obstante, que haces vaticinios dignos de creerse.
CASANDRA: ¡Ay, ay! ¡Oh, qué desgracia! ¡De nuevo el terrible esfuerzo de la certera adivinación me agita y me turba con sus preludios, <con sus siniestros preludios!> ¡Mirad a ésos, a esos niños que están junto a la casa semejante a sombras de sueños! ¡Como si fueran niños asesinados por sus parientes, con las manos llenas de carne —alimento que es su propio cuerpo—, se ve que sostienen intestinos y entrañas —una carga digna de piedad— de lo que comió su propio padre! Afirmo que alguno —un león cobarde que está revolcándose en su lecho[149] y guarda el palacio— está meditando la venganza de esto— ¡ay de mí! — contra el que está recién venido, mi señor —que debo yo soportar el yugo de la esclavitud—. Y el que fue jefe de la escuadra y destructor de Ilio no sabe qué clase de acciones preparará, al modo de una Ate traidora, para su desventura, la alegre lengua de la odiosa perra[150] que ha hablado con tal profusión. Éstas son las acciones que osa: ¡una hembra es la asesina del macho! ¿Con qué nombre de odioso monstruo que yo la llamase podría acertar? ¿Acaso anfisbena?[151] ¿O una Escila[152] que habita en las rocas, ruina de los navegantes? ¿Madre que salta con furia del Hades y exhala contra los suyos un Ares[153] sin tregua? ¡Cómo alzó la osada el grito de triunfo como en el momento de la victoria en una batalla! ¡Y parece que se alegrara de que él haya vuelto sano y salvo! Es igual, si yo no os convenzo de nada de esto. ¿Qué importa? El futuro vendrá, y tú, presente en él, pronto dirás de mí, llena de compasión, que soy una adivina demasiado verídica.
CORIFEO: He comprendido lo referente al banquete de Tiestes con las infantiles carnes de sus hijos, y me he estremecido. Me domina el miedo, cuando te oigo decir verdades sin representarlas mediante imágenes. En lo demás que yo te he oído, me ha caído y corro fuera de la pista.[154]
CASANDRA: Digo que tú vas a ver la muerte de Agamenón.
CORIFEO: ¡Di solo palabras de buen augurio! ¡Desdichada, deja en reposo tu boca!
CASANDRA: No es precisamente alguien que cure el que preside esas palabras.
CORIFEO: No, si ocurriera. ¡Pero ojalá que de ninguna manera suceda!
CASANDRA: Mientras tú haces plegarias, ellos se ocupan de matar.
CORIFEO: ¿Qué varón es el que en propio interés está preparando ese dolor?
CASANDRA: ¡Muy lejos estás de entender mis oráculos!
CORIFEO: Es que no he entendido con qué recursos cuenta el autor.
CASANDRA: ¡Pues bien que hablo yo la lengua griega!
CORIFEO: ¡También la hablan los oráculos délficos y, sin embargo, es difícil su interpretación![155]
CASANDRA: ¡Ay, ay! ¡Qué fuego! ¡Penetra mi ser! ¡Oh Apolo Licio, ay, ay de mí! ¡Esta leona de dos pies, que con un lobo se acuesta en ausencia del noble león, me va a matar! ¡Desgraciada de mí! ¡Como si preparara un veneno, en la vasija de su rencor pondrá también lo que él debe por mí! ¡Mientras afila el puñal contra el marido, se está jactando de que va a hacerle pagar con la muerte el haberme traído! ¿Por qué, entonces, debo tener lo que para mí constituye un escarnio?: el cetro y, en torno a mi cuello, las guirnaldas de profetisa[156]. ¡Voy a destruiros antes de mi muerte! (Hace lo que ha dicho.) ¡Malditos seáis! ¡Cuando ya estéis caídos en tierra, tendré mi venganza! ¡Enriqueced de ruina a otra cualquiera en mi lugar! ¡Mirad, el propio Apolo me esta desnudando de mi veste de profetisa, porque ha visto que con toda certeza sin motivo alguno soy objeto de burla, en compañía de mis amigos, por parte de mis enemigos! Ya venía yo soportando que me llamaran vagabunda, como a una pobre, infeliz mendiga muerte de hambre. ¡Y ahora el adivino[157] que me hizo adivina me ha conducido a este terrible infortunio mortal! En lugar del altar de mis abuelos me espera el tajo del verdugo, que quedará ensangrentado con la sangre caliente de mi degüello. Pero no moriremos[158] sin que los dioses tomen venganza por nosotros, pues otro vengador nuestro vendrá a su vez[159], un vástago matricida, que tomará por su padre venganza. Desterrado, errante, expatriado de este país, regresará para dar cima a esas iniquidades de su familia. Un poderoso juramento han hecho los dioses: lo traerá la plegaria de su padre muerto. ¿Por qué he de gemir y sentir por mí compasión? Puesto que primero vi terminar como terminó la ciudad de Troya, y a quien la tomó llegar de este modo a su fin por decisión de los dioses, voy a tomar la iniciativa y a entrar en la casa. Tendré valor para morir. En estas puertas yo saludo al Hades y le suplico recibir un golpe certero, para que, mientras fluye la sangre trayéndome la muerte con facilidad, cerrar mis ojos sin convulsiones.
CORIFEO: ¡Oh mujer muy desdichada y muy sabia también, largamente te has extendido! Pero, si de verdad conoces tu propia muerte, ¿cómo, igual que una vaca impulsada por una deidad, marchas al altar con tal valentía?
CASANDRA: No hay escapatoria, extranjeros. Ya no navego[160] yo por el tiempo.
CORIFEO: Pero es de importancia primordial el último día de una vida.
CASANDRA: Ya llega ese día. Poco provecho sacaré con la huida.
CORIFEO: Ten por seguro que estás soportándolo con alma valiente.
CASANDRA: Nadie que sea feliz oye esos elogios.
CORIFEO: Pero es grato al mortal morir con buena fama.
CASANDRA: (Casandra se aproxima a la puerta y retrocede bruscamente.) ¡Ay de ti, padre, y de tus nobles hijos!
CORIFEO: ¿Qué sucede? ¿Qué terror te impulsa a retroceder?
CASANDRA: ¡Quita! ¡Quita!
CORIFEO: ¿A qué expresión de rechazo, si no se debe a algún horror que exista en tu mente?
CASANDRA: La casa exhala muerte que chorrea sangre.
CORIFEO: ¿Cómo puede ser eso? Huele a los sacrificios que están haciéndose en el hogar.
CASANDRA: Es un hedor semejante al que procede de un sepulcro.
CORIFEO: No es precisamente incienso de Siria lo que atribuyes al palacio.
CASANDRA: ¡Ea! Voy a llorar dentro del palacio mi muerte y la de Agamenón. ¡Basta de vivir! ¡Ay, extranjeros! No gimo de miedo como un pajarillo en un matorral, sino para que, una vez muerta, seáis mis testigos cuando una mujer muera en compensación de mi muerte y un hombre caiga para pagar la muerte de un hombre que tuvo una esposa perversa. Como voy a morir, os pido este don de hospitalidad.
CORIFEO: ¡Oh desdichada, te compadezco por esa tu muerte profetizada!
CASANDRA: Por solo una vez más, quiero decir unas palabras o un fúnebre canto por mí misma: ante esta luz del sol, la última que veo, ruego a mis vengadores que hagas pagar a la vez su pena a mis asesinos por esta esclava muerta, por este fácil crimen. ¡Ay de las empresas de los hombres mortales! Cuando van bien, se pueden comparar a una sombra; y, si van mal, con aplicar una esponja mojada se borra el dibujo. Esto, mucho más que aquello, me inspira compasión[161].
Casandra entra en palacio.
CORO: Es condición natural de todo mortal no hartarse de prosperidad. Nadie que habite en una casa, por grande que sea, le impide pasar, diciéndole: «No entres aquí». A éste[162] le concedieron los felices conquistar la ciudad de Príamo, y llega a su casa honrado por los dioses. Si ahora paga la sangre de anteriores víctimas y, a los que murieron les paga, ya muerto, la pena debida por las otras muertes, ¿qué mortal que esto oyera podría jactarse de haber nacido con un destino libre de daño?
Se oye gritar dentro.
AGAMENÓN: ¡Ay de mí! ¡Me han herido de un golpe mortal en las entrañas!
CORIFEO: ¡Calla! ¿Quién grita, herido de un golpe de muerte?
AGAMENÓN: ¡Ay de mí nuevamente! ¡Me han herido otra vez!
CORIFEO: Por los gritos de dolor del Rey, me parece que el crimen ya se ha ejecutado. Deliberemos entre todos por si de algún modo hubiera decisiones seguras.
—Os digo mi opinión: hacer correr la voz entre los ciudadanos, para que acudan aquí, a palacio.
—Pero a mí me parece que, cuanto antes, caigamos sobre ellos y les probemos su crimen con el puñal chorreando sangre recién vertida.
—Yo soy de la misma opinión y votaré por hacer algo. No es momento de andar con demoras.
—Está visible, pues su preludio es como si dieran indicios de tiranía para la ciudad.
—Pues estamos perdiendo el tiempo, mientras, en el suelo, ellos pisotean nuestra fama de vacilantes y no se duermen en la acción.
—No sé; se me ha ocurrido un consejo que digo: es también propio del que hace algo el meditar acerca de ello.
—También yo pienso así, porque difícilmente podemos resucitar con palabras al muerto.
—¿Acaso, por alargar nuestra vida, vamos a ceder ante esos cabecillas que son la deshonra del palacio?
—¡Intolerable! Prefiero morir. Más dulce es la muerte que la tiranía.
—¿Por solo unos indicios de gemidos vamos a der adivinos de la muerte de nuestro Rey?
—Debemos hablar de ello, cuando estemos seguros. Dista mucho el hacer conjeturas de saberlo con claridad.
Los coreutas hacen signos de aprobación.
—Me pongo de parte de la mayoría, que por todos lados hace signos de aprobación a esa propuesta: saber con claridad cómo se encuentra el Atrida.
Cuando el Coro se dispone a entrar en el palacio, se abre la puerta de par en par. Se ven los cadáveres de Agamenón y Casandra. Clitemnestra sale a escena.
CLITEMNESTRA: No sentiré vergüenza de decir lo contrario de lo que he dicho antes según era oportuno, pues, al andar tramando acciones hostiles contra unos enemigos que tienen la apariencia de ser amigos, ¿cómo se les podría tender una trampa con mayor altura que la medida de su salto[163]? Sí. Con el tiempo acabó por llegarme este combate que yo tenía meditado de antiguo, debido a una vieja querella. Aquí estoy en pie, donde yo he herido, junto a lo que ya está realizado. Lo hice de modo —no voy a negarlo— que no pudiera evitar la muerte ni defenderse. Lo envolví en una red inextricable, como para peces: un suntuoso manto pérfido. Dos veces lo herí, y con dos gemidos dobló sus rodillas. Una vez caído, le di el tercer golpe, como ofrenda de gracias al Zeus subterráneo salvador de los muertos[164]. De esta manera, una vez caído, fue perdiendo el calor de su corazón y exhalando en su aliento con ímpetu la sangre al brotar del degüello. Me salpicaron las negras gotas del sangriento rocío, y no me puse menos alegre que la sementera del trigo cuando empieza a brotar con la lluvia que Zeus concede. Así están las cosas, venerable asamblea de argivos aquí presente. Podéis alegraros, si esto os causa alegría, que yo me glorío. Si estuviera bien y se pudieran hacer libaciones por un cadáver, aquí sería justo, más que justo, en verdad. ¡Tan graves son los malditos crímenes de que éste en casa llenó la crátera que él personalmente ha apurado al volver!
CORIFEO: ¡Nos asombra tu lengua! ¡Cuán audaz al jactarte con ese lenguaje junto al cadáver de tu marido!
CLITEMNESTRA: Intentáis sorprenderme, como si yo fuera una mujer irreflexiva. Pero yo os hablo con intrépido corazón —lo sabéis muy bien—, me da igual que quieras elogiarme o censurarme. Éste es Agamenón, mi esposo, pero cadáver. Obra es ello de esta diestra mano, un justo artífice. Esto es así.
CORO: ¿Qué mala hierba nacida de la tierra, dulce de comer, has probado, mujer? ¿O qué bebida salida del mar ondulante, para que te hayas puesto a este sacrificio y despreciado las maldiciones que gritará el pueblo? Tú has cortado[165], ¡pero serás un ser sin ciudad, objeto de odio implacable para los ciudadanos!
CLITEMENESTRA: Dictas ahora como sentencia mi destierro de la ciudad, el odio de los ciudadanos y maldiciones a gritos del pueblo; pero no te enfrentaste antaño a este hombre que, sin darle importancia, como si se tratara de matar una res entre los rebaños de hermoso vellón, cuando superabundan las ovejas, sacrificó a su propia hija[166], mi parto más querido, como remedio contra los vientos de Tracia. ¿No hubieras debido desterrar a ése de este país en expiación de su crimen? En cambio, al oír mis acciones, eres un juez severo. Pero te digo que así me amenaces, porque de igual modo estoy preparada para que impongas sobre mí tu poder, si llegas a vencer con tu brazo. Pero si la deidad decide lo contrario, vas a aprender, aunque tarde, a ser prudente, porque voy a enseñártelo.
CORO: Eres de alma altanera y has hablado con arrogancia. Tu mente ha enloquecido con este suceso que mancha la sangre de un asesinato. Sobre tus ojos destaca el fluir de la sangre. Necesario es que ya, privada de amigos, pagues represalias, golpe por golpe.
CLITEMNESTRA: También vas a oír el veredicto de mi juramento: ¡Por Justicia —la vengadora de mi hija— por Ate y Erinis, en cuyo honor degollé a ése, no abrigues la esperanza de que el miedo vaya a poner su pie en mi palacio, mientras encienda el fuego en mi hogar Egisto bien dispuesto hacia mí como antes, pues es para mí un no pequeño escudo de valor! Ahí yace el ofensor de esta esposa, el deleite de las Criseidas al pie de Ilio, y también esta prisionera, su adivina y compañera de lecho, profetisa que con él compartía fielmente su cama, pero que frecuentaba igualmente los bancos de los marineros. Ninguno de los dos se salió con la suya en la impunidad. Él, de este modo, y ella, tras cantar como un cisne el lamento postrero de muerte, yace a su lado como su amante; y me ha traído un condimento para dulzura de mi lecho.
CORO: ¡Ay! ¿Qué muerte, sin mucho dolor ni guardar cama, podría venir sobre nosotros con rapidez y producirnos el sueño eterno que nunca se acaba, puesto que ha sucumbido mi benévolo protector, tras haber soportado muchas fatigas por culpa de una mujer[167]? ¡Y a manos de una mujer ha perdido la vida! ¡Ay, loca Helena! ¡Tú sola hiciste que perecieran muchas vidas, muchísimas vidas al pie de Troya! ¡Y ahora te has adornado con una postrera corona de eterna memoria por una sangre que nunca podrá ser lavada! ¡Sí, entonces estaba adherida con fuerza a esta casa Discordia, que consigo traía la ruina de los varones!
CLITEMNESTRA: No impreques destino de muerte con la pesadumbre que esto te causa, ni desvíes contra Helena tu ira, alegando que fue destructora de hombres y que, al hacer perecer ella sola las vidas de numerosos varones, produjo un dolor sin posible calmante.
CORO: ¡Espíritu maligno que caíste sobre esta casa y sobre los dos descendientes de Tántalo[168], concediste vigor a la fuerza de idéntico temple que, procedente de dos mujeres[169], me muerde el corazón! Puesta sobre el cadáver como odioso cuervo, <…> se jacta de entonar un himno monstruoso.
CLITEMNESTRA: Ahora sí enderezaste la sentencia, que anteriormente tu boca expresara, invocando al espíritu malo, engordado tres veces[170], de esta familia, porque de él se alimenta en el vientre esta pasión lamedora de sangre: antes de haber cesado el antiguo dolor se derrama de nueva otra sangre.
CORO: Sí. Das tu asentimiento a la existencia en este palacio de una poderosa deidad maligna inspiradora de terrible rencor — ¡ay, ay! — ¡triste asentimiento a una funesta fortuna insaciable — ¡ay, dolor! — recibida de Zeus, causante y artífice de todas las cosas! ¿Pues qué les ocurre a los hombres mortales sin Zeus? ¿Qué desgracia de éstas no se ha cumplido sin el concurso de los dioses? ¡Ay, ay! ¡Rey, Rey! ¿De qué manera debo llorarte? ¿Qué decirte desde el interior de mi alma amiga? Yaces en esa tela de araña, exhalando tu vida con impía muerte — ¡ay, ay de mí! — en ese indigno lecho, vencido por muerte traicionera mediante el arma de doble filo que una mano empuñó.
CLITEMNESTRA: Afirmas tú que esta obra es mía y dices que soy la esposa de Agamenón. No es así, sino que bajo la forma de la mujer de este muerto, el antiguo, amargo genio, para tomar venganza de Atreo —aquel execrable anfitrión— ha hecho pagar a éste[171] y ha inmolado a un adulto en compensación de unos niños[172].
CORO: ¿Quién dará testimonio de que no eres culpable de este asesinato? ¿Cómo? ¿Cómo va a darlo? Puede, no obstante, haber sido cómplice tuyo el genio que ansiaba venganza del padre. Avanza violento el Ares tenebroso entre familiares ríos de sangre con los que otorgará justicia al cuajarón de sangre infantil devorada. ¡Ay, ay! ¡Rey, Rey! ¿De qué manera debo llorarte? ¿Qué decirte desde el interior de mi alma amiga? Yaces en esa tela de araña, exhalando tu vida con impía muerte — ¡ay, ay de mí! — en ese indigno lecho, vencido por muerte traicionera, mediante el arma de doble filo que una mano empuñó.
CLITEMNESTRA: Ni creo que indigna haya sido su muerte <…> <…>. ¿No causó ése a esta casa una desgracia mediante un engaño? Pero, como trató indignamente a la flor que me había brotado de él, a mi Ifigenia muy llorada, y ha sufrido su merecido, ¡qué él no se jacte en el reino de Hades!, porque ha pagado lo mismo que hizo con la muerte que ha recibido mediante un puñal.
CORO: Me falla la mente al tratar de buscar un recurso certero. No encuentro hacia dónde volverme, cuando esta casa de derrumba. Me asusta el fragor sangriento de lluvia que abate a esta casa. Ya no es precisamente una llovizna, y Justicia se está afilando para otra acción dañosa en otras piedras de afilar del destino. ¡Ay, tierra, tierra!, ¡ojalá que tú me hubieras recibido antes de haber visto a éste ocupar como lecho la bañera de plata! ¿Quién va a enterrarlo? ¿Quién en su honor cantará el canto fúnebre? (A Clitemnestra.) ¿Tendrás tú la osadía de hacerlo? ¿Después de haber dado muerte a tu propio marido, vas a llorarlo? ¿Y vas a dar cima a tu obra, rindiendo a su alma inicuamente un homenaje que no es homenaje en compensación de tu crimen monstruoso? ¿Quién va a sentir el dolor de pronunciar el fúnebre elogio en honor de este héroe junto a su tumba, fiel a la verdad de su corazón?
CLITEMNESTRA: No es asunto tuyo preocuparte de eso. A mis manos cayó y murió, y yo lo enterraré, pero no acompañado del llanto de los de su casa, sino que Ifigenia, su hija, cuando, con agrado, como es debido, haya salido a su encuentro al vado del veloz río de los dolores[173], luego de haberlo abrazado, lo besará.
CORO: ¡Un ultraje sucede a otro ultraje! Difícil es esto de juzgar: expolian al que espolia, y el que mata paga. Mientras permanezca en su trono Zeus, permanecerá —es ley divina— que el culpable sufra. ¿Quién podrá arrojar de esta casa esa semilla de maldición? ¡Esta estirpe está condenada a la ruina!
CLITEMNESTRA: Te has embarcado con la verdad en este oráculo. Y yo, en consecuencia, quiero, luego de establecer pactos jurados con el genio recial de los Plisténidas[174], aceptar estos hechos por duros que sean de soportar, pero que en el futuro salga de esta casa a destruir otra estirpe mediante muertes parricidas. Y de las posesiones, con tener una parte pequeña me basta, ¡si consigo arrancar del palacio esas locuras de asesinarse unos a otros!
Entra Egisto con gente armada.
EGISTO: ¡Oh luz gozosa del día de la venganza! ¡Ahora sí que puedo decir que desde arriba, vengadores de los mortales, los dioses ven los dolores que hay en la tierra! Sí. Porque de manera grata para mí he llegado a ver a ese hombre yacente en el manto tejido por las Erinis, pagando con ellos los crímenes del brazo paterno. Sí. Atreo, el soberano de este país, el padre de ése, a Tiestes, mi padre, y, para decirlo con claridad, hermano suyo, con el que estaba disputando el poder lo desterró de la ciudad y del palacio. Y, al haber regresado al hogar como suplicante el infeliz Tiestes, halló seguridad en lo que a él se refería: no ensangrentar con su muerte el suelo patrio. Pero, como presente de hospitalidad, el impío padre de éste ofreció a mi padre con más interés que amistad, aparentando que celebraba en demostración de buena voluntad un día dedicado a los sacrificios, un festín con las carnes de sus propios hijos. Los pies y los dedos de las manos los fue cortando de la parte de arriba donde se asientan con aspecto humano, y como sus carnes no lo delataban, en su ignorancia, tomólas al punto y comió un manjar funesto, como estás viendo, para la estirpe. Luego, cuando advirtió su acción impía, dio un grito y al suelo cayó vomitando la carne de aquellos niños degollados y un destino insufrible imprecó para los Pelópidas[175], y le dio un puntapié a la meda del festín, acompañándolo de una maldición: que así pereciera toda la estirpe de Plístenes. Por eso es posible ver a éste caído, y soy yo quien, con justicia ha urdido su asesinato. En efecto, yo, que era el tercer hijo, fui desterrado en unión de mi tan desgraciado padre, cuando yo era niño pequeño aún en mantillas; pero, ya criado, Justicia me trajo de nuevo, y me apoderé de este hombre, estando yo aún fuera de su casa, porque tramé en su totalidad el proyecto de mi vengativa resolución, de modo que incluso morir es para mí bello, porque ya he visto a ése preso en las redes de Justicia.
CORIFEO: Egisto, no siento respeto por el que en sus crímenes se comporta con insolencia. Tú dices que deliberadamente has matado a este hombre y que has planeado tú solo este asesinato que inspira piedad. Te aseguro que, en el momento de la justicia, no va a evitar tu cabeza las maldiciones del pueblo exigiendo tu lapidación.
EGISTO: ¿Dices tú eso? ¿Tú, que tienes tu puesto en el remo inferior[176], mientras los que mandan la nave son los que están encima del puente? Como ya eres viejo, vas a conocer qué duro resulta aprender a tu edad, cuando se ha dado la orden de ser prudente. Cadenas y tormentos de hambre son inspirados médicos, con la más sabia inteligencia para enseñar incluso a los viejos. ¿Tienes ojos y no lo ves? No des coces contra el aguijón, no vaya a ser que, después de pegarle, lo sientas.
CORIFEO: (A Clitemnestra.) Mujer, tú, que, guardando la casa, esperabas al que llegaste del combate, ¿estabas a la vez deshonrando el lecho de tu marido y has tramado la muerte de tu esposo y jefe del ejército?
EGISTO: También esas palabras van a ser para ti causa de llanto. Tienes una lengua contraria a Orfeo[177]. Él se llevaba todo tras sí con la alegría de su canto: tú, en cambio, por haberme irritado con tus necios ladridos, serás arrastrado y, cuando ya estés sometido al poder, te mostrarás más manso.
CORIFEO: ¡De modo que tú vas a serme Rey de los argivos! ¡Tú, que, después de haber planeado la muerte de éste, no te atreviste a ejecutar la acción, matándolo personalmente!
EGISTO: Porque estaba claro: había que engañarlo por medio de una mujer. Yo era para él sospechoso, por ser antiguo enemigo suyo. Voy a imponer mi mando a los ciudadanos, sirviéndome de sus riquezas. Y, al varón que no sea obediente, lo unciré a un duro yugo, y no va a ser un potro amadrinado, harto de cebada, sino que el hambre, odiosa vecina de las tinieblas[178], lo verá sumiso.
CORIFEO: ¿Por qué no prescindiste de tu alma cobarde y mataste a este hombre tú solo, sino que de acuerdo contigo lo mató una mujer, baldón de esta tierra y sus dioses locales? ¿Ve Orestes, acaso, la luz para que, vuelto aquí con suerte favorable, llegue a ser el verdugo triunfal de estos dos?
EGISTO: ¡Bien! Puesto que es tu decisión hacer y decir eso, pronto vas a enterarte.
CORIFEO: ¡Vamos, amigos, compañeros de armas, ya no está lejos este trabajo!
EGISTO: ¡Vamos! ¡Que casa cual se disponga a empuñar la espada!
CORIFEO: ¡Bien! ¡Tampoco yo rehúso morir con la espada en la mano!
EGISTO: Hablas —sí— a quienes aceptan morir, pero preferimos tener buena suerte.
CLITEMNESTRA: (Interponiéndose entre ambos grupos.) ¡De ningún modo; oh el más querido de los varones, hagamos nuevos males! ¡Ya es una triste cosecha el haber segado estos otros en abundancia! ¡Ya hay bastantes desgracias! ¡No nos bañemos en sangre! ¡Y vosotros, ancianos, marchad ya a esas casas que os fijó el destino, antes que padezcáis las consecuencias de esta situación! Esto era preciso, conforme lo hicimos. Aceptaríamos que hubiera bastante con estas penas, heridos como estamos, desgraciadamente, por la pesada garra de una deidad. Así es la opinión de una mujer, por si alguno se dignara aprenderla.
EGISTO: (Mientras retrocede al palacio empujado suavemente por Clitemnestra.) ¡Pero que esta gente me desprestigie de esa manera con su estúpida lengua y me arroje tales insultos, desafiando a su propia suerte y que <hayan dicho> que el que ejerce el poder no adoptó una prudente decisión!
CORIFEO: No sería esto propio de argivos: el adular a un hombre cobarde.
EGISTO: ¡Bien! ¡Ya iré yo a buscarte en días venideros!
CORIFEO: ¡No será así, si un dios guía a Orestes hasta que haya llegado aquí!
EGISTO: Sí. Sé de hombres que están desterrados que se alimentan solo de esperanzas.
CORIFEO: ¡Hala! ¡Ejerce el poder, engorda, mancilla la justicia, puesto que puedes!
EGISTO: ¡Entérate: me vas a pagar esa locura!
CORIFEO: ¡Presume de valiente, igual que un gallo junto a la gallina!
CLITEMNESTRA: No tengas en cuenta esos estúpidos ladridos <Yo> y tú, como dueños de este palacio, los pondremos <en orden>.
Clitemnestra y Egisto se dirigen al palacio escoltados por su séquito, mientras el Coro abandona la escena entre gestos de protesta.
FIN DE
AGAMENÓN.
[1] El 459 antes de J. C. Contaba a la sazón Esquilo el sesenta y seis de su edad.
[2] Supónese generalmente por los críticos que en esta pieza satírica se hablaba de las aventuras de Menelao con Prometeo en la isla de Faros.
[3] Hermana de Helena, la mujer de Menelao, rey de Esparta, y de Cástor y Pólux, y como ellos hija de Zeus y de Leda, esposa de Tindáreo. Casada con Agamenón, rey de Argos, cuando éste se hallaba en Troya vengando la afrenta de su hermano Menelao, afrentóle ella de igual suerte con Egisto, con quien tramó y llevó a cabo la muerte del rey su marido. En nuestro poeta puede más la venganza para la ejecución del crimen que no el amor, que apenas aparece siquiera.
[4] Vulgar es la historia de este rey de Argos, hermano de Menelao, rey de Esparta, e hijo de Atreo, rey de Argos y Micenas. Fue el generalísimo de la armada griega que marchó contra Troya, y al frente de los muros de esta ciudad dio ocasión de la querella que forma todo el argumento de La Iliada. De vuelta de Troya encontró desastrada y parricida muerte a manos de su mujer, Clitemnestra, y de Egisto.
[5] Profetisa, hija de Príamo, rey de Troya, y de Hécuba. En vano desde una de las torres de la ciudad canta con lágrimas la ruina que los amenaza próxima: nadie atiende a sus predicciones. Entran los griegos en Troya, y en el saqueo sufre Casandra bárbara fuerza. Por último, hecha esclava de Agamenón, síguele a la ciudad de Argos, adonde llega para cantar su muerte y la de su señor y perecer luego a manos de la vengativa Clitemnestra.
[6] Hijo nefando de Tiestes y de su hija Pelopea, a quien forzó su padre sin conocerla, cumpliéndose así la predicción del oráculo, a pesar de todos los recursos que Tiestes ideó para evitarlo. Egisto fue el ejecutor de muchos de aquellos crímenes que deshonran la raza de Atreo; él quien le dio muerte; él, por fin, quien, ligado a Clitemnestra con adúlteros lazos, consuma su venganza derramando la sangre del infortunado rey de Argos.
[7] De Agamenón, hijo de Atreo.
[8] Los gritos de alegría ioú, ioú no tienen una equivalencia exacta en español. No nos parece bien transliterarlos en el texto. Preferimos «traducirlos» por una idea contextual coherente.
[9] Clitemnestra, hija de Tindáreo y Leda.
[10] Nombre con que también se designa Troya.
[11] Metáforas relativas al juego de dados.
[12] Expresión proverbial para indicar que no se puede o no se debe hablar. Aquí, el vigía considera prudente no aludir a la situación que va a plantearse, porque Clitemnestra tiene un amante: Egisto.
[13] Se usa un término jurídico, concibiendo la guerra de Troya como un litigio.
[14] Rey de Troya.
[15] Rey de Esparta, hermano de Agamenón y esposo de Helena.
[16] Rey de Micena; pero en esta tragedia se presenta como rey de Argos.
[17] Habitantes de Argos, en el Peloponeso.
[18] Metonimia: «guerra».
[19] Comparación de corte homérico que alude al rapto de Helena por Paris, causa de la guerra de Troya.
[20] Es un dios hijo de Zeus y Leto, y hermano de Artemis. Hera, la diosa esposa de Zeus, perseguía por celos a Leto, que se refugió en una isla —Ortigia o Asteria—. Donde dio a luz a sus dos hijos.
[21] Dios de los pastores y de los rebaños.
[22] La deidad más importante del panteón olímpico.
[23] Menelao y Paris estaban relacionados por los sagrados vínculos de la hospitalidad. Lo que aprovechó abusivamente Paris para seducir a la esposa de Menelao.
[24] Paris es denominado, indistintamente, con este nombre o con el de Alejandro.
[25] Sucesivamente fue esposa de Menelao, Paris y Deífobo.
[26] De la vida del combatiente.
[27] La fundación de Argos se atribuía a Dánao. De aquí, el gentilicio.
[28] Este gentilicio deriva de Tros, hijo de Erictonio y nieto de Dárdano.
[29] No consumirse la ofrenda en el fuego es prueba de que los dioses rechazan el sacrificio.
[30] Esto es, no sirve para la guerra.
[31] Con frecuencia compuesta de miel, harina y aceite.
[32] Agamenón y Menelao.
[33] Con este gentilicio alude Homero, pero en concurrencia con otros —dánaos, argivos—, al conjunto de los griegos. En la época clásica se limita a los habitantes de la Argólide.
[34] Troya, cuya familia real se inició con Teucro.
[35]Dos águilas.
[36] La mano derecha.
[37] Troya, cuyo rey, a la sazón, era Príamo.
[38] Se compara a Troya con un caballo.
[39] El águila es el ave consagrado a Zeus. Simbolizan aquí a los dos atridas.
[40] Como diosa de la caza, Artemis no puede ver con buenos ojos el proceder de las águilas.
[41] Artemis.
[42] Epíteto aplicado a Apolo, a quien el adivino suplica que interceda ante su hermana Artemis.
[43] El de Ifigenia, hija de Agamenón y Clitemnestra.
[44] La interpretación del adivino alcanza hasta la muerte de Agamenón a manos de Clitemnestra.
[45] Predicción de la causa alegada por Clitemnestra para asesinar al marido: vengar la muerte de Ifigenia.
[46] Adivino de la hueste griega que marchó contra Troya. Por su padre, Téstor descendía de Apolo.
[47] Urano, derrocado por Cronos.
[48] Cronos, derrocado por Zeus.
[49] Zeus.
[50] Agamenón, que tiene más edad que Menelao.
[51] En Eubea.
[52] En Beocia.
[53] El sacrificio de Ifigenia.
[54] Los vestidos, de color de azafrán.
[55] Después de la comida se hacían tres libaciones: a los dioses olímpicos, a héroes y a Zeus Salvador. A continuación se entonaba una canción con la que empezaba el simposio —tertulia de sobremesa— en el que se bebía, se gozaba de la música o espectáculos de danza, y se departía sobre temas varios.
[56] Justicia, personificada en una deidad.
[57] Para extenderse por la ciudad.
[58] Metonimia: «el fuego o la llama del fuego».
[59] Monte próximo a Troya.
[60] Isla al N. del Mar Egeo.
[61] Montaña situada en el extremo de la lengua de tierra de la Península Calcídica, sobre el Mar Egeo.
[62] En Eubea.
[63] Estrecho entre la isla de Eubea y la costa este de la península griega.
[64] Monte de Beocia.
[65] En la parte sur de Beocia.
[66] En la frontera de Beocia con el Ática.
[67] En territorio de Mégara.
[68] Entre Mégara y Corinto.
[69] Cerca de Trezén, en Argólide.
[70] En la Argólide.
[71] Comparación con la carrera de competición deportiva en el estadio. Alusión a la temática de los Nostoi.
[72] Veladas alusiones a la muerte de Ifigenia y al crimen que Clitemnestra prepara.
[73] La Noche es hija de Caos y madre, entre otros, del Éter y del Día.
[74] Metáfora del arte de la pesca.
[75] El rapto de Helena es más grave por haberlo perpetrado un huésped. Por eso, el Coro se dirige a Zeus con la advocación de «Zeus protector de los huéspedes».
[76] Personificada en una deidad menor, hija, según se dice aquí, del Error (Ate). A veces se la presenta acompañando a Afrodita (cf. Supl. 1040).
[77] Cualquier manifestación de la belleza le displace por recordarle a Helena.
[78] Esto es, todo otro amor que no sea el de Helena.
[79] De Grecia. Helén es hijo de Deucalión —o de Prometeo, según otro mito—. De él descienden todas las razas griegas. De su unión con la ninfa Orseis nacieron Doro, Juto, y Eolo, cabezas respectivamente de dorios, jonios y eolios. El mito, como se ve, recoge la idea de unidad de raza y cultura.
[80] El precio del botín obtenido en Troya son los muertos en la guerra.
[81] Sin haber sido incinerados.
[82] En señal de que trae un mensaje fausto.
[83] El polvo que lo cubre es indicio de que viene de lejos, de Troya quizás.
[84] Apolo, que ayudó a los troyanos en la guerra.
[85] Río de Troya.
[86] La Ilíada. Cuenta la intervención de los dioses en favor de cada ejército.
[87] Hermes, heraldo de Zeus, es el patrón de los heraldos.
[88] Los más celebres, enterrados en el país y venerados como protectores de la ciudad.
[89] Los altares de los dioses que hay delante del palacio.
[90] Las estatuas de los dioses que hay ante la fachada del palacio, orientadas hacia el E.
[91] De Helena.
[92] De riquezas que Paris se llevó con Helena.
[93] Con esta expresión —haber muerto—, no siempre bien interpretada, introduce el Corifeo una vez más, ahora ante el Heraldo, su temor por los luctuosos sucesos que se avecinan.
[94] Cf. vv. 483 ss.
[95] De los que garantizaban la intangibilidad del tesoro regio.
[96] A unos dioses —a los del Olimpo— les corresponde recibir honores de los mortales en los momentos de alegría; a los dioses subterráneos, en cambio, en los sucesos luctuosos.
[97] Doble porque su azote produce a la vez un dolor doble: el familiar y el público.
[98] Ver nota anterior. Pero tanto aquí como allí, también puede aludir al dolor de ambos ejércitos.
[99] La tormenta.
[100] A pesar de que Magien y Lacroix consideran que este valor de thélo es tardío, nosotros lo consideramos adecuado en este texto de Esquilo.
[101] Por falsa etimología, Helena vendría a significar «destructora de naves».
[102] Seguimos la interpretación de H. W. Smyth. Por nuestra parte, pensamos que Esquilo, tan dado a las etimologías, utiliza la palabra gigantos referida a Céfiro, para expresar que se trata de un viento que sopla del Oeste, desde tierra griega.
[103] Afluente del río Escamandro.
[104] Deidad hermana de Ares. Su acción de lanzar la manzana «para la más hermosa» entre Hera, Atenea y Afrodita. Que obtuvo esta última en el célebre «juicio de Paris», determinó el rapto de Helena y la guerra de Troya.
[105] De Zeus.
[106] La unión de Paris y Helena.
[107] Traducimos así, porque ambas ideas —parentesco político y dolor— las expresa Esquilo intencionadamente con una sola palabra —kédos—; en español hay que recurrir a una perífrasis.
[108] La hospitalidad de que gozó Paris en el hogar de Menelao.
[109] Los parientes de Paris intervienen en las ceremonias rituales de la boda de Paris y Helena, con lo que se hacen solidarios del crimen de adulterio.
[110] Igual que en el ejemplo del cachorrillo que llega a ser león, Helena une en sí misma el encanto con la Erinis que porta para castigo de Paris y los suyos.
[111] En las casas humildes.
[112] Por la impiedad.
[113] Intentamos así suplir una laguna existente en el texto.
[114] Metafórico: «gente, pueblo».
[115] Alusión al sacrificio de Ifigenia.
[116] Velada alusión a la conducta adúltera de Clitemnestra.
[117] Al votar en dos urnas —una para los votos condenatorios, otra para los absolutorios—, la forma de conservar el secreto del voto había de ser acercar la mano a las dos, depositando en una el voto y simulando depositarlo en la otra.
[118] Del incendio que ha sufrido tras la conquista.
[119] De la riqueza de Troya incendiada: mansiones, muebles, tesoros…
[120] El caballo de Troya.
[121] Los guerreros argivos salidos del vientre del caballo.
[122] Esto es, «a medianoche». Las Pléyades son siete estrellas pertenecientes a Tauro.
[123] Las fuerzas argivas.
[124] Ulises fingió estar loco, para sustraerse a la expedición contra Toya, pero Palamedes averiguó la simulación.
[125] El caballo que tira del carro amadrinado a otro que va uncido al timón.
[126] Gigante con tres cabezas y cuerpo triple hasta las caderas.
[127] De Fócide, país limitado por Beocia, Etolia, el estrecho de Eubea y el golfo de Corinto.
[128] Ver n. 3. Otra versión del mito hace a Helena hija de Zeus y Leda.
[129] Tres ideas fundamentales hay en esta estrofa: la inestabilidad de las cosas humanas; el peligro de una riqueza y buena suerte desmesuradas que exciten la envidia de los dioses (cf. HERÓD., III 40 ss.); la invitación a contentarse con bienes modestos que no induzcan a hýbris. Todo ello referido a la familia de Agamenón, que parece que está en el colmo de la gloria y goza de una riqueza de la que Clitemnestra ha hecho ostentación.
[130] Asclepio, hijo de Apolo, que aprendió la medicina del centauro Quirón, sabía resucitar a los muertos con la sangre del lado derecho de la Gorgona. Zeus, para conservar el orden universal, fulminó a Asclepio.
[131] Texto oscuro. Aventuramos una interpretación: la muerte de Ifigenia impide que el destino de los responsables sea mejor que el suyo. Se establece una cadena de horrorosas venganzas que el Coro no puede evitar. Si pudiera, declararía los temores —el propio corazón hablaría— a los que se ha referido en la estrofa primera y en su antistrofa.
[132] Hija de Príamo. Había recibido de Apolo el don de la profecía, pero, por haberse negado a entregarse al dios, éste le retiró el don de la persuasión, de modo que sus profecías eran ciertas, pero nadie les daba crédito.
[133] Rituales en los sacrificios.
[134] Heracles.
[135] Para purificarse de un homicidio y siguiendo el consejo del oráculo, Heracles se sometió a ser vendido como esclavo a Ónfale, reina de Lidia.
[136] La primera vez fue cuando la castigó a que sus profecías no fueran creídas.
[137] La casa de Atreo, padre de Agamenón y Menelao, está manchada por el asesinato que perpetró Atreo en los hijos de su hermano Tiestes, a quien se los sirvió en un banquete como manjar.
[138] ¿Menelao? (cf. v. 617); ¿Orestes? (cf. vv. 877 y ss.). Nos inclinamos por Orestes.
[139] Literalmente: «un sacrificio digno de lapidación». Al castigar al asesino con la lapidación, los verdugos no tendrían contacto con el asesino y evitarían el contagio de tan grave mancha.
[140] La palidez de la muerte o, literalmente «una gota teñida de azafrán».
[141] Metafórico. «Agamenón y Clitemnestra».
[142] Ven n. 6 de Las Suplicantes.
[143] Si Casandra tuviera alas, podría alejarse volando del peligro que la acecha. Expresiones de este tipo son un lugar común en el teatro griego.
[144] Quiere decir que se va a expresar sin enigmas, sin velar la verdad.
[145] Esto es, «con claridad meridiana».
[146] El infanticidio cometido por Atreo. Ver n. 131.
[147] De Tiestes.
[148] Tiestes mantenía amores adúlteros con Aérope, esposa de su hermano Atreo.
[149] Egisto, hijo incestuoso de Tiestes.
[150] Clitemnestra.
[151] Peligrosa serpiente —se decía— podía avanzar hacia adelante y hacia atrás.
[152] Cf. Od. XII 85 ss.
[153] Venganza.
[154] Como un atleta. La metáfora es significativa de no poder alcanzar la meta, esto es, el sentido de las predicciones de Casandra sobre la muerte de Agamenón.
[155] Es proverbial la ambigüedad de los oráculos, que se prestaban, al menos, a dos interpretaciones.
[156] Cf. EUR., Troy. 451-456.
[157] Apolo.
[158] Agamenón y ella.
[159] Orestes.
[160] No nos satisfacen las interpretaciones habituales. Mucho menos, dejar de traducirlo, como hacen otros.
[161] Como es propio de la tragedia griega —y en general de la poesía, sobre todo la lírica arcaica— se hace alusión a la inestabilidad de los asuntos humanos. Casandra se eleva por encima de su propia desgracia, para compadecer la universal fragilidad del hombre.
[162] A Agamenón.
[163] Metáfora tomada de la caza. Si la trampa se coloca más alta de lo que puede saltar el animal que se quiere cazar, la posible pieza pasa por debajo y no es atrapada.
[164] Expresión sarcástica. La tercera libación se hacía en honor de Zeus. Aquí se trata de Hades.
[165] El cuello de Agamenón.
[166] Cf. vv. 228-247.
[167] De Helena.
[168] Agamenón y Menelao, Tántalo es su bisabuelo.
[169] Helena y Clitemnestra.
[170] Asesinato de Atreo, sacrificio de Ifigenia y asesinatos de Clitemnestra.
[171] A Agamenón.
[172] Ver n. 131.
[173] El Aqueronte.
[174] Según variaciones del mito, Plístenes, hijo de Atreo, es el padre de Agamenón y Menelao; pero, muerto Plístenes, se encargó Atreo de la crianza de sus nietos.
[175] Pélope era hijo de Tántalo y padre de Ateo y Tiestes.
[176] En las naves de guerra había, por lo general, tres filas de remos. Egisto se refiere a la más baja, considerándola de menor dignidad.
[177] Orfeo, con su música, atraía a los animales y plantas e, incluso, a los habitantes del reino de Hades.
[178] En la prisión.