ARGUMENTO I
Mientras que Anfitrión está en la guerra contra los teléboas, Júpiter, haciéndose pasar por él, se aprovecha de su esposa Alcmena. Mercurio se transforma en el esclavo Sosia, que también está ausente, y Alcmena es víctima de su farsa. Al volver el verdadero Anfitrión y el verdadero Sosia, son burlados los dos en una forma increíble. El resultado es la pelea y el escándalo entre marido y mujer, hasta que Júpiter hace sonar un trueno y confiesa con potente voz desde el cielo su adulterio.
ARGUMENTO II
Júpiter está enamorado de Alcmena y toma la figura de su esposo Anfitrión, mientras que éste está en la guerra contra los enemigos en defensa de la patria. De esclavo le sirve Mercurio, transformado en Sosia, que se burla del esclavo y del amo a su vuelta a casa. Anfitrión le arma un escándalo a su esposa y los dos rivales se acusan mutuamente de adulterio. Blefarón, que debe actuar de árbitro, no puede decidir cuál de los dos es el Anfitrión verdadero. Al final se descubre todo y Alcmena da a luz a dos gemelos.
Personajes:
Mercurio, dios.
Sosia, esclavo de Anfitrión.
Júpiter, dios.
Alcmena, esposa de Anfitrión.
Anfitrión, general de los tebanos.
Blefarón, piloto.
Bromia, esclava de Anfitrión.
La acción transcurre en Tebas.
PRÓLOGO
Mercurio.
MERCURIO: Vosotros queréis que yo os sea propicio y os proporcione ganancias en vuestros negocios de compra y venta y que os haga sentir mi protección en todos vuestros asuntos; queréis también éxito para vuestras empresas dentro y fuera de la patria, y prosperidad y provecho continuo en los negocios emprendidos y por emprender; queréis que os comunique buenas noticias a vosotros y a todos los vuestros, que os traiga y os anuncie nuevas favorables a vuestra república (porque, como sabéis, los otros dioses me han confiado la misión de ser el abogado de las comunicaciones y del comercio); lo mismo, pues, que vosotros queréis mi bendición para todo lo que acabo de decir, y que ponga mi esfuerzo al servicio del continuo acrecentamiento de vuestras ganancias, lo mismo os pido yo por mi parte ahora que guardéis silencio durante esta representación y que seáis para ella jueces justos y equitativos. Ahora os voy a decir por orden de quién y para qué vengo, y al mismo tiempo os daré mi nombre: vengo por orden de Júpiter, mi nombre es Mercurio. Júpiter, mi padre, me ha enviado a vosotros con un ruego: él sabía bien que lo que os dijera de su parte sería para vosotros una orden, porque es consciente de que le reverenciáis y le teméis, como es natural tratándose de Júpiter; pero así y todo me ha encargado que os hiciera mi petición como si fuera un ruego, en términos corteses y amables; porque es que el Júpiter este aquí de nuestra compañía, por orden del cual estoy ante vosotros, pues eso, no teme menos que cualquiera de los presentes una paliza: él ha nacido de una madre humana y de un padre humano, o sea, que no tiene que causar extrañeza a nadie que tenga sus escrúpulos; y el caso es que también yo, que soy hijo de Júpiter, tengo miedo a los palos, seguro que por influjo de mi padre. Por lo mismo vengo en son de paz y a traeros la paz: lo que yo quiero de vosotros es una cosa justa y sin problemas; yo he recibido el encargo de venir como embajador justo a hacer una petición justa a gente que también lo es; y es que no está bien pedir cosas injustas a personas justas, pero el pedir cosas justas a gente injusta, es una necedad, que los que son injustos ni quieren saber nada del derecho ni se atienen al mismo. Pero ahora, prestad todos atención a lo que os voy a decir: vosotros debéis estar dispuestos a complacernos, que bastante es lo que hemos hecho, lo mismo yo que mi padre, por vosotros y por vuestro pueblo. Yo no tengo por qué enumerar —como he visto hacer a otros dioses en las tragedias, por ejemplo, a Neptuno, el Valor, la Victoria, Marte o Belona, al ponerse a relatar los beneficios que os han hecho—, no quiero enumerar, digo, los beneficios de que para todos es artífice mi padre, el soberano de los dioses. Y es que nunca fue tampoco él así, de condición de echar en cara sus beneficios a las buenas personas. Él piensa que le estáis agradecidos por ello y que os hace a justo título los beneficios que os hace. Ahora os voy a decir, primero a qué he venido y después os explicaré el argumento de esta tragedia. Pero bueno, ¿qué pasa?, ¿fruncís el ceño porque he dicho que iba a ser una tragedia? Nada, no hay que apurarse, soy un dios, la transformaré; si es que estáis de acuerdo, la volveré de tragedia en comedia sin cambiar un solo de verso. ¿Queréis, sí o no? Pero tonto de mí, de preguntároslo, como si no supiera lo que queréis, siendo un dios. Ya sé lo que os gustaría: haré una mezcla, una tragicomedia; no, es que hacer que sea todo el tiempo una comedia, viniendo reyes y dioses, la verdad, no me parece ni medio bien. Vamos a ver, como también hay un papel de esclavo, haré que sea una tragicomedia, como acabo de decir. Bueno, pues Júpiter me ha dicho que os pida que vaya gente inspeccionando fila por fila a los espectadores, y que si se dan cuenta de que están allí para hacer de claque en favor de alguno de los actores, que se les coja allí mismo en prenda la toga; y los que hayan intrigado para hacer conseguir la palma a los actores o a cualquiera de los artistas (ya sea por escrito o personalmente o por un tercero), asimismo si los ediles la dieran de manera fraudulenta a alguno, ha ordenado Júpiter que se les aplique la misma ley que si hubieran intrigado para conseguir un cargo público para sí o para otro. Júpiter ha dicho que vosotros debéis vuestras victorias a vuestro valor y no a las intrigas o al fraude: ¿por qué no va a valer la misma ley para los actores que para las personas de alta categoría? Hay que esforzarse por salir adelante por los propios méritos, no por medio de alabarderos; alabarderos tiene de sobra siempre el que actúa como debe, presupuesto que sean personas honradas los que tienen la cosa en la mano. Asimismo, me ha dicho también Júpiter que hubiera inspectores para los comediantes: que a los que encargara gentes para que los aplaudan o para quitar el favor del público a otro, que les hicieran pedazos sus disfraces y su pellejo. No querría que os extrañarais de por qué se preocupa Júpiter ahora de los comediantes; no os asombréis: el mismo Júpiter en persona va a representar esta comedia. ¿A qué viene esa sorpresa? ¡Como si fuera una novedad el que Júpiter haga oficio de comediante! Además, el año pasado, cuando los comediantes lo invocaron aquí en las tablas, vino en su auxilio. Y luego, en las tragedias sale de todas maneras. Esta pieza, digo, la va a representar, pues, hoy Júpiter en persona y yo junto con él. Ahora prestad atención mientras os explico el argumento de la comedia. Esta ciudad es Tebas. En esa casa vive Anfitrión, nacido en Argos al igual que su padre, y que está casado con Alcmena, hija de Electrión. Anfitrión es ahora general en jefe del ejército, porque es que los tebanos están en guerra con los teléboas. Antes de salir para el frente, dejó embarazada a su mujer Alcmena. Bueno, yo creo que vosotros sabéis ya cómo es mi padre, lo liberal que es en todas estas materias y qué pasión tan grande pone una vez que le ha entrado algo por el ojo. Mi padre empezó a hacerle el amor a Alcmena a espaldas de su marido y se unió con ella, dejándola encinta de su unión; o sea, para que estéis bien enterados ahora con respecto a Alcmena: ella está doblemente embarazada, de su marido y del soberano Júpiter. Ahora mismito está de mi padre ahí dentro acostado con ella, y por ese motivo es esta noche más larga, mientras está disfrutando ahí con la mujer que quiere. Sólo que se ha cambiado la figura, de modo que parece que es Anfitrión. Ahora, para que no os extrañéis de mi indumentaria, de que venga aquí con figura de esclavo: os voy a ofrecer una vieja y antigua historia en una forma nueva, por eso me presento ante vosotros con una nueva indumentaria. O sea, mi padre está ahora ahí dentro, Júpiter, metamorfoseado en Anfitrión, y todos los esclavos que le ven, se creen que lo es —así cambia el pellejo cuando le da la gana—; y yo he tomado la figura del esclavo Sosia, que ha acompañado a Anfitrión a la guerra, para poder estar así al servicio de mi enamorado padre y para que la gente de la casa no me preguntara que quién era al verme andar de acá para allá. Así, como creen que soy un esclavo y un colega suyo, pues nadie me preguntará quién soy o qué es lo que hago aquí. Mi padre está ahora a sus anchas ahí dentro: está en la cama abrazado a la mujer objeto de todos sus deseos; le está contando a Alcmena todas las cosas que han pasado en la guerra; ella se cree que es su marido, y en realidad, está con un adúltero. Ahí mi padre le cuenta ahora cómo ha puesto en fuga las legiones de los enemigos y todos los trofeos que ha recibido en premio. Nosotros le hemos quitado a Anfitrión los trofeos que le han dado; claro, mi padre no tiene dificultad alguna para hacer todo lo que quiere. Pero la cosa es que hoy llega aquí Anfitrión de vuelta de la guerra y también el esclavo de quien yo he tomado la figura en que me veis. Ahora, para que nos podáis distinguir más fácilmente: yo llevaré este penachillo aquí en el sombrero, mi padre un cintillo de oro por bajo del suyo, Anfitrión no lo llevará: estos distintivos no serán visibles para la gente de la casa, pero sí para vosotros. Pero ése es Sosia, el esclavo de Anfitrión, viene del puerto con su farol. Ya me encargaré yo de mantenerle alejado de la casa cuando llegue. ¡Poned atención, que merecerá la pena el ver aquí a Júpiter y Mercurio haciendo de comediantes!
ACTO I
Escena primera.
Sosia, Mercurio.
SOSIA: Mira que se necesita ser atrevido y confiado de verdad para, sabiendo cómo es la gente joven, andar solo por aquí a estas horas de la noche. A ver qué haría yo ahora, si me llevara la ronda de la policía a la cárcel. Me sacarían de allí al día siguiente, como se sacan las provisiones de la despensa, para recibir una buena ración de palos; ni me sería posible defenderme, ni mi amo estaría dispuesto a prestarme ayuda, ni habría nadie que no pensara que me estaba pero que muy bien empleado. Como si fuera un yunque, se pondrían a pegarme golpes ocho tíos como castillos; ése sería el alojamiento con que me honraría oficialmente la ciudad a mi vuelta del extranjero. Y de todo esto no tiene la culpa más que la frescura de mi amo, que me ha hecho salir a la fuerza del puerto a estas horas de la noche. ¿Es que no podía haberme mandado aquí igual al ser de día? La esclavitud es más dura cuando el amo es un potentado, se es más desgraciado cuando se es esclavo de un hombre rico: de día y de noche tienes más que de sobra que hacer o que decir, de forma que no puedas parar un minuto en paz; el amo que por ser rico no tiene ni idea de lo que es el trabajo y la fatiga, se figura que es posible todo lo que a uno se le antoja; se cree que eso es la cosa más normal del mundo y no se da cuenta de los sudores que cuesta; ni se parará a pensar si está bien o mal lo que manda. O sea, que en la esclavitud hay que pasar por muchas injusticias: es una carga que hay que llevar y soportar a fuerza de sudores.
MERCURIO: (Aparte.) Mejor podía yo quejarme de la esclavitud que no él: a mí, que era hoy mismo libre, me ha reducido mi padre a la esclavitud; éste, que ha nacido esclavo, se queja.
SOSIA: Verdaderamente que soy un canalla de esclavo: ¿se me ha pasado siquiera por la imaginación invocar a los dioses al llegar y darles las gracias por los beneficios recibidos? Diablos, se me quieren pagar en la misma moneda, van a echar mano de alguien que me parta la cara a mi llegada, por no haber agradecido ni echado cuenta de los beneficios que me han hecho.
MERCURIO: (Aparte.) Éste hace lo que pocos, él mismo sabe bien lo que se merece.
SOSIA: Lo que ni yo ni otro ninguno de mis compatriotas hubiera podido soñar, eso es lo que ha sucedido: sanos y salvos nos encontramos de vuelta en la patria. Vencidos los enemigos, vuelve el ejército victorioso a la patria, después de haber dado cima a la mayor de las contiendas y muerte a los enemigos. La ciudad que ocasionó tantas dolorosas muertes al pueblo tebano ha sido vencida y expugnada por la fuerza y el valor de nuestros soldados, bajo el mando y los auspicios particularmente de Anfitrión, mi amo, que ha enriquecido a sus conciudadanos con botín, territorios y gloria y ha consolidado al rey Creón su reino. Él me ha mandado a mí por delante del puerto a casa, para que le diera estas noticias a su esposa, de cómo ha llevado a cabo la misión encomendada bajo su dirección, su mando y sus auspicios. Voy a pensar ahora cómo se lo cuento, cuando llegue; si digo mentiras, no haré más que a lo que estoy hecho; porque la verdad es, que cuando los otros peleaban con todas sus ganas, entonces yo huía con todas las mías; pero, bueno, yo haré como que he estado presente y contaré lo que he oído decir. Pero primero voy a pensar aquí para mis adentros cómo y de qué manera se lo tengo que contar. Así empezaré a decir: a lo primero, cuando llegamos allí, luego que tomamos tierra, enseguida fue Anfitrión y escogió unos delegados entre los más principales de sus jefes; los manda de embajadores y les ordena comunicar a los teléboas su propuesta: si es que están dispuestos a entregar por las buenas y sin llegar a las manos todo lo que han robado y a los autores de los robos y a devolver todo lo que se han llevado, entonces él hará retornar inmediatamente al ejército a sus lares, los argivos abandonarán el territorio enemigo y los dejará tranquilos y en paz; si es que son otras sus intenciones y no le dan lo que les pide, entonces, está dispuesto a cargar sobre su ciudad en ataque masivo, con todo su potencial bélico. Cuando los delegados de Anfitrión les relataron todo esto ce por be a los teléboas, que son una gente de muchos humos, van y, confiados en su valor y en sus fuerzas, con una altanería y una desconsideración sin límites, increpan a nuestros enviados y les dicen que ellos pueden salvaguardarse por la guerra a sí y a los suyos y que, por lo tanto, que se den prisa en sacar el ejército de su territorio. Cuando los legados trajeron esta respuesta, Anfitrión hace salir enseguida a todo el ejército del campamento. Por su parte, los teléboas hacen salir de la ciudad sus legiones, que iban equipadas con unas armas fantásticas. Después que salen de ambas partes con todas las tropas, se alinean los soldados, se forman las filas, nosotros disponemos nuestras legiones según nuestra costumbre y manera, los enemigos hacen igual por su parte. Después, van y salen los dos generales al medio y hablan uno con otro fuera de las filas. Se ponen de acuerdo en que los que salgan vencidos en el combate entreguen al vencedor la ciudad, sus territorios, sus altares, sus hogares y sus personas. Entonces se ponen a sonar las trompetas de un lado y del otro. Resuena la tierra, lanzan las dos partes un griterío, los dos generales, el nuestro, el de ellos, hacen votos a Júpiter, arengan cada uno a sus hombres. A continuación, cada uno por su parte da de sí todo lo que está en sus fuerzas y en sus posibilidades, chocan las armas, se quiebran los dardos, retumban los cielos con el bramido de los soldados, se forma una nube con el aliento y el jadeo, caen los hombres bajo la violencia de los golpes. Al fin, se imponen nuestros soldados con arreglo a nuestros deseos: los enemigos caen a racimos, los nuestros se les echan encima, quedamos victoriosos frente a nuestros arrogantes adversarios. A pesar de todo, nadie se da a la fuga ni cede un paso, siguen luchando a pie firme; prefieren perder la vida a moverse un solo paso hacia atrás; todos caen allí mismo donde estaban en pie y guardan allí la fila. Cuando Anfitrión mi amo se apercibe de ello, manda enseguida meter la caballería por la derecha; los jinetes obedecen rápidos: se lanzan por la derecha con gran griterío en un fogoso asalto, rompen las filas enemigas y aplastan sus tropas, justo castigo a la violación de la justicia.
MERCURIO: (Aparte.) Hasta ahora no ha dicho ni una palabra falsa, que yo mismo estuve allí, y mi padre también, durante el combate.
SOSIA: El enemigo se da a la fuga; entonces los nuestros cobran ánimos; los teléboas llevan sus cuerpos acribillados de dardos en su retirada y el mismo Anfitrión le corta la cabeza por propia mano al rey Ptérelas. El combate duró desde la mañana a la tarde (que me acuerdo sobre todo ello porque me pasé el día sin probar bocado), pero al fin, la noche puso término a la lucha con su llegada. Y al día siguiente viene a nuestro campamento los jefes de la ciudad, con lágrimas en los ojos; llevaban en sus manos las enseñas de los suplicantes[1] y nos piden que perdonemos su falta y se entregan ellos con todas sus cosas, divinas y humanas, su ciudad y sus hijos todos, al poder y al arbitrio del pueblo tebano. Después, se le entrega a Anfitrión mi amo, en premio a su valor, la copa de oro de la que bebía el rey Ptérelas. Así se lo contaré todo a mi ama. Ahora, a lo que iba, a cumplir el encargo de mi amo y a recogerme a casa.
MERCURIO: (Aparte.) Eh, eh, ese viene para acá, saldré a su encuentro, ni hablar de dejarle acercarse a la casa. Como tengo su mismo aspecto, verás cómo le tomo el pelo. Y verdaderamente, como he tomado su figura y su condición no está mal que me apropie también de su manera de ser y de obrar; así que tengo que ser malo, pillo, ladino y echarle de la puerta con sus mismas armas, con la malicia. Pero, ¿qué es lo que ocurre ahora? Está mirando al cielo; voy a observar lo que hace.
SOSIA: Demonio, desde luego, si hay una cosa de la que estoy seguro cien por cien, tengo la impresión de que el lucero de la noche ha cogido una borrachera y se ha quedado dormido; porque ni la Osa Mayor se mueve a parte ninguna en el cielo, ni la luna se cambia del punto por donde ha salido, ni Orión, ni Venus, ni las Pléyades se ponen: ni un pelo se mueven de donde están, ni la noche deja paso al día por parte ninguna.
MERCURIO: (Aparte.) Noche, continúa como empezaste, dale gusto a mi padre. Tú prestas así el mejor de los servicios al mejor de los dioses de la mejor manera posible, no te quedarás sin recompensa.
SOSIA: Yo no creo haber visto en mi vida una noche más larga que ésta, aparte, claro está, de una que me la pasé entera, colgado, después de que me dieron de palos; bien sabe Dios que aquélla le ganó en largura a ésta. Diablos, tengo la impresión de que el sol está durmiendo después de haber bebido a base de bien; milagro si no es que durante la cena se ha pasado un si es no es de la raya con el copeo.
MERCURIO: (Aparte.) ¿Qué dices, bribón? ¿Te crees que los dioses son como tú? Te las vas a tener que ver conmigo por esa manera de hablar y de portarte. Deja, acércate, te vas a encontrar con la horma de tu zapato.
SOSIA: ¿Dónde están esos bragueteros a los que no les gusta dormir solos? Esta noche es única para pasarla con una tía que te haya costado cara.
MERCURIO: (Aparte.) Según lo que dice éste, mi padre sabe bien lo que se hace, que se deja ir echado en brazos de Alcmena, su amada.
SOSIA: Voy a decirle a Alcmena lo que me ha encargado el amo. Pero, ¿quién es ese individuo que está ahí a la puerta a estas horas de la noche? No me hace gracia ninguna.
MERCURIO: (Aparte.) Éste es un miedoso como hay pocos.
SOSIA: Se me está viniendo a las mientes, que ese hombre va a tejerme de nuevo la capa, con la lanzadera, a fuerza de golpes, digo.
MERCURIO: (Aparte.) Tiene miedo; verás cómo le tomo el pelo.
SOSIA: Muerto soy: siento una desazón en los dientes: seguro que cuando me acerque me va a recibir a puñetazos. Seguro que es que se compadece de mí; como mi amo me ha hecho pasar la noche en vela, quiere hacerme dormir a fuerza de puños. Estoy perdido, ¡Santo Dios!, qué tío más grande y más forzudo!
MERCURIO: (Aparte.) Voy a hablar en alto, para que me oiga lo que digo; verás cómo le entra así todavía más miedo. Venga, queridos puños, ya hace tiempo que no me llenáis la andorga. Me parece que hace un siglo desde ayer, cuando habéis dejado fuera de combate y en cueros a los cuatro tipos aquellos.
SOSIA: Estoy temblando, que no me cambie éste el nombre y me ponga Quinto en lugar de Sosia; afirma que ha dejado ayer fuera de combate a cuatro, mucho me temo que conmigo vamos a ser cinco.
MERCURIO: (Aparte.) ¡Hala pues, así se hace!
SOSIA: Se arremanga la túnica; ya se está preparando.
MERCURIO: (Aparte.) No se escapará sin recibir palos.
SOSIA: Pero, ¿quién?
MERCURIO: (Aparte.) El primero que se acerque aquí, se va a comer mis puños.
SOSIA: Quita, quita, no tengo ganas de comer a estas horas de la noche, yo acabo de cenar, de modo que, si eres prudente, harás mejor en darle esa cena a gente que tenga hambre.
MERCURIO: (Aparte.) ¡Menudo peso tiene ese puño!
SOSIA: ¡Muerto soy, está sopesando sus puños!
MERCURIO: (Aparte.) ¿Qué tal, si le hago un par de caricias, para que se duerma?
SOSIA: Pues sería mi salvación, porque llevo ya tres noches seguidas sin pegar ojo.
MERCURIO: (Aparte.) Esto es un fastidio, no doy golpe, esta mano no tiene la técnica de dar buenos guantazos; y es que tienes que dar los puñetazos de tal modo, que le cambies la cara al que le toques.
SOSIA: Este hombre me va a dejar bien retocado y me va a modelar una cara nueva.
MERCURIO: (Aparte.) A quien tú le des un buen golpe, no le tienes que dejar ni un hueso en toda la cara.
SOSIA: Milagro si no es que está pensando éste un deshuesarme como a un besugo. ¡Al diablo con este deshuesador de hombres! Si me descubre, estoy perdido.
MERCURIO: (Aparte.) A carne humana me huele de algún desgraciado.
SOSIA: Pero bueno, ¿es que doy yo algún olor?
MERCURIO: (Aparte.) Y, además, quien sea, no debe estar lejos, pero es alguien que viene de lejos.
SOSIA: Este hombre es adivino.
MERCURIO: (Aparte.) Tengo los puños muy intranquilos.
SOSIA: Pues si vas a ensayarte conmigo, por favor, desbrávalos primero contra una pared.
MERCURIO: (Aparte.) Ha llegado por los aires una voz a mis oídos.
SOSIA: Verdaderamente ha sido una mala suerte el no cortarle un poco las alas: resulta que tengo una voz que vuela.
MERCURIO: (Aparte.) Ese hombre viene aquí a buscarse su perdición a uña de caballo.
SOSIA: Pues lo que es yo, no tengo conmigo cabalgadura alguna.
MERCURIO: (Aparte.) Hay que cagarle de puñetazos a base de bien.
SOSIA: Estoy cansado todavía del barco con el que hemos hecho la travesía, ¡maldición!, todavía estoy mareado, apenas puedo dar un paso sin carga, no creas que voy a poder andar con peso ninguno.
MERCURIO: (Aparte.) Pues desde luego aquí habla quien sea.
SOSIA: Estoy salvado, no me ve; afirma que habla «quien sea», y yo me llamo así, sino Sosia.
MERCURIO: (Aparte.) Aquí por la derecha parece que hiere una voz mis oídos.
SOSIA: Temo no vaya a ser golpeado yo hoy a cuenta de la voz que le hiere a éste.
MERCURIO: (Aparte.) ¡Estupendo, se me acerca!
SOSIA: Estoy aterrado, paralizado, ni siquiera podría decir en dónde demonios me encuentro, si alguien me lo pregunta, desgraciado de mí, no puedo ni dar un paso a fuerza de miedo; cosa hecha: al demonio se han ido juntitos los encargos del amo y Sosia. Pero te aseguro que voy a atreverme a hablar con el tipo este, para darle la impresión de valiente y que no me ponga así la mano encima.
MERCURIO: ¡Eh! ¿A dónde vas con el dios del fuego metido ahí en ese farol?
SOSIA: ¿Para qué lo quieres saber, tú, que le partes a la gente los huesos de la cara a fuerza de puñetazos?
MERCURIO: ¿Eres libre o esclavo?
SOSIA: Soy lo que me da la gana.
MERCURIO: ¿De verdad?
SOSIA: Sí, de verdad.
MERCURIO: Te estoy viendo apaleado[2].
SOSIA: Y yo te estoy viendo mentir.
MERCURIO: Ya verás cómo no.
SOSIA: Bueno, ¿y a cuento de qué?
MERCURIO: ¿Puedo saber a dónde vas? ¿quién es tu amo y qué es lo que quieres aquí?
SOSIA: Vengo aquí, soy esclavo de mi amo; ¿estás ahora mejor enterado?
MERCURIO: ¡Sinvergüenza, ya verás cómo voy yo a zumbármela a esa mala lengua!
SOSIA: Imposible: está muy bien guardada y es muy poderosa.
MERCURIO: ¿Te empeñas en seguir platicando? ¿Qué tienes tú que hacer en esta casa?
SOSIA: Eso mismito te pregunto yo a ti.
MERCURIO: El rey Creón pone aquí siempre un sereno por las noches.
SOSIA: Muy bien hecho: como nosotros estábamos fuera, aquí se ha hecho cargo él de la vigilancia; pero ahora, márchate, dile que ya han venido los de casa.
MERCURIO: Yo no sé en qué grado eres tú de la casa o no, pero si no te largas de aquí ahora mismo, tú, que dices pertenecer a esta familia, verás la familiaridad con que te voy a recibir.
SOSIA: Aquí, digo, vivo yo, y soy esclavo de la familia esta.
MERCURIO: ¿Sabes una cosa? Verás cómo te voy a convertir hoy en un gran señor, si no te largas de aquí.
SOSIA: Y, ¿cómo?
MERCURIO: Te llevarán otros, no te irás por tus pies, si echo mano de un palo.
SOSIA: Pero si te digo que yo soy uno de aquí, de los de la casa.
MERCURIO: Tú dirás los palos que quieres recibir si no te largas inmediatamente.
SOSIA: Pero, ¿pretendes no dejarme entrar en casa viniendo de fuera?
MERCURIO: Pero, ¿es que es ésta acaso tu casa?
SOSIA: Sí que lo es, digo.
MERCURIO: ¿Quién es tu amo entonces?
SOSIA: Anfitrión, que es ahora general en jefe del ejército tebano, el marido de Alcmena.
MERCURIO: A ver, ¿cómo te llamas?
SOSIA: Sosia me dicen los tebanos, hijo de Davo.
MERCURIO: Verdaderamente que por tu mal has venido hoy aquí con esa sarta de mentiras, eres el colmo de la desvergüenza, no paras de tramar enredos.
SOSIA: Nada de tramar enredos, trama tienen las túnicas con que vengo.
MERCURIO: Pues sigues mintiendo, porque vienes con los pies, no con las túnicas.
SOSIA: Así es, en efecto.
MERCURIO: Recibe entonces ahora una paliza en efecto, por mentir de esa manera.
SOSIA: En efecto te juro que no quiero.
MERCURIO: Pues entonces te juro que vas a ser apaleado en efecto quieras que no. (Le pega.) Y este «en efecto» es, pero que bien seguro; no admite discusión.
SOSIA: ¡Misericordia, por favor!
MERCURIO: ¿Te atreves a decir que eres Sosia, si lo soy yo?
SOSIA: ¡Muerto soy!
MERCURIO: Eso no es nada para lo que te espera. ¿Quién es tu amo, pues?
SOSIA: Tú que me has hecho tuyo a fuerza de puños. ¡Socorro, tebanos!
MERCURIO: ¿Gritos encima, canalla? ¡Habla! ¿A qué has venido?
SOSIA: A que tuvieras a quien dar de puñetazos.
MERCURIO: ¿A quién perteneces?
SOSIA: Soy Sosia, de Anfitrión, digo.
MERCURIO: Pues ahora, por decir falsedades, vas a recibir más golpes; yo soy Sosia, no tú.
SOSIA: ¡Ojalá lo fueras tú y yo el que reparte palos!
MERCURIO: ¿Te atreves a decir ni una palabra más?
SOSIA: Ya me callo.
MERCURIO: ¿Quién es tu amo?
SOSIA: El que tú quieras.
MERCURIO: Entonces, qué, ¿cómo te llamas?
SOSIA: De ninguna manera, sino como tú digas.
MERCURIO: Pues, ¿no decías que eras Sosia, el esclavo de Anfitrión?
SOSIA: Me he confundido, lo que quise decir es que era «socio» de Anfitrión.
MERCURIO: Bien sabía yo que no tenemos otro esclavo que se llame Sosia aparte de mí. Tienes perdida la cabeza.
SOSIA: ¡Ojalá que fuera el mismo caso con tus puños!
MERCURIO: Yo soy el Sosia que tú me decías que eras.
SOSIA: Te suplico que me permitas hablarte por las buenas sin recibir palos.
MERCURIO: De acuerdo, pero solo te concedo una breve tregua, si es que quieres decirme algo.
SOSIA: No diré nada, sino después de firmada la paz, que tú tienes unos puños más fuertes.
MERCURIO: Habla, si quieres algo, no te haré nada.
SOSIA: ¿Me puedo fiar de tu palabra?
MERCURIO: Puedes fiarte.
SOSIA: ¿Y si me engañas?
MERCURIO: Entonces, caiga sobre Sosia la ira del dios Mercurio.
SOSIA: Escúchame, ahora puedo hablar con libertad lo que quiera: yo soy Sosia, esclavo de Anfitrión.
MERCURIO: ¿Otra vez con las mismas?
SOSIA: Hemos hecho la paz, hemos hecho un pacto; digo la verdad.
MERCURIO: Vete al cuerno.
SOSIA: Puedes hacer lo que te dé la gana y como te dé la gana, que tus puños son más fuertes; pero, hagas lo que hagas, esto, ¡por Dios!, que no me lo callo.
MERCURIO: En tu vida conseguirás jamás que no sea yo Sosia.
SOSIA: Y tú, te juro que no conseguirás que pertenezca a otro, ni hay donde yo esté otro Sosia fuera de mí, yo, que salí de aquí con Anfitrión para la guerra.
MERCURIO: Este hombre está mal de la cabeza.
SOSIA: Eso mismo que me echas en cara, es a ti a quien te pasa; demonio, ¿es que no soy yo acaso Sosia, el esclavo de Anfitrión? ¿No ha llegado esta noche nuestro barco aquí desde el Puerto Pérsico, el barco que me ha traído? ¿No me ha mandado aquí mi amo? ¿No estoy yo ahora aquí delante de nuestra casa? ¿No tengo una farola en mi mano? ¿No hablo, no estoy despierto? ¿No acabo de recibir de éste una buena tunda? ¡Caray que no ha sido así, que todavía me duelen las mandíbulas, pobre de mí! ¿A qué pues tanto titubeo, o por qué no entro ya de una vez en nuestra casa?
MERCURIO: ¿Cómo «nuestra» casa?
SOSIA: Si señor, nuestra casa.
MERCURIO: No señor, todo lo que acabas de decir son mentiras: yo soy en realidad Sosia, el esclavo de Anfitrión, que esta noche hemos despegado con nuestro barco del Puerto Pérsico y conquistamos la ciudad donde reinaba el rey Ptérelas y nos hicimos por la fuerza de nuestras armas con las legiones teléboas, y Anfitrión en persona le cortó la cabeza al rey Ptérelas en el combate.
SOSIA: (Aparte.) Llego a dudar hasta de mí mismo, cuando le oigo a éste relatar todo esto: desde luego se sabe ce por be todo lo que ha ocurrido allí. Pero, a ver, ¿qué es el regalo que le han hecho los teléboas a Anfitrión?
MERCURIO: La copa de oro de la que bebía el rey Ptérelas.
SOSIA: (Aparte.) Así es como ha dicho. ¿Y dónde está ahora esa copa?
MERCURIO: En una caja que está precintada con el sello de Anfitrión.
SOSIA: ¿Y cómo es el sello?
MERCURIO: El sol saliendo con su cuadriga. Quieres cogerme en un renuncio, ¿no es verdad, canalla?
SOSIA: (Aparte.) Sus pruebas son convincentes, tengo que buscarme otro nombre, yo no sé desde dónde ha visto éste todo eso. Pero ahora le voy a coger bien cogido, porque lo que he hecho yo estando solo, sin haber nadie presente dentro de la tienda, eso no me lo podrá decir de manera ninguna. Sí tú eres Sosia, ¿qué es lo que hiciste en la tienda mientras las legiones estaban en lo más duro del combate? Si me lo dices, me doy por vencido.
MERCURIO: Había allí un cántaro de vino, he cogido y llenado una jarra.
SOSIA: (Aparte.) Va por buen camino.
MERCURIO: Y me eché el vino al coleto, puro, tal como lo trajo al mundo la madre que lo parió.
SOSIA: (Aparte.) Desde luego, así fue, que yo me tragué allí una jarra de vino puro; milagro si no es que estaba él dentro.
MERCURIO: ¿Qué dices ahora? ¿Te das por vencido de que no eres Sosia?
SOSIA: ¿Tú afirmas que no lo soy?
MERCURIO: ¿Cómo no lo voy a afirmar, si lo soy yo?
SOSIA: Juro por Júpiter, que lo soy yo y que no digo mentira.
MERCURIO: Y yo juro por Mercurio que Júpiter no te creerá; porque sé muy bien, que me cree más a mí sin juramentos, que a ti con ellos.
SOSIA: Entonces, dime quién soy yo, si no soy Sosia.
MERCURIO: Cuando yo no quiera ser Sosia, entonces puedes serlo tú, ahora, como lo soy yo, recibirás una paliza, si no te largas, forastero.
SOSIA: (Aparte.) ¡Diablos!, la verdad es que, cuando le miro a él, reconozco mi figura, tal como yo soy (que me he mirado muchas veces en el espejo); se parece una barbaridad a mí; tiene el mismo sombrero y el mismo vestido; es igualito que yo: las piernas, los pies, la estatura, el peinado, los ojos, la nariz y la boca, el corte de cara, la barbilla, la barba, el cuello: todo. ¿Para qué más? Si es que tiene la espalda llena de cicatrices, no hay dos cosas más parecidas. Pero si recapacito, yo soy seguro el mismo que he sido siempre; conozco a mi amo, conozco nuestra casa; tengo la cabeza clara y me doy cuenta de todo. Ea, no le hago caso, voy a llamar a la puerta.
MERCURIO: ¿A dónde vas?
SOSIA: A casa.
MERCURIO: Aunque salgas corriendo de aquí montado en el carro del mismo Júpiter, ni así siquiera podrás escapar a tu perdición.
SOSIA: ¿No puedo decir a mi ama lo que me ha encargado el amo?
MERCURIO: Díselo a la tuya, si quieres; a la nuestra, no permitiré que le hables. Y si me hacer perder los nervios, te vas a ir de aquí con las costillas hechas pedazos.
SOSIA: Me vale que me vaya. ¡Válgame Dios! ¿Dónde me he buscado mi perdición? ¿Dónde he sido transformado? ¿Dónde he perdido la figura de antes? ¿Es que me he dejado yo a mí mismo olvidado allí sin darme cuenta? Porque es que desde luego éste es una reproducción exacta de mi persona, según lo que yo era hasta lo presente, es un retrato mío; nada, que se me hace ya en vida, lo que a un pobre desgraciado como yo no le iba a hacer nadie después de muerto.[3] Me voy al puerto y le contaré al amo lo que ha pasado; a no ser que él tampoco me reconozca; Júpiter lo quiera, para que hoy mismo, pelado y calvo, me den el gorro de la libertad[4]. (Se va.)
ESCENA SEGUNDA.
Mercurio.
MERCURIO: ¡Qué bien me ha salido la cosa! He conseguido largar de la puerta al mayor impedimento para que mi padre pudiera continuar en los brazos de Alcmena sin riesgo alguno. Cuando el otro encuentre a su amo Anfitrión, le contará que el esclavo Sosia le ha impedido entrar en casa; Anfitrión pensará naturalmente que le está contando mentiras y no creerá que ha venido aquí como él le había ordenado, ¡buenos los voy a poner a fuerza de equívocos y de locura a los dos y a toda la casa de Anfitrión, hasta que mi padre se sacie de la mujer que ama! Al final, todos se enterarán de lo que ha pasado; luego, ya se encargará Júpiter de restablecer la armonía entre Alcmena y su marido, porque Anfitrión al principio le armará un escándalo a su mujer y la acusará de adulterio; entonces mi padre apaciguará la tempestad, por mor de ella. Pero ahora, que antes no lo dije, de Alcmena, que va a dar a luz hoy dos gemelos: uno nacerá a los nueve meses, el otro a los siete; uno de ellos es de Anfitrión, el otro de Júpiter: pero el niño menor es hijo del padre mayor, el mayor, del menor. ¿Enterados? Pero por mor de Alcmena ha procurado mi padre que nazcan al mismo tiempo, para que salga de una vez del doble trabajo y para que no se sospeche de un adulterio y queden así ocultas sus relaciones clandestinas; aunque, como os he dicho, Anfitrión se enterará al final de todo; y qué, nadie se lo tomará a mal a Alcmena; porque no parece que esté bien que un dios permita que de lo que es una transgresión y una culpa propia se le vayan a pedir cuentas a un simple mortal. Pero me callo la boca, suena la puerta: el doble de Anfitrión sale con Alcmena, su esposa de pega.
ESCENA TEERCERA.
Júpiter, Alcmena, Mercurio.
JÚPITER: Adiós, Alcmena, continúa a la vela de nuestra casa y familia; y por favor, cuídate; ya sabes que se cumplen los meses. Yo no tengo más remedio que irme, hazte cargo tú en mi nombre del hijo o de la hija que nos nazca.
ALCMENA: ¿Qué es esto de tener que marcharte tan pronto de casa, esposo mío?
JÚPITER: Bien sabe Dios, que no es que sienta disgusto de ti o de nuestro hogar; pero cuando el general no está con el ejército, ocurre más rápido lo que no debe suceder que lo que no hace falta que suceda.
MERCURIO: (Aparte.) ¡Qué embustero tan perfecto, como mi padre que es! Ya veréis con qué suavidad va a calmar a la señora.
ALCMENA: Por Dios, ya veo que tu esposa no significa nada para ti.
JÚPITER: Pero, ¿es que no te basta si no hay otra mujer a la que ame igual que a ti?
MERCURIO: (Aparte.) Te juro que, si Juno supiera los negocios que te traes entre manos, yo haría que prefirieras ser Anfitrión que no Júpiter.
ALCMENA: Obras son amores y no buenas razones. Te vas antes de haber calentado siquiera en nuestro lecho el lugar donde te echaste. ¿Has venido ayer a media noche y te vas ya? ¿Te parece bien una cosa así?
MERCURIO: (Aparte.) (Voy a acercarme y a hablarle, le echaré una mano a mi padre.) Por Dios, yo creo que jamás mortal alguno ha amado tan perdidamente a una mujer como tu esposo está perdidamente perdido por ti.
JÚPITER: ¡Bribón! ¿A mí con ésas?, ¿desapareces de mi vista? ¿Qué tienes tú que meterte en este asunto, bandido, ni decir una palabra? Como llegue a echar mano de este bastón…
ALCMENA: Deja, por favor.
MERCURIO: ¡Qué mal han estado a punto de salirme mis primeros servicios!
JÚPITER: Pero por eso que dices, querida esposa, no debes enfadarte conmigo: he venido aquí a hurtadillas, le he robado al ejército el tiempo que te he dedicado a ti, para que fueras tú la primera que de mí oyera el éxito de mi gestión; todo te lo he contado; si no te amara más que a nadie en este mundo, no lo hubiera hecho.
MERCURIO: (Aparte) ¿No decía yo? ¡Cómo sabe coger con sus zalamerías a la cuitada!
JÚPIER: Ahora, para que las tropas no se den cuenta, tengo que volver en secreto, no vayan a decir que he antepuesto mi mujer a las obligaciones públicas.
ALCMENA: Dejas a tu esposa deshecha en lágrimas por tu partida.
JÚPITER: Deja, que te vas a estropear los ojos; yo vuelvo enseguida.
ALCMENA: Ese «enseguida» se me hace a mí muy largo.
JÚPITER: No es por mi gusto que te dejo y me separo de ti.
ALCMENA: Sí, ya lo veo, la misma noche que has venido vuelves a marcharte.
JÚPITER: ¿Por qué me retienes? Ya es hora: quiero salir de la ciudad antes de que amanezca. Mira, Alcmena, te dejo de regalo esta copa, que me han entregado allí en premio a mi valor, la copa de la que bebía el rey Ptérelas, a quien yo di muerte por mi mano.
ALCMENA: Eres el de siempre. ¡Dios mío, un regalo digno de la persona que lo hace!
MERCURIO: No, sino digno de la persona que lo recibe.
JÚPITER: ¿Otra vez? ¿No sabes, desgraciado, que puedo perderte?
ALCMENA: Por favor, Anfitrión, no te enfades con Sosia por causa mía.
JÚPITER: Como quieras.
MERCURIO: (Aparte.) ¡Qué antipático se pone con los amoríos!
JÚPITER: ¿Algo más, querida?
ALCMENA: Que me guardes tu amor, aunque no esté contigo, que yo soy tuya aún en tu
ausencia.
MERCURIO: Vamos, Anfitrión, que se hace ya de día.
JÚPITER: Ve tú por delante, ahora mismo te sigo. ¿Algo más?
ALCMENA: Sí, que vuelvas pronto.
JÚPITER: Vale. Vendré antes de lo que tú piensas; hale, anímate. (Alcmena entra
en casa.) Ahora, tú, noche, que me has estado esperando, ya estás libre, deja paso al día,
para que alumbre a los mortales con su luz clara y resplandeciente; y tanto cuanto fuiste
más larga que la noche anterior, haré que sea más corto el día, para que haya una
compensación y surja de la noche el día. Me voy para alcanzar a Mercurio.
ACTO II
ESCENA PRIMERA
Anfitrión, Sosia
ANFITRION: Hale, ven tras de mí.
SOSIA: Yo te iré siguiendo los pasos.
ANFITRIÓN: Eres un infame.
SOSIA: Pero, ¿por qué motivo?
ANFITRIÓN: Porque me cuentas lo que no es ni ha sido ni será jamás.
SOSIA: ¡Equilicuatre, ya estás haciendo de las tuyas, no te fías un pelo de tu gente!
ANFITRIÓN: ¿Qué? ¿Cómo? Te juro que te voy a cortar esa mala lengua, malvado.
SOSIA: Tuyo soy, o sea que haz conmigo lo que te venga bien y lo que te dé la gana; pero, así y todo, nunca jamás me podrás intimidar de forma que no diga las cosas tal como han sucedido.
ANFITRIÓN: Infame, más que infame, ¿te atreves a decirme que estás en casa estando aquí?
SOSIA: No digo más que la verdad.
ANFITRIÓN: Te vas a ganar el castigo de los dioses y también el mío.
SOSIA: En tu mano está, porque tuyo soy.
ANFITRIÓN: Bribón, ¿te atreves a burlarte de tu amo? ¿Te atreves a decir una cosa que nadie jamás ha visto hasta ahora ni es posible, el que una persona esté al mismo tiempo en dos lugares distintos?
SOSIA: En efecto, así es como digo.
ANFITRIÓN: ¡Júpiter te confunda!
SOSIA: Pero amo, ¿qué falta he cometido yo contra ti?
ANFITRIÓN: ¿Encima me lo preguntas, malvado, mientras que sigues burlándote de mí?
SOSIA: Tendrías razón en reñirme, si fuera como dices; pero yo no estoy diciendo mentiras, yo no digo más que cómo son las cosas.
ANFITRIÓN: Yo creo que este hombre está bebido.
SOSIA: ¡Ojalá!
ANFITRIÓN: Estás deseando una cosa que ya tienes.
SOSIA: ¿Yo?
ANFITRIÓN: Sí, tú. ¿Dónde has bebido?
SOSIA: No he bebido en parte ninguna.
ANFITRIÓN: ¡Menudo tipo está hecho éste!
SOSIA: Te lo he dicho cien veces: estoy en casa, digo. ¿Me oyes? Y estoy yo, Sosia, también aquí contigo. ¿Te lo he dicho ahora bastante a las claras?
ANFITRIÓN: ¡Anda, vete ya!
SOSIA: ¿Qué pasa?
ANFITRIÓN: Estás apestado.
SOSIA: Pero, ¿por qué dices eso? Yo me encuentro bien y en buena salud, Anfitrión.
ANFITRIÓN: Pues ya verás cómo vas a recibir tu merecido y no vas a estar bien y vas a ser un desgraciado, si es que acabo de llegar sano y salvo a casa; hazme el favor de seguirme, tú, que te estás burlando con esas locuras que dices y que después de no haber cumplido el encargo de tu amo, vienes ahora encima a reírte de él; bribón, que me vienes con unas historias imposibles, que nadie ha oído nunca jamás. Ya verás cómo van a caer todas estas mentiras sobre tus espaldas.
SOSIA: Anfitrión, para un siervo fiel y veraz para con su amo, es la peor de las desgracias el tener que experimentar que la verdad es vencida por la violencia.
ANFITRION: Pero, maldición, discurre conmigo, ¿cómo puede ser que tú estés al mismo tiempo aquí y en casa? Dime.
SOSIA: Pues la verdad es que estoy aquí y allí. Cualquiera puede asombrarse de una cosa así, y la verdad es que a mí no me parece menos asombroso que a ti.
ANFITRIÓN: ¿Cómo?
SOSIA: Te digo que a mí no me parece esto menos asombroso que a ti, ni yo, bien lo sabe Dios, podía darme crédito a mí mismo, Sosia, hasta que ese Sosia que es yo mismo, hizo que le diera crédito a él: ce por be me ha relatado todo lo sucedido durante la guerra. Además, no me ha cogido sólo el nombre, sino también la figura: dos gotas de leche no pueden ser más semejantes entre sí que ese otro yo lo es de mí. Porque luego que me mandaste por delante desde el puerto a casa antes de amanecer...
ANFITRIÓN: ¿Qué?
SOSIA: Estaba yo allí delante de la puerta mucho antes de haber llegado.
ANFITRIÓN: ¡Maldición! ¿Qué bromas son ésas? ¿Estás en tu juicio?
SOSIA: Estoy, así como ves.
ANFITRIÓN: Alguna mano maléfica le ha metido a este hombre el mal que sea dentro del cuerpo, después de que se fue de mi lado.
SOSIA: Eso sí que es verdad, porque he sido golpeteado pero que muy malamente a fuerza de puños.
ANFITRIÓN: ¿Quién te ha pegado?
SOSIA: Yo mismo a mí mismo, que estoy ahora allí en casa.
ANFITRIÓN: Mucho cuidado con contestar a otra cosa que lo que te pregunto: lo primero de todo quiero que me digas, quién es ese Sosia.
SOSIA: Tu esclavo.
ANFITRIÓN: Yo desde luego tengo más que bastante contigo solo, ni he tenido en toda mi vida otro esclavo Sosia, aparte de ti.
SOSIA: Pero yo ahora, Anfitrión, te digo: ya verás, como cuando llegues a casa, te encuentras allí otro esclavo Sosia aparte de mí, digo, hijo de Davo lo mismo que yo, con mi misma facha y la misma edad que yo. ¿Qué quieres que te diga? Tú tienes ahora un doble Sosia.
ANFITRIÓN: ¡Qué cosas más raras dices! Pero a mi mujer, ¿la viste?
SOSIA: ¡Pero si no se me consintió entrar en casa!
ANFITRIÓN: ¿Quién te lo impidió?
SOSIA: El Sosia ese que te estoy diciendo todo el tiempo, el que me dio de puñetazos.
ANFITRIÓN: Pero, ¿quién es ese Sosia?
SOSIA: Yo, repito. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
ANFITRIÓN: Vamos a ver, ¿es que te habías quedado dormido?
SOSIA: Ni hablar.
ANFITRIÓN: No sea que es que hayas visto a ese Sosia en sueños.
SOSIA: No suelo yo cumplir en sueños las órdenes de mi amo; lo vi despierto, lo mismo que despierto veo ahora, despierto estoy hablando, despierto él me apuñeteó a mí despierto.
ANFITRIÓN: ¿Quién?
SOSIA: Sosia, digo, yo, él... ¿No me entiendes, por favor?
ANFITRIÓN: ¡Maldición! ¿Quién puede entenderte? No hablas más que disparates.
SOSIA: Tú vas a enterarte de la verdad enseguida, cuando conozcas al esclavo Sosia ese.
ANFITRIÓN: Ven conmigo, que esto es lo primero que tengo que esclarecer; pero mira que se saquen del barco todas las cosas que dije.
SOSIA: Lo tengo presente y me cuidaré de que esté a punto todo lo que mandes, que no he hecho yo desaparecer tus órdenes de un trago junto con el vino.
ANFITRIÓN: ¡Quiera Dios que los hechos desmientan tus palabras!
ESCENA SEGUNDA.
Alcmena, Sosia, Anfitrión.
ALCMENA: (Sin ver a Anfitrión ni a Sosia.) Bien poco es lo que al correr del tiempo en esta vida se disfruta de cosas agradables en comparación de las muchas contrariedades. Ése es el destino de todos y cada uno de nosotros en este mundo, y ésa es la voluntad de los dioses, que no haya rosa sin espina; y es que hasta es mayor el disgusto y la pena que se tiene enseguida a punto, si es que se ha tenido la suerte de disfrutar de un bien. Y esto lo sé yo ahora por experiencia propia; hay que ver, aunque corta, qué grande ha sido mi alegría de volver a ver a mi marido, una sola noche; y luego, de repente, se marcha y me deja, antes del amanecer. Ahora me hace el efecto de que estoy aquí completamente sola, después que está él ausente, él a quien amo más que al mundo entero. Más pena me ha dado su marcha, que alegría su venida. Aunque eso sí, una cosa me hace feliz al menos, el saber que ha salido victorioso y que vuelve a la patria cubierto de gloria; eso me consuela. Consiento en que esté ausente, con tal que vuelva conseguida la victoria. Dispuesta estoy a conformarme y a soportar su ausencia con fortaleza de ánimo; si se me da en pago saberle vencedor, con eso me doy por satisfecha. El valor es por sí mismo la mejor de las recompensas. No hay nada que lo supere: la libertad, el bienestar, la vida, la hacienda y los padres, la patria y los hijos, todo lo protege y lo salva. El valor es un compendio de todos los bienes y ninguno de ellos le falta a quien está en posesión suya.
ANFITRIÓN: (Sin ver a Alcmena.) Por Dios, bien creo que mi esposa me va a recibir con los brazos abiertos; tal es el mutuo amor que nos une, sobre todo después que vuelvo habiendo tenido éxito en mi gestión y conseguida la victoria sobre los enemigos. Todos pensaban que eran indomables: bajo mi auspicio y mi mando, los hemos vencido al primer encuentro. Estoy seguro de que está esperando mi llegada con toda su alma.
SOSIA: Bueno, ¿y te crees tú que mi amiga no está esperando la mía?
ALCMENA: Ése es mi marido.
ANFITRIÓN: (A Sosia.) Ven conmigo.
ALCMENA: ¿Cómo es que vuelve ahora, si decía hace nada que tenía tanta prisa por irse? ¿Será que lo hace a posta para ponerme a prueba y quiere enterarse de si es que echo de menos su ausencia? Bien sabe Dios que no tengo nada en contra de verle volver a casa.
SOSIA: Anfitrión, yo creo que es mejor que nos volvamos al barco.
ANFITRIÓN: ¿Y eso, por qué motivo?
SOSIA: Porque aquí en casa, no nos va a ofrecer nadie un almuerzo a nuestra llegada[5].
ANFITRIÓN: ¿Por qué se te ocurre una cosa así?
SOSIA: Pues porque, según veo, llegamos un poco tarde.
ANFITRIÓN: ¿Pero por qué?
SOSIA: Porque a juzgar como veo al ama ahí delante de casa, me parece que está bien harta.
ANFITRIÓN: Si es que la dejé encinta cuando me marché.
SOSIA: ¡Ay, pobre de mí!
ANFITRIÓN: ¿Qué es lo que te pasa?
SOSIA: Ya veo que vengo a punto para acarrear agua, cumplidos los nueve meses, según la cuenta que dices.
ANFITRIÓN: No te apures, hombre.
SOSIA: ¿Que no me apure? Como coja el cubo, no me vuelvas a creer en tu vida ni un pelo, si no le arranco el alma entera al maldito pozo, si me pongo.
ANFITRIÓN: Ven conmigo, yo le encargaré a otro ese trabajo, no padezcas.
ALCMENA: Yo creo que mi deber sería ahora salir a su encuentro.
ANFITRIÓN: Anfitrión tiene el gusto de saludar a su tan deseada esposa. Alcmena, tú, la mejor de las tebanas a los ojos de tu marido, la intachable en opinión de todo el pueblo de Tebas. ¿Cómo te ha ido durante mi ausencia? ¿Estabas esperando mi llegada?
SOSIA: (Aparte.) No me digas: lo saluda con la misma alegría que si fuera un perro el que viene.
ANFITRIÓN: ¡Qué alegría verte en estado y ya tan adelantada!
ALCMENA: Oye, por Dios, ¿qué manera es esa de burlarte de mí? Me hablas y me saludas, como si no acabaras de verme, como si llegaras ahora mismo a casa de vuelta de la guerra [y me hablas como si hiciera mucho que no me ves].
ANFITRIÓN: No, yo a ti, si no es ahora mismo, no te he visto en parte ninguna.
ALCMENA: ¿Por qué lo niegas?
ANFITRIÓN: Porque he aprendido a decir la verdad.
ALCMENA: No hace bien el que olvida lo que aprendió. ¿Es que queréis poner a prueba mis sentimientos? ¿Por qué volvéis tan pronto? ¿Es que te ha detenido algún agüero, o es por el mal tiempo, que no te has marchado al ejército, como me dijiste hace nada?
ANFITRIÓN: ¿Hace nada? ¿Cuándo ha sido eso que dices?
ALCMENA: Me quieres poner a prueba: hace un rato, ahora mismo.
ANFITRIÓN: Por favor, ¿cómo es posible que haya sido, como dices «hace un rato, ahora mismo»?
ALCMENA: Bueno, ¿es que crees que me pongo yo también de bromas como tú, que dices que acabas de llegar, cuando lo que acabas es de irte?
ANFITRIÓN: Esta mujer no dice más que locuras.
SOSIA: Espera un poquillo, hasta que despierte de su sueño.
ANFITRIÓN: ¡Si está soñando despierta!
ALCMENA: Por Dios, despierta estoy y despierta os digo lo que ha pasado, que os he visto poco antes del amanecer, lo mismo a ése que a ti.
ANFITRIÓN: ¿En dónde?
ALCMENA: Aquí, en tu propia casa.
ANFITRIÓN: Imposible.
SOSIA: Calla. Quizá es que el barco nos ha traído aquí desde el puerto, mientras dormíamos.
ANFITRIÓN: ¿Ahora te vas a poner tú también a llevarle la corriente?
SOSIA: ¿Qué quieres? ¿Es que no sabes, que si le quieres hacer frente a un bacante en su delirio, la volverás todavía más loca de lo que está y redoblará sus golpes, y en cambio, si le llevas el humor, sales del paso con un solo sopapo?
ANFITRIÓN: Así y todo, te juro que estoy decidido a echarle una buena reprimenda por no querer saludarme a mi llegada.
SOSIA: Eso es como si te pones a azuzar a avispas.
ANFITRIÓN: Calla. Alcmena, quiero hacerte una pregunta.
ALCMENA: Pregunta lo que quieras.
ANFITRIÓN: ¿Es que te has vuelto tonta o se te han subido los humos a la cabeza?
ALCMENA: Pero, ¿cómo se te ocurre preguntarme una cosa así, marido mío?
ANFITRIÓN: Pues porque otras veces me saludabas siempre al llegar y me hablabas, así como las mujeres decentes hacen con sus maridos. Y ahora al llegar a casa, veo que has perdido esas buenas maneras.
ALCMENA: Por Dios, que eso lo hice ya ayer cuando llegaste, te saludé enseguida y te pregunté cómo te había ido, marido mío, y te tomé la mano y te di un beso.
SOSIA: ¿Que tú has saludado ayer al amo?
ALCMENA: Y a ti también, Sosia.
SOSIA: Anfitrión, yo había pensado que tu mujer te iba a dar un hijo, pero no es un hijo lo que lleva dentro del cuerpo.
ANFITRIÓN: Sino ¿qué?
SOSIA: Locura.
ALCMENA: Yo estoy en mi juicio y espero, con la ayuda de Dios, dar a luz con salud a mi hijo. Pero lo que es tú, te vas a ganar una buena, si mi marido obra como debe; tú, agorero, por ese mal agüero, recibirás tu merecido.
SOSIA: No, sino la parturienta es la que se va a ganar una buena, manzana[6], digo, para que tengas donde mordisquear cuando empieces a sentirte mal.
ANFITRIÓN: Pero, ¿dices entonces que me has visto aquí ayer?
ALCMENA: Sí te he visto, digo, si es que quieres que te lo repita cien veces.
ANFITRIÓN: Será en sueños quizás.
ALCMENA: No, sino despierta, lo mismo yo que tú.
ANFITRIÓN: ¡Ay pobre de mí!
SOSIA: Pero ¿qué te pasa?
ANFITRIÓN: Mi mujer se ha vuelto loca.
SOSIA: Eso es de la atrabilis: no hay otra cosa que haga delirar más rápido a la gente.
ANFITRIÓN: ¿Y desde cuándo has empezado a sentir ese mal?
ALCMENA: Por Dios, yo estoy completamente bien.
ANFITRIÓN: ¿Pues por qué dices entonces que me has visto ayer, si hemos atracado en el puerto esta noche pasada? Allí he cenado y he dormido toda la noche en el barco, ni he puesto hasta ahora un pie en casa, después que marché con el ejército al país de los teléboas ni desde que los vencimos.
ALCMENA: No señor, has cenado conmigo y conmigo te has acostado.
ANFITRIÓN: Pero, ¿qué dices?
ALCMENA: La pura verdad.
ANFITRIÓN: En este punto, por Dios, ni pensarlo; por lo demás, no digo que no.
ALCMENA: Tú te volviste al ejército al despuntar el alba.
ANFITRIÓN: Pero, ¿cómo?
SOSIA: Ella te lo dice, así como lo tiene en la memoria: te está contando un sueño. Pero tú, ama, después que despertaste, debías haber cogido harina con sal e incienso y haber hecho una ofrenda a Júpiter, abogado de lo imposible.
ALCMENA: ¡Ay de ti!
SOSIA: De ti, eh, es de quien debe salir el tomar precauciones.
ALCMENA: Ya es la segunda vez que me habla mal, y sin que sufra castigo alguno por ello.
ANFITRIÓN: (A Sosia.) Calla tú. Tú, Alcmena, dime, ¿que me he marchado yo hoy de aquí al amanecer?
ALCMENA: ¿Pues quién si no vosotros, me ha contado lo que ha pasado en el frente?
ANFITRIÓN: Pero, ¿es que lo sabes?
ALCMENA: Como que lo he oído de ti, de cómo has tomado una ciudad grandísima y que tú mismo has dado muerte al rey Ptérelas.
ANFITRIÓN: ¿Que yo he dicho eso?
ALCMENA: Tú en persona, y en presencia de Sosia.
ANFITRIÓN: Sosia, ¿me has oído tú contar hoy eso?
SOSIA: ¿Dónde lo voy a haber oído?
ANFITRIÓN: Pregúntaselo al ama.
SOSIA: En mi presencia, que yo sepa, nunca jamás.
ALCMENA: Milagro sería que te llevara la contraria.
ANFITRIÓN: Sosia, venga, mírame.
SOSIA: A la orden.
ANFITRIÓN: Yo quiero que digas la verdad, no que busques complacerme: ¿has oído tú que yo le he dicho a ella lo que afirma?
SOSIA: ¡Diablos!, por favor, ¿es que te has vuelto ahora tú también loco, que me haces esa pregunta, si yo mismo, igual que tú, la veo ahora por primera vez después de nuestro regreso, junto contigo?
ANFITRIÓN: A ver, qué dices ahora, ¿le estás oyendo?
ALCMENA: Desde luego, y que miente.
ANFITRIÓN: Entonces, ¿no le das crédito ni a él ni a mí, a tu propio marido?
ALCMENA: Claro que no, porque me doy crédito a mí misma y sé muy bien que ha ocurrido, así como os digo.
ANFITRIÓN: ¿Tú dices que yo he llegado ayer?
ALCMENA: ¿Tú niegas que te has marchado hoy?
ANFITRIÓN: Sí que lo niego, y afirmo que vengo ahora por primera vez aquí a casa.
ALCMENA: Por favor, ¿vas a negar también que me has regalado hoy una copa de oro, que me dijiste que te la habían regalado a ti allí?
ANFITRIÓN: Por Dios, ni te la he dado ni he dicho una cosa así; pero desde luego tenía la intención y la sigo teniendo, de regalarte esa copa. Pero, ¿quién es el que te ha dicho eso?
ALCMENA: Yo lo he oído de ti, y de tu mano he recibido la copa.
ANFITRIÓN: ¡Un momento, un momento, por favor! Sosia, me extraña mucho, cómo sabe ella que me han regalado esa copa de oro, como no sea que tú la hayas visto antes y se lo hayas contado todo.
SOSIA: Te juro que ni lo he dicho ni yo he visto al ama antes de ahora contigo.
ANFITRIÓN: ¡Ay, qué gente ésta!
ALCMENA: ¿Quieres que te saque la copa?
ANFITRIÓN: Sí, sácala.
ALCMENA: Bien. (A una esclava.) Anda, Tésala, ve y trae la copa que me dio antes mi marido.
ANFITRIÓN: Ven para acá, Sosia; esto ya desde luego me produce un asombro sin límites, si es que realmente tiene ella la copa como dice.
SOSIA: Pero bueno, ¿te crees que es posible eso, si viene aquí en este cofre, precintado con tu sello?
ANFITRIÓN: ¿Está el sello intacto?
SOSIA: Velo tú.
ANFITRIÓN: Sí, está tal como yo lo sellé.
SOSIA: Dime, amo, ¿por qué no mandas que le hagan un exorcismo, como si estuviera posesa?
ANFITRIÓN: Por Dios, que creo que sería necesario, tiene malos espíritus dentro del cuerpo.
ALCMENA: (Enseñándole la copa que trae Tésala.) Mira, no hay más que decir, toma la copa, aquí la tienes.
ANFITRIÓN: Trae.
ALCMENA: Anda, mira ahora, tú que te empeñas en negar los hechos; verás cómo ahora le convenzo: ¿es ésta la copa que te han regalado allí?
ANFITRIÓN: ¡Soberano Júpiter! ¿Qué ven mis ojos? Ésta es realmente la copa. Muerto soy, Sosia.
SOSIA: ¡Demonio!, o esta mujer es una bruja sin par, o la copa tiene que estar aquí dentro.
ANFITRIÓN: Venga, abre el cofre.
SOSIA: ¿A qué lo voy a abrir? El precinto está como se debe; todo nos ha salido a pedir de boca: tú has parido a otro Anfitrión, yo he parido a otro Sosia; ahora, si es que la copa ha parido a otra copa, nos hemos duplicado los tres.
ANFITRIÓN: Quiero abrir el cofre y ver qué pasa.
SOSIA: Controla primero el sello, no sea que vayas luego a echarme la culpa a mí.
ANFITRIÓN: Abre ya, que ésta nos va a volver locos con las cosas que dice.
ALCMENA: ¿De dónde la voy a haber sacado yo, si no es que tú me la has regalado?
ANFITRIÓN: Eso es lo que quiero averiguar.
SOSIA: ¡Júpiter, oh Júpiter!
ANFITRIÓN: ¿Qué te pasa?
SOSIA: Aquí en el cofre, no hay copa ninguna.
ANFITRIÓN: ¿Qué es lo que oigo?
SOSIA: La pura verdad.
ANFITRIÓN: Y lo vas a pagar tú, si la copa no parece.
ALCMENA: Pero si está aquí.
ANFITRIÓN: ¿Quién te la ha dado?
ALCMENA: El mismo que hace esa pregunta.
SOSIA: Tú me estás engañando, seguro que es que te adelantaste aquí a carrera por otro camino desde el barco en secreto y sacaste la copa de aquí y se la diste y luego volviste a precintar el cofre a escondidillas.
ANFITRIÓN: ¡Ay de mí! ¿Ahora te pones tú también a fomentar su locura? ¿Dices que nosotros vinimos ayer aquí?
ALCMENA: Sí, y nada más llegar, me saludaste y yo a ti y yo te di un beso.
ANFITRIÓN: Ese comienzo del beso, no me hace gracia; anda, sigue.
ALCMENA: Luego tomaste un baño.
ANFITRIÓN: ¿Y después del baño?
ALCMENA: Te pusiste a la mesa.
SOSIA: ¡Ole, fantástico! Venga, sigue interrogándola.
ANFITRIÓN: No interrumpas; sigue diciendo.
ALCMENA: Se sirvió la cena; tú cenaste conmigo, yo estaba también a la mesa.
ANFITRIÓN: ¿En el mismo diván?
ALCMENA: Sí, en el mismo.
SOSIA: Eh, no me hace gracia esa cena.
ANFITRIÓN: Déjala explicarse; y después que cenamos, ¿qué?
ALCMENA: Decías que tenías sueño; se levantó la mesa y nos fuimos a acostar.
ANFITRIÓN: ¿En dónde te acostaste tú?
ALCMENA: En el mismo lecho que tú, contigo en nuestro dormitorio.
ANFITRIÓN: Me has perdido.
SOSIA: ¿Qué te pasa?
ANFITRIÓN: Acaba de darme muerte.
ALCMENA: ¿Por qué, por favor?
ANFITRIÓN: No me digas nada.
SOSIA: Pero, ¿qué te pasa?
ANFITRIÓN: Pobre de mí, estoy perdido, mi mujer ha sido seducida en mi ausencia.
ALCMENA: Por Dios, esposo mío, dime, ¿por qué me dices una cosa así?
ANFITRIÓN: ¿Yo soy tu esposo? Falsaria, no me llames con un nombre falso.
SOSIA: (Aparte.) Esto ya es el lío padre, si resulta que éste, de marido que era, se ha convertido en mujer.
ALCMENA: ¿Qué he hecho yo para que se me digan tales cosas?
ANFITRIÓN: ¿Conque tú misma relatas tus hechos y luego me preguntas que en qué has faltado?
ALCMENA: ¿Qué falta he cometido yo, si he estado contigo, con quien estoy casada?
ANFITRIÓN: ¿Que tú has estado conmigo? ¿Habrase visto algo más atrevido que esta desvergonzada? Al menos, si es que no tienes vergüenza, debías simular que la tenías.
ALCMENA: Esa acción que tú me echas en cara, es indigna de mi linaje; si es que tratas de cogerme en delito de infidelidad, no lo vas a conseguir.
ANFITRIÓN: ¡Dioses inmortales! ¿Me conoces tú por lo menos, Sosia?
SOSIA: Más o menos.
ANFITRIÓN: ¿He cenado yo anoche en el barco en el Puerto Pérsico?
ALCMENA: Yo también tengo testigos que pueden ratificar lo que yo afirmo.
SOSIA: Yo no sé decir qué es lo que aquí ocurre, como no sea que es que haya otro Anfitrión, que se ocupa en tu ausencia de tus intereses y haga aquí tu oficio mientras no estás; porque si ya es más que asombroso lo del Sosia ese de pega, desde luego esto de un doble de Anfitrión es ya el colmo.
ANFITRIÓN: Aquí está de por medio el embaucador que sea, que engaña a esta mujer.
ALCMENA: Por el reino del supremo rey del cielo te juro, y por Juno, la diosa madre, a la que me corresponde reverenciar y temer en grado sumo, que ningún mortal fuera de ti ha tocado mi cuerpo con el suyo haciéndome perder mi pudor.
ANFITRIÓN: ¡Ojalá sea verdad!
ALCMENA: Verdad es lo que digo, pero en vano, porque no quieres creerme.
ANFITRIÓN: Se ve que eres una mujer, no te falta atrevimiento para jurar.
ALCMENA: Quien no ha caído en falta, puede atreverse y hablar en favor propio con aplomo y con valentía.
ANFITRIÓN: Desde luego no te falta osadía.
ALCMENA: Como corresponde a una mujer honrada.
ANFITRIÓN: Sí, de palabra.
ALCMENA: Para mí la dote, no es lo que corrientemente recibe ese nombre, para mí la dote es la honestidad, el pudor, el dominio de la pasión, el temor de los dioses, el amor filial y la concordia entre la familia, el ser complaciente contigo, generosa con los buenos, dispuesta a ayudar a la gente de bien.
SOSIA: ¡Caray!, que, si es verdad lo que dice, es un modelo de mujer.
ANFITRIÓN: Me tiene tan cautivado, que no sé ni quién soy.
SOSIA: Anfitrión eres, no te dejes usurpar tu persona; tal es la manera en que se transforman aquí la gente después que hemos vuelto del extranjero.
ANFITRIÓN: Alcmena, estoy decidido a investigar el caso.
ALCMENA: Por mi parte, con mucho gusto.
ANFITRIÓN: Dime, ¿qué te parece, si hago venir aquí del puerto a tu pariente Náucrates, que ha hecho la travesía junto conmigo en uno y el mismo barco? Si él afirma que no ha sido así como tú dices, ¿qué debe hacerse entonces contigo? ¿Hay algún motivo entonces para que no te castigue con el divorcio?
ALCMENA: Si es que he cometido una falta, no lo hay.
ANFITRIÓN: Trato hecho. Tú, Sosia, haz entrar a éstos (los esclavos); yo voy a buscar a Náucrates, para traerle aquí. (Se va.)
SOSIA: Ahora que estamos a solas: dime la verdad, ¿hay ahí dentro un segundo Sosia, que sea igualito que yo?
ALCMENA: ¿No te quitas de mi vista, digno esclavo de tu amo?
SOSIA: Me largo, si tú lo ordenas. (Entra con los esclavos en casa.)
ALCMENA: Por Dios, qué cosa tan extraña, el empeñarse mi marido en echarme en cara en falso una acción tan deshonrosa; sea ello lo que sea, ya me enteraré por mi pariente Náucrates.
ACTO III
ESCENA PRIMERA
Júpiter
JÚPITER: Yo soy el Anfitrión que tiene por esclavo al Sosia que se convierte en Mercurio cuando le viene bien, y que tengo mi morada en el piso de arriba y que a ratos me convierto en Júpiter según me viene en gana; sólo en cuanto que llego aquí, me convierto al momento en Anfitrión y cambio de indumentaria. Ahora estoy aquí en atención a vosotros, para no dejaros a medias mieles con la comedia esta; también vengo para prestar ayuda a Alcmena, que se ve acusada de infidelidad por su esposo Anfitrión, siendo inocente: me haría yo culpable, si se le pidieran responsabilidades a Alcmena por una falta, que he sido yo el único en cometer. Ahora voy a hacerme pasar otra vez por Anfitrión y a poner toda la casa en una confusión sin precedentes; después haré que se descubra todo y prestaré mi ayuda a Alcmena en el momento oportuno: va a dar a luz sin dolor al mismo tiempo a la criatura que debe a su marido y a la que me debe a mí; a Mercurio le he dado orden de que me siga sin demora, para el caso de que tenga necesidad de sus servicios. Ahora voy a hablar con Alcmena.
ESCENA SEGUNDA.
Alcmena, Júpiter.
ALCMENA: (Saliendo de casa.) No puedo resistir más en esta casa. ¡Verme acusada de infamia, de adulterio, de deshonor por mi marido! Lo que en realidad ha pasado, me grita que no ha pasado y me acusa de cosas que no han pasado y de delitos que no he cometido. ¿Piensa él quizá que me va a dejar indiferente semejante conducta? Bien sabe Dios que no será así, ni estoy dispuesta a tolerar que me acuse en falso de un tal delito: o le abandono, o me ha de dar una satisfacción y jurarme además que se arrepiente de las acusaciones que me ha hecho, siendo yo inocente.
JÚPITER: (Aparte.) Yo soy el que tiene que poner por obra lo que pide, si es que quiero que acepte mi amor. Puesto que mi conducta ha redundado en perjuicio de Anfitrión y mis amores le han provocado complicaciones sin culpa alguna por su parte, ahora me toca a mí la vez de que, sin culpa mía, caigan sobre mí las consecuencias de su enfado y sus injurias contra Alcmena.
ALCMENA: Pero ahí está el que me acaba de acusar de infidelidad y deshonor.
JÚPITER: Esposa mía, quiero hablar contigo, ¿por qué me vuelves la cara?
ALCMENA: Yo soy de esa condición: siempre he odiado mirar a mis enemigos de frente.
JÚPITER: ¿Qué dices, enemigos?
ALCMENA: Sí, enemigos, ésa es la verdad; a no ser que vayas a acusarme de que también estoy mintiendo ahora.
JÚPITER: Eres demasiado susceptible. (Acercándose a ella.)
ALCMENA: ¿Quieres dejarme en paz? Porque desde luego, si estuvieras en tu juicio o si tuvieras dos dedos de frente, no cruzarías una palabra ni en broma ni en serio con una mujer de la que piensas y dices que es una adúltera, a no ser que seas más necio que necio.
JÚPITER: Si lo he dicho, no por eso lo eres, ni creo yo que lo seas y por eso he vuelto ahora para disculparme; porque me he llevado el disgusto más grande de mi vida al enterarme de que estabas enfadada conmigo. Ya sé que me vas a preguntar que por qué te he dicho una cosa así. Yo te lo explicaré. Bien sabe Dios, que no ha sido porque yo te creyera culpable, sólo quería ponerte a prueba, a ver qué hacías y cómo tomabas la cosa; ha sido solamente un juego, quería gastarte una broma. O si no, pregúntaselo aquí a Sosia. (Señalando a Sosia que llega.)
ALCMENA: ¿Por qué no haces venir a mi pariente Náucrates, que me dijiste antes que le ibas a traer de testigo de que tú no habías estado antes aquí?
JÚPITER: No debes dar más crédito a una cosa que se te dice en broma que a lo que se te dice en serio.
ALCMENA: Yo me sé muy bien cuánto me ha dolido.
JÚPITER: Alcmena, por lo que más quieras, yo te ruego y te suplico, hazme gracia, perdóname, no estés enfadada conmigo.
ALCMENA: Mi virtud ha dejado tus palabras por vanas, pero puesto que me he abstenido de acciones deshonrosas, no quiero tampoco tener nada que ver con palabras que lo son: adiós, quédate con tus bienes y devuélveme los míos; dame gente que me acompañe.
JÚPITER: ¿Estás loca?
ALCMENA: Si no me la das, me iré sola: el pudor será mi compañía.
JÚPITER: Espera, yo te juro por quien tú quieras, que estoy convencido de que mi esposa es una mujer honrada: si no digo verdad, entonces, soberano Júpiter, yo te ruego, que le niegues para siempre tu favor a la persona de Anfitrión.
ALCMENA: ¡No, eso no, sino que le sea propicio!
JÚPITER: Así lo espero, porque no es falso el juramento que te he hecho. ¿Qué, se te pasó ya el enfado?
ALCMENA: Sí.
JÚPITER: Gracias. Verdaderamente en esta vida sucede muchas veces así: las alegrías alternan con las penas, nos enfadamos unos con otros y nos volvemos a reconciliar; pero si se trata de un enfado, así como el nuestro, entonces, si vuelven las dos partes a ponerse a bien, se quieren luego el doble que antes.
ALCMENA: Mejor hubiera sido que no me hubieras dicho nunca una cosa así, pero si me pides disculpas, no me queda sino conformarme.
JÚPITER: Di que me preparen los vasos sagrados, para que cumpla las promesas que hice en el frente, si volvía sano y salvo a casa.
ALCMENA: Yo me ocuparé de todo.
JÚPITER: (A los esclavos en la casa.) Decid a Sosia que salga, y que haga venir a Blefarón, nuestro piloto, para que almuerce con nosotros —que se va a quedar en realidad en ayunas y con la boca abierta cuando me vea agarrar a Anfitrión por el cuello y darle el pasaporte—.
ALCMENA: (Aparte.) Qué será lo que dice ahí entre sí a solas. Abren, es Sosia que sale.
ESCENA TERCERA
Sosia, Júpiter, Alcmena.
SOSIA: Aquí estoy, Anfitrión; si necesitas algo, a mandar que yo cumpliré tus órdenes.
JÚPITER: Vienes muy a tiempo, Sosia.
SOSIA: ¿Os habéis reconciliado ya? Es mucha la alegría que me da de veros en paz. Y es que además un esclavo como Dios manda debe estar dispuesto a regirse por sus amos y poner la misma cara que ellos, mostrarse de mal talante, si los amos lo están, y sonreír, si los amos están contentos. Pero, hale, contéstame, ¿estáis otra vez a buenas?
JÚPITER: Te estás burlando, cuando sabes que yo lo había dicho todo de broma.
SOSIA: ¿Que lo dijiste de broma? Pues yo había creído que era en serio y de verdad.
JÚPITER: Me he disculpado; ya hemos hecho las paces.
SOSIA: Estupendo.
JÚPITER: Yo entro ahora en casa, para cumplir las ofrendas prometidas.
SOSIA: Me parece muy bien.
JÚPITER: Tú llama de mi parte al piloto de nuestro barco, a Blefarón, para que tome el almuerzo conmigo después que termine con el servicio religioso.
SOSIA: Estaré de vuelta antes de que lo pienses.
JÚPITER: Vuelve rápido.
ALCMENA: ¿Quieres alguna otra cosa o entro para disponer lo necesario?
JÚPITER: Entra y prepáralo todo lo más rápido posible.
ALCMENA: Tú ven cuando quieras, no tendrás que esperar.
JÚPITER: Dices bien y tal como cuadra a una solícita esposa. (Alcmena entra en casa.) Lo que es estos dos, el esclavo y el ama, han caído en la trampa: creen que soy Anfitrión: se equivocan de parte a parte. Ahora preséntate tú aquí, divino Sosia (tú oyes mis palabras, aunque estés ausente): arréglatelas para largar de aquí a Anfitrión cuando venga; inventa lo que sea, quiero que se le tome el pelo mientras yo me doy gusto aquí con la esposa a préstamo. Que me lo resuelvas todo tal como sabes que son mis deseos y asísteme durante el sacrificio que me voy a ofrecer ahora.
ESCENA CUARTA.
Mercurio.
MERCURIO: ¡Atrás, paso, dando calle, que nadie se atreva a ponerse en mi camino! ¡Caray!, yo creo que, siendo un dios, voy a poder tener el mismo derecho de regañar al personal, si no se me quitan de en medio, que un miserable esclavo en las comedias; ellos sólo hacen traer la noticia de que ha llegado un barco o que el viejo ha vuelto y está enfurruñado; yo estoy cumpliendo un mandato de Júpiter, por orden suya vengo, o sea, que mayor motivo aún para quitarse de en medio y hacerme paso. Mi padre es quien me reclama, vengo a su llamada, a cumplir sus órdenes y sus mandatos. Yo soy para con mi padre lo que se dice un hijo ejemplar: le sirvo en sus amores, le animo, le asisto, le aconsejo, comparto sus alegrías; si mi padre se siente feliz, eso supone para mí el colmo de la felicidad. Ahora está dedicado a hacer el amor: tiene razón, hace bien en darse gusto, cosa a la que en sí tienen derecho todas las personas, con tal naturalmente de que no se pasen de la raya. Ahora mi padre quiere que se la demos a Anfitrión: y tanto que se la daremos, distinguido público: ustedes van a ser testigos de ello. Me pondré una corona de flores a la cabeza y me haré el borracho. Me subiré ahí arriba, desde ahí me será facilísimo el largarle cuando se acerque; pingando le voy a poner, aunque venga sin una gota encima. Después será Sosia, su propio esclavo, el que las pague, porque le acusará de haber hecho lo que en realidad he hecho yo. Pero a mí, ¿qué? Yo lo único es llevarle la corriente a mi padre y servirle los deseos. Mira, ahí viene Anfitrión; veréis cómo le voy a tomar el pelo, si es que estáis dispuestos a prestarnos vuestra atención. Voy dentro, para disfrazarme de borracho; luego me subiré ahí a la terraza, para largarle. (Entra.)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
Anfitrión
ANFITRIÓN: No he podido hablar con Náucrates, como quería, porque no estaba en el barco, y ni en su casa ni en la ciudad encuentro a nadie que le haya visto: me he recorrido todas las calles, los polideportivos, las perfumerías; por el puerto y en el mercado, en el gimnasio y en el foro, por las consultas de los médicos y las barberías, por todos los templos estoy cansado de buscarle: ni rastro de Náucrates por ninguna parte. Ahora voy a casa y seguiré con mis preguntas a mi mujer, a ver si puedo averiguar, quién es el que la ha deshonrado. Antes morir, que dejar hoy esta cuestión sin resolver. Pero, qué raro, han cerrado la casa. ¡Estupendo, seguimos con las mismas! Llamaré a la puerta. ¡Abrid! ¡Eh! ¿No hay nadie, sale alguien a abrir?
ESCENA SEGUNDA
MERCURIO, ANFITRIÓN
MERCURIO: (Desde arriba.) ¿Quién es?
ANFITRIÓN: Yo soy.
MERCURIO: ¿Cómo «yo soy»?
ANFITRIÓN: Sí, yo soy.
MERCURIO: Tú tienes contra ti a Júpiter y a los dioses todos; vas a romper las puertas.
ANFITRIÓN: ¿Cómo?
MERCURIO: Como que vas a ser un desgraciado de por vida.
ANFITRIÓN: ¡Sosia!
MERCURIO: Sí, Sosia soy, a no ser que pienses que se me ha olvidado. Vamos a ver, ¿qué es lo que quieres?
ANFITRIÓN: Descarado, ¿encima me preguntas qué es lo que quiero?
MERCURIO: Sí señor, te lo pregunto. ¡Loco, casi has hecho saltar las puertas! ¿Es que te crees que están subvencionadas por el Estado? ¿A qué te quedas así mirándome, pasmado? ¿Qué es lo que quieres o quién eres?
ANFITRIÓN: ¿Bribón, todavía encima me preguntas que quién soy, tú, con la cantidad de palos que llevas rotos en tus espaldas? ¡Verás cómo te voy a calentar a fuerza de golpes por tanta insolencia!
MERCURIO: Seguro que en tu juventud has sido un derrochador.
ANFITRIÓN: ¿Por qué?
MERCURIO: Porque ahora, a la vejez, me estás mendigando una paliza.
ANFITRIÓN: Pillo, te estás buscando tu perdición con eso que dices.
MERCURIO: Te voy a hacer una ofrenda.
ANFITRIÓN: ¿Por qué?
MERCURIO: Porque te voy a obsequiar con una rociada de palos.
* * *
FRAGMENTOS
I (ANFITRIÓN): Pues yo te voy a obsequiar con la horca, bribón.
II (MERCURIO): Mi amo Anfitrión está ocupado.
III (MERCURIO): Ahora tienes ocasión de marcharte.
IV (MERCURIO): Se tendría razón en romperte una olla de ceniza en la cabeza.
V (MERCURIO): Verdaderamente estás pidiendo que se te tire un jarro de agua a la cabeza.
VI (MERCURIO): Estás endemoniado. ¡Ay, el pobre! Anda, vete a buscar al médico.
VII (ALCMENA): Tú me has jurado que me lo habías dicho en broma.
VIII (ALCMENA): Por favor, que te den lo que sea, te entra el ataque. Tú estás desde luego poseso o endemoniado.
IX (ALCMENA): Si no ha sido así como digo, no tengo nada en contra de que me acuses de adulterio.
X (ANFITRIÓN): Una mujer que en mi ausencia se ha prostituido.
XI (ANFITRIÓN): ¿Qué es lo que amenazabas hacer, si hubiera llamado a esa puerta?
XII (ANFITRIÓN): Allí vas a cavar más de sesenta hoyos por día.
XIII (ANFITRIÓN): No intercedas por una malvada.
XIV (ALCMENA): Contén el aliento.
XV (JÚPITER): A este ladrón que tengo agarrado por el cuello, le he cogido en flagrante delito de adulterio.
XVI (ANFITRIÓN): Yo soy, tebanos, quien tengo en mi mano a quien ha deshonrado a mi mujer en mi misma casa, este abismo de ignominia.
XVII (ANFITRIÓN): ¿No te da vergüenza, canalla, de aparecer en público?
XVIII (ANFITRIÓN): Clandestinamente.
XIX (JÚPITER O ANFITRIÓN): Que no puedes distinguir, cuál de los dos es Anfitrión.
ESCENA TERCERA
Blefarón, Anfitrión, Júpiter.
(BLEFARÓN): Arreglároslas entre vosotros; yo me marcho, que tengo que hacer. En mi vida he visto en parte ninguna semejantes prodigios.
ANFITRIÓN: Por favor, Blefarón, préstame tu asistencia y no te vayas.
BLEFARÓN: Queda con Dios. ¿Cómo voy yo a poder prestar asistencia a nadie, si no sé a cuál de los dos se la tengo que prestar?
JÚPITER: Yo me entro: Alcmena está a punto de dar a luz.
ANFITRIÓN: ¡Pobre de mí! ¿Qué hago yo ahora? * * * Todos me abandonan, mis defensores y mis amigos. Bien sabe Dios que no se va a burlar de mí en vano ése, quienquiera que sea; me voy derecho al rey y le expondré lo ocurrido. Yo me he de vengar de ese hechicero tesalio[7], que ha vuelto locos a toda mi gente. Pero, ¿dónde está ahora? Por Dios, se ha entrado en casa, seguro que a buscar a mi esposa. Soy el más desgraciado de todos los tebanos. ¿Qué puedo hacer, si nadie me conoce y se burlan de mí todos como les viene en gana? Ya lo tengo: entraré en casa por la fuerza y con todo el que dé, sea esclava o esclavo, mi esposa o su amante, mi padre o mi abuelo, degollado quedará en el sitio. Ni Júpiter en persona ni todos los dioses juntos, por más que se empeñen, podrán impedirme que ponga por obra lo que me he propuesto.
Suena un trueno y cae al suelo.
ACTO V
ESCENA PRIMERA.
Bromia, Anfitrión.
BROMIA: (Saliendo de la casa sin ver a Anfitrión.) Todas mis esperanzas, todos mis recursos yacen sepultados dentro de mi pecho, perdidos están todos los ánimos que hubieran anidado en mi corazón: el mar, el cielo y la tierra, el universo entero parecen aplastarme y acabar con mi vida. ¿Qué hacer en medio de tal desgracia? Tremendos son los portentos ocurridos en nuestra mansión. Morir me siento, desgraciada de mí. ¡Agua, por favor! Estoy destrozada, muerta, el dolor se apodera de mi cabeza, no puedo percibir los sonidos, nublada tengo la vista, ni hay ni puede imaginarse nadie una mujer más desgraciada que yo. ¡Qué cosas le han ocurrido a mi ama! Le llega la hora del parto y dirige una plegaria a los dioses; entonces, un estrépito, un estallido, un estruendo, un trueno: qué manera tan espantosa de tronar, tan de repente, tan de cerca; todos caen al suelo con su estallido. Entonces exclama una voz de una potencia sin límites: «Alcmena, no temas, que no estás abandonada; es un ser celeste el que está aquí para ayudarte a ti y a los tuyos, levantaos», dice, «vosotros que habéis caído al suelo atemorizados por el terror que os he infundido». Entonces, tendida en el suelo que estaba, me levanto. Me parecía que ardía la casa, tal era el resplandor que de ella salía. Oigo la voz de Alcmena que me llama. Yo estoy paralizada de terror, pero el miedo por mi ama puede más y corro a su lado para saber qué es lo que quiere y veo que ha dado a luz dos gemelos, sin que ninguno de nosotros se hubiera dado cuenta del parto ni la hubiéramos atendido. (Divisando a Anfitrión, que está tendido en el suelo ante la casa.) Pero, ¿qué es esto?, ¿quién es este hombre que yace ahí tendido ante nuestra casa?, ¿habrá sido herido de un rayo de Júpiter? Por Dios, eso creo, Júpiter me valga, que yace ahí como si fuera un cuerpo muerto. Voy a acercarme para ver quién es. ¡Es Anfitrión, mi amo! ¡Anfitrión!
ANFITRIÓN: ¡Ay de mí!
BROMIA: Levántate.
ANFITRIÓN: Muerto soy.
BROMIA: ¡Venga esa mano!
ANFITRIÓN: ¿Quién me agarra?
BROMIA: Tu esclava Bromia.
ANFITRIÓN: Estoy temblando, Júpiter me ha fulminado, tengo la sensación como si volviera del otro mundo. Pero, ¿por qué estás tú aquí?
BROMIA: El mismo espanto se ha apoderado de nosotros y nos ha llenado de terror en la casa donde tú habitas. He sido testigo de unos portentos extraordinarios. ¡Ay de mí, Anfitrión! Todavía no he podido volver en mí.
ANFITRIÓN: A ver, sácame de dudas. ¿Sabes tú que yo soy tu amo Anfitrión?
BROMIA: Sí.
ANFITRIÓN: Fíjate bien.
BROMIA: Sí lo eres.
ANFITRIÓN: Ésta es la única de toda mi casa que está en su juicio.
BROMIA: Todos lo están.
ANFITRIÓN: Pero mi mujer me tiene loco con su infame conducta.
BROMIA: Pero yo haré, Anfitrión, que tú mismo hables de otra manera y sepas que tu esposa es una mujer fiel y honrada; yo te daré pruebas convincentes de ello en pocas palabras. En primer lugar: Alcmena ha dado a luz dos gemelos.
ANFITRIÓN: ¿Dos gemelos, dices?
BROMIA: Sí, dos.
ANFITRIÓN: ¡Gracias sean dadas a los dioses!
BROMIA: Déjame hablar, para que te enteres que tanto tú como tu esposa gozáis del favor de los dioses.
ANFITRIÓN: Habla, pues.
BROMIA: Después que empezó a venirle el parto a tu esposa, cuando le entraron los dolores, como suelen las parturientas, suplica la ayuda de los dioses inmortales, luego de haberse purificado las manos y haberse velado la cabeza. Entonces suena un trueno espantoso; en un primer momento creímos que se venía la casa abajo; toda ella daba un resplandor igual que si fuera de oro.
ANFITRIÓN: Por favor, déjate ya de burlas y apresúrate a sacarme de mi incertidumbre. ¿Qué es lo que pasa luego?
BROMIA: Mientras ocurre todo esto, ninguno de nosotros oyó a tu mujer quejarse ni llorar: Alcmena ha dado a luz sin sentir dolor alguno.
ANFITRIÓN: Eso me llena de alegría, sea como sea la forma en que se ha portado conmigo.
BROMIA: Déjate ahora de eso y oye lo que te digo: luego que dio a luz, nos dijo que bañáramos a los niños y nosotras nos pusimos a ello; pero el que lavé yo es muy grande y tiene una fuerza extraordinaria: no hubo manera de envolverle en los pañales.
ANFITRIÓN: Es prodigioso lo que dices; si es que es verdad, no hay duda de que los dioses han prestado su ayuda a mi esposa.
BROMIA: Pues espera, que aún va a crecer tu asombro: después que le pusimos en la cuna, bajan volando al patio dos serpientes encrestadas enormes y empiezan a erguir la cabeza.
ANFITRIÓN: ¡Ay de mí!
BROMIA: No temas: las serpientes se ponen a mirar a todos a su alrededor y luego que divisan a los niños, cogen y se van derechas a ellos; yo me pongo a retirar la cuna, tirando de ella hacia atrás, temiendo por las criaturas y toda asustada por mí misma, y las serpientes a perseguirnos con tanto mayor empeño. Al divisar uno de los niños a las serpientes, salta rápido de la cuna y se va derecho a atacarlas, y coge a cada una con una mano con una rapidez asombrosa.
ANFITRIÓN: Es portentoso, espantable, lo que cuentas, me haces temblar todo con tus palabras, pobre de mí. Pero, ¿qué es lo que pasó luego? Continúa.
BROMIA: El niño da muerte a las dos serpientes. Entre tanto, llama con sonora voz a tu esposa...
ANFITRIÓN ¿Quién?
BROIA: Júpiter, el supremo señor de los dioses y los hombres: dice que ha dormido en secreto con Alcmena y que el niño que había dado muerte a las serpientes, es su hijo, y tuyo el otro.
ANFITRIÓN: Bien sabe Dios que no me duele, si es con Júpiter con quien tengo que partir la mitad de mi bien. Entra y di que me preparen enseguida los vasos para que en ofrenda de numerosas víctimas pida el favor del soberano Júpiter. Yo voy a hacer venir mientras al adivino Tiresias, para consultarle qué es lo que me aconseja hacer y contarle todo lo sucedido. Pero, ¿qué es esto? ¡Qué trueno tan espantoso! ¡Oh dioses, misericordia!
ESCENA SEGUNDA
Júpiter.
JÚPITER: Tranquilízate, Anfitrión, vengo a ayudaros, a ti y a los tuyos; no tienes nada que temer. Déjate de adivinos y de agoreros; yo te diré lo por venir y lo pasado mucho mejor que ellos, porque soy Júpiter. En primer lugar, te hago saber que me he unido con Alcmena y la he dejado encinta de mi unión, al igual que tú cuando te marchaste a la guerra; en un solo parto ha dado a luz a dos criaturas, una de ellas, la engendrada por mí, te llenará de gloria inmortal con sus hazañas. Tú puedes reanudar tus buenas relaciones con tu esposa Alcmena: ella no ha dado motivo para que la acuses, yo he sido quien la obligó a obrar así. Ahora me marcho al cielo. (Desaparece.)
ESCENA TERCERA
Anfitrión.
ANFITRIÓN: Haré así como ordenas y te ruego que cumplas tus promesas. Voy a reunirme con mi mujer, al viejo Tiresias no le necesito ya. Ahora, distinguido público, un fuerte aplauso, en atención al soberano Júpiter.
FIN DE
ANFITRIÓN.
[1] Cf. VIRG., En. VIII 128, ramas de olivo adornadas con cintas; XI 101.
[2] El equívoco producido por la forma verbero e latín es difícil de reproducir en la traducción.
[3] Alusión al ius imaginum, que poseían en un principio sólo los patricios: de los difuntos de la familia que habían desempeñado una magistratura curul, se hacía después de la muerte una mascarilla de cera, que era luego pintada en colores y llevaba una inscripción con los cargos públicos desempeñados; estos retratos se guardaban en un armario en el atrio de la casa, que se abría en ocasión de fiestas familiares, pero su finalidad primera era representar a los miembros ilustres de la familia en los entierros. Valerio Máximo nos da noticia (8, 15, 1) de que la imago de Escipión Africano se conservaba en el templo de Júpiter en el Capitolio y de allí se sacaba para hacerla desfilar en los entierros de algún miembro de la gens Cornelia; la de Catón el censor se conservaba en la Curia.
[4] En Roma era el pilleus, un gorro de forma cónica, símbolo de libertad, el distintivo del ciudadano romano, y por eso se entregaba en el acto de la manumisión; cf. SUETONIO, Nerón 57, donde se da cuenta del júbilo del pueblo de Roma a la muerte de Nerón y cómo iba la gente por toda la ciudad con el pilleus puesto (señal de liberación).
[5] Era costumbre ofrecer una comida al que venía de un viaje; cf. también, por ej., Bacchides 94, Circulio 526 s.
[6] El texto latino utiliza un equívoco entre mālum = paliza y mălum = manzana.
[7] Tesalia era famosa en cuanto a embrujos; cf. HOR, Carm. I 27, 21; TIB., II 4, 56: PROP., I 5, 6; OV., Rem. 249; PLIN., Nat XXX 7.
ARGUMENTO
Un viejo que vive bajo la férula de su mujer, quiere ayudar económicamente a su hijo, que está enamorado, y da orden de que se le entregue al esclavo Leónidas el precio de unos asnos que debía recibir Sáurea. El hijo entrega el dinero a su amiga y se la cede por una noche al padre. Un rival, desesperado de ver que le han quitado a la muchacha, se lo hace saber todo por medio de un parásito a la mujer del viejo, que se presenta y se lleva al marido del burdel.
Personajes:
Líbano, esclavo.
Deméneto, viejo.
Argiripo, joven, hijo de Deméneto.
Cleéreta, alcahueta.
Leónidas, esclavo.
Mercader.
Filenio, cortesana.
Diábolo, joven.
Gorrón.
Artemona, matrona, mujer de Deméneto.
La acción transcurre en Atenas.
PRÓLOGO
Distinguido público, un poco de atención, si sois tan amables y que todos salgamos con bien, vosotros, yo y nuestra compañía y sus directores y organizadores. ¡A ver, tú, pregonero, haz que el público sea todo oídos! (Después que ha mandado callar al público.) Venga, ahora siéntate; pero no vayas a dejar de pedir tu salario por eso, ¿eh?
Ahora os diré el motivo por el que he salido aquí a escena y qué es lo que pretendo: se trata simplemente de deciros el título de la comedia, porque por lo que toca al argumento, bien breve que es. Ahora os voy a decir lo que dije que quería deciros: esta comedia se llama en griego El arriero y su autor es Demófilo; Maco la ha traducido al latín y, con vuestro permiso, la quiere titular Asinaria; la pieza tiene gracia y chiste, es una comedia de risa. Ahora tened la amabilidad de prestarnos vuestra atención, y que el dios Marte os siga protegiendo como ya lo ha hecho en otras ocasiones.
ACTO I
Escena primera.
Líbano, Deméneto.
LÍBANO: Así como tú deseas que, sano y salvo, te sobreviva tu único hijo, así te conjuro yo por tu vejez y por la persona de quien te tiene con el corazón en un puño, tu señora esposa: si me dices ahora algo que no sea la pura verdad, ojalá que te sobreviva ella una vida entera y te largues tú al otro barrio, vivo en vida de ella.
DEMÉNETO: Tú me haces una pregunta invocando al dios de la Fidelidad, o sea, que veo que no me queda sino jurar también lo que te conteste. [Me apremias en una forma tal con tu pregunta, que no sería capaz de quedarme con nada dentro al contestarte.] De modo que, venga, dime enseguida qué es lo que quieres saber. Lo que yo sepa, no dejaré de hacértelo saber también a ti.
LÍBANO: ¡Por Dios!, Deméneto, te lo ruego, contéstame en serio a lo que te pregunte, y además sin decir mentira.
DEMÉNETO: Venga, habla por esa boca.
LÍBANO: ¿Tienes tú intenciones de mandarme allí donde la piedra restriega a la piedra?
DEMÉNETO: ¿Y eso qué significa?, ¿o en dónde diablos se encuentra ese lugar?
LÍBANO: Allí donde lloran las malas personas que están dedicadas a moler la polenta, en las islas Garrotarias y Arrastracadenarias, donde toros que están ya muertos arremeten contra hombres que están todavía vivos.
DEMÉNETO: ¡Caray!, Líbano, ya caigo a qué lugar te refieres: tú dices quizá el molino.
LÍBANO: No, no, por Dios, ni lo digo, ni quiero que lo diga nadie, escupe esas palabras,
por favor.
DEMÉNETO: Bueno, bueno, como quieras.
LÍBANO: Venga, venga, sigue escupiendo.
DEMÉNETO: ¿Todavía más?
LÍBANO: Sí, ¡por Dios!, todavía más, desde el fondo de las tragaderas.
DEMÉNETO: Pero bueno, ¿hasta cuándo?
LÍBANO: Hasta reventar.
DEMÉNETO: ¡Que te la vas a ganar!
LÍBANO: Hasta reventar —tu mujer, quiero decir, no tú—.
DEMÉNETO: En recompensa de lo que acabas de decir, ya sabes, no tienes nada que temer.
LÍBANO: Dios te oiga.
DEMÉNETO: A ver, atiéndeme tú ahora: ¿por qué motivo voy yo a tener que andar sonsacándote, por qué te voy a hacer amenazas por no haberme informado o por qué, en fin, voy a estar enfadado con mi hijo como hacen otros padres?
LIBANO: ¿Qué novedades son esas? (Aparte.) ¡Qué cosas! Temblando estoy, no sea que me vaya a salir por peteneras.
DEMÉNETO: Yo sé que mi hijo está enamorado de la prójima esta de al lado, Filenio. ¿Es así o no, Líbano?
LÍBANO: Vas por buen camino: es así como dices. Pero lo peor es que le ha entrado una enfermedad muy grave.
DEMÉNETO: ¿Una enfermedad? ¿Cuál?
LÍBANO: A ver, pues la enfermedad de que las dádivas no corresponden a sus promesas.
DEMÉNETO: ¿Eres tú el que está al servicio de sus amoríos?
LÍBANO: Sí, y también Leónidas.
DEMÉNETO: ¡Caray!, hacéis bien, y bien agradecido que os estoy por ello. Pero, mi mujer, Líbano, tú sabes ya la clase de pieza que es, ¿no?
LÍBANO: Tú eres el primero en sufrir las consecuencias, pero nosotros no nos quedamos tampoco fuera de cuenta.
DEMÉNETO: No puedo por menos de decir que es una persona molesta e inaguantable.
LÍBANO: Antes te lo creo que te oigo decirlo.
DEMÉNETO: De hacerme a mí caso los otros padres, Líbano, serían tolerantes con sus hijos: ésa es la única forma de granjearse su afecto y su simpatía. Por lo que a mí toca, pongo todo mi empeño en hacerlo así: yo quiero ser amado de los míos; yo quiero tomar ejemplo de mi padre, que, por mor mío, fue y se disfrazó de marinero y engañó al rufián para llevarse a la joven de la que yo estaba enamorado. A su edad, no se avergonzó de una tal impostura, granjeándose así con sus bondades el afecto de su hijo. Yo estoy decidido a seguir su conducta. Es que mi hijo, Argiripo, me ha pedido hoy dinero para sus amores; y yo quiero de todos modos condescender a su ruego. [Yo quiero favorecer sus amores, quiero que sienta afecto por su padre.] Aunque su madre le tiene atado corto, cosa que por lo general son los padres los que lo suelen hacer. A mí, desde luego, no se me pasa por las mientes cosa semejante; sobre todo, una vez que él me ha hecho digno de su confianza, no estaría ni medio bien que yo no fuera a hacer honor a su buen natural; él ha acudido a mí, como debe hacer un hijo respetuoso con su padre y por eso es mi deseo que disponga de dinero para su amiga.
LÍBANO: Me hace a mí el efecto que esos deseos tuyos son completamente vanos: Sáurea, el esclavo que tu mujer ha traído con su dote, dispone de más medios que tú mismo.
DEMÉNETO: Verdad es que, al aceptar el dinero de su dote, vendí al mismo tiempo mi autoridad. Ahora te voy a decir en dos palabras qué es lo que quiero de ti. Mi hijo necesita rápido veinte minas: ocúpate de ponerlas a su disposición sin demora.
LÍBANO: ¿De dónde demonios?
DEMÉNETO: Sácamelas a mí.
LÍBANO: No dices más que pamplinas: es como si me dices que le quite los vestidos a uno que está en cueros. ¿A ti te las voy a sacar? Venga, tú, hale, vuela sin tener alas. ¿A ti te las voy a sacar, si no dispones de una perra, a no ser que tú, a tu vez, se las saques a tu mujer?
DEMÉNETO: A mí, a mi mujer, al esclavo Sáurea, según puedas, engáñanos, bírlanos el dinero: yo te doy palabra de no ponerte dificultades, si lo consigues hoy mismo.
LÍBANO: ¡Menudo encarguito el que me das! Por el mar corre la liebre, por el monte la sardina.
DEMÉNETO: Dile a Leónidas que te ayude; trama, inventa lo que sea: tu único objetivo tiene que ser que mi hijo disponga hoy del dinero que debe dar a su amiga.
LÍBANO: Una cosa, Deméneto.
DEMÉNETO: A ver.
LÍBANO: Si se da la casualidad de que caigo en una emboscada, ¿estás dispuesto a redimirme, si se apoderan de mí los enemigos?
DEMÉNETO: Estate tranquilo.
LÍBANO: Entonces, tú a lo tuyo. Yo me voy al foro, si no mandas más, ¿de acuerdo?
DEMÉNETO: ¡Hale!, andando. ¡Ah, una cosa!
LÍBANO: ¿Qué?
DEMÉNETO: Si quiero algo, ¿dónde vas a estar?
LÍBANO: Donde me dé la gana. Desde luego, de aquí en adelante no temo ningún mal de parte de nadie, después de que, con lo que me has dicho, me has dejado tu actitud bien clara; más todavía, tú mismo me importas un bledo, si consigo rematar mi empresa. Me voy, pues, al foro y allí daré comienzo a mi plan.
DEMÉNETO: Oye, yo estaré donde el banquero Arquibulo.
LÍBANO: O sea, ¿en el foro?
DEMÉNETO: Sí, por si surge algo.
LÍBANO: Muy bien. (Se va.)
DEMÉNETO: No creo que haya en todo el mundo un esclavo más redomado que éste, ni más ladino, ni del que sea más difícil ponerse a salvo; pero al mismo tiempo, si es que quieres que te hagan algo en debida forma, no tienes más que encargárselo a él; preferirá la peor de las muertes antes que no dar cima a lo que ha prometido. Desde luego estoy tan seguro de que mi hijo tendrá a su disposición el dinero, como que estoy viendo ahora este bastón en mis manos. Pero me voy ya para el foro, como quería; me voy y espero allí en el banquero.
Escena segunda.
Argiripo.
ARGIRIPO: (Saliendo de casa de Cleéreta.) Pero, ¿será posible? ¡Mira que echarme de la casa! ¿Éste es el pago que me dais por haberme portado como me he portado? Tú eres mala con quien es bueno contigo, y con el que es malo, eres buena; pero me las vas a pagar, porque me voy ahora derecho a la policía, y daré allí vuestros nombres y os va a costar la cabeza, ¡embaucadoras, maléficas, perdición de la juventud! Chico, el mar no es mar en comparación con vosotros, sois el más bravío de los mares; en el mar hice mi fortuna, aquí me he quedado limpio de ella. Ni pagado ni agradecido, todo en vano lo que os he dado, todas mis atenciones con vosotras, pero lo que es en adelante, te haré todo el mal que pueda y te lo tendrás bien merecido. Te juro, que te haré volver al punto de donde saliste, a la más cochina de las miserias, y te juro que vas a enterarte de lo que eres ahora y lo que has sido antes, tú, que antes que yo viniera con tu hija y le entregara mi amor, estabas más pobre que una rata y tenías que contentarte con un pedazo de pan negro y un par de harapos, y dabas gracias a todos los dioses si es que no te faltaba lo poco que tenías. Tú misma, ahora que te va tanto mejor, quieres ignorarme a mí, a quien me lo debes, malvada. Ya verás qué mansa te voy a poner a fuerza de hambre, tan arisca que estás ahora, espérate. Porque yo contra tu hija no tengo nada, ella no tiene culpa ninguna; ella no actúa más que por lo que tú le dices, no hace más que obedecer tus órdenes: tú eres su madre y su ama al mismo tiempo. De ti es de quien me voy a vengar, a ti es a quien te voy a dar el golpe de gracia, como te lo mereces y conforme a tu conducta conmigo. Pero mira la malvada, cómo ni siquiera piensa que sea digno de que se me acerque, de que hable conmigo y de que intente apaciguarme. Ahí sale al fin, la embaucadora esa; yo pienso que aquí a la puerta podré decirle a mis anchas lo que me venga en gana, ya que dentro no me lo han permitido.
Escena tercera.
Cleéreta, Argiripo.
CLEÉRETA: Ni a cambio de buenos doblones de oro[1] le vendería a nadie una sola de tus palabras, puesto que en el caso de que alguien me las quisiera comprar, todos esos insultos tuyos no son para mí más que puro oro y pura plata: tú tienes clavado el corazón aquí en nuestra casa con un dardo de Cupido; anda, prueba a huir lo más deprisa que puedas, al remo y a la vela: mientras más te vayas metiendo mar adentro, tanto más te empujarán las olas en dirección al puerto.
ARGIRIPO: Pues yo te juro que no estoy dispuesto a pagar peaje aquí a este aduanero; en adelante puedes estar segura de que te trataré con arreglo a tu conducta conmigo y con mi dinero, puesto que tú no me tratas a mí en forma adecuada a mi proceder, y me echas de casa.
CLEÉRETA: Bien sabido nos tenemos que todo eso no son más que bravatas, a las que luego no siguen los hechos.
ARGIRIPO: Yo solo te he sacado de tu soledad y de tu miseria; aunque sea yo solo quien la posea, no podrías nunca pagarme lo que me debes.
CLEÉRETA: Sí señor, poséela solo, si es que puedes también siempre solo dar el precio que te pida: con la condición de que seas tú el que ofrezca la suma más alta, puedes contar siempre con la seguridad de que tú eres el elegido.
ARGIRIPO: ¿Y hay acaso algún término para dar? Porque tú no te ves nunca harta; en cuanto que has recibido algo, ya estás nada más que mirando a ver qué puedes pedir de nuevo.
CLEÉRETA: ¿Y qué término hay para llevártela, para hacer el amor? ¿Es que te ves alguna vez harto? No has hecho más que traérmela, cuando pides otra vez que te la entregue.
ARGIRIPO: Yo te he dado lo concertado.
CLEÉRETA: Y yo te dejé la muchacha; una cosa se va por la otra, el servicio a cambio del dinero.
ARGIRIPO: Te portas muy mal conmigo.
CLEÉRETA: ¿Por qué me haces reproches si cumplo con mi deber? Porque nunca jamás ha habido un escultor, ni un pintor ni un poeta que hayan figurado que una proxeneta como Dios manda trate bien a ningún enamorado.
ARGIRIPO: Es que es en tu propio interés el tener algo más de consideración conmigo, así me puedes conservar más tiempo.
CLEÉRETA: ¿No sabes tú una cosa? La que tiene consideraciones con los amantes, no las tiene consigo misma. Los amantes son para la proxeneta como el pescado: no son buenos más que cuando están fresquitos; sólo el pescado fresco está jugoso y agrada al paladar, da igual cómo lo prepares, cocido o asado, le des las vueltas que le des; el amante que está todavía fresquito, ése es el que está dispuesto a dar y a que le pidan lo que sea, porque su bolsa está todavía llena, no se fija en lo que da, ni en los gastos que hace, porque va a lo que va. No tiene otro deseo que el de agradar a su amiga, agradarme a mí, agradar a la acompañanta, agradar a los sirvientes, agradar también a las criadas; hasta a mi perrillo le hace carantoñas un amante nuevo, para que le haga fiestas cuando le vea. Yo no digo más que la verdad: es lo natural que cada uno ande con vista en lo que se refiere a su oficio.
ARGIRIPO: Bien sé por experiencia que es verdad lo que dices, y sus buenos dineros que me ha costado.
CLEÉRETA: ¡Caray!, que, si tuvieras ahora para dar, hablarías de otra manera; por eso piensas que te la vas a llevar a fuerza de malas palabras.
ARGIRIPO: No es ésa mi manera de ser.
CLEÉRETA: Tampoco es la mía el dejártela de balde. Así y todo, en atención a tu edad y a tu persona y a que nos has proporcionado más ganancias a nosotras que a tu propia reputación, si se me entregan en mano dos talentos de plata[2] contantes y sonantes, te la dejo esta noche de balde, por ser tú quién eres.
ARGIRIPO: ¿Y si no los tengo?
CLEÉRETA: Yo te creeré que es así; a ella, con todo, se la llevará otro.
ARGIRIPO: ¿Dónde ha quedado todo lo que hasta ahora te di?
CLEÉRETA: Gastado está, que si me quedara todavía, te entregaría la muchacha, no te pediría absolutamente nada; el día, el agua, el sol, la luna, la noche, todo eso no necesito comprarlo por dinero: pero todas las otras cosas que se necesitan, no las podemos comprar más que por cuanto vos contribuisteis[3]; cuando vamos al panadero a buscar el pan, el vino al tabernero, no te dan la mercancía hasta tener el dinero en mano; el mismo sistema tenemos nosotras; nuestras manos tienen cien ojos, no creen más que lo que ven. Hay un viejo refrán que dice: inútil es obligar a pagar, etc. —tú ya sabes a quién—. No digo más.
ARGIRIPO: Ahora que estoy desplumado me hablas de una manera distinta, bien otras son tus palabras ahora, digo, y antes, cuando os daba, bien diferentes de antes, cuando intentabas cazarme a fuerza de carantoñas y de zalamerías; entonces, hasta la casa misma parecía sonreírme cuando llegaba; me asegurabas, que tanto tú como tu hija me preferíais a mí entre todos los demás; cuando os daba algo, como pichones andabais las dos siempre colgadas de mi boca, no teníais otros deseos que los míos, siempre andabais tras de mí, hacíais siempre lo que yo decía, lo que yo quería; lo que no quería, lo que os prohibía, hacíais por evitarlo, ni intentar hacerlo se os pasaba siquiera por la imaginación. Ahora en cambio, os importa tres pitos lo que quiera o deje de querer, malvadas.
CLEÉRETA: Pero, ¿es que no sabes? Este oficio nuestro es parecidísimo al del pajarero. El pajarero, una vez que prepara el terreno, esparce los granos; los pájaros cogen la querencia. Para ganar algo, no hay más remedio que hacer algún gasto; vienen muchas veces a comer, pero si una vez los cazan, entonces se desquita el cazador de ellos. Lo mismo es con nosotras: la casa es para nosotras el campo de caza, el pajar soy yo, el cebo es la muchacha, el lecho es el reclamo, los enamorados son los pájaros: ellos cogen la querencia a fuerza de zalamerías, de besos, de palabras dulces y suaves; si es que tientan una tetita, no es más que en interés del pajarero; si les arrancan un besito, entonces, le tienes ya cazado sin necesidad de más redes. ¡Mira que habérsete olvidado todo esto, tú que has estado tanto tiempo en la escuela del amor!
ARGIRIPO: Tú tienes la culpa, que despides a tu alumno a medio enseñar.
CLEÉRETA: Tú puedes volver tranquilamente, cuando tengas para los honorarios; ahora, lárgate.
ARGIRIPO: ¡Espera, espera, escucha! Dime cuánto es lo que crees que te debo de dar por ella, para que no esté durante un año con ningún otro más que conmigo.
CLEÉRETA: ¿Tú? Veinte minas, y con una condición: si otro las entrega antes, adiós. (Hace ademán de irse.)
ARGIRIPO: Espera, que te quiero decir todavía otra cosa, antes de que te vayas.
CLEÉRETA: Di lo que te dé la gana.
ARGIRIPO: Yo no estoy todavía del todo en las últimas, todavía me queda algo que perder, tengo de donde darte lo que me pides, pero sólo te lo daré imponiendo mis condiciones, para que lo sepas, o sea, que esté a mi disposición todo un año y no reciba a ningún otro hombre más que a mí.
CLEÉRETA: No, si quieres, mejor todavía, haré castrar a los esclavos que hay en casa. En fin, tráenos un contrato, diciendo lo que quieres de nosotras; ponnos las condiciones que quieras, como te dé la gana: solamente no te olvides de traer también el dinero, por todo lo demás estoy dispuesta a pasar sin dificultad alguna. Es que, sabes, las casas de trata son muy parecidas a las de los aduaneros: si apoquinas, abiertas, si no tienes de qué apoquinar, cerradas. (Entra en casa.)
ARGIRIPO: ¡Muerto soy, si no encuentro las veinte minas! Y desde luego, si no pierdo ese dinero, soy yo el que estoy perdido. Ahora me voy al foro y lo intentaré por todos los medios, de la forma que sea, rogaré y suplicaré a todos los amigos con los que me tope, estoy decidido a abordarlos y a suplicarles a todos lo mismo si viene a cuento que si no viene. Y si no consigo que me las presten, voy y cojo y las tomo a rédito. (Se va en dirección al foro.)
ACTO II
Escena primera.
Líbano.
LÍBANO: ¡Caray!, de verdad, Líbano, ahora es mejor despabilarse e inventar alguna estratagema para hacerse con el dinero. Ya hace mucho que dejaste al amo y te fuiste a la plaza, para urdir algún engaño para encontrar el dinero. Allí te has pasado todo el rato hasta ahora dormitando sin dar golpe; venga, sacude esa indolencia, fuera con esa dejadez, vuelve otra vez a tu ladina condición de siempre; ayuda a tu amo, no hagas como suelen la mayoría de los esclavos, que no son listos más que para engañarle. Pero, ¿de dónde lo voy a sacar?, ¿a quién birlárselo?, ¿a dónde dirigir mi embarcación? (Mirando al cielo.) Ya tengo los augurios y los presagios: las aves permiten cualquier dirección: el pájaro carpintero y la corneja por la izquierda, el cuervo y el quebrantahuesos por la derecha me alientan de consuno; desde luego que estoy dispuesto a haceros caso. Pero, ¿qué significa eso de que el picoverde golpea el olmo? Seguro que no es una casualidad. Por lo menos, según lo que yo deduzco del augurio del picoverde, hay vergajos preparados o para mí o para Sáurea, el mayordomo. Pero, ¿por qué vendrá ahí Leónidas corre que corre jadeando de esa forma? Eso me inquieta, viene por la izquierda, mal agüero para mis proyectos de engaño.
Escena segunda.
Leónidas, Líbano.
LÉONIDAS: (Viene corriendo.) ¿Dónde podré encontrar ahora a Líbano, o al hijo del amo, para que pueda ponerlos más alegres que unas pascuas? ¡Menudo es el botín y el triunfo que les traigo con mi venida! Juntos nos cogemos las melopeas, juntos nos vamos de golfas, junto con ellos quiero repartir también el botín ganado.
LÍBANO: (Aparte.) Ese tío ha desvalijado alguna casa según su costumbre. ¡Ay del que no ha sabido guardar su puerta!
LÉONIDAS: Me comprometería con gusto a ser esclavo de por vida con tal de encontrar ahora a Líbano.
LÍBANO: ¡Caray!, desde luego por lo que a mí toca, no vas a ser libre muy pronto.
LÉONIDAS: Y encima ofrecería doscientos palos con cargo a mis espaldas y además dispuestos a multiplicarse.
LÍBANO: Éste se queda sin su peculio, porque todo su tesoro lo lleva cargado a sus espaldas.
LÉONIDAS: Porque es que, si Líbano deja escapar ahora esta ocasión, nunca jamás podrá volver a echarle mano, así vaya tras ella con una cuadriga de corceles blancos; dejará al amo cercado de sus enemigos y al mismo tiempo embravecerá a éstos. En cambio, si junto conmigo se pone a echar mano de la ocasión que se nos ofrece, proporcionará, juntamente conmigo a los amos, a los dos, al hijo y al padre, riquezas y satisfacciones sin cuento, de forma que nos queden los dos obligados de por vida, atados por los lazos de nuestros beneficios.
LÍBANO: Habla de que están atados quienes sea; no me hace gracia; mucho me temo, que haya hecho alguna zalagarda por cuenta de los dos.
LÉONIDAS: Perdido del todo soy, si no encuentro a Líbano inmediatamente, esté donde demonios esté.
LÍBANO: Ése está buscando un camarada que comparta con él la rociada que le espera; no me hace gracia. Es una mala señal eso de sudar y tiritar al mismo tiempo.
LÉONIDAS: Pero, ¿cómo es que después de venir tan a la carrera, ando tardo con los pies y ligero con la lengua? ¿Por qué no mando callar a quien me está haciendo desperdiciar mi tiempo?
LÍBANO: ¡Caray con el desgraciado este!, hacer violencia a su defensora; que, si es que ha hecho alguna mala pasada, la lengua es quien jura en falso por él.
LÉONIDAS: Voy a darme prisa, no sea que se haga demasiado tarde para poner a salvo nuestro botín.
LÍBANO: Pero, ¿qué botín es ese del que habla? Voy a su encuentro y le sacaré lo que sea. (Yendo hacia él.) Leónidas, se te saluda, con toda mi voz y con todas mis fuerzas.
LEONIDAS: Buenos días, palestra para palos.
LÍBANO: ¿Qué tal tú, abonado a la cárcel?
LÉONIDAS: ¡Oh, ciudadano de Cadenópolis!
LÍBANO: ¡Oh, delicia de los látigos!
LÉONIDAS: ¿Cuánto piensas tú que pesas en cueros?
LÍBANO: Chico, pues no lo sé.
LÉONIDAS: Ya sabía yo que no lo sabías; pero yo lo sé, te lo juro, que te he contrapesado: en cueros y encadenado pesas cien libras, si es que estás colgado por los pies.
LÍBANO: Y eso, ¿cómo?
LÉONIDAS: Yo te explicaré cómo y de qué manera: cuando tienes colgado de los pies un peso de cien libras, las esposas en las manos y bien sujetas al travesaño, te quedas en un equilibrio perfecto y no pesas ni más ni menos que un empecatado y un bribón.
LÍBANO: ¡Te la vas a ganar!
LÉONIDAS: Esa ganancia te la deja a ti la esclavitud en herencia.
LÍBANO: Bueno, basta ya de dimes y diretes. ¿Qué es lo que hay?
LÉONIDAS: He decidido hacerte confianza.
LÍBANO: Hazlo con toda tranquilidad.
LÉONIDAS: Vale, si es que quieres ayudar al hijo del amo en sus amoríos: tan grande es la buena oportunidad que se nos presenta de improviso, pero no sin sus ribetes de peligro; vamos a darles ocupación continua a los verdugos. Líbano, ahora es el momento en el que se precisa echarse para adelante y portarse con astucia; es tal el golpe que se me acaba de ocurrir, que vamos a ser declarados los más dignos candidatos del mundo a coleccionar suplicios.
LÍBANO: Así me extrañaba yo antes de sentir una cierta intranquilidad en las espaldas, que estaban augurando alguna buena rociada. Habla, sea lo que sea.
LÉONIDAS: Se trata de un gran botín con un buen acompañamiento de palos.
LÍBANO: Aunque se conjuren todos para hacer caer sobre nosotros sus torturas, yo por mi parte pienso tener en casa una espalda, no necesito ir a buscarla a parte alguna.
LÉONIDAS: Si eres capaz de mantener una tal firmeza de ánimo, estamos salvados.
LÍBANO: Más aún, si se trata sólo de pagar con mis espaldas, estoy dispuesto a robar hasta el tesoro público: no confesaré nada, me mantendré firme, hasta juraré en falso.
LÉONIDAS: Ahí tienes, eso se llama valor, el soportar las penas con entereza si llega el caso; a quien sabe llevar los males con entereza, le caen en suerte luego también los bienes.
LÍBANO: Venga, explícame ya de qué se trata, que estoy deseando recibir los palos.
LÉONIDAS: Vamos por partes, que descanse; ¿no ves que estoy todavía resoplando de la carrera que me he pegado?
LÍBANO: Venga, venga, como quieras, si es preciso, esperaré hasta que revientes.
LÉONIDAS: ¿Dónde está el amo?
LÍBANO: El viejo, en el foro, el joven aquí en casa.
LÉONIDAS: Eso me basta.
LÍBANO: Oye, ¿es que eres ya un ricachón?
LÉONIDAS: Déjate de bromas.
LÍBANO: Bien, soy todo oídos.
LÉONIDAS: Pon atención, que sepas tanto como yo.
LÍBANO: Ya estoy punto en boca.
LÉONIDAS: ¡Qué felicidad! ¿Te acuerdas tú de que nuestro mayordomo vendió unos burros de Arcadia[4] a un tratante de Pela?
LÍBANO: Sí que me acuerdo, y qué.
LÉONIDAS: Pues que el tratante ha enviado aquí el dinero, para que le sea entregado a Sáurea en pago de los susodichos burros; acaba de llegar un muchacho que lo trae.
LÍBANO: ¿Dónde está ese tío?
LÉONIDAS: ¿Ya estás pensando en tragártelo, en cuanto que le eches la vista encima?
LÍBANO: Desde luego. ¿Pero tú dices aquellos burros viejos, cojos, que tenían los pobres bichos las pezuñas comidas hasta los muslos?
LÉONIDAS: Los mismitos, aquellos que transportaban aquí de la finca los vergajos de olmo destinados para tu persona.
LÍBANO: Sí, ya sé, los que te llevaron a ti puesto en cadenas a la finca.
LÉONIDAS: Tienes buena memoria. Pero, estaba yo sentado allí en la barbería, cuando me empieza el muchacho este a preguntar si es que conozco a un cierto Deméneto, hijo de Estratón. Yo le digo enseguida que sí, que le conozco, y que soy esclavo suyo, y le indico en dónde está nuestra casa.
LÍBANO: Y luego, ¿qué?
LÉONIDAS: Luego va y dice que es portador del precio de los burros a Sáurea, el mayordomo —veinte minas—, pero que él no sabe quién es Sáurea, y en cambio, que a Deméneto lo conoce muy bien. Luego que me dijo esto...
LÍBANO: ¿Qué?
LÉONIDAS: Escucha pues, y lo sabrás. Enseguida me pongo a dármelas de fino y de gran señor y le digo que yo soy el mayordomo. Entonces él va y me dice: «¡Diablos!, yo no conozco a Sáurea ni sé la facha que tiene; por lo tanto, no me lo tomes a mal: si quieres, tráeme a tu amo Deméneto, que a ése me lo tengo bien conocido, y entonces te entregaré el dinero al instante». Yo le he dicho que se lo traeré y que estaría en casa a su disposición; él quería ir todavía a los baños y de allí se vendrá luego para acá. ¿Qué resolución crees que debemos tomar ahora? A ver, dime.
LÍBANO: Toma, eso es lo que estoy pensando yo, cómo birlarle el dinero al portador y a Sáurea. Hay que poner deprisa manos a la obra; porque en cuanto que el forastero se adelante a traer aquí el dinero, quedamos nosotros dos fuera de combate. Es que el viejo me ha tomado hoy aparte aquí fuera de casa a mí solo y nos ha amenazado a los dos, a ti y a mí, con ponernos buenos de palos, si Argiripo no tiene hoy a su disposición la cantidad de veinte minas; ha dicho que, por él, que engañemos a su mayordomo o hasta a su mujer, y que él estaba dispuesto a prestarnos la ayuda prometida. Ahora tú, vete al foro a buscar al amo y cuéntale el plan que tenemos: tú te convertirás de Leónidas en el mayordomo Sáurea, cuando el tratante traiga el dinero para el pago de los burros.
LÉONIDAS: Así lo haré.
LÍBANO: Yo, entre tanto, lo entretendré aquí, si es que viene antes.
LÉONIDAS: Oye, tú.
LÍBANO: ¿Qué?
LÉONIDAS: Si acaso te doy un puñetazo luego, cuando sea Sáurea, no se te vaya a ocurrir encabritarte.
LÍBANO: Hm. A ti es a quien no se te tiene que ocurrir tocarme, por la cuenta que te tiene, no te vaya a traer mala suerte el haber cambiado de nombre.
LÉONIDAS: Líbano, por favor, yo te ruego que te aguantes.
LÍBANO: Aguántate tú también cuando te devuelva el mandoble.
LÉONIDAS: Yo lo único que hago es decirte lo que creo que es conveniente hacer.
LÍBANO: Y yo te digo, lo que estoy dispuesto a hacer.
LÉONIDAS: No te niegues, hombre.
LÍBANO: No, si es que te prometo, digo, devolvértelas según lo merezcas.
LÉONIDAS: Yo me marcho, ya te aguantarás, estoy seguro. Pero ¿quién es ése? Es él, él en persona. Ahora mismo vuelvo; entretenle tú aquí mientras. Tengo que informar al viejo.
LÍBANO: Hale, a lo tuyo, a salir pitando.
Escena tercera.
Mercader, Líbano.
MERCADER: Según los informes que me han dado, tiene que ser ésta la casa donde dicen que vive Deméneto. (Al esclavo que le acompaña.) Hale, muchacho, llama a la puerta y di que salga Sáurea, el mayordomo, si es que está en casa.
LÍBANO: ¿Quién llama de esa forma a nuestra puerta? ¡Eh, tú!, digo, ¿me oyes?
MERCADER: Nadie ha puesto un dedo en la puerta hasta ahora. ¿Estás en tu juicio?
LÍBANO: Me pareció que sí la habías tocado, como venías así en esta dirección. No quiero que maltrates esta puerta, que es mi colega; yo le tengo cariño a todas nuestras cosas.
MERCADER: Caray, si es que te pones en esa forma con todos los visitantes, no hay peligro de que nadie le haga saltar los goznes.
LÍBANO: Sí señor, esta puerta acostumbra a llamar a gritos al portero, en cuanto que ya de lejos ve acercarse a algún coceador. Pero, ¿a qué vienes?, ¿qué es lo que buscas?
MERCADER: Quería ver a Deméneto.
LÍBANO: Si estuviera en casa, te lo diría.
MERCADER: ¿Y su mayordomo?
LÍBANO: Tampoco está.
MERCADER: ¿Dónde está entonces?
LÍBANO: Dijo que iba al barbero.
MERCADER: ¿Y no ha vuelto todavía?
LÍBANO: No señor. ¿Qué es lo que le querías?
MERCADER: Veinte minas hubiera cobrado, si hubiera estado aquí.
LÍBANO: ¿Y a cuenta de qué?
MERCADER: De unos asnos, que le vendió en la feria a un tratante de Pela.
LÍBANO: Sí, lo sé. Y ¿tú traes ahora el importe? Yo creo que tiene que estar al llegar.
MERCADER: ¿Qué facha tiene vuestro Sáurea? (Aparte.) Así podré saber, si es el que
acabo de ver ahora.
LÍBANO: Los cachetes hundidos, el pelo tirando a rojo, barrigudo, arisca la mirada, de mediana estatura, enfurruñado el gesto.
MERCADER: Un pintor no hubiera podido hacer una descripción más exacta.
LÍBANO: Huy, mira, ahí le veo, viene meneando la cabeza, está de malas, ¡pobre del que se le ponga por delante, le va a costar una paliza!
MERCADER: Te juro que, aunque venga con más humos que un Aquiles, como se desmande y llegue a ponerme un dedo encima, desmandado recibirá su ración de pelos.
Escena cuarta
Leónidas, Mercader, Líbano.
LÉONIDAS: ¡A ver qué plan es éste, que a nadie le importa tres pitos lo que yo mando! Le había dicho a Líbano que viniera a la barbería, y Líbano, que si quieres. Muy bien, eso se llama no tener consideración con sus espaldas y sus piernas.
MERCADER: (A Líbano.) ¡Oye tú, qué autoritario!
LÍBANO: (Al mercader.) ¡Pobre de mí!
LÉONIDAS: ¡No, que no parece, sino que es al liberto Líbano, a quien he dado los buenos días! Según parece, eres ya libre, ¿no?
LÍBANO: ¡Misericordia, por favor!
LEONIDAS: ¡Maldición!, te aseguro que te va a costar caro el haberme salido al paso. ¿Por qué no has venido a la barbería, como te había mandado?
LÍBANO: (Señalando al mercader.) Aquí me ha detenido.
LÉONIDAS: Te juro que, por más que digas que te ha detenido el soberano Júpiter en persona, y aunque fuera él mismo a interceder por ti, jamás podrás escapar al castigo. Tú, bribón, ¿te has atrevido a despreciar mis órdenes? (Le pega.)
LÍBANO: Forastero, estoy perdido.
MERCADER: Sáurea, yo te lo ruego, no le pegues por causa mía.
LÉONIDAS: ¡Ojalá tuviera ahora mismo un látigo en mis manos…!
MERCADER: ¡Cálmate, por favor!
LÉONIDAS: ¡Para hacerle migas esos costados llenos de cicatrices a fuerza de zurriagazos! ¡Quita tú y déjame acabar con éste, que me pone siempre fuera de quicio, ladrón, que no consigo encargarle lo que sea una sola vez, sino que tengo que decírselo y chillárselo cien veces lo mismo, que no puedo ya dar abasto a mi trabajo, demonios, a fuerza de gritar y de ponerme hecho una furia! ¿No te he dicho, bandido, que quitaras la mierda esta de delante de la puerta, no te he dicho que sacudieras las telarañas de las columnas? ¿No te he dicho que sacaras brillo a la clavetería de la puerta? ¡Nada! Voy a tener que ir siempre con un bastón, como si estuviera cojo. Como llevo ya tres días en el foro nada más que ocupándome de encontrar a alguien que quiera dinero a réditos, aquí vosotros entre tanto, ea, a dormir, y el amo vive en una pocilga, no en una casa. ¡Toma, pues! (Le pega.)
LÍBANO: ¡Forastero, yo te suplico, ayúdame!
MERCADER: Sáurea, déjale, por favor, hazlo por mí.
LÉONIDAS: ¡Eh! tú, ¿ha pagado alguien el trasporte del aceite?
LÍBANO: Sí.
LÉONIDAS: ¿A quién le ha sido entregado el dinero?
LÍBANO: A Estico, tu ayudante, en persona.
LÉONIDAS: Bah, pretendes amansarme, ya lo sé yo que tengo un ayudante y que no hay otro esclavo en toda la casa de más mérito que él. Y los vinos que vendí ayer a Exerambo, el vinatero, ¿se ha hecho ya Estico cargo del dinero?
LÍBANO: Yo creo que sí, porque he visto a Exerambo venir aquí con un banquero.
LÉONIDAS: Así me gusta a mí hacer los negocios; la otra cantidad que me debía, apenas se la pude sacar un año después; esta vez en cambio no para hasta traernos él mismo el banquero a casa y nos hace la escritura de pago. ¿Ha traído Dromo su salario?
LÍBANO: Sí, pero solamente la mitad, creo.
LÉONIDAS: ¿Y el resto?
LÍBANO: Decía que lo iba a traer enseguida que se lo pagaran, porque es que no se lo habían entregado todavía, para asegurarse de que iba a acabar la obra que le habían encargado.
LÉONIDAS: Y las copas que le presté a Filodamo, ¿las ha devuelto?
LÍBANO: Todavía no.
LÉONIDAS: ¿Hm? ¿Qué no? ¡No, si quieres quedarte sin algo, ve y préstalo a los amigos!
MERCADER: ¡Pardiez!, estoy perdido, va a acabar por echarme de aquí, qué hombre más insoportable.
MERCADER: (A Leónidas, por lo bajo.) Eh, tú, ya está bien, ¿no oyes lo que dice?
LÉONIDAS: Sí que oigo, ya paro.
MERCADER: (Aparte.) Por fin parece que se ha callado. Lo mejor es abordarle ahora, antes que empiece otra vez a cencerrear. A ver, ¿me quieres escuchar?
LÉONIDAS: Ajá, estupendo. ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? En serio que no te había visto, te ruego que no me lo tomes a mal, es que estaba ciego de ira.
MERCADER: No tiene nada de particular. Pero, si es que está en casa, quería hablar con Deméneto.
LÉONIDAS: Éste (Líbano, que le hace señales) dice que no está; pero si es que me quieres entregar el dinero ese, te daré garantía de que está liquidada la deuda.
MERCADER: Yo prefiero entregártelo en presencia de tu amo Deméneto.
LÍBANO: (Al mercader.) El amo le conoce a éste y él al amo.
MERCADER: En presencia del amo se lo entregaré.
LÍBANO: Dáselo a riesgo mío, yo respondo de todo; porque si el amo se enterara de que no se le ha dado crédito a éste, se molestaría, una persona que goza de toda su confianza.
LÉONIDAS: A mí me da igual, que no me lo entregue si no quiere; déjale ahí de plantón.
LÍBANO: Dáselo, digo. ¡Ay, pobre de mí, me horroriza pensar, que éste se vaya a figurar que es que yo he intentado convencerte de que no te fiaras de él! Págale, hombre, no te preocupes, el dinero estará a buen seguro en sus manos.
MERCADER: Creeré que está a buen seguro, mientras que yo lo tenga en las mías. Yo soy aquí forastero y no conozco a Sáurea.
LÍBANO: Pues, venga, conócelo entonces.
MERCADER: ¡Demonio!, yo no sé si es él o no lo es. Si es que lo es, pues lo será. Yo por lo menos sé seguro, que no le entregaré este dinero a ninguna persona que no sepa seguro quién es.
LÉONIDAS: ¡Caray!, mal rayo te parta. No le digas ni una palabra más. Está envalentonado por tener en su poder mis veinte minas. Nadie se hace cargo entonces de ellas, vete a tu casa, largo de aquí, déjanos en paz.
MERCADER: ¡Menos humos!; a un esclavo no le va tanta altanería.
LÉONIDAS: (A Líbano.) Tú, te la vas a ganar, si no le dices a éste lo que se merece.
LÍBANO: (Por lo bajo.) ¿No ves que está montando en cólera?
LÉONIDAS: ¡Sigue, sigue!
LÍBANO: ¡Canalla! (Bajo.) Entrégale el dinero a éste, por favor, que paremos ya de insultos.
MERCADER: Os juro que os la estáis buscando.
LÉONIDAS: (A Líbano.) Te voy a hacer partir las piernas, si no sigues diciéndole a este desvergonzado los insultos que se merece. (Le pega.)
LÍBANO: ¡Ay, muerto soy! ¡Venga, desvergonzado, miserable! ¿No quieres prestar ayuda a tu compañero de desdichas?
LÉONIDAS: ¿Pero todavía sigues rogándole a ese malvado?
MERCADER: Pero bueno, ¿qué es eso? ¿Tú, un esclavo, injurias a un hombre libre?
LÉONIDAS: ¡Anda ya y vete a que te den morcilla!
MERCADER: A ti sí que te la van a dar, ¡maldición!, en cuanto que yo vea a Deméneto. Quedas citado a juicio.
LÉONIDAS: No acudo.
MERCADER: ¿Que no acudes? ¡Mira bien lo que haces!
LÉONIDAS: Y tanto.
MERCADER: Os juro que se me dará satisfacción a costa de vuestras espaldas.
LÉONIDAS: ¡Ay de ti, canalla! ¿A ti se te va a dar satisfacción a costa de nuestras espaldas?
MERCADER: Y además me las vais a pagar por todos vuestros insultos.
LEÓNIDAS: ¿Qué, bribón? ¡Conque patibulario! ¿Es que te piensas que rehuimos a nuestro amo? ¡Venga, vete ya al amo, delante del que nos citas, detrás del que andas ya todo el rato!
MERCADER: ¡Ajajá! ¿Ahora al fin? Desde luego que no sacarás ni una perra de aquí (señalándose a sí mismo), a no ser que Deméneto en persona me dé orden de que te lo entregue.
LEÓNIDAS: Haz lo que te dé la gana, hale, andando pues. Tú puedes hacer ultrajes a los demás y a ti no se te puede decir una mala palabra, ¿no? Tanto soy yo una persona como lo eres tú.
MERCADER: Desde luego, así es.
LEÓNIDAS: Anda, ven entonces conmigo. Aunque me esté mal el decirlo, nadie me ha hecho a mí hasta ahora nunca jamás un reproche merecido, ni hay hoy por hoy otra persona en toda Atenas que goce de una más reconocida fama de solvencia que yo.
MERCADER: Todo puede ser; pero, así y todo, no te saldrás con la tuya de hacerme entregar el dinero a una persona que no conozco. Cuando una persona te es desconocida, pues es para ti, como un lobo, no un hombre.
LEÓNIDAS: Ya te vas poniendo un poco más manso. Ya sabía yo que te disculparías ante mi humilde persona por tus injurias; aunque me ves así con unos atavíos de nada, pero soy un hombre como Dios manda, y mis riquezas personales no se pueden ni contar.
MERCADER: Todo puede ser.
LEÓNIDAS: También Perífanes, un rico comerciante de Rodas me entregó, en ausencia del amo, nada más que él y yo presentes, un talento de plata; hizo confianza en mí y no ha tenido motivo alguno de queja.
MERCADER: Todo puede ser.
LEÓNIDAS: Y también tú mismo, si te hubieras informado por otros sobre mí, estoy bien seguro, qué caray, de que me hubieras confiado lo que traes.
MERCADER: No digo que no. (Se van.)
ACTO III
Escena primera.
Cleéreta, Filenio.
CLEÉRETA: (Saliendo de su casa con la hija.) Pero bueno, ¿es que no va a ser posible que me obedezcas cuando te prohíbo algo? ¿Es que estás dispuesta a hacer caso omiso de la autoridad de tu madre?
FILENIO: Pero, ¿cómo me iba a ser posible guardar mis sentimientos de fidelidad, si quisiera complacerte conduciéndome en la forma que tú me mandas?
CLEÉRETA: ¿Es que está acaso bonito el hacer la contra a lo que yo te mando?
FILENIO: Pero ¿qué es lo que pasa?
CLEÉRETA: ¿Eso se llama guardar los sentimientos de fidelidad, el menoscabar la autoridad materna?
FILENIO: Yo ni condeno a las que obran bien ni apruebo a las que se portan mal.
CLEÉRETA: Anda, que estás hecha una enamorada con muy buen pico.
FILENIO: Madre, así es mi oficio: la lengua pide, el cuerpo desea, el corazón habla, los hechos te dan la pauta.
CLEÉRETA: Yo quería corregirte y tú te pones ahora a hacerme reproches.
FILENIO: Por Dios, madre, yo ni te hago reproches ni pienso que me sería lícito el hacerlo; sólo que me lamento de mi suerte al verme separada de aquel a quien amo.
CLEÉRETA: ¿Me va a ser posible coger yo también la palabra en todo el santo día?
FILENIO: Habla tú, por ti y por mí; tú eres la que das la pauta para hablar y para callar; pero si suelto yo el remo y me dedico a no hacer nada en cubierta, no funciona nada en tu casa.
CLEÉRETA: ¿Qué es lo que dices, descarada, más que descarada? ¿Cuántas veces te he prohibido dirigir la palabra a Argiripo el de Deméneto, hacerle carantoñas, charlar con él, ni siquiera mirarle? A ver, ¿qué es lo que nos ha dado?, ¿qué los regalos que nos ha mandado? ¿Es que acaso piensas que las palabras zalameras son oro y las cosas bien dichas sustituyen a las dádivas? Tú eres la primera en quererle, la primera en buscarle, la primera en hacerle venir. De los que te dan, te burlas; los que se burlan de ti, por esos te mueres. ¿O es que te parece bien estar esperando, si alguno te promete que te hará rica, cuando se vaya su madre al otro barrio? ¡Por Dios!, que corremos nosotras y toda nuestra casa el gran peligro de morirnos de hambre mientras estamos esperando la muerte de la otra. Yo te digo, que, si no me trae aquí las veinte minas dichas, que te juro que se le pondrá de patitas en la calle, a ése, que no sabe dar otra cosa más que lloriqueos. Este es el último día en el que acepto la excusa de que no tiene.
FILENIO: Madre, si me privas de la comida, me aguantaré.
CLEÉRETA: Yo no te prohíbo amar a los que pagan para ser amados.
FILENIO: Pero madre, mi corazón lo tiene ya otro. ¿Qué voy a hacer? Dime.
CLEÉRETA: Toma, mira mis canas, si es que quieres obrar en interés propio.
FILENIO: También el pastor que guarda ovejas a sueldo, madre, tiene alguna propia, con la que se consuela, déjame amar sólo a Argiripo, tal como el corazón me lo pide, él es mi elegido.
CLEÉRETA: Anda y vete dentro, por Dios, no he visto cosa más descarada que tú.
FILENIO: Como quieras, madre, tu hija está hecha a obedecerte. (Entran en casa.)
Escena segunda.
Líbano, Leónidas.
LÍBANO: Sean dadas alabanzas y gracias a la Alevosía, puesto que, a base de nuestros timos, engaños y manipulaciones, fiados en lo sufridas que son nuestras espaldas y en la fuerza de nuestros brazos..., nosotros, que, frente a látigos, hierros candentes, cruces y grillos, potros, cárceles, virotes, lazos, argollas y frente a los implacables ejecutores, que se tienen sabidas de memoria nuestras espaldas, por haberlas marcado ya tantas veces de cicatrices... ***. Todas estas legiones y estas tropas y estos ejércitos, después de una dura lucha, se han dado a la fuga, a causa de nuestros perjurios; todo ello debido a la valentía de éste mi colega y a lo servicial que es uno. ¿Quién más intrépido para aguantar golpes?
LEÓNIDAS: Te juro que no podrías tú ensalzar todas tus hazañas tan bien como yo las fechorías que cometiste en tiempo de paz y de guerra. De verdad que las puedo enumerar todas una por una: cuando defraudaste al que puso confianza en ti, cuando fuiste infiel a tu amo, cuando juraste en falso solemnemente a sabiendas y como te daba la gana, cuando has horadado paredes, has sido cogido en delito de robo, cuando has tenido que defender tu causa colgado contra ocho tíos bien fornidos, que no se andan con contemplaciones y saben manejar bien los látigos.
LÍBANO: Leónidas, yo confieso que es verdad lo que dices. Pero, te juro que también se pueden enumerar tus numerosas y verdaderas fechorías: cuando a sabiendas hiciste traición al que era fiel contigo, cuando has sido cogido en robo manifiesto y has sido azotado, cuando has jurado en falso, cuando has echado mano a algún objeto sagrado, cuando tantas veces has causado a los amos pérdidas, molestias y deshonor, cuando has negado que se te ha dado lo que se te ha dado, cuando has sido más fiel a tu amiga que a tu amigo, o cuando tantas veces, por tener una piel de elefante, has acabado con las fuerzas de ocho azotadores provistos de flexibles varas de olmo. ¿Qué tal la forma en que te he dado las gracias haciendo el elogio de mi colega?
LEÓNIDAS: Lo has hecho tal como era digno de mí, de ti y de la condición de ambos.
LÍBANO: Basta ya de esto y contéstame a lo que te pregunte.
LEÓNIDAS: Pregunta lo que quieras.
LÍBANO: ¿Tienes las veinte minas?
LEÓNIDAS: Eres un adivino; caray, que el viejo Deméneto se ha portado de maravilla con nosotros. ¡Hay que ver con qué habilidad fingía que yo era Sáurea! Casi no pude contener la risa, cuando se puso a chillarle al otro, por no haber querido fiarse de mí en su ausencia; ni una vez se le escapó el no llamarme Sáurea, su mayordomo.
LÍBANO: Espera un momento.
LEÓNIDAS: ¿Qué es lo que pasa?
LÍBANO: ¿No es Filenio ésa que sale ahí con Argiripo?
LEÓNIDAS: Calla el pico, ellos son; vamos a escuchar lo que dicen.
LÍBANO: Mira, él está llorando y ella le sujeta por la capa y llora también. ¿Qué será lo que pasa? Vamos a escuchar en silencio.
LEÓNIDAS: ¡Eh!, se me acaba de ocurrir una cosa. ¡Si tuviera ahora mismo un palo!
LÍBANO: ¡Pero para qué!
LEÓNIDAS: Para darle a los borricos, si acaso se pusieran a rebuznar aquí dentro de la bolsa.
Escena tercera.
Argiripo, Filenio, Líbano, Leónidas.
ARGIRIPO: ¿Por qué me retienes?
FILENIO: Porque te quiero y si te vas, me quedo sin ti.
ARGIRIPO: Adiós, que lo pases bien.
FILENIO: Me parece que lo pasaría un poco mejor si te quedaras.
ARGIRIPO: Adiós, que sigas bien.
FILENIO: ¿Que siga bien, cuando al irte me pones mala?
ARGIRIPO: Tu madre me ha dado un ultimátum, me ha mandado a casa.
FILENIO: Pues va a enterrar a su hija antes de tiempo, si me tengo que ver privada de ti.
LÍBANO: ¡Ahí va!, le han puesto de patitas en la calle.
LEÓNIDAS: Exacto.
ARGIRIPO: Déjame, por favor.
FILENIO: ¿A dónde te vas ahora? ¿Por qué no te quedas aquí?
ARGIRIPO: Me quedaré luego por la noche, si quieres.
LÍBANO: ¿Te das cuenta qué rumboso se pone tratándose de trabajo nocturno? No parece, sino que por el día estuviera más ocupado que un Solón, dictando leyes para el pueblo. ¡Qué manera de hacer papeles! Que quienes se dispongan a cumplir las leyes de éste, de seguro que no serán jamás gentes de provecho, no harán otra cosa día y noche sino empinar el codo.
LEÓNIDAS: Desde luego si pudieran, yo creo que no se alejaría él de ella ni un palmo, con la prisa que aparenta ahora y con tanto amagar que se marcha.
LÍBANO: Calla ya el pico, que pueda oír lo que dice éste.
ARGIRIPO: Adiós.
FILENIO: ¿Pero a dónde vas con tanta prisa?
ARGIRIPO: Adiós, digo; en el otro mundo nos veremos, que estoy decidido a quitarme la vida cuanto antes.
FILENIO: Por favor, ¿qué es lo que he hecho yo para que te empeñes en acarrearme la muerte?
ARGIRIPO: ¿Yo acarrearte la muerte a ti? ¿Yo, que, si viera que peligraba tu vida, te entregaría la mía y que sacrificaría una parte de la mía para alargar la tuya?
FILENIO: ¿Pues por qué amenazas con que te vas a quitar la vida? ¿Qué es lo que crees que voy a hacer yo, si haces tú eso que dices?
ARGIRIPO: ¡Oh, eres más dulce que la dulce miel!
FILENIO: Mi vida, abrázame.
ARGIRIPO: Con toda mi alma.
FILENIO: ¡Ojalá nos podamos ir así los dos juntos a la tumba!
LEÓNIDAS: ¡Ay, Líbano, pobre de aquel que ama!
LÍBANO: ¡Caray, yo creo que es mucho más pobre el que está colgado!
LEÓNIDAS: Bien que lo sé yo por experiencia. Vamos a rodearlos, tú de un lado, yo de otro. Amo, se te saluda. Pero bueno, ¿es que es humo esa mujer que estás abrazando?
ARGIRIPO: ¿Por qué?
LEÓNIDAS: Como tienes los ojos así lagrimosos, por eso te lo preguntaba.
ARGIRIPO: Habéis perdido a la persona que hubiera sido una vez para vosotros vuestro patrono.
LEÓNIDAS: Pues, lo que es yo, no he perdido un patrono, porque no lo he tenido nunca.
LÍBANO: Hola, Filenio.
FILENIO: Los dioses os concedan todos vuestros deseos.
LÍBANO: Si mis deseos se cumplieran, querría una noche contigo y una jarra de vino.
ARGIRIPO: ¡Mucho cuidado con lo que dices, bribón!
LÍBANO: Es para ti para quien lo quiero, no para mí.
ARGIRIPO: Entonces, si es así, di todo lo que te venga en gana.
LÍBANO: Apalear a éste (a Leónidas) me viene en gana.
LEÓNIDAS: Sí, que te va a creer eso nadie, tú, marica, con esa cabeza llena de ricitos, ¿tú me vas a dar palos a mí, si tu alimento es recibirlos?
ARGIRIPO: ¡Cuánto más afortunados sois vosotros que yo, Líbano! A la tarde habré dejado de existir.
LÍBANO: Pero bueno, ¿por qué motivo?
ARGIRIPO: Por el motivo de que yo amo a Filenio y ella me ama a mí y no puedo encontrar lo que darle, y su madre, a pesar de mi amor, me ha echado de casa. Veinte minas me han llevado a la muerte, veinte minas, que ha prometido Diábolo entregarle hoy a ella, para que no la deje estar con otro un año entero. ¿Os dais cuenta de la fuerza y del poder que tienen veinte minas? El que las pierde, queda a buen seguro; yo, que no las pierdo, estoy perdido.
LÍBANO: ¿Ha entregado el otro ya el dinero?
ARGIRIPO: No.
LÍBANO: Entonces, anímate, no padezcas.
LEÓNIDAS: Ven por aquí un momento, Líbano, que quiero hablar a solas contigo.
LÍBANO: Como quieras. (Se retiran los dos.)
ARGIRIPO: Venga ya, abrazaos de paso, que así se habla con más gusto.
LÍBANO: Una y la misma cosa no agrada de la misma manera a todos, amo, sábetelo. A vosotros, que estáis enamorados, os gusta charlar abrazados; yo no tengo interés ninguno en que éste me abrace y a él le pasa otro tanto de lo mismo conmigo. O sea, que haz tú eso que nos aconsejas a nosotros que hagamos.
ARGIRIPO: Yo desde luego, y bien sabe Dios que con mucho gusto; retiraos ahí entre tanto un poco, si os parece.
LEÓNIDAS: (A Líbano.) ¿Quieres que le gastemos una broma al amo?
LÍBANO: Y bien merecido que se lo tiene.
LEÓNIDAS: ¿Quieres que haga que me abrace Filenio delante de él?
LÍBANO: ¡Ja, que si quiero!
LEÓNIDAS: Ven conmigo.
ARGIRIPO: ¿Habéis dado ya con alguna solución? Ya habéis charlado bastante.
LEÓNIDAS: Escuchadme y prestadme atención y tragaos lo que voy a decir. En primer lugar, nosotros no negamos ser tus esclavos; pero si se te entregan veinte minas, ¿cómo nos llamarás?
ARGIRIPO: Libertos.
LEÓNIDAS: ¿Patronos no?
ARGIRIPO: Sí, más bien eso.
LEÓNIDAS: Aquí, en esta bolsa, hay veinte minas; si quieres, te las doy.
ARGIRIPO: Los dioses te guarden siempre, guardián de tu amo, gloria del pueblo, tesoro de riquezas, salud de los humanos[5], y soberano del amor. Suelta la bolsa aquí, ponla llanamente en mi cuello.
LEÓNIDAS: No, que no quiero, que, siendo mi amo, me lleves esa carga.
ARGIRIPO: ¿Por qué no te liberas de ese peso y me lo cargas a mí?
LEÓNIDAS: Yo la llevaré; tú, como corresponde al señor, marcharás delante de mí sin carga alguna.
ARGIRIPO: Entonces, ¿qué?
LEÓNIDAS: ¿Qué hay?
ARGIRIPO: ¿Por qué no me entregas la bolsa, para que yo sienta su peso sobre mis hombros?
LEÓNIDAS: Dile a ésta (Filenio), a quien se las va a dar, que me la pida y que se entienda conmigo, que me hace el efecto que tiene mucha pendiente el lugar donde dices que te la ponga llanamente.
FILENIO: Leónidas, mis ojos, rosa mía, mi alma, alegría mía, dame el dinero, no quieras separar a dos enamorados.
LEÓNIDAS: Llámame entonces tu gorrioncete, tu pollito, tu codorniz, dime que soy tu corderito, tu cabrito, tu ternerito, cógeme de las orejas y pon tus labios en los míos.
ARGIRIPO: ¿A ti te va a besar, bribón?
LEÓNIDAS: ¿Y qué tiene eso de malo? Te juro que no vas a llevarte nada, a no ser que te abraces a mis rodillas.
ARGIRIPO: A la fuerza ahorcan: serán abrazadas. ¿Me das lo que te pido?
FILENIO: Anda, Leónidas de mi alma, ayuda al amo en sus amores, redímete de la esclavitud con este beneficio y cómprate con este dinero.
LEÓNIDAS: Eres un encanto y una delicia, y si este dinero fuera mío, no me lo pedirías en vano; más vale que se lo pidas a ése, él me lo ha dado a mí para que lo guardara. Hale, monada, allí; toma, Líbano. (Le da la bolsa.)
ARGIRIPO: Tú, patibulario, ¿otra vez me burlas?
LEÓNIDAS: Jamás lo haría, si no hubieras abrazado mis rodillas de tan mala gana. Venga, ahora te toca a ti, sigue con la broma y abraza a la joven.
LÍBANO: Calla, ya verás.
ARGIRIPO: Vamos a abordar ahora a éste, Filenio, que es una buena persona, a diferencia de ese ladrón.
LÍBANO: Vamos a dar unos paseítos, ahora les toca suplicarme a mí.
ARGIRIPO: ¡Caray!, por favor, Líbano, si quieres salvar a tu amo de hecho, dame esas veinte minas. Tú ves que estoy enamorado y no tengo dinero.
LÍBANO: Ya se verá. En principio, estoy dispuesto a ello. Vuelve al anochecer. Por lo pronto, dile a ésta que me lo pida y que se entienda conmigo.
FILENIO: ¿Quieres que te lo pida nada más que diciéndote cositas, o tengo que darte un beso?
LÍBANO: Las dos cosas.
FILENIO: Hala pues, Líbano, yo te suplico, sálvanos tú también a los dos.
ARGIRIPO: ¡Oh Líbano, patrono mío, entrégame eso! Es más oportuno que sea el liberto y no el patrón quien lleve la carga por la calle.
FILENIO: Líbano querido, tú, niña de mis ojos, eres un amor y un encanto, por favor, yo hago todo lo que tú quieras, pero danos ese dinero.
LÍBANO: Entonces, llámame patito, paloma o cachorrito, golondrina, grajito, gorrioncito chiquitín, haz de mí una serpiente, que tenga una lengua doble, haz de tus brazos un collar, cuélgate de mi cuello.
ARGIRIPO: ¿Que se cuelgue de tu cuello, bandido?
LÍBANO: ¿Es que te parece que no lo merezco? Para que no hayas dicho en vano un tal despropósito, verás, me vas a servir de montura, si es que quieres hacerte con el dinero.
ARGIRIPO: ¿Que te sirva de montura?
LÍBANO: ¿Que te vas a llevar el dinero de otra manera?
ARGIRIPO: ¡Ay de mí! Si te parece que está bien que el amo sirva de montura a su esclavo, sube.
LÍBANO: Así hay que domar a estos engreídos; ponte, pues, así como cuando eras un chiquillo, sabes lo que quiero decir. (Argiripo se pone a cuatro patas.) Venga, así, muy bien, desde luego, en cuanto a penco, no hay otro más listo que tú.
ARGIRIPO: Hale, sube.
LÍBANO: Ahora mismo. ¡Eh, qué es eso! ¡Qué manera de marchar es esa! Te voy a acortar la ración de cebada si no coges un buen trote.
ARGIRIPO: Líbano, por favor, ya está bien.
LÍBANO: Ni que lo pienses; ahora te espolearé para que subas una cuesta arriba al galope, después te mandaré al molino para que te las hagan pasar negras a fuerza de correr. ¡Sooo! Que me baje ya en la cuesta abajo, aunque no te lo mereces de malo que eres.
ARGIRIPO: Y ahora, ¿qué?; por favor, después de que nos habéis tomado el pelo como os ha dado la gana, ¿nos dais el dinero?
LÍBANO: Con la condición de que me dediques una estatua y un altar y de que me hagas la ofrenda de un toro, como si fuera un dios, que yo soy para ti la divinidad de la Salud en persona.
LEÓNIDAS: Amo, no le hagas caso a éste y ocúpate conmigo y dame a mí los honores que él te ha pedido y hazme una súplica.
ARGIRIPO: Y a ti, ¿qué divinidad te voy a llamar?
LEÓNIDAS: Yo soy la Fortuna y la Fortuna a tus pies.
ARGIRIPO: Eso me gusta más.
LÍBANO: Tú, ¿es que hay algo mejor para el hombre que la Salud?
ARGIRIPO: Yo puedo alabar a la Fortuna sin por eso hacer de menos a la Salud.
FILENIO: Por Dios, las dos son buenas personas.
ARGIRIPO: Estaría de acuerdo, si es que recibo de ellas un beneficio.
LEÓNIDAS: A ver, expresa un deseo que quieras que se te cumpla.
ARGIRIPO: Y si lo hago, ¿qué?
LEÓNIDAS: Pues se te realizará.
ARGIRIPO: Yo deseo todo un año entero el favor de Filenio.
LEÓNIDAS: Ya lo has conseguido.
ARGIRIPO: ¿De verdad?
LEÓNIDAS: De verdad, te digo.
LÍBANO: Ahora, dirígete a mí y haz la prueba: expresa el deseo que quieres que se te cumpla: se te cumplirá.
ARGIRIPO: ¿Qué otra cosa voy yo a desear más sino aquello que me falta, veinte minas contantes y sonantes para dárselas a la madre de Filenio?
LÍBANO: Se te darán, un poco de optimismo; se te cumplirán tus deseos.
ARGIRIPO: Como de costumbre, la Salud y la Fortuna se burlan de los mortales.
LEÓNIDAS: Yo he sido la cabeza en este asunto de proporcionarte el dinero.
LÍBANO: Y yo los pies.
ARGIRIPO: Pues lo que yo veo es, que lo que decís no tiene ni pies ni cabeza; yo no acierto a saber qué es lo que queréis decir, ni por qué me gastáis estas bromas.
LÍBANO: Basta ya de burlas. Ahora vamos a decirte cómo son las cosas. Atiende, pues, Argiripo. Tu padre nos ha mandado traerte este dinero.
ARGIRIPO: ¡Qué a tiempo y con cuánta oportunidad!
LÍBANO: Aquí dentro hay veinte minas, buenas, pero mal adquiridas; él nos ha encargado entregártelas bajo ciertas condiciones.
ARGIRIPO: ¿Bajo cuáles, por favor?
LÍBANO: Que le cedas la muchacha por una noche y que le des una cena.
ARGIRIPO: Dile que venga, por favor; se tiene más que merecido que le cumplamos sus deseos, que él es quien ha compuesto nuestros descompuestos amores.
LEÓNIDAS: Pero tú, Argiripo, ¿vas a poder sufrir verla en brazos de tu padre?
ARGIRIPO: Ésta (la bolsa) me lo hará sufrir fácilmente. Leónidas, ve corriendo, por favor; dile a mi padre que venga.
LEÓNIDAS: Ya hace tiempo que está ahí dentro (en casa de Filenio.)
ARGIRIPO: Pues no ha pasado por aquí.
LEÓNIDAS: Es que ha dado la vuelta para entrar a escondidas por la puerta falsa por el jardín, para que no le viera ninguno de casa ir ahí, por miedo de que se enterara su mujer; si tu madre se entera de la historia esta del dinero...
ARGIRIPO: Ea, no vengáis ahora con malos agüeros.
LÍBANO: Entraos enseguida.
ARGIRIPO: A pasarlo bien.
LEÓNIDAS: Y vosotros, a amar bien.
ACTO IV
Escena primera.
Diábolo, Gorrón.
DIÁBOLO: Venga, enséñame el contrato ese que has escrito entre mi amiga y la alcahueta y yo; léeme todas las cláusulas; desde luego te las pintas solo para estos asuntos.
GORRÓN: A la señora se le van a poner los pelos de punta, cuando se entere de las cláusulas que hemos puesto.
DIÁBOLO: Venga, por favor, léemelo.
GORRÓN: ¿Me escuchas?
DIÁBOLO: Soy todo oídos.
GORRÓN: «Diábolo, hijo de Glauco, ha entregado a la proxeneta Cleéreta veinte minas, para que Filenio esté con él de noche y de día durante el plazo de un año».
DIÁBOLO: Y con otro ninguno.
GORRÓN: ¿Pongo eso también?
DIÁBOLO: Ponlo y cuida de escribirlo bien claro.
GORRÓN: «No dejará entrar a otra persona ninguna en su casa; ni que diga que se trata de un amigo o un patrono suyo o un amante de una amiga suya; las puertas estarán cerradas para todos, excepto para ti. Ella deberá poner un letrero en la puerta que diga: ‘Ocupada’. O para el caso de que diga que ha recibido una carta del extranjero, no deberá tener en casa carta alguna, ni tampoco tabla encerada ninguna; si es que tiene algún cuadro que no sirva para maldita la cosa, que lo venda; en el caso de que no lo haya enajenado en un plazo de tres días después de haber recibido el dinero de ti, deberá quedar a tu disposición, pudiéndolo quemar, si quieres, para que no tenga ella cera para escribir cartas. Ella no podrá invitar a nadie a cenar, sino a ti. Ella no podrá dirigir su mirada a ninguno de los invitados; si mira a otra persona fuera de ti, que quede ciega al momento. Ítem, ella beberá junto contigo y lo mismo que tú: tú le pasarás la copa, ella beberá a tu salud, luego beberás tú».
DIÁBOLO: Me parece muy bien.
GORRÓN: «Ella deberá evitar toda clase de sospechas. Al levantarse de la mesa, cuidará de no tocar con su pie el pie de nadie; cuando pase al diván de al lado o al bajarse del mismo, no dará la mano a nadie. No dará su anillo a nadie para que lo vea[6], ni pedirá el de nadie para verlo ella. No deberá ofrecer el juego de las tabas a nadie más que a ti. Cuando ella tire, no dirá ‘por ti’, sino que te nombrará con tu nombre; puede invocar la ayuda de la diosa que le parezca, pero no la de un dios; pero si acaso le entra escrúpulo, entonces, te lo dirá a ti, y tú le pedirás al dios en su nombre, que le sea propicio. Ella no deberá hacer señas ni guiños, ni asentir con gestos a nadie. Para el caso de que se apague la lámpara, no deberá moverse ni un pelo en la oscuridad».
DIÁBOLO: Estupendo; naturalmente lo hará así. Pero, bueno, luego en el dormitorio... Eso quítalo mejor, allí tengo interés desde luego en que se mueva mucho; no quiero que encuentre un pretexto, que diga que es que se lo han prohibido.
GORRÓN: Sí, comprendo, tienes miedo a verte cogido.
DIÁBOLO: Exacto.
GORRÓN: O sea, que lo quito, como dices, ¿no?
DIÁBOLO: Desde luego.
GORRÓN: Escucha lo que sigue.
DIÁBOLO: Habla, soy todo oídos.
GORRÓN: «Ella no dirá palabras de doble sentido ni deberá saber otra lengua que la del Ática. Si acaso le entra tos, cuidará de no toser de forma que deje ver la lengua a nadie. Y para el caso que ella haga, así como si se le cayera la moquita, tampoco entonces hará así (se relame el labio superior); es mejor que tú le limpies los labios, que no que vaya ella a tirarle un beso a nadie en público. Su madre, la proxeneta, no vendrá entre tanto a beber con los comensales ni le dirá una mala palabra a nadie; si la dice, será castigada con no probar el vino durante un plazo de veinte días».
DIÁBOLO: ¡Muy bien redactado, un contrato estupendo!
GORRÓN: «Ítem, si da orden a una esclava de que le ofrezca a Venus o a Cupido coronas de flores o guirnaldas o perfume, deberá un esclavo tuyo observar si es que se las da realmente a Venus o a algún hombre. Si acaso dice que quiere abstenerse alguna vez, deberá luego darte tantas noches de amor, como las noches que se ha abstenido». Ahí tienes, nada de pamplinas ni de sonsonetes de entierro.
DIÁBOLO: Encuentro que está todo muy bien. Ven, vamos a entrar.
GORRÓN: Te sigo. (Entran en casa de Cleéreta.)
Escena segunda.
Diábolo, Gorrón.
DIÁBOLO: (Saliendo con el gorrón de casa de Cleéreta.) Ven por aquí. No, ¿voy a aguantarme yo con una cosa así ni voy a guardármela para mis adentros? Mejor quisiera verme muerto que dejar de contárselo todo a su mujer. (Volviéndose hacia dentro de la casa, donde está Deméneto.) Conque, ¿qué te parece?, con una amiga, como si fueras un pollo, y luego con tu mujer vas y te disculpas diciéndole que eres ya un viejo; ¿birlándole la amiga a su amante y atascando a la tercera de dinero, mientras que en casa a tu mujer la dejas limpia a escondidas? Mejor quiero colgarme que no que te salgas con la tuya sin que nadie diga una palabra. Te aseguro, que me voy ahora mismo derecho a ella, para informar a quien tú, si no es que ella te toma la delantera, vas a arruinar de todas, todas para poder hacer frente a los gastos de tus calaveradas.
GORRÓN: Mi opinión es que hay que proceder de la siguiente manera: es mejor que me encargue yo de este asunto y no tú, para que no piense ella que lo haces más bien incitado por los celos que no por atención a su persona.
DIÁBOLO: Tienes toda la razón; arréglatelas para meter al otro en un lío y en una reyerta, di a su mujer que está de francachela en pleno día con su hijo en casa de una amiga y que la está desvalijando a ella.
GORRÓN: Déjate de advertencias, yo me encargo del asunto.
DIÁBOLO: En casa te espero.
ACTO V
Escena primera.
Argiripo, Deméneto.
ARGIRIPO: Anda, padre, vamos a ponernos a la mesa.
DEMÉNETO: Como tú ordenes, hijo, así se hará.
ARGIRIPO: (A los esclavos.) ¡Muchachos, poned la mesa!
DENÉNETO: A ver, hijo. ¿Te produce pesadumbre, si ella se pone aquí junto conmigo?
ARGIRIPO: La piedad filial, padre, hace que no me duela el verlo; aunque la quiero, soy capaz con todo de hacerme a llevar con paciencia el verla a tu lado.
DEMÉNETO: A los jóvenes, les está bien el ser respetuosos, Argiripo.
AGIRIPO: Por Dios, padre, tú te lo tienes bien merecido.
DEMÉNETO: Hala, pues, disfrutemos del convite bebiendo y charlando a placer. Yo no quiero que sea temor, sino amor, lo que mi hijo experimente por mí.
ARGIRIPO: Yo experimento las dos cosas, tal y como corresponde a un buen hijo.
DEMÉNETO: Te lo creeré, si te veo con una cara más alegre.
ARGIRIPO: ¿Es que piensas que no lo estoy?
DEMÉNETO: ¿No lo voy a pensar, si estás ahí con una cara más larga que si tuvieras un plazo ante los tribunales?
ARGIRIPO: No digas eso.
DEMÉNETO: No estés tú así y verás como no lo digo.
ARGIRIPO: Venga, mírame. ¿Ves? Me río.
DEMÉNETO: ¡Ojalá se rían de esa manera los que me quieren mal!
ARGIRIPO: Yo sé desde luego, padre, el motivo por el que tú crees que te pongo mala cara: el que ella está contigo. Y a mí, padre, para decirte la verdad, eso es lo que me trae a mal traer; y no porque yo no quiera para ti todo lo que tú mismo quieras; pero es que yo estoy enamorado de ella. Si fuera otra la que estuviera ahí contigo, no me importaría lo más mínimo.
DEMÉNETO: Pero es que yo quiero precisamente a ésta.
ARGIRIPO: O sea, que tú tienes lo que quieres; yo querría que también ése fuera mi
caso.
DEMÉNETO: Aguanta sólo este día, puesto que te he dado la posibilidad de estar con ella un año y te he proporcionado el dinero para tus amores.
ARGIRIPO: Sí, claro, precisamente por eso me has quedado obligado.
DEMÉNETO: Entonces, ¿por qué no me pones una cara más alegre?
Escena segunda.
Artemona, Gorrón, Argiripo, Deméneto, Filenio.
ARTEMONA: Por favor, ¿dices que mi marido está ahí de copeo con mi hijo y que le han dado a la fulana veinte minas y que el padre comete una desvergüenza tal a sabiendas de su hijo?
GORRÓN: Artemona, no vuelvas a creerme de aquí en adelante ni un pelo de nada, si es que me coges en mentira ahora.
ARTEMONA: ¡Y yo, pajolera de mí, que pensaba que tenía un marido modelo, un hombre no bebedor, una persona de mérito, ordenado, amante en extremo de su mujer!
GORRÓN: Pues ahora sábete, que es el más pillo de todos los mortales, un borracho, un donnadie, un libertino que no puede ver a su mujer ni en pintura.
ARTEMONA: Bien sabe Dios que, si no fuera verdad todo eso que dices, no haría las cosas que está haciendo ahora.
GORRÓN: Te juro que yo también le había tenido siempre por una persona como Dios manda, pero con esta jugada, se me ha quedado al descubierto. ¡Mira que ponerse de copeo con el hijo y repartirse con él la amiga, el viejo ese decrépito!
ARTEMONA: ¡Demonio, ésas son las cenas a las que sale todas las noches! Se pone con que va a casa de Arquidemo, de Quereas, de Queréstrato, de Clinias, de Cremes, Cratino, Dinias, o Demóstenes, y lo que hace en realidad es corromper a su hijo en casa de una fulana y dedicarse a corretear locales de mala fama.
GORRÓN: ¿Por qué no das orden a tus esclavas de que se lo lleven en volandas a casa?
ARTEMONA: ¡Espérate, te juro que le voy a hacer la vida imposible!
GORRÓN: Ese no me cabe duda que va a ser su destino, al menos mientras estés tú casada con él.
ARTEMONA: Desde luego. Ese era el que no estaba dedicado más que a su trabajo en el senado o a atender a sus clientes y por eso luego, agotado del trabajo, se llevaba la santa noche roncando; por dar el jornal fuera es por lo que vuelve a mí cansado por la noche; el campo ajeno lo ara y el propio lo deja baldío, y además no contento con ser él un canalla, coge y corrompe también a su hijo.
GORRÓN: Acércate conmigo por aquí, verás cómo le coges con las manos en la masa.
ARTEMONA: Te juro que no hay nada que hiciera con más gusto.
GORRÓN: ¡Un momento!
ARTEMONA: ¿Qué pasa?
GORRÓN: ¿Si divisaras a tu marido tumbado en el diván con una corona de flores a la cabeza y abrazado a su amiga, si lo vieras, podrías reconocerlo?
ARTEMONA: Sí que puedo, demonio.
GORRÓN: ¡Ea!, mira, ahí le tienes.
ARTEMONA: ¡Muerta soy!
GORRÓN: Espera un poco; vamos a observar desde aquí a escondidas qué hacen sin que ellos nos vean.
ARGIRIPO: Padre, ¿cuándo vas a acabar de abrazarla?
DEMÉNETO: Yo te confieso, hijo mío...
ARGIRIPO: ¿El qué?
DEMÉNETO: Que estoy completamente con el alma en los pies por culpa del amor de ésta.
GORRÓN: ¿Oyes lo que dice?
ARTEMONA: Y tanto que lo oigo.
DEMÉNETO: ¡Y que no le voy yo a quitar a mi mujer su mantón preferido para traértelo a ti! Te juro que no me harían renunciar a ello ni por un año de vida de mi mujer.
GORRÓN: ¿Crees tú que es hoy cuando ha empezado a frecuentar las casas públicas?
ARTEMONA: ¡Demonio, él era quien me estaba sisando, mientras yo sospechaba de mis esclavas y las hacía atormentar sin que fueran culpables!
ARGIRIPO: Padre, di que nos sirvan vino; ya hace mucho que me tomé la primera copa.
DEMÉNETO: Sírvenos vino, muchacho, empieza por mi derecha, y tú, por mi izquierda, venga, dame un beso.
ARTEMONA: ¡Ay, pobre de mí, muerta soy!, ¡cómo la besa el maldito, el viejo, con un pie en la sepultura que está ya!
DEMÉNETO: Dios mío, un aliento un poco más dulce que el de mi mujer.
FILENIO: Oye, dime, ¿es que a tu mujer le huele el aliento!
DEMÉNETO: Agua sucia preferiría beber, si fuera preciso, que no besarla a ella.
ARTEMONA: ¿Te parece bonito? Te juro que te la vas a ganar por haber dicho esa injuria contra mí. Deja, vuelve a casa y verás cómo te hago saber las consecuencias que trae el hablar mal de una esposa que tiene su dote.
FILENIO: ¡Dios mío, pobre de ti!
ARTEMONA: Dios mío, bien merecido se lo tiene.
ARGIRIPO: Padre, dime, ¿la quieres tú a madre?
DEMÉNETO: ¿Que si la quiero? Ahora la quiero, porque no está presente.
ARGIRIPO: ¿Y cuándo lo está?
DEMÉNETO: Entonces muerta la quisiera ver.
GORRÓN: Éste te quiere mucho, a juzgar por lo que dice.
ARTEMONA: Yo te aseguro que me va a pagar cara esa retahíla: si vuelve hoy a casa, me vengaré de él comiéndomelo a besos.
ARGIRIPO: Echa las tabas, padre, que echemos luego nosotros (Echando las tabas.) ¡Que tú, Filenio, seas mía y que mi mujer pase a mejor vida! ¡Ha salido la jugada de Venus![7] Muchachos, un aplauso, y servidme una copa de vino con miel por esta jugada!
ARTEMONA: No puedo aguantar más el oír tanto golpe.
GORRÓN: No tiene nada de particular, si es que no has aprendido el oficio de batanero. * * *; tíratele a los ojos, eso es lo mejor.
ARTEMONA: (Lanzándose sobre Deméneto.) Te juro que yo seguiré viviendo y que esa invocación que acabas de hacer te va a salir pero que bien cara.
GORRÓN: (Aparte.) ¿No hay nadie que vaya a carrera a buscar al tío que prepara los cadáveres?
ARGIRIPO: Madre, se te saluda.
ARTEMONA: ¡Quédate con tus saludos!
GORRÓN: Muerto es Deméneto; ya es tiempo de que me quite de en medio, que la pelea va tomando fuerzas que es un placer... Voy a buscar a Diábolo, a decirle que su encargo ha sido cumplido según sus deseos y le propondré que nos pongamos a la mesa mientras que éstos están ahí enzarzados. Después, le traeré aquí mañana a la tercera, para que le entregue las veinte minas y pueda así también el pobre enamorado tener parte en los favores de Filenio; yo espero que Argiripo se dejará convencer de disfrutarla con él una noche sí y otra no. Porque si no lo consigo, me he quedado sin mi rey, tan grande es la llama del amor que le devora. (Se va.)
ARTEMONA: (A Filenio.) ¿Qué tienes tú que recibir aquí en tu casa a mi marido?
FILENIO: ¡Dios mío, pobre de mí, que casi me hace morir de asco!
ARTEMONA: ¡Arriba, galán enamorado, largo a casa!
DEMÉNETO: Muerto soy.
ARTEMONA: No, muerto no, sino, no lo niegues, el más sinvergüenza de todos los mortales. Pero todavía sigue sin moverse, el cuco este. ¡Arriba, enamorado, a casita!
DEMÉNETO: ¡Ay de mí!
ARTEMONA: ¡Y tanto! ¡Arriba, enamorado, a casita!
DEMÉNETO: (A Filenio.) Échate, pues, un poco para allá.
ARTEMONA: ¡Arriba, enamorado, a casita!
DEMÉNETO: Yo te suplico, esposa mía.
ARTEMONA: ¿Ahora de pronto te acuerdas de que soy tu esposa? Antes, cuando estabas soltando esa retahíla de insultos contra mí, entonces, no era tu esposa, sino un ser inaguantable.
DEMÉNETO: Estoy del todo perdido.
ARTEMONA: Conque apesta el aliento de tu mujer, ¿eh?
DEMÉNETO: Tiene un perfume de mirra.
ARTEMONA: ¿Me has quitado ya el mantón para dárselo a tu amiga?
FILENIO: Sí que es verdad, que prometió que te lo iba a quitar.
DEMÉNETO: ¿No te callarás?
ARGIRIPO: Yo estaba pretendiendo disuadirle, madre.
ARTEMONA: ¡Bonito hijo estás hecho! (A Deméneto.) ¿Es ésa la conducta de la que debe un padre dar ejemplo a sus hijos? ¿No te da vergüenza?
DEMÉNETO: Yo te juro, si no de otra cosa, de ti, mujer mía, sí que me da vergüenza.
ARTEMONA: ¡Cuco!, ¿con esa cabeza llena de canas tiene que venir tu mujer a sacarte de
una casa de perdición?
DEMÉNETO: Artemona, la cena se está haciendo. ¿No puedo quedarme por lo menos hasta que cene?
ARTEMONA: Te juro que vas a cenar hoy el castigo que te mereces.
DEMÉNETO: Mala noche me espera: mi mujer me condena y me lleva a casa.
ARGIRIPO: Ya te decía yo, padre, que no te portaras mal con ella.
FILENIO: Oye, que no te olvides del mantón.
DEMÉNETO: (A Argiripo.) ¡Manda a ésta que desaparezca de mi vista!
ARTEMONA: ¡A casita!
FILENIO: Dame un beso, antes que os marchéis.
DEMÉNETO: Vete al cuerno.
FILENIO: No, sino aquí, a casa. Ven conmigo, mi vida.
ARGIRIPO: Con mil amores.
El Coro de Actores.
Este viejo, al no querer privarse de nada a espaldas de su mujer, no hizo ninguna cosa nueva ni rara, sino ni más ni menos que lo que hacen todos. Ni hay tampoco nadie de condición tan dura ni de ánimo tan firme, que renuncie a darse gusto, si se le presenta la ocasión. Ahora, si queréis interceder para que el viejo no reciba una paliza, esperamos que lo podréis conseguir si nos dais un sonoro aplauso.
FIN DE
LA COMEDIA DE LOS ASNOS.
[1] El texto latino habla de filipos de oro, una moneda que acuñada por los reyes de Macedonia a partir de Filipo II (359-336) era usual en el comercio del mundo mediterráneo, y la moneda de oro corriente en Roma durante gran parte del siglo II; según noticias de T. Livio (34, 52; 37, 5; 39, 5; 39, 7; 45, 39), trajeron diversos generales romanos grandes cantidades de filipos de oro a Roma en el curso del siglo II. Plauto nombra esta moneda también repetidas veces en otras de sus comedias, mientras que no hace nunca Terencio mención de ella.
[2] El talento era una unidad de peso y monetaria. Un talento equivalía a 60 minas (=6.000 dracmas). El precio corriente de un esclavo oscilaba entre 20 y 30 minas. En la comedia latina se hace también repetidamente mención del talentum magnum (cf., por ej., Aulularia 309); en PRISCIANO, De figuris numerorum, gramm. III 408, se lee: talentum Atheniense parvum minae sexaginta magnum minae octoginta tres et unciae quattuor. Cf. el comentario de MARX a Rudens 728, y de STOCKERT a Aulularia 309.
[3] El texto latino dice Graeca... fide; Ernout compara la expresión con la de ad Kalendas Graecas, o sea, una cosa que no existe.
[4] Los asnos de Arcadia eran famosos en Grecia, cf. VARRÓN, Rust. II 1, 14; PLINIO, Nat. VIII 167.
[5] Texto corrupto.
[6] Cf. PETRONIO, 67, 6.
[7] Cf. CURCULIO, 356 ss.
(Aulularia.)
ARGUMENTO I
Un viejo avaro, Euclión, que no se fía ni de sí mismo, encuentra enterrada en su casa una olla con un tesoro, y después de volverla a enterrar otra vez bien hondo, pierde la cabeza a fuerza de miedo y no se dedica más que a vigilarla. Su hija había sido violada por Licónides, pero el viejo Megadoro, inducido por su hermana a que se case, se la pide al avaro en matrimonio. El viejo, que es un hombre muy huraño, se la concede a duras penas y, temiendo por su olla, la saca de casa y la esconde en diversos lugares. Un esclavo de Licónides que había violado a la muchacha, le tiende una emboscada. Licónides suplica a su tío Megadoro que le ceda como esposa a su amada. Euclión es engañado y pierde la olla, pero después de que contra toda esperanza la vuelve a encontrar, lleno de satisfacción, casa a su hija con Licónides.
ARGUMENTO II
Euclión encuentra una olla llena de oro y la guarda con un empeño sin igual y sin poder encontrar reposo. Licónides viola a su hija. Megadoro quiere casarse con ella sin dote, y para que Euclión consienta con más gusto, le manda unos cocineros con provisiones para una cena. Euclión teme por el oro y lo esconde fuera de casa. Un esclavo de Licónides le observa y se lo roba, pero Licónides se lo devuelve a Euclión, que le entrega el oro, una esposa y su hijo.
Personajes:
Lar familiar, prólogo.
Euclión, viejo.
Estáfila, vieja esclava.
Eunomia, matrona, hermana de Megadoro, madre de Licónides.
Megadoro, viejo.
Estróbilo, esclavo.
Congrión, cocinero.
Ántrax, cocinero.
Pitódico, esclavo.
Licónides, joven.
Esclavo de Licónides.
Fedria, joven, hija de Euclión.
Flautistas.
La acción transcurre en Atenas.
PRÓLOGO.
El dios Lar.
LAR: Unas breves palabras sobre mi persona, para que nadie se extrañe y se pregunte, qué es lo que quiere éste aquí. Yo soy el dios lar de esta familia de aquí, de donde me habéis visto salir ahora mismo. Ya hace muchos años que estoy instalado en esta casa y encargado de su tutela, en tiempos ya del padre y del abuelo del que vive ahora en ella. La cosa es que el abuelo de éste me vino un día con muchas súplicas y me encomendó en secreto un tesoro y fue y lo enterró en medio del hogar, pidiéndome en su rogativa que me hiciera yo cargo de ello. Cuando murió, que era de una condición muy avara, no quiso dar cuenta del asunto del tesoro a su hijo y prefirió dejarle sin una perra que indicarle dónde estaba escondido; le dejó sólo un pedazo de terreno de nada, teniendo el hombre que arrastrar así una vida trabajosa y miserable. Cuando murió su padre, o sea, el que me había encomendado el tesoro, me puse yo a observar, a ver si es que el hijo me hacía un poco más de caso que me había hecho el padre. Pero qué, cada vez se ocupaba menos de mí y me hacía menos ofrendas. Yo por mi parte hice exactamente lo mismo, o sea que se murió tan pobre como había vivido. Dejó un hijo, que es el que vive actualmente aquí en la casa, que es de la misma condición que el padre y el abuelo, y tiene una hija única que no deja pasar un día sin venir a rezarme, me ofrece incienso, vino o lo que sea y me pone coronas de flores. Ella ha sido la causa por la que he hecho encontrar el tesoro a Euclión, su padre, para que la pudiera casar así más fácilmente, si es que quería. Porque es que la ha violado un joven de una familia de muchas campanillas. Él sabe quién es ella, pero ella no sabe quién es él y el padre no sabe nada de nada. Por obra mía va a pedirla hoy en matrimonio el viejo ese que vive ahí al lado, pero eso lo hago sólo con el fin de que se case más fácilmente con ella el joven que la violó. Y es que el viejo que la va a pedir en matrimonio es tío del joven que la violó de noche, en la vigilia de Ceres. Pero ya está nuestro viejo gritando ahí dentro como de costumbre. Está echando a la vieja fuera, para que no se entere de nada. Seguro que es que quiere darle una vuelta al tesoro, no sea que se lo hayan robado.
ACTO I
Escena primera.
Euclión, Estáfila.
EUCLIÓN: ¡Fuera, digo, hala, fuera, afuera contigo, maldición!, ¡mirona, más que mirona, con esos ojos de arrebañadera!
ESTÁFILA: Pero, ¿por qué me pegas? ¡Desgraciada de mí!
EUCLIÓN: ¿Que por qué te pego, desgraciada? Pues para que lo seas de verdad y para que lleves una vejez tal como te la mereces, de mala que eres.
ESTÁFILA: Pero, ¿por qué me echas ahora de casa?
EUCLIÓN: ¿A ti te voy a tener que dar yo cuentas, cosechera de palos? ¡Allí, retírate de la puerta! ¡Mira qué manera de moverse! ¿Pues sabes lo que te espera? ¡Maldición! ¡Como llegue a echar mano de un palo o de un látigo, verás cómo te alargo esos pasitos de tortuga!
ESTÁFILA: ¡Mejor prefería verme en la horca que no tener que servir en tu casa en esta forma!
EUCLIÓN: ¡Mira cómo rezonga para sus adentros, la maldita! Los ojos te voy a sacar, malvada, para que no puedas andar espiando lo que hago. Retírate más, un poco más, un —¡eh!, para ahí—. Te juro que si te mueves de ahí ni un dedo ni una uña o si vuelves la cara para acá antes de que yo te lo ordene, en la horca vas a acabar, a ver si así aprendes. No he visto en mi vida una vieja más mala que ésta. ¡Menudo miedo le tengo!, de que se las arregle para engañarme si me descuido y que se huela dónde está escondido el oro; en la nuca tiene también ojos, la maldita. Bueno, voy ahora a dar una vuelta, a ver si está todavía el oro allí donde lo dejé, desgraciado de mí, que no me deja este asunto ni un momento de tranquilidad. (Entra en casa.)
ESTÁFILA: Por Dios, que no puedo figurarme qué clase de maleficio o de locura le ha entrado a mi amo: lo mismo que ahora me echa de casa hasta diez veces al día, desgraciada de mí. Por Dios, que no sé qué mal le trae de esta manera; se pasa las noches enteras en vela, por el día no se mueve de casa, ¡ni que fuera un zapatero cojo! Y no sé ya cómo ocultarle la deshonra de su hija, que está a punto de dar a luz; me parece que la mejor solución sería echarme una soga al cuello y quedarme colgando como una espingarda.
Escena segunda.
Euclión, Estáfila.
EUCLIÓN: Por fin salgo ya de casa más desahogado, después de comprobar que está todo en orden. (A Estáfila.) ¡Éntrate ya y vigila ahora allí!
ESTÁFILA: ¿También ésas? ¿Que vigile dentro? ¿Acaso para que no se lleven la casa? Porque otra cosa no veo yo que puedan sacar de ahí los ladrones, así está toda de vacía; como haber, no hay ahí más que arañas.
EUCLIÓN: Milagro que no me haga Júpiter por mor de ti un rey Filipo o un Darío[1], bruja. Quiero quedarme con mis arañas, confieso que soy pobre y estoy conforme con ello y me amoldo a la voluntad de los dioses. Éntrate y cierra la puerta, enseguida vuelvo. Mucho cuidado con dejar entrar a nadie en la casa. Para el caso de que viniera alguien a pedir fuego, quiero que lo apagues, que no haya motivo de que venga nadie a pedírtelo: si el fuego vive, tú dejarás de vivir al instante. Di también que se ha ido el agua, si alguien viene a pedírtela; el cuchillo, el hacha, el macharatajo, el mortero, todos esos cacharros que andan siempre pidiendo prestados los vecinos, di que han venido los ladrones y se los han llevado. En resumen, mientras yo esté fuera, no quiero que se deje entrar a nadie en mi casa. Todavía más te digo, así venga la buena suerte en persona, no la dejes entrar.
ESTÁFILA: ¡Por Dios!, de eso me parece que se cuida ya ella misma, porque hasta ahora no ha puesto jamás los pies en nuestra casa, a pesar de no andar lejos de por aquí.
EUCLIÓN: Calla y adentro contigo.
ESTÁFILA: Callo y entro.
EUCLIÓN: Cierra por favor la puerta con los dos pestillos. Yo vuelvo enseguida. (Estáfila entra en casa.) Se me parte el alma de tener que salir de casa. Juro que me voy pero que completamente a la fuerza. Pero yo sé lo que me hago. Porque es que el jefe de nuestra curia ha dicho que va a hacer un reparto de a moneda de plata por cabeza; si lo dejo y no voy a por ello, enseguida van a sospechar todos que es que tengo un tesoro en casa, porque es muy inverosímil que una persona pobre se deje pasar la ocasión de ir a recoger dinero, sea la cantidad que sea. Es que precisamente mientras que me esfuerzo por ocultar con tanto empeño que no se entere nadie, parece que lo saben todos y me saludan todos más atentos que me saludaban antes, se acercan, se paran conmigo, me dan la mano, me preguntan qué tal estás, cómo se anda, qué haces. Ahora, a lo que iba, y luego a casita lo más pronto posible.
ACTO II
Escena primera.
Eunomia, Megadoro.
EUNOMIA: Yo quisiera, hermano, que tú tuvieras la convicción de que mis palabras nacen de mi afecto hacia ti y de mi interés por tu bien, ya que vienen de parte de una verdadera hermana. Aunque no se me oculta que se nos tiene aversión a las mujeres, porque tenemos fama de charlatanas, y con razón y hasta dicen que ni hoy en día ni nunca jamás ha habido una mujer que fuera muda. Así y todo, hermano, quiero que reflexiones lo siguiente: nadie hay más allegado para ti que yo, ni que tú para mí, por lo que es natural que discurramos de común acuerdo y nos aconsejemos mutuamente aquello que consideremos que es en interés del bien de ambos y que no nos lo andemos ocultando o callando por miedo, sino que hagamos intercambio mutuo de nuestras opiniones. Éste es el motivo por el que te he traído aquí a solas para poder hablar con tranquilidad contigo de tus intereses familiares.
MEGADORO: Eres una mujer fantástica, ¡dame esa mano!
EUNOMIA: ¿Fantástica? ¿Dónde está? ¿Es que hay alguna que lo sea?
MEGADORO: Tú lo eres.
EUNOMIA: ¿Yo?
MEGADORO: Si te empeñas, entonces, no.
EUNOMIA: Sé sincero, una mujer fantástica no existe. Cada una es peor que la otra, hermano.
MEGADORO: Ésa es también mi opinión y de seguro que no te voy a llevar la contraria en ese punto, hermana.
EUNOMIA: Préstame atención, por favor.
MEGADORO: Soy todo oídos, no tienes más que mandar, si quieres algo.
EUNOMIA: Es una cosa, que en mi opinión, es lo mejor para ti lo que quiero aconsejarte.
MEGADORO: Hermana, eres la misma de siempre.
EUNOMIA: Me alegro.
MEGADORO: A ver, hermana, ¿de qué se trata?
EUNOMIA: Se trata de una cosa que ojalá te traiga felicidad sin término: para que tengas hijos...
MEGADORO: ¡Dios lo haga!
EUNOMIA: Quiero que contraigas matrimonio.
MEGADORO: ¡Dios mío, muerto soy!
EUNOMIA: Pero, ¿qué pasa?
MEGADORO: Pobre de mí, tus palabras, hermana, me hacen saltar los sesos, son más duras que la piedra.
EUNOMIA: Ea, haz lo que te dice tu hermana.
MEGADORO: Si fuera de mi agrado, sí que lo haría.
EUNOMIA: Es por tu bien.
MEGADORO: Sí, antes morir que casarme. De todos modos, estoy dispuesto a ello, si me das una mujer con la condición de que entre mañana en casa y pasado mañana la saquen... Si estás de acuerdo con esta condición, entonces, enseguida, haz los preparativos de la boda.
EUNOMIA: Yo, hermano, te tengo ya buscada una, que tiene una buena dote, pero... es un poco mayor, una mujer así de media edad. Si quieres que la pida para ti en tu nombre, estoy dispuesta a hacerlo.
MEGADORO: ¿Me permites hacerte una pregunta?
EUNOMIA: No faltaba más, pregunta lo que te apetezca.
MEGADORO: Si un hombre de más de media edad, se casa con una mujer de edad media, si se da el caso de que la vieja se queda en estado del viejo, ¿no crees que la criatura recibe de todas todas el nombre de Póstumo? Yo, hermana, quiero ahorrarte y aminorarte todos esos cuidados. Gracias a Dios y a nuestros mayores, tengo suficientes riquezas; grandes partidos, afán de representar, ricas dotes, vocinglerías, órdenes, calesas con marfiles, mantones, púrpuras, todo eso me trae sin cuidado, cosas todas que no hacen más que reducir a los maridos a la servidumbre.
EUNOMIA: Dime entonces, quién es la que quieres tomar por esposa.
MEGADORO: Ahora mismo. ¿Conoces tú al viejo este pobrete de aquí al lado, Euclión?
EUNOMIA: Claro que le conozco y, por Dios, que no es mala persona.
MEGADORO: Su hija, que es soltera, quiero pedir por esposa. No me digas nada hermana, que sé lo que vas a decir: que es pobre; pues pobre y todo, me gusta.
EUNOMIA: Que sea para bien.
MEGADORO: Así lo espero.
EUNOMIA: ¿Algo más?
MEGADORO: Que te vaya bien.
EUNOMIA: Lo mismo digo, hermano. (Entra en casa.)
MEGADORO: Voy a acercarme a ver a Euclión, si está en casa. Ah, mira, ahí viene, vuelve ahora mismo de donde sea.
Escena segunda.
Euclión, Megadoro.
EUCLIÓN: No, si tenía yo el presentimiento al salir de casa de que iba en tonto, y por eso me marchaba a disgusto: no se ha presentado ni nadie de la curia, ni el jefe que iba a hacer el reparto. Ahora, derecho a casa, que, bueno, estar, estoy aquí, pero en realidad de verdad, con mi magín, es allí donde estoy.
MEGADORO: ¡Salud y suerte, Euclión!
EUCLIÓN: Queda con Dios, Megadoro.
MEGADORO: ¿Qué tal, contento y bien de salud?
EUCLIÓN: (Aparte.) No creas que cuando un rico se pone tan amable con un pobre, es así a la buena de Dios: ése sabe ya que tengo el oro, por eso me saluda tan atento.
MEGADORO: Dime, pues, ¿sigues bien?
EUCLIÓN: A ver, en lo referente a los monises, así así.
MEGADORO: Caray, si es que sabes llevarlo, tienes bastante para un buen pasar.
EUCLIÓN: (Aparte.) La vieja le ha descubierto lo del oro, ¡maldición!, está más claro que el agua; cuando vuelva a casa le voy a cortar la lengua y a sacarle los ojos.
MEGADORO: ¿Qué es lo que estás hablando ahí a solas?
EUCLIÓN: Me estoy quejando de mi pobreza. Tengo una muchacha soltera ya mayor, sin dote y que no hay quien la case, lo que es yo no soy capaz de encontrarle una colocación.
MEGADORO: Calla, no te apures, Euclión, se le dará una dote, estoy dispuesto a ayudarla. Habla, si necesitas algo, no tienes más que mandar.
EUCLIÓN: (Aparte.) Con tanto ofrecimiento, lo que hace en realidad es pedir; está con la boca abierta dispuesto nada más que a tragarse mi oro; en una mano tiene una piedra y con la otra te enseña un pan. Yo no me fío de nadie que siendo rico se pone tan atento con un pobre, al mismo tiempo que te tiende tan amable la mano, te carga con el daño que sea; yo me conozco a estos pulpos, que una vez que le han echado la garra a algo, no lo sueltan ni a tiros.
MEGADORO: Atiéndeme un momento, si no te incomoda, Euclión, tengo que hablarte de un asunto que nos interesa a los dos.
EUCLIÓN: (Aparte.) ¡Ay desgraciado de mí, eso es que me han soplado el oro! Seguro que es que quiere por eso hacer una componenda conmigo, pero voy un momento a casa a dar una vuelta.
MEGADORO: ¿A dónde vas?
EUCLIÓN: Ahora mismo vuelvo, que tengo que ir a casa a ver una cosa. (Entra en casa.)
MEGADORO: Caray, me parece que en cuanto le diga algo de la hija, de que me la dé en matrimonio, va a pensar que me burlo de él; es que yo no he visto nadie que se ande con más estrecheces a causa de su pobreza.
EUCLIÓN: (Aparte, saliendo de casa.) Gracias a Dios, todo está en orden; en orden está lo que no ha fenecido. ¡Menudo miedo tenía! Antes de entrar en casa, casi me desmayo. Aquí me tienes, Megadoro, para lo que quieras mandar.
MEGADORO: Gracias. Vamos a ver, contéstame francamente y sin reparos a lo que te pregunte.
EUCLIÓN: De acuerdo, con tal que no me preguntes algo que yo no tenga gana de decir.
MEGADORO: Dime, ¿qué opinión te merece mi linaje?
EUCLIÓN: Buena.
MEGADORO: ¿Me tienes por una persona honorable?
EUCLIÓN: Desde luego.
MEGADORO: ¿Qué dices de mi conducta?
EUCLIÓN: Digo que no es ni mala ni reprobable.
MEGADORO: ¿Sabes... la edad que tengo?
EUCLIÓN: Sé que es elevada, lo mismo que tus riquezas.
MEGADORO: Yo, por mi parte, bien sabe Dios que siempre he creído, y lo sigo creyendo, que eres lo que se dice un ciudadano sin tacha.
EUCLIÓN: (Aparte.) A éste le da el tufo del oro. ¿Qué es lo que quieres entonces de mí?
MEGADORO: Puesto que tú estás bien informado sobre mi persona y yo sobre la tuya, ahora, lo cual sea para bien mío, tuyo y de tu hija, te pido que me la des a ella por esposa. Prométemelo.
EUCLIÓN: Vamos, Megadoro, esa manera de proceder no es digna de tu conducta, burlarte de mí, una persona pobre, que no te ha hecho nunca nada ni a ti ni a los tuyos. De verdad, ni de hecho ni de palabra me he portado nunca contigo como para darte ocasión a que hagas lo que haces.
MEGADORO: Por Dios que no es mi intención el burlarme de ti; ni me burlo, ni creo que venga ello a cuento.
EUCLIÓN: ¿Por qué me pides entonces la mano de mi hija?
MEGADORO: Pues para que tú veas acrecentado tu bienestar por mí y yo el mío por ti y los tuyos.
EUCLIÓN: Pero es que, Megadoro, yo pienso que tú eres un hombre rico, influyente y yo el último de los pobretones, o sea, que si te doy a mi hija en matrimonio, me parece como si tú fueras un buey y yo un borrico; si me pongo a la par de ti, al no poder llevar la carga como tú, yo, el asno, pararía en el barro, tú, el buey, no me dignarías una mirada, tal como si no existiera; tú me dejarías sentir tu superioridad y al mismo tiempo sería el hazmerreír de la gente de mi clase; me quedaría sin establo fijo en una parte y en la otra, en el caso de que sobreviniera una separación: los asnos me harían pedazos a mordiscos y los bueyes me envainarían con sus cuernos. Así que veo yo un Gran peligro en eso de pasarse de los asnos a los bueyes.
MEGADORO: Mientras más te arrimes a las gentes de bien, tanto mejor para ti. Euclión, acepta mi propuesta, oye lo que te digo y prométeme a tu hija.
EUCLIÓN: Pero no tengo dote que darle.
MEGADORO: Déjate de dotes, con tal que sea de buena condición, bastante dotada está.
EUCLIÓN: No, yo te lo digo, porque no vayas a pensar que he encontrado un tesoro.
MEGADORO: Lo sé, no hace falta que me lo avises; prométeme la mano de tu hija.
EUCLIÓN: Sea. (Se oyen unos golpes de zacho.) ¡Santo Dios, ahora sí que estoy perdido!
MEGADORO: ¿Qué te pasa?
EUCLIÓN: ¿Qué es lo que ha sonado, algo así como un ruido metálico? (Entra corriendo en casa.)
MEGADORO: (Volviéndose a mirar hacia su casa.) No, es que he mandado cavar aquí en casa el jardín. ¿Pero dónde está éste? Se ha marchado sin darme una contestación. Se porta con altanería porque ve que busco su amistad; hace igual que todos: deja a una persona rica ir a buscar el favor de un pobre; el pobre no se atreve a entrar en contacto con él; por miedo, echa a perder la cosa y luego, después que feneció la ocasión, entonces, cuando ya es tarde, la echa de menos.
EUCLIÓN: (Hablando con Estáfila a la puerta.) ¡Maldición!, si no te hago arrancar la lengua de raíz, te doy orden y te autorizo a que me hagas castrar por quien te dé la gana.
MEGADORO: Caray, Euclión, estoy viendo que me tomas por una persona a propósito para, a pesar de mi edad, andar jugando conmigo, y eso sin que yo dé motivo para ello.
EUCLIÓN: ¡Por Dios!, Megadoro, ni lo hago, ni aunque quisiera, tendría posibles para juegos de ninguna clase.
MEGADORO: Entonces, ¿qué? ¿Me prometes la mano de tu hija?
EUCLIÓN: Pero con las condiciones y con la dote que te dije.
MEGADORO: Entonces, ¿me la prometes?
EUCLIÓN: Te la prometo.
MEGADORO: Que sea para bien.
EUCLIÓN: Dios lo haga. Pero ten presente que hemos convenido que no llevaría dote al matrimonio.
MEGADORO: Lo sé.
EUCLIÓN: Pero yo también me sé los subterfugios que os gastáis: lo convenido no está convenido, lo no convenido está convenido, según os viene en gana.
MEGADORO: No habrá problema entre nosotros. Pero, ¿tienes algo en contra de que celebremos la boda hoy mismo?
EUCLIÓN: De ninguna manera, todo lo contrario.
MEGADORO: Entonces me voy para hacer los preparativos. ¿Algo más?
EUCLIÓN: Nada, que te vaya bien.
MEGADORO: (A su esclavo.) ¡Tú, Estróbilo!, ¡ven conmigo enseguida deprisa al mercado!
EUCLIÓN: Se fue. ¡Dioses inmortales, lo que puede el oro! Estoy seguro que es que se ha enterado de que tengo un tesoro en casa y no está más que deseando echarle la garra, por eso se ha empeñado en emparentarse conmigo.
Escena tercera.
Euclión, Estáfila.
EUCLIÓN: ¿Dónde estás tú, demonio, que le has cascado ya a toda la vecindad que le iba a dar una dote a mi hija? Tú, Estáfila, te estoy llamando. ¿Es que estás sorda? Deprisa, lava y purifica el cacho de vajilla que hay en casa, que he prometido a mi hija: hoy mismo la caso con Megadoro.
ESTÁFILA: Que sea para bien, pero por Dios, no puede ser con tanta prisa.
EUCLIÓN: Calla y vete. Ocúpate de que esté todo a punto cuando vuelva del foro. Y cierra la casa, ahora mismo vuelvo. (Se va.)
ESTÁFILA: Dios mío, ¿qué hago yo ahora? Estamos al borde de la perdición, lo mismo yo que la hija del amo, que está a punto de dar a luz y se va a descubrir su deshonra; hasta ahora lo hemos tenido oculto y en secreto, pero ya es imposible. Me voy dentro, para que cuando vuelva el amo esté dispuesto lo que me ha mandado. ¡Dios mío, no es nada el brebaje de penas y de palos que estoy viendo que voy a tener que tragarme!
Escena cuarta.
Estróbilo, Ántrax, Congrión.
ESTRÓBILO: Después que el amo ha hecho la compra y contratado los cocineros y estas flautistas en el mercado, me ha dado orden de hacer de todo dos partes equitativas.
ÁNTRAX: Hm, a mí, te lo digo a las claras, a mí no me partes tú; si quieres que vaya entero a donde sea, estoy dispuesto.
CONGRIÓN: ¡Bonito puto me estás hecho! ¡Mira qué decente que es! Y a la postre, si alguien te lo pide, anda que no dejarías hacerlo.
ESTRÓBILO: Ántrax, yo lo había dicho en otro sentido, no en ese que tú te figuras. Bien, mi amo celebra hoy su boda.
ÁNTRAX: ¿Quién es el padre de la novia?
ESTRÓBILO: Euclión, el vecino de aquí al lado. Por eso me ha dado orden de que se le dé la mitad de la compra, uno de los cocineros y una de las flautistas.
ÁNTRAX: ¿Dices entonces que la mitad para aquí y la mitad para vuestra casa?
ESTRÓBILO: Exacto.
ÁNTRAX: ¿Qué, es que no podía el viejo este hacer la compra de su dinero para las bodas de la hija?
ESTRÓBILO: ¡Ja!
ÁNTRAX: ¿Qué pasa?
ESTRÓBILO: ¿Que qué pasa, dices? Ese viejo es más seco que la piedra pómez.
ÁNTRAX: ¿De verdad?
CONGRIÓN: ¿Es posible?
ESTRÓBILO: Tú figúrate***: se empeña en que está arruinado, del todo perdido; hasta implora el socorro de los dioses y los hombres en cuanto que ve que se escapa por donde sea humo de su chabola. Lo que, es más, cuando se va a la cama, se pone un saquillo de cuero atado a la boca.
ÁNTRAX: ¿Pero, para qué?
ESTRÓBILO: No sea que se le escape algo de aire mientras duerme.
ÁNTRAX: ¿También se tapa el agujero de atrás, para que no se le escape el aire mientras duerme?
ESTRÓBILO: Yo pienso que me lo debes creer, igual que dado el caso te lo creería yo también a ti.
ÁNTRAX: No, no, si te lo creo.
ESTRÓBILO: Pero, ¿sabes? ¡Ja, cuando se baña, llora, porque se gasta agua!
ÁNTRAX: ¿Crees tú que podríamos conseguir del viejo un talento magno[2] para comprarnos la libertad?
ESTRÓBILO: ¡Uf!, así le pidieras prestada el hambre no te la daría. Veréis, otra cosa: hace poco le cortó el barbero las uñas: fue y recogió y se llevó todas las recortaduras.
ÁNTRAX: ¡Caray!, sí que es un tío roñoso de verdad.
ESTRÓBILO: ¿Que si es roñoso y vive como un miserable? Verás, el otro día se le llevó un milano la carne; coge y se va lloriqueando al pretor, empieza allí a exigir llorando y lamentándose, que se le permitiera hacer un proceso al milano. Cientos de cosas te podría contar, si tuviéramos tiempo. Pero a ver, ¿cuál de los dos es más ligero?
ÁNTRAX: Yo, en consonancia con mi mayor categoría.
ESTRÓBILO: Yo pregunto por un cocinero, no por un ladrón.
ÁNTRAX: ¡Un cocinero es lo que digo!
ESTRÓBILO: ¿Y tú qué dices?
CONGRIÓN: Digo que soy así como ves.
ÁNTRAX: ¡Ése es un cocinero de domingo, no va a guisar más que una vez por semana!
CONGRIÓN: El nombre de ladrón, que seis letras tiene, tú, ladrón, ¿te atreves a hablar mal de mí?
ÁNTRAX: Ladrón tú, más que ladrón.
Escena quinta.
Estróbilo, Ántrax, Congrión.
ESTRÓBILO: Calla ya y coge el cordero más gordo y llévalo ahí dentro a casa.
ÁNTRAX: Vale.
ESTRÓBILO: Tú, Congrión, toma éste y vete allí dentro y vosotros iros con él.
CONGRIÓN: ¡Caray!, vaya una manera de repartir, ésos se llevan el cordero más gordo.
ESTRÓBILO: A cambio te llevarás tú la flautista más gorda; ve con él, Frigia, y tú, Eleusio, aquí a nuestra casa.
CONGRIÓN: ¡Ay Estróbilo, traicionero, largarme aquí con el viejo avaro este! Y si necesito algo, ¿qué? ¡Hasta perder la voz lo tendré que pedir antes que se me dé nada!
ESTRÓBILO: Estás tonto y, por lo que veo, no tiene sentido el portarse decentemente cuando resulta que lo echas en saco roto.
CONGRIÓN: ¿Y eso, por qué?
ESTRÓBILO: ¿Que por qué, dices? En primer lugar, ahí descuida, que no tendrás problema alguno: si necesitas algo, tráetelo de tu casa, para que no pierdas el tiempo en pedirlo. Aquí, en cambio, en casa de mi amo hay un lío y una cantidad de gente enorme, muebles, joyas, vestidos, vajilla de plata; si fenece algo (y yo sé que tú eres muy capaz de no tocar nada, si no tienes nada a tu alcance) dicen: ¡los cocineros se lo han llevado, echarles mano, atarlos, azotarlos, a la cisterna con ellos!; nada de eso te puede pasar a ti, porque aquí no hay nada para llevarse. Hale, ven conmigo.
CONGRIÓN: Vale.
Escena sexta.
Estróbilo, Estáfila, Congrión.
ESTRÓBILO: ¡Tú, Estáfila, sal y ábrenos!
ESTÁFILA: ¿Quién va?
ESTRÓBILO: Soy yo, Estróbilo.
ESTÁFILA: ¿Qué es lo que quieres?
ESTRÓBILO: Que hagas pasar a estos cocineros y aquí a la flautista; ten también la compra para la fiesta de las bodas; es para Euclión de parte de Megadoro.
ESTÁFILA: Oye, tú, ¿son las bodas de Ceres[3] lo que vais a celebrar?
ESTRÓBILO: ¿Por qué?
ESTÁFILA: Pues porque no veo vino por ninguna parte.
ESTRÓBILO: Pero se traerá cuando venga el amo del mercado.
ESTÁFILA: Aquí nosotros no tenemos ni gota de leña.
CONGRIÓN: ¿Tenéis vigas?
ESTÁFILA: ¡Sí que tenemos, demonio!
CONGRIÓN: Pues entonces hay también leña, no hace falta ir fuera a buscarla.
ESTÁFILA: Qué, tú, tío asqueroso, por mucho que estés al servicio del puro dios del fuego, ¿vas a querer que por culpa de la cena o por llevarte tú tu salario prendamos fuego a nuestra casa?
CONGRIÓN: No, no, no he dicho nada.
ESTRÓBILO: Hale, llévalos dentro.
ESTÁFILA: ¡Venid conmigo!
Escena séptima.
Pitódico, (¿Estróbilo?)
ESTRÓBILO: ¡Hale! Yo entretanto voy a ver qué hacen los cocineros, que bien sabe Dios que es la única ocupación que tengo hoy, el vigilarlos. Como no sea que haga una cosa: que preparen la cena dentro de la cisterna; luego cuando esté, la subimos en cestos arriba. Y para el caso de que se coman abajo lo que guisen, se quedan los de arriba en ayunas y los de abajo desayunados. ¡Pero estoy aquí charlando como si no tuviera nada que hacer, con toda la casa llena de Monipodios! (Se va.)
Escena octava
Euclión, Congrión
EUCLIÓN: Quise darme un empujoncillo hoy al fin para regalarme un poco por las bodas de mi hija: voy al mercado, pregunto por el pescado: está caro; caro el borrego, cara la vaca, la ternera, el atún, el cerdo: todo caro; caro sobre todo, por falta de pasta, así que me marcho de mal humor, porque no puedo comprar nada; con tres palmos de narices les he dejado a todos esos sinvergüenzas. Después, me pongo yo a pensar entre mí por el camino: si echas la casa por la ventana en un día de fiesta, tienes que privarte los demás días, a no ser que hayas andado con cuenta. Después que le expuse este razonamiento a mi caletre y a mi estómago, quedamos al fin de acuerdo en lo que desde el principio había sido mi propósito, o sea, casar a mi hija con el menor gasto posible; entonces he comprado este poquillo de incienso y estas coronas de flores, que le pondré a nuestro lar en el hogar, para que haga feliz a mi hija en su
matrimonio. Pero, ¿mi casa abierta? Y dentro, ¡qué jaleo! Desgraciado de mí, me están robando.
CONGRIÓN: (Desde dentro.) Ve a pedirle a algún vecino una olla más grande que ésta, si es posible; ésta es pequeña, aquí no coge.
EUCLIÓN: ¡Ay de mí, estoy perdido, Dios mío! Se me roba el oro, se busca una olla. Muerto soy si no me doy prisa a entrar en casa. Apolo, yo te suplico, ven en mi socorro, ayúdame, atraviesa con tus saetas a esos ladrones de mi tesoro, tú, que has prestado ya ayuda a otros en iguales circunstancias. Pero voy allá corriendo, antes de que sea demasiado tarde. (Entra en casa.)
Escena novena.
Ántrax.
ÁNTRAX: (Saliendo de casa de Megadoro y hablando con los otros cocineros dentro.) Dromón, escama el pescado. Tú, Maquerión, deshuesa el congrio y la murena, lo más rápido que puedas, yo voy a la casa de al lado, a pedirle a Congrión un molde para pan. Tú, si tienes cabeza, me vas a dejar este gallo más liso que un saltarín bien afeitado. Pero ¿qué son esos gritos que salen de la casa de al lado? Seguro que es que los cocineros están haciendo de las suyas. Me voy dentro, no sea que se vaya a armar aquí también el mismo jaleo.
ACTO III
Escena primera.
Congrión.
CONGRIÓN: (Saliendo de casa de Euclión.) ¡Eh, ciudadanos, compatriotas, habitantes y vecinos de la ciudad, forasteros todos, dadme paso que huya, dejad libres y vacías todas las calles! Nunca jamás hasta hoy había venido a cocinar a una bacanal entre bacantes, desgraciado de mí, que nos han molido a golpes, a mí y a mis compañeros. Estoy todo dolorido, muerto, tal es la forma en que se ha ensañado conmigo el viejo. ¡Huy!, ¡Dios mío, estoy perdido, pobre de mí, se abre la puerta, viene, me persigue! Verás, ya sé lo que tengo que hacer, él mismo ha sido mi maestro y me lo ha enseñado. En mi vida he visto repartir leña más bonitamente, tan cargados de palos nos ha echado a todos fuera, a mí y a éstos.
Escena segunda
Euclión, Congrión
EUCLIÓN: Ven para acá, ¿a dónde vas? ¡Sujetadle, sujetadle!
CONGRIÓN: ¿A qué vienen esos gritos, loco?
EUCLIÓN: Vienen a que voy a dar cuenta de ti a la policía.
CONGRIÓN: ¿Pero, por qué?
EUCLIÓN: Porque tienes un cuchillo.
CONGRIÓN: Como debe un cocinero.
EUCLIÓN: Y ¿por qué me has amenazado?
CONGRIÓN: En lo que he hecho mal es no haberte atravesado el costado.
EUCLIÓN: No hay en todo el mundo otro sinvergüenza igual ni nadie a quien con más
gusto le haría daño aposta.
CONGRIÓN: ¡Ja!, aunque no dijeras nada, bien clara está la cosa, los hechos cantan, que
me has puesto más blando que unos zorros a fuerza de palos. ¿Pero qué tienes tú que ponerme la mano encima, tío pordiosero?
EUCLIÓN: ¿Cómo? ¿Encima lo preguntas? ¿Quizá porque todavía me he quedado corto?
CONGRIÓN: Deja, que te va a costar caro, si es que puedo dar señales de mí.
EUCLIÓN: No me interesa el día de mañana; por lo pronto bien claras que están las
señales que llevas en la cabeza. Pero, ¿qué es lo que tenías tú que hacer en mi casa
durante mi ausencia, sin mi autorización? Eso es lo que quiero saber.
CONGRIÓN: ¡Calla entonces! Hemos venido a guisar para la boda.
EUCLIÓN: Maldición, ¿qué tienes tú que meterte en si yo como crudo o guisado,
o es que eres acaso mi tutor?
CONGRIÓN: Yo quiero saber si nos dejas o no nos dejas que preparemos aquí la cena.
EUCLIÓN: Y yo quiero saber, si van a quedar o no van a quedar a salvo mis cosas en mi casa.
CONGRIÓN: ¡Ojalá me pueda llevar a salvo las cosas mías que traje! A mí no me falta de nada, no creas que voy a querer nada tuyo.
EUCLIÓN: Lo sé, no hace falta que me des lecciones, me lo tengo bien sabido.
CONGRIÓN: ¿Cuál es entonces el motivo, por el que nos impides preparar aquí la cena? ¿Qué es lo que hemos hecho, que es lo que hemos dicho en contra de tus deseos?
EUCLIÓN: ¿Todavía me preguntas, malvado, después que estáis andando libremente de acá para allá por todos los rincones de mi casa y de sus habitaciones? Si hubieras estado allí donde estaba tu oficio, en la cocina, no llevarías la cabeza partida en dos: bien merecido te lo tienes. Y ahora, para que lo sepas, como llegues a acercarte un tanto así aquí a la puerta sin mi autorización, voy a hacer de ti el más desgraciado de los mortales, ya lo sabes.
CONGRIÓN: ¿A dónde vas? ¡Vuelve acá! Así me proteja Monipodio[4] en persona, que si no das orden de que se me devuelvan mis cacharros, te voy a armar una serenata de aúpa aquí delante de tu casa. Y ahora, ¿qué hago? Anda que no he venido aquí con mala suerte. Me han contratado por una moneda, pero ya es más que mi salario lo que me hace falta para el médico.
Escena tercera.
Euclión, Congrión.
EUCLIÓN: (Sale de su casa con la olla.) Ni un instante soltaré esto, donde quiera que vaya, te lo juro. Ni hablar de consentir dejarlo aquí en medio de tan grandes peligros. (A los cocineros.) Ea, entrar ya todos en buena hora, cocineros y flautistas, carga también adentro, si te parece bien, con un ejército de esclavos, hale, a guisar, a hacer y a trajinar ya lo que os dé la gana.
CONGRIÓN: A buena hora, después que me has llenado la cabeza de rachas a fuerza de palos.
EUCLIÓN: Anda, adentro: se os ha contratado para trabajar, no para echar discursos.
CONGRIÓN: Eh, tú, abuelo, entonces te voy a exigir también una paga por los golpes que me has dado, ¡caray!, yo he sido contratado para guisar y no para recibir palos.
EUCLIÓN: Llévame si quieres a los tribunales, no te pongas cargante. Anda, vete ya a preparar la cena o lárgate de una vez a la horca.
CONGRIÓN: Lo mismo digo.
Escena cuarta.
Euclión.
EUCLIÓN: — Por fin se fue. Santo Dios, qué atrevimiento de parte de una persona pobre el entrar en tratos con un rico. Mira si no el dichoso Megadoro, que no sabe por dónde cogerme, pobre de mí, y va y hace con que por mor de mi persona me manda los cocineros y en realidad de verdad, para lo que los ha mandado es para que me la robaran. (Señalando a la olla.) Luego, por si era poco todavía, el gallo ese de la vieja me ha acabado de dar la puntilla ahí dentro, pues no que empieza a escarbar justo donde estaba escondida. En resumen, me puso tan exacerbado, que cojo un palo y lo dejo tieso, por ladrón, cogido además in flagranti. ¡Qué diablos!, estoy seguro que es que los cocineros le habían prometido una prima, si descubría el tesoro. Pero yo les he quitado el arma de las manos. En resumen, el gallo es el que ha hecho los gastos del combate. Pero ahí veo a mi compadre Megadoro, que vuelve de la plaza. No me atrevo a pasar de largo sin pararme con él y hablarle.
Escena quinta.
Megadoro, Euclión.
MEGADORO Les he estado contando a muchos de mis amigos mi proyecto de matrimonio: todos alaban a la hija de Euclión. Dicen que está muy bien hecho y que es una decisión acertada. Porque desde luego, en mi opinión, si los demás hicieran lo mismo, o sea, casarse los ricos con las hijas de los pobres sin recibir dote, habría muchas menos distancias entre los ciudadanos y no estaríamos los ricos tan expuestos como lo estamos a la envidia de los demás. Ellas tendrían un poco más de miedo al castigo de lo que lo tienen y nosotros menos gastos de los que tenemos. Desde luego ésa sería una solución que redundaría en beneficio de la mayor parte de la población. Hay algunos ambiciosos que me llevan la contraria, gentes a las que no hay ni ley ni zapatero capaz de tomar medida a su ambición y a sus insaciables deseos. Bueno, y en el caso de que vaya alguien y pregunte: ¿Y con quién se van a casar entonces las ricas, si se da esa ley para las pobres? Mira, que se casen con quien les dé la gana, con tal de que no aporten una dote. Si así fuera, tendrían más cuenta con llevar como dote más virtudes de las que ahora llevan al matrimonio. Verías tú como entonces los mulos[5], que en la actualidad superan en precio a los caballos, se ponían más baratos que los jamelgos galos.
EUCLIÓN: Por Dios, que le estoy escuchando con gusto, se ha explayado de maravilla en favor del ahorro.
MEGADORO: Ninguna podría decir entonces: «Mira que te he traído una dote mucho mayor que el dinero que tú tenías, o sea, que es justo que se me proporcione oro y púrpura, esclavas, mulos, muleros, servidores, mensajeros, carrozas para pasearme».
EUCLIÓN: ¡Qué bien se sabe éste las costumbres de las señoras! Estaría bien de prefecto para asuntos femeninos.
MEGADORO: Hoy en día, a donde quiera que vayas, ves más carruajes en las casas de la ciudad que en el campo, cuando vas a la finca. Pero todo esto es cosa de nada en comparación con cuando empiezan a pasarte las cuentas: se presenta el de la limpieza de los vestidos, el bordador en oro, el joyero, el tejedor de lana, comerciantes de cenefas, camiseros, tintoreros de rojo, de violeta, de nogal, o los sastres de las túnicas de manga larga, o los perfumeros, los revendedores de lencería de lino y de zapatos; los zapateros de zapatos finos, los de sandalias se presentan, se presentan los fabricantes de tejidos de malva; traen sus cuentas los de la limpieza de vestidos, los que los remiendan traen sus cuentas, se presentan los corseteros y junto con ellos los fabricantes de cinturones. Te piensas que has terminado ya con todos éstos: se van y vienen entonces cientos de ellos, en los atrios están con la bolsa en la mano los fabricantes de cenefas, los de cofres para joyas. Entran, se les paga. Te piensas que has acabado con ellos, cuando aparecen los tintoreros de azafrán o si no, el malasangre que sea, que viene y quiere algo.
EUCLIÓN: Me gustaría abordarle, si no temiera que dejase de enumerar las mañas de las mujeres. Es mejor dejarle por lo pronto.
MEGADORO: Cuando has terminado con todos estos mercaderes de bagatelas, al final, para colmo se presenta un soldado y pide su impuesto; vas y echas las cuentas con tu banquero; el soldado allí esperando con el estómago vacío y diciendo que quiere cobrar: cuando has terminado las cuentas con el banquero, resulta que tienes deudas con él, o sea, que hay que decirle al soldado que vuelva al día siguiente. Todo esto y mucho más es lo que traen consigo las dotes fuertes en cuanto a inconvenientes y gastos intolerables. Total, que la mujer sin dote, ésa está en manos del marido, y las dotadas lo único que aportan al matrimonio es la ruina y la desgracia de sus esposos. Pero mira, ahí está mi pariente a la puerta de su casa. ¿Qué hay, Euclión?
Escena sexta.
Euclión, Megadoro.
EUCLIÓN: Sí que no me he tragado con gusto tus razonamientos.
MEGADORO: Ah, pero ¿lo has oído?
EUCLIÓN: Desde el principio todo ce por be.
MEGADORO: De todos modos, me parece que no haría mal en ponerte un poco más elegante para las bodas de tu hija.
EUCLIÓN: El saber acomodar la elegancia a lo que se tiene y el afán de representar a la propia fortuna, es dar prueba de no haberse olvidado de la propia proveniencia. De verdad, Megadoro, ni a mí ni a otra persona pobre le trae ventaja alguna en cuanto a sus asuntos económicos el qué dirán.
MEGADORO: Pero bueno, tú tienes lo suficiente y Dios así lo quiera y te aumente cada vez más lo que ahora tienes.
EUCLIÓN: (Aparte.) Eso de «lo que ahora tienes» no me hace gracia. Éste sabe lo que tengo lo mismo que yo. La vieja lo ha dicho todo.
MEGADORO: ¿A qué andas ahí haciendo corrillo aparte?
EUCLIÓN: ¡Caray!, estaba pensando, y con razón, cómo podría culparte.
MEGADORO: Pero, ¿qué es lo que pasa?
EUCLIÓN: ¿Que qué pasa, dices? Después que me has llenado de ladrones todos los rincones de mi casa, desgraciado de mí, y me has metido dentro mil cocineros cada uno con seis manos, como si fueran hijos de Gerión[6]. Ni Argos siquiera, que no era más que ojos, que le encargó Juno custodiar a Ío, ni Argos sería capaz de vigilarlos, además una flautista, capaz de bebérseme sola, si manara vino, la mismísima fuente Pirene de Corinto; luego, la compra.
MEGADORO: Caray, la compra bastaría para un regimiento, he mandado hasta un cordero.
EUCLIÓN: Sí, un cordero, que seguro estoy que no hay bicho más curioso[7] que éste.
MEGADORO: Me gustaría realmente saber qué tiene que ver un cordero con la curiosidad ni con la curia.
EUCLIÓN: Pues es que no es más que hueso y pellejo, tal está comido de curiosear; bueno, es que vivo y todo, si le pones al sol, nada, que se le ven las entrañas, es más transparente que una farola púnica.
MEGADORO: Pero si yo he pagado uno que estaba a punto para matar.
EUCLIÓN: Entonces más vale que le pagues también el entierro, porque muerto, lo está ya, según creo.
MEGADORO: Bien, Euclión, tenemos que echar hoy un copeo juntos.
EUCLIÓN: Te juro que yo, desde luego, de beber, nada.
MEGADORO: Que sí, hombre, que voy a mandar traer una garrafa de vino viejo de mi casa.
EUCLIÓN: ¡Que no!, que no quiero, yo no bebo más que agua.
MEGADORO: Ya verás la melopea que te voy a hacer coger hoy, a ti que dices que no vas
a beber más que agua.
EUCLIÓN: (Aparte.) Yo me sé lo que pretende éste. Eso no es más que un pretexto para dejarme fuera de combate con el vino y así, cambie después de domicilio esto que llevo aquí. (Señalando a la olla.) Pero ya tomaré yo mis medidas, porque voy a coger y a esconderlo donde sea, fuera, y no va a conseguir más que perder el tiempo y el vino al mismo tiempo.
MEGADORO: Yo, Euclión, si no quieres nada más, me voy al baño, para prepararme para el oficio religioso. (Se va.)
EUCLIÓN: Por Dios, olla de mis entrañas, qué de enemigos tienes, tú y el oro que se te ha confiado. Ahora lo mejor es, olla querida, que te lleve fuera de casa, al templo de la Fidelidad. Allí te dejaré bien escondida, Santa Fidelidad, tú me conoces a mí lo mismo que yo a ti. No vayas, te suplico, a cambiar tu nombre, si te entrego mi tesoro. A ti dirijo mis pasos, confiado en la fidelidad que llevas por nombre. (Se dirige al templo.)
ACTO IV
Escena primera.
Esclavo de Licónides.
ESCLAVO: He aquí una acción digna de un buen esclavo, el hacer lo que yo traigo entre manos, ejecutar las órdenes del amo sin demora y con buena voluntad. Porque el esclavo que quiere servir a su señor según los deseos de éste, debe poner mano primero a las cosas de su señor y después a las suyas propias. Si duerme, debe dormir de manera que no olvide su condición de esclavo. Pues quien sirve a un amo enamorado, como es mi caso, si ve que el amor es más fuerte que su amo, yo pienso que es el deber del esclavo el contenerle para que no se pierda, pero no empujarle a donde le lleva su pasión. Así como a los niños, cuando están aprendiendo a nadar, se les pone un flotador para que no tengan que esforzarse tanto y naden y muevan las manos más fácilmente, igual pienso yo que el siervo debe de ser como un salvavidas para su amo enamorado, para que se sostenga y no se vaya al fondo como una sonda de plomo. El siervo debe adivinar las órdenes de su amo, de modo que sus ojos sepan leer la expresión de su rostro, debe apresurarse a ejecutar sus órdenes con más velocidad que una veloz cuadriga. Quien tenga estos preceptos en cuenta, se verá libre del castigo del látigo
y no dará ocasión a sacar brillo a las cadenas de sus pies. El caso es que mi amo está enamorado de la hija de Euclión, el viejo ese pobre que vive ahí, pero según ha sabido, la muchacha ha sido prometida aquí a Megadoro, su tío. Por eso me ha mandado a espiar, para que le tenga al corriente de lo que pasa. Así que ahora, sin que nadie tenga nada que sospechar, me voy a sentar aquí en este altar, para poder observar lo que sucede de esta parte y de la otra.
Escena segunda.
Euclión, Esclavo de Licónides.
EUCLIÓN: Santa Fidelidad, yo te suplico, no descubras a nadie el escondrijo de mi oro. No es que tenga miedo de que lo encuentre, que lo he dejado bien escondido. ¡Dios mío, bonita presa iba a hacer el que se encontrara la olla llena de oro! No lo permitas, Santa Fidelidad, yo te suplico. Ahora me voy al baño, para luego hacer el servicio religioso y no hacer esperar a mi yerno; de modo que cuando venga, lleve a mi hija enseguida a su hogar. Santa Fidelidad, mira, una y otra vez te lo pido, que me lleve la olla salva de tu templo; a tu fidelidad he confiado el oro, en tu bosque sagrado y en tu templo lo he depositado.
ESCLAVO: Santo Dios, ¿qué es lo que dice este hombre?, ¿que ha escondido aquí en el templo de la Fidelidad una olla llena de oro? Santa Fidelidad, escucha mi súplica y no le seas más fiel a él que a mí. Pero me parece que éste es el padre de la muchacha que quiere mi amo. Voy a entrar y a registrar el templo, a ver si encuentro dónde sea el oro, mientras que el otro está ocupado. Pero si lo encuentro, ¡oh Santa Fidelidad!, prometo ofrecerte una jarra de vino con miel de más de tres litros de cabida; primero te la ofrezco a ti, y luego, al coleto que me la tiró, después que te la haya ofrecido.
Escena tercera.
Euclión.
EUCLIÓN: (Volviendo.) Por algo es que me grazna el cuervo aquí a la mano izquierda; y es que además estaba al mismo tiempo graznando y escarbando la tierra con las patas. Al momento se me ha puesto el corazón a saltar y a danzar en el pecho. ¡Venga, venga, deprisa y a la carrera! (Va hacia el templo.)
Escena cuarta.
Euclión, Esclavo de Licónides.
EUCLIÓN: (Saliendo del templo tirando del esclavo.) Fuera de aquí, lombriz de caño sucio, conque acabas ahora mismo de salir de la tierra, hace nada ni rastro había de ti, pues ahora que estás ahí, verás, vas a acabar tus días, tú, malabarista, te las vas a tener que ver conmigo pero que de muy mala manera.
ESCLAVO: Pero, ¿a qué viene esa furia?, ¿qué tengo yo que ver contigo, abuelo, por qué me zarandeas, por qué me arrastras, por qué me golpeas?
EUCLIÓN: Tú, cosechero de palos, ¿todavía me lo preguntas, ladrón, más que ladrón?
ESCLAVO: Pero ¿qué es lo que te he robado?
EUCLIÓN: ¡Venga, devuélvemelo!
ESCLAVO: Pero, ¿qué te voy a devolver?
EUCLIÓN: ¿Encima me lo preguntas?
ESCLAVO: Yo no te he quitado nada a ti.
EUCLIÓN: Pero para ti me has quitado algo, ¡dámelo, venga!
ESCLAVO: ¿Cómo venga?
EUCLIÓN: No puedes quitármelo.
ESCLAVO: Pero, ¿qué es lo que quieres?
EUCLIÓN: Dame.
ESCLAVO: Desde luego que me creo yo que estás acostumbrado a que te las den, abuelo.
EUCLIÓN: Dame, hale, déjate de pamplinas, no estoy yo ahora para bromas.
ESCLAVO: Pero, ¿qué te voy a dar? ¿Por qué no llamas a lo que sea por su nombre? ¡Maldición!, yo no he cogido ni tocado nada.
EUCLIÓN: Enséñame las manos.
ESCLAVO: Aquí las tienes, te las enseño, míralas.
EUCLIÓN: Bien, venga, enséñame la tercera.
ESCLAVO: Este viejo está endemoniado y mal de la cabeza. ¿No ves que me estás tratando injustamente?
EUCLIÓN: Desde luego que sí, pero sólo por no haberte colgado ya, pero bien sabe Dios, que te colgaré, si no confiesas.
ESCLAVO: Pero, ¿qué voy a confesar?
EUCLIÓN: ¿Qué es lo que te has llevado de aquí?
ESCLAVO: Los dioses me confundan, si te he quitado algo tuyo (aparte) y si no es que quería quitártelo.
EUCLIÓN: Venga, sacude la capilla esa.
ESCLAVO: Como quieras.
EUCLIÓN: No sea que lo tengas entre los vestidos.
ESCLAVO: Tienta tú mismo por donde te dé la gana.
EUCLIÓN: ¡Ah!, mira que amable se pone ahora el muy sinvergüenza, para que piense que no se ha llevado nada. Yo me sé esos trucos. Venga enséñame otra vez la mano derecha.
ESCLAVO: Aquí la tienes.
EUCLIÓN: Ahora enséñame la izquierda.
ESCLAVO: Toma, las dos al mismo tiempo.
EUCLIÓN: Basta de registros. Devuélvemelo.
ESCLAVO: ¿El qué te voy a devolver?
EUCLIÓN: Ah, te estás burlando, tú lo tienes.
ESCLAVO: ¿Que lo tengo? ¿El qué tengo?
EUCLIÓN: No quiero decirlo, no estás más que deseando oírlo; lo mío, sea lo que sea, que lo tienes tú, devuélvemelo.
ESCLAVO: ¡Estás mal de la cabeza! Me has registrado como te ha dado la gana y no me has encontrado nada tuyo. (Hace ademán de irse.)
EUCLIÓN: Espera, espera, ¿quién es aquél?, ¿quién era el otro que estaba ahí dentro contigo? ¡Dios mío, estoy perdido! El otro está ahí dentro haciendo de las suyas; si dejo a éste, se me escapa. En fin, de cuentas a éste ya le he registrado de punta a cabo, éste no tiene nada. Vete donde te dé la gana.
ESCLAVO: Mal rayo te parta.
EUCLIÓN: Bonita manera de dar las gracias. Ahora voy ahí a cortarle el gañote a tu cómplice. ¿Te largas ya de mi presencia? ¿Acabas o no acabas de irte? Mucho cuidado con volver a aparecer ante mi vista. (Entra en el templo.)
Escena quinta.
Esclavo de Licónides.
ESCLAVO: Morirme de la peor de las muertes prefería antes que no dársela hoy al viejo. Ahora ya no se atreverá a esconder el oro ahí, seguro que lo saca y lo cambia de lugar. ¡Ajajá!, suena la puerta: ¡el viejo, que saca el oro fuera! Voy a retirarme aquí un poco junto a la puerta.
Escena sexta.
Euclión, Esclavo de Licónides.
EUCLIÓN: Anda, que tenía yo una opinión bien distinta de la confianza que merecía la diosa de la Fidelidad, pero sí, a punto ha estado de burlarse de mí en mis propias barbas; de no ser por el cuervo, perdido hubiera estado, pobre de mí. No, que no me gustaría poco ver otra vez al cuervo que me dio el aviso, para decirle algunas palabras de reconocimiento, porque algo de comer, lo mismo sería darlo que perderlo. Ahora estoy pensando un sitio solitario, para esconder esto. Fuera de la muralla está el bosque de Silvano, que queda apartado del camino y está muy cerrado con sauces; allí buscaré un sitio. Desde luego, mejor se lo confío a Silvano que no a la Fidelidad.
ESCLAVO: ¡Ole, ole!, los dioses están de mi parte, voy a adelantarme al viejo, me subo a un árbol y desde allí observaré dónde esconde el oro. Aunque, ahora que lo pienso, el amo me había mandado esperarle aquí; es igual, prefiero los monises, aunque sea a costa de palos.
Escena séptima.
Licónides, Eunomia, (Fedria).
LICÓNIDES: Esto es todo, madre, ya estás tú también al tanto de toda la historia con la hija de Euclión. Ahora, madre, te ruego y te suplico otra vez lo mismo que antes; habla al tío, madre, por favor.
EUNOMIA: Bien sabes tú que mi único deseo es cumplir los tuyos; yo confío que tendré éxito con mi hermano. El motivo es además justificado, si es verdad lo que dices, que violaste a la muchacha cuando estabas bebido.
LICÓNIDES: ¿Voy yo a decirte a ti una mentira, madre?
FEDRIA: (Desde dentro.) ¡Ay, aya, por favor, me muero, me vienen los dolores, Juno Lucina, ayúdame!
LICÓNIDES: ¡Mira, madre, hechos y no palabras, grita, le viene el parto!
EUNOMIA: Ven conmigo, hijo, a mi hermano, que consiga de él lo que me pides.
LICÓNIDES: Ve, madre, yo te sigo. Pero, ¿dónde puede estar mi esclavo? Le había dicho que me esperara aquí. Aunque ahora que lo pienso, si es que está ocupado en mi servicio, no es justo que me enfade con él. Voy dentro, donde se están celebrando los comicios sobre mi vida.
Escena octava.
Esclavo de Licónides.
ESCLAVO: (Entra con la olla en las manos.) En el mundo entero no hay fuera de mí nadie que supere en riquezas a los grifos, habitantes de montes de oro. Los reyes corrientes no merecen ni nombrarlos, mendigos son en comparación mía: ¡el rey Filipo[8] en persona soy! ¡Qué día tan fantástico! Cuando me fui hace un momento, llegué allí mucho antes que el viejo y me puse a esperar subido en un árbol. Desde allí podía observar dónde escondía el oro. De que se va, me bajo y saco de la tierra la olla llena de oro. Entonces veo al viejo que vuelve, pero él no me ve a mí, que me había desviado un poco del camino. Eh, eh, ahí está. Me voy a esconderlo en casa.
Escena novena
Euclión, Licónides
EUCLIÓN: Estoy perdido, destrozado, muerto. ¿En qué dirección echaré a correr, en cuál no echaré a correr? ¡Al ladrón, al ladrón! ¿A cuál, quién? No lo sé, tengo nublada la vista, voy andando a ciegas y no puedo percibir ni a dónde voy ni dónde estoy ni quién soy. (Al público.) Por favor, auxiliadme, os lo pido y os lo suplico, y decidme quién me lo ha quitado. ¿Qué dices tú? A ti te daré crédito, que tienes cara de buena persona. ¿Qué pasa? ¿Por qué os reís? Os conozco a todos, sé que hay aquí muchos ladrones, disimulados con el blanco de sus vestiduras[9] y que están aquí sentados como si fueran personas decentes. ¿Qué, no lo tiene ninguno de éstos? ¡Me has matado! Dime entonces, ¿quién lo tiene? ¿No lo sabes? ¡Ay desgraciado de mí, qué desgracia me ha caído!
[721a] Mala es mi perdición y peores mis avíos,
gemidos, males, tan grande tristeza
[722a] me trajo este día, hambre y pobreza.
Soy el más desgraciado de toda la tierra.
[723a] ¿Para qué quiero ya vivir, si tanto oro perdí,
[724a] guardado con cuidados sin fin?
Yo mismo de tantas satisfacciones me privé,
[725a] otros por mi ruina y mi mal
del oro van ahora a disfrutar.
[726] ¿Cómo lo podré soportar?
LICÓNIDES: ¿Quién se queja aquí delante de nuestra casa con tan tristes lamentos? ¡Pero si es Euclión! Ahora sí que estoy del todo perdido, seguro que sabe que su hija ha dado ya a luz. Ahora no sé, si irme o quedarme, si acercarme a hablarle o salir huyendo. ¿Qué hago? Por Dios, no lo sé.
Escena décima.
Euclión, Licónides.
EUCLIÓN: ¿Quién habla ahí?
LICÓNIDES: Yo, un desgraciado.
EUCLIÓN: Yo sí que lo soy, un hombre perdido, tan grandes son los males y las tristezas que me acosan.
LICÓNIDES: No te pongas así.
EUCLIÓN: ¿Cómo no voy a ponerme así, por favor?
LICÓNIDES: Porque yo soy quien ha cometido la acción que te inquieta, lo confieso.
EUCLIÓN: Pero ¿qué es lo que dices?
LICÓNIDES: La pura verdad.
EUCLIÓN: Pero, joven, ¿qué motivos te he dado yo para que hicieras una cosa semejante, acarreándome la perdición mía y de mis hijos?
LICÓNIDES: Un dios me empujó, él fue quien me sedujo hacia ella.
EUCLIÓN: ¿Cómo?
LICÓNIDES: Confieso que he cometido una falta y que soy culpable; por eso vengo a rogarte, que te dignes concederme tu perdón.
EUCLIÓN: Pero, ¿cómo te has atrevido a hacer una cosa así, tocar lo que no era
tuyo?
LICÓNIDES: ¿Qué quieres que le hagamos? Ya está hecho, y lo hecho, hecho está; los dioses lo han querido, digo yo, porque de no ser así, seguro estoy que no hubiera sucedido.
EUCLIÓN: Y yo digo que los dioses han querido que te ponga en mi casa en el potro y te mande al otro barrio.
LICÓNIDES: Por Dios, no digas una cosa así.
EUCLIÓN: ¿Qué tenías tú que tocar lo que era mío sin mi consentimiento?
LICÓNIDES: Es que lo hice por culpa del vino y de la pasión.
EUCLIÓN: Descarado, ¿te atreves a venirme con esas explicaciones, sinvergüenza? Pues si fuera una cosa permitida el poder disculparse en esa forma, en pleno día les arrebataríamos las joyas a las señoras a todas vistas y luego, si nos echaban mano, nos disculparíamos diciendo que estábamos borrachos y enamorados. Una cosa bien barata es el amor y el vino si al borracho y al enamorado le es lícito hacer impunemente lo que le venga en gana.
LICÓNIDES: Pero yo vengo por mi voluntad a suplicarte que me perdones mi locura.
EUCLIÓN: No me hace a mí gracia la gente que viene con excusas, después de haber obrado mal. Tú sabías que no era tuya, no debías haberla tocado.
LICÓNIDES: Pues porque me he atrevido a tocarla, no pongo inconvenientes en que sea yo precisamente el que me quede con ella.
EUCLIÓN: ¿Tú te vas a quedar con ella siendo mía en contra de mi voluntad?
LICÓNIDES: Yo no la exijo en contra de tu voluntad, pero juzgo que me pertenece, es más, tú mismo, Euclión, tendrás que reconocer, digo, que debe ser mía.
EUCLIÓN: Como no me devuelvas...
LICÓNIDES: ¿Qué es lo que te voy a devolver?
EUCLIÓN: Lo que es mío y me has quitado, ¡maldición!, te voy a llevar al juez y te voy a hacer un proceso.
LICÓNIDES: ¿Que yo te quito lo tuyo? ¿De dónde? o ¿de qué se trata?
EUCLIÓN: (Irónicamente.) ¡Que Dios te bendiga tal y como es verdad que no lo sabes!
LICÓNIDES: Como no sea que tú me digas qué es lo que echas de menos.
EUCLIÓN: La olla de oro, digo, te reclamo, que me has confesado tú mismo que me la
has quitado.
LICÓNIDES: Por Dios, ni lo he dicho ni mucho menos lo he hecho.
EUCLIÓN: ¿Lo niegas?
LICÓNIDES: Una y mil veces, porque ni sé ni tengo la menor idea de qué oro ni de
qué olla se trata.
EUCLIÓN: La olla que me has robado del bosque de Silvano, venga, hale, devuélvemela, yo la reparto contigo, aunque seas un ladrón, no te voy a molestar, hale, devuélvemela.
LICÓNIDES: Tú no estás en tu juicio, llamarme a mí ladrón. Yo, Euclión, creía que tú
habías tenido noticia de otra cosa, que me atañe; es algo de mucha importancia sobre lo que quisiera hablar contigo en calma, si es que tienes tiempo.
EUCLIÓN: Dime entonces bajo palabra de honor: ¿no me has robado tú el oro?
LICÓNIDES: Palabra de honor que no.
EUCLIÓN: ¿Ni sabes tampoco quién me lo ha quitado?
LICÓNIDES: Palabra.
EUCLIÓN: ¿Y me lo dirás, si sabes quién ha sido?
LICÓNIDES: Lo prometo.
EUCLIÓN: ¿Y no cogerás para ti parte alguna de aquel que lo tiene ni darás acogida al ladrón?
LICÓNIDES: Así es.
EUCLIÓN: Y ¿si mientes?
LICÓNIDES: Entonces, que el soberano Júpiter haga de mí lo que le venga en gana.
EUCLIÓN: Eso me basta. Venga, di ahora qué quieres.
LICÓNIDES: Por si acaso no conoces a mi familia: Megadoro, tu vecino, es mi tío, mi padre era Antímaco, yo soy Licónides, mi madre es Eunomia.
EUCLIÓN: Claro que conozco a tu familia. ¿Qué es lo que quieres? Eso es lo que deseo saber.
LICÓNIDES: Tú tienes una hija.
EUCLIÓN: Sí, ahí en mi casa.
LICÓNIDES: Según yo sé, se la has prometido a mi tío.
EUCLIÓN: Estás al tanto de todo.
LICÓNIDES: Mi tío me ha encargado comunicarte, que renuncia al matrimonio.
EUCLIÓN: ¿Qué renuncia, después de estar todo dispuesto y hechos los preparativos para la boda? ¡Los dioses todos de la corte celestial le maldigan, que por su culpa he perdido yo hoy por mi mala suerte tal cantidad de oro, desgraciado de mí!
LICÓNIDES: Anímate, Euclión, no digas cosas de mal agüero. Ahora, lo cual sea para bien tuyo y de tu hija, di, Dios lo haga.
EUCLIÓN: Dios lo haga.
LICÓNIDES: Lo mismo digo en mi favor. Escucha ahora: nadie que ha cometido una falta, tiene luego la vileza de no avergonzarse y no querer disculparse. Ahora yo te conjuro, Euclión, a que si yo, por atolondramiento, os he faltado a ti o a tu hija, me perdones y me la des por legítima esposa. Yo confieso que he hecho violencia a tu hija, durante la vigilia de Ceres, por culpa del vino y de la pasión juvenil.
EUCLIÓN: ¡Ay de mí!, ¿qué fechoría oigo de ti?
LICÓNIDES: ¿A qué esos ayes, si te he hecho abuelo para las bodas de tu hija? Porque ha dado a luz, nueve meses después, echa la cuenta; por eso ha presentado mi tío la renuncia al matrimonio en favor mío; entra en casa, infórmate de si es así como digo.
EUCLIÓN: Estoy del todo perdido, una desgracia llama a la otra, voy dentro, para enterarme de cuál es la verdad de todo esto.
LICÓNIDES: Yo te sigo ahora mismo. Ya parece que vamos llegando a buen puerto. Pero, ¿por dónde andará mi esclavo? Le esperaré aquí un poco y después me acercaré a casa de Euclión. Entretanto le daré tiempo para informarse de todo por la vieja, el aya y sirvienta de su hija; ella está al tanto de todo.
ACTO V
Esclavo de Licónides, Licónides
ESCLAVO: Dioses inmortales, ¡qué felicidad tan sin límite me habéis concedido! Tengo en mi posesión una olla de cuatro libras de oro. ¿Quién más rico que yo? ¿Qué otro hay en Atenas a quien los dioses le sean más propicios?
LICÓNIDES: Me parece haber oído hablar a alguien por aquí.
ESCLAVO: Eh, ¿no es mi amo a quien diviso?
LICÓNIDES: ¿No es ése mi esclavo?
ESCLAVO: Él es en persona.
LICÓNIDES: Él es, desde luego.
ESCLAVO: Me acercaré a él.
LICÓNIDES: Voy a su encuentro; seguro que, como le ordené, se habrá puesto en contacto con la vieja, el aya de la muchacha.
ESCLAVO: ¿Por qué no voy y le digo el botín que he encontrado? Luego le pediré que me conceda la libertad. Voy a hablarle: he encontrado...
LICÓNIDES: A ver, ¿qué has encontrado?
ESCLAVO: No lo que los chiquillos gritan que han encontrado en las habas[10].
LICÓNIDES: ¿Ya estamos como siempre, con tus bromas?
ESCLAVO: Amo, espera, ahora te lo explico.
LICÓNIDES: Venga pues, habla.
ESCLAVO: Amo, he encontrado unas riquezas inmensas.
LICÓNIDES: ¿Dónde, pues?
ESCLAVO: Una olla, digo, de cuatro libras de oro.
LICÓNIDES: ¿Qué es lo que oigo?
ESCLAVO: Se la he quitado a Euclión, el viejo ese de ahí.
LICÓNIDES: ¿Dónde está ese oro?
ESCLAVO: En un arca, en mi cuarto. Ahora quería pedirte que me dieras la libertad.
LICÓNIDES: ¿La libertad te voy a dar yo, cúmulo de maldades?
ESCLAVO: Vamos, amo, yo sé lo que estás pensando, anda que bien que te he tomado el pelo; ya estabas dispuesto a quitármelo. ¿Qué hubieras hecho, si lo hubiera encontrado de verdad?
LICÓNIDES: No puedes decirme que era una broma, anda ve y devuelve el oro.
ESCLAVO: ¿Que devuelva el oro?
LICÓNIDES: Devuélvelo, digo, que se lo devolvamos a Euclión.
ESCLAVO: ¿Y de dónde lo voy a sacar?
LICÓNIDES: ¿No acabas de confesar que lo tienes en un arca?
ESCLAVO: ¡Bah!, yo soy de esa condición, de andar gastando bromas. *** Sí, eso digo.
LICÓNIDES: ¿Sabes lo que te espera?
ESCLAVO: ¡Maldición!, jamás lo conseguirás, así me mates. (El final de la comedia
falta en los manuscritos.)
FRAGMENTOS
I: Para pagar esos vestidos de color azafrán, los corsés y demás gastos femeninos.
II: ¡Qué mordisco le ha tirado!
III (EUCLIÓN:) Diez hoyos cavaba al día.
IV (EUCLIÓN:) Ni de noche ni de día tenía un momento de tranquilidad. ¡Ahora podré
: volver a dormir!
V (ESCLAVO:) Si me ponen verduras crudas, que les añadan una salsa.
FRAGMENTOS DUDOSOS
VI: Estróbilo, no me frunzas la frente en esa forma.
VII: Pero sale el chulo, vamos a escuchar aquí a escondidas qué es lo que dice.
[1] Eran proverbiales las riquezas del rey Filipo II de Macedonia y del rey persa aqueménida Darío; había también monedas de oro de sus nombres; cf. nota a Asinaria 153.
[2] Cf. nota a Asinaria 193.
[3] En los ritos de Ceres de la Orci nuptiae estaba prohibido el uso de vino (SERV., Georg. 1, 344), por lo cual equivale esta expresión a «una fiesta sin vino».
[4] El texto latino pone Laverna, divinidad patrona de los ladrones.
[5] Las mulas eran muy utilizadas como animales de tiro para las carrozas; según MARCIAL, III 62, 6, se pagaba más dinero por la compra de una mula que de una casa.
[6] Gigante de tres cuerpos, en la isla de Eriteia en el Océano al otro lado de las Columnas de Hércules, a quien éste robó sus rebaños de bueyes (décimo trabajo.)
[7] Juego de palabras en el texto latino.
[8] Vid. nota al v. 86.
[9] Se hace referencia probablemente a los ciudadanos de las clases altas, que ocupaban las primeras filas del teatro (cf. Captivi 15).
[10] No es seguro a qué clase de juego infantil se hace referencia.
(Bacchides)
Personajes:
Pistoclero, joven.
Báquide I, cortesana ateniense.
Báquide II, cortesana samia, su hermana.
Lido, preceptor de Pistoclero.
Crísalio, esclavo.
Nicobulo, viejo, padre de Menesíloco.
Menesíloco, joven.
Filóxeno, viejo, padre de Pistoclero.
Parásito.
Un joven Esclavo.
Artamón, verdugo.
Cleómaco, militar.
La acción transcurre en Atenas.
FRAGMENTOS
ACTO I
I. Los que son de carácter complaciente, sin impertinencia, sin servilismo.
II. Cadenas, látigos, molino: el castigo se hace aún más duro.
III. A coger las escobas y a barrer, venga, deprisa.
IV. A ver si llama alguien a ese tío asqueroso, que salga aquí con la regadera y con agua.
V. Dos gotas de leche no son más iguales.
VI. (BÁQUIDE:) Ella se llamaba igual que yo.
VII. Un mercenario que expone su vida por dinero.
VIII. Yo sé que se da mucho más aire que el que echan los fuelles de piel de toro cuando se funde el mineral para sacar el hierro. ¿De dónde piensas tú que es? Yo me figuro que es de Preneste, como era tan fardón.
IX. Yo no creo que esta ciudad goce de una fama inmerecida.
X. (UN ESCLAVO:) Que no recibieras de ningún otro una paga por un año fuera de él ni que te besuquearas con nadie más
XI. Hombres pegajosos.
XII. Mi alma, mi esperanza, mi dulzura, mi delicia, mi alimento, mi alegría.
XIII. Déjame amarte.
XIV. ¿Es Cupido o el Amor quien te atormenta?
XV. (BÁQUIDE:) Según yo sé tuvo que soportar Ulises trabajos innumerables, ya que se pasó veinte años errante fuera de su patria; pero este joven le deja chico a Ulises, que anda errante aquí dentro de los muros de la ciudad.
XVI. Sea cual sea su nombre.
XVII. (PISTOCLERO:) Que nos trae a mal traer a mi amigo y a mí.
XVIII. Desde luego me creo que eres capaz de hechizar el corazón a cualquiera.
XIX. Si es que quieres hacer de seductor, mira a ver cuál es el salario que se te va a dar, que a la edad que tienes no vas a seguirme de balde.
XX. Árabe.
ACTO I
Escena primera.
Báquide I, Báquide II, Pistoclero.
* * *
BÁQUIDE I: ¿No te parece mejor que tú no digas nada y yo sea la que hable?
BÁQUIDE II: Estupendo, vale.
BÁQUIDE I: Si se me escapa algo, entonces tú no dejes de echarme una mano, hermanita.
BÁQUIDE II: Más peligro veo yo en que no se me ocurra a mí qué decir para ayudarte.
BÁQUIDE I: ¡Y yo en que le faltara la voz al ruiseñor! Ven conmigo.
PISTOCLERO: ¿Qué tal las dos chulillas, las hermanitas Báquide y Báquide? ¿Qué es lo que acabáis de decidir ahí la una con la otra?
BÁQUIDE I: Nada más que cosas buenas.
PISTOCLERO: Tú, eso no es propio de gentes de vuestro gremio.
BÁQUIDE I: No hay nada más desgraciado que una mujer.
PISTOCLERO: Y ¿quién se lo tiene más merecido?
BÁQUIDE I: Mi hermana me pide que busque a alguien que mire por ella, para que el militar ese…, para que cuando se termine el tiempo concertado con él, vuelva. ¿No podrías tú encargarte de arreglarle este asunto?
PISTOCLERO: ¿Qué asunto es el que quieres que le arregle?
BÁQUIDE I: Que vuelva a casa cuando haya terminado su servicio con el militar, para que no se quede con ella como de esclava; desde luego que, si ella tuviera el dinero para devolvérselo, lo haría con mucho gusto.
PISTOCLERO: ¿Dónde está él ahora?
BÁQUIDE I: Debe de estar a punto de llegar. Pero es mejor que te ocupes de ello aquí
en casa; te sientas y esperas aquí hasta que venga, y yo, te doy un besito luego después
que hayas bebido.
PISTOCLERO: ¡Menuda liga son vuestras caricias!
BÁQUIDE I: Pero, ¿por qué?
PISTOCLERO: Pues porque lo veo bien claro, sois dos a echar mano de un solo palomo, pobre de mí, ya siento en las alas los golpes de la caña. Chica, yo creo que ése es un negocio que no me trae cuenta.
BÁQUIDE I: ¿Se puede saber por qué?
PISTOCLERO: Báquide, yo temo a las bacantes y a tu bacanal.
BÁQUIDE I: ¿Qué pasa? ¿De qué tienes miedo? ¿Acaso de que aquí, en nuestro diván, te vaya a dar tentación de alguna cosa indebida?
PISTOCLERO: Más temo yo tus devaneos que tu diván. Eres un bicho malo. Es que, chica, a mi edad, hay que tener cuidado de no meterse en estas madrigueras.
BÁQUIDE I: Yo, por mi parte, si te dan ganas de hacer alguna tontería en mi casa, te lo impediré. Es que yo quiero que estés aquí cuando venga el militar, porque, si tú estás, no se atreverá nadie a cometer un atropello, ni con mi hermana ni conmigo. Tú lo impedirás y así le prestas un servicio a tu amigo. El militar, cuando venga, pensará que yo soy tu amiga. ¿Por qué te quedas ahora tan callado?
PISTOCLERO: Pues porque todas esas cosas están muy bien de palabra, pero de hecho y cuando llega la hora de la verdad, son como si dijéramos aguijones, que te acribillan el alma, acaban con tu fortuna y te dejan hecha migas tu conducta y tu reputación.
BÁQUIDE II: Pero, ¿qué es lo que te inspira temor de parte de mi hermana?
PISTOCLERO: ¿Que qué me inspira temor, me preguntas, a un hombre de mi edad? ¿Meterme en un polideportivo tal, donde te hartas de sudar en perjuicio propio, donde en vez de coger el disco me busco mi ruina y mi deshonra en lugar de ejercitarme en la carrera?
BÁQUIDE I: Chico, hablas como un libro.
PISTOCLERO: Donde en vez de la espada, vaya a coger el ave de Venus, donde se me ponga en la mano una copa en lugar del guante, en vez del casco, una bacía, donde en lugar de un penacho, lleve una corona de flores, donde coja las tabas en vez de la lanza y una blanda capa en lugar de la coraza, donde se me dé un diván en lugar de un caballo y en vez de un escudo una chula reclinada a mi vera. ¡Quita, quita!
BÁQUIDE I: Huy, ¡cómo te pones!
PISTOCLERO: Yo sé lo que me hago.
BÁQUIDE I: Hay que amansarte un poco. Yo todo es sólo por hacerte un favor.
PISTOCLERO: Sí, sí; que es un favor que me va a salir caro.
BÁQUIDE I: Tú haz como que estás enamorado de mí.
PISTOCLERO: Pero, ¿en serio, o sólo así por broma?
BÁQUIDE I: Hala, tú también, mejor es, si lo haces de verdad. Cuando venga el militar, quiero que me abraces.
PISTOCLERO: Pero, ¿para qué?
BÁQUIDE I: Quiero que él te vea abrazarme. Yo sé lo que me hago.
PISTOCLERO: Caray, y yo sé lo que me temo. Pero, a ver...
BÁQUIDE I: Dime.
PISTOCLERO: Si se organiza aquí de pronto un almuerzo o un copeo o una cena, como suele en estas reuniones vuestras, ¿dónde me pongo yo entonces?
BÁQUIDE I: A mi vera, mi alma, que somos tal para cual, encanto. Aquí en casa, aunque vengas de improviso, siempre hay un sitio dispuesto para ti. Cuando tú quieras pasártelo bien, no tienes más que decirme: tú, monada, que me lo quiero pasar bien, y yo te busco entonces un sitio bueno, donde te lo pases de maravilla.
PISTOCLERO: Esto no es un río, es un torrente, por aquí no se puede cruzar a la buena ventura.
BÁQUIDE I: (Aparte.) Un torrente del que te juro que te va a tocar salir esquilmado. Anda, dame la mano y ven conmigo.
PISTOCLERO: ¡Eh, no, de eso, ni hablar!
BÁQUIDE I: Pero, ¿qué pasa?
PISTOCLERO: Pues que esto es el colmo de la tentación: un palomino como yo, la noche, una mujer, el vino.
BÁQUIDE I: Bueno, hale, a mí desde luego me da igual, yo lo hago sólo por interés tuyo; el militar se llevará a mi hermana; no estés tú aquí presente, si no quieres.
PISTOCLERO: (Aparte.) Pero bueno, ¿es que soy tan poca cosa, que no vaya a ser capaz de contenerme?
BÁQUIDE I: Pero, ¿de qué tienes miedo?
PISTOCLERO: De nada, tonterías; chica, estoy a tu disposición; tuyo soy, a mandar.
BÁQUIDE I: Eres un encanto. Lo que quiero que hagas es lo siguiente: yo quiero dar esta noche una cena de bienvenida a mi hermana; ahora mismo digo que te saquen aquí dinero para que te ocupes de que se nos haga una compra de primera.
PISTOCLERO: No, no, de la compra me encargo yo, sería una vergüenza que tú hagas lo que haces por mí y encima te costara el dinero.
BÁQUIDE I: No, que no quiero que se te ocasionen gastos.
PISTOCLERO: Deja.
BÁQUIDE I: Bueno, si te empeñas... Pero date prisa, por favor.
PISTOCLERO: Antes estaré de vuelta que dejarte de amar. (Se va.)
BÁQUIDE II: Me haces un recibimiento muy bueno, hermanita.
BÁQUIDE I: ¿A qué te refieres?
BÁQUIDE II: Me refiero a que me parece a mí que has hecho una buena pesca.
BÁQUIDE I: Ése está en mis manos, desde luego. Ya verás cómo te ayudo con lo de Menesíloco, hermana, y consigues el dinero y no tienes que irte con el militar.
BÁQUIDE II: ¡Ojalá!
BÁQUIDE I: Se pondrán los medios. El agua está caliente, vamos dentro para que tomes un baño, así nos quitamos también de quien sea que viene ahí armando jaleo. Porque tengo la impresión que estás descompuesta de la travesía.
BÁQUIDE II: Sí, un poco, hermana.
BÁQUIDE I: Ven conmigo dentro y échate, que descanses.
Escena segunda.
Lido, Pistoclero.
LIDO: Ya hace un rato, Pistoclero, que voy tras de ti sin decir una palabra, preguntándome, qué es lo que te traes entre manos con esa vestimenta. Porque a fe mía, que el mismo Licurgo estaría en peligro de pervertirse en esta ciudad. ¿A dónde te diriges calle arriba con todo este cortejo?
PISTOCLERO: Aquí.
LIDO: ¿Cómo «aquí»? ¿Quién vive ahí?
PISTOCLERO: Aquí vive San Amor, San Placer, Santa Venus, Santa Gracia, Santa Diversión, las Bromas, el Juego, la Conversación y San Dulcebesuqueo.
LIDO: ¿Y qué tienes tú que ver con todos esos santos tan ruinosos?
PISTOCLERO: Quien dice mal de los buenos es una mala persona: tú dices mal de los santos; no obras bien.
LIDO: ¿Es que hay acaso un San Dulcebesuqueo?
PISTOCLERO: ¿Es que te habías creído que no lo había? ¡Ay, Lido, eres un bárbaro! Yo que creía que sabías más que Tales de Mileto y ahora resulta que eres más tonto que un chiquillo[1]. ¡Mira que a tu edad no saberte los nombres de los santos!
LIDO: No me gusta tanto aparato.
PISTOCLERO: Nadie ha dispuesto todo esto para ti, sino para mí, y a mí me gusta.
LIDO: ¿Te atreves a venirme a mí con esas sofisterías? Así tuvieras diez lenguas, no deberías decir palabra.
PISTOCLERO: El liceo, Lido, no es más que para los chiquillos. Yo lo único que tengo ahora en la cabeza es sólo a ver si el cocinero prepara todo esto con arreglo a la calidad de la compra que he hecho.
LIDO: Te has perdido a ti, a mí y a todo el trabajo que he echado en mostrarte tantas veces en vano el buen camino.
PISTOCLERO: Los dos hemos perdido el trabajo al mismo tiempo: tú y yo; tus enseñanzas no aprovechan ni al uno ni al otro.
LIDO: ¡Oh, qué pecho más obcecado!
PISTOCLERO: No te pongas cargante, cállate y ven conmigo, Lido.
LIDO: ¿Te fijas, te fijas? Ya no me llama maestro, sino Lido.
PISTOCLERO: Bueno, es que no parece propio que, estando tu discípulo ahí dentro a la mesa con su amiga besándose, y todos los otros comensales allí, pues no sería razonable que delante de todos ellos estuviera también el preceptor.
LIDO: Pero bueno, por favor, ¿es que para eso has hecho toda esta compra?
PISTOCLERO: Así lo espero, al menos, pero el giro que tomen las cosas, eso está en manos de los dioses.
LIDO: ¿Y es que vas a estar tú ahí con una amiga?
PISTOCLERO: Cuando lo veas, entonces lo sabrás.
LIDO: No, ni estarás ahí con una amiga ni yo lo permitiré; ¿te irás a casa?
PISTOCLERO: Deja, Lido, que te la vas a cargar.
LIDO: ¿Cómo «que te la vas a cargar»?
PISTOCLERO: Yo ya no tengo edad de estar bajo tu magisterio.
LIDO: ¡Tierra, trágame! ¡Con cuánto gusto me arrojaría ahora en tu seno! He visto ya muchísimo más de lo que hubiera querido; más prefería la muerte que no seguir viviendo. ¡Un discípulo amenazar a su maestro! No tengo interés ninguno en discípulos a quien les hierve la sangre en esa forma: él, en todo su vigor, la emprende conmigo, ya falto de fuerzas.
PISTOCLERO: Aquí vamos a resultar, yo, Hércules, y tú, su maestro Lino[2].
LIDO: Más bien me temo que no vaya a resultar yo un Fénix[3] por culpa tuya y tenga que ir a darle a tu padre la noticia de tu muerte.
PISTOCLERO: Basta ya de cuentos.
LIDO: Éste ha perdido la vergüenza. A fe mía que no has hecho una ganancia muy deseable para tu edad al adquirir esa desfachatez; éste es hombre perdido. ¿Se te pasa acaso por las mientes que tienes un padre?
PISTOCLERO: ¿Quién es aquí el esclavo, tú o yo?
LIDO: Todo eso te lo ha enseñado un maestro peor, que no yo; más dócil eres para aprender tales cosas, que no las que yo, perdiendo mi tiempo, te enseñé. A fe mía que has hecho una mala jugada para tu edad al ocultarnos esas vilezas a mí y a tu padre.
PISTOCLERO: Hasta aquí has tenido licencia para hablar, Lido, basta ya; ven conmigo y cállate. (Entran en casa de Báquide.)
ACTO II
Escena primera.
Crísalo.
CRÍSALO: (Viniendo del lado del puerto.) ¡Salud, patria de mi amo!, ¡salve!, ¡qué alegría volver a verte después de dos años que salí para Éfeso! Yo te saludo, vecino Apolo, que tienes tu sede aquí junto a nuestra casa y te suplico que no permitas que me encuentre con nuestro viejo Nicobulo antes de que vea a Pistoclero, el amigo de Menesíloco, a quien ha enviado éste una carta sobre su amiga Báquide.
Escena segunda.
Pistoclero.
PISTOCLERO: (Hablando a la puerta con Báquide dentro de la casa.) Me asombro de que
me pidas con tanto empeño que vuelva, siendo así que, ni, aunque quisiera, podría irme de aquí de ninguna manera, tan obligado y atado me tienes con tu amor.
CRÍSALO: ¡Santo Dios, es Pistoclero a quien veo, salud!
PISTOCLERO: ¡Hola, Crísalo!
CRÍSALO: Te voy a resumir en pocas palabras todo lo que me quieres decir: te alegras de que haya venido; te lo creo; me ofreces albergue y una cena, como es costumbre cuando alguien vuelve de fuera; yo te digo que acepto; yo entonces te digo que muchos saludos de parte de tu compañero; tú me preguntas, que dónde está: entre los vivos.
PISTOCLERO: O sea, que ¿está bien?
CRÍSALO: Eso quería preguntarte yo a ti.
PISTOCLERO: Pero, ¿cómo lo voy a saber yo?
CRÍSALO: ¿Quién sino tú?
PISTOCLERO: Pero, ¿cómo?
CRÍSALO: Pues porque si has localizado al objeto de sus amores, está bien; si no lo has localizado, no está bien, sino a punto de morir. Para quien está enamorado, la amiga es la vida; si no está con él, adiós él, si está con él, adiós su fortuna —y él— un desgraciado y un hombre que no vale para maldita la cosa. Pero tú, ¿qué es lo que has conseguido de lo que se te encargó?
PISTOCLERO: ¿No iba yo, después que recibí su mensaje, a tenerle resuelto este asunto a su venida? ¡Mejor hubiera preferido verme en el otro mundo!
CRÍSALO: Oye, entonces, ¿has encontrado a Báquide?
PISTOCLERO: Sí señor, a la Báquide de Samos.
CRÍSALO: Pues ten cuidado de que no la trate nadie mal, ya sabes lo frágiles que son los cacharros de Samos.
PISTOCLERO: Eres el mismo de siempre.
CRÍSALO: Dime dónde está ahora, por favor.
PISTOCLERO: Aquí, de donde acabas de verme salir.
CRÍSALO: ¡Anda, qué gracia, resulta que vive aquí mismo al lado! Y ¿se acuerda
de Menesíloco?
PISTOCLERO: ¿Que si se acuerda? No piensa más que única y exclusivamente en él.
CRÍSALO: ¡Vaya!
PISTOCLERO: Lo que, es más, qué te crees, la pobre se deshace en deseos, de enamorada
que está.
CRÍSALO: ¡Qué bien que está eso!
PISTOCLERO: Lo que, es más, Crísalo, fíjate, no deja pasar ni un tanto así de tiempo
sin nombrarle.
CRÍSALO: Tanto mejor, ¡qué caramba!
PISTOCLERO: Lo que es más...
CRÍSALO: Lo que, es más, ¡caray!, es que más vale que me vaya.
PISTOCLERO: ¿Es que no tienes acaso ganas de oír los éxitos de las gestiones en favor de tu amo?
CRÍSALO: No es la cosa en sí, sino el actor lo que me resulta inaguantable. También la comedia Epídico, que la tengo yo en tanta estima como a mi propia persona, pues no hay otra que vea con más disgusto, si es Pelión[4] quien la representa. Pero volviendo a Báquide, dime, qué, ¿te parece buena moza?
PISTOCLERO: ¿Que si me parece buena moza? Si yo no tuviera ya una Venus, diría que ella es mi Juno.
CRÍSALO: Caray, Menesíloco, tal como se presentan las cosas, diría yo que para amar ya tienes; ahora hay que encontrar para pagar, porque seguro que aquí se necesita oro.
PISTOCLERO: Y de la mejor calidad.
CRÍSALO: Y seguramente lo necesitáis ahora.
PISTOCLERO: Más bien antes que ahora, porque el militar está a punto de llegar.
CRÍSALO: ¿El militar?
PISTOCLERO: El militar que pide dinero por devolver a Báquide.
CRÍSALO: Que venga cuando quiera y no me haga esperar. En mis manos está, no tengo miedo ni necesidad de suplicar a nadie, mientras que este magín aquí tenga fuerzas para inventar mentiras. Éntrate tú, yo me encargaré aquí de todo. Dile a Báquide que Menesíloco ha venido.
PISTOCLERO: De acuerdo. (Se va.)
CRÍSALO: La cuestión esta monetaria es cosa mía. Hemos traído de Éfeso mil doscientas monedas de oro filípico[5], que se las debía a nuestro viejo un amigo suyo. Ya me inventaré yo alguna trama para poner el oro a disposición del enamorado hijo del amo. Pero suena nuestra puerta. ¿Quién es el que sale?
Escena tercera.
Nicobulo, Crísalo.
NICOBULO: (Saliendo de casa sin ver a Crísalo.) Voy a acercarme al puerto, a ver si ha llegado algún barco mercante de Éfeso, que ando yo ya un poco inquieto de que tarde tanto mi hijo y no acabe de volver.
CRÍSALO: (Aparte.) Verás qué bien desplumado le voy yo a dejar a éste, si Dios quiere. No hay que dormirse: Crísalo necesita oro. Voy a abordarle, que le voy a dejar hecho un carnero de Frixo[6], le voy a esquilar el oro pero que hasta el cuero vivo. ¡Crísalo saluda a su amo Nicobulo!
NICOBULO: ¡Santo Dios, Crísalo! ¿Dónde queda mi hijo?
CRÍSALO: ¿Por qué no me contestas primero a mi saludo?
NICOBULO: ¡Salud! Pero, ¿dónde está Menesíloco?
CRÍSALO: Vive, está bien.
NICOBULO: ¿Ha venido?
CRÍSALO: Sí, ha venido.
NICOBULO: ¡Bravo, me vuelves a la vida! Y ¿le ha ido bien?
CRÍSALO: ¡De campeonato!
NICOBULO: ¿Y eso por lo que le había mandado a Éfeso? ¿Ha cobrado el oro de mi amigo Archiquitón[7]?
CRÍSALO: ¡Ay! ¡Dios mío, se me parte el alma, Nicobulo, nada más que oír mentar a ese hombre! ¿Amigo llamas tú a una persona que en realidad de verdad no es sino tu enemigo?
NICOBULO: Pero bueno, ¿cómo es eso?
CRÍSALO: Pues que tengo por cierto de todas, todas que Vulcano, la Luna, el Sol, el Día, ninguno de estos cuatro dioses ha alumbrado nunca jamás a un malvado mayor.
NICOBULO: ¿Qué Archiquitón?
CRÍSALO: Que Archiquitón, sí señor.
NICOBULO: ¿Y qué es lo que ha hecho?
CRÍSALO: ¿Por qué no me preguntas más bien qué es lo que no ha hecho? En primer lugar, se puso a decirle a tu hijo que no te debía ni una perra. Inmediatamente Menesíloco trajo como testigo a nuestro antiguo amigo, el viejo Pelagón; en su presencia le enseñó a Archiquitón la contraseña que tú le habías dado para que se la presentara a él.
NICOBULO: ¿Y qué pasó cuando le presentó la contraseña?
CRÍSALO: Empezó a decir que estaba falsificada y que no era la contraseña. ¡Qué serie de injurias le dijo, sin haber dado él pie para ello! Decía también que no era aquélla la única falsificación que hacía.
NICOBULO: Pero, ¿tenéis el oro? Eso es lo que quiero saber.
CRÍSALO: Después que el juez nombró unos árbitros, una vez que fue condenado, entregó, a la fuerza, 1.200 monedas de oro filípico.
NICOBULO: Eso es lo que me debía.
CRÍSALO: No, espera, escucha todavía la complicación que quiso organizar.
NICOBULO: Pero, ¿es que hay algo todavía?
CRÍSALO: Verás, y es que la de ahora es de ave de rapiña.
NICOBULO: Me han engañado, ha sido a Monipodio[8] en persona a quien entregué mi dinero.
CRÍSALO: Espera, escucha.
NICOBULO: Pero es que yo no sabía que mi amigo era de una condición tan avariciosa.
CRÍSALO: Una vez que nos hicimos con el oro, nos embarcamos, deseosos de volver a casa. Estaba yo sentado en cubierta y da la casualidad que, mirando así en derredor, veo de pronto que están aparejando una barca larga, de mala catadura.
NICOBULO: ¡Santo Dios! Muerto soy, la barquita esa me ataca de flanco.
CRÍSALO: La barca la llevaban tu amigo y unos piratas.
NICOBULO: Pero, ¡mira que haber sido yo un papanatas tal para haber hecho confianza en él, cuando hasta su mismo nombre de Archiquitón me estaba diciendo a gritos que se iba a quedar con lo que le entregara!
CRÍSALO: La barca estaba al acecho de nuestra nave. Yo me pongo a observar, qué es lo que se traen entre manos. Entre tanto, levamos anclas en el puerto. Cuando hubimos salido de él, los otros empiezan a seguirnos al remo, más ligeros que los pájaros y los vientos. En el momento que me apercibo de sus intenciones, paramos el barco enseguida. Cuando ven que no nos movemos, empiezan ellos a retardar también su barca en el puerto.
NICOBULO: ¡Caray, qué gente! ¿Y qué hacéis entonces?
CRÍSALO: Damos vuelta otra vez al puerto.
NICOBULO: Y ellos entonces, ¿qué?
CRÍSALO: Ellos se vuelven también a tierra, al atardecer.
NICOBULO: Lo que querían era quitaros el oro, para eso hacían todas esas maniobras.
CRÍSALO: No se me pasó desapercibido, me di bien cuenta, estaba medio muerto. Cuando vemos que están al acecho del oro, tomamos inmediatamente una resolución: al día siguiente descargamos el oro, a la vista de ellos, clara y abiertamente, para que se enteraran de que lo habíamos retirado de allí.
NICOBULO: No, eso estuvo pero que muy bien hecho, y ellos, ¿qué?
CRÍSALO: Todos consternados, al vernos marchar del puerto con el oro, sacan su barca a tierra meneando la cabeza. Nosotros vamos y depositamos todo el oro en casa de Teotimo, que es allí sacerdote de la Diana de Éfeso.
NICOBULO: ¿Quién es ese Teotimo?
CRÍSALO: Es hijo de Megalobulo, una persona carísima en la actualidad para los efesios en Éfeso.
NICOBULO: ¡Bah!, a mí sí que me va a resultar carísimo, si me birla esa cantidad de oro.
CRÍSALO: Pero si está depositado en el templo mismo de Diana; allí está vigilado oficialmente.
NICOBULO: Me has matado, mucho mejor estaría aquí bajo mi vigilancia particular. Pero, ¿no habéis traído entonces oro ninguno de allí?
CRÍSALO: Sí, sí, pero cuánto, no lo sé.
NICOBULO: ¿Qué, no lo sabes?
CRÍSALO: No, porque Menesíloco fue de noche a escondidas a casa de Teotimo y no ha querido hacer confianza de ello ni a mí ni a otro ninguno de los pasajeros, por eso no sé yo cuánto será lo que ha traído, pero seguro que no es mucho.
NICOBULO: ¿Crees tú que la mitad?
CRÍSALO: No lo sé, caramba, pero, no creo.
NICOBULO: ¿Habrá traído una tercera parte?
CRÍSALO: ¡Caray!, no creo, pero, la verdad, no lo sé. De hecho, yo sobre el oro, sólo sé que no sé nada. Ahora tú, lo que tienes que hacer es coger un barco e irte allí, para hacerte con el oro que tiene Teotimo y traerlo a casa. ¡Ah, oye, otra cosa!
NICOBULO: ¿Qué?
CRÍSALO: No se te olvide llevar el anillo de tu hijo.
NICOBULO: ¿Para qué hace falta el anillo?
CRÍSALO: Pues porque ésa es la contraseña para Teotimo: entregar el oro al que le lleve el anillo.
NICOBULO: Lo tendré presente, gracias por el aviso. Pero ese Teotimo, ¿es rico?
CRÍSALO: ¿Que si es rico? Si lleva las suelas de los chapines claveteadas en oro.
NICOBULO: ¿Y a qué viene ese derroche?
CRÍSALO: Tan grandes son las riquezas que posee, no sabe lo que hacerse con el oro.
NICOBULO: ¡Ojalá me lo diera a mí! Pero, ¿en presencia de quién se le ha entregado el oro a Teotimo?
CRÍSALO: En presencia del pueblo, no hay nadie en Éfeso que no lo sepa.
NICOBULO: En eso al menos ha sido prudente mi hijo, al dar el oro a guardar a una persona rica, porque él lo podrá devolver sin demora.
CRÍSALO: ¡Buenooo! Ni un tanto así te pondrá demoras en forma que no tengas tu oro el mismo día en que llegues allí.
NICOBULO: ¡Bah!, hombre, pensaba yo haberme quedado ya libre de viajes por mar y no tener que andar de travesías todavía a mi edad. Pero ya veo que no hay otra solución, por más que quisiera; ¡bonito amigo el dichoso Archiquitón!, a él le tengo que agradecer toda esta historia. Pero, ¿dónde está mi hijo Menesíloco?
CRÍSALO: Ha ido al foro para orar ante los dioses y saludar a sus amigos.
NICOBULO: Pues yo me voy ahora a buscarle, que quiero verle cuanto antes. (Se va.)
CRÍSALO: Anda que éste va pero que bien cargado y tirando de más de lo que puede. No me ha salido mal el principio de mi trama. Para que mi joven y enamorado amo no tuviera que andar con escaseces, puede por obra mía tomar del oro cuanto quiera y devolverle a su padre lo que le venga en gana. El viejo se largará a Éfeso a recoger el oro y nosotros entretanto aquí, a pasárnoslo a lo grande, si es que el viejo nos deja en casa a Menesíloco y a mí, y no se nos lleva con él a Éfeso. ¡La serie de líos que voy a organizar aquí! Pero, ¿y cuando el viejo se entere, cuando se dé cuenta de que se ha largado allí en tonto y de que nosotros hemos dado entretanto al traste con el oro? ¿Qué va a ser de mí entonces? Me parece que cuando vuelva, me va a cambiar el nombre y, en vez de Crísalo, me va a poner Crucísalo. Bueno, me escaparé, si es necesario: si me atrapan, mal rayo parta al viejo, si él tiene látigos en el campo, yo tengo en casa mis costillas. Ahora voy a contarle al hijo del amo la que he
organizado y que ya está localizada su amiga Báquide.
ACTO III
Escena primera.
Lido.
LIDO: (Saliendo de casa de las Báquides.) ¡Abridme, abridme, por favor, de par en par esta puerta del infierno, que otro nombre no merece, como que no hay nadie que venga aquí, sino quien no tiene esperanza alguna de ser jamás una persona de bien! Anda, que las dos Báquides no son Báquides, sino dos bacantes de aúpa. Quita, lejos de mí esas hermanas, que no hacen sino chupar la sangre de los hombres. Hay que ver cómo tienen dispuesta toda la casa, con qué riqueza y qué lujo, todo nada más que para la perdición de quienes ahí se aventuran. Nada más que echar ahí una mirada, puse los pies en polvorosa. ¿Y voy yo a llevar todo esto guardado en secreto para mis adentros? ¿Voy a ocultar a tu padre, Pistoclero, tus infamias, tus derroches y tus francachelas? Camino llevas de hundirnos en la deshonra, la ruina, la infamia y la perdición a tu padre y a mí, a ti mismo y a todos tus amigos. Ni de ti ni de mí te has avergonzado ahí dentro de cometer las acciones que cometes, con las que nos conviertes a todos, a tu padre y a mí, a tus amigos y parientes, en cómplices de tus infamias. Pero antes de que añadas ese nuevo mal a los ya presentes, estoy decidido a dar cuenta de ello a tu padre: yo salvaré así mi responsabilidad y se lo haré saber todo al amo, para que se apresure a arrancarte de este fangoso cieno.
Escena segunda.
Menesíloco.
MENESÍLOCO: (Llegando de la parte del foro.) Le he estado dando muchas vueltas y he llegado a la convicción de que es así: no hay nada más grande, aparte de los dioses, que un amigo que sea verdaderamente digno de este nombre; y esto lo sé yo por experiencia. Porque luego que me marché a Éfeso (hace unos dos años aproximadamente) le escribí una carta desde allí a mi amigo Pistoclero, para que tratara de localizar a mi amiga Báquide. Según me ha dicho Crísalo, mi esclavo, sé que la ha encontrado. Crísalo tampoco se ha quedado atrás, con la jugada que le ha hecho a mi padre con el oro para que tuviera yo para mis amores. Realmente en mi opinión no hay nada peor que una persona desagradecida; hasta dejar escapar a quien te ha hecho un mal, es preferible que no abandonar a quien te ha hecho un bien. Vale mucho más que te tachen de pródigo que no de desagradecido; a las personas generosas las alaban los buenos, a las desagradecidas, hasta los malos las condenan. Por eso precisamente tengo que esforzarme más en portarme de una manera correcta. ¡Mucho ojo! Ahora, Menesíloco, llega la hora de la verdad, ahora se decide el juego, de si eres o no como se debe, si eres, a tu elección, una mala, o una buena persona, si eres justo o injusto, mezquino o generoso, [condescendiente o intratable]. A ver si te vas a dejar superar en generosidad por un esclavo. Tal como te portes, sea de una manera o de la otra, así quedarás también ante los demás, no creas que vas a poder andar disimulando. Pero ahí veo venir al padre y al preceptor de mi amigo, voy a observarlos desde aquí, a ver qué dicen.
Escena tercera.
Lido, Filóxeno, Menesíloco.
LIDO: Ahora me voy a enterar de si es que ese pecho alberga un corazón con algo de coraje: sígueme.
FILÓXENO: ¿A dónde? ¿A dónde me llevas ahora?
LIDO: Te llevo a la persona que ha perdido y arruinado a tu hijo único y queridísimo.
FILÓXENO: Vamos, Lido, quien corrige con moderación, da prueba de una mayor cordura; en esa edad, más habría que extrañarse si no hiciera tales cosas, que si las hace. Yo también hice lo mismo en mi juventud.
LIDO: ¡Ay de mí, ay de mí, esa condescendencia es lo que le ha perdido! Si no fuera por ti, yo le hubiera conducido derechamente hacia la virtud; tu actitud y el saber que tú le respaldas han sido la causa de la corrupción de Pistoclero.
MENESÍLOCO: ¡Dios mío, está hablando de mi amigo! ¿Qué es lo que pasa, para que Lido hable en esa forma de él?
FILÓXENO: Breve es el tiempo, Lido, en que se siente el gusto de no privarse de nada; pronto llegará el día en que sea él quien se haga la contra a sí mismo. Llévale la corriente; con tal de que se evite que se pase demasiado de la raya, no te preocupes.
LIDO: Sí me preocupo, ni a fe mía que permitiré su corrupción mientras yo viva. Pero tú, que haces de abogado de un hijo tan corrompido, ¿has gozado tú acaso de una educación semejante cuando eras joven? Yo te aseguro que, en los primeros veinte años de tu vida, no te era posible apartarte un dedo de casa sin la compañía de tu preceptor. Si no estabas en el polideportivo antes de la salida del sol, no era chico el castigo que te imponía el prefecto, a lo cual se añadía aún, el que tanto el discípulo como el maestro quedaban entonces en mal lugar a los ojos de todos. Allí se daban al ejercicio de la carrera, la lucha, la jabalina, el disco, el boxeo, la pelota, nada de golfas y de besuqueos. Allí era donde pasaban su tiempo y no en lugares sospechosos. A la vuelta del hipódromo y el polideportivo a casa, te sentabas en tu silla bien vestidito junto a tu maestro; cuando leías, si te equivocabas en una sola sílaba, te ponían los cueros con más manchas que el mantón de una nodriza.
MENESÍLOCO: ¡Pobre de mí, me consumo pensando que es por causa mía por lo que se le echa en cara todo eso a mi amigo! Por mi culpa se levantan esas sospechas contra él, sin que haya dado motivo para ello.
FILÓXENO: Lido, las costumbres han cambiado.
LIDO: Bien que lo sé, porque antiguamente, hasta después de ostentar un cargo público por voto del pueblo, uno seguía ateniéndose a lo que decía el preceptor; pero ahora, los chicos, ya antes de cumplir los siete años, si les tocas con la punta de los dedos, enseguida le rompen al maestro la pizarra en la cabeza. Si te vas a quejarte al padre, va y le dice al chiquillo: «Muy bien, eso es salir a los tuyos, eres capaz de no dejarte echar la pata». Luego se cita al maestro: «¡Eh, tú!, viejo imbécil, no le pongas la mano encima al niño por haber mostrado que tiene agallas». El maestro se larga con un trapo untado de aceite a la cabeza, tal que fuera una farola. Se termina la sesión después de dictada la sentencia. ¿Es que puede un maestro mantener su autoridad, si es él el primero en recibir palos?
MENESÍLOCO: Esto es una acusación muy dura. Milagro, si no es que Pistoclero ha tundido a puñetazos a Lido.
LIDO: Pero ¿quién es ese que veo ahí a la puerta? Ah, Filóxeno, ni siquiera el favor de los dioses preferiría mejor que ver a quien estoy viendo.
FILÓXENO: ¿Quién es?
LIDO: Menesíloco, el amigo de tu hijo Pistoclero; ése no se parece en nada al otro, ahí de convite en una casa de perdición. ¡Dichoso su padre Nicobulo, por tener un hijo tal!
FILÓXENO: Se te saluda, Menesíloco, me alegro que hayas vuelto bien.
MENESÍLOCO: Dios te guarde, Filóxeno.
LIDO: Esto se llama salirle a uno un hijo como se debe: se da a la mar, se ocupa de su patrimonio, defiende los intereses de su casa y es sumiso y obediente a los deseos y las órdenes de su padre. Ya de niño era compañero de juegos de Pistoclero; no se llevan ni tres días, pero en cuanto al carácter, son treinta años de diferencia en lo que supera el uno al otro.
FILÓXENO: Te la vas a ganar, si no paras ya de vituperar injustamente a mi hijo.
LIDO: Calla, eres un necio, que no soportas que se hable mal de quien lo hace. Verdaderamente preferiría que administrara mis desgracias que no mis bienes.
FILÓXENO: ¿Por qué?
LIDO: Pues porque si administrara mis desgracias, se harían cada vez menores.
MENESÍLOCO: Lido, ¿por qué censuras de esa manera a mi amigo, tu discípulo?
LIDO: Te has quedado sin amigo.
MENESÍLOCO: ¡No lo permita Dios!
LIDO: Así es como digo, más aún, yo mismo he sido testigo de ello, no es que hable
de oídas.
MENESÍLOCO: ¿Qué es lo que ha pasado?
LIDO: El muy sinvergüenza está perdido por una fulana.
MENESÍLOCO: ¡Calla, por favor!
LIDO: Y una fulana que es como un torbellino: se traga a todo el que está a su alcance.
MENESÍLOCO: ¿Dónde vive esa mujer?
LIDO: Ahí.
MENESÍLOCO: ¿De dónde es?
LIDO: De Samos.
MENESÍLOCO: ¿Cómo se llama?
LIDO: Báquide.
MENESÍLOCO: Estás equivocado, Lido; yo sé cómo es toda esa historia. Tus acusaciones a Pistoclero son injustificadas, él es inocente, él no hace sino cumplir celosamente un encargo de su amigo y afecto camarada; no te vayas a creer que es que está él enamorado.
LIDO: ¿Es ésa una manera de cumplir celosamente el encargo de un amigo, estar sentado con la otra encima besuqueándola? ¿Es que no hay otra forma de cumplir un encargo, sin quitarle las manos de las tetitas y sin separar sus labios de los de la otra? Porque vergüenza me da decir otras cosas que le vi hacer, que es que hasta metió la mano por debajo del vestido de Báquide en mi presencia, sin darle una pizca de reparo. ¿Para qué más? Yo me he quedado sin discípulo, tú sin amigo, Filóxeno sin su hijo; porque desde luego para mí, ha desaparecido aquel, para quien ha desaparecido el sentimiento del pudor. ¿Para qué más? Si hubiera querido quedarme un poco más rato y hubiera tenido ocasión de seguirle observando, habría visto seguro más de lo debido, más de lo oportuno tanto para mí como para él.
MENESÍLOCO: (Aparte.) Amigo Pistoclero, eres la causa de mi perdición. ¿Voy a poder contenerme de matar a esa mujer? Mejor querría ahora morir con la peor de las muertes. ¿Mira que no poder saber quién te es fiel o a quién puedes confiarte?
LIDO: Fíjate cómo le duele el ver la corrupción de tu hijo, su amigo, cómo se retuerce de sufrimiento.
FILÓXENO: Menesíloco, yo te ruego que trates de influirle, para que no se deje llevar de su natural y sus impulsos, sálvate a tu amigo y sálvame a mi hijo.
MENESÍLOCO: No faltaba más.
FILÓXENO: A tus cuidados dejo todo este problema. Lido, ven conmigo.
LIDO: Mejor sería que me quedara yo también con él.
FILÓXENO: Con uno basta.
LIDO: Anda, Menesíloco, ve y repréndele a fondo, que está deshonrando con sus vilezas a ti, a mí y a sus amigos todos.
Escena cuarta.
Menesíloco.
MENESÍLOCO: No sé en absoluto de cuál de los dos pensar que se porta peor conmigo, Pistoclero o Báquide. ¿Es que le prefiere a él? ¡Que se lo quede! ¡Magnífico! Pero te aseguro que por... por mi mal lo ha hecho, porque, que no me vuelva nadie a creer jamás un juramento, si no cojo y de mil maneras y a las claras... la quiero. Verás cómo no va a poder afirmar que ha encontrado de quién burlarse; porque ahora mismo me voy a casa y le quitaré... algo a mi padre para dárselo a ella. Verás cómo me vengo de ella de mil maneras, así voy a apurarla, hasta reducir... a mi padre a la mendicidad. Pero ¿tengo la cabeza clara, para estar charlando aquí de esta manera cosas que están por venir? Dios, me parece que estoy enamorado, al menos que yo sepa; pero antes que enriquecerla a ella ni un pelo con mi dinero, preferiría verme convertido en el último de los mendigos. Nunca se reirá en vida de mí. Desde luego estoy decidido a devolver todo el oro a mi padre. Y entonces me hará carantoñas, cuando ya
no tenga yo ni una perra, cuando no traerán sus carantoñas más provecho que irse al cementerio a contarle cuentos a un muerto. [Pero antes que enriquecerla a ella ni un pelo con mis riquezas, preferiría morirme acabado por la miseria.][9]. Desde luego me mantengo en mi decisión de devolverle a mi padre el oro. Al mismo tiempo conseguiré de él que no le haga nada a Crísalo por causa mía ni se enfade con él por haberle burlado el oro por mi culpa, que es mi deber mirar por el bien de quien por mi causa ha mentido a mi padre. (A sus esclavos.) ¡Seguidme! (Entra en su casa.)
Escena quinta.
Pistoclero.
PISTOCLERO: (Saliendo de casa de Báquide y hablando con ella dentro.) Yo haré primero
que nada tu encargo, Báquide: buscaré a Menesíloco y te lo traeré aquí junto conmigo; desde luego que me extraña por qué se retrasa tanto, si es que le ha llegado mi mensaje. Voy a acercarme a ver si es que está en casa.
Escena sexta.
Menesíloco, Pistoclero.
MENESÍLOCO: (Saliendo de casa sin ver a Pistoclero.) Ya le he devuelto todo el oro a mi padre. Ahora me gustaría encontrarme con la que me desprecia, una vez que tengo las manos vacías. Pero, ¡qué a duras penas me ha concedido mi padre el perdón de Crísalo! Con todo, al final conseguí que no esté enojado con él.
PISTOCLERO: ¿No es éste mi amigo?
MENESÍLOCO: ¿No es ése que veo mi enemigo?
PISTOCLERO: Él es seguro.
MENESÍLOCO: Él es, voy a su encuentro.
PISTOCLERO: Hola, Menesíloco.
MENESÍLOCO: Hola.
PISTOCLERO: Hoy cenarás conmigo para celebrar tu feliz llegada.
MENESÍLOCO: No tengo gana de una cena que me remueva las bilis.
PISTOCLERO: ¿Es que has encontrado al llegar algún motivo de disgusto?
MENESÍLOCO: Y muy duro.
PISTOCLERO: ¿De parte de quién?
MENESÍLOCO: De parte de una persona a quien hasta ahora tenía por un amigo.
PISTOCLERO: Sí que hay muchos de esos, que, mientras estás creyendo que son amigos tuyos, resulta que son unos falsos y unos embusteros, gente de muchas palabras, pero de pocas obras, de una fidelidad muy ligera: envidian los éxitos ajenos y ellos mismos, por no dar golpe, son la causa de evitar la envidia de los demás.
MENESÍLOCO: ¡Caray!,¡ qué bien te los conoces! Y otra cosa todavía: su misma condición malvada es la causa de su desgracia; no son amigos de nadie, a todos tienen por enemigos y en tanto que se engañan a sí mismos, piensan, los muy necios, que engañan también a los demás. Como uno que creía yo que era tan amigo mío como un otro uno, que en lo que ha estado de su parte, se ha esforzado en hacerme todo el mal posible, en destrozarme todos mis bienes.
PISTOCLERO: Por lo que dices, realmente una mala persona.
MENESÍLOCO: Eso mismo digo yo.
PISTOCLERO: Tú, por favor, ¡dime quién es!
MENESÍLOCO: Uno que te quiere bien, que, si no fuera así, te pediría yo, que le hicieses todo el mal que pudieras.
PISTOCLERO: Dime ya quién es: si no me vengo de él como sea, puedes tenerme como la
persona más despreciable del mundo entero.
MENESÍLOCO: Es una mala persona, pero es amigo tuyo.
PISTOCLERO: Tanto más motivo para que me digas quién es, porque para mí no significa nada la amistad de una mala persona.
MENESÍLOCO: Veo que no tengo más remedio que decirte su nombre: Pistoclero, tú has sido la causa de la ruina de tu amigo.
PISTOCLERO: ¿Qué es lo que dices?
MENESÍLOCO: ¿Que qué es lo que digo? ¿No te escribí yo una carta desde Éfeso hablándote de mi amiga, para que me la localizaras?
PISTOCLERO: Sí, y así lo hice.
MENESÍLOCO: ¿Qué, es que no tenías en Atenas todas las chulas que quisieras para ligar con ellas, sino que tenía que ser con la que yo te había encomendado y te pusieras a hacerle el amor y a jugarme a mí una mala pasada?
PISTOCLERO: ¿Estás en tu juicio?
MENESÍLOCO: Me he enterado de todo por tu preceptor; no lo niegues, has sido la causa de mi perdición.
PISTOCLERO: ¿Acabas ya de insultarme gratuitamente?
MENESÍLOCO: ¿Por qué le haces el amor a Báquide?
PISTOCLERO: ¡Dos Báquides hay ahí dentro!
MENESÍLOCO: ¿Cómo, dos?
PISTOCLERO: Dos, y dos hermanas.
MENESÍLOCO: Te estás burlando de mí a sabiendas.
PISTOCLERO: Al fin, si te empeñas en no creerme, te agarraré por el cuello y te llevaré ahí dentro.
MENESÍLOCO: No, ya voy contigo, espera.
PISTOCLERO: No espero, ni consiento que estés sospechando de mí en falso.
MENESÍLOCO: Voy contigo. (Entran en casa de Báquide.)
ACTO IV
Escena primera.
Parásito.
PARÁSITO: Yo soy el parásito de un pillo y un malvado, el militar que se llevó consigo de Samos a su amiga. Ahora me ha mandado ir a su casa a preguntarle, si le devuelve el dinero o se va con él. (A un esclavo.) Tú, muchacho, tú has venido antes con ella aquí, a ver, cuál es su casa, anda, llama a la puerta, venga, deprisa, llégate a la puerta y llama. (El esclavo llama flojo.) ¡Vete ya de aquí, maldito! ¡Qué manera de llamar, el infame! ¡Comerte un pan de tres varas sabes, pero llamar a la puerta, eso no, ¿verdad? ¡Ah de la casa! Eh, ¿no hay nadie? ¿No hay quién abra la puerta? ¿No sale nadie a abrir?
Escena segunda.
Pistoclero, Parásito
PISTOCLERO: ¿Qué es eso? ¿Qué manera es esa de llamar? ¿Qué demonios tienes dentro del cuerpo para poner a prueba tus fuerzas en esa forma llamando a una puerta ajena? ¡Por poco la haces pedazos!
PARÁSITO: Buenos días, joven.
PISTOCLERO: Buenos días. Pero, ¿a quién buscas?
PARÁSITO: A Báquide.
PISTOCLERO: ¿A cuál de las dos?
PARÁSITO: Yo no sé otra cosa más que Báquide. Resumiendo: el militar Cleómaco me ha mandado aquí a ella, para que o le devuelva las doscientas monedas de oro filípico o se vaya hoy con él a Elatea.
PISTOCLERO: No se va; dile que no se va. Vete y díselo. Ella quiere a otro, no a él. ¡Largo de aquí!
PARÁSITO: ¡Qué maneras más farrucas!
PISTOCLERO: ¿Sabes tú bien lo farruco que soy? Te juro que esa cara está a punto de pasarlo pero que muy mal, según la desazón que sienten aquí estos partedientes de mis manos.
PARÁSITO: (Aparte.) Según lo que se me alcanza, tengo que andar con cuidado de que no me haga saltar de las mandíbulas mis partenueces. O sea, yo le daré parte de esto al militar bajo tu responsabilidad.
PISTOCLERO: ¿Cómo?
PARÁSITO: Que le diré eso al militar.
PISTOCLERO: Y tú, ¿quién eres?
PARÁSITO: Yo soy, por así decir, su coraza.
PISTOCLERO: Mala pieza tiene que ser uno que te tiene a ti por coraza.
PARÁSITO: Va a venir hecho una furia.
PISTOCLERO: Mejor, a ver si así explota.
PARÁSITO: ¿Algo más?
PISTOCLERO: Sí, que te largues de aquí, y deprisa.
PARÁSITO: Adiós, cascadientes.
PISTOCLERO: Adiós, coraza. (Se va el parásito.) Las cosas están de tal manera, que no sé qué aconsejar a Menesíloco sobre su amiga, después que por despecho ha ido y entregado todo el oro a su padre y no tiene ni un céntimo para devolver al militar. Pero voy a retirarme aquí, que suena la puerta; es Menesíloco, que sale todo cariacontecido.
Escena tercera.
Menesíloco, Pistoclero.
MENESÍLOCO: Soy un alocado, un precipitado, un iracundo, un desenfrenado, un aturdido, una persona sin moderación ni mesura, sin justicia ni honor, no merezco la confianza de nadie, soy un hombre sin control de mí mismo, desagradable, antipático, un carácter malévolo por naturaleza, en fin, que tengo todos los defectos que preferiría ver en otros y no en mí. ¿Se puede dar crédito a una cosa semejante? No hay nadie más empecatado ni más indigno del favor de los dioses o de la atención de los hombres. Merezco mejor tener enemigos que no amigos, más la ayuda de los malos que no la de los buenos. No hay nadie más digno de todas las injurias que merecen las malas personas: ¡mira que, estando enamorado, haber entregado a mi padre todo el oro que tenía a mi disposición! ¿Seré desgraciado? Me he buscado la propia perdición y he tirado al aire toda la labor de Crísalo.
PISTOCLERO: Tengo que consolarle, voy a acercarme. ¿Qué pasa, Menesíloco?
MENESÍLOCO: Estoy perdido.
PISTOCLERO: No lo permita Dios.
MENESÍLOCO: Estoy perdido.
PISTOCLERO: Calla ya, bobo.
MENESÍLOCO: ¿Que me calle?
PISTOCLERO: Tú no estás bien de la cabeza.
MENESÍLOCO: Estoy perdido. Se me vienen a la mente tantos pensamientos que me hieren y me amargan. ¡Mira que haber dado crédito sin más a una acusación! Me puse hecho una furia contigo sin motivo.
PISTOCLERO: Vamos, cobra ánimos.
MENESÍLOCO: ¿De dónde los voy a sacar? Un muerto vale más que yo.
PISTOCLERO: Acaba de estar aquí el criado del militar a buscar el dinero; yo le he espantado, y se lo he sacudido a tu amiga con muy malos modos y lo he largado de aquí.
MENESÍLOCO: Y ¿qué saco yo con eso? ¿Qué hacer, si no tengo absolutamente nada, pobre de mí? Verás cómo se la lleva el militar.
PISTOCLERO: Si yo tuviera, ¿no te lo ofrecería?
MENESÍLOCO: Lo sé, ya me lo hubieras dado, estoy seguro. Y más ahora, sabiendo que estás tú también enamorado, aún más motivo para hacer confianza en ti; pero la cosa es que tú tienes ahora bastante con lo tuyo. ¿Cómo voy a pensar que me puedes ayudar estando tú mismo necesitado de ayuda?
PISTOCLERO: Calla, ya habrá algún dios que nos eche una mano.
MENESÍLOCO: ¡Tonterías! (Hace ademán de irse.)
PISTOCLERO: ¡Espera!
MENESÍLOCO: ¿Por qué?
PISTOCLERO: Ahí veo venir a Crísalo, ésta es la tuya.
Escena cuarta
Crísalo, Menesíloco, Pistoclero
CRÍSALO: He aquí un tipo, que vale su peso en oro, un tipo que merece una estatua de oro: dos son las proezas que me puedo apuntar hoy, dobles los despojos que he conseguido: primeramente, con el viejo mi amo, que le he engañado pero que, de maravilla, ¡ja!, ¡qué forma de burlarme de él! Con lo ladino que es él, eh, pues, así y todo, a fuerza de serlo yo también, le he apretado hasta conseguir que me lo creyera todo; luego con el muchacho, el hijo del viejo, que está el hombre enamorado: juntos bebemos, comemos y nos la corremos: pues a él le he puesto en mano una fortuna regia, en oro, para que tenga en casa de donde gastar y no necesite andar buscando fuera nada. No me gustan a mí esos Siros y Parmenones[10] que se limitan a sisar a sus amos una quisicosa de nada. No hay nada peor que un esclavo sin ideas propias, sin suficiencia mental, de donde poder ir sacando, cuando haga falta. Nadie puede ser un hombre de provecho sin saber hacer el bien y hacer el mal; con los malos debe ser malo, ladrón con los ladrones soplando lo que pueda; un hombre de provecho que tiene talento debe ser como un camaleón y ser bueno con los buenos y malo con los malos, o sea, tiene que saber adaptarse a las circunstancias. Pero me gustaría saber con cuánto oro se ha quedado mi amo y qué es lo que le ha entregado al padre: si sabe lo que se pesca, habrá hecho como si el padre fuera Hércules[11], o sea, le ha dado el diezmo y se ha quedado él con las nueve partes restantes. Pero, mira qué bien, que me lo encuentro precisamente cuando lo estoy buscando. Dime, amo, es que ¿se te han caído unas monedas, que estás ahí mas que mirando al suelo? ¿Por qué se os ve tan tristes y tan cariacontecidos? No me hace gracia, algo ha pasado aquí. ¿Por qué no me contestáis?
MENESÍLOCO: Muerto soy, Crísalo.
CRÍSALO: ¿Es que te has quedado con demasiado poco dinero?
MENESÍLOCO: ¡Qué poco, maldición, peor todavía, muchísimo menos que poco!
CRÍSALO: Pues, so memo, después de haberte dado yo la posibilidad de que cogieras tanto cuanto quisieras, ¿por qué has cogido con la puntita de dos deditos? ¿Es que no sabías lo raramente que se le ofrece a uno una ocasión así?
MENESÍLOCO: Te equivocas.
CRÍSALO: Tú sí que te has equivocado, por no haber metido la mano a fondo.
MENESÍLOCO: ¡Dios mío!, ¡cuántos más reproches me vas a hacer cuando te enteres de todo! Muerto soy.
CRÍSALO: Con esa manera de hablar me estoy poniendo en lo peor.
MENESÍLOCO: Estoy perdido.
CRÍSALO: Pero, ¿por qué?
MENESÍLOCO: Porque se lo he entregado a mi padre todo, hasta el último céntimo.
CRÍSALO: ¿Que se lo has entregado?
MENESÍLOCO: Se lo he entregado.
CRÍSALO: ¿Todo?
MENESÍLOCO: Absolutamente todo.
CRÍSALO: Muertos somos. ¿Cómo se te ha podido ocurrir cometer una fechoría tal?
MENESÍLOCO: Tenía sospechas, Crísalo, por una falsa acusación, de que Báquide y mi amigo me habían jugado una mala pasada. Por eso, de rabia, fui y entregué todo el oro a mi padre.
CRÍSALO ¿Y qué le has dicho a tu padre al entregarle el oro?
MENESÍLOCO: Que lo había recibido sin dilación alguna de su amigo Archiquitón.
CRÍSALO: Muy bien, con esas palabras has entregado hoy a Crísalo a la horca; porque en cuanto que me eche la vista, me mandará inmediatamente al verdugo.
MENESÍLOCO: Yo he convencido a mi padre.
CRÍSALO: De que hiciera lo que acabo de decir, ¿no?
MENESÍLOCO: Al contrario, de que no te haga daño alguno ni esté airado contigo por ese motivo; pero me costó su trabajo conseguirlo. Ahora, Crísalo, tienes que ocuparte de una cosa.
CRÍSALO: ¿De qué quieres que me ocupe?
MENESÍLOCO: Que encuentres otro camino con que abordar a mi padre: trama, forja lo que sea, inventa lo que te dé la gana, combina, que engañes con tu astucia al astuto viejo y le quites el oro.
CRÍSALO: Me parece casi imposible.
MENESÍLOCO: Empéñate y lo conseguirás fácilmente.
CRÍSALO: ¿Fácilmente, maldición, después de haber sido cogido en una mentira tan a las claras? ¡Si hasta si le rogara que no me creyera, ni eso siquiera se atrevería a creerme!
MENESÍLOCO: ¡Pues si hubieras oído las cosas que me dijo de ti!
CRÍSALO: ¿Qué es lo que dijo?
MENESÍLOCO: Dijo que, si le dijeras que ese sol que ves ahí es el sol, él creería que era la luna y que es de noche cuando es de día.
CRÍSALO: ¿Sí? Verás el timo que le voy a dar hoy mismo, para que tenga más cuidado
con lo que dice.
MENESÍLOCO: Y ahora, ¿qué quieres que hagamos nosotros?
CRÍSALO: Nada, sino daros orden de que os dediquéis al amor; por lo demás, pedidme el dinero que os dé la gana: yo os lo daré. ¿De qué me sirve llamarme Crísalo?, ¿el Dorado, si no pruebo con mis hechos que lo soy? A ver, Menesíloco, dime la pizca de oro que necesitas; dime.
MENESÍLOCO: En primer lugar, necesitamos ya doscientas monedas para el militar, para rescatar a Báquide.
CRÍSALO: Yo te las entregaré.
MENESÍLOCO: Después, para nuestros gastos.
CRÍSALO: ¡Eh, calma! Vamos por partes; cuando haya resuelto lo primero, pasaremos a lo segundo. Por primera providencia, lanzaré la catapulta contra el viejo por los doscientos filipos de oro[12]; si con esta máquina echo abajo la torre y los bastiones, me colaré enseguida derechamente en la antigua y vieja ciudad; si consigo tomarla, podréis llevar el oro a canastas a vuestras amigas, si mucho no me equivoco.
PISTOCLERO: En ti tenemos puesta nuestra esperanza, Crísalo.
CRÍSALO: A ver, tú, Pistoclero, ve a casa de Báquide y me traes enseguida...
PISTOCLERO: ¿El qué?
CRÍSALO: Un recado de escribir.
PISTOCLERO: Ahora mismo.
MENESÍLOCO: Dime, ¿qué es lo que vas a hacer?
CRÍSALO: ¿Está ya el almuerzo preparado? ¿Quién va a estar, vosotros dos y tu amiga
contigo?
MENESÍLOCO: Exacto.
CRÍSALO: Y Pistoclero, ¿no tiene amiga?
MENESÍLOCO: Sí que la tiene, él está enamorado de una hermana, yo de la otra, las dos se llaman Báquide.
CRÍSALO: ¿Qué es lo que dices?
MENESÍLOCO: Eso, cómo vamos a estar.
CRÍSALO: ¿Dónde tenéis preparada la mesa?
MENESÍLOCO: ¿Por qué lo quieres saber?
CRÍSALO: Porque sí, porque quiero saberlo; tú no te haces idea de lo que voy a hacer ni de la que estoy pensando organizar.
MENESÍLOCO: Ven para acá conmigo y acércate aquí a la puerta; echa una mirada dentro.
CRÍSALO: ¡Ole, un sitio estupendo y exactamente, así como yo me lo figuraba!
PISTOCLERO: (Volviendo de casa de Báquide.) Aquí, lo que me has pedido: tu buen servidor ha ejecutado sin demora las sabias órdenes recibidas.
CRÍSALO: ¿Qué es lo que traes?
PISTOCLERO: Todo lo que tú me has encargado traer.
CRÍSALO: Coge enseguida el punzón y las tablillas.
MENESÍLOCO: Y ahora, ¿qué?
CRÍSALO: Escribe lo que yo te dicte, porque quiero que escribas tú, para que tu padre reconozca tu letra cuando lo lea. Escribe.
MENESÍLOCO: ¿El qué escribo?
CRÍSALO: Primero pon un saludo a tu padre, en la forma que te parezca bien.
PISTOCLERO: ¿O le escribe que ojalá se ponga enfermo y se vaya al otro barrio? Eso estaría mejor.
CRÍSALO: No incordies.
MENESÍLOCO: Ya está escrito lo que me has dicho.
CRÍSALO: A ver, lee lo que has puesto.
MENESÍLOCO: «Menesíloco saluda a su padre.»
CRÍSALO: Pon ahora enseguida: «Crísalo no para de regañarme, padre, porque te he entregado el oro y porque no te he engañado».
PISTOCLERO: Espera un poco mientras lo escribe.
CRÍSALO: Los dedos del enamorado tienen que ser ligeros.
PISTOCLERO: ¡Caray!, pero más para derrochar que para escribir.
MENESÍLOCO: Sigue; lo otro ya está.
CRÍSALO: «Por eso, padre, ten cuidado con él; está tramando un engaño, para quitarte el oro y ha dicho que te lo quitará.» Escríbelo, así como lo digo.
MENESÍLOCO: Sigue.
CRÍSALO: «Y además asegura que me va a dar el oro a mí, para que yo lo gaste en amigas y en convites y en francachelas por locales de mala fama. Padre, mira que no te engañe, ten cuidado, por favor.»
MENESÍLOCO: ¿Qué más?
CRÍSALO: Pon también esto.
MENESÍLOCO: Dime qué.
CRÍSALO: «Pero, así y todo, padre, te ruego que te acuerdes de la promesa que me has hecho, no le mandes azotar, sólo déjale en casa bien amarrado.» Venga, enseguida, el lacre y los ataderos, venga, átalo y pon tu sello.
MENESÍLOCO: Pero, bueno, ¿qué vas a sacar con una carta así, de que no se fíe de ti y te deje atado en casa?
CRÍSALO: Me da la gana. Tú a lo tuyo y no te preocupes de mí. Yo me he encargado de este asunto bajo mi responsabilidad y lo hago a mi riesgo.
MENESÍLOCO: Tienes razón.
CRÍSALO: Dame la carta.
MENESÍLOCO: Toma.
CRÍSALO: Ahora, atención: tú, Menesíloco, y tú, Pistoclero, os vais y os ponéis a la mesa, cada uno con su amiga, eso es importante, y luego poneos a beber allí mismo donde están ahora preparados los divanes.
PISTOCLERO: ¿Algo más?
CRÍSALO: Sí, una vez que estéis allí instalados, no os mováis del sitio, hasta que yo os dé la señal.
PISTOCLERO: ¡Qué general tan fantástico!
CRÍSALO: Ya debíais de tener más de una copa dentro del cuerpo.
MENESÍLOCO: Ahora mismo salimos pitando.
CRÍSALO: Vosotros encargaos de lo vuestro, que yo me encargaré de lo mío.
Menesíloco y Pistoclero entran en casa de Báquide.
Escena quinta.
Crísalo.
CRÍSALO: ¡Menuda es la empresa en que me he metido! Mis dudas tengo de si voy a ser capaz de llevarla a cabo. Lo principal ahora es que el viejo esté hecho una furia, que a la trapisonda que traigo ahora entre manos no le hace que se quede impasible cuando me eche la vista encima. Buenas vueltas y revueltas le voy a dar, si Dios me da salud; lo voy a dejar más frito que a un garbanzo. Voy hacia la puerta, para, cuando salga, entregarle en mano enseguida la carta.
Escena sexta.
Nicobulo, Crísalo.
NICOBULO: (Saliendo de casa sin ver a Crísalo.) Tengo un disgusto espantoso de que se me haya escapado Crísalo de esa manera.
CRÍSALO: (Aparte.) ¡Salvo soy, el viejo está enfadado! Ahora es la ocasión de abordarle.
NICOBULO: ¿Quién habla por ahí? ¡Si me parece que es Crísalo!
CRÍSALO: Voy a acercarme.
NICOBULO: ¡Hola, buena pieza! ¿Qué hay? ¿Cuándo cojo el barco para Éfeso, para reclamar el oro a Teotimo y traérmelo a casa? ¿No me contestas? Te juro que, si no fuera por el amor que profeso a mi hijo y por mi deseo de darle gusto, iban a recibir tus costillas una buena ración de palos y pasarías el resto de tus días cargado de cadenas en el molino. Menesíloco me ha contado todas tus maldades.
CRISALO: Conque me ha chivateado, ¿eh? ¡Muy bien, yo soy el malo, el maldito, el criminal! Pero tú mira bien las cosas; yo no voy a decir ni una palabra.
NICOBULO: ¿Todavía vienes con amenazas, bandido?
CRISALO: Tú vas a saber enseguida qué clase de persona es tu hijo. Él me ha dado esta carta para ti, con el ruego de que hagas lo que viene escrito aquí dentro.
NICOBULO: Trae.
CRÍSALO: Examina el sello.
NICOBULO: Está bien, ¿Dónde queda mi hijo?
CRÍSALO: No sé. Yo ya no tengo nada que saber, se me ha olvidado todo; sólo sé que soy un esclavo, ni siquiera lo que sé lo sé ya. (Aparte, mientras Nicobulo lee la carta.) El tordo pica la lombriz de la trampa; bien colgado va a quedar, el lazo está bien tendido.
NICOBULO: Espera un momento; ahora mismo vuelvo, Crísalo. (Entra en casa.)
CRÍSALO: Ja, ése se cree quizá que me engaña. ¡Como si no supiera yo lo que trae entre manos! Va naturalmente a buscar unos esclavos para que me aten: la nave lleva buen curso, va derecha al asalto. Pero, ¡chitón!, que oigo que se abre la puerta.
Escena séptima.
Nicobulo, Crísalo, Verdugo.
NICOBULO: Tú, Artamón, átale las manos inmediatamente.
CRÍSALO: Pero, ¿qué es lo que he hecho?
NICOBULO: Dale un puñetazo bien dado, si dice una sola palabra. (A Crísalo.) ¿Qué es lo que dice esta carta?
CRÍSALO: ¿A qué me lo preguntas a mí? Tu hijo me la ha entregado y la he traído lacrada.
NICOBULO: ¡Eh, tú! ¿Conque has estado malmetiendo a mi hijo porque me había devuelto el oro y le has dicho que te las arreglarías para engañarme y quitármelo otra vez?
CRÍSALO: ¿Que yo he dicho eso?
NICOBULO: ¡Sí, señor!
CRÍSALO: ¿Quién es el que dice que yo he dicho eso?
NICOBULO: Calla, nadie lo dice, esta carta que me has traído te acusa, esta carta es la que dice que te atemos.
CRÍSALO: Ajá, conque tu hijo me ha tomado por un Belerofonte[13]; yo mismo he sido el que he traído la carta diciendo que me ataran, espérate.
NICOBULO: Esto es para que vuelvas a aconsejar a mi hijo que se dedique a una vida de francachela contigo, emponzoñador.
CRÍSALO: ¡Ay, necio, más que necio, no te das cuenta de que estás siendo vendido ahora mismo y de que estás ya en capilla, como quien dice[14]!
NICOBULO: ¡Contesta! ¿Quién me vende?
CRÍSALO: El que los dioses aman, muere joven, mientras que goza aún de salud y puede hacer uso de sus sentidos y de su caletre; si hubiera algún dios que amara a éste, hace ya más de diez, más de veinte años que debía estar en la tumba. No es ya más que una carga odiosa para la tierra sobre la que se arrastra, ni siente ni padece, vale exacto lo que un hongo pocho.
NICOBULO: ¿Te atreves a decir que soy una carga odiosa para la tierra? (A los otros esclavos.) ¡Lleváoslo de aquí adentro y amarradlo bien amarrado a una columna! ¡Jamás te llevarás de aquí el oro!
CRÍSALO: Tú mismo me lo darás.
NICOBULO: ¿Que yo te lo daré?
CRÍSALO: Y me rogarás encima que lo coja, cuando te enteres en el peligro y en la situación tan crítica en que se encuentra mi acusador. Entonces darás la libertad a Crísalo, pero yo no la aceptaré jamás.
NICOBULO: Dime, mala pieza, dime, ¿en qué peligro está mi hijo Menesíloco?
CRÍSALO: Sígueme y lo verás.
NICOBULO: ¿A dónde demonios te voy a seguir?
CRÍSALO: A tres pasos de aquí.
NICOBULO: Aunque sean diez.
CRÍSALO: Venga, tú, Artamón, abre un poquito esa puerta, pero con cuidado, que no haga ruido, ya basta. Acércate. ¿Ves cómo están ahí de convite?
NICOBULO: Veo de frente a Pistoclero y a Báquide.
CRÍSALO: ¿Y quiénes son los que están en el otro diván?
NICOBULO: Muerto soy, desgraciado de mí.
CRÍSALO: ¿Le conoces?
NICOBULO: Le conozco.
CRÍSALO: Y ahora a ver, dime. ¿Te parece guapa la muchacha?
NICOBULO: Y mucho.
CRÍSALO: ¿Te crees que es una golfa?
NICOBULO: ¿Por qué no?
CRÍSALO: Te equivocas de parte a parte.
NICOBULO: Pues, ¿quién es entonces, por favor?
CRÍSALO: Ya te enterarás. De mí no sacas ni una palabra más.
Escena octava.
Cleómaco, Nicobulo, Crísalo.
CLEÓMACO: (Sin ver a los otros.) ¿Cómo, que Menesíloco el de Nicobulo, quiere quedarse por la fuerza con una mujer que me pertenece? ¿En qué país vivimos?
NICOBULO: (A Crísalo.) ¿Quién es ése?
CRÍSALO: (Aparte.) El militar me viene como llovido del cielo.
CLEÓMACO: Ése me toma seguro no por un soldado, sino por una mujer y piensa que no sé defenderme a mí y a los míos. Belona y Marte no vuelvan a fiarse un pelo de mí, si, como dé con él, no le rompo la crisma y le mando al otro barrio.
NICOBULO: Crísalo, ¿quién es ese que amenaza a mi hijo en esa forma?
CRÍSALO: El marido de la mujer con quien está.
NICOBULO: ¿Cómo?, ¿el marido?
CRÍSALO: Sí señor, el marido.
NICOBULO: Por favor, entonces ¿es una mujer casada?
CRÍSALO: Bien pronto lo sabrás.
NICOBULO: ¡Adiós, desgraciado de mí, estoy del todo perdido!
CRÍSALO: Y ahora, ¿qué?, ¿todavía te parece Crísalo un infame? Venga, amárrame, presta oídos a tu hijo. ¿No te dije yo que ya te darías cuenta de qué clase de hijo tienes?
NICOBULO: ¿Qué hacer ahora?
CRÍSALO: Hazme soltar enseguida, porque si no me sueltas, el otro cogerá a tu hijo infraganti.
CLEÓMACO: No deseo otra cosa sino cogerle junto con ella, para matarlos a los dos.
CRÍSALO: ¿Oyes lo que dice? ¿Por qué no das orden de que me suelten?
NICOBULO: ¡Soltadle! Estoy perdido, desgraciado de mí, estoy muerto de miedo.
CLEÓMACO: Yo haré que una mujer que se entrega a cualquiera no diga que ha encontrado a uno de quien se puede burlar.
CRÍSALO: Seguro que soltando un poquillo de dinero puedes llegar con él a un acuerdo.
NICOBULO: Por favor, prométele lo que te parezca con tal de que no lo coja infraganti y lo mate.
CLEÓMACO: Como no se me devuelvan los doscientos filipos, les arrancaré el alma a los dos.
NICOBULO: Crísalo, llega a un acuerdo con él por esa suma, si es posible, anda, por favor, prométele lo que quieras.
CRÍSALO: Enseguida, con toda mi alma. (Al militar.) ¿Qué son esos gritos?
CLEÓMACO: ¿Dónde está tu amo?
CRÍSALO: En ninguna parte, no lo sé. A ver, ¿estás dispuesto, en el caso de que se te prometan doscientos filipos a acabar aquí con ese escándalo y esos improperios?
CLEÓMACO: No me puedes hacer una oferta mejor.
CRÍSALO: ¿Ya que se te añada una buena carga de insultos?
CLEÓMACO: Como te parezca.
NICOBULO: (Aparte.) ¡Qué manera de camelarlo, el muy bribón!
CRÍSALO: El padre de Menesíloco está aquí, ven conmigo, él te prometerá el dinero; pídeselo tú. Y basta ya de palabras.
NICOBULO: (A Crísalo.) ¿Qué hay?
CRÍSALO: He concertado un arreglo por doscientos filipos.
NICOBULO: ¡Ah, Crísalo, eres mi salvación, me has salvado la vida! Me consumo de impaciencia por decirle que se los daré.
CRÍSALO: (A Cleómaco.) Tú pregúntale a éste; y tú, prométele el dinero.
NICOBULO: Estoy dispuesto, dime.
CLEÓMACO: ¿Me darás doscientos filipos de oro auténtico?
CRÍSALO: Di: «sí», contéstale.
NICOBULO: Te los daré.
CRÍSALO: (A Cleómaco.) Y ahora, ¿qué?, tío asqueroso, ¿qué se te debe ahora, por qué importunas al otro, por qué le amenazas con la muerte? Mal rayo te parta, te digo en mi nombre y en el suyo. Si tú tienes una espada, nosotros tenemos un pincho, con el que, si me achuchas, te voy a dejar más acribillado que la tripa de una musaraña[15]. ¡Caray!, que ya hace tiempo que me doy cuenta de la sospecha que te trae a mal traer, de que el otro está con tu amiga.
CLEÓMACO: Y lo está también.
CRÍSALO: Así me protejan Júpiter, Juno, Ceres, Minerva, Latona, la Esperanza, la Abundancia, el Valor, Venus, Cástor y Pólux, Marte, Mercurio, Hércules, Sumano, el Sol, Saturno y todo el resto de la corte celestial como es verdad que ella ni se pone a la mesa ni se pasea con él, ni se besa, ni..., etc.
NICOBULO: ¡Qué manera de jurar! Me salva con sus perjurios.
CLEÓMACO: ¿En dónde está entonces ahora Menesíloco?
CRÍSALO: Su padre lo ha mandado al campo. Y ella se ha ido a la Acrópolis a visitar el templo de Minerva, ahora está precisamente abierto. Anda y ve a ver si está allí.
CLEÓMACO: Me voy entonces al foro.
CRÍSALO: O a la horca, ¡demonio!
CLEÓMACO: ¿Puedo cobrar hoy el dinero?
CRÍSALO: Cóbralo y cuélgate. No pienses que vamos a andarnos con súplicas a un donnadie como tú. (Se va Cleómaco.) ¡Por fin nos libramos de él! Déjame, amo, te lo ruego por los dioses inmortales, entrar aquí un momento con tu hijo.
NICOBULO: ¿Para qué quieres entrar?
CRÍSALO: Para reprenderlo a fondo por portarse de la forma que se porta.
NICOBULO: Eso, venga, por favor, Crísalo, pero no te quedes corto con tus reprimendas.
CRÍSALO: ¿Todavía me vienes con avisos? ¿No te basta si oye hoy de mí más reproches que Clinias de Demetrio[16]? (Entra en casa de Báquide.)
NICOBULO: Hm, este esclavo es como cuando tienes un ojo legañoso: si no lo tienes, no quieres tenerlo ni lo echas de menos; si lo tienes, no te puedes contener de echar mano de él. Si no llega a ser por haber tenido la suerte de que estuviera él aquí en este mismo momento, hubiera cogido el militar a Menesíloco con su mujer y lo hubiera hecho pedazos por adulterio infraganti, o sea, que ahora se puede decir que por los doscientos filipos que he prometido entregar al militar, he rescatado a mi hijo de una muerte segura; pero no los entregaré así sin más ni más, antes de haber hablado con él. Desde luego yo no volveré jamás de los jamases a creer algo sin más ni más a Crísalo; pero voy a releer la carta; de una carta lacrada no hay en sí motivo para no fiarse. (Se va.)
Escena novena.
Crísalo.
CRÍSALO: Los dos Atridas son famosos por haber llevado a cabo una hazaña sin precedentes, por haber domeñado a Pérgamo, la patria de Príamo, amurallada por mano de los dioses; diez años les costó y han necesitado para ello armas, caballería, un ejército y famosos guerreros, una escuadra de mil naves —una bagatela en comparación de la forma en que voy yo a conquistar a mi amo, sin flota, sin ejército y sin esa cantidad de soldados—. Para los amores del hijo he tomado, he conquistado el oro del padre. Ahora, antes de que vuelva el viejo, voy a hacer aquí unas lamentaciones, mientras sale: ¡Oh Troya, oh patria, oh Pérgamo, oh anciano Príamo!, te ha llegado tu hora, ya que, por desgracia, vas a sufrir la pérdida de cuatrocientos filipos de oro. Porque esta carta cerrada y lacrada que traigo, no es una carta, sino el caballo de madera regalo de los aquivos. Pistoclero es Epeo[17]; él es quien me la ha dado; Menesíloco es Sinón[18], aparentemente abandonado por los griegos en Troya, pero no yace sobre la tumba de Aquiles, sino ahí en un diván con Báquide; Sinón encendió entonces un fuego para dar la señal a los griegos; este Sinón nuestro, en cambio, está él consumido por un fuego; yo soy Ulises, el organizador de todo. Las letras que van aquí escritas son los soldados que lleva el caballo dentro, bien armados y llenos de coraje. Hasta ahora me ha salido todo a pedir de boca. Pero además este caballo no dirigirá su ataque contra una fortaleza, sino contra una caja fuerte: la perdición, el desastre, el pillaje va a traer él hoy al oro del viejo. Al estúpido este de nuestro viejo, le pongo desde luego el nombre de Ilión; el militar es Menelao, yo Agamenón y Ulises Laercio; Menesíloco es Paris, que va a traer la ruina de su linaje. Paris raptó a Helena, por cuya causa tengo yo hoy puesto sitio a Ilión. Porque según tengo entendido, Ulises se portó allí con la misma osadía y la misma maldad que yo ahora. Yo he sido cogido en mis embustes; él, disfrazado de mendigo, estuvo a punto de perder la vida al ser descubierto mientras trataba de averiguar los oráculos que pesan sobre el destino de Troya: igualmente me ha pasado a mí: he sido amarrado, pero me he salvado con mis mentiras, lo mismo que él con las suyas. Yo he oído decir que había tres hados que pesaban sobre la ciudad de Troya: la desaparición de la imagen de la ciudadela, después, la muerte de Troilo[19], tercero, la caída del dintel de la Puerta Frigia. Tres hados exactamente iguales que esos tres tiene esta Ilión nuestra. Porque el cuento ese que le conté al viejo del amigo de Éfeso y el oro y la barca, equivale a llevarme la imagen de la ciudadela. Entonces faltaban todavía dos de los tres hados, o sea que no había tomado aún la ciudad. Después, cuando le llevé la carta al viejo, entonces maté a Troilo, cuando se creyó que Menesíloco estaba con la mujer del militar, que faltó entonces poco para que me pescaran, o sea, igual que cuando dicen que Ulises fue reconocido por Helena y delatado a Hécuba[20]; pero, lo mismo que dicen que se libró él entonces con sus carantoñas y la convenció que le dejara libre, así logré yo zafarme de aquel peligro y engañar al viejo. Después di la batalla con el fardón del militar, que toma las ciudades sin hacer uso de las armas, sólo con palabras, y conseguí quitárnoslo de en medio; luego, trabé batalla con el viejo: con una sola mentira lo vencí de un sólo golpe, sobre el campo me llevé los despojos. El viejo le entregará ahora al militar los doscientos filipos que le prometió. Ahora hacen falta otros doscientos, para repartirlos después de la toma de Ilión, que tengan los soldados vino con que festejar el triunfo. Pero este Príamo nuestro sobrepasa en mucho al Príamo de Troya: no sólo tiene cincuenta hijos, sino cuatrocientos y todos ellos selectos y sin tacha: a éstos los haré pedazos hoy a todos con sólo dos papirotazos. Ahora, si es que hay algún comprador para nuestro Príamo, les comunico que venderé al viejo a precio de saldo, que le tengo puesto a la venta, en cuanto que haya tomado la ciudadela. Pero ahí lo veo en persona en pie a la puerta de la ciudad; voy a acercarme y a hablarle.
Nicobulo, Crísalo
NICOBULO: ¿De quién es esa voz que suena por ahí?
CRÍSALO: ¡Nicobulo!
NICOBULO: ¿Qué hay? ¿Qué tal el encargo ese que te hice?
CRÍSALO: ¡Qué preguntas! Ven para acá.
NICOBULO: Aquí me tienes.
CRÍSALO: Yo tengo unas explicaderas como el primero. Le he hecho saltársele las lágrimas con mi reprimenda y con todos los improperios que se me pudieron venir a la memoria.
NICOBULO: Y él, ¿qué dice?
CRÍSALO: Ni una palabra; no hacía más que escuchar en silencio entre lágrimas lo que yo le decía; sin decir nada, me escribió esta carta y me la dio después de lacrada; me ha encargado que te la entregue, sólo que me temo no vaya a salir con la misma canción que la anterior. Examina el sello. ¿Es de él?
NICOBULO: Sí, a ver, que la lea.
CRÍSALO: Venga. (Aparte.) Éste es el momento en que se viene abajo el dintel de la Puerta Frigia. Ahora llega la hora de la ruina de Troya. ¡Bonito alboroto el que está armando el caballo de madera!
NICOBULO: Crísalo, estáte aquí mientras leo la carta.
CRÍSALO: ¿Y para qué hace falta que esté aquí?
NICOBULO: Haz lo que te mando, para que te enteres de lo que dice.
CRÍSALO: No me interesa, ni lo quiero saber.
NICOBULO: A pesar de todo, quédate.
CRÍSALO: Pero, ¿para qué?
NICOBULO: Calla, haz lo que te mando.
CRÍSALO: Bueno.
NICOBULO: ¡Huy, qué letras más chicas!
CRÍSALO: Chicas, para quien no tiene buena vista, para quien la tiene, bastante grandes que son.
NICOBULO: Atiende, pues.
CRÍSALO: No quiero, digo.
NICOBULO: Pero yo sí, digo.
CRÍSALO: Pero, ¿para qué?
NICOBULO: Haz lo que te mando.
CRÍSALO: Bien, es natural que tu esclavo te sirva según tus deseos.
NICOBULO: Vamos, venga.
CRÍSALO: Empieza cuando quieras, soy todo oídos.
NICOBULO: Desde luego no ha ahorrado ni cera ni punzón; pero sea lo que sea, la leo de punta a cabo: «Padre, te ruego que le entregues a Crísalo doscientos filipos, si es que te va algo en conservar sano y salvo a tu hijo». ¿Doscientos filipos? ¡Una buena ración de palos, sí que sí!
CRÍSALO: A ti, que diga, tú, oye.
NICOBULO: ¿Qué?
CRÍSALO: Pero, ¿no te ha puesto un saludo al principio?
NICOBULO: No lo veo por ninguna parte.
CRÍSALO: Si tienes dos dedos de frente, no le darás ni un céntimo, pero para el caso de que te empeñes en dárselo, harás bien en buscarte otro que se lo lleve, porque yo, por mucho que te empeñes, no estoy dispuesto a hacerlo; bastantes son ya los cargos que se me hacen, sin culpa alguna por mi parte.
NICOBULO: Escucha, que la lea hasta el final.
CRÍSALO: Desde luego la carta es ya desde el principio una frescura.
NICOBULO: «Padre, me da vergüenza presentarme delante de ti; me he enterado de que sabes el delito tan grande que he cometido, de estar con la mujer de un militar forastero.» ¡Caray!, que no es cosa de risa, doscientos filipos me ha costado el evitarte el escándalo.
CRÍSALO: Lo mismísimo acabo yo de decirle ahora.
NICOBULO: «Confieso que he obrado sin cabeza. Pero yo te ruego, padre, no me abandones, si he cometido una falta en un momento de ofuscación. Estaba dominado por la pasión y no he sabido controlar mis ojos; me he dejado inducir a hacer una cosa de la que ahora me avergüenzo.» Más te valiera haberte contenido antes que no avergonzarte después.
CRÍSALO: Exactamente esas mismas palabras le acabo yo de decir ahora.
NICOBULO: «Yo te ruego, padre, que te des por satisfecho, con que Crísalo me haya reprendido mucho y muy duramente y me haya hecho volver al buen camino con sus consejos, por lo cual debes de quedarle agradecido.»
CRÍSALO: ¿Eso pone?
NICOBULO: Aquí, míralo y lo sabrás.
CRÍSALO: ¡Qué suave se pone uno con todos cuando se tiene mala conciencia!
NICOBULO: «Ahora, si se me permite todavía pedirte un favor, padre, dame doscientos filipos, yo te suplico.»
CRÍSALO: Ni uno siquiera desde luego, si tienes cabeza.
NICOBULO: Deja, que acabe de leer: «Yo he jurado solemnemente, que le entregaría esta suma a ella hoy antes de anochecer, antes de que se marchara. Ahora, padre, no permitas que haga un perjurio y líbrame de este lugar y de esta mujer lo más pronto posible, por motivo de la cual he causado tan grandes pérdidas y cometido tamaño delito. No te preocupes por los doscientos filipos, que yo te devolveré seiscientos, si Dios me da vida. Adiós, ten presente lo que te pido.» ¿Qué te parece, Crísalo?
CRÍSALO: Yo no estoy dispuesto a darte consejo alguno ni me expondré a que, si se hace algo en falso, digas que ha sido por instigación mía. Pero en mi opinión, si yo estuviera en tu lugar, preferiría cien veces dar el dinero, que no consentir que se perdiera el muchacho. Hay dos posibilidades, tú verás qué es lo que prefieres: quedarte sin el dinero o que el otro haga un perjurio. Yo, ni te digo que sí ni que no, ni te aconsejo nada.
NICOBULO: Me da lástima de él.
CRÍSALO: Tu hijo es, no tiene nada de particular. Incluso si tuvieras que perder una suma mayor, sería preferible perderla que no que llegue a oídos de todos un escándalo semejante.
NICOBULO: Verdaderamente, ojalá se hubiera quedado en Éfeso, con tal que le fuera bien y no haber vuelto a casa para esto. ¿Qué hacer ahora? Manos a la obra, a perder lo que no queda sino perderlo. Sacaré dos veces doscientos filipos, lo que acabo de prometer al militar, pobre de mí, y estos otros. Espérame aquí, Crísalo, ahora mismo vuelvo. (Entra en casa.)
CRÍSALO: Troya queda asolada, los héroes devastan Pérgamo. No, si me lo tenía yo bien sabido, que iba a ser la causa de la ruina de la ciudad. Caray, que quien dijera que me merezco la horca, que no me atrevería a hacer una apuesta con él, con los jaleíllos que estoy organizando; pero ha sonado la puerta: he aquí que es sacado el botín de Troya.
NICOBULO: Toma este dinero, Crísalo, ve, llévaselo a mi hijo, que yo voy al foro a pagar al militar.
CRÍSALO: Yo no cojo el dinero; busca otro que se lo lleve, no quiero que se me entregue a mí.
NICOBULO: Cógelo, no me hagas dificultades.
CRÍSALO: Que no lo cojo.
NICOBULO: Pero bueno, por favor.
CRÍSALO: Yo no te digo más que como son las cosas.
NICOBULO: Me estás haciendo perder el tiempo.
CRÍSALO: Te digo que no quiero que se me entregue a mí el dinero, o si no, por lo menos pon otra persona que me controle.
NICOBULO: ¡Señor, qué manera de ponerme dificultades!
CRÍSALO: Bueno, hale, si no hay otro remedio...
NICOBULO: Tú ocúpate de esto, ahora mismo estoy de vuelta. (Se va al foro.)
CRÍSALO: No, que no me he ocupado ya de que no haya en el mundo otro abuelo más desgraciado que tú. Esto sí que ha sido llevar bonitamente a buen término una empresa: triunfante y cargado de botín he vuelto de mi expedición, sin daño personal alguno; tras tomar la ciudad a traición conduzco el ejército íntegro a la patria. Distinguido público, no os extrañéis de que no se me conceda un desfile triunfal: se le concede a cualquiera, o sea, que no me va nada en ello. No obstante, los soldados, recibirán su ración de vino. Ahora, a entregar todo este botín al cuestor.
Escena décima.
Filóxeno.
FILÓXENO: Mientras más vueltas le doy a los desórdenes de mi hijo y a la forma de vida en que el muy loco se precipita, más preocupación me entra y más me temo que no se esté buscando su perdición y acabe por corromperse del todo. Bien, yo también he sido de su edad y he hecho exactamente lo mismo, pero en forma más moderada; iba de golfas, me eché una amiga, bebía, soltaba dinero, regalos, pero a la verdad, sólo una vez que otra. Por otra parte, tampoco puedo aprobar la manera general de proceder los padres con sus hijos: yo, desde un primer momento, tomé la resolución de dar dinero a mi hijo para que pudiera satisfacer sus deseos; creo que es una cosa razonable, aunque naturalmente tampoco quiero dar demasiado juego a su vida de disipación. Ahora voy a ver el encargo ese que le di a Menesíloco, si ha sido capaz de hacerle volver al buen camino y a una vida como Dios manda. Estoy seguro de que, si ha coincidido con él, lo habrá hecho, porque ésa es su condición.
ACTO V
Escena primera
Nicobulo, Filóxeno
NICOBULO: (Viniendo del foro, sin ver a Filóxeno.) A todos los imbéciles, los necios, los bobos, los memos, los estúpidos, los majaderos, los idiotas que han sido, que son y que serán en todo el mundo, los dejo yo atrás en necedad y en estupidez. Estoy perdido, me muero de vergüenza. ¡Mira que haberse burlado dos veces de mí, a mi edad, de una forma tan vergonzosa! Mientras más lo pienso, más rabia me entra de ver los líos que ha organizado mi hijo. Estoy completamente perdido y aniquilado; soy víctima de todos los suplicios, todos los males me persiguen, he muerto de todas las muertes. Crísalo me ha hecho trizas, Crísalo me ha sacado las costillas, desgraciado de mí. Malvado ese, que me ha dejado más que esquilado de mi oro con sus ladinos engaños, imbécil de mí, tal como le ha dado la gana. Pues resulta que el militar va y me cuenta que la que el otro decía que era su mujer, que es una golfa y me ha contado todo ce por be, que él la tenía contratada para el año y que el resto de la suma entregada es lo que yo, imbécil de mí, había prometido entregarle. Esto, esto es lo que me amarga el alma, lo que de verdad me atormenta, que se hayan burlado de mí a mis años, ¡maldición!, que con estas canas y esta barba blanca me hayan tomado el pelo de una manera semejante y me hayan birlado el oro, desgraciado de mí. Muerto soy, haberse atrevido ese mierda de esclavo a hacer una cosa así. De verdad, que, si hubiera experimentado hasta una pérdida de mayor envergadura, pero en otra forma cualquiera, que no la llevaría tan a mal, no consideraría sus perjuicios tan subidos para mí.
FILÓXENO: Me ha parecido oír hablar a alguien por aquí; pero, ¿qué veo? Es el padre de
Menesíloco.
NICOBULO: ¡Bueno está! ¡Mi compañero de desdichas! Hola, Filóxeno.
FILÓXENO: Hola, ¿de dónde venimos?
NICOBULO: De donde se viene cuando se es un desgraciado y un malasuerte.
FILÓXENO: ¡Caray!, yo sí que me encuentro en donde corresponde a un desgraciado y un
malasuerte.
NICOBULO: Entonces, nada, gozamos los dos del mismo destino, así como de la misma edad.
FILÓXENO: Así es. Pero a ti, ¿qué es lo que te pasa?
NICOBULO: Lo mismo, exactamente lo mismo que a ti.
FILÓXENO: ¿Se trata de algún disgusto con tu hijo?
NICOBULO: Exacto.
FILÓXENO: El mismo mal me roe el alma.
NICOBULO: Pero es que, en mi caso, la bellísima persona de Crísalo ha dado al traste con mi hijo, conmigo y con toda mi fortuna.
FILÓXENO: Pero bueno, ¿qué es lo que tienes con tu hijo?
NICOBULO: Yo te lo diré, lo siguiente: se busca su ruina a la par del tuyo, los dos tienen una amiga.
FILÓXENO: ¿Cómo lo sabes?
NICOBULO: Pues porque lo he visto.
FILÓXENO: ¡Ay de mí, muerto soy!
NICOBULO: ¿Por qué no llamamos a la puerta y los hacemos salir a los dos?
FILÓXENO: Por mí, venga.
NICOBULO: ¡He, Báquide, di que nos abran, a no ser que prefiráis que echemos abajo la puerta de raíz a fuerza de hachazos!
Escena segunda.
Báquide I, Nicobulo, Báquide II, Filóxeno.
BÁQUIDE I: ¿Quién me llama?, ¿quién da esos golpes a la puerta, qué son esos gritos y ese escándalo?
NICOBULO: Somos nosotros.
BÁQUIDE I: (A su hermana.) ¿Qué es esto, tú? ¿Quién ha traído aquí a este par de ovejas?
NICOBULO: Ovejas nos llaman, las malvadas.
BÁQUIDE II: Eso debe ser que el pastor está echando una siesta y por eso van así balando descarriadas.
BÁQUIDE I: Pero, oye, están bien lustrosas, no tienen mal aspecto ninguna de las dos.
BÁQUIDE II: Las han esquilado a las dos, pero que bien apurado.
FILÓXENO: ¡Qué manera de reírse de nosotros!
NICOBULO: Déjalas hacer a su gusto.
BÁQUIDE I: ¿Crees tú que es que las esquilan tres veces al año?
BÁQUIDE II: Desde luego, por lo menos una de ellas ha sido esquilada hoy ya dos veces.
BÁQUIDE I: Son un si es no es viejecillas.
BÁQUIDE II: Pero deben haber sido buenas.
BÁQUIDE I: Fíjate, ¿no ves cómo nos miran de reojo?
BÁQUIDE II: De verdad, oye, yo creo que no tienen malicia ninguna.
FILÓXENO: Nos está bien empleado, por venir aquí.
BÁQUIDE I: Vamos a hacerlas entrar.
BÁQUIDE II: No sé para qué, si no tienen ni leche ni lana; déjalas estar ahí, ya han dado de sí el precio por el que fueron compradas, ya no hay nada que sacar de ellas. ¿No ves cómo van ahí solas, errantes, como les da la gana? Lo que, es más, yo creo que a fuerza de años se han quedado mudas; ni siquiera balan, a pesar de estar separadas del rebaño. Parecen más bien bobas que malas.
BÁQUIDE I: ¡Vámonos dentro, hermana!
NICOBULO: ¡No, quietas ahí! Las ovejas quieren hablar con vosotras.
BÁQUIDE II: Oye, esto es un portento, estas ovejas hablan como si fueran hombres.
NICOBULO: Estas ovejas os van a dar el escarmiento que os deben.
BÁQUIDE I: Ah, si es que tienes una deuda conmigo, te la perdono; quédate con ello, no te lo voy a reclamar nunca. Pero, ¿por qué nos amenazáis con un escarmiento?
FILÓXENO: Porque dicen que tenéis ahí encerrados a dos borregos que son nuestros.
NICOBULO: Y además de los borregos tenéis ahí también a un perro que muerde, que me pertenece; si no nos los sacáis y nos los ponéis aquí fuera, nos convertiremos en dos carneros furiosos y arremeteremos contra vosotras.
BÁQUIDE I: Hermana, ven que te diga una cosa a solas.
BÁQUIDE II: Dime, por favor.
NICOBULO: ¿A dónde se van?
BÁQUIDE I: Tú coge por tu cuenta al viejo de más allá, encárgate de amansarle; yo me dedicaré a éste, el furioso, a ver si podemos engatusarlos que entren aquí en casa.
BÁQUIDE II: Yo cumpliré mi tarea de maravilla. Mmm, qué cosa más desagradable, tener que dar abrazos a la muerte pelona.
BÁQUIDE I: Procura dominarte.
BÁQUIDE II: Deja, tú a lo tuyo, yo no me volveré atrás de lo prometido.
NICOBULO: ¿Qué es lo que traman ahí las dos entre sí?
FILÓXENO: Tú, ¿qué te parece?
NICOBULO: ¿Qué es lo que quieres?
FILÓXENO: Me da apuro decirte una cosa.
NICOBULO: ¿Qué es lo que te da apuro?
FILÓXENO: Pero como eres mi amigo, te haré confidencia de lo que me pasa: no valgo tres perras.
NICOBULO: Eso no es ninguna novedad, pero, ¿por qué no vales tres perras? Dime.
FILÓXENO: He quedado preso de su liga: siento un dardo aguijonearme el corazón.
NICOBULO: Mejor sería los costados. Pero, ¿de qué se trata? Aunque me parece a mí que más o menos lo sé; pero, así y todo, prefiero que me lo digas tú.
FILÓXENO: ¿Ves a ésta?
NICOBULO: Sí que la veo.
FILÓXENO: No está mal la joven, ¿eh?
NICOBULO: Sí que está mal y tú eres un sinvergüenza.
FILÓXENO: ¿Qué quieres que te diga? Estoy enamorado.
NICOBULO: ¿Que estás enamorado?
FILÓXENO: ¡Sí!
NICOBULO: Viejo asqueroso, ¿te atreves a enamorarte a tus años?
FILÓXENO: ¿Por qué no?
NICOBULO: Porque es una desvergüenza.
FILÓXENO: Resumiendo: se me ha pasado el enfado con mi hijo. Y a ti se te debe pasar el
que tienes con el tuyo: tienen razón en amar.
BÁQUIDE I: (A su hermana.) Ven conmigo.
NICOBULO: Ahí vienen por fin esas dos seductoras, que no saben otra cosa más que inducir al mal. A ver, ¿qué?, ¿nos devolvéis a nuestros hijos y a mi esclavo?, ¿o queréis que lo intente por la fuerza?
FILÓXENO: ¡Anda y vete ya! Tú no estás en tus trece, ¡portarte de esa manera tan descortés con una persona tan encantadora!
BÁQUIDE I: (A Nicobulo.) Eres el viejo más encantador del mundo; hazme el favor que te pido: no te pongas de esa manera por lo que ha ocurrido aquí.
NICOBULO: Como no desaparezcas de mi vista, por muy guapa que seas, te la vas a ganar.
BÁQUIDE I: De acuerdo, no tengo miedo de tus golpes.
NICOBULO: ¡Qué suavita se pone! ¡Ay de mí, tengo miedo!
BÁQUIDE II: Éste de aquí es más tratable.
BÁQUIDE I: Anda ven dentro conmigo y allí puedes reprender si quieres a tu hijo.
NICOBULO: ¿Me dejas ya en paz, malvada?
BÁQUIDE I: Hazme caso, cariño.
NICOBULO: ¿Yo te voy a hacer caso?
BÁQUIDE II: Pero éste al menos me lo hará.
FILÓXENO: No, si soy yo el que te pido que me hagas entrar.
BÁQUIDE II: Eres un encanto.
FILÓXENO: Pero, ¿sabes con qué condición me tienes que hacer entrar?
BÁQUIDE II: Sí, que estés conmigo.
FILÓXENO: Te sabes al dedillo todos mis deseos.
NICOBULO: Yo he visto ya en mi vida muchos sinvergüenzas, pero uno más grande que tú, jamás.
FILÓXENO: ¡A ver!, ¡qué le voy a hacer!
BÁQUIDE I: Entra conmigo, verás qué bien te lo vas a pasar, hay una comida de primera, y luego, el vino, los perfumes.
NICOBULO: Basta, basta ya de vuestros convites, no tengo necesidad de vuestras invitaciones; cuatrocientos filipos me han sido birlados hoy entre mi hijo y mi esclavo; aunque me ofrecieran el doble, no renunciaría a mandarlo a la horca.
BÁQUIDE I: ¿Qué te parece, si se te devuelve la mitad del dinero, entras entonces conmigo? Y tienes además que prometer perdonarlos a los dos.
FILÓXENO: Seguro que consiente.
NICOBULO: No señor, no consiento. No me interesa, déjame. Prefiero que reciban los dos
el castigo que se merecen.
FILÓXENO: ¿Con ésas vienes ahora, imbécil? No pierdas por culpa propia los bienes regalo
de los dioses: se te devuelve la mitad del dinero, acéptalo, tómate unas copas y estáte junto a la chulilla.
NICOBULO: Señor, ¿voy a tomarme unas copas en el escenario mismo de la corrupción de mi hijo?
FILÓXENO: ¡Venga, a beber!
NICOBULO: Hala ya, sea lo que sea, aunque es una infamia, pasaré por ello, me haré violencia. Pero, ¿voy a estar yo mirando cuando ésta esté con mi hijo?
BÁQUIDE I: ¡Pero si es contigo con quien voy a estar, a ti te voy a hacer el amor y te
voy a abrazar!
NICOBULO: Me da vueltas la cabeza, muerto soy, casi no soy capaz de negarme.
BÁQUIDE I: ¿No te das cuenta, querido, que si te lo pasas bien mientras vivas, que realmente ya no puede durar mucho, y que si dejas pasar hoy esta ocasión, después de muerto no la volverás a encontrar?
NICOBULO: ¿Qué hago?
FILÓXENO: ¿Que qué haces? ¿Todavía lo preguntas?
NICOBULO: Ganas tengo, pero también miedo.
BÁQUIDE I: Miedo, ¿de qué?
NICOBULO: De quedar por debajo de mi hijo y mi esclavo.
BÁQUIDE I: Tú, dulzura mía, aunque así fuera, es tu hijo. ¿De dónde va a sacar él nada, sino de lo que tú le des? Anda, concédeme el perdón para ellos dos.
NICOBULO: No ceja, ¿eh? ¡Pues no va a conseguir hacerme cambiar una decisión tan firme! A ver si no eres tú el motivo y la causa de que me porte como no debiera.
BÁQUIDE I: Me alegro. ¿Me lo prometes de verdad?
NICOBULO: No me volveré atrás de mis palabras.
BÁQUIDE I: El tiempo corre, entrad y poneos a la mesa, vuestros hijos esperan dentro.
NICOBULO: Sí, a que nos larguemos cuanto antes al otro barrio.
BÁQUIDE II: Ya atardece, venid.
NICOBULO: Llevadnos a donde os plazca, como si fuéramos unos doctrinos.
BÁQUIDE I: (Al público.) En buena trampa han caído los dos, ellos que venían a
ponérsela a sus hijos.
EL CORO DE ACTORES
Si estos viejos no hubieran sido ya desde su juventud unos pillos, no harían hoy una afrenta tal a sus canas y nosotros no representaríamos una cosa así, si no supiéramos por experiencia que hay padres que les hacen la competencia a sus hijos en las casas de trata. Distinguido público, a seguir bien y un gran aplauso.
[1] Texto y sentido inseguros.
[2] Lino, hijo de Apolo y Terpsícore, maestro de música de Hércules, que le dio muerte con un golpe de cítara.
[3] Fénix, preceptor de Aquiles, llevó la noticia de su muerte a su padre Peleo.
[4] T. Publilius Pellio, mencionado también como actor en la didascalia del Stichus; Símaco lo nombra (en Epist. X 2, 1) entre otros famosos actores de la Antigüedad, Ambivio, Esopo y Roscio.
[5] Vid. nota a Asinaria.
[6] El carnero del toisón de oro, a la conquista del cual fueron los Argonautas.
[7] En el texto latino, Archidemides.
[8] El texto latino pone «Autólico», abuelo materno de Ulises, tipo del hombre ladrón y perjuro.
[9] Los vv. 519º-519C son, según opinión general de los editores, una ditografía.
[10] Son nombres típicos de esclavos.
[11] Del tributo del diezmo a Hércules se habla también en Stichus 233; Mostellaria 984; Truculentus 562. Vid G. WISSOWA, 1912.
[12] Vid. nota a Asinaria 153.
[13] Belerofonte fue enviado por Preto al rey de Licia Yóbates con una carta en la que se le pedía que diera muerte al portador (Ilíada VI 168 ss.).
[14] El texto larino dice ‘que estás ya en el mismo poyo donde el pregonero anuncia la subasta’ (según interpretación de la Lateinische Grammatik de HOFMANN-SZANTYR, Múnich, 1965, pág. 630 s., con sentido local del uf); se trata del poyo (lapis) o la tribuna (catasta, machina), donde se colocaba al esclavo en venta; cf. MARQUARDT, 171 s.)
[15] Texto de sentido oscuro.
[16] Parece tratarse de dos nombre típicos de personajes de comedia.
[17] Epeo es el constructor del caballo de Troya.
[18] Sinón fingió que los griegos habían desistido del sitio de Troya y se habían marchado a la patria, habiéndole dejado abandonado a él allí.
[19] Troilo, hijo de Príamo, de cuya muerte se habla en la Ilíada XXIV 257.
[20] En la Odisea IV 242 ss., se cuenta que Ulises entró como espía disfrazado de mendigo en Troya, donde fue reconocido por Helena; según EURÍPIDES, Hécuba 239 ss., lo delató Helena a la esposa de Príamo, Hécuba y consiguió salvarse solo a fuerza de súplicas con ella.
Argumento
Un hijo de Hegión ha sido hecho prisionero en el curso de un combate; a otro que tenía lo vendió en edad de cuatro años un esclavo que se fugó de la casa. Hegión se dedica a la trata de prisioneros eleos, con el único deseo de redimir a su hijo de la cautividad y compra entre otros al hijo que perdió de pequeño, quien, trocando con su amo, también cautivo, el nombre y el vestido, consigue que dejen a éste en libertad, cosa que a él en cambio le vale el castigo. Pero su amo vuelve trayendo al hijo de Hegión que había sido hecho prisionero y también al esclavo que se fugó, por cuyas declaraciones reconoce Hegión a su otro hijo.
Personajes:
Ergásilo, parásito.
Esclavo Sayón.
Hegión, viejo, padre de Tíndaro y Filopólemo.
Filócrates, joven, prisionero de guerra.
Tíndaro, joven, hijo de Hegión y esclavo de Filócrates, prisionero de guerra.
Aristofonte, joven.
Esclavo.
Filopólemo, joven, hijo de Hegión.
Estalagmo, esclavo.
La acción transcurre en Etolia.
PRÓLOGO
Estos dos cautivos que veis aquí en pie, como ésos de ahí del final, están de pie, por eso están ellos también los dos de pie y no sentados[1]; vosotros me sois testigos de que digo la verdad. Hegión, el viejo que vive aquí en esta casa, es el padre de éste. (Señala a Tíndaro.) Si me prestáis atención os digo ahora mismo por qué motivo está aquí de esclavo de su propio padre: el viejo este tuvo dos hijos; a uno de ellos lo secuestró un esclavo cuando tenía cuatro años, se escapó y lo vendió en la Élide al padre de este otro. (Señala a Filócrates.) ¿Comprendido? ¡Muy bien! ¡Caray!, ése de ahí del final dice que no; acércate, si no hay sitio donde te sientes, lo hay para que te vayas a paseo, si es que quieres obligar al actor a andar mendigando; yo, desde luego, no me voy a reventar por causa tuya, para que te enteres bien de todo. A vosotros (Dirigiéndose a los de las primeras filas) que podéis inscribiros en el censo por vuestra fortuna[2], os doy ahora mismo el resto de la historia, que a mí no me gustar andar debiendo nada a nadie. El esclavo fugitivo, como dije antes, vendió al hijo de su amo que se había llevado con él al escaparse, al padre de éste (Filócrates), quien después que lo compró, se lo entregó a su hijo, porque eran los dos más o menos de la misma edad; Tíndaro es, pues, ahora esclavo en casa de su padre, pero el padre no lo sabe; desde luego es que los dioses nos tratan como si fuéramos pelotas. Ahora ya tenéis la cuenta de cómo perdió el padre a uno de sus hijos. Así como son las cosas, es hecho prisionero el otro en el curso de una guerra entre los etolios y los eleos; un médico llamado Menarco lo compró allí en la Élide. Hegión se dedicó entonces al comercio de prisioneros eleos, con el fin de ver si podía encontrar alguno para cambiarlo con su hijo, con el que había sido hecho prisionero en la guerra —el otro que tiene en su casa no sabe que es su hijo—. Al enterarse de que había sido hecho prisionero un jinete eleo de alto rango y de una familia muy distinguida, no ha ahorrado en el precio con tal de evitar males a su hijo, y para poder hacerle volver más fácilmente a casa, ha comprado a estos dos del botín a los cuestores. Ellos han tramado entre sí un plan, para que el esclavo pueda dejar ir a su amo a la patria, y han trocado entre sí los vestidos y los nombres: aquél (señalando a Tíndaro) se llama ahora Filócrates, éste (señalando a Filócrates) Tíndaro; los dos se hacen pasar hoy cada uno por el otro. Éste (Tíndaro) sabrá llevar hoy a buen término el engaño, consiguiendo así la libertad para su amo; al mismo tiempo salvará a su hermano y le hará volver libre a la patria a casa de su padre, sin saberlo: muchas veces pasa eso, sin darse cuenta se hace más bien que no a sabiendas. Pero también sin pretenderlo con el truco este suyo, han imaginado y compuesto un engaño, han tramado un plan, por el que Tíndaro se queda aquí de esclavo con su padre; así que ahora sin saberlo está sirviendo a su propio padre. Hay que ver, si bien se piensa, es que no somos nadie. Éste es el tema de nuestra representación y la comedia que vais a ver. Pero todavía quiero haceros algunas advertencias. Desde luego merecerá la pena prestar atención a la obra, porque no es una pieza rutinaria ni, así como las demás; tampoco contiene versos con cosas feas, que no puedan repetirse; aquí no sale ni el rufián perjuro, ni la pícara de la golfa, ni el militar fanfarrón: tampoco tenéis que tener miedo porque dije que los etolos están en guerra con los eleos: las batallas tendrán lugar allí fuera de la escena. Y es que desde luego sería fuera de razón el intentar de pronto representar una tragedia con una compañía de teatro cómico. Por eso, si es que alguien está esperando ver aquí una batalla, que busque pelea: si da con un adversario más fuerte que él, yo haré que sea testigo de un combate que no le salga bien, de modo que se le quiten las ganas de ver toda clase de peleas para todos los días de su vida. Os dejo. A pasarlo bien, vosotros, los más ecuánimes jueces en tiempo de paz y los mejores guerreros en la guerra.
ACTO I
Escena primera.
Ergásilo.
ERGÁSILO: La gente joven me llama «Fulana», porque suelo asistir a los convites invocado, quiero decir sin que me llamen. Yo sé que los colegas dicen que es un nombre inapropiado, pero yo afirmo que está pero que muy bien puesto: los amantes, al echar los dados, nombran, llaman a su amiga: ¿está entonces invocada la fulana, o no? La cosa está más clara que el agua; pues, ¡qué caray!, todavía está más clara con nosotros, los gorrones, a los que nadie jamás ni llama ni invoca[3]: tal que ratones comemos siempre la comida ajena; en las vacaciones, cuando la gente se va al campo, también tienen que tomárselas nuestros dientes. Cuando hace calor, los caracoles se esconden y viven de su propio jugo a falta del rocío; igualitamente los gorrones, que se retiran los pobres a sus escondrijos y van tirando de la vida con los propios recursos mientras que están de temporada en el campo las gentes de las que chupan. En tiempo de vacaciones los gorrones somos perros de caza, galgos delgaduchos, en época normal, molosos[4], bien comidos, odiosos y engorrosos. Y aún entonces, ¡uf!, como no sea que sepas aguantar guantazos y ver rotas las ollas en tu cabeza, te puedes largar al otro lado de la Puerta Trigémina[5], a transportar sacos; cosa que yo tengo un cierto peligro de que me ocurra; porque después que mi rey ha caído en poder de los enemigos —es que hay ahora guerra entre los etolos y los eleos—, aquí estamos en Etolia y Filopólemo ha sido hecho prisionero allí en la Élide, Filopólemo, el hijo de Hegión, el viejo que vive aquí en esta casa, que para mí es la casa de las lamentaciones, cada vez que la veo, me echo a llorar; Hegión se dedica ahora, por mor de su hijo, a un negocio poco honorable y que no le va nada a su manera de ser: compra cautivos, para ver si encuentra a alguno que pueda canjear con su hijo —una cosa que yo estoy deseandito que consiga, porque si no lo recupera, no hay a donde yo me pueda recuperar—. De la gente joven no se puede esperar nada, no piensan más que en sí mismos. Pero el joven este, Filopólemo digo, está hecho a la antigua: nunca le hice ponerse de buen humor sin que dejara de darme una recompensa. Y su
padre es de la misma condición, voy a buscarle. Pero se abre la puerta de donde yo tantas veces salí tambaleándome a fuerza de hartura.
Escena segunda
Hegión, Esclavo Sayón, Ergásilo.
HEGIÓN: (Al esclavo.) A ver, tú, atiéndeme: a estos dos prisioneros que compré ayer del botín a los cuestores, les pones unas cadenas individuales y les quitas esas otras más pesadas con las que están atados juntos; déjalos que anden por aquí fuera o dentro de la casa, como ellos quieran, pero que se les guarde con toda diligencia: un cautivo en libertad es como un pájaro salvaje: si se le ofrece una vez la ocasión de escaparse, ya basta, nunca jamás le podrás echar después mano.
ESCLAVO: Para chasco si no es que preferimos todos ser libres a ser esclavos.
HEGIÓN: Pues en tu caso no parece así.
ESCLAVO: Si no tengo qué darte, ¿quieres acaso que me dé a la fuga?
HEGIÓN: Si te das, verás cómo tengo yo también enseguida algo que darte.
ESCLAVO: Imitaré entonces a los pájaros salvajes, como tú dices.
HEGIÓN: Exacto, porque en ese caso, te meteré en una jaula; pero basta ya de conversación. Ocúpate de lo que te he encargado y vete. Yo voy a casa de mi hermano a dar una vuelta a los otros cautivos, a ver si han hecho esta noche alguna de las suyas, luego vuelvo enseguida a casa.
ERGÁSILO: (Aparte.) Me sabe mal ver a Hegión, el pobre, dedicado a carcelero, por la desgracia de su hijo. Pero si consigue hacerle volver de alguna manera, por mí, puede hacer hasta de verdugo.
HEGIÓN: ¿Quién habla?
ERGÁSILO: Yo, que me consumo con tu pena, pierdo carnes, me estoy haciendo un viejo, me muero a pedazos, pobre de mí: no soy más que hueso y pellejo, todo por ese maldito enflaquecimiento; y es que lo que como en casa no me aprovecha, en cambio, lo que tomo fuera, aunque sea poco, eso es lo que me luce.
HEGIÓN: Hola, Ergásilo.
ERGÁSILO: Ven con Dios, Hegión.
HEGIÓN: No llores.
ERGÁSILO: ¿No voy a llorarle, no voy a llorar a un muchacho como él?
HEGIÓN: Siempre tuve la impresión de que tú querías bien a mi hijo y sabía que él a ti también.
ERGÁSILO: Los hombres no sabemos apreciar los bienes hasta que los perdemos. Yo, después de que tu hijo cayó prisionero, lo echo ahora de menos, después de haber comprendido lo que valía.
HEGIÓN: Si tú, siendo un extraño, llevas tan mal su desgracia, ¿qué tendría yo que hacer que soy su padre, después de ser él además hijo único?
ERGÁSILO: ¿Extraño? ¿Yo un extraño para él? Hegión, Hegión, no digas, no se te pase siquiera por las mientes una cosa así. Para ti es único, para mí, todavía más único que único.
HEGIÓN: Me parece muy noble el que consideres la desgracia de un amigo como la tuya propia. Pero no pierdas las esperanzas.
ERGÁSILO: ¡Ay, a éste (señalando el estómago) es a quien le duele... de ver licenciado al ejército de la pitanza!
HEGIÓN: ¿Y no has encontrado a nadie que pudiera ponerse al frente del ejército ese licenciado que dices?
ERGÁILO: ¿Qué te crees? Todos huyen este campo de operaciones, después que ha sido hecho prisionero tu Filopólemo, a quien le había caído en suerte.
HEGIÓN: ¡Caray!, no es extraño que lo huyan, porque son muchos y de muchas clases los soldados que necesitas. Necesitas en primer lugar a los de Molinolandia, en su ramificación de los de Villapán y los de Bollullos; necesitas a los tordetanos y los papafigos y luego toda la infantería de marina.
ERGÁSILO: ¡Cuántas veces pasan desapercibidos los mayores talentos! Como yo, que soy un general sin empleo.
HEGIÓN: No pierdas las esperanzas, que yo confío recuperarlo en un día de éstos. Tengo aquí un prisionero joven de Élide, de una familia muy rica y muy distinguida, y espero que lo podré canjear por mi hijo.
ERGÁSILO: ¡Dios lo haga! Pero, ¿estás invitado a cenar fuera?
HEGIÓN: Que yo sepa, no. Pero, ¿por qué lo preguntas?
ERGÁSILO: Porque hoy es el día de mi cumpleaños y quiero que me invites a cenar.
HEGIÓN: ¡Estupendo! Pero sólo si te contentas con poco.
ERGÁSILO: Si es que no es demasiado poco, porque eso lo disfruto yo a diario en mi casa; venga, vamos a hacer el trato; «si no hay nadie que nos ofrezca un mejor partido, que nos parezca mejor a mí y a mis amigos, como si se tratara de un latifundio, me entrego con las condiciones susodichas».
HEGIÓN: No es un latifundio lo que me vendes, sino un pozo sin fondo. Pero si estás dispuesto a venir, no te tardes.
ERGÁSILO: Bien, si quieres, por mí, yo tengo tiempo ya.
HEGIÓN: Hale, ve y cázate una liebre; por lo pronto, aquí lo que tienes no es más que un erizo, que mis comidas llevan una ruta muy pedregosa.
ERGÁSILO: A ese tenor, Hegión, no acabarás nada conmigo, no te hagas ilusiones; sea como sea, yo vendré, con unos dientes bien calzados.
HEGIÓN: Te digo de verdad que yo llevo un régimen muy áspero.
ERGÁSILO: ¿Es que comes abrojos?
HEGIÓN: Mi cena es cosa de la tierra.
ERGÁSILO: El cerdo es un animal terrestre.
HEGIÓN: Muy vegetariana.
ERGÁSILO: Eso déjalo, para cuando tengas algún enfermo en casa. ¿Algo más?
HEGIÓN: Que vengas a tiempo.
ERGÁSILO: No necesito avisos. (Se va.)
HEGIÓN: Voy adentro, que tengo que echar unas cuentecillas, a ver cuánto es el dinero que tengo en el banquero; a casa de mi hermano, que había dicho que quería ir, iré luego. (Entra en casa.)
ACTO II
ESCENA PRIMERA
ESCLAVO SAYÓN, TÍNDARO, FILÓCRATES
ESCLAVO: Si es que sufrís esta desgracia por la voluntad de los dioses, debéis soportarla con paciencia; si así lo hacéis, os será la carga más ligera. En vuestra patria erais, según yo creo, libres; ahora, una vez que habéis caído en la esclavitud, debéis someteros a ella y a la autoridad de vuestro amo y hacerla así más llevadera; lo que el amo hace, aunque esté mal hecho, no hay más que darlo por bueno.
FILÓCRATES, TÍNDARO: ¡Ay, ay, ay!
ESCLAVO: Dejaos de quejas, así no hacéis más que añadir males sobre males; el no apurarse en la desgracia, es ya un alivio.
TÍNDARO: Pero es que nos da vergüenza vernos encadenados.
ESCLAVO: Pero es que el amo se arrepentiría después, si os quitara las cadenas y os dejara sueltos, habiéndoos comprado por buen dinero.
TÍNDARO: ¿Qué tiene que temer de nosotros? Bien sabemos cuál es nuestro deber, si nos deja sueltos.
ESCLAVO: Estáis maquinando la fuga; me huelo lo que traéis entre manos.
FILÓCRATES: ¿Qué nos vamos a escapar? ¿A dónde?
ESCLAVO: ¡A la patria!
FILÓCRATES: ¡Quita, eso sería indigno de nosotros, hacer como esclavos fugitivos!
ESCLAVO: Pues yo, la verdad, si hay ocasión, no os lo desaconsejo.
TÍNDARO: Concedednos un favor por lo menos.
ESCLAVO: ¿El qué?
TÍNDARO: Que nos dejéis hablar a solas, sin que nos puedan escuchar esos de ahí ni vosotros.
ESCLAVO: Concedido. Alejaos de ahí (a los otros esclavos); nosotros nos apartamos aquí. Pero no te alargues mucho.
TÍNDARO: No son otras mis intenciones. Ven para acá. (A Filócrates.)
ESCLAVO: ¡Apartaos de ellos!
TÍNDARO: Os quedamos los dos muy obligados por acceder a nuestros deseos.
FILÓCRATES: Apártate de aquí, por favor, que no sea nadie testigo de lo que hablamos ni transcienda nuestro plan, que si no se procede con astucia, los engaños no son engaños, sino el mayor de los males, en el caso de que se descubran. Si tú vas a hacer como que eres mi amo y yo simulo que soy tu esclavo, hay que tener vista, precaución, para llevar a cabo la empresa con aplomo y sin que trascienda, sabiendo lo que se hace y estando en todo, que se trata de un asunto de mucha envergadura, no hay que andar durmiéndose.
TÍNDARO: Yo estoy dispuesto a cumplir todos tus deseos.
FILÓCRATES: Así lo espero.
TÍNDARO: Como ves, yo, por tu vida, que me es tan cara, expongo la mía, que también me lo es.
FILÓCRATES: Lo sé.
TÍNDARO: Pero acuérdate de saberlo, cuando hayas alcanzado el objeto de tus deseos. Porque por lo general los hombres son así, que se portan bien mientras están intentando conseguir algo; una vez que lo tienen en su poder, se vuelven, de buenos que eran, en malos y pérfidos redomados.
FILÓCRATES: Ahora te voy a decir lo que espero de ti. Los consejos que te voy a dar, se los podría dar a mi propio padre; bien sabe Dios que, si me atreviera, te daría a ti el nombre de padre, que lo eres para mí en segundo lugar después de él.
TÍNDARO: Hm.
FILÓCRATES: Y por eso te aviso una y otra vez, que tengas presente que no soy ahora tu amo, sino tu esclavo; ahora te ruego una sola cosa: puesto que los dioses inmortales nos han mostrado ser su voluntad, que yo, que he sido y soy tu amo, sea tu consiervo, lo que antes podía ordenarte por derecho, ahora te lo ruego como súplica: por la incertidumbre de nuestra suerte y por la bondad que mi padre ha tenido siempre contigo y por nuestro común destino de esclavos que el enemigo nos ha deparado, no me honres ahora de otra manera que cuando eras mi esclavo y ten presente no olvidar quién has sido hasta este momento y quién eres de ahora en adelante.
TÍNDARO: Yo sé muy bien que ahora yo soy tú y tú eres yo.
FILÓCRATES: Bien, si puedes tener esto bien presente en tu memoria, no hay miedo de que no salgamos adelante con nuestro engaño.
Escena segunda.
Hegión, Filócrates, Tíndaro.
HEGIÓN: (Hablando a los de la casa.) Ahora mismo vuelvo, que les quiero preguntar a éstos una cosa. (A los esclavos en escena.) ¿Dónde están los cautivos que os había dicho que sacarais aquí fuera delante de la casa?
FILÓCRATES: Por Dios, a la vista está que has tomado las precauciones necesarias para que no tuvieras que andar buscándonos. ¡Sí que no son buenos los parapetos de cadenas y guardianes que nos rodean!
HEGIÓN: Cuando hay que andar con vigilancia para no ser engañado, no se vigila nunca bastante, aun cuando se vigila. También cuando se piensa haber vigilado, sucede con frecuencia que el cazador es cazado. ¿O es que no tengo un motivo justo de custodiaros con tanto empeño, después de haberos comprado por una suma tan elevada de dinero contante y sonante?
FILÓCRATES: Verdaderamente, ni es justo que nosotros te tomemos a mal el que nos vigiles, ni tú a nosotros el que nos escapáramos, si se ofreciera la ocasión.
HEGIÓN: Lo mismo que se os custodia a vosotros aquí, se custodia en vuestra tierra a mi hijo.
FILÓCRATES: ¿Es que lo han cogido prisionero?
HEGIÓN: Sí.
FILÓCRATES: O sea, que no hemos sido nosotros los únicos cobardes.
HEGIÓN: Ven para acá, que te quiero hacer algunas preguntas a solas. Pero no vayas a decirme mentiras.
FILÓCRATES: No las diré, en lo que yo sepa; si hay algo que no sé, te haré saber que no lo sé.
TÍNDARO: Ya está el viejo en la barbería y el otro con la navaja en la mano; ni siquiera le ha puesto un peinador, para no mancharle el vestido. Vamos a ver si le pela al cero o utilizando el peine; si es que sabe lo que hace, espero que lo escamoche a fondo.
HEGIÓN: Vamos a ver, dime si preferirías ser esclavo o libre.
FILÓCRATES: Yo prefiero lo que se parece más al bien y menos al mal; aunque, a decir verdad, la esclavitud no me fue nunca demasiado pesada, siempre me ha ido como si fuera el hijo del amo.
TÍNDARO: (Aparte.) ¡Bravo! No compraría yo a Tales de Mileto ni por un talento, que, en comparación de la sabiduría de éste, es el otra, cosa de broma. ¡Qué bien sabe imitar la forma de hablar de los esclavos!
HEGIÓN: ¿De qué familia es Filócrates?
FILÓCRATES: Pues de la más poderosa y la más distinguida de todas, de los Poliplusios.
HEGIÓN: Y a éste, ¿en qué estima se le tiene allí?
FILÓCRATES: Éste goza allí de la más alta estima posible y de parte de la gente más importante.
HEGIÓN: Entonces, si es que disfruta de tan alta consideración entre los eleos como dices, ¿qué tal sus riquezas?, ¿son jugosas?
FILÓCRATES: Tanto, que el viejo puede extraer de ellas sebo, si las derrite.
HEGIÓN: Entonces el padre, ¿vive?
FILÓCRATES: Vivo le dejamos cuando salimos de allí; si ahora vive o no vive, eso sólo lo puede saber el Orco.
TÍNDARO: (Aparte.) Estamos salvados, ya hasta se mete en filosofías, no sólo inventa mentiras.
HEGIÓN: ¿Cómo se llama?
FILÓCRATES: Tesaurocrisonicocrísides.
HEGIÓN: Seguro que es por sus riquezas por lo que se le ha puesto un nombre así.
FILÓCRATES: O más bien, ¡qué caray!, por su avaricia y por su cara dura, porque antes se llamaba por su verdadero nombre Teodoromedo.
HEGIÓN: ¿Cómo? Entonces, ¿es un hombre agarrado el padre de éste?
FILÓCRATES: ¡Caray!, agarrado y más que agarrado. Para que te des mejor cuenta: cuando ofrece un sacrificio a su genio tutelar, sólo utiliza para lo que hace falta, así para la ofrenda, cacharros de Samos[6], no se los vaya a quitar el otro. De modo que tú figúrate lo que se fiará de los demás.
HEGIÓN: Ven ahora conmigo, que le quiero hacer unas preguntas a éste otro. Filócrates, tu esclavo se ha portado como una persona de bien, porque ahora sé de qué familia eres, él me lo ha revelado; si tú quieres confirmarme lo que él me ha dicho, obrarás en interés propio; de todos modos, sábete que yo lo sé ya todo por él.
TÍNDARO: Él no ha hecho más que cumplir con su deber al confesarte la verdad, aunque yo en sí hubiera querido ocultarte mi nobleza y el rango de mi familia y mis riquezas, Hegión; ahora, después que he perdido la patria y la libertad, soy de opinión, que es natural que tenga él más temor de ti que no de mí. La fuerza del enemigo nos ha igualado a los dos; todavía me acuerdo de cuando no se atrevía a ofenderme ni de palabra; ahora puede hacerlo hasta de obra. ¿Ves? La fortuna humana hace y deshace como le viene en gana; a mí, que era libre, me ha hecho esclavo, de lo más alto a lo más bajo; yo, que estaba hecho a mandar, ahora tengo que obedecer las órdenes de otro. Y desde luego, si tuviera un dueño tal como yo lo fui para mis esclavos, no temería tener que recibir órdenes injustas o duras. Una cosa te querría decir, Hegión, si me lo permites.
HEGIÓN: Puedes hablar con toda tranquilidad.
TÍNDARO: Tan libre he sido yo hasta ahora como tu hijo, tanto a mí como a él han sido las huestes enemigas quienes nos han arrebatado la libertad, tanto es él esclavo en nuestra patria como lo soy yo aquí en tu casa. Yo estoy seguro que existe un dios, que oye y ve todo lo que hacemos: tal como me trates tú aquí a mí, así procederá él allí con tu hijo y sabrá recompensar la bondad de unos y la maldad de otros. Lo mismo que tú echas de menos a tu hijo, me echa de menos mi padre a mí.
HEGIÓN: Lo sé. Pero, ¿me confirmas las informaciones de éste?
TÍNDATO: Yo confieso también que mi padre posee grandes riquezas y que soy de una familia del más alto rango. Pero yo te suplico, Hegión, que no te inciten mis riquezas a hacer uso de una excesiva avaricia, no sea que a mi padre le parezca mejor, a pesar de ser yo su único hijo, que haga de esclavo aquí en tu casa, bien comido y bien vestido a cuenta tuya, que no verme obligado a vivir como un mendigo allí, donde supondría ello una deshonra tan grande.
HEGIÓN: Yo, gracias a Dios y a nuestros antepasados, tengo riquezas suficientes y no soy en absoluto de la opinión de que el lucro sea siempre y en toda ocasión de provecho para los hombres; yo sé muy bien que el afán de lucro ha echado a muchos al barro; hay también ocasiones en las que es preferible perder que no ganar. Yo aborrezco el oro, que en buen número de casos fue para muchos el motivo de obrar como no debían. Ahora, préstame atención, para que sepas lo mismo que yo, qué es lo que me mueve. Un hijo mío ha sido hecho prisionero y sirve como esclavo en vuestra patria, en la Élide: si me lo devuelves, no me tienes que dar ni un céntimo más y os dejaré ir libres a ti y a tu esclavo: ésta es la única forma en que puedes salir de aquí.
TÍNDARO: Tu petición no puede ser más justa y más razonable, Hegión, eres una persona excelente. Pero, ¿es tu hijo esclavo privado o público?
HEGIÓN: Privado, lo ha comprado el médico Menarco.
FILÓCRATES: ¡Anda, si ése es cliente de mi amo! Esto te va a salir como llovido del cielo.
HEGIÓN: Encárgate de que sea redimido mi hijo.
TÍNDARO: Lo haré. Pero yo te ruego, Hegión...
HEGIÓN: Haré lo que quieras, con tal que no me pidas algo que vaya en contra de mis intereses.
TÍNDARO: Escúchame y lo sabrás. Yo no exijo que se me deje marchar, mientras que no haya vuelto tu hijo. Sólo te ruego, que me permitas enviar a mi esclavo a mi padre, después de que lo hayas tasado, para que pueda rescatar allí a tu hijo.
HEGIÓN: Yo enviaré a otro, cuando haya una tregua, para que vaya a ver a tu padre y le comunique lo que tú le encargues con arreglo a tus deseos.
TÍNDARO: Mandarle una persona desconocida no tiene sentido; perderías el tiempo. Mándale a éste, él lo llevará todo a buen fin, si va allí. Tú no puedes mandarle a nadie más fiel, ni más digno de confianza, ni a un esclavo más a su gusto, ni hay hoy por hoy otra persona a quien él encomendara a su hijo con más tranquilidad. No temas, es a costa mía que yo pondré a prueba su fidelidad, confiado en su condición, que él sabe que yo le quiero bien.
HEGIÓN: Lo enviaré bajo tu fianza, después de haberlo tasado, si quieres.
TÍNDARO: Sí que quiero; quiero que acabemos este asunto lo más rápidamente posible.
HEGIÓN: ¿Tienes algo en contra de que, si no vuelve, me des por él veinte minas?
TÍNDARO: De ninguna manera, todo lo contrario.
HEGIÓN: (A los esclavos.) ¡Soltad a éste! (Filócrates.) Y al otro también.
TÍNDARO: Que los dioses te cumplan todos tus deseos, por hacerme tan gran honor y librarme de las cadenas. De verdad que no me pesa tener el cuello libre del collar.
HEGIÓN: Por los beneficios que se hacen a los buenos, no se reciben más que bienes a cambio. Ahora, si es que vas a mandarlo a la patria, dile, infórmale, ordénale lo que quieres que comunique a tu padre. ¿Quieres que le diga que se acerque aquí?
TÍNDARO: Sí, hazle venir.
Escena tercera.
Hegión, Filócrates, Tíndaro.
HEGIÓN: ¡Ojalá sea todo para bien mío, de mi hijo y vuestro! (Filócrates.) Tu amo actual desea que te pongas con toda fidelidad a las órdenes del anterior, para lo que él quiera mandar. Yo te he entregado a él después de tasarte en veinte minas y él dice que te quiere mandar a su padre, para que rescates a mi hijo y se haga un intercambio de nuestros hijos entre los dos.
FILÓCRATES: Estoy del todo a tu disposición y a la suya; podéis utilizarme como si fuera una rueda: lo mismo puedo dar una vuelta hacia acá que hacia allá, según lo que me mandéis.
HEGIÓN: Al ser de esa condición no haces sino obrar en interés propio, llevando la esclavitud como se debe. Ven conmigo. (A Tíndaro.) Aquí le tienes.
TÍNDARO: Mucho te agradezco el que me des la ocasión y la posibilidad de mandar a mi esclavo como mensajero a mis padres, para que le comunique a mi padre detalladamente cómo me va y cuáles son mis deseos. Hegión y yo, Tíndaro, nos hemos puesto de acuerdo en tasarte y mandarte luego a la Élide a mi padre y en que, si no vuelves, que le entregue veinte minas por tu persona.
FILÓCRATES: Me parece que habéis hecho bien. Porque tu padre está a la espera, o de mí, o de algún mensajero que le llegue de aquí.
TÍNDARO: Así pues, pon atención a lo que quiero que le comuniques a mi padre en la Élide.
FILÓCRATES: Filócrates, yo estoy dispuesto a hacer lo mismo que he hecho hasta ahora, empeñarme con todo mi corazón y toda mi alma y todas mis fuerzas por conseguir aquello que sirva a tus intereses.
TÍNDARO: No haces sino lo que debes. Ahora préstame atención: lo primero de todo saluda a mi madre y a mi padre y a mis parientes y también a todos los que me quieren bien que veas; diles que yo quedo aquí bien y que estoy al servicio de una persona excelente, que me trata y me ha tratado siempre con toda clase de consideraciones.
FILÓCRATES: Eso no me lo tienes que decir, que me lo tengo yo bien sabido.
TÍNDARO: Porque desde luego, aparte de que tengo un guardián, tengo la impresión de que soy libre. Dile a mi padre el acuerdo a que hemos llegado acerca del hijo de Hegión.
FILÓCRATES: Al buen entendedor con pocas palabras basta.
TÍNDARO: O sea, que lo rescate y lo mande aquí a cambio de nosotros dos.
FILÓCRATES: Lo tendré presente.
HEGIÓN: Pero lo más pronto posible, que es una cosa del mayor interés para ambas partes.
FILÓCRATES: Tú no deseas más ver a tu hijo que él al suyo.
HEGIÓN: A mí me es querido el mío, a cada uno el suyo.
FILÓCRATES: ¿Quieres algo más para tu padre?
TÍNDARO: Dile que yo quedo bien y que —y esto puedes decírselo con toda tranquilidad, Tíndaro— no ha habido entre nosotros disensión alguna, que ni tú te has hecho culpable de nada, ni yo te he sido hostil, y que aún en medio de tan grandes desgracias, has sido siempre obsequioso con tu amo, y que no me ha faltado nunca ni tu cooperación ni tu fidelidad en medio de los peligros y las privaciones. Cuando mi padre sepa todo esto, Tíndaro, cuáles son tus sentimientos para con su hijo y para con él mismo, estoy seguro que no será tan avaro que no te haga gracia de la libertad; yo también intercederé, si es que consigo volver de aquí, para que lo haga más fácilmente. Porque por mediación tuya y por tu bondad y tu hombría de bien y tu cordura has hecho que pudiera yo volver a mis padres, al haber declarado a Hegión la familia a la que pertenezco y mis riquezas, habiendo así librado a tu amo de las cadenas con tu sagacidad.
FILÓCRATES: Así lo he hecho como dices, y te agradezco que lo tengas presente. No tienes tú poca parte en que yo me haya portado así contigo; porque si yo ahora, Filócrates, hiciera recuento de todos tus beneficios para conmigo, se nos echaría la noche encima, que al igual que si fueras mi esclavo, no fuiste tú de otra manera obsequioso conmigo siempre.
HEGIÓN: ¡Dios mío, que gente tan noble! Me hacen saltárseme las lágrimas. Se quieren realmente de corazón. ¡Con qué elogios ha alabado el esclavo al amo!
FILÓCRATES: Por Dios, los elogios que ha hecho de mí no son ni la centésima parte de los que él mismo se merece.
HEGIÓN: (A Filócrates.) Ea pues, ya que has mostrado hasta aquí tan buena conducta, ahora es la ocasión de potenciar tus buenas obras cumpliendo con fidelidad lo que te ha sido encomendado.
FILÓCRATES: Mis deseos porque así sea igualan a mis esfuerzos por conseguirlo, y para que así lo sepas, Hegión, pongo por testigo al soberano Júpiter de que no seré infiel a Filócrates.
HEGIÓN: Eres una buena persona.
FILÓCRATES: Y de que no me portaré nunca con él de otra forma que conmigo mismo.
TÍNDARO: ¡Ojalá hagas verdaderas esas palabras con tus hechos! Y como no he dicho aún todo lo que quería de ti, préstame ahora atención y, por favor, no te molestes conmigo por lo que te voy a decir: yo te lo ruego, reflexiona que tú eres enviado a la patria bajo mi garantía, después de haber sido tasado, y que yo respondo aquí de ti con mi vida: no vayas a olvidarte de mí en cuanto que desaparezcas de mi vista, y después de haberme dejado como esclavo para responder de ti con mi esclavitud y tú te veas como un hombre libre, no vaya a ser que abandones a quien queda en prenda en lugar tuyo y no te ocupes de hacer volver aquí al hijo de Hegión a cambio de mí. Ten presente que te vas de aquí bajo la fianza de veinte minas. Sé fiel con quien es fiel contigo, no dejes tambalearse tu fidelidad en ruta, que yo estoy seguro que mi padre hará todo lo que corresponde. Haz eterna nuestra amistad y gánate la de Hegión, que ya te ha dado pruebas de ella. Yo te ruego por tu diestra, que estrecho ahora con la mía, que no me muestres menos fidelidad que te muestro yo a ti. Tenlo en cuenta: tú eres ahora para mí, mi amo, mi patrono, mi padre. En tus manos pongo todo lo que espero y lo que poseo.
FILÓCRATES: Basta ya de instrucciones. ¿Te quedas contento si te traigo cumplidos todos tus encargos?
TÍNDARO: Sí.
FILÓCRATES: Yo volveré bien acompañado, según tus deseos (a Tíndaro) y los tuyos (a Hegión). ¿Algo más?
TÍNDARO: Que vuelvas lo más pronto posible.
FILÓCRATES: Ni que decir tiene.
HEGIÓN: Ven conmigo al banquero, que te dé dinero para el viaje y al mismo tiempo le pediré el documento al pretor.
TÍNDARO: ¿Qué documento?
HEGIÓN: Un pasaporte, para que lo presente a nuestras tropas, para que le dejen marchar de aquí a su patria. Tú éntrate.
TÍNDARO: Buen viaje.
FILÓCRATES: Que te vaya bien.
HEGIÓN: Vaya que no he hecho un buen negocio al comprar a estos prisioneros del botín a los cuestores; si Dios quiere, he librado de la esclavitud a mi hijo. Y estuve dudando mucho tiempo si los compraba o no. A ver, vosotros, mucho cuidado con él ahí dentro, que no dé un paso aquí afuera sin alguien a su lado; yo vuelvo enseguida. Voy ahora a casa de mi hermano, a dar una vuelta a los otros cautivos y al mismo tiempo me informaré, si hay allí alguien que conozca al joven este. (A Filócrates.) Ven que te despida, esto corre más prisa. (Se van)
ACTO III.
Escena primera.
Ergásilo.
ERGÁSILO: Desgraciado de aquel que tiene que buscarse por sí mismo de comer y no lo encuentra sino a fuerza de fatigas, pero todavía más desgraciado aquel que lo busca con fatigas y no lo encuentra; y el más desgraciado de todos es aquel que, cuando tiene hambre, no tiene qué comer. Desde luego yo, ¡qué caray!, si pudiera, le sacaría con gusto los ojos al día de hoy. ¡Qué manera de poner a todos y cada uno de los mortales en contra mía! Yo no he visto nada ni más ayunado ni más hambriento ni de más poco éxito en todas sus empresas; así mi estómago y mi gaznate están en huelga de hambre; a este paso puede irse el oficio de gorrón a hacer puñetas, tal es la forma en que la juventud de hoy excluye a los bufones y a los desposeídos: no quieren saber ya nada de estos pobres espartanos, que se sientan a comer en sus taburetillos, estos aguantapalos, que saben decir gracias, pero andan a la cuarta pregunta en materia de víveres y de pesetas; sólo invitan a aquellos que, después que han comido, tienen posibilidades para corresponder por su parte a la invitación; ¡y luego! ellos mismos hacen la compra, cosa que era antes oficio de los gorrones, ellos mismos se van derechitos del mercado a los locales de bureo con la cabeza igual de alta que cuando en la asamblea pública condenan a los acusados culpables; una mierda les importan los bufones, no piensan más que en sí mismos. Pues es que cuando me fui ahora hace un rato de aquí, voy y me acerco a unos jóvenes en el foro; «hola», digo, «¿a dónde os parece que vayamos?» digo, y ellos, callados; «¿quién dice ‘venga, a mi casa’ o quién se ofrece?», digo; como si fueran mudos, todos en silencio, ni siquiera se me ríen; «dónde cenamos», digo; y ellos ‘que nones’. Digo uno de mis mejores chistes, que me valía antes cenas para un mes: nadie se ríe, yo me di cuenta enseguida que se habían puesto de acuerdo para portarse así: ni siquiera hubo uno que quisiera imitar a un perro con malas pulgas: al menos, ya que no se reían, que hubieran enseñado los dientes. Me marcho, al ver que se burlan de mí en esa forma, me acerco a otro grupo, y luego a otro: ¡todos igual! Se han puesto todos de acuerdo, lo mismo que los vendedores de aceite en el Velabro[7]. O sea, que me he venido, porque allí no hacen más que tomarme el pelo. Igualito que yo andaban por la plaza otros gorrones sin sacar prenda. Ahora estoy decidido a defender mis derechos según las leyes romanas: citaré ante los tribunales a quienes se han propuesto privarnos de alimentos y del derecho a la vida, y haré que les impongan un castigo, que me den diez cenas a discreción mía en tiempo de carestía. Ahora me voy al puerto, allí es la única esperanza comestible que me queda; si se me escabulle también ésa, me volveré aquí a casa del viejo, a la cena esa espinosa que decía. (Se va en dirección al puerto.)
Escena segunda
Hegión, Aristofonte.
HEGIÓN: ¿Qué cosa hay más satisfactoria que llevar a cabo un buen negocio con provecho también para el bien común, como he hecho yo ayer al comprar a estos dos prisioneros?; todos los que me ven se me acercan y me felicitan —pobre de mí, me han dejado agotado de tanto pararse conmigo y detenerme—; trabajillo me ha costado el salir a flote de un tal montón de felicitaciones, pobre de mí. Pero al fin, conseguí llegar al pretor; lo que es que luego allí, tampoco un momento de descanso: pido el documento de salvoconducto, me lo dan enseguida, se lo entrego a Tíndaro, se marcha en dirección a su patria. Entonces cojo enseguida el camino de casa, después que termino allí; de paso, me voy primero a casa de mi hermano, donde tengo otros cautivos. Pregunto si hay alguno que conozca a Filócrates de Élide; al fin grita éste (señalando a Aristofonte) que es amigo suyo; le digo que lo tengo en casa; él al instante me pide y me suplica que se le consienta verlo; doy enseguida orden de que lo suelten. Hale, ven conmigo, que se te cumplan tus deseos de ver a tu compañero. (Entran en casa.)
Escena tercera
Tíndaro.
TÍNDARO: (Saliendo de casa de Hegión.) Ahora sí que preferiría mil veces estar mejor muerto que vivo, ahora me dejan y me abandonan toda esperanza, todo recurso, cualquier clase de remedio. Éste es el día en el que no hay salvación alguna que esperar para mi vida; ni hay salida alguna para evitar mi perdición, ni esperanza que pueda sacudirme el miedo, ni tapujo alguno para mis engaños y mi ficción, ni hay perdón posible para mis perfidias, ni escapatoria para mis fechorías, ni hay en parte alguna refugio para mi audacia, ni asilo para mis engaños. Descubierto está lo que estaba encubierto, a la vista de todos quedan mis juegos malabares, todo ha salido a la luz, fuera de discusión está que me espera una mala muerte y que voy al encuentro de mi perdición pagando así por mi amo, y por mí mismo. Aristofonte me ha perdido al entrar ahora ahí en la casa; él me conoce, él es amigo y pariente de Filócrates. Ni la diosa de la Salvación en persona puede salvarme, aunque quisiera, ni hay medio alguno para ello, aparte de si se me ocurre alguna patraña, pero ¿cuál? ¡Maldición! ¿Qué voy a tramar?, ¿qué voy a inventar? Se me ocurren las tonterías y las locuras más grandes: no sé por dónde tirar.
Escena cuarta.
Hegión, Tíndaro, Aristofonte.
HEGIÓN: ¿A dónde puede haberse ido éste, que no está en casa?
TÍNDARO: Ahora sí que puedo darme por muerto; los enemigos se te acercan, Tíndaro. ¿Qué decir, qué contar, qué voy a negar, qué voy a confesar? Estoy lleno de incertidumbre. Mi situación es desesperada. ¡Ojalá te hubieran perdido los dioses antes de haber perdido la patria, tú, Aristofonte, que vienes a echarnos abajo todo nuestro edificio! La cosa está perdida, a no ser que se me ocurra alguna engañifa descomunal.
HEGIÓN: Ven, ahí le tienes, acércate y háblale.
ARISTOFONTE: ¿Por qué se diría que rehúyes mi mirada, Tíndaro? Me haces el mismo caso que si fuera un desconocido y no me hubieras visto en toda tu vida. Verdad es que yo soy ahora tan esclavo como tú, aunque en mi patria era libre y tú desde tu niñez fuiste esclavo en la Élide.
HEGIÓN: ¡Caray!, no me asombro en absoluto, si te esquiva a ti o a tu mirada o si no quiere cuentas contigo, le estás llamando Tíndaro en lugar de Filócrates.
TÍNDARO: Hegión, este hombre era sabido en Élide que es un loco furioso, no prestes oídos a lo que cuenta, porque en su patria ha perseguido a lanzadas a su madre y a su padre y a veces le ataca la enfermedad esa a la que se escupe[8], o sea que es mejor que te alejes de él.
HEGIÓN: ¡Largo de aquí!
ARISTOFONTE: ¿Qué dices, bribón? ¿Estás contando que yo estoy loco y que he perseguido a lanzadas a mi padre y que tengo la enfermedad esa que me tienen que escupir encima?
HEGIÓN: No te apures, hay muchas personas que sufren esa enfermedad a los que les ayudó y les fue de provecho el que les escupieran.
ARISTOFONTE: Pero, ¿cómo? Entonces, ¿es que le das crédito a éste?
HEGIÓN: ¿De qué le voy a dar crédito?
ARISTOFONTE: De que yo estoy loco.
TÍNDARO: ¿No ves con qué cara tan aviesa mira? Lo mejor es apartarse, Hegión; es lo que te acabo de decir, le está viniendo el ataque, ten cuidado.
HEGIÓN: Yo pensé enseguida que estaba loco, al oír que te llamaba Tíndaro.
TÍNDARO: Pero si a veces se le olvida hasta su propio nombre y no sabe ni quién es.
HEGIÓN: Pero decía que tú eras amigo suyo.
TÍNDARO: No me digas, a ese tenor Alcmeón y Orestes y Licurgo son amigos míos lo mismito que ése[9].
ARISTOFONTE: Pero bribón, ¿te empeñas en seguir insultándome? ¿No te conozco yo acaso?
HEGIÓN: Por Dios, bien claro está que no le conoces, porque le llamas Tíndaro en vez de Filócrates: desconoces al que ves y nombras al que no ves.
ARISTOFONTE: No, sino al revés, es que éste dice que es quien no es y afirma que no es quien en realidad es.
TÍNDARO: O sea que resulta que tú quedas por encima de Filócrates en veracidad.
ARISTOFONTE: Demonio, por lo que veo, resulta que tú dejas por falsa la verdad con tus mentiras. Pero, venga, por favor, mírame a la cara.
TÍNDARO: Sí, y qué.
ARISTOFONTE: Dime ahora: ¿sigues afirmando que no eres Tíndaro?
TÍNDARO: Sí que lo afirmo.
ARISTOFONTE: ¿Dices que eres Filócrates?
TÍNDARO: Sí que lo soy, digo.
ARISTOFONTE: (A Hegión.) ¿Y tú le crees?
HEGIÓN: Más al menos que a ti, o a mí. Porque ése que tú dices, ha salido hoy de aquí en dirección a la Élide, a casa del padre de éste.
ARISTOFONTE: ¡Qué padre, si éste es un esclavo!
TÍNDARO: Tú también eres un esclavo y has sido libre y yo confío que lo seré, si consigo la libertad para el hijo de éste.
ARISTOFONTE: ¿Qué dices, miserable, afirmas que tú has nacido libre?
TÍNDARO: Yo no digo que soy libre, sino Filócrates.
ARISTOFONTE: ¿Cómo? ¡Ay Hegión, cómo se burla de ti, el malvado!, porque éste es un esclavo y bien esclavo, ni tuvo jamás otro esclavo que él mismo.
TÍNDARO: ¿Porque tú eres un menesteroso en tu patria y no tienes allí donde caerte muerto, quieres que todos sean como tú? No haces nada nuevo: es propio de los desgraciados ser hostiles y envidiosos para con los bienes de los demás.
ARISTOFONTE: Hegión, mira por favor que no persistas en creer sin más a éste; y, por lo que veo, te ha hecho ya una buena jugada, eso de que dice que va a redimir a tu hijo, no me gusta en absoluto.
TÍNDARO: Bien sé que tú no quieres que sea así, pero yo lo conseguiré a pesar de eso, si Dios quiere. Yo le devolveré a su hijo y él a mí a mi padre en la Élide. Para eso he mandado a Tíndaro a mi padre.
ARISTOFONTE: Tú mismo eres Tíndaro y no hay en toda la Élide otro esclavo con ese nombre.
TÍNDARO: ¿Te empeñas en seguir echándome en cara que soy un esclavo, una cosa de la que sólo tiene la culpa la violencia del enemigo?
ARISTOFONTE: Verdaderamente no puedo ya contenerme.
TÍNDARO: Eh, Hegión, ¿no oyes lo que dice? ¿Por qué no sales corriendo? Este nos va a perseguir a pedradas, como no des orden de que lo sujeten.
ARISTOFONTE: Estoy desesperado.
TÍNDARO: Le arden los ojos, ya le viene el ataque, Hegión, ¿no ves cómo se le pone todo el cuerpo lleno de manchas lívidas? La bilis negra le atormenta.
ARISTOFONTE: Demonio, si este viejo tuviera dos dedos de frente te atormentaría a ti la pez negra en manos del verdugo y echaría llamas en tu cabeza.
TÍNDARO: Está delirando, tiene un demonio dentro del cuerpo, Hegión.
HEGIÓN: ¿Doy orden de que lo sujeten?
TÍNDARO: Mejor sería.
ARISTOFONTE: Me desespero de no tener una piedra para hacerle saltar los sesos a ese bribón, que me vuelve loco con lo que está diciendo.
TÍNDARO: ¿No estás oyendo que busca una piedra?
ARISTOFONTE: Hegión, quiero hablar contigo a solas.
HEGIÓN: Háblame desde ahí lejos, si quieres decirme algo; yo te oigo.
TÍNDARO: Claro, que, si te acercas un poco más, te arrancará la nariz de un muerdo.
ARISTOFONTE: No creas, Hegión, que yo estoy loco ni que lo he estado jamás, ni que tengo la enfermedad que dice ése. Pero si tienes miedo de mí, da orden de que me aten: consiento en ello, con tal de que se le ate también a éste.
TÍNDARO: No, Hegión, que le aten a él, él es quien lo quiere.
ARISTOFONTE: Calla ya; ya verás tú, Filócrates de pega, cómo vas a quedar descubierto por lo que eres, Tíndaro y nada más que Tíndaro. ¿Qué me quieres ahora con esos guiños?
TÍNDARO: ¿Que yo te hago guiños?
ARISTOFONTE: ¡Qué no haría éste, si no estuvieras tú presente, Hegión!
HEGIÓN: ¿Qué te parece? ¿Le abordo, a pesar de su locura?
TÍNDARO: ¡Tonterías! Se burlará de ti, empezará a contarte cosas sin pies ni cabeza: no le falta más que el disfraz para parecer Áyax cuando loco[10] en persona.
HEGIÓN: Me da igual, así y todo, voy a hablarle.
TÍNDARO: (Aparte.) Ahora sí que estoy del todo perdido, ahora está el hacha a punto de caer sobre mi cabeza, no sé qué hacer.
HEGIÓN: Aquí me tienes, Aristofonte, si es que tienes algo que decirme.
ARISTOFONTE: Tú vas a oír de mí, Hegión, cosas que son verdaderas, aunque tú las tienes ahora por falsas. Pero lo primero, quiero subsanar ese error de que estoy loco o de que tengo alguna clase de enfermedad, aparte de que sirvo como esclavo. Pero así el rey de los dioses y los hombres me devuelva a mi patria, como ese Filócrates no es más Filócrates que yo o que tú.
HEGIÓN: Tú, entonces, dime, ¿quién es?
ARISTOFONTE: El que te dije yo antes desde un primer momento; si resultara no ser así, no tengo nada en contra de quedarme aquí para siempre a tu servicio con pérdida de mis padres y de mi libertad.
HEGIÓN: (A Tíndaro.) Y tú, ¿qué dices?
TÍNDARO: Que yo soy tu esclavo y tú mi señor.
HEGIÓN: No es eso lo que te pregunto. ¿Eres tú libre?
TÍNDARO: Sí que lo era.
ARISTOFONTE: Pues no lo era, está chungueándose.
TÍNDARO: ¿Y cómo lo sabes tú? ¿Es que fuiste tú la comadrona de mi madre, que te atreves a afirmar eso con tanta seguridad?
ARISTOFONTE: Yo te he visto de niño, cuando yo era niño.
TÍNDARO: Y yo te veo ahora mayor, cuando yo soy mayor: ahí tienes la vuelta. Harías mejor en no meterte en mis asuntos. ¿Me meto yo acaso en los tuyos?
HEGIÓN: (A Aristofonte.) ¿Se llama el padre de éste Tesaurocrisonicocrisides?
ARISTOFONTE: No, ni he oído yo jamás ese nombre hasta hoy. El padre de Filócrates se llama Teodoromedes.
TÍNDARO: (Aparte.) ¡Muerto soy! Tú, maldito corazón, a ver si nos calmamos; a la horca contigo; tú ahí pegando brincos, y yo casi no me puedo tener de miedo.
HEGIÓN: ¿Es que no está ya más claro que el agua que éste era esclavo en la Élide y que no es Filócrates?
ARISTOFONTE: Desde luego, tan claro como imposible que fueras a comprobar que no es así. Pero, ¿dónde está ahora Filócrates?
HEGIÓN: Donde yo no querría de forma alguna y él de todas. O sea, que he sido embaucado y hecho trizas, desgraciado de mí, por las maquinaciones de este malvado, que me ha tomado el pelo como le ha dado la gana con sus engaños. Pero, mira si estás en lo cierto.
ARISTOFONTE: Yo te digo lo que tengo bien sabido y bien reflexionado.
HEGIÓN: ¿Seguro?
ARISTOFONTE: Tan seguro, digo, que no encontrarás otra seguridad más segura que ésta; Filócrates y yo hemos sido siempre amigos desde niños.
HEGIÓN: A ver, descríbeme entonces a tu amigo Filócrates.
ARISTOFONTE: Delgado de cara, nariz aguileña, piel blanca, ojos negros, el pelo tirando a rojo, crespo y rizado.
HEGIÓN: Exacto.
TÍNDARO: (Aparte.) Sí, exacto, ¡maldición!, que me he levantado hoy con el pie izquierdo. ¡Ay de las desgraciadas vergas, que van a encontrar hoy la muerte sobre mis espaldas!
HEGIÓN: Veo que me han engañado.
TÍNDARO: (Aparte.) ¿Por qué os tardáis, grillos, en correr hacia mí y estrechar mis piernas, para que os custodie?
HEGIÓN: ¡Malditos cautivos!, nada, que soy el cazador cazado. El que se marchó hacía como que era esclavo, éste como que era libre: he dejado escapar la almendra y me he quedado con la cáscara. ¡Imbécil de mí, me la han pegado de todas, todas! Pero lo que es éste no se va a reír de mí. ¡Cólafo, Cordalión, Corax, salid, traed las sogas!
CÓLAFO: ¿Qué, asunto de leña?
Escena quinta.
Hegión, Tíndaro, Aristofonte.
HEGIÓN: Ponedle las esposas a este bribón.
TÍNDARO: ¿Qué significa esto? ¿Qué delito he cometido?
HEGIÓN: ¿Que qué delito has cometido, tú, grandísimo sembrador y escardador y cosechero de maldades?
TÍNDARO: ¿Por qué no ha dicho primero rastrillador? Porque los labradores rastrillan siempre antes de escardar.
HEGIÓN: ¡Anda, anda, con qué atrevimiento me hace cara!
TÍNDARO: Un esclavo sin culpa y sin tacha puede permitirse ser atrevido, sobre todo con su amo.
HEGIÓN: Venga, atadle las manos bien atadas.
TÍNDARO: Tuyo soy, si quieres, di que me las corten. Pero, ¿qué es lo que pasa?, ¿por qué estás airado conmigo?
HEGIÓN: Porque con tus malditos engaños y tus mentiras me has destrozado a mí y a mi fortuna y me has hecho trizas mis bienes, en lo que estaba en tu mano. Has acabado con todos mis proyectos y mis planes al robarme a Filócrates con tus engaños. Yo creí que él era esclavo y tú libre, tal como me lo dijisteis, cambiando los nombres entre vosotros.
TÍNDARO: Confieso que tienes razón y que él se ha escapado fraudulentamente por obra mía y por mi astucia; por favor, yo te ruego, ¿es éste el motivo por el que estás airado conmigo?
HEGIÓN: ¡Y que me las vas a pagar bien pagadas!
TÍNDARO: Con tal que no perezca por haberme portado mal, me trae sin cuidado. Si yo sufro aquí la muerte y él no vuelve como dijo, será para mí después de muerto una acción digna de memoria el haber hecho volver a mi amo del cautiverio y del poder de los enemigos a su patria y a su padre y el haber preferido exponer mi vida al peligro, que no que él pereciera.
HEGIÓN: ¡Venga, disfruta de tu gloria en el otro mundo!
TÍNDARO: Quien muere heroicamente, no perece.
HEGIÓN: Cuando yo te atormente con los peores suplicios y te dé muerte por tus tejemanejes, da igual que digan que has muerto o que has perecido: con tal que mueras, no impido a nadie que diga que vives.
TÍNDARO: Por Dios, si haces eso, no lo harás sin castigo, si es que vuelve aquí mi compañero, como es mi esperanza.
ARISTOFONTE: ¡Dios mío, ahora me doy cuenta, ahora sé qué es lo que ocurre aquí! Mi amigo Filócrates está en libertad con su padre en la patria. Un motivo de satisfacción para mí, que no hay otra persona a quien más se lo deseara; pero me duele el haberle hecho un perjuicio a éste, que está ahora entre cadenas por culpa mía y de mis palabras.
HEGIÓN: ¿No te había yo prohibido decirme mentiras?
TÍNDARO: Sí.
HEGIÓN: ¿Por qué te has atrevido entonces a mentirme?
TÍNDARO: Porque la verdad hubiera perjudicado a quien yo quería ayudar; en cambio la mentira le ha sido de provecho.
HEGIÓN: Pero te perjudicará a ti.
TÍNDARO: Muy bien; porque he salvado a mi joven amo y eso me es un motivo de alegría, que el padre me había encomendado a mí su custodia, ¿o es que piensas tú que es eso una mala acción?
HEGIÓN: Una acción malísima.
TÍNDARO: Pero yo tengo una opinión distinta y te digo que es una buena acción. Reflexiona: si un esclavo tuyo hiciera lo mismo con tu hijo, ¿qué agradecimiento no le tendrías?, ¿no le darías la libertad?, ¿no te sería el predilecto entre todos los esclavos? Contéstame.
HEGIÓN: Seguramente.
TÍNDARO: Entonces, ¿por qué estás airado conmigo?
HEGIÓN: Porque le fuiste más fiel a él que a mí.
TÍNDARO: Y qué, ¿querías que en un plazo de 24 horas fueras a poder convencer a un hombre recién hecho prisionero y recién comprado, de que mirara más por ti que no por una persona con la que llevaba toda su vida desde su niñez?
HEGIÓN: Pues pídele a él que te lo agradezca. Llevadle que se le pongan unos buenos y pesados grillos; de allí irás luego a las canteras; si mientras los otros extraen ocho bloques de piedra no haces tú la mitad más de trabajo cada día, se te pondrá el nombre de Milazotes.
ARISTOFONTE: Por Dios, yo te suplico, Hegión, no pierdas a este hombre.
HEGIÓN: Se pondrán los medios: de noche se le custodiará bien sujeto, de día sacará las piedras bajo tierra; yo le atormentaré largo tiempo, no creas que le voy a despachar en un solo día.
ARISTOFONTE: ¿Seguro?
HEGIÓN: La muerte no lo es más. Llevadle enseguida a Hipólito el herrero, decidle que le ponga unos grillos bien gruesos, después haced que sea conducido fuera de la ciudad a mi liberto Córdalo a las canteras y le decís que quiero que se le trate de tal modo que no le vaya peor que al que le va peor que a ninguno.
TÍNDARO: ¿A qué voy yo a querer salvarme en contra de tu voluntad? El riesgo de mi vida es al mismo tiempo un riesgo para ti. Después de la muerte, una vez muerto no tengo ningún mal que temer. Aún en el caso de que siga sirviendo hasta una edad muy avanzada, con todo, es corto el espacio de tiempo en que tenga que soportar los males con que me amenazas. Adiós, que te vaya bien, aunque en sí merecerías que te hablara de otra manera. Tú, Aristofonte, ojalá que te alcance la suerte que corresponde a tu conducta para conmigo, que tú eres el que tienes la culpa de lo que me sucede.
HEGIÓN: Lleváosle.
TÍNDARO: Ahora sólo te pido una cosa, que, si vuelve Filócrates, me permitas verle.
HEGIÓN: Muertos sois, si no os le lleváis inmediatamente de mi vista.
TÍNDARO: ¡Por Dios, esto se llama hacer violencia, de un lado me empujan, de otro me arrastran! (Se lo llevan.)
HEGIÓN: ¡Ea! Ya va derecho camino de la encerrona, tal como se merece. Les voy a dar una buena lección a los otros cautivos, para que a nadie le entren ganas de hacer algo parecido. Si no hubiera sido porque éste me lo ha descubierto, todavía me estarían tomando el pelo con sus patrañas. Ahora, bien seguro es que no volveré en adelante a creer nada a nadie, basta con haber sido engañado una vez. Desgraciado de mí, yo que esperaba poder librar a mi hijo de la esclavitud; vana es ya esa esperanza; perdí a uno de mis hijos, cuando era un niño de cuatro años, que me robó un esclavo, sin que me fuera posible encontrar ni al esclavo ni a mi hijo; el otro ha caído de mayor en poder del enemigo. ¿Cómo he podido merecer una tal desgracia? Como si hubiera tenido hijos más que para quedar privado de ellos. (A Aristofonte.) Ven conmigo, que te lleve a donde estabas. Desde luego que en adelante no voy a tener compasión de nadie, que tampoco la tiene nadie conmigo.
ARISTOFONTE: Había tenido el augurio de que estaba ya libre de cadenas, ahora hay que volver a reinaugurarlas de nuevo.
ACTO IV
Escena primera.
Ergásilo.
ERGÁSILO: Soberano Júpiter, gracias por tu protección y por tu favor; de ti recibo suculencias sobre toda ponderación, honras, ganancias, diversiones, bromas, fiestas, días de asueto, caravanas de provisiones, una despensa bien abastada, borracherías, hartones, felicidad. Y desde luego que no me voy a andar suplicando más a nadie; porque ahora puedo yo según me venga en gana o prestar servicios a mis amigos o vengarme de mis enemigos, tan grande es la dulce dulzura de que me ha colmado este dulce día; ¡menuda es la herencia que me ha caído en suerte, libre de cargos y obligaciones! Ahora derecho a casa de Hegión, a quien le soy portador de una felicidad tan grande como él mismo se espera de los dioses, y aún mayor. Ahora, ya está, así como hacen los esclavos en las comedias, me arremangaré la capa y echaré a correr, para que sea yo el primero en darle la noticia, una noticia, que, si no me equivoco, me va a valer la pitanza para todos los días de mi vida.
Escena segunda.
Hegión, Ergásilo.
HEGIÓN: Cuanto más vueltas le doy al asunto este, más disgusto me entra. ¡Mira que habérseme burlado de esa manera y no haberme yo dado cuenta de ello! Cuando se sepa, voy a ser objeto de risa en toda la ciudad; en cuanto que me presente en el foro dirán todos: «Éste es el viejo ese tan listo al que se la han pegado». Pero ¿no es Ergásilo ese que veo ahí a lo lejos? Lleva la capa al hombro, ¿por qué será?
ERGÁSILO: Déjate de dilaciones, Ergásilo, y pon manos a la obra. Mucho cuidado con ponerse nadie en medio de mi camino, como no sea alguno que piense haber vivido bastante: el suelo va a besar, quien se me ponga al paso.
HEGIÓN: (Aparte.) Este hombre se dispone a echar un combate de boxeo.
ERGÁSILO: ¡Y que es que no hay más! Por eso, que todos sigan su camino y no se pare nadie aquí en esta plaza a charlar de sus cosas, porque mi puño es una honda y mi codo una catapulta, el hombro un ariete, al suelo voy a tumbar al que toque mi rodilla, los propios dientes va a tener que recoger de la tierra todo el que se tope conmigo.
HEGIÓN: ¿Qué amenazas son ésas? No salgo de mi asombro.
ERGÁSILO: Y haré que se acuerden de por vida de este día y de mi persona.
HEGIÓN: Pero, ¿qué es lo que quiere éste con esa serie de amenazas?
ERGÁSILO: Lo aviso con antelación, para que nadie caiga en la trampa por culpa propia: quedaos quietos en casa, evitad mis furias.
HEGIÓN: Milagro si no es el estómago, de dónde saca una desfachatez tal: desgraciado de aquel, a cuya mesa se ha cogido éste tales aires.
ERGÁSILO: Luego los dichosos molineros, que tienen cerdos y los engordan a fuerza de salvado y apestan de tal forma, que no hay quien pase por delante de un molino; como le llegue a echar la vista a un cerdo de ésos en la calle, les voy a sacudir a sus dueños a fuerza de puños todo el salvado que tienen encima de su casposa cabeza.
HEGIÓN: Son reales órdenes las que da. ¡Qué tono tan imperioso! Seguro que es que está bien harto, del estómago le viene tanto optimismo.
ERGÁSILO: Y luego los pescadores, que ofrecen al público pescado pocho, transportado en jamelgos de torturante trote; con su peste hacen largarse al foro a todos los paseantes de los atrios de la basílica: a la cara les voy a tirar yo sus banastas de pescado, para que se enteren del suplicio que hacen pasar a las narices ajenas. Después los carniceros, que dejan a las pobres ovejas huérfanas de sus crías y ponen a la venta los corderos como si fueran creciditos y a punto de matar, y dan la carne de cordero al doble de su precio, que dan el nombre de manso cebado a los carneros viejos; como llegue yo a echar la vista encima a un carnero de ésos, te aseguro que voy a hacer del carnero y de su dueño los más desgraciados de los mortales.
HEGIÓN: ¡Bravo! Éste da órdenes como un alguacil, milagro que no le han nombrado los etolios policía del mercado.
ERGÁSILO: Yo no soy ahora un gorrón, sino el rey más real de todos los reyes, menudas provisiones de víveres se encuentran en el puerto para mi estómago. Pero caigo en falta con no darle enseguida un alegrón al viejo Hegión, hoy por hoy el más dichoso de todos los mortales.
HEGIÓN: ¿Qué alegría será esa con la que se alegra tanto de alegrarme?
ERGÁSILO: ¡Eh! ¿Dónde estáis? ¿No hay nadie? ¿No sale nadie a abrir la puerta?
HEGIÓN: Éste se recoge aquí a cenar en mi casa.
ERGÁSILO: ¡Abrid las puertas de par en par, antes que acabe con ellas y las hagas pedazos a fuerza de golpes!
HEGIÓN: Estoy deseando hablarle. ¡Ergásilo!
ERGÁSILO: ¿Quién llama a Ergásilo?
HEGIÓN: ¡Vuelve tus ojos hacia mí!
ERGÁSILO: Me mandas hacer lo que la fortuna no hace ni hará contigo. Pero, ¿quién habla?
HEGIÓN: Mira para acá, soy Hegión.
ERGÁSILO: ¡Oh tú, el mejor entre los mejores!, ¡qué a punto me sales al paso!
HEGIÓN: Tú has encontrado en el puerto a quien sea para cenar con él, por eso vienes con esos aires.
ERGÁSILO: ¡Choca la pala!
HEGIÓN: ¿La pala?
ERGÁSILO: Sí, venga esa mano, digo, pero ahora mismo.
HEGIÓN: Ten.
ERGÁSILO: Alégrate.
HEGIÓN: ¿Por qué me voy a alegrar?
ERGÁSILO: Porque te lo mando yo, venga, alégrate.
HEGIÓN: Bien sabe Dios que son mayores mis penas que mis alegrías.
ERGÁSILO: No te sofoques, que verás cómo te saco yo del cuerpo todas tus penas. Te digo que puedes alegrarte con toda tranquilidad.
HEGIÓN: Me alegro, a pesar de no saber por qué me alegro.
ERGÁSILO: Gracias. Da órdenes de...
HEGIÓN: ¿De qué voy a dar órdenes?
ERGÁSILO: De que se encienda una buena lumbre.
HEGIÓN: ¿Una buena lumbre?
ERGÁSILO: Sí, una buena lumbre, una lumbre grande.
HEGIÓN: Qué, tú, pozo sin fondo, ¿te piensas que voy a prender fuego a mi casa por mor de ti?
ERGÁSILO: No te sofoques. ¿Das orden o no das orden de que se pongan al fuego las ollas, que se lave la vajilla, que se ponga a calentar en las ardientes vasijas el tocino de jamón y los demás manjares? Y di que vaya otro a comprar pescado.
HEGIÓN: Éste sueña despierto.
ERGÁSILO: Y otro que compre carne de cerdo y de cordero y pollos.
HEGIÓN: Anda, que sabes vivir bien, si hubiera de qué.
ERGÁSILO: Jamón y lamprea, bacalao, escombro, raya y atún, y queso fresco.
HEGIÓN: Te va a ser más fácil nombrar todos esos platos que comerlos aquí en mi casa, Ergásilo.
ERGÁSILO: ¿Pero es que te crees que yo digo todo esto por interés mío?
HEGIÓN: Ergásilo, ni vas a quedarte sin comer algo hoy aquí, ni va a ser mucho más que algo lo que comas, no te llames a engaño. O sea, que es mejor que traigas el estómago preparado para una comida corriente.
ERGÁSILO: Pero hombre, si es que verás cómo hago que seas tú mismo el que estés dispuesto a hacer esos gastos, aunque yo te lo prohíba.
HEGIÓN: ¿Yo?
ERGÁSILO: Sí, tú.
HEGIÓN: O sea, que entonces tú eres mi amo.
ERGÁSILO: Mejor dicho, uno que te quiere bien. ¿Quieres que te haga feliz?
HEGIÓN: Por supuesto, mejor que no desgraciado.
ERGÁSILO: Venga, choca la pala.
HEGIÓN: Aquí.
ERGÁSILO: Los dioses todos te favorecen.
HEGIÓN: No lo noto por ninguna parte.
ERGÁSILO: No estás en una notaría, por eso no lo notas[11]. Pero di que te preparen enseguida las vasijas purificadas para el servicio divino y que te traigan un cordero sin tacha y gordo.
HEGIÓN: ¿Para qué?
ERGÁSILO: Para que ofrezcas un sacrificio.
HEGIÓN: ¿A cuál dios?
ERGÁSILO: A mí, ¡caray!, porque yo soy ahora para ti el soberano Júpiter, yo te soy también la Salud, la Fortuna, la Luz, la Alegría, el Gozo; o sea, que procura hacerte propicio a este dios, dejándole bien harto.
HEGIÓN: Me parece que tienes hambre.
ERGÁSILO: A mí es al que lo parece, todavía más que a ti.
HEGIÓN: Como quieras, yo me amoldo a todo.
ERGÁSILO: Eso me lo creo yo muy bien, que de chico estabas hecho a ello.
HEGIÓN: ¡Mal rayo te parta!
ERGÁSILO: A ti, te juro —tú, quiero decir—, tendrías que darme las gracias por una noticia, una felicísima noticia que te traigo ahora del puerto; ahora sí que tengo motivo para aceptar tu invitación.
HEGIÓN: Quita, necio, llegas demasiado tarde.
ERGÁSILO: Pues si hubiera venido antes, entonces sí que lo dirías con razón; ahora, escucha la buena noticia que te traigo: acabo de ver en el puerto a tu hijo Filopólemo, vivo, sano y salvo en barco oficial y junto con él al muchacho ese de Élide y a tu esclavo Estalagmo, el que se fugó, el que te robó a tu hijo de cuatro años.
HEGIÓN: Vete al cuerno, te estás burlando de mí.
ERGÁSILO: Así me sea propicia la Santa Hartura, Hegión, y se digne honrarme con su nombre, como es verdad que lo he visto.
HEGIÓN: ¿A mi hijo?
ERGÁSILO: Al hijo tuyo y genio tutelar mío.
HEGIÓN: ¿Y al cautivo ese de la Élide?
ERGÁSILO: Sí, por Apolo.
HEGIÓN: ¿Y a mi esclavo Estalagmo, el que me robó a mi hijo?
ERGÁSILO: Sí, por Kora.
HEGIÓN: ¿Y hace ya mucho...
ERGÁSILO: Sí, por Preneste.
HEGIÓN: ... que ha llegado?
ERGÁSILO: Sí, por Signia.
HEGIÓN: ¿De verdad?
ERGÁSILO: Sí, por Frosinone.
HEGIÓN: Mira bien lo que dices.
ERGÁSILO: Sí, por Alatrio.
HEGIÓN: Pero, ¿por qué juras por esas ciudades extranjeras?
ERGÁSILO: Pues porque tienen unos nombres igual de ásperos, como decías tú de tus comidas.
HEGIÓN: ¡Ay de...
ERGÁSILO: ... ti! por no creerme lo que te digo con toda verdad. Pero Estalagmo, ¿qué nacionalidad tenía cuando se fue de aquí?
HEGIÓN: Siciliana.
ERGÁSILO: Pues ahora no es siciliano, sino del país de los boyos, porque duerme con un virote de esos que llaman boia; yo creo que se la han dado por esposa, a ver si tiene hijos.
HEGIÓN: Dime bajo palabra de honor, si es verdad lo que me has dicho.
ERGÁSILO: Palabra de honor.
HEGIÓN: ¡Dios mío, es como si volviera a nacer, si es verdad lo que me cuentas!
ERGÁSILO: Pero bueno, ¿vas a seguir dudando, después de haberte hecho un juramento solemne? Después de todo, Hegión, si no das crédito a mi juramento, acércate al puerto a verlo tú mismo.
HEGIÓN: Eso es lo que voy a hacer. Tú ocúpate en casa de lo que haga falta: coge, pide, saca de la despensa lo que quieras. Quedas nombrado mi despensero.
ERGÁSILO: Tú, de verdad, si no me paso bien de la raya en mis suministros, péiname con un bastón.
HEGIÓN: Yo te prometo el sustento para todos los días de tu vida, si es verdad lo que me cuentas.
ERGÁSILO: ¿Y quién se encarga de los gastos?
HEIÓN: Yo y mi hijo.
ERGÁSILO: ¿Me lo prometes?
HEGIÓN: Prometido está.
ERGÁSILO: Y yo por mi parte te prometo, que tienes aquí a tu hijo.
HEGIÓN: Hale, ocúpate de todo lo mejor que puedas.
ERGÁSILO: Hala, buen viaje de ida y vuelta.
Escena tercera.
Ergásilo.
ERGÁSILO: Hegión se ha marchado y ha dejado a mi cargo la dirección general de asuntos alimenticios. Dioses inmortales, ni un canal de cerdo voy a dejar sin cortarle el pescuezo; qué gran ruina amenaza a los jamones, qué epidemia va a caer sobre el tocino, cómo se van a consumir las tetillas, qué gran desgracia para los chicharrones, qué gran fatiga para los carniceros, para los tratantes de ganado porcino. Pues si me pusiera a enumerar otros artículos pertenecientes a la manutención del estómago, sería cuento de nunca acabar. Ahora voy, para en funciones de mi cargo, administrar justicia al tocino y prestar auxilio a los jamones, que cuelgan sin haber sido sentenciados. (Entra en casa de Hegión.)
Escena cuarta.
Esclavo.
ESCLAVO: Júpiter y los dioses todos te confundan a ti y a tu estómago, Ergásilo, y a todos los gorrones y a cualquiera que de aquí en adelante los invite a cenar. ¡Qué desastre, qué calamidad, qué tormenta la que ha caído sobre nuestra casa! Parecía un lobo hambriento, hasta tuve miedo de que me atacara también a mí. *** ¡Uf!, estaba todo amedrentado. ¡Qué manera de rechinarle los dientes! Vino y puso patas arriba toda la alacena, cogió una espada, cortó las mollejas a tres cerdos en canal, rompió todas las ollas y todos los pucheros aparte de los que hacían un celemín. Estaba preguntando al cocinero, si no sería mejor poner al fuego los toneles. Ha descerrajado todas las puertas de las bodegas y abierto el aparador. Por favor, muchachos, vigiladle. Yo voy a buscar al amo, le diré que se prepare otra despensa, si es que quiere poder hacer uso de ella; porque tal como éste la está preparando, o no existe ya o dejará pronto de existir.
ACTO V
Escena primera.
Hegión, Filopólemo, Filócrates.
HEGIÓN: Bien debo dar las gracias más efusivas a Júpiter y a los dioses todos por haberte devuelto a tu padre y por haberme librado de las penas tan grandes que he tenido que soportar al verme privado de ti, y por ver a Estalagmo en nuestro poder y por no habernos salido fallida la fidelidad de Filócrates.
FILOPÓLEMO: Bastante es ya lo que he sufrido, bastante lo que he pasado a fuerza de inquietudes y de lágrimas, bastante he escuchado ya todas las penas que me has contado en el puerto. Ahora, a lo que estamos.
FILÓCRATES: ¿Qué dices tú ahora, después que te he guardado mi palabra y te he devuelto libre a tu hijo?
HEGIÓN: Tú, Filócrates, te has portado en una forma tal, que no me será posible agradecerte nunca los servicios que nos has prestado, a mí y a mi hijo.
FILOPÓLEMO: Sí que te es posible, padre y te lo será, y los dioses hagan que recompenses como se merece a nuestro bienhechor su beneficio tal como se lo merece; tú puedes realmente, padre mío, recompensarle su inmenso beneficio.
HEGIÓN: Basta de palabras; sea lo que sea lo que me pidas, no serán mis labios los que te lo nieguen.
FILÓCRATES: Yo te pido, Hegión, que me devuelvas al esclavo que dejé aquí como rehén por mi persona; él fue siempre más bueno conmigo que para sí mismo: devuélvemelo, que pueda darle la recompensa que merecen sus buenas obras.
HEGIÓN: Por el bien que me has hecho, se te concederá en agradecimiento lo que me pides, y no sólo esto, sino también cualquier otra cosa. Además, querría que no me tomes a mal el que la ira me haya inducido a darle malos tratos.
FILÓCRATES: ¿Qué es lo que has hecho?
HEGIÓN: Meterle cargado de cadenas en las canteras, al enterarme que había sido engañado.
FILÓCRATES: ¡Ay desgraciado de mí, haber caído por mi culpa tales padecimientos sobre una persona tan buena!
HEGIÓN: Por eso no quiero que me des ni un céntimo por él: llévatelo sin pagar nada, para que sea libre.
FILÓCRATES: Gracias, Hegión, eres muy generoso. Pero por favor, hazle venir.
HEGIÓN: De acuerdo. (A los esclavos.) ¿Dónde andáis? Id inmediatamente y traed a Tíndaro. Vosotros, entrad. Entretanto intentaré sacarle a esta estatua de zurriagazos qué ha sido de mi hijo el más pequeño. Vosotros tomad entretanto un baño.
FILOPÓLEMO: Ven conmigo dentro, Filócrates.
FILÓCRATES: Voy.
Escena segunda.
Hegión, Estalagmo.
HEGIÓN: Venga, acércate, buena pieza, encanto de esclavo.
ESTALAGMO: A ver, ¿qué voy a hacer yo si una persona como tú se pone a decir mentiras? Un guaperas, un tío con gracia sí que lo he sido, pero lo que es una persona de bien, ni lo fui nunca, ni lo seré jamás: no te hagas ilusiones de que vaya a ser nunca un hombre de provecho.
HEGIÓN: Yo creo que más o menos te das cuenta de la situación en que estás: si dices la verdad, será tu suerte, en vez de mala... un poquillo mejor. Habla con sinceridad y con verdad, aunque no lo hayas hecho hasta ahora en todos los días de tu vida.
ESTALAGMO: ¿Te crees que me vas a hacer salir los colores a la cara por decir tú lo mismo que yo confieso de mí?
HEGIÓN: Verás cómo te los hago salir, pero no sólo a la cara, sino por todo el cuerpo.
ESTALAGMO: Vaya, según eso, me estás amenazando con palos, como si no supiera lo que son; déjate ahora de pamplinas y hazme una oferta, si quieres conseguir de mí lo que pides.
HEGIÓN: No te faltan salidas. Pero ya hemos hablado bastante.
ESTALAGMO: Como quieras.
HEGIÓN: Éste, de jovencillo, era muy pronto a hacer favores; pero ahora ya, no hay nada que hacer. Vamos a lo que estamos; atiéndeme bien y contesta con exactitud a lo que te pregunte. Si me dices la verdad, mejorarás algo tu situación.
ESTALAGMO: ¡Pamplinas! ¿Te crees que no sé yo lo que me merezco?
HEGIÓN: Pero en tu mano está escapar a algo, sino a todo.
ESTALAGMO: El algo sí que lo evitaré, bien lo sé; pero serán muchos los castigos que caigan sobre mí, y con razón, porque me escapé y te robé tu hijo y lo vendí.
HEGIÓN: ¿A quién?
ESTALAGMO: A Teodoromedes Poliplusio en Élide, por seis minas.
HEGIÓN: ¡Dios mío, ése es el padre de Filócrates! ¡Filócrates! (Llamándolo.)
ESTALAGMO: Bueno, yo lo conozco mejor que tú y lo he visto muchas veces.
HEGIÓN: Soberano Júpiter, piedad para mí y para mi hijo. Filócrates, por tu vida te
ruego, sal aquí, que quiero hablarte.
Escena tercera.
Filócrates, Hegión, Estalagmo.
FILÓCRATES: Aquí me tienes, Hegión, dime qué es lo que quieres.
HEGIÓN: Éste dice que vendió mi hijo a tu padre por seis minas en Élide.
FILÓCRATES: ¿Cuánto tiempo hace de eso?
ESTALAGMO: Ahora va a hacer veinte años.
FILÓCRATES: Está mintiendo.
ESTALAGMO: O yo o tú, uno de los dos, porque tu padre te lo entregó a ti cuando eras un
niño de cuatro años.
FILÓCRATES: ¿Cómo se llamaba? A ver, si es verdad lo que dices, dímelo.
ESTALAGMO: Le llamaban Pegnio y vosotros le pusisteis después Tíndaro.
FILÓCRATES: ¿Y cómo no te conozco yo a ti?
ESTALAGMO: Porque es una cosa corriente el olvidarse y no conocer a aquellos de
quienes no hay nada que esperar.
FILÓCRATES: Y dime, ¿fue ése que dices que vendiste a mi padre el que se me dio a mí
luego como esclavo particular?
ESTALAGMO: Sí, el hijo de éste. (Hegión.)
HEGIÓN: ¿Vive?
ESTALAGMO: Yo cogí mi dinero y no me preocupé de más.
HEGIÓN: ¿Y qué dices tú? (A Filócrates.)
FILÓCRATES: Yo creo que Tíndaro es tu hijo, según lo que dice éste; él ha sido criado desde niño junto conmigo hasta la juventud y así como Dios manda.
HEGIÓN: Si es que es verdad eso, soy al mismo tiempo un desgraciado y un hombre feliz: soy un desgraciado por haberme portado con él como no debía, si es que es mi hijo. ¡Ay, qué he hecho por una parte más, por otra menos de lo que debía! Me angustia el mal trato que le di. ¡Si pudiera deshacer lo hecho! Pero ahí viene, en un atuendo no conforme con sus merecimientos.
Escena cuarta.
Tíndaro, Hegión, Filócrates, Estalagmo.
TÍNDARO: Muchas veces he visto yo pintados los suplicios de los infiernos; pero no hay otro infierno que se pueda igualar con las canteras donde he estado; aquello es un lugar en donde no queda sino echar fuera del cuerpo la fatiga por medio del trabajo. Pues cuando llegué allí, así como a los niños de los ricos se les dan grajos, patos o codornices para que jueguen con ellos, igual se me dio a mí este pico (señalando el instrumento que tiene en la mano), para que me distrajera. Pero veo a mi amo a la puerta; y también a mi otro amo, que ha vuelto de Élide.
HEGIÓN: Salud, hijo mío de mi alma.
TÍNDARO: ¿Hm? ¿Qué es eso de «hijo mío»? ¡Ahá! Ya sé por qué hablas, así como si fueras mi padre y yo tu hijo, porque al igual que los padres, me das la posibilidad de ver la luz.
FILÓCRATES: ¡Hola, Tíndaro!
TÍNDARO: Hola, tú, por cuya causa estoy pasando estas fatigas.
FILÓCRATES: Pero ahora te traigo la libertad y las riquezas; porque éste, Hegión, es tu padre y éste es el esclavo que te raptó cuando tenías cuatro años y te vendió a mi padre por seis minas; mi padre te entregó luego a mí para que fueras mi esclavo particular, cuando yo era niño; él mismo nos lo ha revelado, porque nosotros lo hemos traído aquí de Élide.
TÍNDARO: ¿Y el hijo de Hegión?
FILÓCRATES: Ahí en casa tienes a tu hermano.
TÍNDARO: ¿De verdad has traído contigo al hijo de Hegión que había caído prisionero?
FILÓCRAES: Dentro en casa está, te digo.
TÍNDARO: De verdad que te has portado como una persona de bien.
FILÓCRATES: Ahora, aquí tienes a tu padre, y éste es el ladrón que te raptó de pequeño.
TÍNDARO: Y ahora que soy mayor, le voy a entregar a él a su edad al verdugo en pago de su robo.
FILÓCRATES: Merecido se lo tiene.
TÍNDARO: Te aseguro que le voy a dar el pago que merece. Pero tú, dime, por favor, ¿eres realmente mi padre?
HEGIÓN: Sí, hijo mío.
TÍNDARO: Ahora cuando lo pienso, se me viene a la memoria. Ahora por fin se me viene a la memoria haber oído, así como en una nebulosa, que mi padre se llamaba Hegión.
HEGIÓN: Sí, Hegión soy.
FILÓCRATES: Por favor, aligera a tu hijo de sus cadenas y haz caer su peso sobre el esclavo este.
HEGIÓN: Esto es lo primero que voy a hacer. Vamos dentro, que se haga venir un herrero, para que te quite esas cadenas y se las pongamos a ése.
ESTALAGMO: Como no poseo bienes ningunos, me vendrá bien este regalo.
EL CORO DE ACTORES
Distinguido público, esta comedia es una obra muy moral: no hay en ella ni indecencias, ni amoríos, ni suplantaciones de niños, ni dineros burlados, ni un joven enamorado que libera a una golfa a espaldas de su padre. No es frecuente que los poetas escriban comedias de esta clase, en las que los buenos tengan ocasión de hacerse aún mejores. Ahora vosotros, si os parece bien y si os hemos gustado y no os hemos aburrido, hacedlo patente con un aplauso, si es que queréis que la virtud tenga su recompensa.
FIN DE
LOS CAUTIVOS.
[1] Para la interpretación de estos versos se sigue, a falta de otra mejor, la propuesta de Lindsay en su comentario.
[2] Ope censi, los ricos en oposición a los capite censi, los proletarios.
[3] Juego de palabras en latín.
[4] Los perros molosos (cf. VIRGILIO, Geórg. III 405, velocis Spartae catulos acremque Molossum) se utilizaban para guardar los ganados y las casas (cf. HORACIO, Épod. 6, 5; Sat. II 6, 114).
[5] La porta Trigemina estaba situada entre el monte Aventino y el Tíber, lugar de reunión de los cargadores; el lugar equivalente en Grecia era el Pireo en Atenas; en un texto del epistológrafo griego Alcifrón, que utiliza mucho en sus escritos la comedia ática, especialmente la nueva, se habla de un parásito que en parecidas circunstancias se va al Pireo a buscar trabajo: III, 7. Como en otras ocasiones, se refiere aquí Plauto a un lugar en Roma, a pesar de transcurrir la acción en Etolia.
[6] La cerámica de Samos era barata y muy frágil, cf. Bacchides 200 ss.
[7] En el Velabro, situado entre el vicius tuscus y el forum boarium había un famoso mercado de víveres (cf. HORACIO, Sat. II 3, 227 ss).
[8] Se trata del comitialis morbus o epilepsia; cf. PLINIO, Nat. XXVIII 35, despuimus comitales morbos.
[9] Tíndaro nombra a tres personajes míticos famosos por su locura: Alcmeón y Orestes dieron muerte a la propia madre; Licurgo, rey de los edones, pueblo de Tracia, fue castigado por Dionisos con la locura.
[10] Áyax Telamonio perdió la razón al ser vencido por Ulises en su disputa por las armas de Aquiles.
[11] Juego de palabras en latín, difícil de reproducir al pie de la letra.
ARGUMENTO.
Dos esclavos quieren casarse con una esclava de la misma casa; uno actúa por delegación del padre, el otro del hijo. Se echan suertes y sale el viejo ganando, pero es luego víctima de un engaño. En lugar de la joven se le da un bribón de esclavo, que los deja maltrechos a los dos, al amo y al capataz. Cásina resulta ser ciudadana libre, y el joven se casa con ella.
Personajes:
Olimpión, esclavo, capataz de Lisídamo.
Calino, esclavo, escudero del hijo de Lisídamo.
Cleústrata, matrona, mujer de Lisídamo.
Pardalisca, esclava de Cleústrata.
Mírrina, matrona, mujer de Alcésimo.
Lisídamo, viejo.
Alcésimo, viejo.
Citrión, cocinero.
La acción transcurre en Atenas.
PROLOGO.
Un saludo, distinguidos espectadores, que tenéis en tal alta estimación a la Fidelidad —al igual que la Fidelidad a vosotros—. Si es cierto lo que acabo de decir, ¡un aplauso!, que ya desde un primer momento sepa que me hacéis objeto de una favorable acogida. En mi opinión, los que beben vino viejo y a los que les gusta ver comedias antiguas son gente con vista; dado que os gustan las obras y el lenguaje de tiempos pasados, es natural que deis vuestra preferencia a las comedias de otras épocas; y es que, en realidad, las de hoy en día son todavía peores que la moneda nueva. Nosotros, al percatarnos por lo que se oye decir, de que existe un gran interés por las comedias de Plauto, hemos puesto en escena una vieja comedia suya, a la que habéis dado vuestro aplauso los de más edad de entre vosotros; los más jóvenes desde luego que no la conocen; pero ahora mismo vamos a dar los pasos para que la conozcáis. Esta comedia que damos hoy, cuando se estrenó tuvo un éxito extraordinario, y eso aun siendo aquélla la época de la mejor flor de nuestros poetas, que ahora ya han pasado al lugar en que todos, un día hemos de acabar. Con todo, a pesar de no estar ya entre nosotros, nos hacen el mismo servicio que si lo estuvieran. Yo os ruego a todos encarecidamente que tengáis la bondad de prestarnos vuestra atención: dejad de lado las preocupaciones y las deudas, nadie debe tener miedo a su acreedor: estamos de fiesta, incluso los banqueros —reina la calma, en el foro hay una tranquilidad que ni para los alciones[1]—,
ellos saben calcular bien, durante las fiestas no reclaman nada a nadie, después de las fiestas —no devuelven nada a nadie—. Ahora, prestadme atención, si es que están vuestros oídos desocupados, os voy a decir el título de la comedia: en griego se llama Klerúmenoi; en latín, Sortientes; Dífilo la escribió en griego, después la puso en latín Plauto, el poeta del nombre ladrador[2]. Aquí (señala la casa de Lisídamo) vive un viejo, que está casado y tiene un hijo, que vive con su padre en esta casa. Un esclavo suyo, que yace ahora en una enfermedad, mejor dicho, caray, yace en la cama, para no mentir; pues este esclavo, pero de esto hace ya dieciséis años, vio, cómo, nada más amanecer, era expuesta una niña; va entonces enseguida a la mujer que la exponía y le ruega que se la dé; lo consigue y se la lleva derecho a casa y se la entrega a su ama, rogándole que se haga cargo de ella y que la críe. El ama accede y la cría con tanta solicitud como si fuera su propia hija, ni más ni menos. Cuando la chica llega a la edad de agradar a los hombres, el viejo este que vive aquí, se enamora perdidamente de ella y lo mismo le pasa a su hijo. Ahora preparan ambos, padre e hijo, cada uno sus legiones en contra del otro solapadamente: el padre ha dado al capataz de su finca el encargo de que la pida en matrimonio, con la esperanza de que, si el otro se casa con ella, tendrá él a su disposición dónde pasar las noches fuera de casa a espaldas de su mujer; por su parte, el hijo ha encargado a su escudero que la pida en matrimonio: sabe que, si lo consigue, tendrá en su propio establo al objeto de sus amores. La mujer del viejo se ha dado cuenta de que su marido anda enamorado y por eso se ha puesto de parte del hijo. Pero al percatarse el viejo de que su
hijo está prendado de una y la misma persona que él y que es así un obstáculo para sus amores, manda al muchacho de viaje; la madre está, con todo, al tanto y ayuda a su hijo en su ausencia. El hijo, no esperéis que vaya a volver hoy en la comedia a la ciudad; Plauto no lo quiso así e hizo cortar un puente que había en el camino. Seguro que hay aquí ahora algunos que dicen: «Pero bueno, ¡caramba!, ¿qué es esto?, ¿bodas entre esclavos?, ¿los esclavos van a tomar esposa o a pedirla? Eso es un uso nuevo, que no lo hay en parte ninguna del mundo». Pero yo os digo que ese uso lo hay en Grecia y en Cartago y aquí, entre nosotros, en Apulia[3], donde se suelen muchas veces celebrar las bodas de los esclavos con más aparato que las de los libres. Si no es así, el que quiera, que se apueste conmigo una jarra de vino con miel, con la condición de que el árbitro sea un cartaginés, o un griego, o por mí, también uno de Apulia. A ver, ¿no aceptáis la apuesta? Ya veo que nadie tiene sed. Pero a lo que iba de la niña expósita: la solicitada por esposa con tanto empeño por dos esclavos, resulta luego ser una joven honrada y libre, nacida de padres libres en Atenas. Ella no va a hacer ninguna indecencia aquí en la comedia. Después, una vez que se haya acabado la pieza, si alguien apoquina, según lo que yo sospecho, dará el sí sin hacerse rogar y sin mucho esperar a los augures. Y nada más. Que lo paséis bien, mucho éxito y que consigáis la victoria por vuestro verdadero valor, como hasta lo presente.
ACTO 1
Olimpión, Calino.
OLIMPIÓN: Pero bueno, ¿es que no me va a ser posible hablar ni discurrir yo a solas sobre mis cosas como me venga en gana, sin que tengas que estar tú presente? ¡Maldición! ¿Por qué vas siempre pisándome los talones?
CALINO: Porque me he propuesto seguirte siempre a donde quiera que vayas como si fuera tu sombra; te juro que, hasta si se te pone en irte a la horca, estoy decidido a ir tras de ti. Así que echa cuentas, a ver si a fuerza de embrollos eres capaz o no, a mis espaldas, de birlarme a Cásina, como pretendes.
OLIMPIÓN: ¿Y qué tienes tú que ver conmigo?
CALINO: ¿Qué dices, sinvergüenza? ¿Para qué tienes tú que andar arrastrándote por la ciudad, tú, mierda de campesino?
OLIMPIÓN: Porque me da la gana.
CALINO: ¿Por qué no te estás en el campo, donde está tu cargo? ¿Por qué no te ocupas más bien del oficio que se te ha encomendado y dejas de meter las narices en los asuntos de la ciudad? No has venido aquí más que para quitarme la novia; márchate al campo, desgraciado, allí, a tu campo de operaciones.
OLIMPIÓN: Calino, yo no me he olvidado de mi deber; yo he dejado en el campo al frente de los negocios a quien se ocupe como es debido de ellos en mi ausencia. Una vez que consiga el objetivo que me ha traído a la ciudad, o sea, casarme con esa por la que tú estás perdido, con esa personita tan linda y tan dulcecita, Cásina, tu compañera, en cuanto que sea mi mujer y me la lleve conmigo al campo, verás cómo me estoy allí pegado, sin moverme un pelo de mi gobierno.
CALINO: ¿Que tú te vas a casar con ella? En la horca querría verme antes de que tú te la lleves.
OLIMPIÓN: Ella es presa mía, o sea, que ya te puedes poner la soga al cuello.
CALINO: ¡Tú, desenterrado de un estercolero!, ¿tuya va a ser?
OLIMPIÓN: Ya lo verás.
CALINO: ¡Ay de ti!
OLIMPIÓN: ¡De cuántas formas te voy a mortificar en mis bodas, si Dios me da vida!
CALINO: Anda, dime, qué es lo que vas a hacer conmigo.
OLIMPIÓN: ¿Que qué voy a hacer contigo? Por primera providencia, tú serás el que lleve la antorcha delante de la novia; después, para que sigas siendo siempre un cretino y un mierda, después, cuando vengas a la finca, se te dará un cántaro y una vereda, una fuente, un caldero y ocho tinajas; lleno de latigazos te voy a dejar, como no las tengas siempre llenas. A fuerza de acarrear agua te voy a dejar tan doblado que vas a poder servir de grupera. Además, allí en el campo, a no ser que comas grano o tierra como una lombriz, como quieras probar algo, te juro que no habrá un ayuno más ayuno que como de ayuno te voy a dejar yo allí en el campo. Después, cuando ya estés agotado y famélico, se tomarán las medidas para que de noche te acuestes como te mereces.
CALINO: ¿Qué es lo que vas a hacer?
OLIMPIÓN: Te voy a encerrar bien encerrado en el hueco de una ventana, desde donde puedas escuchar los besos que le voy a dar a ella: cuando ella me diga «mi alma, mi Olimpión, mi vida, dulzura mía, alegría mía, déjame besarte los ojos, amor mío, déjame por favor amarte, mi día de fiesta, gorrioncito, pichoncito, conejito mío». Mientras que se me dicen a mí todas estas cosas, tú, desgraciado, andarás revolviéndote como un ratón en el muro. Ahora, para que no vayas a querer darme contestación, me voy dentro, que no tengo ganas de oírte hablar.
CALINO: Voy contigo, aquí por lo menos, ten por seguro, que no vas a dar un paso sin que esté yo presente.
ACTO II
Escena primera.
Cleústrata, Pardalisca.
CLEÚSTRATA: (A los esclavos dentro de la casa.) Cerrad las despensas y traedme el sello del precinto: voy a casa de la vecina. Si mi marido me busca, me llamáis.
PARDALISCA: El amo había dicho que preparásemos el almuerzo.
CLEÚSTRATA: ¡Chis! Calla y vete; ni lo preparo ni se hace hoy comida ninguna, después que no está más que a hacernos la contra a mí y a su hijo, sólo por su gusto y sus amoríos, el muy sinvergüenza. Verás si no me vengo yo de ese ligón haciéndole pasar hambre y sed, con mis dichos y mis hechos. Te juro que le voy a acorralar a fuerza de improperios, que lleve la vida que se merece, con un pie en la sepultura que está, que no piensa más que en desvergüenzas, madriguera de maldades. Ahora me voy a contarle mis desventuras a mi vecina. Pero ha sonado la puerta, es ella misma la que sale. ¡Por Dios!, con qué poca oportunidad me he puesto camino de su casa.
Escena segunda.
Mírrina, Cleústrata.
MÍRRINA: (A sus esclavas dentro de la casa.) Vosotras, venid conmigo aquí a la casa de al lado. ¡Eh! ¿No me oye nadie lo que digo? Allí estoy, si mi marido o alguien me quiere algo. Porque es que cuando estoy ahí sola en casa, me entra un sueño, que se me cae la labor de las manos. ¿No os he dicho que me traigáis la rueca?
CLEÚSTRATA: Hola, Mírrina.
MÍRRINA: Caray, Cleústrata, hola. Pero, dime, ¿por qué se te ve tan triste?
CLEÚSTRATA: Así suelen estar las malcasadas: Lo mismo dentro que fuera de casa, siempre hay motivo de disgusto. Pues, oye, yo iba precisamente a tu casa.
MÍRRINA: Anda, y yo iba a la tuya. Pero, ¿qué es lo que te da disgusto ahora? Porque lo que te disgusta a ti, me produce a mí también pena.
CLEÚSTRATA: Bien que te lo creo, hija, porque con razón eres para mí la más querida de
todas las vecinas, ni hay otra que tenga tantas cualidades, como yo para mí las quisiera.
MÍRRINA: Eres muy amable. Pero estoy deseando saber qué es lo que te pasa.
CLEÚSTRATA: Sufro en casa unos desdenes espantosos.
MÍRRINA: ¿Cómo? ¿Qué es lo que ocurre? Dime, por favor, que no acabo de comprender bien de qué te quejas.
CLEÚSTRATA: Mi marido me ultraja de una manera espantosa y yo no tengo medios de hacer valer mis derechos.
MÍRRINA: Pues es una cosa rara, si es que es verdad lo que dices, porque, por lo general, son los maridos los que no pueden hacer valer sus derechos con sus mujeres.
CLEÚSTRATA: Sí, se empeña en contra de mi voluntad en dar a su capataz una joven esclava, que me pertenece a mí, que ha sido criada de lo mío, y la cosa es que en realidad es él quien está enamorado de ella.
MÍRRINA: Dime, por favor, que aquí podemos hablar con tranquilidad, estamos entre nosotras.
CLEÚSTRATA: Así es.
MÍRRINA: ¿Y de dónde has sacado a la chica esa? Porque una buena mujer no debe tener nada a espaldas del marido, y la que lo tiene no se lo ha procurado por buenas maneras, sino que, o se lo ha sisado al otro o se lo ha buscado por tratos con otros hombres.
CLEÚSTRATA: Todo lo que dices no es más que en contra de tu amiga.
MÍRRINA: Calla, tonta y escúchame: no le lleves la contraria, déjale que esté enamorado, déjale que haga lo que le dé la gana, mientras que a ti no te falte de nada en casa.
CLEÚSTRATA: ¿Estás loca? ¿No te das cuenta que, al hablar así, hablas también en contra de tus intereses?
MÍRRINA: Boba, tú procura sólo evitar que tu marido te diga eso de...
CLEÚSTRATA: ¿El qué?
MÍRRINA: «Afuera, mujer[4]».
CLEÚSTRATA: ¡Chis! Calla.
MÍRRINA: ¿Qué pasa?
CLEÚSTRATA: ¡Mira!
MÍRRINA ¿A quién estás viendo?
CLEÚSTRATA: Ahí viene mi marido; vete a casa, deprisa, venga, por favor.
MÍRRINA: Como quieras, ya me voy.
CLEÚSTRATA: Luego, cuando tengamos tiempo las dos, entonces hablaremos; ahora, adiós.
MÍRRINA: Hasta luego.
Escena tercera.
Lisídamo, Cleústrata.
LISÍDAMO: En mi opinión el amor supera a todas las cosas de este mundo y es la maravilla de las maravillas, ni hay nadie que pueda nombrar algo que sea al mismo tiempo más picante y más encantador; yo desde luego me asombro de que los cocineros, que hacen uso de condimentos, no hagan uso precisamente del condimento que deja atrás a todos los demás; porque un manjar en el que el amor entre como condimento, tiene necesariamente que ser del agrado general, ni puede haber nada que tenga la gracia de la sal o que sea dulce al paladar, si le falta el ingrediente del amor. Hasta de la misma hiel, que es en sí una cosa amarga, hace el amor miel, las personas se convierten de hurañas en afables y tolerantes, cosas todas que las sé yo más por propia experiencia que no de oídas, porque, desde que estoy enamorado de Cásina, me encuentro más flamante, me dejo atrás en elegancia a la elegancia en persona: pongo en movimiento a todos los perfumeros, me doy con las lociones más finas que encuentro, todo para agradarla a ella, y tengo la impresión que de hecho le agrado. La cosa es mi mujer, que me trae atormentado, porque vive. Ahí la veo a la puerta, está de morros; mala pieza es, pero no tengo más remedio que hablarle con dulzura: ¿qué tal, esposa querida, encanto mío?
CLEÚSTRATA: Quita ya y no me toques.
LISÍDAMO: Vamos, Juno mía, no está bien eso de ponerte tan mal encarada con tu Júpiter. Eh, ¿a dónde te vas?
CLEÚSTRATA: Déjame.
LISÍDAMO: Espera.
CLEÚSTRATA: No me espero.
LISÍDAMO: Pues me voy contigo.
CLEÚSTRATA: Tú, por favor, ¿estás en tu juicio?
LISÍDAMO: Claro que lo estoy. ¡Ay, cuánto te quiero!
CLEÚSTRATA: No quiero que me quieras.
LISÍDAMO: No lo conseguirás.
CLEÚSTRATA: Me matas.
LISÍDAMO: (A media voz.) ¡Ojalá dijeras la verdad!
CLEÚSTRATA: Eso te lo creo muy bien.
LISÍDAMO: Échame una miradita, encanto.
CLEÚSTRATA: ¿Encanto? Estamos a la recíproca. Dime, ¿de dónde salen esos olores a perfume?
LISÍDAMO: ¡Oh, muerto soy! Me ha cogido infraganti — hale, deprisa, a limpiarme la cabeza con la capa—. Que el buen Mercurio te confunda, perfumero, por haberme endosado tales zarandajas. (Hace ademán de irse.)
CLEÚSTRATA: ¡Eh, tú, pelanas, moscón canoso, apenas me puedo contener de decirte todo lo que te mereces, ir por las calles a tu edad apestando a perfume, viejo calavera!
LISÍDAMO: Te juro que es que he estado con un amigo que estaba comprándolos
CLEÚSTRATA: ¡Mira, qué ligero para inventar mentiras! ¿No te da vergüenza?
LISÍDAMO: Como tú quieras, mujer.
CLEÚSTRATA: ¿En qué burdeles te has estado revolcando?
LISÍDAMO: ¿Yo en burdeles?
CLEÚSTRATA: Yo sé más de lo que tú te piensas.
LISÍDAMO: ¿Qué, qué es lo que sabes?
CLEÚSTRATA: Sé que no hay otro viejo más calavera que tú. ¿De dónde vienes, tunante, dónde has estado, por dónde has ido de bureo, dónde has estado bebiendo? ¡Traes una curda, demonio! ¡Fíjate, fíjate cómo está el capotillo de arrugado!
LISÍDAMO: Los dioses nos confundan a los dos, si es que he echado hoy una gota de vino a mi paladar.
CLEÚSTRATA: No, deja, hale, bebe, fórrate a placer, dilapida tu fortuna.
LISÍDAMO: Por Dios, ya basta, mujer, repórtate, para de rajar, deja un poco para que puedas pelear conmigo también mañana. Pero, a ver..., una cosa..., ¿te has puesto ya en razón y estás dispuesta a hacer lo que tu marido quiere que se haga en vez de dedicarte a llevarle la contraria?
CLEÚSTRATA: ¿A qué te refieres?
LISÍDAMO: ¿Que a qué me refiero? Pues me refiero a la esclava Cásina, a que se la case con nuestro capataz, un esclavo como Dios manda; con él no le faltará comodidad ninguna, tendrá leña, agua caliente, su manutención, vestidos, y podrá criar a los hijos que Dios le dé, y no que se la entregues a ese mal esclavo, ese bribón y malvado de escudero, que no tiene hoy por hoy ni una perra de peculio.
CLEÚSTRATA: Me asombro de que a tu edad no sepas cómo portarte.
LISÍDAMO: ¿Pero, por qué?
CLEÚSTRATA: Porque si obraras como es debido y razonablemente, me dejarías a mí ocuparme de las esclavas, que eso es asunto de mi incumbencia.
LISÍDAMO: Pero, maldición, ¿por qué te empeñas en dársela a un diablo de escudero?
CLEÚSTRATA: Pues porque nuestro deber es apoyar a nuestro hijo único.
LISÍDAMO: Pues, aunque sea único, no es él más único para mí, que yo, su padre, para él; más natural es que él me conceda a mí lo que yo quiero, que no yo a él.
CLEÚSTRATA: Tú, jefe, te lo juro, te estás buscando tu perdición.
LISÍDAMO: (Aparte.) Ésta se lo huele, no hay duda. ¿Yo?
CLEÚSTRATA: Sí, tú. ¿Por qué sales siempre con la misma cantilena? ¿Por qué te empeñas con un empeño tal?
LISÍDAMO: Pues para que se le dé la chica a un esclavo como Dios manda y no a uno que es un donnadie.
CLEÚSTRATA: ¿Y qué, si yo consigo del capataz que por atención a mí se la ceda al otro?
LISÍDAMO: ¿Y qué si consigo yo del escudero que se la ceda al otro? Y además estoy seguro de que lo conseguiré.
CLEÚSTRATA: De acuerdo. ¿Quieres que le diga a Calino de tu parte que salga aquí fuera? Tú se lo pides a él y yo al capataz.
LISÍDAMO: De acuerdo.
CLEÚSTRATA: Enseguida viene. Ahora vamos a poner a prueba, cuál de los dos se da mejor maña. (Entra en casa.)
LISÍDAMO: Que Hércules y los dioses la confundan, ahora que puedo explayarme. Mira que estar yo aquí muertecito de amor, y ella, nada más que a hacerme la contra con toda intención. Se huele ya la parienta lo que estoy tramando, por eso se pone adrede de parte del escudero.
Escena cuarta.
Calino, Lisídamo.
LISÍDAMO: (Viendo salir a Calino.) ¡Que los dioses todos y las diosas le confundan!
CALINO: A ti, decía tu mujer, digo que decía que viniera a buscarte.
LISÍDAMO: Sí, yo te he hecho llamar.
CALINO: Di qué es lo que quieres.
LISÍDAMO: En primer lugar, quiero que hables conmigo sin fruncirme el ceño: es una estupidez poner mala cara a quien tiene autoridad sobre ti. Calino, yo siempre te he tenido por un buen muchacho y por un hombre de mérito.
CALINO: ¡Comprendo! Entonces, si es esa tu opinión, ¿por qué no me das la libertad?
LISÍDAMO: No, si yo querer, quiero; pero de nada sirve que yo lo quiera, si tú no pones lo tuyo de tu parte.
CALINO: Me gustaría saber, qué es lo que quieres de mí.
LISÍDAMO: Escucha. Te lo voy a decir. He prometido dar a Cásina por esposa a nuestro capataz.
CALINO: Pero tu mujer y tu hijo me la han prometido a mí.
LISÍDAMO: Lo sé, pero, qué prefieres mejor, ¿quedarte soltero y recibir la libertad o pasarte la vida casado siendo esclavo tú y tus hijos? Tú tienes la decisión; escoge de
estos dos partidos el que mejor te parezca.
CALINO: Si soy libre, tengo que vivir a costa mía, ahora vivo a la tuya. En cuanto a Cásina, bien seguro es que no renuncio a ella en favor absolutamente de nadie.
LISÍDAMO: Entra y haz venir aquí enseguida a mi mujer y tráete una vasija con agua y las fichas para echar suerte.
CALINO: Me parece estupendo.
LISÍDAMO: Yo te aseguro que sabré desviar ese golpe en la dirección que sea; si no puedo conseguir nada por las buenas, las menos echaré a suerte, así me vengaré de ti y de tus protectores.
CALINO: Pero ya verás cómo me toca a mí la suerte.
LISÍDAMO: Sí, por cierto, de que acabes tus días en la horca.
CALINO: Ella se casará conmigo, puedes tramar lo que quieras y como quieras.
LISÍDAMO: ¡Lárgate de mi vista!
CALINO: Aunque me ves a disgusto, con todo, seguiré viviendo. (Entra en casa.)
LISÍDAMO: ¿Pues no soy un desgraciado? ¿No se me ponen todas las cosas en contra? Me estoy temiendo que mi mujer convenza a Olimpión de que no se case con Cásina; si es así, perdido estás, viejo. Si es que no lo ha conseguido, todavía me queda un rayo de esperanza con el sorteo. En el caso de que también esto me resulte fallido, tomaré una espada por colchón y me dejaré caer encima de ella. Pero mira qué a punto aparece por aquí Olimpión.
Escena quinta.
Olimpión, Lisídamo.
OLIMPIÓN: (Hablando con Cleústrata dentro de la casa.) Te digo, ama, que lo mismo me puedes meter en un horno encendido y cocerme allí como si fuera un pan bien tostadito, como conseguir de mí lo que pretendes.
LISÍDAMO: Estoy salvado, según lo que oigo, todavía hay esperanzas.
OLIMPIÓN: ¿Por qué me quieres intimidar prometiéndome la libertad, ama? Si yo, aún en el caso de que tú no quieras ni tampoco tu hijo, puedo ser libre por cuatro perras, a pesar vuestro y en contra de vuestra voluntad.
LISÍDAMO: ¿Qué es eso? ¿Con quién peleas, Olimpión?
OLIMPIÓN: Con la misma que tú siempre.
LISÍDAMO: ¿Con mi mujer?
OLIMPIÓN: ¿Mujer, dices? Tú eres más bien como un cazador, te pasas la vida de día y de noche con un perro.
LISÍDAMO: ¿Qué es lo que hace?, ¿qué es lo que dice?
OLIMPIÓN: Me ruega, me suplica, que no me case con Cásina.
LISÍDAMO: ¿Y qué le has dicho tú?
OLIMPIÓN: Le he dicho, que no se la cedería al mismo Júpiter, si él me lo pidiera.
LISÍDAMO: ¡Los dioses te me guarden!
OLIMPIÓN: Pero ahora está que arde, está que echa chispas en contra de mí.
LISÍDAMO: ¡Caray!, ojalá que explotara partida en dos.
OLIMPIÓN: ¡Caray!, yo creo que eso no tiene problema si es que tú sirves todavía para algo. Pero te juro que estoy ya harto de tus amoríos: tu mujer está a mal conmigo, tu hijo, los compañeros.
LISÍDAMO: ¿Y a ti qué te va ni te viene eso? Mientras que esté a bien contigo aquí el Júpiter este, no tienen que importarte un bledo esos dioses segundones.
OLIMPIÓN: Todo eso no son más que pamplinas, como si no supieras tú con qué rapidez se mueren los Júpiter humanos. Y si tú, mi Júpiter, has desaparecido y tu reino pasa a los dioses segundones, ¿quién va a proteger mis espaldas o mi cabeza o mis piernas?
LISÍDAMO: Tu situación es mucho mejor de lo que tú te piensas, si conseguimos que yo me acueste con Cásina.
OLIMPIÓN: ¡Uf!, me parece que eso es imposible, a juzgar por la energía con que tu mujer se empeña en que no sea yo el que me case con ella.
LISÍDAMO: Pues entonces voy a hacer una cosa: echar a suerte entre ti y Calino. Tal como se ponen las cosas, yo pienso que hay que cambiar de táctica.
OLIMPIÓN: ¿Y si la suerte decide de otro modo que tú quieres?
LISÍDAMO: No hagas malos agüeros; yo tengo puesta mi confianza en los dioses, esperaremos en ellos.
OLIMPIÓN: Esas palabras no tienen para mí ni el valor de una perra, porque los hombres se confían por lo general a los dioses, y con todo he visto yo muchas veces a muchos que confiaban en ellos y se han visto defraudados.
LISÍDAMO: ¡Chis!, calla un poco.
OLIMPIÓN: ¿Qué hay?
LISÍDAMO: Ahí sale Calino con la vasija para echar suerte. Ahora llega el momento de luchar a brazo partido.
Escena sexta.
Cleústrata, Calino, Lisídamo, Olimpión.
CLEÚSTRATA: Dime, Calino, qué es lo que mi marido quiere de mí.
CALINO: ¡Caray!, él, en sí, verte muerta y en llamas fuera de la muralla.
CLEÚSTRATA: Por Dios, eso me lo creo yo muy bien.
CALINO: ¡Caray!, yo no es que lo crea, sino que estoy seguro de ello.
LISÍDAMO: (Aparte.) Anda, tengo entre mis esclavos más profesionales de lo que pensaba, resulta que con éste tengo un adivino en casa. (A Olimpión.) ¿Qué te parece si tomamos las enseñas y vamos a su encuentro? Sígueme. ¿Qué hay?
CALINO: Aquí está todo lo que has pedido: tu mujer, las fichas, la vasija y yo en persona.
OLIMPIÓN: Tú eres el único que me sobra.
CALINO: ¡Naturalmente! Yo te soy como un aguijón que te atraviesa las entrañas, estás sudando de miedo, canalla.
LISÍDAMO: Calla, Calino.
CALINO: Échale la pata a ése.
OLIMPIÓN: Al revés, a ése, que está hecho a que se las den...
LISÍDAMO: Pon aquí la vasija y dame las fichas. Atención ahora. Yo, querida mía, había realmente pensado que iba a poder conseguir de ti que se me diera a Cásina por esposa.
CLEÚSTRATA: ¿A ti?
LISÍDAMO: A mí... eh... No quise decir eso, al querer decir «a mí», dije «a éste» y por eso, por estar deseando..., ¡bah!, no hago más que decir tonterías.
CLEÚSTRATA: De verdad que así es, y no sólo las dices, sino que también las haces.
LISÍDAMO: A éste... no, ¡caray!, a mi... ¡Ay! Trabajillo me ha costado volver al buen camino.
CLEÚSTRATA: Por Dios, que son demasiadas veces las que te equivocas.
LISÍDAMO: Eso pasa cuando se desea una cosa con tanta vehemencia. Pero ahora éste y yo te hacemos una petición en virtud de tus derechos.
CLEÚSTRATA: ¿Qué es lo que queréis?
LISÍDAMO: Yo te lo diré, dulzura mía: que concedas la mano de Cásina a nuestro capataz.
CLEÚSTRATA: Pero yo te juro que ni se la concedo ni se me pasa por las mientes una cosa tal.
LISÍDAMO: Entonces, yo decidiré el caso echándolo a suertes.
CLEÚSTRATA: Nadie lo impide.
LISÍDAMO: Yo creo con razón que ésta es la solución mejor y la más imparcial: en fin, de cuentas, si nos sale bien, nos alegraremos; si nos sale mal, lo llevaremos con paciencia. (A Olimpión.) Toma tu ficha; mira lo que pone.
OLIMPIÓN: El uno.
CALINO: Eso es una injusticia, que él vaya antes que yo.
LISÍDAMO: Tómala tú, si quieres.
CALINO: Venga. Espera, se me acaba de ocurrir una cosa, no sea que haya ahí dentro del agua otra ficha.
LISÍDAMO: Piensa el ladrón, que todos son de su condición.
CLEÚSTRATA: (Mirándolo.) No hay ninguna, estáte tranquilo.
CALINO: Ojalá que...
OLIMPIÓN: Te vas a buscar tu perdición; yo me sé muy bien la clase de pieza que eres.
Pero espera un momento, ¿esta ficha tuya es de chopo o de abeto?
CALINO: ¿Y a ti qué más te da?
OLIMPIÓN: No sea que vaya a salir a flote por eso.
LISÍDAMO: ¡Muy bien! Ándate con ojo. ¡Echad las fichas ahora los dos aquí! Ea,
remuévelas, Cleústrata.
OLIMPIÓN: No te fíes de tu mujer.
LISÍDAMO: Ten buen ánimo.
OLIMPIÓN: No, es que creo que, si toca las fichas, las va a hechizar.
LISÍDAMO: Calla.
OLIMPIÓN: Me callo. Le pido a los dioses...
CALINO: …que te veas encadenado y con el virote al cuello.
OLIMPIÓN: …que me den la suerte...
CALINO: …de que te veas colgado por los pies.
OLIMPIÓN: Y tú que eches los ojos por la nariz.
CALINO: ¿De qué tienes miedo? Tenías que tener ya la soga preparada.
OLIMPIÓN: Estás perdido.
LISÍDAMO: Atended los dos.
OLIMPIÓN: Me callo.
LISÍDAMO: Ahora, Cleústrata, para que no digas luego o sospeches que yo he obrado en este asunto con malicia, te dejo a ti: saca tú la ficha.
OLIMPIÓN: Me pierdes.
CALINO: Él sale ganando.
CLEÚSTRATA: (A su marido.) Gracias.
CALINO: Ruego a los dioses, que tu ficha se haya escapado de la vasija.
OLIMPIÓN: ¿Qué dices? ¿Porque tú eres un desertor, quieres que todos hagan lo mismo? Ojalá que le pase a tu ficha lo mismo que a los Heraclidas, que se haya diluido en el agua al momento de sortear[5].
CALINO: Tú eres el que se va a diluir ahora al calor de los palos.
LISÍDAMO: Atiende, Olimpión.
OLIMPIÓN: Si es que me deja este estigmatizado.
LISÍDAMO: ¡Ojalá me acompañe la suerte!
OLIMPIÓN: Ojalá, y a mí también.
CALINO: No.
OLIMPIÓN: Que sí, ¡maldición!
CALINO: ¡Maldición!, que no.
CLEÚSTRATA: Éste saldrá vencedor. Tú serás un desgraciado.
LISÍDAMO: (A Olimpión.) Rómpele la cara a ése, que se pone insoportable. ¡Venga! ¿Sí o no? (A Cleústrata.) Mucho cuidado tú con ponerte entremedias.
OLIMPIÓN: ¿Le doy un puñetazo o un guantazo?
LISÍDAMO: Como quieras.
OLIMPIÓN: ¡Toma!
CLEÚSTRATA: ¿Qué tienes tú que tocarle a éste?
OLIMPIÓN: Mi Júpiter me lo ha mandado.
CLEÚSTRATA: (A Calino.) Dale tú también un guantazo.
OLIMPIÓN: ¡Muerto soy! ¡Me apuñetean, Júpiter!
LISÍDAMO: ¿Qué has tenido tú que tocar a éste?
CALINO: Mi Juno me lo ha mandado.
LISÍDAMO: Habrá que aguantarse, ya que, aún en vida mía, es mi mujer la que tiene el bastón de mando.
CLEÚSTRATA: Tanto tiene éste derecho a hablar como ése.
OLIMPIÓN: ¿Por qué se mete a echarme a perder mis palabras de buen agüero?
LISÍDAMO: Calino, cuidado, que te la vas a ganar.
CALINO: A tiempo me avisas, después que me han apuñeteado la cara.
LISÍDAMO: Venga, Cleústrata, saca ya las fichas. Vosotros, atención. No sé ni dónde estoy a fuerza de miedo. Estoy perdido, parece como si el bazo me oprimiera el corazón, de los brincos que está dando, ¡qué manera de golpearme el pecho!, las está pasando canutas.
CLEÚSTRATA: Ya tengo una ficha.
LISÍDAMO: Sácala.
CALINO: ¿Te has ido ya al otro barrio?
OLIMPIÓN: Enséñamela. Es la mía.
CALINO: ¡La horca es!
CLEÚSTRATA: Has perdido, Calino.
LISÍDAMO: Olimpión, me congratulo de que los dioses nos hayan sido propicios.
OLIMPIÓN: Eso ha sido en premio a mi piedad y a la de mis antepasados.
LISÍDAMO: Entra, Cleústrata, y prepara la boda.
CLEÚSTRATA: Como tú digas.
LISÍDAMO: ¿Te das cuenta de que de aquí a la finca hay un largo camino para llevársela?
CLEÚSTRATA: Lo sé.
LISÍDAMO: Anda dentro, y aunque te resulte duro, ocúpate de todo.
CLEÚSTRATA: Vale. (Entra en casa.)
LISÍDAMO: Vamos nosotros también dentro a darles prisa.
OLIMPIÓN: Yo no te detengo.
LLISÍDAMO: Es que delante de éste (Calino) no quiero decir ya nada más. (Lisídamo y Olimpión entran en casa.)
Escena séptima.
Calino.
CALINO: Si cogiera ahora y me ahorcara, no sólo perdería el tiempo, sino que encima tendría el gasto de la soga y luego les proporcionaría una alegría a mis enemigos. Además, ¿qué falta hace ahorcarse, si en realidad de verdad puedo darme por muerto? Al fin y al cabo, me ha vencido la suerte y Cásina se casará con el capataz, y no es ya tanto lo que me resulta duro el que el otro ha salido victorioso, como el que el viejo tuviera tantísimo afán porque no me la dieran a mí y se casara con el otro. ¡Qué nervios tenía el pobre, qué prisas, qué saltos pegaba después que salió victorioso el capataz! Eh, me retiraré un poco, oigo que se abre la puerta, salen mis buenos amigos. Desde aquí, escondido, podré tenderles una emboscada.
Escena octava.
Olimpión, Lisídamo, Calino.
OLIMPIÓN: Déjale que venga al campo; yo te lo devolveré a la ciudad con una horca al cuello como si fuera un carbonero.
LISÍDAMO: Me parece estupendo.
OLIMPIÓN: Tú déjalo a mi cargo.
LISÍDAMO: Yo había pensado mandar a Calino contigo a hacer la compra, si hubiera estado en casa, para que lloviera sobre mojado al añadirle ese nuevo escozor a nuestro común enemigo.
CALINO: (Aparte.) Me acercaré marcha atrás hacia la pared, haré como los cangrejos; tengo que enterarme de lo que hablan sin que ellos se den cuenta. Si uno de ellos me atormenta, el otro me quema la sangre. Pero mira cómo se contonea con su vestido blanco[6] el bribón ese (Olimpión), ese coleccionista de palos. Más vale aplazar mi muerte y enviar a éste por delante al otro barrio.
OLIMPIÓN: ¿Ves qué bien he sabido servirte los deseos? Te he hecho posible el más ardiente de todos ellos: hoy estará contigo el objeto de tus amores a espaldas de tu mujer.
LISÍDAMO: Calla; vive Dios que apenas puedo contener mis labios de cubrirte de besos por ello, amor mío.
CALINO: (Aparte.) ¿Qué? ¿Qué le vas a besar? ¿Qué es eso? ¿Amor mío? Mm, yo creo que ése quiere darle al capataz por...
OLIMPIÓN: Pero bueno, ¿es que ahora es a mí a quien amas?
LISÍDAMO: Y te juro que más que a mí mismo. ¿Me permites abrazarte?
CALINO: (Aparte.) ¿Qué? ¿«Abrazarte»?
OLIMPIÓN: Vale.
LISÍDAMO: ¡Ay Dios mío, al tocarte me parece estar lamiendo miel!
OLIMPIÓN: ¡Largo, maricón, retírate de mis espaldas!
CALINO: Eso, eso es el motivo por lo que le ha hecho a éste su capataz; también a mí, una vez que había salido a buscarlo, por poco me nombra así su atriense, que quería dármelas ahí a la puerta, el tío.
OLIMPIÓN: ¡Anda, que no dirás que no te he servido los pensamientos, mira el placer que te he proporcionado!
LISÍDAMO: Hasta tal punto, que, mientras viva, gozarás de mi favor, aun anteponiéndote a mí mismo.
CALINO: (Aparte.) Anda que, según yo creo, éstos van a entrelazar hoy los pies: a este viejo le gusta dedicarse a gente con barbas.
LISÍDAMO: ¡Cómo voy a poner de besos a Cásina!, ¡cómo me las voy a pasar a espaldas de mi mujer!
CALINO: (Aparte.) ¡Ajá! Ahora al fin voy por buen camino, es él el que está perdido por Cásina; míos sois.
LISÍDAMO: ¡Ay!, me deshago en deseos de abrazarla y besarla.
OLIMPIÓN: Deja que hagamos primero la boda. ¿A qué esa prisa, maldición?
LISÍDAMO: Es que estoy loco de amor.
OLIMPIÓN: Pues me parece que hoy no va a ser posible.
LISÍDAMO: Es posible, si es que piensas que es posible que recibas mañana la libertad.
CALINO: Ahora sí que tengo que aguzar mis oídos: voy a matar dos pájaros de un tiro.
LISÍDAMO: Yo tengo preparado aquí un sitio en casa de mi amigo y vecino Alcésimo; él sabe toda la historia de mi enamoramiento y me ha prometido albergarme en su casa.
OLIMPIÓN: Y su mujer, ¿dónde estará?
LISÍDAMO: Se me ha ocurrido una solución estupenda. Mi mujer la llamará aquí a casa con motivo de la boda, para que la acompañe y la ayude y se acueste aquí con ella; yo se lo he dicho y ella me ha prometido hacerlo así. La vecina se acostará aquí en nuestra casa, yo mandaré al marido fuera; tú te llevarás a tu mujer al campo —el campo será la casa del vecino—, mientras que yo celebro mis bodas con Cásina. Tú después, antes de que amanezca te la llevarás mañana a la finca. ¿No te parece bien pensado?
OLIMPIÓN: Eres un lince.
CALINO: ¡Hale, maquinad lo que os venga en gana, te juro que las vais a pagar todas juntas vuestras trapisondas!
LISÍDAMO: ¿Sabes lo que vas a hacer ahora?
OLIMPIÓN: Dime.
LISÍDAMO: Toma esta bolsa, ve y haz la compra, date prisa, pero compra todo de lo más fino, manjares tiernecitos, así como ella.
OLIMPIÓN: Vale.
LISÍDAMO: Compra sepias pequeñitas, lapas, chipirones, cebadillas.
CALINO: (Aparte.) Mejor triguillas, si no eres tonto.
LISÍDAMO: Compra también suelas.
CALINO: (Aparte.) ¿Por qué no más bien unos buenos zuecos para patearte la cara, viejo más que sinvergüenza?
OLIMPIÓN: ¿Quieres lenguados?
LISÍDAMO: ¿Para qué teniendo a mi mujer en casa? Bastante lenguado tenemos con ella, porque no para nunca de darle a la sinhueso.
OLIMPIÓN: Cuando vea lo que hay en el mercado, ya escogeré yo de entre todos los pescados lo que mejor me parezca.
LISÍDAMO: Tienes razón, hala, márchate. No quiero que te andes con miramientos con el dinero, compra en abundancia. Yo tengo que hablar con el vecino, para que se ocupe de lo que le he encomendado.
OLIMPIÓN: Entonces, ¿me voy?
LISÍDAMO: Sí, márchate. (Se van.)
CALINO: Así perdiera cien veces la ocasión de que se me diera la libertad, no dejaría de prepararles a éstos un buen escarmiento y de contárselo todo al ama: los he cogido infraganti. Pero si mi ama está dispuesta a hacer lo que debe, hemos ganado la pendencia. Verás cómo me hago con ellos. La cosa se va poniendo de nuestra parte; después de haber quedado vencidos, vamos a salir vencedores. Me voy dentro, para guisar de forma distinta el guiso cocinado por otro cocinero, para que no esté dispuesto para el que estaba dispuesto, sino que esté dispuesto para el que no estaba dispuesto.
ACTO III
Escena primera.
Lisídamo, Alcésimo.
LISÍDAMO: Ahora, Alcésimo, voy a enterarme, de si tú eres el fiel trasunto de un amigo o de un enemigo, ahora es la hora de dar la cara, ahora se juega la batalla decisiva. Ahórrate tus reproches por verme enamorado, ahórrate todo eso de que si «con esas canas», «a tu edad», «estando casado», etc.
ALCÉSIMO: Yo no he visto en mi vida a nadie más perdidamente enamorado que tú.
LISÍDAMO: Por favor, déjame la casa libre.
ALCÉSIMO: Bueno, demonio, sí, hasta los esclavos, las esclavas todas te los mandaré a tu casa.
LISÍDAMO: ¡Oh, eres más listo que listo! Pero ten en cuenta hacer como dice en la copla esa que cantan hasta los mirlos: que vengan «con sus víveres y todos los arreos», como si fueran a Sutri[7].
ALCÉSIMO: Lo tendré presente.
LISÍDAMO: Ea, ahora te pones al fin más razonable que razonable. Ocúpate de todo, yo me voy al foro, enseguida vuelvo.
ALCÉSIMO: Hala, adiós.
LISÍDAMO: Y procura que eche tu casa una lengua.
ALCÉSIMO: ¿Pero, para qué?
LISÍDAMO: Para que cuando vuelva me diga: «¡Campo libre, adelante!»[8].
ALCÉSIMO: ¡Eh, eh!, te mereces una buena paliza, ya son demasiados chistecitos.
LISÍDAMO: ¿Y de qué me sirve estar enamorado, si no tuviera pesquis y me las supiera echar de dicharachero? Pero ten en cuenta que no tenga que andar buscándote.
ALCÉSIMO: No voy a faltar de casa.
Escena segunda.
Cleústrata, Alcésimo.
CLEÚSTRATA: ¡Válgame Dios!, por eso me rogaba mi marido con tanto ahínco que me diera prisa en traer aquí a la vecina, para tener la casa libre y poder llevar allí a Cásina. Pero descuida que la vaya yo a llamar, que no tengan los bribones esos un sitio libre, los chivos decrépitos esos. Pero mira, ahí sale la lumbrera del senado, el defensor del pueblo, mi vecino. ¡Mira que prestarse a proporcionarle a mi marido un local libre! Te juro que no pagaría por él ni el precio de un celemín de sal.
ALCÉSIMO: (Sin ver a Cleústrata.) Me extraña que no vengan a buscar a mi mujer, que hace ya no sé el rato que está preparada en casa esperando a que la llamen. Pero mira, ahí está Cleústrata, seguro que viene a buscarla. Hola, Cleústrata.
CLEÚSTRATA: Hola, Alcésimo. ¿Dónde está tu mujer?
ALCÉSIMO: Ahí dentro, esperando a que vengas a buscarla, que tu marido me ha pedido que la mandara a tu casa para que te ayudara. ¿Quieres que la llame?
CLEÚSTRATA: Déjala, mejor no, si está ocupada.
ALCÉSIMO: No tiene nada que hacer.
CLEÚSTRATA: No, déjalo, no quiero importunarla, después me acercaré yo.
ALCÉSIMO: ¿Pues no estáis de preparativos de boda?
CLEÚSTRATA: Sí que estamos.
ALCÉSIMO: ¿No necesitas entonces alguien que te ayude?
CLEÚSTRATA: Tengo en casa gente de sobra; cuando haya pasado la boda, entonces iré a verla. Ahora, adiós, y salúdala de mi parte. (Entra en casa.)
ALCÉSIMO: (Aparte.) ¿Qué hago yo ahora? ¡Desgraciado de mí, que he cometido una vileza tal por mor del bribón del chivo ese desdentado, que me ha metido en este lío! Voy y prometo la ayuda de mi mujer, parece como si tuviera que ir a una casa extraña a lamer los platos. ¡Sinvergüenza ese, que me dijo que su mujer iba a venir a buscar a la mía, y ahora sale ella diciendo que no le hace falta!; y milagro si no es que se huele ya la vecina toda la historia. Aunque, por otra parte, si bien lo pienso, si hubiera algo de eso, ya me hubiera pedido explicaciones. Me voy dentro a poner la nave de nuevo en seco. (Entra en casa.)
CLEÚSTRATA: Anda que no me he burlado bonitamente del tipo este. ¡Qué afanados andan los dos pobres viejos! Ahora me gustaría que viniera el vejestorio ese imbécil de mi marido, para dárselas también a él, después de habérselas dado al otro; mi objetivo es enzarzarlos a los dos. Pero mira, ahí viene: cuando lo ves así con esa cara tan seria, dirías que es una persona como Dios manda.
Escena tercera.
Lisídamo, Cleústrata.
LISÍDAMO: En mi opinión, para un hombre que está enamorado, es una gran necedad el coger e irse al foro en un día en el que tienes a la mano el objeto de tus amores; como he hecho yo ahora, necio de mí, que he perdido el día asistiendo a un pariente en un juicio; te juro que me alegro de que haya perdido el pleito, así no me ha hecho asistirle en vano; porque, en mi opinión, el que se busca un patrono en un juicio, debería primero preguntar e informarse, si esa persona tiene o no tiene el ánimo necesario para un asunto tal: si dice que no lo tiene, entonces es preferible que coja y lo mande exánime a su casa. Pero mira, ahí veo a mi mujer a la puerta de casa. ¡Ay, desgraciado de mí! Me temo que no sea sorda y se haya enterado de lo que he estado diciendo.
CLEÚSTRATA: (Aparte.) Y tanto que me he enterado y me las vas a pagar.
LISÍDAMO: Me acercaré. ¿Qué tal, mi vida?
CLEÚSTRATA: Por cierto, que te estaba esperando.
LISÍDAMO: ¿Está ya todo preparado? ¿Has hecho venir ya a la vecina para que te ayude?
CLEÚSTRATA: Fui a buscarla como me dijiste, pero el compadre ese tuyo, desde luego el mejor de los amigos, se ha enfadado por lo que sea con su mujer: ha dicho, cuando fui a buscarla, que no la podía dejar ir.
LISÍDAMO: Eso es por culpa tuya, que eres tan poco atenta.
CLEÚSTRATA: Marido mío, no es propio de mujeres honradas, sino de golfas, el andar con amabilidades con hombres extraños. Ve tú y tráela, yo voy dentro a ocuparme de las cosas que hay que hacer.
LISÍDAMO: Date prisa, pues.
CLEÚSTRATA: Vale. (Aparte.) Verás el susto que le voy a pegar, caros le van a salir hoy a éste sus amoríos. (Entra en casa.)
Escena cuarta.
Alcésimo, Lisídamo.
ALCÉSIMO: Voy a ver si ha vuelto nuestro galán del foro, bien se ha burlado de mí y de mi mujer el muy fantoche. Pero ahí está a su puerta. ¡Caray! Lisídamo, precisamente iba a buscarte a tu casa.
LISÍDAMO: ¡Caray!, y yo a la tuya. Pero, dime, puñetero, ¿qué fue lo que te encargué?, ¿qué fue lo que te pedí?
ALCÉSIMO: Pero, ¿qué pasa?
LISÍDAMO: ¡Qué bien me has dejado la casa libre y has hecho pasar a tu mujer a la nuestra! ¿No ves cómo por culpa tuya estoy perdido yo y la ocasión que se me ofrecía?
ALCÉSIMO: ¡Vete al cuerno! Tú habías dicho que tu mujer iba a venir a buscar a la mía.
LISÍDAMO: Y ella dice que ha ido a buscarla y que tú dijiste que no la dejabas ir.
ALCÉSIMO: ¡Pues si ella misma me dijo que no le hacía falta su ayuda!
LISÍDAMO: Pues ella misma me ha mandado a buscarla.
ALCÉSIMO: Pues me trae sin cuidado.
LISÍDAMO: Pues me matas.
ALCÉSIMO: Pues me alegro.
LISÍDAMO: Pues esperaré lo que haga falta.
ALCÉSIMO: Pues no querría sino...
LISÍDAMO: Pues...
ALCÉSIMO: … fastidiarte como sea.
LISÍDAMO: Pues eso más bien yo a ti... No te creas que te vas a quedar encima con tus «pues».
ALCÉSIMO: ¡Pues los dioses te confundan, para acabar ya de una vez!
LISÍDAMO: A ver, ¿dejas ir a tu mujer a casa o no?
ALCÉSIMO: Llévatela y vete al cuerno, con ella, con la tuya y con tu dichosa amiga. Vete y deja esto de mi cargo, yo la haré pasar por el jardín a tu casa.
LISÍDAMO: Ahora sí que te portas como un verdadero amigo. (Alcésimo entra en casa.) ¿Bajo qué auspicios me ha entrado a mí este enamoramiento o qué es la falta que he podido yo cometer contra Venus, que se me ponen tantas dilaciones a mi amor? ¡Huy, huy! ¿Qué griterío es ése ahí dentro en casa, misericordia!
Escena quinta.
Pardalisca, Lisídamo.
PARDALISCA: (Saliendo de casa de Lisídamo.) Estoy perdida, estoy perdida, muerta soy, tengo el corazón en un puño, estoy toda temblando, desgraciada de mí, no sé dónde encontrar ni dónde buscar ayuda, defensa, refugio, socorro: ¡tan sorprendente, tan increíbles son las cosas que acabo de ver ahí dentro, qué atrevimiento tan inaudito y tan espantoso! (Hablando hacia dentro de la casa.) Ten cuidado, Cleústrata, retírate de ella, por favor, no sea que, enfurecida como está, haga algún disparate contigo; quítale la espada, que está fuera de sí.
LISÍDAMO: Pero, ¿qué es lo que ocurre, para precipitarse ésta en esa forma fuera
de casa con ese susto, medio muerta? ¡Pardalisca!
PARDALISCA: ¡Muerta soy! ¿De dónde sale esa voz que hiere mis oídos?
LISÍDAMO: Mira para acá.
PARDALISCA: ¡Ay, amo mío de mi alma!
LISÍDAMO: ¿Qué es lo que te pasa? ¿A qué viene ese susto?
PARDALISCA: ¡Muerta soy!
LISÍDAMO: ¿Cómo?, ¿qué estás muerta?
PARDALISCA: Muerta soy, tú también eres muerto.
LISÍDAMO: ¿Eh, que estoy muerto? ¿Cómo?
PARDALISCA: ¡Ay de ti!
LISÍDAMO: ¡Qué ay de mí, ay de ti más bien, digo yo!
PARDALISCA: Cógeme, por favor, que no dé con mis huesos en el suelo.
LISÍDAMO: Dime inmediatamente lo que pasa, sea lo que sea.
PARDALISCA: Cógeme por el pecho, hazme por favor un poco de aire con la capa.
LISÍDAMO: ¿Qué será lo que le pasa? Como no sea que es que se haya preparado bien a base de pura flor de vino.
PARDALISCA: Cógeme por las orejas, por favor.
LISÍDAMO: ¡Vete al cuerno! ¡Maldita seas tú, con tu cabeza, tu pecho y tus orejas! De verdad, que, si no me haces saber inmediatamente lo que pasa, te voy a hacer saltar los sesos, tú, víbora, que estás ahí nada más que tomándome el pelo todo el rato.
PARDALISCA: ¡Amo mío de mi alma!
LISÍDAMO: ¿Qué hay, esclava de mi corazón?
PARDALISCA: No te pongas así conmigo.
LISÍDAMO: Pues, espera, que lo que has visto no es nada; pero dime, qué es lo que pasa, sea lo que sea, y en pocas palabras, ¿qué es ese jaleo que se ha armado ahí dentro?
PARDALISCA: Yo te lo haré saber, escucha: una cosa espantosa, ahora mismo ahí dentro, tú no sabes cómo se ha puesto tu esclava, una cosa indigna de los modales atenienses.
LISÍDAMO: ¿Pero, de qué se trata?
PARDALISCA: El espanto me paraliza la lengua.
LISIDAMO: ¿Puedo saber al fin de ti?, ¿qué es lo que ocurre?
PARDALISCA: Yo te lo diré. Tu esclava, la que quieres dar por esposa al capataz, ella, ahí dentro en casa...
LISÍDAMO: ¿Dentro? ¿Qué es lo que ocurre?
PARDALISCA: Pues que imita los malos modales de las malas mujeres y amenaza a su marido: la vida...
LISÍDAMO: ¿Qué?
PARDALISCA: ¡Ay, Dios mío!
LISÍDAMO: ¿Qué pasa?
PARDALISCA: … que le va a quitar, dice, que le quiere quitar la vida; y luego, una espada...
LISÍDAMO: ¡Huy, por Dios!
PARDALISCA: … una espada...
LISÍDAMO: ¿Qué pasa con la espada?
PARDALISCA: Que tiene una espada.
LISÍDAMO: ¡Ay, desgraciado de mí! ¿Por qué tiene una espada?
PARDALISCA: Va persiguiendo a todos por toda la casa y no consiente que se acerque nadie a ella; todos andan escondidos debajo de los arcones y de las camas y no se atreven ni a rechistar de miedo que tienen.
LISÍDAMO: ¡Muerto soy, perdido estoy! ¿Qué clase de mal le ha entrado de pronto?
PARDALISCA: Se ha vuelto loca.
LISÍDAMO: Soy desde luego el más desgraciado de todos los mortales.
PARDALISCA: Bueno, ¡si supieras todas las cosas que ha dicho!
LISÍDAMO: A ver, dímelas, ¿qué es lo que ha dicho?
PARDALISCA: Escucha: ha jurado por todos los dioses y las diosas de la corte celestial, que matará al que se acueste con ella.
LISÍDAMO: ¿A mí me quiere matar?
PARDALISCA: Pero, ¿es que tiene eso algo que ver contigo?
LISÍDAMO: Ah...
PARDALISCA: ¿Qué tienes tú que ver con ella?
LISÍDAMO: Me he confundido; quise decir, que si va a matar al capataz.
PARDALISCA: A ti no te faltan salidas.
LISÍDAMO: Pero, ¿me amenaza a mí?
PARDALISCA: Contigo es sobre todo con quien está furiosa, más que con nadie.
LISÍDAMO: Pero, ¿por qué?
PARDALISCA: Porque la casas con Olimpión; y está decidida a no prolongar ni un día tu vida, ni la suya ni la de su marido; por eso me han mandado aquí a avisarte que tengas cuidado con ella.
LISÍDAMO: ¡Dios, pobre de mí, estoy perdido!
PARDALISCA: Bien te está empleado.
LISÍDAMO: Soy el galán más desgraciado de todos los tiempos.
PARDALISCA: (Al público.) ¡Qué manera de tomarle el pelo! Todo lo que le he dicho no es más que una pura mentira: mi ama y la vecina de al lado han inventado esta historia y me han mandado aquí a que le engañe.
LISÍDAMO: ¡Oye, tú, Pardalisca!
PARDASLICA: ¿Qué hay?
LISÍDAMO: Hay...
PARDALISCA: ¿El qué?
LISÍDAMO: …una cosa que te quiero preguntar.
PARDALISCA: Me haces perder el tiempo.
LISÍDAMO: Y tú me haces perder los nervios; pero, ¿tiene Cásina todavía la espada?
PARDALISCA: Sí señor, y además no tiene una, sino dos.
LISÍDAMO: ¿Cómo, dos?
PARDALISCA: Con una dice que va a asesinarte a ti, con la otra al capataz.
LISÍDAMO: (Aparte.) Soy el más asesinado de todos los vivientes; lo mejor será que me ponga una coraza. (A Pardalisca.) Y mi mujer, ¿por qué no va y se la quita?
PARDALISCA: No se atreve nadie a acercarse a ella.
LISÍDAMO: Pues que intente convencerla.
PARDALISCA: Ya lo ha hecho, pero ella dice que no soltará de ninguna manera las espadas, a no ser que tenga la seguridad de que no se la casa con el capataz.
LISÍDAMO: Por la fuerza, si no de grado, se casará hoy. A ver por qué motivo no voy a salirme yo con la mía de que se case conmigo..., eh, bueno, que me diga, con el capataz.
PARDALISCA: Te equivocas un si es no es más de la cuenta, ¿eh?
LISÍDAMO: El miedo hace que se me trabe la lengua, hombre. Pero, por favor, yo te suplico, dile a mi mujer que le ruego que la convenza de que suelte la espada, que pueda yo entrar en casa.
PARDALISCA: Así lo haré.
LISÍDAMO: Ruégaselo tú también.
PARDALISCA: Se lo rogaré.
LISÍDAMO: Pero hazlo así con zalamerías, como tú sabes. Y otra cosa: si lo consigues, te regalaré unas sandalias y un anillo de oro y otras muchas cosas.
PARDALISCA: Lo intentaré.
LISÍDAMO: No ahorres esfuerzos.
PARDALISCA: Yo me voy, si es que no quieres algo más.
LISÍDAMO: Vete y ocúpate de lo dicho. Mira, ahí vuelve mi compinche con la compra. ¡Menuda procesión trae tras de sí!
Escena sexta.
Olimpión, Citrión, Lisídamo.
OLIMPIÓN: (A Citrión señalando a sus ayudantes.) Mira, ladrón, de mantener a raya a las zarzas esas.
CITRIÓN: ¿Zarzas, por qué?
OLIMPIÓN: Porque lo que tocan se lo llevan tras de sí, y si vas a quitárselo, te desgarran; o sea, que a cualquier parte que van, en cualquier sitio que están, es doble el daño que causan al que los contrata.
CITRIÓN: ¡Vamos anda!
OLIMPIÓN: ¡Huy! Venga, deprisa, a ponerme bien puesto, como si fuera un señorito, que
ahí está mi amo.
LISÍDAMO: Hola, buena pieza.
OLIMPIÓN: Y tú que lo digas.
LISÍDAMO: ¿Qué hay de nuevo?
OLIMPIÓN: Tú estás enamorado, yo tengo hambre y sed.
LISÍDAMO: Qué bien arreglado que vas.
OLIMPIÓN: ¡Eh, hoy...***.
LISÍDAMO: ¡Quieto, aunque no tengas gana de ello!
OLIMPIÓN: Uff, uff, tus palabras me dan asco.
LISÍDAMO: ¿Pero, por qué?
OLIMPIÓN: Porque sí. ¿No te largas? De verdad, ¡me vienes con unas cosas!
LISÍDAMO: Te voy a dejar fuera de combate, ya lo verás, como no te quedes quieto ahí.
OLIMPIÓN: ¡Oh Dios, quieres hacerme el favor de alejarte de mí, si no es que quieres
que eche las entrañas.
LISÍDAMO: ¡Quieto!
OLIMPIÓN: (Haciendo como que no conoce a Lisídamo.) ¿Qué es esto? ¿Quién es este
hombre?
LISÍDAMO: Soy tu amo.
OLIMPIÓN: ¿Qué amo?
LISÍDAMO: El amo de quien tú eres esclavo.
OLIMPIÓN: ¿Yo, esclavo?
LISÍDAMO: Y esclavo mío.
OLIMPIÓN: ¿No soy libre? Haz memoria, haz memoria.
LISÍDAMO: Quieto ahí.
OLIMPIÓN: Déjame.
LISÍDAMO: Soy tu esclavo.
OLIMPIÓN: Estupendo.
LISÍDAMO: Por favor, Olimpito mío, mi padre, mi patrono.
OLIMPIÓN: Ves, ahora hablas como es debido.
LISÍDAMO: Soy todo suyo.
OLIMPIÓN: ¿Y para qué quiero yo un esclavo tan malo?
LISÍDAMO: A ver, qué, ¿cuándo me vuelves a la vida?
OLIMPIÓN: Cuando esté la cena.
LISÍDAMO: Que entren éstos pues.
OLIMPIÓN: (A los cocineros.) Hale, enseguida, dentro, y daos prisa; ahora mismo voy yo, preparadme una cena que me forre, pero una cena por lo fino, nada de berzas a lo bárbaro. (A Lisídamo.) ¿Qué haces ahí parado? Hale ya.
LISÍDAMO: Yo me quedo aquí.
OLIMPIÓN: ¿Es que hay alguna otra cosa que te detiene?
LISÍDAMO: Dicen que Cásina tiene una espada, para matarnos a mí y a ti.
OLIMPIÓN: Lo sé, deja que la tenga, no son más que pamplinas; yo me conozco muy bien esas malas piezas; venga, entra conmigo en casa.
LISÍDAMO: Pero es que tengo miedo que pase algo, ve tú primero y entérate antes, de qué es lo que ocurre ahí dentro.
OLIMPIÓN: Tan preciosa me es a mí mi vida como a ti la tuya. Venga, entra.
LISÍDAMO: Si tú lo dices, hale, entro contigo.
ACTO IV
Escena primera.
Pardalisca.
PARDALISCA: Yo respondo de que ni en Nemea ni en Olimpia, ni en parte alguna del mundo se hacen unos juegos tan divertidos como los juegos y las burlas que están teniendo lugar ahí dentro con nuestro viejo y nuestro capataz. Todos andan de trajín ahí dentro por toda la casa: el viejo grita en la cocina, dando prisa a los cocineros: «¿Por qué no dais golpe? Si es que vais a hacer algo, ¡venga ya! Daos prisa, ya debería estar hecha la cena». El capataz va de acá para allá con la corona de flores, vestido de blanco, todo pimpante. Las otras dos, por su parte, están disfrazando al escudero, para dárselo a nuestro capataz de novia en lugar de Cásina, pero disimulan de maravilla, como si no supieran nada de lo que va a suceder; los cocineros no se quedan atrás y se las pintan solos para hacer que el viejo no cene, ponen los pucheros patas arriba, apagan el fuego con agua; ellas les han dicho que lo hagan así —es que quieren echar al viejo de casa sin cenar, para poder luego ellas solas llenarse bien la panza, yo me las conozco bien, son unas comilonas: son capaces de acabar con un galeón lleno de víveres—. Pero se abre la puerta.
Escena segunda.
Lisídamo, Pardalisca.
LISÍDAMO: (A su mujer, dentro de casa.) Yo creo, Cleústrata, que haríais bien en cenar cuando esté la cena; yo cenaré en el campo; es que quiero acompañar a los novios a la finca, yo me sé lo mala que es la gente, no sea que la vayan a raptar a ella. No os privéis de nada. Pero daos prisa en despedir ya a los novios, para que lleguemos allí antes que se haga de noche. Yo volveré mañana; yo, querida, celebraré mañana el convite.
PARDALISCA: (Aparte.) Lo que dije: las dos parientas le largan al viejo sin cenar.
LISÍDAMO: ¿Qué haces tú aquí?
PARDALISCA: Voy a donde el ama me ha mandado.
LISÍDAMO: ¿De verdad?
PARDALISCA: En serio.
LISÍDAMO: ¿Qué es lo que estás espiando aquí?
PARDALISCA: Yo no estoy espiando.
LISÍDAMO: Hala dentro; tú estás aquí de brazos cruzados y los otros trajinando en casa.
PARDALISCA: Voy, voy.
LISÍDAMO: Lárgate ya de aquí, mala, más que mala. (Pardalisca entra en casa.) ¿Se fue ya? Ahora puedo hablar lo que me venga en gana: cuando se está enamorado, en serio, aunque se tenga hambre, es como si no se tuviera. Pero mira, ahí viene con su corona y su antorcha mi compinche, mi colega, el capataz, mi conmarido.
Escena tercera.
Olimpión, Lisídamo.
OLIMPIÓN: Venga, tú, flautista, mientras que traen a la novia aquí fuera, llena esta plaza toda con una dulce melodía para celebrar mis bodas.
LISÍDAMO, OLIMPIÓN: ¡Oh Himen, ¡Himeneo, oh Himen!
LISÍDAMO: ¿Qué tal, mi bien?
OLIMPIÓN: Hambriento estoy, ¡qué narices!, y en un grado más de lo debido.
LISÍDAMO: Pues yo estoy enamorado.
OLIMPIÓN: Pues a mí, ¡qué caray!, me trae eso sin cuidado; a ti te sustituye el amor a la comida, pero a mí, ya hace tiempo que, a fuerza de ayunar, me están sonando las tripas.
LISÍDAMO: Pero, ¿qué hacen ya tanto rato ahí dentro esas tardonas? Parece que lo hacen adrede, mientras más prisa tengo yo, más despacio va todo.
OLIMPIÓN: ¿Qué te parece, si entono otra vez el himeneo, a ver si así salen más pronto?
LISÍDAMO: Me parece de perlas y yo también cantaré, puesto que las bodas son de los dos.
LISÍDAMO, OLIMPIÓN: ¡Himen!, ¡Himeneo, oh Himen!
LISÍDAMO: ¡Maldición!, muerto soy, desgraciado de mí, puedo reventar a fuerza de cantar el Himeneo, pero del mal que estoy deseando reventar, de eso ni hablar.
OLIMPIÓN: ¡Caray, de verdad, tú, si fueras un caballo, serías indomable!
LISÍDAMO: ¿Por qué lo dices?
OLIMPIÓN: Eres muy fogoso.
LISÍDAMO: ¿Es que acaso lo has experimentado tú?
OLIMPIÓN: ¡Dios me libre! Pero ha sonado la puerta, ya salen.
LISÍDAMO: ¡Uff, gracias a Dios!
Escena cuarta.
Calino, Pardalisca, Olimpión, Lisídamo, Cleústrata.
CALINO: Ya desde lo lejos se deja sentir el olor de Cásino.
PARDALISCA: Levanta el pie con cuidado sobre el umbral, novia: da comienzo con buenos auspicios a este camino, para que mantengas siempre la supremacía sobre tu marido, que afirmes tu poderío sobre él y lo domines y salgas siempre victoriosa, y para que con tu autoridad seas tú siempre la que lleve la voz cantante; que tu marido te vista y tú lo despojes a él; ten siempre presente, por favor, no parar de engañarle, ni de día ni de noche.
OLIMPIÓN: ¡Caray!, que se las va a ganar en cuanto que se propase lo más mínimo.
LISÍDAMO: ¡Calla!
OLIMPIÓN: No me callo.
LISÍDAMO: ¿Por qué?
OLIMPIÓN: Una mala persona le da malas instrucciones a otra que también es mala.
LISÍDAMO: ¡A ver si ahora que está todo a punto me lo vas a echar abajo! Eso es lo que buscan, eso es lo que pretenden, que se quede ahora todo en agua de borrajas.
PARDALISCA: Hala, Olimpión, puesto que así es tu deseo, recibe a Cásina por esposa de nuestras manos.
OLIMPIÓN: Venga ya, dádmela, si es que vais a acabar al fin hoy de dármela por esposa.
LISÍDAMO: Entraos.
PARDALISCA: Yo te ruego, Olimpión, trátala con cariño, que es una joven sin experiencias.
OLIMPIÓN: Así se hará.
PARDALISCA: Ea, adiós.
OLIMPIÓN: Í ya.
LISÍDAMO: Ea, marchaos.
CLEÚSTRATA: Adiós, pues. (Cleústrata y Pardalisca entran en casa.)
LISÍDAMO: ¿Se fue ya mi mujer?
OLIMPIÓN: En casa está, no tengas miedo.
LISÍDAMO: ¡Ole! Ahora al fin soy libre, caray. (A la novia.) ¡Tú, corazoncito mío, mielecita, primavera mía!
OLIMPIÓN: ¡Eh, tú, cuidado, que te la vas a ganar, la novia me pertenece a mí!
LISÍDAMO: Lo sé; pero el usufructo es primero para mí.
OLIMPIÓN: Ten la antorcha.
LISÍDAMO: No, no, mejor a ésta. (La novia.) Poderosa Venus, muchos son los bienes que me has concedido al poner a ésta en mis brazos.
OLIMPIÓN: ¡Ay, ay, qué cuerpecito tan tierno! Mujercita de mis entretelas... ¿Qué es
esto?
LISÍDAMO: ¿Qué pasa?
OLIMPIÓN: Nada, que me ha dado un pisotón como si fuera un elefante.
LISÍDAMO: Calla, por favor, su pecho es más blando que una nubecilla.
OLIMPIÓN: ¡Ay Dios mío, qué tetitas más lindas!... ¡Ay, pobre de mí!
LISÍDAMO: Pero, ¿qué pasa?
OLIMPIÓN: Me ha dado un revés en el pecho, no con el codo, sino con un ariete.
LISÍDAMO: Quita, por favor, eso es porque tienes un tacto tan duro con ella; mira como a mí, que la sé tratar con delicadeza, no me hace la guerra... ¡Ay!
OLIMPIÓN: ¿Qué ocurre?
LISÍDAMO: Por favor, sí que no tiene fuerza, la joven; casi me echa por la borda de un codazo.
OLIMPIÓN: Eso es que está ya deseando echarse ella.
LISÍDAMO: Pues venga, vamos.
OLIMPIÓN: Anda, monada, ven, sé buenecita. (Entran en casa de Alcésimo.)
ACTO V
Escena primera.
Mírrina, Pardalisca, Cleústrata.
MÍRRINA: Después de habernos regalado a placer ahí dentro, salimos ahora a la calle para presenciar los juegos nupciales. En serio, jamás me he puesto así de reírme, ni pienso volver a reírme más en el resto de mis días.
PARDALISCA: Tengo ganas de saber qué tal le va a Calino de novia con su marido.
MÍRRINA: Yo creo que un engaño así tan bien pensado como el que hemos tramado nosotras no se le ha ocurrido jamás a ningún poeta.
CLEÚSTRATA: ¡Cuánto me gustaría ver venir al viejo con la cara partida a fuerza de bofetadas, el tío más sinvergüenza que he visto en todos los días de mi vida, ***, a no ser que pienses que es todavía más sinvergüenza el otro, que le pone a su disposición su casa. *** Tú, Pardalisca, quédate ahora aquí de guardia, para que le tomes el pelo al primero que salga.
PARDALISCA: Con mil amores ***.
CLEÚSTRATA: *** desde aquí lo puedes ver todo; <dime> qué es lo que hacen dentro.
<MÍRRINA>: Detrás de mí, por favor.
CLEÚSTRATA: Ahí puedes además hablar con más tranquilidad lo que quieras.
MÍRRINA: Calla, suena nuestra puerta.
Escena segunda.
Olimpión, Mírrina, Cleústrata, Pardalisca.
OLIMPIÓN: (Saliendo de casa de Alcésimo.) Yo no sé ni a dónde huir, ni en dónde esconderme, ni cómo ocultar esta vergüenza, tan sin igual es el oprobio del que hemos quedado cubiertos por nuestras bodas los dos, el amo y yo, estoy muerto de miedo y de vergüenza, hay que ver el ridículo en que hemos quedado los dos. Pero, necio de mí, salir ahora con estas novedades, de sentir vergüenza, yo que no la he sentido jamás de los jamases. (Al público.) Estad atentos, mientras que os cuento lo sucedido, que merece la pena oírlo, se parte uno de risa al oír y al contar los líos que he organizado ahí dentro. Después que llevé la novia a la casa, la metí derechamente en el dormitorio. Aquello estaba más oscuro que boca de lobo; aprovechando que el viejo no estaba todavía allí, cojo y le digo «anda, échate»; la pongo en la cama, le arrimo las almohadas y me pongo a amansarla con caricias, para conseguir consumar el matrimonio antes que el viejo. Pero luego empiezo a ir algo más despacio, porque *** y me vuelvo a mirar, no sea que el viejo ***. Para ponerme en forma cojo y le quiero dar un beso, pero ella va y me quita la mano y no me deja besarla. Me van entrando cada vez más prisas y más ganas de echarme sobre Cásina, y sobre todo que quiero
adelantarme al viejo, y voy y echo el cerrojo a la puerta para que no me coja con las manos en la masa.
CLEÚSTRATA: (A Pardalisca.) Venga, abórdalo ahora.
PARDALISCA: Oye, ¿dónde está tu novia?
OLIMPIÓN: (Aparte.) ¡Ay de mí, muerto soy, todo se ha descubierto!
PARDALISCA: Tienes que contárnoslo todo ce por be. ¿Qué es lo que ocurre ahí dentro? ¿Qué tal Cásina? ¿Te deja hacer?
OLIMPIÓN: Me da vergüenza decirlo.
PARDALISCA: Anda, cuéntalo todo ce por be, como habías comenzado.
OLIMPIÓN: Tú, me da apuro.
PARDALISCA: Venga, dilo tranquilamente. Después que te echaste..., sigue, desde ahí. Cuenta, ¿qué pasó?
OLIMPIÓN: Es que es una vergüenza.
PARDALISCA: Así tendrán cuidado los que lo oigan de no hacer lo mismo.
OLIMPIÓN: ***.
PARDALISCA: Me haces perder el tiempo. ¿Por qué no sigues?
OLIMPIÓN: ...cuando, *** por debajo.
PARDALISCA: ¿El qué?
OLIMPIÓN: ¡Bah!
PARDALISCA: ¿El qué?
OLIMPIÓN: ¡Pah!
PARDALISCA: *** el qué es?
OLIMPIÓN: ¡Ay, era una cosa enorme! Temí que tuviera una espada y me pongo a buscarla. Mientras busco a ver no sea que tenga una espada, voy y me encuentro que tengo en la mano la empuñadura; pero si bien lo pienso, no era una espada lo que tenía, porque hubiera estado fría.
PARDALISCA: Sigue.
OLIMPIÓN: Pero es que me da apuro.
PARDALISCA: ¿Era acaso un nabo?
OLIMPIÓN: No era.
PARDALISCA: ¿Un pepino, quizá?
OLIMPIÓN: Desde luego, ¡qué caray!, no era ninguna clase de hortaliza, a no ser, que, bueno, sea lo que fuere, desde luego una tormenta no le había caído nunca encima, tan grande era, sea lo que fuere.
PARDALISCA: ¿Y qué pasó luego? Acaba ya de contarlo.
OLIMPIÓN: Entonces le digo, «Cásina», le digo, «por favor, mujercita mía de mi alma, por qué me rechazas siendo tu marido. Caray, no me merezco que me trates así, después de lo mucho que te he deseado». Ella no dice ni pío y con el vestido se tapa las partes por las que sois mujeres. Cuando veo ese paso cerrado, la pido que me deje ir por otro lado ***; Voy, para volverme hacia ella a apoyarme en el codo ***; sin decir palabra *** me levanto, para *** y ***.
MÍRRINA: Lo cuenta divertidísimo ***.
OLIMPIÓN: Un beso *** y me pincha los labios con la barba, como si tuviera cerdas; en cuanto que me pongo de rodilias, va y empieza a darme patadas en el estómago; me caigo de cabeza de la cama; salta tras de mí y me apuñetea la cara; sin decir palabra salgo fuera huyendo con el atuendo que ves, para que el viejo se trague la misma copa que me he tragado yo.
PARDALISCA: Me parece estupendo. Pero, ¿dónde está tu capotillo?
OLIMPIÓN: Lo he dejado ahí dentro.
PARDALISCA: ¿Qué te parece? ¿No habéis sido chasqueados de lo lindo?
OLIMPIÓN: Bien empleado nos está. Pero ha sonado la puerta, a ver si es que viene todavía persiguiéndome.
Escena tercera.
Lisídamo, Cleústrata.
LISÍDAMO: (Sale de casa de Alcésimo con sólo la túnica.) Estoy comido de vergüenza, no sé qué partido tomar ni cómo voy a presentarme a la vista de mi mujer, estoy perdido; toda mi ignominia ha quedado al descubierto, desgraciado de mí, estoy del todo perdido; *** me han cogido infraganti, *** no sé cómo me voy a poder disculpar ante mi mujer, *** me he quedado sin mi capa, pobre de mí, *** esas bodas clandestinas, *** me parece *** es lo mejor. Voy a buscar a mi mujer dentro y pondré mis espaldas a su disposición por la ofensa que le hecho. *** ¿Hay aquí quizá alguien que quiera ponerse en lugar mío? No sé realmente qué hacer, como no sea que imite a los esclavos que han cometido alguna fechoría y coja y me marche de casa; porque si vuelvo a casa, ¡ay de mis costillas! ¿Encima viene éste ahora
con esas pamplinas?, diréis; ¡caray!, es que no tengo ganas de recibir palos, aunque merecido me los tengo. Echaré piernas por aquí y me daré a la fuga.
CLEÚSTRATA: ¡Eh, alto ahí, viejo verde!
LISÍDAMO: ¡Muerto soy! Me llaman, haré como si no oyera y me largo.
Escena cuarta.
Calino, Lisídamo, Cleústrata, Mírrina, Olimpión.
CALINO: ¿Dónde andas? ¿Conque quieres poner aquí de moda las costumbres marsellesas?, ¿eh? Ahora, si me quieres tomar por montura, tienes buena ocasión; venga, vuelve a la alcoba. ¡Ja, te la has buscado! Hale, ven aquí, aquí tengo un árbitro imparcial, no hay necesidad de acudir a los tribunales. (Enseñando el bastón.)
LISÍDAMO: ¡Muerto soy! Éste me va a machacar el espinazo con el bastón; me iré por aquí, porque por ahí no me espera sino quedar derrengado.
CLEÚSTRATA: Se te saluda, galán enamorado.
LISÍDAMO: Y por aquí me sale al paso mi mujer: ahora estoy entre la espada y la pared, y no sé por dónde escapar: por un lado, lobos, por el otro los perros; por la parte de los lobos se andan a bastonazos; creo que voy a dejar por mentiroso al refrán ese, me iré por aquí, la suerte canina creo que no será tan peligrosa.
MÍRRINA: ¿Qué tal, bígamo?
CLEÚSTRATA: Marido mío, ¿de dónde vienes en ese atuendo?, ¿qué has hecho del bastón o de la capa que tenías?
MÍRRINA: Seguro que lo ha perdido, mientras te estaba engañando con Cásina.
LISÍDAMO: Muerto soy.
CALINO: Venga, ¿nos vamos a acostar? Soy Cásina.
LISÍDAMO: ¡Vete a hacer puñetas!
CALINO: ¿Es que ya no me quieres?
CLEÚSTRATA: Venga, contesta, ¿qué ha sido de tu capa?
LISÍDAMO: Mujer, es que las Bacantes, ¡qué caramba!
CLEÚSTRATA: ¿Las Bacantes?
LISÍDAMO: Sí, las Bacantes, ¡qué caramba!, mujer.
MÍRRINA: Está diciendo tonterías a sabiendas, porque precisamente ahora no hay fiestas ningunas de Bacantes[9].
LISÍDAMO: Se me había olvidado, pero a pesar de eso, es que las Bacantes...
CLEÚSTRATA: ¿Qué pasa con las Bacantes?
LISÍDAMO: Si no es posible, que...
CLEÚSTRATA: ¡Caray!, tú tienes miedo.
LISÍDAMO: ¿Yo? Te juro que estás mintiendo.
CLEÚSTRATA: Pues estás muy pálido. ***.
<OLIMPIÓN>: Y además ha puesto mi reputación por los suelos con sus vilezas.
LISÍDAMO: ¿No te callarás?
OLIMPIÓN: No me callo, ¡maldición!, porque tú fuiste el que me rogaste con tantísimo empeño que pidiera a Cásina por esposa, por mor tuyo.
LISÍDAMO: ¿Que yo he hecho eso?
OLIMPIÓN: No, tú no, sino Héctor el troyano.
LISÍDAMO: ¡Que ojalá hubiera acabado contigo! (A las mujeres.) ¿He hecho yo eso que
decís?
CLEÚSTRATA: ¿Que si lo has hecho?
LISÍDAMO: No, si de verdad lo he hecho, mal hecho está.
CLEÚSTRATA: Vuélvete a casa ahora, yo te haré recordar, si es que has perdido la memoria.
LISÍDAMO: No, me parece que es preferible creer lo que me decís. Ahora, mujer mía, concede el perdón a tu marido; tú, Mírrina, pídeselo a Cleústrata; si en adelante nunca jamás o hago el amor a Cásina o solo con que dé muestras de querérselo hacer, si en adelante vuelvo a hacer una cosa semejante, yo te concedo el derecho, mujer, de que me cuelgues y me des de palos.
MÍRRINA: Por Dios, Cleústrata, yo creo que se le debe conceder el perdón.
CLEÚSTRATA: Como tú quieras, y además hay otro motivo, por el que me cuesta menos el concedérselo y es para no alargar más aún esta comedia.
LISÍDAMO: ¿No estás ya enfadada?
CLEÚSTRATA: No.
LISÍDAMO: ¿Palabra?
CLEÚSTRATA: Palabra.
LISÍDAMO: No hay nadie en el mundo que tenga una mujer más encantadora que la mía.
CLEÚSTRATA: (A Calino.) Venga, tú, devuelve el bastón y la capa.
CALINO: Ten, si te empeñas. Desde luego a mí se me ha hecho a todas luces una gran injusticia: me he casado con dos, y ninguno de los dos ha hecho conmigo lo que se hace con las novias. Distinguido público, os vamos a contar lo que va a suceder ahora ahí dentro: Cásina quedará reconocida como la hija del vecino de al lado y se casará con Eutinico, el hijo de nuestro amo. Ahora es justo que nos deis con vuestro aplauso la recompensa que nos merecemos; el que así lo haga, tendrá a espaldas de su mujer la amiga que le venga en gana, pero el que no aplauda con todas sus fuerzas, encontrará a su lado, en lugar de su amiga, un macho cabrío perfumado con agua de la alcantarilla.
FIN DE
CÁSINA.
[1] Lo días llamados de los alciones se caracterizaban por una calma absoluta en el mar; cf. PLINIO, Nat. II 125: «Ante brumam autem VII diebus totidemque post eam sternitur mare alcyonum feturae, unde nomen ii diez traxere», y X 90.
[2] Por lo general se enteinde la expresión latranti nomine como referida al nombre de Plauto (cf. PAUL. FEST., pág 231, «Plauti appellantur canes, quorum aures languidae sunt ac flaccidae et latius videntur patere»); Ussing rechaza en su comentario esta opinión y lo refiere al nombre de Cásina, del que afirma, basándose precisamente en este único pasaje, que era un nombre corriente para perros.
[3] Sobre el matrimonio entre esclavos, cf. P. P. SPRANGER, 1984; A. R. W. HARRISON, 1968, pág. 177, considera este pasaje, así como Miles 1007, como «probably satiric exaggerations»; W. HUSS, 1985, concede valor histórico al pasaje por lo que se refiere al matrimonio en Cartago. Parece, con todo, que no se le puede prestar a la noticia un estricto valor jurídico.
[4] Fórmula de divorcio.
[5] Alusión a las suertes que echaron los Heraclidas al repartirse el Peloponeso: Cresfontes quería Mesenia, que se otorgaría a aquel cuya piedra saliese en último lugar, por lo cual metió en la vasija un terrón que se deshizo, saliendo por lo tanto antes las piedras de sus hermanos.
[6] Vestido de novio, cf. también 767 s.
[7] Cuando la toma de Roma por los galos, Camilo reunió en Sutri los restos de las legiones y cada soldado debía llevar su víveres (cf. PAUL. FEST., pág. 310).
[8] Juego de palabras en el texto latino.
[9] Alusión al S. C. de Bacchanalibus del año 186 que prohibió las fiestas de las Bacanales en Italia.
ARGUMENTO
Un joven de Lemnos viola a una muchacha de Sición. Luego se vuelve a su patria, se casa y tiene una hija. La muchacha de Sición da a luz una niña. Un esclavo la coge y la expone y espera escondido a ver qué pasa. Una cortesana la recoge y se la entrega a otra. El joven aquel de Lemnos vuelve a Sición y se casa con la muchacha que había violado; a la hija nacida en Lemnos la promete a un joven que está enamorado de la muchacha expósita. El esclavo que la expuso la busca y la encuentra. Cuando se descubre que es una joven libre, Alcesimarco, que era ya su amante, se casa con ella.
Personajes:
Selenio, cortesana.
Gimnasio, cortesana.
Sira[1], vieja cortesana, madre de Gimnasio.
El dios Auxilio, personaje del prólogo.
Alcesimarco, joven.
Tinisco, esclavo.
Un viejo, padre de Alcesimarco.
Lampadión, esclavo.
Melénide, vieja cortesana.
Fanóstrata, madre de Selenio.
Halisca, esclava.
Demifón, viejo.
La acción transcurre en Sición.
ACTO I
Escena primera.
Selenio, Gimnasio, Sira.
SELENIO: (Saliendo de su casa con Gimnasio y su madre.) Siempre te he querido yo mucho, Gimnasio de mi alma, y te he tenido por una verdadera amiga, y lo mismo a tu madre, pero lo que es hoy, me lo habéis hecho las dos bien patente: si fueras mi hermana, no hubieras podido tener más atenciones conmigo: creo que sería imposible si te digo lo que siento; hay que ver la de veces que lo habéis dejado todo de lado por atenderme; por eso, no sabes cuánto es el cariño y el agradecimiento que os tengo.
GIMNASIO: La verdad es que tal como tú correspondes, no le cuesta a uno el visitarte y el hacerte servicios. No digas, el agrado con que nos has ofrecido un almuerzo tan exquisito, desde luego que no lo olvidaremos tan fácilmente.
SELENIO: Bien claro está con cuánto gusto lo he hecho y que estoy dispuesta a procurar siempre todo lo que me parezca que os va a complacer.
SIRA: Yo digo como aquel que había hecho una travesía con viento favorable y la mar en calma: qué bien haber venido con tan buen viento[2]; es que hay que ver, cómo nos han tratado de bien; aparte de vuestro protocolo, no ha habido en tu casa nada que no me agradara.
SELENIO: ¿Por qué?, dime.
SIRA: Se me ofrecía demasiadas pocas veces de beber y eso me ha echado a perder el vino.
GIMNASIO: Madre, por favor, eso no se dice.
SIRA: Ni los dioses ni los hombres lo prohíben: estamos entre nosotras.
SELENIO: Os merecéis el cariño que os tengo, porque me atendéis y me apreciáis mucho.
SIRA: Es que, mi querida Selenio, nosotras, las de nuestro gremio, debemos portarnos bien unas con otras y cultivar la amistad entre nosotras, si es que te fijas en las señoronas de familias empingorotadas, cómo cultivan la amistad y lo bien compinchadas que están entre sí; aunque nosotras hagamos lo mismo, aunque las imitemos, estamos tan mal vistas que apenas se puede decir que es vida lo que llevamos. Ellas quieren vernos necesitadas de su protección, quieren que por nosotras mismas no podamos nada y que dependamos totalmente de ellas, para que tengamos que andar siempre a sus pies. Si vas y las visitas, te resulta más fácil la vuelta que no la ida, porque de boquilla se ponen muy zalameras con nosotras, pero por detrás, si es que se les presenta la ocasión, no hacen más que minarnos el terreno a traición: van pregonando que tenemos trato con sus maridos y somos sus queridas, nos echan abajo en la forma que pueden. Como nosotras, tu madre y yo, no somos más que libertas, pues hemos sido las dos meretrices; ella te crió a ti, yo a Gimnasio, porque tanto la una como la otra sois de padre desconocido. Y yo no le he hecho coger a Gimnasio el oficio de meretriz por desfachatez, sino para no morirme de hambre.
SELENIO: Pero mejor hubiera sido que le hubieras dado un marido.
SIRA: Bueno, marido, te juro que lo tiene ella todos los días y lo ha tenido también hoy, y lo tendrá luego a la noche: jamás la he dejado dormir sola, que, si ella no tuviera marido, toda mi casa se moriría de hambre en forma bien lastimosa.
GIMNASIO: No me queda otro remedio, madre, sino hacer lo que tú dispones.
SIRA: Te aseguro que no pido más, si estás dispuesta a portarte, así como dices. Y es que, si te portas, así como yo quiero que te portes, pues no te pondrás nunca vieja como yo, sino que conservarás siempre esa edad tan bonita que tienes ahora y traerás a muchos la ruina y a mí, buenas perras sin gasto alguno por mi parte.
GIMNASIO: ¡Los dioses te oigan!
SIRA: Sin tu colaboración no pueden los dioses nada.
GIMNASIO: Te juro que yo pondré de mi parte lo que pueda. Pero nosotras aquí venga a charlar y tú, cielito mío, Selenio mía de mi alma, nunca te vi tan apenada. Dime, por favor, ¿por qué te falta la alegría de siempre? No estás tan bien puesta como otras veces (fíjate qué suspiro tan hondo ha dado) y estás descolorida. Dinos qué es lo que te pasa y en qué te podemos ayudar, que lo sepamos. No llores, que vas a hacer que se me salten a mí también las lágrimas.
SELENIO: ¡Ay pobre de mí!, ¡querida Gimnasio, no sabes cómo sufro!; estoy pasando mucho, me consumo de pena; dolor y dolor y nada más que dolor: en el alma, en los ojos, esta congoja. ¿Qué quieres que te diga, sino que es por mi locura que me veo arrastrada a esta situación tan triste?
GIMNASIO: Haz por enterrar la locura allí mismo de donde nace.
SELENIO: Pero ¿cómo?
GIMNASIO: Escóndela en los últimos escondrijos de tu alma; que seas tú sola la que seas
consciente de ella, sin que tenga nadie más que ver en el asunto.
SELENIO: Pero es que es en el corazón donde me duele.
GIMNASIO: ¡Oye!, ¿el corazón?, ¿de dónde lo sacas?, dímelo, si es que eres capaz, ¡corazón!, que ni lo tengo yo ni ninguna otra mujer, según lo que dicen los hombres.
SELENIO: Si es que tengo corazón para sentir el dolor, me duele; si es que no lo tengo, pues a pesar de eso me duele aquí (señalando al corazón).
GIMNASIO: Ésta está enamorada.
SELENIO: Oye, pero ¿es que es el enamoramiento una cosa amarga, por favor?
GIMNASIO: Yo te aseguro que el amor es fecundísimo, en mieles y en hieles: pero la dulzura no hace más que dártela a probar, en cambio de amargura, de eso te harta hasta la saciedad.
SELENIO: De esa catadura es el mal que me atormenta, Gimnasio.
GIMNASIO: El amor es traidor.
SELENIO: Y así me está traicionando a mí.
GIMNASIO: Anímate, ya verás cómo mejora tu mal.
SELENIO: Tendría esperanzas, si viniera el médico que puede curarlo.
GIMNASIO: Vendrá.
SELENIO: Un «vendrá» no es para los enamorados lo mismo que un «viene»; se hace demasiado largo. Pero por culpa mía, tonta de mí, me consumo de esta forma, por haberme empeñado en que tiene que ser él y nada más que él el hombre con quien pase mi vida.
SIRA: Querida Selenio, eso es más bien para las señoras honradas, el querer a uno solo y el vivir con el que se ha casado una para toda la vida. Pero ¡una cortesana! Una cortesana es exactamente lo mismo que una ciudad rica: no puede mantenerse sola sin la presencia de muchos hombres.
SELENIO: Atendedme ahora, que os voy a decir por qué os he hecho venir hoy a mi casa: es que mi madre, como yo no quiero dedicarme al oficio, pues ha querido complacerme como yo la complazco a ella y ha accedido a mis ruegos de dejarme vivir con el hombre del que yo estuviera de verdad enamorada.
SIRA: Te juro que ha hecho una necedad. Pero ¿es que no has tenido tú todavía trato con ningún hombre?
SELENIO: Fuera de Alcesimarco, con ninguno, y ningún otro me ha puesto hasta ahora la mano encima.
SIRA: Oye, ¿y cómo ha conseguido ése insinuarse contigo?
SELENIO: Durante las fiestas de Dionisos, me llevó mi madre a ver la procesión, y a la vuelta, me fue siguiendo disimuladamente sin perdernos de vista hasta la puerta de casa. Después se fue introduciendo en nuestra amistad, de mi madre y mía, con sus atenciones, sus dádivas y sus obsequios.
GIMNASIO: ¡Para mí lo quisiera yo, un hombre así! ¡Qué de vueltas iba a darle!
SELENIO: Para qué más, con el trato me enamoré de él y él se enamoró de mí.
SIRA: ¡Ay, querida Selenio! Hay que fingir que se ama, porque si amas de verdad, enseguida empiezas a mirar más por el bien del que amas que por el tuyo propio.
SELENIO: Pero él le ha jurado solemnemente a mi madre que se casaría conmigo, sólo que ahora resulta que se tiene que casar con otra, una parienta suya de Lemnos que vive aquí al lado (señala la casa de Demifón). Su padre le ha obligado; y ahora mi madre está enfadada conmigo porque no he vuelto a su casa con ella después que me enteré de que se iba a casar con otra.
SIRA: En cuestiones de amor, pueden hacerse juramentos en falso.
SELENIO: Ahora, por favor, deja que Gimnasio esté aquí sólo estos tres días y que guarde la casa entretanto; porque es que mi madre me ha mandado llamar.
SIRA: Aunque no me hacen gracia esos tres días y me causarás una pérdida con ello, lo haré.
SELENIO: No sabes cuánto te lo agradezco. Pero tú, querida Gimnasio, en el caso de que venga Alcesimarco mientras yo no esté, no vayas a armarle una escena; sea como sea la forma en que se ha portado conmigo, yo, la verdad, le quiero; tú, suavecita por favor; no vayas a decirle nada que le pueda herir. Toma las llaves; si necesitas alguna cosa, cógela. Yo me marcho.
SIRA: ¡Has hecho que se me salten las lágrimas!
SELENIO: Adiós, querida Gimnasio.
GIMNASIO: Arréglate un poco, por favor; ¿vas a salir así tan desaliñada?
SELENIO: Así voy de acuerdo con el desaliño de mi fortuna.
GIMNASIO: Pero, bueno, recógete por lo menos el mantón.
SELENIO: Deja que lo lleve arrastrando, que ése es también mi propio destino.
GIMNASIO: Si te empeñas, hala, que te vaya bien.
SELENIO: ¡Ojalá fuera posible! (Se va.)
GIMNASIO: ¿Quieres algo, madre? Si no, entro ahora. ¡Anda que no está enamorada ésa!
SIRA: Por eso te estoy siempre machacando los oídos con que no te enamores de nadie. Hala, éntrate.
GIMNASIO: ¿Algo más?
SIRA: Que te vaya bien.
GIMNASIO: Lo mismo digo. (Entra en casa de Alcesimarco.)
Escena segunda.
Sira.
SIRA: Yo tengo el mismo defecto que la mayor parte de las mujeres de mi profesión, y es que, cuando estamos bien repletas, en seguida nos ponemos muy charlatanas y hablamos más de la cuenta. Pues es que esta que acaba de irse de aquí ahora llorando, la recogí yo de la calleja donde la habían abandonado cuando era pequeñita. Hay aquí un joven muy empingorotado [es que yo ahora, como me he hartado a mi gusto y estoy bien repleta de la flor de Baco, me han entrado ganas de desatarme bien la lengua, pobre de mí, que no soy capaz de callarme lo que en sí debía callar]. Pues este joven que digo, es de Sición, de muy buena familia, y el padre le vive todavía. El muchacho está perdidamente enamorado de la jovencita esta que acaba de irse de aquí llorando y a ella le pasa con él otro tanto de lo mismo. Yo se la entregué a mi amiga la cortesana esta (señala la casa de Melénide) que me había dicho la mujer muchas veces que a ver si le encontraba donde fuera un chico o una chica recién nacidos, para que ella lo hiciera pasar por suyo. Yo, en cuanto que me fue posible, cumplí su encargo. Luego que recibió de mí la niña, en seguida dio ella a luz la misma criatura que había recibido de mí, sin necesidad de comadrona ni de pasar dolores, o sea, en otra forma de la que dan a luz las demás mujeres que se buscan ellas mismas su perdición. Porque es que decía que tenía un amante forastero y que por causa suya recogía a la chiquilla. Todo esto no lo sabemos más que nosotras dos: yo, que le di la niña, y ella, que la recibió de mí —aparte, claro está, de ustedes—. Así han sido las cosas. Para el caso de que haga falta, quiero que lo tengáis presente. Yo me voy ahora a casa.
Escena tercera.
El dios auxilio.
AUXILIO: Dos defectos tiene esta vieja, es charlatana y es borracha: apenas me ha dejado a mí, un dios, algo que decir; hay que ver qué forma de cogerme la delantera para daros noticia de que la chica es hija ficticia de Melénide; si, de todas maneras, aunque ella se lo hubiera callado, yo estaba dispuesto a decirlo, y, además, como un dios que soy, mejor explicado. Es que un servidor es el dios que llaman Auxilio. Ahora, prestad atención para que os explique punto por punto el argumento de esta comedia. Hace ya mucho tiempo, se celebraban las fiestas de Dionisos en Sición. Un comerciante de Lemnos fue para ver los juegos y violó allí a una muchacha: era muy jovencillo, estaba bebido, en plena noche, en mitad de la calle. Cuando se da cuenta de que ha cometido un desafuero, busca enseguida asilo con ayuda de sus pies, se escapa a Lemnos, donde vivía a la sazón. La muchacha a la que había violado da a luz a los nueve meses una niña. Como no sabe quién es el culpable del hecho, confía su decisión a un esclavo de su padre: le entrega la niña para que la exponga y muera. El esclavo expone a la niña, y la vieja esta de antes la recoge. El esclavo que la había expuesto observa a escondidas a dónde o a qué casa la lleva la mujer. Como se lo habéis oído contar a ella misma, va y le entrega la criatura a la cortesana Melénide, que la crió igual que si fuera su hija, como a una muchacha decente. El comerciante de Lemnos se casa luego con una de su familia, una prima suya, que se murió, la pobre, y le hizo así el juego al marido. El otro, después de cumplir sus deberes con su difunta esposa, se viene enseguida a vivir aquí y se casa con la misma mujer a la que había violado antes, cuando muchacha, y se da cuenta de que es la misma que había violado entonces. Ella le cuenta que había tenido una niña por un atropello de un desconocido y que se la había entregado a un esclavo para que la expusiera. Inmediatamente da él orden al esclavo aquel de dedicarse a ver si puede encontrar de alguna manera a la mujer que recogió a la chiquilla. El esclavo no hace ahora otra cosa, con el fin de encontrar a la golfa aquella, a la que desde un escondrijo había visto entonces recoger a la niña cuando él la exponía. Ahora voy a terminar de daros paga de lo que queda, para que se borre mi nombre de la lista de los deudores. Hay aquí en Sición un muchacho al que le vive todavía el padre. Él está enamorado de la expósita aquella que se fue antes de aquí llorando a casa de su madre. A ella le pasa lo mismo con él, lo cual es realmente la forma más dulce del amor. Pero, tal como son las cosas de la vida, no hay felicidad duradera: el padre quiere dar mujer a su hijo; al enterarse de ello, la madre ficticia de la muchacha la manda volver a casa. Ésta es la historia. Que lo paséis bien y que venzáis por vuestro verdadero valor, como habéis hecho hasta ahora; conservad vuestros aliados, los antiguos y los nuevos, aumentad por vuestras justas leyes el número de vuestras tropas auxiliares, acabad con vuestros enemigos, cosechad gloria y laureles, y que los cartagineses vencidos reciban el castigo que merecen.
ACTO II
Escena primera.
Alcesimarco.
ALCESIMARCO: Yo creo que ha sido el Amor quien ha inventado el oficio de verdugo entre los hombres, y ésta es una opinión que me viene de mi propia experiencia: no tengo que ir a buscarla en parte ninguna, yo, que supero y dejo atrás a la humanidad entera por los tormentos que sufro. Me veo ajetreado, torturado, sacudido, traspasado, revolcado en la rueda del amor; morir me siento, pobre de mí, soy arrastrado, desgarrado, despedazado, descuartizado, a causa de las nieblas que turban mi mente. No estoy donde estoy; donde no estoy, allí están mis pensamientos, tantos y tan contradictorios son los sentimientos que me animan; tengo ganas de una cosa, y al momento se me pasa, tal es la forma en la que el amor me engaña a mí y a mi abatido corazón; me ahuyenta, me empuja, se lanza sobre mí, me arrebata, me retiene, me seduce, me regala: lo que me da, no me lo da; se burla de mí: lo que acaba de aconsejarme, me lo desaconseja luego; lo que me acaba de desaconsejar, me lo pone después por delante de los ojos. Hace conmigo lo que el mar, de tal modo bate mi enamorado corazón; y si no es porque, pobre de mí, no me voy a pique, no hay ruina que falte en el cuadro de mi perdición. Seis días me ha retenido mi padre en el campo, sin que me haya sido posible, desgraciado de mí, el ir a ver a mi amiga. ¿No es una verdadera pena?
***
Fragmento. I El día sexto ***
Alcesimarco, Esclavo
***
Fragmento. II 〈ALCESIMARCO:〉 ¿Eres capaz de realizar una proeza?
〈ESCLAVO:〉 De sobra hay gente que las haga; yo, desde luego, no tengo interés en hacer ver que soy un valiente.
***
ESCLAVO: Pero ¿a qué viene eso?
ALCESIMARCO: Quiero que se me digan muchas injurias.
ESCLAVO: Pero ¿por qué?
ALCESIMARCO: Porque vivo.
ESCLAVO: Si es que lo quieres, caray, eso no me cuesta a mí trabajo ninguno.
ALCESIMARCO: Sí quiero.
ESCLAVO: Pero no vaya a ser que hagas actuar a tus puños mientras soy yo el que tengo el mando.
ALCESIMARCO: Te aseguro que no lo haré.
ESCLAVO: ¿Palabra de honor?
ALCESIMARCO: Palabra que no lo haré. Pero, por primera providencia, yo soy realmente un imbécil: ¡mira que haber podido estar tantos días sin ver a mi amiga!
ESCLAVO: Que sí, que eres realmente un imbécil.
ALCESIMARCO: *** ella que está tan perdidamente enamorada de mí.
ESCLAVO: Que sí, que te mereces de verdad tu desgracia.
ALCESIMARCO: ¡Mira que causarle a ella tales y tantas amarguras en su corazón!
ESCLAVO: No serás nunca un hombre de provecho.
ALCESIMARCO: Sobre todo después de que nos habíamos jurado amor mutuo y me había prometido fidelidad.
ESCLAVO: En adelante te mereces la enemistad de los dioses y los hombres.
ALCESIMARCO: Ella que estaba decidida a pasarse toda la vida siendo mi esposa.
ESCLAVO: Debes ponerte unos grillos y no quitártelos jamás.
ALCESIMARCO: Ella que había sido confiada y encomendada a mi lealtad.
ESCLAVO: Te juro que yo, desde luego, soy de la opinión de que debías recibir una buena ración de palos.
ALCESIMARCO: Que me llamaba siempre su miel y su cielo.
ESCLAVO: Ya sólo por eso que has dicho te merecías diez veces llevar el virote.
ALCESIMARCO: Por mi parte con mucho gusto[3]. Pero ¿qué me aconsejas ahora que haga?
ESCLAVO: Yo te lo diré: dale una satisfacción, ahórcate, para que así no pueda estar enfadada contigo.
***
Alcesimarco, Gimnasio, Esclavo.
ALCESIMARCO: *** Tinisco, ¿dónde estás?[4].
ESCLAVO: Aquí me tienes.
ALCESIMARCO: Anda, ve y tráeme mis armas.
ESCLAVO: ¿Tus armas?
ALCESIMARCO: Sí, y también la coraza.
ESCLAVO: ¿La coraza? ***
ALCESIMARCO: Ve, corre, tráeme mi caballo.
ESCLAVO: Muerto soy, éste se ha vuelto loco, el pobre, te lo juro.
ALCESIMARCO: Ve y trae muchos lanceros, mucha infantería ligera, mucha gente de armas con su séquito; no tengo ganas de andar rogando más. ¿Dónde está lo que te he pedido?
ESCLAVO: Éste ha perdido la cabeza.
GIMNASIO: Tal como se porta, yo creo que es que está embrujado.
ESCLAVO: Vamos a ver, por favor, ¿es que estás loco o que sueñas despierto, que me mandas traer el caballo, la coraza, muchos lanceros, después mucha infantería ligera, mucha gente de armas con mucho séquito? Todos estos disparates me has dicho.
ALCESIMARCO: Por favor, ¿he dicho yo eso?
ESCLAVO: Sí, señor, acabas de decírmelo ahora mismo.
ALCESIMARCO: Pues, desde luego, no con presencia de ánimo.
ESCLAVO: Entonces es que eres un hechicero, si es que no estás presente, pero lo estás.
GIMNASIO: Joven, yo veo que tú estás bien impregnado del veneno del amor; por eso te quiero avisar una cosa.
ALCESIMARCO: Dime.
GIMASIO: Guárdate de declararle la guerra al amor.
ALCESIMARCO: ¿Qué debo hacer?
GIMNASIO: Ve a casa de su madre, discúlpate, jura, ponte zalamero, y ruégale y consigue
de ella que se le pase el enfado.
ALCESIMARCO: Te juro que me voy a disculpar hasta quedarme ronco y sin voz.
***
El padre de Alcesimarco, Gimnasio.
***
Fragmento. III PADRE: Le impide hacerse con unas riquezas inmensas, una dote opípara y fantástica.
***
Una mujercita tan bien arregladita *** caray, es bonita de verdad; aunque soy ya un viejo jamelgo, tengo la impresión de que aún podría ponerme a relincharle a esta potrita si me encontrara a solas con ella.
GIMNASIO: (Sin verle.) He tenido una gran suerte con que haya vuelto Alcesimarco; porque no hay nadie a quien le guste menos estar sola que a mí.
PADRE: Llámame y no estarás sola: yo estoy dispuesto a estar contigo; ya haré yo de modo que tengas algo que hacer.
GIMNASIO: (Sigue sin verle.) ¡Qué bonita ha dejado Alcesimarco esta casa!
PADRE: Como si fuera Venus en persona que viene: ¡no está mal!, el amor es siempre una cosa encantadora.
GIMNASIO: Es que la casa da el perfume de Venus, porque es un enamorado el que la ha decorado.
PADRE: Y es que no sólo es ella encantadora, sino, que, caray, sabe hablar que da gusto. Pero a juzgar por lo que dice, caray, ésta es la que ha seducido a mi hijo; tengo la sospecha de que es ella, a pesar de no haberla visto nunca; pero me da la impresión, porque esa casa delante de la que está ella, la ha alquilado mi hijo; por eso me parece que debe de ser ella, además que le ha nombrado. ¿Y si me acerco y le hablo? ¡Hola, peligrosa y ruinosa seductora!
GIMNASIO: *** vas a recibir una paliza.
PADRE: *** en tu casa.
***
GIMASIO: Voy a entrar, que el estar así plantada en medio de la calle una cortesana, eso es para las golfas callejeras.
***
nada de cosas malas, yo necesito cosas buenas.
***
GIMNASIO: *** ¿qué quieres?
PADRE: Yo quiero saber de ti, sea la que sea la forma en que se ha portado mi hijo, que me expliques qué mal te he hecho yo ni ninguno de los míos, por motivo de lo cual te has dispuesto a arruinarme y desvalijarme, a mí y a mi hijo, y a su madre, y toda nuestra hacienda.
GIMANSIO: (Aparte.) El pobre está equivocado, como he dicho; la cosa da de sí, voy a tomarle el pelo, que ésta es la ocasión. (Al viejo.) ¿Puedes prestar tus buenos servicios a quien no ha cometido ningún mal?
PADRE: Pero oye, por favor, ¿es que no tienes tú ningún otro galán?
GIMNASIO: Aparte de tu hijo, no hay otro ninguno al que yo quiera.
PADRE: Pero yo, yo te quiero.
GIMNASIO: No me interesa: los amantes como tú no me traen más que perjuicios.
PADRE: ***.
GIMNASIO: ¿No es ese arbitraje una violencia?
Fragmento. IV 〈GIMNASIO:〉 ¡Bonito es el negocio que soléis proporcionarnos vosotros los vejetes!
Sira, Gimnasio.
***
Fragmento. V 〈SIRA:〉 ¿Tú quieres que yo te dé mi palabra? Eso es una cosa injusta. Yo soy la que tengo que poner condiciones a los hombres, ése es mi oficio, no hacerles promesa ninguna.
Fragmento. VI Si es que das órdenes con arreglo a tus posibilidades y a tu pegujal.
Fragmento. VII SIRA: ¿Por qué no te vas ya, si es que te vas a ir? No me gustan esos pasitos tan cortos.
Fragmento. VIII GIMNASIO: De verdad, madre, yo tengo más práctica en ir a acostarme que en correr: por eso soy un poquillo más lenta.
Fragmento. IX Tienen presente lo que es su deber.
Fragmento. X Porque me llega a las narices un tufillo de vino.
Fragmento. XI Con los cabellos arrancados y las orejas hendidas.
Fragmento. XII Como si ella limpiara la calleja de un verdugo. No como esas de hoy en día, esos limacos descoloridos, calenturientas, esas pobres amigas que están en los huesos y no cuestan más que dos perras, huelen a perfume de baratija, unos esperpentos, con los talones desollados, con sus pantorrillas flacas.
***
Selenio, Alcesimarco, Melénide.
***
SELENIO: Me estás hartando.
ALCESIMARCO: Mi casa está echando de menos a su amita. Déjame llevarte a ella.
SELENIO: ¡Quita esa mano!
ALCESIMARCO: Mi querida hermanita.
SELENIO: Yo no quiero nada contigo, hermanito.
ALCESIMARCO: (A Melénide.) Entonces tú, mamaíta mía...
MELÉNIDE: No quiero nada contigo, hijito.
ALCESIMARCO: Yo te suplico...
SELENIO: Que te vaya bien.
ALCESIMARCO: ... que me permitas...
SELENIO: Me trae sin cuidado.
ALCESIMARCO: ... que me disculpe.
SELENIO: Te estás poniendo muy impertinente.
ALCESIMARCO: Déjame que diga...
〈MELÉNIDE:〉 Yo ya he aprendido mucho con tanto juramento en falso como has hecho.
〈ALCESIMARCO:〉 ... lo que es la verdad.
MELÉNIDE: Aunque lo sea, pero ahora no hay nada que hacer.
ALCESIMARCO: Yo os quiero prometer una reparación.
SELENIO: Pero yo no tengo gana de recibirla de ti.
ALCESIMARCO: Ves, me lo tengo todo merecido.
SELENIO: *** ni mereces que se tenga compasión contigo[5].
ALCESIMARCO: Pero yo ni te doy nada, ni te dejaré hoy, antes de que escuches lo que quiero decirte.
Melénide, Alcesimarco.
MELÉNIDE: ¿Va a ser posible que no me molestes más?
ALCESIMARCO: Pero si ése es precisamente mi nombre, todo el mundo me llama Molesto.
***
MELÉNIDE: *** yo te lo ruego.
ALCESIMARCO: Pues me ruegas en vano ***.
-:
ALCESIMARCO: Te haré un juramento.
MELÉNIDE: Pero yo me guardo muy bien de tus juramentos; el juramento de los enamorados es lo mismo que un popurrí[6].
***
Estás de broma.
ALCESIMARCO: Yo te daré una reparación *** ¿por qué yo ***?
MELÉNIDE: Porque ahora tienes otra, que *** como si tú no supieras. ***
ALCESIMARCO: ¡Los dioses y las diosas la confundan! *** si es que miento.
MELÉNIDE: Me trae sin cuidado, ***. Y, en fin, de cuentas, aunque me hubieras engañado a mí, a los dioses no los engañarás jamás.
ALCESIMARCO: Pero si es que me quiero casar con ella.
MELÉNIDE: Te casarías, sí *** .Ahora, si te viene bien ***.
ALCESIMARCO: Yo le he regalado joyas y vestidos.
MELÉNIDE: *** si tú la amabas ***. Pero, bueno, es igual. Contéstame ahora a lo que te pregunto. Tú le has dado ***.
-:
MELÉNIDE: Tú te las das de gracioso porque tienes otra novia rica en Lemnos; quédate con ella; nosotras no somos de tantas campanillas ni tenemos tantas riquezas como tú, pero, así y todo, no tengo miedo de que nadie nos eche en cara haber faltado a nuestro juramento: tú. por tu parte, si te duele algo, ya sabrás por qué.
ALCESIMARCO: Los dioses me confundan...
MELÉNIDE: ¡Ojalá se te realicen todos tus deseos!
ALCESIMARCO: ... si me caso jamás con la mujer con quien me ha prometido mi padre.
MELÉNIDE: Y a mí, si te doy jamás a mi hija por esposa.
ALCESIMARCO: ¿Vas a consentir entonces que haga un juramento falso?
MELÉNIDE: Caray, un poco más fácilmente que consentir en la ruina mía y de mi haber y que te burles de mi hija. Hala y márchate, búscate otra parte donde encuentres crédito para tus juramentos: aquí, Alcesimarco, con nosotras no hay nada que hacer.
ALCESIMARCO: Haz todavía una prueba.
MELÉNIDE: Demasiadas veces lo he hecho ya, y bien que lo siento.
ALCESIMARCO: ¡Devuélvemela!
MELÉNIDE: A nuevos hechos, viejos dichos: «lo que te di, ojalá que no lo hubiera dado; lo que todavía tengo, no lo daré».
ALCESIMARCO: Entonces ¿estás decidida a no dejarla volver conmigo?
MELÉNIDE: Tú mismo te das la contestación por mí.
ALCESIMARCO: Pero ¿es eso una resolución del todo firme?
MELÉNIDE: Más aún, ni siquiera se me pasa por la imaginación otra cosa; te oigo como quien oye llover.
ALCESIMARCO: ¿De verdad? Entonces, ¿qué haces?
MELÉNIDE: Atiende ahora, para que sepas lo que voy a hacer.
ALCESIMARCO: Ojalá que los dioses todos, los del cielo y los de los infiernos y los de la región intermedia, ojalá la soberana Juno, hija de Júpiter altísimo, ojalá Saturno, su tío...
MELÉNIDE: Por favor, su tío no, su padre.
ALCESIMARCO: ... ojalá la diosa de la Abundancia, su abuela...
MELÉNIDE: Su abuela no, su madre.
ALCESIMARCO: ... Juno, su hija, y Saturno, su tío, y el soberano Júpiter —por culpa tuya me estoy armando este lío.
MELÉNIDE: Venga, sigue.
ALCESIMARCO: ¿Puedo saber acaso qué es lo que piensas decidir?
MELÉNIDE: Sigue, sigue, no la dejaré ir, es cosa hecha.
ALCESIMARCO: Pues ojalá que Júpiter y ojalá que Juno y que Jano y ojalá —no sé lo que digo—. Ya lo sé; óyeme, mujer, para que sepas mi resolución: los dioses todos, los grandes y los menos grandes y los caseros, hagan que en mi vida dé yo un beso a Selenio en vida, si no os hago pedazos hoy a las dos, a ti y a tu hija, y si no os mato a las dos a más tardar mañana al amanecer, y si a la tercera embestida no acabo con vosotras, si es que no la dejas volver conmigo. Esto es lo que quería decirte. Adiós. (Se va.)
MELÉNIDE: Se ha marchado hecho una furia. ¿Qué hacer ahora? Si mi hija se vuelve con él, estamos en las mismas: si se cansa de ella, la echará y se casará con la de Lemnos. Pero, a pesar de todo, voy a ir a buscarle; hay que tener cuidado de que no haga un disparate, tan locamente enamorado como está. En fin, de cuentas, puesto que el pobre y el rico no están ante la ley en igualdad de condiciones, más vale que pierda mi tiempo, que no a mi hija. Pero ¿quién es ése que veo venir corriendo derecho hacia aquí? Una cosa me hace temblar, la otra me horroriza, pobre de mí: estoy hecha un manojo de nervios.
Escena segunda.
Lampadión.
LAMPADIÓN: (Llegando del foro.) He ido siguiendo a la vieja a gritos por las calles; la pobre, no la he dejado en paz, pero hay que ver, parece que se había hecho un nudo en la lengua, no se acordaba de nada. ¡Qué de zalamerías, cuántas promesas no le hice, qué de enredos, qué de mentiras inventé al interrogarla! Apenas pude arrancarle unas palabras al prometerle que le daría un barril de vino.
Escena tercera.
Fanóstrata, Lampadión, Melénide.
FANÓSTRATA: (Saliendo de casa.) Me parece haber oído aquí a la puerta la voz de mi esclavo Lampadión.
LAMPADIÓN: No eres sorda, ama, has oído bien.
FANÓSTRATA: ¿Qué es lo que haces aquí?
LAMPADIÓN: Una cosa por la que te tienes que alegrar.
FANÓSTRATA: ¿El qué?
LAMPADIÓN: De esa casa de ahí (la casa de Selenio) acabo de ver salir a una mujer.
FANÓSTRATA: ¿La que recogió a mi hija?
LAMPADIÓN: Exacto.
FANÓSTRATA: ¿Y luego?
LAMPADIÓN: Le digo cómo la vi en el hipódromo recoger a la hija de mi ama; ella entonces se pegó un susto.
MELÉNIDE: (Al fondo de la escena.) ¡Ay, se me estremece todo el cuerpo, me brinca el corazón! En efecto, que me acuerdo que me fue traída la chiquilla del hipódromo y que yo la recogí como si fuera mi hija.
FANÓSTRATA: Venga, habla, por favor, estoy deseando saber toda la historia.
MELÉNIDE: (Aparte.) ¡Ojalá fueras sorda!
***
LAMPADIÓN: Y yo venga a decirle: «*** esa vieja te saca de lo que es tu fortuna para ponerte en la desgracia, porque ella es sólo la que te ha criado, no vayas a creer que es tu madre; yo, en cambio, te restituyo a tu verdadero ser y te pongo en posesión de inmensas riquezas, en el seno de una familia opulenta, y tu padre te podrá dar veinte talentos magnos[7] de dote, no como aquí, que te la tienes que ganar a la toscana[8] haciendo indigno comercio de tu cuerpo.
FANÓSTRATA: Pero ¿es que es quizá una golfa la mujer que la recogió?
LAMPADIÓN: Era una golfa; pero yo te voy a decir ahora cómo están las cosas: ya estaba a punto de convencer a la joven con mis instancias, cuando la vieja se abraza a sus rodillas llorando y rogándole que no la abandone; me juraba con todas veras que la chica era su hija y que era ella quien la había traído al mundo. «Esa que tú buscas», dice, «se la di yo a una amiga mía, para que la criara ella como si fuera su hija; ella vive», dice. «¿Dónde está?», le pregunto yo entonces.
FANÓSTRATA: ¡Oh dioses, yo os suplico, ayudadme!
MELÉNIDE: (Aparte.) Sí, y perdedme a mí.
FANÓSTRATA: Pues debías haberle preguntado a quién se la dio.
LAMPADIÓN: Así lo hice, y me dijo que a la cortesana Melénide.
MELÉNIDE: (Aparte.) Ha dicho mi nombre, estoy perdida.
LAMPADIÓN: Cuando me lo dijo, le pregunté yo en seguida a la vieja «¿dónde vive?», digo, «llévame y enséñame su casa». «Se ha ido de aquí», dice, «a vivir al extranjero».
MELÉNIDE: (Aparte.) ¡Vaya, un poquillo de agua para reanimarme!
LAMPADIÓN: «Pues iremos a buscarla a donde esté; a mí con esas bromas, no; te juro que estás perdida, si no». Pero yo no cejé en apremiarla hasta que me jura la vieja que me va a enseñar la casa.
FANÓSTRATA: Pues no la debías haber dejado ir.
LAMPADIÓN: No, si no la perdemos de vista; es que decía que quería hablar primero con una mujer amiga suya, que tenía que ver también en el asunto. Estoy seguro que vendrá.
MELÉNIDE: (Aparte.) Me va a denunciar[9].
FANÓSTRATA: ¿Qué debo yo hacer ahora?
LAMPADIÓN: Entra en casa y estáte tranquila; si viene tu marido, dile que me espere en casa, para que no tenga que andarlo buscando si lo necesito. Yo me voy otra vez a buscar a la vieja.
FANÓSTRATA: Lampadión, por favor, haz todo lo posible.
LAMPADIÓN: Ya verás cómo soluciono el asunto.
FANÓSTRATA: Confío en los dioses y en ti.
LAMPADIÓN: Yo también confío en ello... en que acabes ya de meterte en casa. (Fanóstrata entra en casa.)
MELÉNIDE: (A Lampadión.) Joven, un momento, escúchame.
LAMPADIÓN: ¿Me llamas a mí?
MÉLENIDE: Sí, a ti.
LAMPADIÓN: ¿Qué es lo que quieres?, porque en sí estoy muy ocupado.
MELÉNIDE: ¿Quién vive en esa casa?
LAMPADIÓN: Demifón, mi amo.
MELÉNIDE: ¿Es ése entonces el que ha prometido su hija a Alcesimarco, el muchacho ese tan adinerado?
LAMPADIÓN: El mismo que viste y calza.
MELÉNIDE: Oye, tú, ¿cuál es esa otra hija que andáis buscando ahora?
LAMPADIÓN: Yo te diré: una hija que no ha traído su mujer al mundo, sino una hija de su mujer.
MELÉNIDE: ¿Y qué quiere decir eso?
LAMPADIÓN: De su primera mujer, digo, tiene mi amo una hija.
MELÉNIDE: Pero ahora mismo estabas diciendo que buscabas a la hija de la señora que hablaba contigo.
LAMPADIÓN: Sí, a la hija de ella busco.
MELÉNIDE: Oye, ¿y cómo es ésta la mujer anterior, si está casada ahora con él?
LAMPADIÓN: Me agobias con tus preguntas, mujer, quien quiera que seas: la mujer con quien se casó en el intervalo, ésa es la madre de la muchacha prometida a Alcesimarco; y esa mujer se murió, ¿está claro?
MELÉNIDE: Eso sí. Pero lo que no comprendo bien es ese lío de que la primera mujer sea la segunda, y la segunda sea la primera.
LAMPADIÓN: Él violó a ésta antes de casarse con la otra, ella se quedó encinta y dio a luz una niña antes que la otra: cuando nació la criatura, la hizo exponer: yo fui quien la expuso; una mujer la recogió, yo lo estuve observando. Después mi amo se casó con ella; ahora buscamos a la niña hija suya. ¿Por qué levantas ahora la vista al cielo?
MELÉNIDE: Ya te puedes ir adonde ibas con tanta prisa, no te detengo; ahora ya lo comprendo todo.
LAMPADIÓN: Gracias sean dadas a los dioses, que, si no, no me hubieras dejado escapar jamás. (Se va.)
MELÉNIDE: Ahora tengo que ser buena a la fuerza, aunque no tengo ninguna gana de ello: ya veo que está todo descubierto, y es preferible que me tengan ellos que agradecer la noticia que no que la otra dé cuenta de mí. Voy a casa para devolver a Selenio a sus padres. (Entra en casa.)
ACTO III.
Escena única.
Melénide, Selenio, Alcesimarco.
MELÉNIDE: (Saliendo con Selenio.) Ya lo sabes todo: ¿no quieres venir conmigo?, ¿querida Selenio, para que te lleve a quienes es más justo que pertenezcas que no a mí? Aunque me cuesta trabajo quedarme sin ti, con todo, me esforzaré por atender mejor a lo que redunde en tu provecho y no en el mío. Mira, aquí en esta arquilla están los dijes con los que te trajo entonces la mujer que te entregó a mí; así pueden tus padres reconocerte más fácilmente. (A la esclava que la acompaña.) Toma esta arquilla, Halisca; anda, llama a la puerta de Demifón; di que ruego que salga alguien en seguida.
ALCÉSIMO: (Sale de su casa con una espada en la mano.) Muerte, recíbeme en tu seno, soy tu amigo y te busco de buen grado.
SELENIO: ¡Madre, pobres de nosotras, estamos perdidas!
ALCÉSIMO: No sé si atravesarme por aquí o por el lado izquierdo.
MELÉNIDE: (A Selenio.) ¿Qué te pasa?
SELENIO: ¿No ves a Alcesimarco? Tiene una espada en la mano.
ALCÉSIMO: Anda y no te detengas, abandona la luz.
SELENIO: ¡Por favor, socorro, que no se dé la muerte!
ALCÉSIMO: (Viéndola.) ¡Oh, salud mía, más saludable para mí que la misma diosa de la Salud! Tú eres ahora la única que, quiera que no, me puedes dar la vida.
MELÉNIDE: ¡No ibas a cometer una barbaridad tal!
ALCÉSIMO: Contigo no quiero nada, para ti estoy muerto, pero a Selenio, una vez que la tengo en mis brazos, bien seguro es que no la suelto, porque estoy decidido a unirla a mí toda entera. ¡Eh, muchachos! ¡Cerrad la casa con pestillos y cerrojos inmediatamente después que la haya hecho atravesar el umbral!
MELÉNIDE: Se fue, se llevó a la muchacha. Voy tras él para contárselo todo, a ver si consigo apaciguarle y que se le pase el enfado. (Se va; Halisca la sigue, perdiendo la arquilla sin notarlo.)
ACTO IV
Escena primera.
Lampadión, Fanóstrata.
LAMPADIÓN: No creo haber visto en toda mi vida una vieja más digna de la horca que ésta: ¿pues no va ahora y me niega lo que había confesado antes? Pero ahí está mi ama; ¡huy!, una arquilla con unos dijes, ¿qué será esto? Pues yo no veo a nadie por aquí; tendré que hacerme yo mismo de sirviente, me agacharé a cogerla.
FASNÓSTRATA: ¿Qué hay, Lampadión?
LAMPADIÓN: Esta arquilla ¿es quizá de aquí, de nuestra casa?, porque la he cogido de aquí, que estaba tirada delante de la puerta.
FANÓSTRATA: ¿Qué noticias traes de la vieja?
LAMPADIÓN: Que no hay otra en el mundo igual de malvada que ella: ahora niega todo lo que acababa de confesar. Desde luego, te juro que antes de consentir que se burle de mí la vieja esa, mejor prefería morir de la muerte que sea.
FANÓSTRATA: ¡Oh dioses, socorredme!
LAMPADIÓN: ¿Por qué invocas a los dioses?
FANÓSTRATA: ¡Salvadnos! ¡Misericordia!
LAMPADIÓN: Pero ¿qué es lo que pasa?
FANÓSTRATA: Estos son los dijes que llevaba nuestra hijita cuando la sacaste tú para que muriera.
LAMPADIÓN: ¿Estás en tu juicio?
FANÓSTRATA: Éstos son, seguro.
LAMPADIÓN: ¿Te empeñas en que sí?
FANÓSTRATA: Éstos son.
LAMPADIÓN: Si fuera otra la que me hablara así, diría que estaba borracha.
FANÓSTRATA: Te juro que no miento.
LAMPADIÓN: Pero, por favor, ¿de dónde demonios sale ahora esta arquilla, o cuál de los dioses nos la ha dejado aquí adrede delante de nuestra puerta en el momento oportuno?
FANÓSTRATA: ¡Santa Esperanza, socórreme!
Escena segunda.
Halisca, Lampadión, Fanóstrata.
HALISCA: Si los dioses no me ayudan, estoy perdida, ni veo posibilidad ninguna de encontrar socorro; mira los apuros que estoy pasando por ser tan atolondrada. A ver qué va a ser de mis costillas si mi ama se entera de que soy tan descuidada. La arquilla que tenía en mis manos, que me la habían dado aquí delante de la casa, no sé dónde está, aunque creo que se me tiene que haber caído por aquí. ¡Señores míos, distinguido público!, decidme, si alguien lo ha visto, quién se la ha llevado o quién la ha recogido y si ha tirado luego por aquí o por allí. Bueno, pues sí que soy tonta, preguntando o incomodando a quienes no están siempre más que a alegrarse con las desgracias de las mujeres. Voy a mirar si hay por aquí algunas huellas; porque si no ha pasado nadie por aquí después que entré en la casa, estaría aquí la arquilla. Y ahora ¿qué? Me parece que estoy perdida, no hay nada que hacer, adiós, ¡pobre y desgraciada de mí! La arquilla ha desaparecido, y yo con ella; al perderse ella, me ha perdido a mí. Pero seguiré buscándola, que menudo susto el que tengo dentro del cuerpo; y por fuera, toda temblandito, lo mismo por dentro que por fuera, miedo y nada más que miedo. Hay que ver lo desgraciados que somos los hombres. El que la tiene ahora, sea quien sea, estará tan contento, sin que le pueda servir a él para nada, y sí, en cambio, a mí; pero no hago más que perder el tiempo diciendo tanta pamplina. Venga, Halisca, mira al suelo, baja la vista, sigue el rastro con tus ojos, observa con pericia, como los agoreros.
LAMPADIÓN: ¡Ama!
FANÓSTRATA: ¿Qué?
LAMPIÓN Es...
FANÓSTRATA: ¿Qué es?
LAMPIÓN: Esta es...
FANÓSTRATA: ¿Quién?
LAMPADIÓN: … la que ha perdido la arquilla.
FANÓSTRATA: Sí que lo es, porque está mirando a ver si encuentra el sitio donde se le cayó, está claro.
HALISCA: Ha ido por aquí, por aquí veo las huellas de los zapatos en el polvo, voy a seguir por aquí, y aquí se ha parado con otra persona; aquí ya no veo claro; y por aquí tampoco ha seguido; aquí se ha parado, de aquí ha salido para allá; aquí ha habido una reunión de dos personas, eso está claro; ¡eh!, aquí veo las huellas de una persona sola. Pero se ha ido por aquí: vamos a ver, de aquí ha seguido hacia acá, y luego, de aquí no se ha ido a ninguna parte. No tiene remedio; lo que está perdido, perdido está, y mi pellejo con la arquilla. Me voy a casa. (Va a entrar en casa de Selenio.)
FANÓSTRATA: ¡Eh, señora, un momento! Aquí hay quienes quieren hablarte.
HALISCA: ¿Quién me llama?
LAMPADIÓN: Una buena mujer y un mal hombre quieren hablar contigo.
HALISCA: ¿Una buena mujer y un mal hombre quieren hablar conmigo? En fin, de cuentas, más sabe lo que quiere el que llama que no yo, que soy llamada. Me vuelvo. Por favor, ¿has visto por aquí a alguien recoger una arquilla con unos dijes que he tenido la mala suerte de perder? Es que antes, cuando fuimos a socorrer a Alcesimarco para que no se quitara la vida, *** se me ha caído.
LAMPADIÓN: Ésta es la que ha perdido la arquilla. Silencio por lo pronto, ama.
HALISCA: ¡Pobre de mí, estoy perdida! ¿Qué voy a decirle a mi ama?, después que ella me había encargado guardarla con tanto cuidado, para que Selenio pudiera reconocer más fácilmente a sus padres, porque ella es sólo su hija adoptiva, que se la dio hace tiempo una golfa.
LAMPADIÓN: Ésta está contando nuestra historia, ella tiene que saber dónde está tu hija, a juzgar por las señas que da.
HALISCA: Y ahora quiere ella por sí misma devolvérsela al padre y a la madre que la trajeron al mundo. Buen hombre, por favor, tú no me haces caso, y yo te estoy contando lo que pasa.
LAMPADIÓN: Yo estoy atento a lo que dices y tus palabras son un tesoro para mí, sólo que entretanto había contestado a mi ama a lo que me preguntaba. Ahora estoy contigo: si necesitas algo, habla, a mandar. ¿Qué es lo que estás buscando?
HALISCA: Buen hombre, señora, muy buenos días.
FANÓSTRATA: Buenos días. Pero ¿qué es lo que buscas?
HALISCA: Busco un rastro, por donde haya desaparecido ***
〈LAMPADIÓN:〉 ¿El qué?, ¿de qué se trata?
HALISCA: De una cosa que a otro no le sirve para nada y para nosotras es causa de mucha pena.
LAMPADIÓN: Ama, ésta es una mala pieza, es muy astuta.
FANÓSTRATA: Verdaderamente, esa impresión da.
LAMPADIÓN: Hace como un animal perverso y dañino.
FANÓSTRATA: ¿Cuál?
LAMPADIÓN: La filoxera, que se enrosca y se enrolla en las hojas de la vid; lo mismo de
sinuosas son sus palabras. ¿Qué es lo que buscas?
HALISCA: Una arquilla, joven, que me ha desaparecido de aquí por los aires.
LAMPADIÓN: Haberla puesto en una jaula.
HALISCA: Te juro que no se trata de un botín de importancia.
LAMPADIÓN: Milagro que no hubiera toda una caterva de esclavos dentro de una arquilla.
FANÓSTRATA: Déjala hablar.
LAMPADIÓN: Si es que ella habla.
FANÓSTRATA: Anda, dinos qué es lo que había dentro.
HALISCA: Nada más que unos dijes infantiles.
LAMPADIÓN: Hay uno que dice que sabe dónde está.
HALISCA: Te juro que se ganaría el agradecimiento de una si le dice dónde está.
LAMPADIÓN: Pero es que él quiere que le den una recompensa.
HALISCA: Pero es que te juro que la que ha perdido la arquilla dice que no tiene nada
que dar a nadie.
LAMPADIÓN: Pero es que él prefiere un servicio más que dinero.
HALISCA: Pero es que esa mujer no deja sin recompensar ningún servicio que se le hace.
FANÓSTRATA: Tus palabras vienen muy a punto y vas a ver ahora el provecho que te traen: nosotros tenemos la arquilla.
HALISCA: ¡La diosa de la Salud os salve! ¿Y dónde está?
FANÓSTRATA: Aquí la tienes en perfecto estado. Pero yo quiero tratar contigo de un asunto mío de mucha importancia: alíate conmigo y sálvame.
HALISCA: ¿Qué quieres decir con eso? ¿Quién eres tú?
FANÓSTRATA: Yo soy la madre de aquella a la que pertenecen estos dijes.
HALISCA: Entonces ¿vives tú aquí?
FANÓSTRATA: Lo has adivinado; pero, por favor, déjate de rodeos y contéstame a mi pregunta: dime en seguida de dónde has sacado estos dijes.
HALISCA: Son de la hija de mi ama.
LAMPADIÓN: Mientes, son de la hija de mi ama, no de la tuya.
FANÓSTRATA: No interrumpas.
LAMPADIÓN: Ya me callo.
FANÓSTRATA: Continúa, dime, ¿dónde está la dueña de los dijes?
HALISCA: Aquí, en la casa de al lado.
FANÓSTRATA: Pero si ahí quien vive es el yerno de mi marido.
LAMPADIÓN: No seas tú ahora la que interrumpa.
FANÓSTRATA: Sigue, habla, ¿cuántos años tiene?
HALISCA: Diecisiete.
FANÓSTRATA: Es mi hija.
LAMPADIÓN: Ella es, según los años que dice.
HALISCA: ¿Qué tal si reclamo la mitad de la ganancia para mí?
LAMPADIÓN: Pues yo, como somos tres, reclamo la tercera parte.
FANÓSTRATA: Después de tanto buscarla, por fin he encontrado a mi hija.
HALISCA: Un secreto que me ha confiado de buena fe, debe ser guardado de la misma manera, para que el que ha hecho una obra buena no salga perjudicado por ello. La muchacha la hemos criado nosotras, pero en realidad, de verdad, es tu hija; mi ama te la va a devolver, y para eso precisamente ha salido de casa. Pero decídselo a ella, porque yo soy sólo una esclava.
FANÓSTRATA: Tienes razón.
HALISCA: Yo prefiero que sea a ella a la que quedéis agradecidos; pero la arquilla te ruego que me la devuelvas a mí.
FANÓSTRATA: ¿Qué te parece, Lampadión?
LAMPADIÓN: Lo que es tuyo, guárdalo como tuyo.
FANÓSTRATA: Pero me da pena de ella.
LAMPADIÓN: Entonces, haz lo siguiente: dale la arquilla y entra en la casa con ella.
FANÓSTRATA: Así lo haré. Toma tú la arquilla, vamos dentro. Pero ¿cómo se llama tu ama?
HALISCA: Melénide.
FANÓSTRATA: Ve tú primero, yo te sigo. (Entran en casa de Alcesimarco.)
ACTO V
Escena única.
Demifón, Lampadión.
DEMIFÓN: ¿Qué es eso, que toda la gente va diciendo por la calle que ha sido encontrada mi hija? Y dicen que Lampadión me ha estado buscando en el foro.
LAMPADIÓN: Amo, ¿de dónde vienes?
DEMIFÓN: Del Senado.
LAMPADIÓN: Me alegro de que por obra mía se te haya aumentado el número de tus hijos.
DEMIFÓN: Pues no me hace gracia, no tengo interés ninguno en que se me aumenta el
número de hijos por obra de otro. Pero ¿qué quieres decir con eso?
LAMPADIÓN: Entra en seguida aquí en casa de tu yerno, verás que tu hija está ahí
dentro; ahí está también tu mujer, ve en seguida.
DEMIFÓN: Desde luego, eso es lo primero que voy a hacer. (Entra en casa de Alcesimarco.)
EL CORO DE ACTORES
Distinguido público, no esperéis que vuelvan a salir a escena: no va a salir nadie, la cosa se va a decidir dentro. Cuando hayan terminado, se quitarán los disfraces; después, al que se haya equivocado, se le dará de palos, el que no se haya equivocado, beberá. Distinguido público, a ustedes no les queda más que, como es uso tradicional, darnos un aplauso al final de la comedia.
[1] El nombre de Sira para la cortesana madre de Gimnasio es una conjetura insegura de Studemund (a partir de FESTO, págs. 301, 352), que se utiliza aquí por motivos de comodidad.
[2] Juego de palabras en latín: ventus puede ser «el viento» y el participio perfecto del verbo venire; cf. también Circulio 314 ss.
[3] Texto inseguro.
[4] Los versos 273-283 están muy mutilados.
[5] Los versos 458-460 están muy mutilados.
[6] Juego de palabras en latín, difícil de reproducir en la traducción.
[7] Cf. vol I, nota a Asinaria 193.
[8] Alusión a la mala fama del barrio Toscano (unicus Tuscus) de Roma.
[9] El texto que sigue es lagunoso e inseguro.
ARGUMENTO
Gorgojo marcha a Caria por encargo de Fédromo para buscar dineros. Allí le birla en el juego el anillo al rival de su patrono, escribe una carta y la sella con él. Licón reconoce el sello del militar y le entrega el dinero al rufián para que deje ir a la muchacha. El militar lleva a los tribunales a Licón y al rufián. Al descubrirse que la muchacha de la que estaba enamorado es su hermana, accede a los ruegos de Fédromo y se la da por esposa.
Personajes:
Palinuro, esclavo.
Fédromo, joven.
Leona, vieja.
Planesio, joven amiga de Fédromo.
Capadocio, rufián.
Un cocinero.
Gorgojo, parásito.
Licón, banquero.
El empresario.
Terapontígono, militar.
La acción transcurre en Epidauro.
ACTO I
Escena primera.
Palinuro, Fédromo, Esclavos.
PALINURO: Pero ¿adónde vas a estas horas de la noche con ese atuendo y con todo este cortejo, Fédromo?
FÉDROMO: Voy a donde me mandan Venus y Cupido y a donde Amor me impulsa: a media noche o al atardecer, ni que estés citado a comparecer con un forastero, aun así has de ir, quieras que no, a donde te ordenan.
PALINURO: Pero bueno...
FÉDROMO: Pero bueno, que no te puedo aguantar.
PALINURO: ¿Te parece bonito, te crees que es una gran cosa, el servirte tú mismo de esclavo, el ir, con ese atuendo tan elegante, tú mismo cirio en mano?
FÉDROMO: ¿Es que no voy a poder llevar yo el dulce fruto de las abejas a quien es mi miel y mi dulzura?
PALINURO: Pero bueno, ¿adónde diablos vas?
FÉDROMO: Pregúntamelo, y te lo diré para que lo sepas.
PALINURO: A ver, dime, pues, adónde vas.
FÉDROMO: Ése es el templo de Esculapio.
PALINURO: Bah, eso ya hace más de un año que lo sé.
FÉDROMO: Y ahí al lado, la puerta esa tan queridísima. (Dirigiéndose a la puerta con un gesto de saludo.) Buenas noches, ¿Qué tal estás?
PALINURO: (Imitando y continuando burlón el saludo de su amo.) ¡Oh, puerta cerradísima!, ¿has estado sin fiebre ayer o antes de ayer?, ¿qué tal la cena de anoche?
FÉDROMO: Te estás riendo de mí, ¿eh?
PALINURO: Pero ¿cómo puedes estar tan loco de preguntarle a una puerta que cómo está?
FÉDROMO: Te juro que es que no he visto nunca una puerta más encantadora ni más discreta: jamás se le escapa una palabra: callada cuando se la abre, callada cuando sale ella de noche a hurtadillas a mi encuentro.
PALINURO: A ver, Fédromo, ¿es que haces o intentas hacer algo indigno de ti o de la familia a la que perteneces?, ¿estás quizá tendiendo lazos a una mujer honrada o que debiera serlo?
FÉDROMO: De ninguna manera, no lo permita Júpiter.
PALINURO: Lo mismo digo. Si es que tienes dos dedos de frente, debes procurar orientar tus amores en forma que no te resulte una deshonra para el caso de que la gente se entere de cuál es el objeto de ellos. Mucho cuidado siempre con los testi..., con los testigos.
FÉDROMO: ¿Qué quieres decir con eso?
PALINURO: Pues quiero decir que te andes con pies de plomo. Lo que ames, ámalo con testi..., con testigos.
FÉDROMO: Pero si es un rufián el que vive aquí.
PALINURO: Eso no te lo quita nadie, nadie te prohíbe comprar lo que está puesto a la venta a ojos vista, si tienes dinero para ello. Nadie impide a nadie andar por las vías públicas; mientras no te metas por una finca cercada, mientras te abstengas de casadas, de viudas, de muchachas honradas, de jóvenes y niños libres, ama lo que te dé la gana.
FÉDROMO: Ésta es la casa del rufián...
PALINURO: ¡Mal rayo la parta!
FÉDROMO: ... que...
PALINURO: ... que está al servicio de un malvado.
FÉDROMO: (Airado.) ¡Venga, interrúmpeme!
PALINURO: Bueno, si quieres...
FÉDROMO: ¿No te callas?
PALINURO: ¡Pero si me habías dicho que te interrumpiera!
FÉDROMO: Pues ahora te lo prohíbo. Como iba diciendo, el rufián tiene una esclavita.
PALINURO: ¿El rufián este que vive ahí?
FÉDROMO: ¡Qué bien te has quedado con ello!
PALINURO: Así no tengo que tener miedo de que se me escape.
FÉDROMO: No te pongas pesado. El rufián quiere hacer de ella una golfa. Ella está perdidamente enamorada de mí. Pero yo no quiero prestarme a su amor.
PALINURO: ¿Por qué?
FÉDROMO: Porque prefiero no andarme con préstamos, sino hacer lo propio: yo estoy lo mismito de perdidamente enamorado de ella.
PALINURO: Mala cosa es un amor clandestino, es una pura ruina.
FÉDROMO: Chico, tienes razón.
PALINURO: Y ¿tiene ella ya trato con hombres?
FÉDROMO: Por lo que a mí toca, hay el mismo respeto entre nosotros que si fuera mi hermana; sólo con los besos se pone a veces un poco más atrevidilla.
PALINURO: Tienes que tener siempre en cuenta que la llama viene inmediatamente tras el humo; el humo no quema, pero la llama, sí; quien quiere comerse una nuez, tiene que partir primero la cáscara; quien quiere dormir con su amor, se abre el camino con besos.
FÉDROMO: Pero ella es una muchacha decente y no se acuesta todavía con hombres.
PALINURO: Me lo creería si hubiera algún rufián con vergüenza.
FÉDROMO: Pero qué te crees tú: en cuanto que tiene ocasión de escabullirse a verme, nada más que darme un beso, sale otra vez corriendo. Y eso es sólo porque el rufián este, que se pasa las noches ahí en el templo de Esculapio, me trae a mal traer.
PALINURO: ¿Cómo?
FÉDROMO: Pues porque unas veces me pide por la muchacha treinta minas, otras un talento magno[1], y no es posible conseguir de él condiciones justas y razonables.
PALINURO: No haces bien al exigir de él algo que ni él ni ningún rufián te puede dar.
FÉDROMO: Ahora he mandado a Gorgojo, el gorrón, a Caria, a pedir dinero prestado a un amigo. Si no lo trae, no sé realmente adonde dirigirme.
PALINURO: Si es que quieres invocar a los dioses, tienes que dirigirte hacia la derecha.
FÉDROMO: Aquí a su puerta hay un altar de Venus; le he hecho promesa a la diosa de que tendrá de mí un desayuno.
PALINURO: ¿Que tú vas a servir a Venus de desayuno?
FÉDROMO: Yo, tú y todos estos.
PALINURO: Éste quiere hacer vomitar a Venus.
FÉDROMO: Muchacho, venga esa jarra.
PALINURO: ¿Qué vas a hacer?
FÉDROMO: Ahora mismo lo verás. Aquí se acuesta de guardia una vieja, la portera, se llama Leona, que le gusta mucho el trinque, y de vino puro.
PALINURO: Como si dijéramos una garrafa de esas de vino de Quíos.
FÉDROMO: Resumiendo, es una borrachinga que más no puede ser. En cuanto que rocío la puerta con vino, sabe, por el olor, que estoy aquí y me abre en seguida.
PALINURO: ¿Y para ella es la jarra esa?
FÉDROMO: Si no tienes nada en contra.
PALINURO: Y tanto que lo tengo, ojalá se estrellara el que la trae, yo había pensado que era para nosotros.
FÉDROMO: Calla, si deja algo, eso nos bastará.
PALINURO: ¿Tan grande es ese río que traes, que no vaya a coger en el mar?
FÉDROMO: Ven conmigo a la puerta, Palinuro, hazme caso.
PALINURO: De acuerdo.
FÉDROMO: (Echando vino a la puerta.) ¡Ea, bebe, gentil puerta, emborráchate, séme favorable y propicia.
PALINURO: (En tono burlón.) ¿Quieres unas aceitunas, unos tacos de jamón, unos alcaparrones?
FÉDROMO: Despierta a tu guardiana y dile que venga.
PALINURO: Estás derramando todo el vino: ¿te has vuelto loco?
FÉDROMO: Deja, ves qué puerta tan amable, mira cómo se abre: los goznes ni rechistan, son de maravilla.
PALINURO: ¿Por qué no le das un beso?
FÉDROMO: ¡Chis! Vamos a esconder la luz y a callarnos.
PALINURO: Vale.
Escena segunda.
Leona, Palinuro, Fédromo.
LEONA: ¡A vino rancio me huele!
llevada de tu amor, salgo ansiosa a oscuras en pos de ti.
Esté donde esté,
muy lejos no es.
¡Viva, lo encontré!
¡Salve, mi alma, delicia de Baco!
Viejo eres tú, vieja soy yo,
¡qué ansias de amor!
El olor de todos los perfumes ante ti
no es más que heces para mí.
Mirra eres, cinamomo, rosa y azafrán,
canela, tragacanto, para qué más.
Bajo tierra empapada de ti quisiera reposar.
Sólo tu olor ha llegado hasta ahora a mi nariz,
al gaznate le toca la vez, no le hagas sufrir.
¡Quita tú! ¿Dónde está la jarrita?
No puedo esperar a echarte una mano
y a tirárteme al coleto de un solo trago.
Por aquí es, ¡adelante!
FÉDROMO: ¡No tiene sed la vieja!
PALINURO: ¿De cuánto crees tú?
FÉDROMO: Es modesta, se toma unos cincuenta cuartillos.
PALINURO: Caray, entonces la vendimia de hogaño no sena bastante para ella sola. Hubiera estado mejor de perro, tiene un olfato muy fino.
LEONA: ¡Eh!, ¿de quién es esa voz que suena a lo lejos?
FÉDROMO: (A Palinuro.) Me parece que debemos hablarle. Voy allá. ¡Vuélvete y mira para acá, Leona!
LEONA: ¿Quién es el jefe?
FÉDROMO: Baco, el amable dios del vino, que sabiéndote carrasposa, sedienta y somnolienta, te trae de beber, para calmarte la sed.
LEONA: ¿Cómo está de lejos?
FÉDROMO: ¡Mira esta luz!
LEONA: Alarga, pues, tus pasos hacia mí, por favor.
FÉDROMO: ¡Salud!
LEONA: ¿Salud estando muerta de sed?
FÉDROMO: Ahora ya vas a beber en seguida.
LEONA: Se me hace muy largo.
FÉDROMO: Toma, encanto.
LEONA: ¡Salud, pupila de mis ojos!
PALINURO: ¡Hala, vacía la jarra en ese abismo, deprisa, a limpiar esa cloaca!
FÉDROMO: Calla, no quiero que se le digan cosas desagradables.
PALINURO: Bueno, entonces se las haré, en vez de decírselas.
LEONA: (Volviéndose al altar de Venus.) Venus, aunque a desgana, aquí un poquillo de lo poco que tengo, que los enamorados te ofrecen siempre vino cuando beben para congraciarse contigo, pero a mí rara vez me caen tales herencias.
PALINURO: Fíjate con qué ansia se traga la asquerosa el vino a todo tragar.
FÉDROMO: ¡Ay de mí, estoy perdido, no sé lo que decirle para empezar!
PALINURO: Pues dile eso que acabas de decirme a mí.
FÉDROMO: ¿El qué?
PALINURO: Eso, que estás perdido.
FÉDROMO: ¡Maldito seas!
PALINURO: Yo no, sino la vieja.
LEONA: ¡Aaaah!
PALINURO: ¿Qué pasa?, te da gusto, ¿eh?
LEONA: ¡Que si me da gusto!
PALINURO: A mí también me daría gusto atravesarte a golpes de aguijón.
FÉDROMO: Calla, eso no.
PALINURO: Me callo. (Señalando a la vieja que se pone a beber.) ¡Mira, el arco iris bebiendo, seguro que hoy va a llover[2]!
FÉDROMO: ¿Se lo digo ya?
PALINURO: ¿El qué?
FÉDROMO: Que estoy perdido.
PALINURO: Venga, díselo.
FÉDROMO: Escucha, abuela: ¿sabes?, soy un desgraciado y estoy perdido.
LEONA: Y yo te juro que más que salvada. Pero ¿qué es lo que pasa?, ¿a santo de qué viene eso de decir que estás perdido?
FÉDROMO: No tengo lo que amo.
LEONA: Querido Fédromo, por favor, no sufras. Tú ocúpate de que yo no padezca sed, que ya te traeré yo aquí al objeto de tus amores.
FÉDROMO: Yo te prometo que, si guardas tus palabras, te voy a dedicar una estatua de vino en vez de oro como monumento a tu gaznate. (La vieja entra en casa.) ¡Palinuro, soy el hombre más feliz del mundo si es que ella viene a mi encuentro!
PALINURO: En serio, para un enamorado es un verdadero tormento el andar con escaseces.
FÉDROMO: No es así, porque tengo la firme esperanza de que Gorgojo, el gorrón, vuelva hoy con dinero.
PALINURO: ¡Ahí es nada, si estás a la espera de una cosa que no existe!
FÉDROMO: ¿Qué te parece si me acerco a la puerta y le canto una serenata?
PALINURO: Si tienes gusto en ello, no te digo ni que sí ni que no, que es que, según veo, amo, estás tan cambiado que pareces otro.
FÉDROMO: Cerrojos, cerrojitos,
gustoso os saludo,
yo os amo y os pido,
a este enamorado,
haced caso, queridos.
Brincad y saltad
al estilo latino.
Dejadla salir,
el seso me sorbe,
soy hombre perdido.
¡Qué manera de dormir los malditos, ni un tanto así se inmutan en atención a mí! Bien veo que os traigo sin cuidado. Pero, calla, calla.
PALINURO: ¡Si estoy callado, qué caray!
FÉDROMO: Oigo un ruido: ea, al fin se deciden a hacerme caso.
Escena tercera.
Leona, Planesio, Palinuro, Fédromo.
LEONA: (Saliendo con Planesio.) Sal despacito, Planesio de mi alma, ten cuidado que no hagan ruido las puertas ni chirríen los goznes, que no se entere el amo de lo que pasa aquí. Espera, voy a echarles una pizca de agua[3].
PALINURO: Mira qué forma de curar tiene la vieja temblona esa: ella se sabe beber el vino puro y a las puertas les da de beber agua.
PLANESIO: ¿Dónde está quien me ha citado con una cita de amor? Aquí me tienes presente a tu demanda y te requiero a que comparezcas tú también a la mía.
FÉDROMO: Aquí estoy, que bien sé las penas a que me haría acreedor de no comparecer, dulzura mía.
PLANESIO: Fédromo, mi vida, no está bien eso de estar tan lejos de mí el que me ama.
FÉDROMO: ¡Palinuro, Palinuro!
PALINURO: Pero bueno, di, ¿a qué llamas ahora a Palinuro?
FÉDROMO: Es encantadora.
PALINURO: Sí, ¡demasiado!
FÉDROMO: Me siento como si fuera un dios.
PALINURO: Yo creo más bien que como un hombre que no vale tres perras.
FÉDROMO: ¿Has visto nunca o verás jamás algo más divino?
PALINURO: Lo que veo es que tu estado no es muy satisfactorio, y eso me preocupa.
FÉDROMO: No me sabes complacer, calla la boca.
PALINURO: Fédromo, quien tiene a la vista lo que ama y no se adueña de ello, no hace más que atormentarse a sí mismo.
FÉDROMO: Tienes razón en reprenderme, de verdad que no hay otra cosa que desee más y ya tanto tiempo.
PLANESIO: Anda, tenme, abrázame.
FÉDROMO: Esto es lo único que me hace desear aún la vida. Como tu amo te lo impide, no puedo gozarte más que a escondidas.
PLANESIO: ¿Que lo impide? Ni puede impedirlo ni lo impedirá, a no ser que la muerte me separe de ti.
PALINURO: De verdad que no puedo contenerme de regañar a mi amo, porque bueno está enamoriscarse un poquillo sin perder la cabeza, pero perdiéndola, eso ya no está ni medio bien, y amar habiéndola perdido del todo, eso es ya... lo que hace mi amo.
FÉDROMO: Quédense los reyes con sus reinos, los ricos con sus riquezas, sus honores, sus hazañas, sus combates y sus batallas. Con tal que se abstengan de envidiar mi felicidad, quédese cada uno con sus propios bienes.
PALINURO: A ver, Fédromo, ¿es que has hecho promesa a Venus de pasarte la noche en vela?, porque te juro que no va a tardar mucho en amanecer.
FÉDROMO: Cállate.
PALINURO: ¿Cómo que me calle? ¿Por qué no te vas a dormir?
FÉDROMO: Duermo, no me chilles.
PALINURO: Tú estás despierto.
FÉDROMO: Pero duermo a mi manera, esto es para mí un sueño.
PALINURO: (A Planesio.) ¡Eh, tú, joven, eso de portarse mal con quien no te ha hecho nada no está ni medio bien!
PLANESIO: Tú también te enfadarías si estuvieras comiendo y viniera tu amo y te quitara la comida de la boca.
PALINURO: ¡Andando! Están los dos igual de perdidamente enamorados, tan loco está el uno como la otra. ¿Te fijas?, qué empeño, los pobres, no pueden abrazarse bastante. A ver, jóvenes, ¿os separáis ya o no?
PLANESIO: Imposible de gozar de una felicidad completa. Yo que estoy tan feliz, y tiene que venir a entrometerse el aguafiestas ese.
PALINURO: ¿Qué dices, infame? ¿Tú, con esos ojos de lechuza, me llamas todavía aguafiestas? ¡Anda, que pareces una máscara borracha, boba, más que boba!
FÉDROMO: Pero ¿te atreves a insultar a mi Venus? ¿Es que se va a permitir tomar así la palabra en mi presencia un esclavo harto de zurriagazos? ¡Te juro que lo que has dicho te va a costar un buen castigo! ¡Toma! (Le pega.) ¡Ahí tienes tu merecido, para que aprendas a saberte contener!
PALINURO: ¡Socorro, Venus trasnochadora!
FÉDROMO: ¿Todavía sigues, canalla? (Le vuelve a pegar.)
PLANESIO: No des golpes a una piedra, por favor, que vas a quedarte sin mano.
PALINURO: Estás cometiendo una vileza y una canallada grandísima, Fédromo; a quien te aconseja bien le das de puñetazos y a esa boba le haces el amor. A ver si es posible que te portes de una forma más decente.
FÉDROMO: Dame un enamorado que sepa contenerse y te lo pagaré a precio de oro.
PALINURO: Dame un amo a quien servir que esté en sus cabales y te lo pagaré a precio de oropel.
PLANESIO: Adiós, mis ojos, que oigo el ruido y el chirriar de los cerrojos: el portero abre el templo. Por favor, ¿hasta cuándo vamos a tener que seguir así con estos amores furtivos?
FÉDROMO: No, no te apures, que ya hace tres días que he mandado a Caria en busca de dinero a un gorrón a mi servicio; hoy estará de vuelta.
PLANESIO: ¡Tardas tanto en decidirte!
FÉDROMO: Así Venus me sea propicia como no consentiré que sigas tres días más en esta casa sin haberte dado la libertad que te mereces.
PLANESIO: A ver si no lo olvidas. Ten un beso todavía antes de que me vaya.
FÉDROMO: ¡Te juro que ni por un reino lo cambiaría! ¿Cuándo te veo?
PLANESIO: Mira, esa pregunta se contesta dándome la libertad. Si me quieres, cómprame, no andes preguntándome, sino procura vencer a tus rivales con el precio que pagues por mí. ¡Adiós!
FÉDROMO: ¿Me abandonas? ¡Ay, Palinuro, perdido, perdido del todo soy!
PLANURO: Yo sí que sí, que estoy muerto a fuerza de palos y de sueño.
FÉDROMO: Ven conmigo. (Entran en casa de Fédromo.)
ACTO II
Escena primera.
Capadocio, Palinuro.
CAPADOCIO: (Saliendo del templo de Esculapio.) Desde luego, yo ya no aguanto más aquí en el templo, que me doy bien cuenta de las intenciones de Esculapio: se ve que le traigo sin cuidado y que no está dispuesto a devolverme la salud. Mis fuerzas disminuyen, se aumenta mi mal, que ando ya como si el bazo fuera un cinturón que me aprieta: no parece, sino que trajera gemelos. ¡Ay de mí!, mucho me temo no vaya a terminar un día reventando por medio.
PALINURO: (Saliendo de casa de Fédromo, y hablando con él.) Si hicieras como debes, Fédromo, me harías caso y mandarías esa tristeza al diablo. Estás temblando porque no vuelve el gorrón de Caria. Yo creo que trae el dinero, porque si no lo trajera, no habría cadena de hierro que le retuviera de recogerse a comer aquí a su pesebre.
CAPADOCIO: ¿Quién habla ahí?
PALINURO: ¿De quién es esa voz que oigo?
CAPADOCIO: ¿No es ése Palinuro, el esclavo de Fédromo?
PALINURO: ¿Quién es ése, con esa barriga y esos ojos verdosos? Su tipo me resulta conocido, pero con ese color no acabo de dar con quién puede ser. ¡Ah, sí, ya sé!, es el rufián Capadocio. Me acercaré a él.
CAPADOCIO: ¡Hola, Palinuro!
PALINURO: ¡Hola, bandido!, ¿cómo andamos?
CAPADOCIO: Aquí, viviendo.
PALINURO: Así como te mereces, ¿no? Y ¿qué es lo que te pasa?
CAPADOCIO: El bazo me ahoga, me duelen los riñones, los pulmones desgarrados, el hígado una tortura, el corazón me falla, la tripa dolorida.
PALINURO: Entonces es que tienes mal de hígado.
CAPADOCIO: Fácil es burlarse de un desgraciado.
PALINURO: Aguanta unos días, hombre, hasta que se te pudran del todo las entrañas, ahora es la mejor época para los salazones[4]; entonces podrás vender tus tripas por más precio que toda tu persona.
CAPADOCIO: El bazo está hecho trizas.
PALINURO: Vete a paseo, que no hay nada mejor para el bazo.
CAPADOCIO: Déjate de bromas y contesta a lo que te pregunto: ¿puedes decirme lo que significa un sueño que he tenido esta noche?
PALINURO: ¡Bah, no hay tipo más versado en materia de presagios que un servidor! Hasta los adivinos de oficio vienen a consultarme, y con las respuestas que les doy, todos están de acuerdo.
Escena segunda.
Un cocinero, Palinuro, Capadocio, Fédromo.
COCINERO: Palinuro, ¿qué haces ahí plantado?, ¿por qué no se me sacan de la despensa las cosas necesarias para que esté preparado el almuerzo cuando venga el gorrón?
PALINURO: Espera un momento, que le estoy interpretando a éste un sueño.
COCINERO: Pues tú mismo cuando sueñas algo vienes a consultarme a mí.
PALINURO: Sí que es verdad.
COCINERO: Venga, sácame las cosas.
PALINURO: (A Capadocio.) Hale, tú, cuéntale el sueño a éste mientras, te dejo de sustituto uno mejor que yo, porque es a él a quien le debo toda mi sabiduría.
CAPADOCIO: Con tal que quiera atenderme...
PALINURO: Sí que te atenderá, hombre. (Entra en casa de Fédromo.)
CAPADOCIO: Éste es un caso raro, no pretende quedar por encima de su maestro. A ver, tú, escúchame.
COCINERO: No tengo ni idea, pero bueno, soy todo oídos.
CAPADOCIO: Esta noche me parecía ver en sueños a Esculapio sentado muy lejos de mí, y soñaba que no quería acercárseme y que no me hacía el menor caso.
COCINERO: Pues la cosa está clara: los otros dioses van a hacer otro tanto de lo mismo, que ellos están todos conchabados entre sí de maravilla; no tiene nada de extraño el que no te pongas mejor; más te hubiera valido pasar la noche en el templo de Júpiter, que te ha socorrido ya tantas veces en tus juramentos.
CAPADOCIO: Si quisieran pasar la noche en el templo de Júpiter todos los perjuros, no sería posible darles cabida en el Capitolio.
COCINERO: Atiende bien a lo que te voy a decir: pídele a Esculapio que tenga misericordia contigo, no sea que te suceda esa gran desgracia que se te ha anunciado en el sueño.
CAPADOCIO: Muy agradecido; voy y se lo pediré, así como dices. (Se mete en el templo.)
COCINERO: ¡Así revientes!
PALINURO: (Saliendo de casa de Fédromo.) ¡Dioses inmortales!, ¿qué ven mis ojos?, ¿quién es aquél? ¿No es Gorgojo, el gorrón que había mandado Fédromo, a Caria? ¡Eh, Fédromo, sal, sal, sal digo, deprisa!
FÉDROMO: (Saliendo de casa.) ¿Qué son esos gritos?
PALINURO: Veo a Gorgojo, el gorrón, mírale, corriendo allí al final de la calle. Vamos a
observar desde aquí qué es lo que hace.
FÉDROMO: Me parece muy bien la idea.
Escena tercera.
Gorgojo, Fédromo, Palinuro.
GORGOJO: ¡Abridme paso todos, conocidos y desconocidos, que estoy de servicio!, fuera todos, largo, apartaos de mi camino, no sea que tropiece en mi carrera con alguien y salga de malas con un cabezazo, un codazo, un golpe de pecho o un rodillazo, ¡no, que es urgente el asunto que tan de pronto y tan sin pensarlo se me ha venido a las manos! No habrá personaje que se me pueda atravesar en el camino, ni estratego, ni tirano, ni agoránomo, ni demarco ni comarco[5] ni nadie de tantas campanillas que no caiga, que no vaya a parar de cabeza de la acera al medio de la calle. Pues anda que los griegos esos envueltos en sus mantos, que van paseando con la cabeza cubierta, forrados de libros y con sus cestos, que se te paran, se ponen a charlar unos con otros, esa banda de refugiados que se te ponen al paso, que no te dejan avanzar, que van marchando por la calle sermoneando, siempre los ves por las tascas bebiendo después que han escamoteado algo; cubierto el coco, se toman un ponche y salen luego cariacontecidos y con una melopea encima; a ésos, como tropiece con ellos, verás el viento que se van a tirar, igual que si se hubieran hartado de gachas de cebada. Y luego los esclavos de los señoritingos, que se ponen a jugar a la pelota aquí en mitad de la calle, los que la tiran y los que la devuelven, todos van a quedar aplastados bajo la suela de mis zapatos. O sea, que más les vale quedarse en casita y evitar su desgracia.
FÉDROMO: Éste sabe dar órdenes, si tuviera autoridad para ello. Así son las costumbres
que reinan hoy en día, ésa es la forma de portarse los esclavos; no hay modo de tenerlos a raya.
GORGOJO: ¿Hay alguien que pueda indicarme dónde está Fédromo, mi genio tutelar? Traigo un asunto muy urgente, necesito hablar con él en seguida.
PALINURO: A ti te busca.
FÉDROMO: Vamos a su encuentro. ¡Eh, Gorgojo!
GORGOJO: ¿Quién me llama?, ¿quién ha pronunciado mi nombre?
FÉDROMO: Uno que está deseando hablarte.
GORGOJO: Seguro que no más que yo a ti.
FÉDROMO: Eres la oportunidad en persona, Gorgojo, no sabes qué ganas tenía de verte. ¡Hola!
GORGOJO: ¡Hola, Fédromo!
FÉDROMO: Me alegro de verte bueno, ¡venga esa mano!, ¿dónde están mis esperanzas? Habla, por favor, te lo ruego.
GORGOJO: Habla, te lo ruego, ¿dónde están las mías?
FÉDROMO: Pero ¿qué te pasa?
GORGOJO: La vista se me nubla, las rodillas me flaquean a fuerza de hambre.
FÉDROMO: ¡Caray!, de cansancio, seguro.
GORGOJO: Sujétame, sujétame, por favor.
FÉDROMO: ¿No ves qué pálido se ha puesto? Dadle una silla que se siente, ¡deprisa!, y un cacharro con agua, ¡venga, deprisa!
GORGOJO: Me siento mal.
PALINURO: ¿Quieres un poco de agua?
GORGOJO: Si es con tropezones, venga, por favor, que me la sorbo.
PALINURO: ¡Maldito seas!
GORGOJO: Yo os suplico, dadme algo que me alegre de estar de vuelta.
PALINURO: En seguida (le echa aire.)
GORGOJO: Pero, bueno, ¿qué es lo que hacéis?
PALINURO: Darte un poco de aire.
GORGOJO: ¡Qué aire, no quiero soplos de ésos!
FÉDROMO: Pues ¿qué es lo quieres entonces?
GORGOJO: Quiero alguna cosa que me la pueda soplar yo, que me alegre de estar de vuelta[6].
FÉDROMO: ¡Mal rayo te parta!
GORGOJO: Muerto soy, la vista se me nubla, tengo los dientes pastosos, la garganta llena de telarañas a fuerza de hambre, tan floja traigo la tripa por falta de comida.
FÉDROMO: Espera, hombre, ya comerás algo.
GORGOJO: ¡Maldición, quiero una cosa determinada, no algo!
FÉDROMO: ¡Anda, que si supieras las sobras que hay!
GORGOJO: No quiero sino saber dónde se encuentran, que mis dientes están faltos de darse cita con ellas.
FÉDROMO: Hay jamón, panza, tetilla y papada de cerdo.
GORGOJO: ¿De verdad todo eso? Pero bueno, querrás decir en la despensa.
FÉDROMO: ¡Qué en la despensa!, en los platos, que han sido preparados para ti cuando supimos que estabas al llegar.
GORGOJO: ¡Mira que no me engañes!
FÉDROMO: Tan verdad es que quiero que me quiera la que yo quiero, como que no te miento. Pero no sé aún nada del asunto para el que te envié.
GORGOJO: No he traído nada.
FÉDROMO: ¡Me has matado!
GORGOJO: Pero lo puedo conseguir si me prestáis vuestra colaboración. Luego que me marché por orden tuya, llego a Caria; veo a tu amigo, le digo que si me puede proporcionar dinero. Te hubieras dado cuenta en cuánto estima tu amistad, no quiso defraudarte, como corresponde a un verdadero amigo y quería de verdad ayudarnos. Me contestó en pocas palabras, y sin andarse con rodeos, que le pasa lo que a ti, que respectivo a cuestiones monetarias tiene... lo que se dice ni una perra.
FÉDROMO: Me matas con eso que dices.
GORGOJO: No señor, sino que te salvo y no deseo más que tu salvación. Luego que me dio la tal contestación, me marcho al foro, fastidiado de haber hecho el viaje en vano. Veo allí por casualidad a un militar; le abordo y le saludo. Hola, me contesta, me toma aparte y me pregunta que a qué he venido a Caria; yo le contesto que por gusto. Entonces va y me pregunta que si conozco en Epidauro a un banquero llamado Licón; le digo que sí, que le conozco. «¿Y al rufián Capadocio?», dice. «Desde luego, le he visto cientos de veces; pero ¿qué es lo que quieres de él?», digo. «Pues que le he comprado una muchacha por treinta minas, y vestidos y joyas que hacen diez minas más». «¿Le has entregado el dinero?», digo. «No», dice, «sino que lo tengo depositado en el banquero ese Licón que te he dicho y le dejé el encargo de que quien le presentara una carta lacrada con mi sello, que se ocupara de que pudiera retirar a la joven de la casa del rufián con sus vestidos y sus joyas». Luego que me cuenta todo eso, iba yo a irme, cuando va y me dice que me quede y me invita a cenar; era cosa de conciencia, no quise negarme. «¿Qué te parece», dice, «si nos vamos y cenamos?» La idea me parece de perlas; «no se debe ni desperdiciar el día ni quitarle lo suyo a la noche». «Todo está preparado», dice. «Y nosotros a punto, que para nosotros es». Luego que cenamos y bebimos, va y pide las tabas[7] y me propone que echemos una partida; yo me juego mi capa, él su sello; él invoca a Planesio.
FÉDROMO: ¿A mi amor?
GORGOJO: Calla un momento. Tira, y le salen los cuatro buitres. Cojo yo las tabas, invoco a mi bendita nodriza Hércules[8] y me sale la jugada real; entonces le ofrezco un vaso al militar, se lo echa al coleto, deja caer la cabeza y se queda dormido. Yo le cojo el anillo, me echo abajo del diván con mucho cuidado para que el otro no lo note. Me preguntan los esclavos que a donde voy; les digo que a donde se suele ir cuando se está harto. Veo la puerta, cojo y sin perder un momento, salgo pitando de allí.
FÉDROMO: ¡Estupendo!
GORGOJO: ¡Déjate de estupendos hasta que haya hecho realidad tus deseos! Vamos ahora dentro para escribir y lacrar nuestra carta.
FÉDROMO: No tengo nada en contra.
GORGOJO: Pero vamos antes a echarnos algo al coleto, jamón, tetilla y papada de cerdo: así es como se reconforta el estómago, con pan y asado de vaca, un buen vaso de vino, una olla tamaña, verás cómo entonces no nos faltan las ideas. Tú escribes la carta, éste me sirve y yo como. Yo te diré qué es lo que tienes que escribir. Vamos dentro.
FÉDROMO: Vale. (Entran en casa de Fédromo.)
ACTO III
Escena única.
Licón, Gorgojo, Capadocio.
LICÓN: Dicen que soy hombre rico: he estado ahora mismo echando mis cuentecillas, a ver cuánto es el dinero que tengo y a cuánto ascienden las deudas: resulta que soy rico si no pago lo que debo; si lo pago, es más lo que debo que lo que tengo. Caray, si bien lo pienso, como me apremien más, voy y me remito al pretor[9]: la mayoría de los banqueros acostumbran a reclamarse unos a otros, pero a no devolver nada a nadie y a solucionar el caso a puñetazos si alguien les exige más a las claras. Si has hecho dinero a su debido tiempo y no te andas con tiento en cuanto a gastos a su debido tiempo, a su debido tiempo te morirás de hambre. Yo estoy deseando comprarme un esclavo, pero tendría que ser prestado porque estoy falto de posibles[10].
GORGOJO: (Saliendo de casa de Fédromo, disfrazado de soldado y con un parche en un ojo y dirigiéndose a él, que está dentro de casa.) Ya está bien, que a mí en teniendo la andorga llena, me sobran las advertencias: lo tengo presente y me lo sé todo al dedillo; no padezcas, que yo te entregaré este asunto resuelto a pedir de boca. No, que no me he forrado ahí dentro a base de bien. Así y todo, he dejado todavía un huequecillo en el estómago en vista a las sobras de las sobras. (Al ver a Licón.) ¿Quién es ese que está ahí con la cabeza cubierta rezándole a Esculapio? ¡Ajajá, el que buscaba! (A un esclavo.) ¡Sígueme! Voy a hacer como si no le conociera. ¡Eh, tú, jefe, un momento!
LICÓN: ¿Qué hay de bueno, tuerto?
GORGOJO: Burlas tenemos, ¿eh?
LICÓN: Debes ser de la raza de los Cíclopes, que no tienen más que un ojo.
GORGOJO: Es de la herida de una catapulta, en Sición.
LICÓN: ¿Y qué más me da a mí si te han saltado el ojo tirándote a la cabeza una olla llena de ceniza?
GORGOJO: (Aparte.) Éste es adivino, es verdad lo que dice, que esa clase de catapultas se me vienen a mí encima muchas veces. Joven, ha sido al servicio de la patria por lo que llevo aquí debajo (se señala el parche del ojo) esta marca, te ruego que no me incordies.
LICÓN: ¿Puedo entonces joderte, si es que no quieres que te incordie?
GORGOJO: No me joderás, ni me hacen gracia ninguna tu incordio ni tu jodienda[11]. Pero si me puedes indicar a la persona que busco, te quedaré sumamente agradecido: busco al banquero Licón.
LICÓN: Dime con qué motivo o de parte de quién vienes.
GORGOJO: Yo te lo diré. De parte del militar Terapontígono Platagidoro.
LICÓN: El nombre lo conozco, diablos, que una vez que tuve que escribirlo, llené con él cuatro hojas enteras. Pero ¿qué es lo que le quieres a Licón?
GORGOJO: Tengo el encargo de entregarle este escrito.
LICÓN: Tú ¿quién eres?
GORGOJO: Yo soy un liberto suyo y me llaman Summano[12].
LICÓN: Summano, salud. Pero ¿por qué te llaman Summano?
GORGOJO: Pues porque, cuando me emborracho y me quedo dormido, pues remojo la ropa con ciertas emanaciones, y por eso me llaman Summano.
LICÓN: Búscate mejor albergue en otra parte; en mi casa no hay, desde luego, sitio para un Summano de esa clase. Pero yo soy el que buscas.
GORGOJO: Entonces ¿tú eres Licón, el banquero?
LICÓN: Sí, señor.
GORGOJO: El militar Terapontígono me ha encargado darte muchos saludos de su parte y entregarte esta carta.
LICÓN: ¿A mí?
GORGOJO: Exacto. Ten, examina el sello: ¿lo conoces?
LICÓN: ¡Que si lo conozco! ¡Un guerrero con un escudo que parte en dos con su espada a un elefante!
GORGOJO: Me ha encargado que hicieras en todo caso lo que escribe ahí, si es que te va algo en que te quede reconocido.
LICÓN: Un momento (le hace señas de que se aparte), voy a ver lo que dice.
GORGOJO: No faltaba más, a mandar, con tal que me resuelvas el asunto a que vengo.
LICÓN: (Leyendo en alto.) «El militar Terapontígono saluda a su amigo Licón de Epidauro».
GORGOJO: (Aparte.) Éste es mío, se traga el anzuelo.
LICÓN: «Te ruego encarecidamente que a la persona que te dé esta carta se le entregue la joven que compré ahí, lo cual hice en tu presencia y por tu mediación, así como también las joyas y los vestidos. Tú ya sabes el trato que se hizo: el dinero se lo entregas al rufián y a mi criado la joven». Y ¿dónde está él?, ¿por qué no ha venido?
GORGOJO: Te diré: es que hace tres días que hemos vuelto a Caria de las India; se quiere encargar allí una estatua maciza de oro filípico[13] de más de dos metros de altura, para conmemorar sus hazañas.
LICÓN: Y eso ¿por qué?
GORGOJO: Yo te lo diré: porque a los persas, los paflagonios, los sínopes, los árabes, los carios, creíanos, sirios, Rodia y Licia, Tragolandia y Bebilandia, la Centauromaquia y la armada de las monomamias, toda la costa líbica y toda la Conterebromia, o sea, la mitad de todos los pueblos del orbe, los ha sometido él solo en menos de veinte días.
LICÓN: ¡Caracoles!
GORGOJO: ¿Qué pasa?
LICÓN: Nada, que si hubieran estado metidos todos en una jaula como si fueran pollos, no se los habría podido recorrer todos en un año. No, desde luego te creo que vienes de su parte, con esa serie de patrañas que estás relatando.
GORGOJO: Pues si quieres, sigo.
LICÓN: No, no, no tengo interés ninguno; ven conmigo, que te resuelva el asunto a que has venido. Pero mira, ahí le veo (a Capadocio, que sale del templo), ¡Se te saluda, Capadocio!
CAPADOCIO: Lo mismo digo.
LICÓN: A ver este asunto que te traigo.
CAPADOCIO: Di qué es lo que quieres.
LICÓN: Que te hagas cargo del dinero y dejes ir a la chica esa con éste.
CAPADOCIO: ¿Y el juramento que he hecho?
LICÓN: ¿Y qué te va a ti en eso si tienes tu dinero?
CAPADOCIO: No está mal el aviso. Venid conmigo.
GORGOJO: ¡Eh, tú rufián, a ver si nos damos prisa! (Entran en casa de Capadocio.)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
EL EMPRESARIO
EMPRESARIO: Bonito embustero está hecho el tal Gorgojo con el que nos ha salido Fédromo. No sé si le cuadra mejor el nombre de birlofanta o de sicofanta. Me temo que me voy a quedar sin los disfraces que les he alquilado. Aunque yo directamente con él no tengo nada que ver: es a Fédromo, a quien se los he entregado. Pero, así y todo, estaré a la mira. Pero mientras que salen, os voy a decir dónde podéis encontrar a esta o la otra clase de personas, para que nadie tenga demasiado trabajo para dar con ellas en el caso de que las busque, tanto si se trata de gentes que son como deben o como no deben, de buenas o de malas personas. Quien quiera habérselas con un falsario, que vaya al Comicio; quien busque a un embustero y a un rufián, lo encontrará por el templo de Cloacina; los maridos ricos y con ganas de arruinarse hay que buscarlos por la Basílica; allí se podrá encontrar también a las viejas pellejas[14] y a las gentes de negocios. Los que se reúnen para cenar juntos a escote están en el mercado del pescado. En la parte baja del foro pasean las gentes de bien y los ricos; en el centro a lo largo del canal, los fardones; los descarados y los charlatanes y las malas lenguas, más arriba del lago Curcio, que tienen el descaro de decir injurias a los demás por un quítame allá esas pajas mientras que habría más que motivo para que se dijeran con verdad de ellos mismos. En las Tiendas Viejas están los prestamistas y los que toman dinero a crédito. Detrás del templo de Cástor, allí están las gentes de las que no debe uno fiarse demasiado deprisa. En la calle Toscana están los que hacen comercio de sí mismos. En el Velabro, los panaderos, los carniceros y los adivinos, los que se dedican a retocar las mercancías o los que las suministran para que sean retocadas. Pero oigo que suena la puerta, tengo que poner punto final a mi discurso.
Escena segunda.
Gorgojo, Capadocio, Licón, Planesio.
GORGOJO: (A Planesio.) Pasa tú delante, joven, que yo no puedo guardar lo que va detrás de mí. (A Capadocio) el militar decía que las joyas y todos los vestidos que tiene ella eran suyos.
CAPADOCIO: Nadie dice lo contrario.
GORGOJO: Así y todo, más vale recordarlo.
LICÓN: (A Capadocio.) Acuérdate que me has prometido que, si alguien la reclamaba como libre, se me devolvería todo el dinero, o sea, treinta minas.
CAPADOCIO: Lo tendré presente.
GORGOJO: Lo que yo quiero es que lo tengas bien presente cuando llegue la ocasión.
CAPADOCIO: Lo tengo presente y te la vendo con todas las garantías.
GORGOJO: ¿Qué voy yo a aceptar algo con las garantías de un rufián, una gente que no tiene más cosa propia que la lengua, y ésa para negar con perjurio lo que se les ha entregado? No sois propietarios ni de lo que vendéis, ni de los que les dais la libertad ni de los que están bajo vuestras órdenes, ni hay nadie que salga garante por vosotros ni vosotros lo sois de nadie. El gremio de los rufianes es en este mundo, en mi opinión, lo mismo que las moscas, los mosquitos, los chinches, los piojos y las pulgas. No servís nada más que para producir repugnancia, para dañar y para fastidiar, provecho no traéis a nadie. Ninguna persona de bien se atreve a pararse con vosotros en el foro: al que lo hace le critican, le señalan con el dedo, le censuran; aun sin haber hecho nada, se dice que ha perdido su fortuna y su crédito.
LICÓN: Caray, tuerto, tengo para mí que te conoces bien el gremio de los rufianes.
GORGOJO: Ja, pues a vosotros os pongo a la misma altura: sois lo mismísimo que ellos, y los rufianes al menos se ponen en lugares apartados, pero vosotros en la misma plaza; vosotros despedazáis a los demás con la usura, los rufianes induciendo a la gente al mal y con sus casas de trata. Muchas han sido las leyes dictadas por el pueblo por vuestra causa, pero, una vez dictadas, tiempo os falta para violarlas: siempre encontráis alguna escapatoria; para vosotros son las leyes como el agua hirviendo, que no tarda mucho en enfriarse.
LICÓN: Más me valiera no haber dicho esta boca es mía.
CAPADOCIO: Anda, que te las pintas solo para hablar mal de los demás.
GORGOJO: Si se habla mal de quien no lo merece, a eso lo llamo yo hablar mal, pero si se dice de quien se lo merece, está bien dicho a mi modo de ver. Yo, por mi parte, no tengo interés alguno en garantías tuyas ni de ningún otro de tus colegas. ¿Algo más, Licón?
LICÓN: Que te vaya bien.
GORGOJO: Adiós.
CAPADOCIO: ¡Eh, tú, otra cosa!
GORGOJO: ¿Qué se te ofrece?
CAPADOCIO: Preocúpate de la muchacha, que no le falte nada; yo la he criado bien y decentemente en mi casa.
GORGOJO: Si es que te preocupas tanto de ella, ¡anda, venga algún regalito!
CAPADOCIO: ¡Una buena ración de palos!
GORGOJO: ¡Lo mismo digo, a ver si con eso mejora tu salud!
CAPADOCIO: (A Planesio.) ¿Por qué lloras, boba? No tengas miedo, que te juro que te he vendido pero que muy bien vendida. Anda, monada, a portarse bien, sé buenecita y vete con este señor.
LICÓN: Summano ¿se te ofrece algo?
GORGOJO: Adiós, que te vaya bien; has sido muy amable de atenderme y entregarme el dinero.
LICÓN: Muchos saludos a tu amo.
GORGOJO: De tu parte. (Se va con Planesio.)
LICÓN: ¿Se te ofrece algo, Capadocio?
CAPADOCIO: Que me entregues las diez minas esas que faltan, que tenga para irme ayudando hasta que me sienta mejor.
LICÓN: Vale, manda mañana a buscarlas. (Se va.)
CAPADOCIO: Voy a entrar en el templo a hacer una oración, que me ha salido bien el negocio. Yo compré a la chica esta de pequeñita, diez minas me costaron entonces; al que me la vendió, no he vuelto a echarle la vista encima, quizá se ha ido al otro barrio. Bueno, a mí, ¿qué más me da? Yo tengo el dinero. Si es que gozas del favor de los dioses, no tienes más que alargar la mano a las ganancias que te ponen por delante. Ahora, al templo. Verás la vida que me voy a pegar.
Escena tercera.
Terapontígono, Licón.
TERAPONTÍGONO: Te digo que no es chico el furor con que vengo enfurecido, sino exactamente el mismo con el que sé arrasar ciudades. Si no te apresuras a devolverme al instante las treinta minas que te dejé en depósito, vas a tener que apresurarte a dejar la vida.
LICÓN: Te juro que no va a ser chico el número de palos con que te voy a regalar, sino exactamente el mismo con que suelo regalar a aquellas personas a quienes no debo una perra.
TERAPONTÍGONO: No te me pongas farruco ni pienses que me voy a andar con reverencias contigo.
LICÓN: Y tú no pienses que me vas a obligar jamás a que te entregue lo que te he entregado; has de saber que no estoy dispuesto a entregarte nada.
TERAPONTÍGONO: Eso es precisamente lo que creí cuando te daba crédito, que no me ibas a devolver nada nunca jamás.
LICÓN: Entonces, ¿por qué me lo exiges ahora?
TERAPONTÍGONO: Quiero saber a quién se lo has devuelto
LICÓN: A un tuerto liberto tuyo, que decía que se llamaba Summano, a ése se lo he devuelto, que me trajo esta carta sellada que tú…
TERAPONTÍGONO: ¿Qué diablos de libertos tuertos ni de Summanos? ¡Yo no tengo liberto ninguno!
LICÓN: Tú obras más cuerdamente que algunos rufianes que tienen libertos y los abandonan.
TERAPONTÍGONO: Entonces, ¿qué?
LICÓN: Yo he hecho lo que me mandaste de no dejar desatendida por consideración a ti a una persona que venía de tu parte y me presentaba una carta con tu sello.
TERAPONTÍGONO: Eres más necio que necio, de haber dado crédito a un escrito.
LICÓN: ¿No voy a prestar crédito a un documento del que se hace uso en los negocios públicos igualmente que en los privados? Yo me marcho, tu asunto ha sido despachado según las reglas del arte. Adiós, guerrero, que te vaya bien.
TERAPONTÍGONO: ¿Cómo que me vaya bien?
LICÓN: O bueno, por mí, que te vaya mal de por vida, si es que tienes gusto en ello. (Se va.)
TERAPONTÍGONO: ¿Qué hago yo ahora? ¿De qué me sirve el haberme hecho sumisos a reyes si se burla ahora de mí ese covachuelista?
Escena cuarta.
Capadocio, Terapontígono.
CAPADOCIO: (Saliendo del templo.) Si los dioses te son propicios, es, desde luego, que no
tienen nada en contra de ti: después que hice ahí mi ofrenda se me vino a las mientes el reclamarle al banquero el dinero que falta, no sea que se le ocurra largarse, que más vale que me lo trague yo que no él.
TERAPONTÍGONO: ¡Capadocio, se te saluda!
CAPADOCIO: ¡Hola, Terapontígono Platagidoro! Ya veo que has llegado sano y salvo a Epidauro, me alegraré de que hoy en mi casa... ¡no pruebes ni un grano de sal!
TERAPONTÍGONO: Muy amable de tu parte, pero yo tengo ya un compromiso de... que mal rayo te parta. Pero ¿qué tal la pieza mía que tienes en tu poder?
CAPADOCIO: Yo no tengo nada tuyo en mi poder, no andes buscando testigos, ni te debo absolutamente nada.
TERAPONTÍGONO: Pero ¿cómo?
CAPADOCIO: Lo que juré, eso hice.
TERAPONTÍGONO: ¡Me devuelves o no me devuelves la joven, antes que te traspase con esta espada, bribón!
CAPADOCIO: ¡Vete al cuerno!, nada de amenazas. La joven se la han llevado ya y tú serás transportado de aquí con los pies por delante si continúas insultándome cuando no te debo nada, a no ser una buena ración de palos.
TERAPONTÍGONO: ¿A mí me amenazas tú con una paliza?
CAPADOCIO: Y te juro que no sólo te amenazo, sino que te la daré si continúas importunándome.
TERAPONTÍGONO: ¿Un rufián se atreve a amenazarme a mí, pisoteando mis innumerables éxitos bélicos? Te juro por mi espada y mi escudo ***, que así me protejan en la batalla, que, si no se me devuelve la joven, te voy a hacer tantos pedazos que se te van a poder llevar de aquí las hormigas en trocitos.
CAPADOCIO: Pues yo te juro por mis pinzas de depilar, mi peine, mi espejo, mis tenacillas para el pelo y también por mis tijeras y mi toalla, que me importan tanto tus grandilocuencias y todas tus bravatas como la esclava que me limpia mis servicios. Yo he entregado la joven a un hombre que traía el dinero de tu parte.
TERAPONTÍGONO: ¿Y quién es ese hombre?
CAPADOCIO: Decía que era tu liberto Summano.
TERAPONTÍGONO: ¿Mi liberto Summano? ¡Ajajá! ¡Ahora me doy cuenta! Gorgojo me ha engañado, maldición; él fue quien me quitó el anillo con mi sello.
CAPADOCIO: ¿Que tú has perdido entonces tu sello?; ¡bonito soldado me estás hecho!; éste pertenece al pelotón de los tontos!
TERAPONTÍGONO: ¿Dónde puedo encontrar a Gorgojo?
CAPADOCIO: Pues lo más fácil en el trigo, allí puedes encontrar, si quieres, hasta cientos de gorgojos en vez de uno. Yo me marcho, adiós, y a seguir bien. (Se va.)
TERAPONTÍGONO: ¡Y tú a seguir mal, mal rayo te parta! Y ahora ¿qué hago yo?, ¿me quedo o me voy?, ¡mira que haberse burlado de mí en mis propias barbas! No sé lo que daría porque me dijera alguien dónde está ahora Gorgojo.
ACTO V
Escena primera.
Gorgojo.
GORGOJO: He oído yo que un poeta antiguo ponía en una tragedia que es peor cosa dos mujeres que una sola; y así es en realidad. Pero una mujer peor que la amiga esta de Fédromo, ni he visto ni oído en todos los días de mi vida. Imposible decir ni figurarse una cosa igual. Pues no que al fijarse que tengo este anillo, va y me pregunta que de dónde lo he sacado. «¿Por qué lo quieres saber?», le digo. «Pues porque necesito saberlo», dice. Yo le contesto que no se lo quiero decir. Entonces, para arrebatármelo, coge y me tira un mordisco a la mano. Apenas he conseguido escaparme y salir corriendo. Quita, quita, no quiero cuentas con ese bicho. ¡Ni que fuera un perro!
Escena segunda.
Planesio, Fédromo, Gorgojo, Terapontígono.
PLANESIO: Fédromo, date prisa.
FÉDROMO: ¿Que me dé prisa?, ¿por qué?
PLANESIO: No dejes escapar a Gorgojo. Se trata de una cosa muy importante.
GORGOJO: Lo que es yo, no tengo cosa ninguna, que las que tenía acabé con ellas bien deprisa.
FÉDROMO: Aquí le tienes. Pero ¿qué es lo que ocurre?
PLANESIO: Pregúntale que de dónde ha sacado ese anillo; es el anillo que llevaba mi padre.
GORGOJO: (Burlándose.) Sí y mi tía.
PLANESIO: Se lo había dado su madre.
GORGOJO: Y luego tu padre te lo dio a ti.
PLANESIO: No estás diciendo más que tonterías.
GORGOJO: Sí, tengo esa costumbre porque así me resulta más fácil la vida.
PLANESIO: Venga, Gorgojo, te lo suplico, no me impidas que pueda identificar a mis padres.
GORGOJO: ¿Y yo qué tengo que ver con eso? ¿Acaso llevo yo escondidos a tu padre y a tu madre aquí debajo de esta piedra? (señalando el anillo.)
PLANESIO: Yo soy libre de nacimiento.
GORGOJO: También otros muchos que ahora son esclavos.
FÉDROMO: De verdad, estoy perdiendo la paciencia.
GORGOJO: Ya te dije de dónde he sacado el anillo. ¿Cuántas veces te lo voy a repetir? Se lo birlé al militar, digo, jugando a las tabas.
TERAPONTÍGONO: (Entrando.) ¡Salvo soy! ¡Ahí está el que buscaba! ¿Qué hay, buena pieza?
GORGOJO: ¡Y tanto!; si quieres que echemos una partida de dados, nos podemos jugar, por ejemplo, tu capa!
TERAPONTÍGONO: ¿Por qué no te largas mejor a la horca con tus dados y tus dedos?[15] ¡Devuélveme el dinero o a la joven!
GORGOJO: ¿Qué dinero ni qué historias?, ¿qué joven es la que me reclamas?
TERAPONTÍGONO: La que te has llevado hoy de casa del rufián, canalla.
GORGOJO: Yo no me he llevado a ninguna joven.
TERAPONTÍGONO: Pero si la estoy viendo ahí.
FÉDROMO: Esta joven es libre.
TERAPONTÍGONO: ¿Mi esclava va a ser libre sin que yo le haya dado la libertad?
FEDROMO ¿Quién te la ha dado en propiedad?, ¿a quién se la has comprado? ¡Habla!
TERAPONTÍGONO: Yo he pagado su precio por medio de mi banquero, y me lo vais a tener que devolver ahora, tú y el rufián, cuadruplicado.
FÉDROMO: Quedas citado ante los tribunales por comprar jóvenes robadas de familias libres.
TERAPONTÍGONO: No voy.
FEDREMO: ¿Vamos a tomar testigos?[16]
TERAPONTÍGONO: No es posible.
FÉDROMO: ¡Maldito seas! Renuncia si quieres a los testigos. (A Gorgojo.) Pero yo puedo recurrir a tu testimonio, ¡ven para acá!
TERAPONTÍGONO: ¿Un esclavo va a hacer de testigo?
GORGOJO: ¡Anda, para que veas que soy libre! ¡Hale, a los tribunales!
TERAPONTÍGONO: (Pegándole.) ¡Toma!
GORGOJO: ¡Socorro, ciudadanos!
TERAPONTÍGONO: ¿A qué vienen esos gritos?
FÉDROMO: ¿Qué tienes tú que ponerle la mano encima a ése?
TERAPONTÍGONO: Me ha dado la gana.
FEDROMO: (A Gorgojo.) Ven tú para acá, verás cómo te lo pongo en tus manos; cállate.
PLANESIO: Fédromo, yo te suplico, ayúdame.
FÉDROMO: Como si fuera a mí mismo o a mi genio tutelar. (Al militar.) Te ruego que me digas de dónde has sacado el anillo que te birló el gorrón.
PLANESIO: (Al militar, abrazada a sus rodillas.) ¡Por favor, yo te lo suplico, háznoslo saber!
TERAPONTÍGONO: ¿Y qué os importa a vosotros eso? Igual podíais preguntarme que de dónde he sacado mi capa o mi espada.
GORGOJO: ¡Mira qué chulo se pone, el fanfarrón!
TERAPONTÍGONO: (A Fédromo.) Déjale, yo te lo diré todo.
GORGOJO: Nada va a decir ése.
PLANESIO: ¡Házmelo saber, por favor!
TERAPONTÍGONO: Yo te lo diré, levántate. Escuchadme y prestad atención: este anillo era de Perífanes, mi padre, quien antes de morir me lo dio, como era natural, a mí, su hijo.
PLANESIO: ¡Oh, Júpiter!
TERAPONTÍGONO: Y me lo dejó en herencia.
PLANESIO: ¡Santa Piedad, guárdame, que yo siempre te he sido fiel! ¡Salud, hermano!
TERAPONTÍGONO: ¿Cómo puedo dar crédito a tus palabras? Dime, si es verdad lo que afirmas, quién fue tu madre.
PLANESIO: Cleobula.
TERAPONTÍGONO: ¿Y tu nodriza?
PLANESIO: Arquéstrata. Ella me había llevado en brazos a ver las fiestas de Dionisos. Cuando llegamos y me sienta, se levanta de pronto un huracán tal, que se vienen abajo los grádenos, me entra un miedo espantoso y entonces viene quien sea y me coge, yo toda asustada y temblando, ni muerta ni viva, y se me lleva sin que yo sepa cómo.
TERAPONTÍGONO: Sí, me acuerdo yo de aquel siniestro. Pero dime ¿dónde está el que te raptó?
PLANESIO: No lo sé. Pero he guardado conmigo siempre este anillo; lo llevaba puesto el día de mi perdición.
TERAPONTÍGONO: Trae que lo vea.
GORGOJO: ¿Estás loca de entregárselo a ése?
PLANESIO: Déjame.
TERAPONTÍGONO: ¡Oh, Júpiter!, ¡éste es el anillo que yo te regalé un día de tu cumpleaños! Lo conozco tan bien como a mí mismo. ¡Salud, hermana!
PLANESIO: ¡Hermano, salud!
FÉDROMO: Que os sea para bien.
GORGOJO: Y para todos nosotros. Tú, como has llegado hoy, nos darás una cena por el encuentro de tu hermana; Fédromo, mañana, la cena nupcial. Aceptamos.
FÉDROMO: Calla tú.
GORGOJO: No me callo, después del buen giro que han tomado las cosas. Tú (a Terapontígono) promete tu hermana a Fédromo, Terapontígono. Yo le daré la dote.
TERAPONTÍGONO: ¿Qué dote?
GORGOJO: ¿Yo? La de que se encargue de mi manutención para todos los días de su vida. Te juro que no miento.
TERAPONTÍGONO: Con mucho gusto de mi parte. Y el rufián nos debe treinta minas.
FÉDROMO: Y eso ¿por qué?
TERAPONTÍGONO: Porque así me lo prometió: que, si alguien la reclamaba como libre, que me devolvería todo el importe sin problema alguno. Ahora vamos a buscar al rufián.
GORGOJO: Me parece muy bien.
FÉDROMO: Primero quiero ocuparme de mis asuntos.
TERAPONTÍGONO: ¿De qué se trata?
FÉDROMO: De que me prometas a Planesio por esposa.
GORGOJO: ¿A qué esperas, señor militar, para prometérsela?
TERAPONTÍGONO: Si es así su gusto...
PLANESIO: Hermano querido, es mi más ardiente deseo.
TERAPONTÍGONO: Sea.
GORGOJO: Muchas gracias.
FÉDROMO: ¿Me prometes a Planesio por esposa?
TERAPONTÍGONO: Te la prometo.
GORGOJO: Lo mismo digo, prometido.
TERAPONTÍGONO: Muy amable de tu parte: ¡pero ahí viene el rufián, mi tesoro!
Escena tercera.
Capadocio, Terapontígono, Fédromo, Planesio.
CAPADOCIO: (Viniendo del foro, sin ver a los otros.) Los que afirman que el dinero que se entrega a los banqueros está mal colocado, dicen una tontería. Yo digo que lo mismo puede estar mal colocado que bien. Hoy mismo he tenido ocasión de experimentarlo. Si no te lo devuelven nunca, no está mal colocado, está simplemente perdido. Conque mientras dice que me va a pagar las diez minas, ha ido recorriendo mostrador tras mostrador. Cuando veo que allí no pasa nada, me pongo a reclamar a gritos; entonces va y me cita delante de los tribunales. Buen miedo pasé de que me quisiera resolver el asunto ante el pretor[17]. Pero sus amigos le han obligado y me ha pagado de su dinero particular. Ahora derechito a casa.
TERAPONTÍGONO: ¡Eh, tú, que tengo que hablar contigo!
FÉDROMO: Yo también.
CAPADOCIO: Pues yo no quiero hablar ni con el uno ni con el otro.
TERAPONTÍGONO: Venga, para ahí.
FÉDROMO: Y date prisa a vomitar el dinero.
CAPADOCIO: ¿Qué tengo yo que ver contigo, ni contigo?
TERAPONTÍGONO: Te voy a coger de proyectil y te voy a dar más vueltas que si fuera
aquello una catapulta.
FÉDROMO: Verás los mimos que te voy a dar: te vas a acostar con un cachorrito, con
una cadenita férrea, que me diga[18].
CAPADOCIO: Pues veréis el encierro blindado en que os voy a hacer acabar vuestros días.
FÉDROMO: (A un esclavo.) Échale una soga al cuello y llévalo a la horca.
CAPADOCIO: ¡Por favor!, ¿qué es esto de llevárseme así sin haber sido condenado y sin vista de testigos? ¡Planesio, y tú, Fédromo, ayudadme, por favor!
PLANESIO: Hermano, yo te lo ruego, no pierdas a este hombre sin haberle formado juicio, que me ha tratado bien y no ha hecho nada en contra de mi honra mientras me ha tenido en su casa.
TERAPONTÍGONO: Pero no por voluntad suya; aquí a Esculapio tienes que agradecerle el ser una muchacha decente; si hubiera tenido salud, ya te hubiera colocado con cualquiera.
FÉDROMO: Atención, a ver si es posible que ponga paz entre vosotros. (Al esclavo.) ¡Suéltale! Ven aquí, Capadocio; yo arbitraré el caso, si es que estáis dispuestos a hacer lo que decida.
TERAPONTÍGONO: Tú tienes la palabra.
CAPADOCIO: Con tal que tu veredicto sea que nadie me quite a mí mi dinero.
TERAPONTÍGONO: ¿El que prometiste?
CAPADOCIO: ¿Cómo lo prometí?
FÉDROMO: Con la lengua.
CAPADOCIO: Con la lengua lo niego ahora, que la tengo para hablar, pero no para arruinarme.
FÉDROMO: No adelantamos nada. ¡Échale la soga al cuello!
CAPADOCIO: ¡Espera, espera, hago lo que tú digas!
TERAPONTÍGONO: Si estás dispuesto a portarte bien, contesta a lo que te pregunto.
CAPADOCIO: Pregunta lo que te dé la gana.
TERAPONTÍGONO: ¿No prometiste que si alguien reclamaba a la joven como libre que
devolverías todo el dinero de su importe?
CAPADOCIO: No recuerdo haber dicho una cosa así.
TERAPONTÍGONO: ¿Cómo, lo niegas?
CAPADOCIO: Lo niego, maldición. ¿Quién estaba presente, dónde lo dije?
TERAPONTÍGONO: Yo estaba presente, y el banquero Licón.
CAPADOCIO: ¿No te callarás?
TERAPONTÍGONO: No señor, no me callo.
CAPADOCIO: Un pelo me importas tú, no me vengas con alharacas.
TERAPONTÍGONO: En presencia mía y de Licón lo afirmaste.
FÉDROMO: Esto me basta. Ahora, rufián, entérate bien de lo que voy a decir; esta joven es libre de nacimiento, el militar este es su hermano y ella la hermana de él, y se va a casar conmigo; tú devuélvele el importe al militar; éste es mi veredicto.
TERAPONTÍGONO: (A Capadocio.) En el potro vas a acabar si no se me devuelve mi dinero.
CAPADOCIO: Maldición, Fédromo, qué manera más traidora de dar tu juicio, te vas a tener que arrepentir de ello; y tú, señor militar, que los dioses y las diosas todas te confundan. Ven conmigo.
TERAPONTÍGONO: ¿Adónde?
CAPADOCIO: A mi banquero, al tribunal del pretor, que allí es donde pago a todos mis acreedores.
TERAPONTÍGONO: Al potro te voy a mandar, no al pretor, si no me devuelves mi dinero.
CAPADOCIO: Ojalá revientes, eso es lo único que deseo, para que lo sepas.
TERAPONTÍGONO: ¿En serio?
CAPADOCIO: Sí, maldición, en serio.
TERAPONTÍGONO: Yo me conozco muy bien la fuerza de mis puños...
CAPADOCIO: Bueno, ¿y qué?
TERAPONTÍGONO: ¿Que y qué? Ya verás lo suave que te dejo con ellos si sigues incomodándome.
CAPADOCIO: Hala, pues, te pagaré.
TERAPONTÍGONO: Pero ahora mismo.
CAPADOCIO: Vale.
FEDRÓMO: Tú, Terapontígono, cenarás conmigo en casa. Hoy será la boda: que sea para bien mío y vuestro. Distinguido público, un aplauso.
FIN DE
GORGOJO.
[1] Cf. vol. I nota a Asinaria 193.
[2] El arcus se interpreta o como la vieja encorvada por los años o como la típica postura del que bebe, descrita por Cervantes en el cap. 23 de la segunda parte del Quijoste: «Y diciendo esto se la puso en las manos [esto es, la bota de vino] a Sancho, el cual, empinándola puesta a la boca, estuvo mirando a las estrellas un cuarto de hora». Al tocar el arco iris la tierra, se decía que bebía agua y anunciaba lluvia; cf., por ej., CICERÓN, De nat. deor. 3, 51; VIRGILIO, geórg. I, 380; OVIDIO. Met. I 270-271; SÉNECA, Edipo, 319.
[3] Cf. ARISTÓFANES, Tesm. 487. Los goznes de las puertas se hacían en la Antigüedad en general de madera de olmo, cf. PLINIO, Hist. Nat. XVI 210: rigorem fortissime servat ulmus, ob id cardinibus crassamentisque portatum utilissima, quoniam minime torquetur.
[4] Texto y sentido muy discutidos.
[5] Nombres de magistrados griegos.
[6] Juego de palabras en latín, como en Cistellaria 15.
[7] El juego de las tabas (tali) es, junto con el de los dados (tesserae) y las monedas (cara o cruz entre nosotros), unos de los juegos de azar corrientes en Roma. Se tiraban cuarto a la vez, directamente con la mano o con un cubilete (fritillus); según caigan de la parte cóncava, convexa o de los lados, son posibles 35 jugadas, cada una con su nombre y su sentido. La jugada de más valor era el iactus Venerius, que es este pasaje de Plauto recibe el nombre de jugada real (basilicus). La jugada de menos valor era el iactus canis, probablemente idéntica al iactus volturius de nuestro pasaje.
[8] Hércules aparece en la comedia (cf. ARISTÓFANES, Las aves 1574 ss.) como tipo del comilón.
[9] Ante el pretor se hacía la declaración de bancarrota.
[10] El sentido del texto es inseguro y muy discutido.
[11] En estos versos hay un juego de palabras de sentido sexual que no es posible recoger literalmente, por lo que se ha optado por una traducción sin ambigüedades.
[12] Summanus es un epíteto de Júpiter, derivado de summus (cf. WALDE-HOFFMAN, Lat. Etym. Wörterbuch, s. v.), puesto aquí en relación con el verbo Summano «mojar, humedecer».
[13] Cf. vol I, nota a Asinaria 153.
[14] Texto de interpretación discutida. Se sigue la opinión de Ernout y Collart; cf. la nota de Maurach a Poenulus 17.
[15] En el texto latino hay también una paronomasia: cum bolis, cum bullis (o bulbis, como escriben Ernout y Collart con una parte de los manuscritos).
[16] Se enteinde: «de que te niegas a ir». Cf. Ley de las XII Tablas, según PORFIRIO, Comentario a las Sátiras de Horacio I 9, 76; vid. también Persa 745 ss., Poenulus 1229 ss.
[17] Cf. nota 9.
[18] Juego de palabras intraducible con catellus («perrillo») y catella («cadenilla»).
ARGUMENTO
Un viejo compra a una citarista creyendo que es hija suya, según le ha dicho uno de sus esclavos, el cual luego le contrata a otra haciéndola pasar por la amiga del hijo y el dinero destinado para comprarla se lo da al joven amo, con el que éste, sin saberlo, compra a su propia hermana. Por una mujer a la que había violado hacía tiempo y por un militar, se entera el viejo de que le han engañado. El militar buscaba a su amiga, ella a su hija. La hija, finalmente, es encontrada y el esclavo recibe la libertad.
Personajes:
Epídico, esclavo.
Tesprión, esclavo.
Estratipocles, joven, hijo de Perífanes.
Queribulo, joven, amigo de Estratipocles.
Perífanes, viejo.
Apécides, viejo, amigo de Perífanes.
Una citarista.
Un militar.
Filipa, madre de Teléstide.
Acropolístide, citarista.
Un usurero.
Teléstide, joven, hija de Perífanes y Filipa.
La acción transcurre en Atenas.
ACTO I
Escena primera.
Epídico, Tesprión.
EPÍDICO: (Corriendo detrás de Tesprión.) ¡Eh, joven!
TESPRIÓN: ¿Quién me sujeta por la capa, hombre, con la prisa que llevo?
EPÍDICO: ¡Un camarada!
TESPRIÓN: Eso me lo creo, porque es demasiada la camaradería con que me molestas.
EPÍDICO: Venga, Tesprión, vuélvete a mirarme.
TESPRIÓN: ¡Anda! ¡Qué ven mis ojos, Epídico!
EPÍDICO: Exacto, tienes buena vista.
TESPRIÓN: ¡Hola, hombre!
EPÍDICO: Bienvenido, me alegro de verte bueno.
TESPRIÓN: Y ¿nada más?
EPÍDICO: Hombre, como de costumbre, se te dará una cena.
TESPRIÓN: Palabra...
EPÍDICO: ¿De qué?
TESPRIÓN: … de que aceptaré si me invitas.
EPÍDICO: Y ¿qué hay? ¿Cómo te va?
TESPRIÓN: A la vista está, creo.
EPÍDICO: ¡Estupendo! Estás más gordo y de mejor pelo.
TESPRIÓN: Gracias a ésta (levantando la mano izquierda)[1].
EPÍDICO: … que desde luego más valía que la hubieras perdido ya hace tiempo.
TESPRIÓN: Ya no soy ratero, así como antes.
EPÍDICO: ¿Qué?
TESPRIÓN: Sino que robo a ojos vistas.
EPÍDICO: Tú, maldito seas ¡das unas zancadas! En cuanto que te divisé en el puerto, eché a correr tras de ti y a fuerza de fuerzas he conseguido alcanzarte ahora.
TESPRIÓN: Oye, es que tú estás hecho un señorito.
EPÍDICO: Ya sé que es que tú eres un soldado de pura cepa.
TESPRIÓN: Puedes afirmarlo con toda tranquilidad.
EPÍDICO: Y ¿cómo estás? ¿Te ha ido siempre a pedir de boca?
TESPRIÓN: De todo ha habido; a veces así un poco abigarrado.
EPÍDICO: Quita, no me gustan a mí ahí los colores, nada de manchas en la piel, tal que si fueras una cabra o un leopardo.
TESPRIÓN: A ver, qué quieres que te diga, sino como es.
EPÍDICO: Y ¿y cómo van las cosas ***?
TESPRIÓN: Bien.
EPÍDICO: ¿Y el hijo del amo?
TESPRIÓN: Con una salud como un púgil, como un atleta.
EPÍDICO: ¡Cuánto me alegran las noticias que me traes, Tesprión! Pero ¿dónde está?
TESPRIÓN: Ha venido conmigo.
EPÍDICO: Y ¿dónde está? Como no sea que lo traigas en la maleta o en las alforjas.
TESPRIÓN: ¡Maldito seas!
EPÍDICO: Tú... eh..., te quería preguntar una cosa: atiéndeme y se te atenderá.
TESPRIÓN: Hablas que ni que fueras un juez.
EPÍDICO: No faltaba más.
TESPRIÓN: Entonces, ¿es que eres ya nuestro pretor?
EPÍDICO: ¿Y qué otro puedes encontrar hoy en día en Atenas más a propósito?
TESPRIÓN: Pero te falta una cosa para la pretura, Epídico.
EPÍDICO: ¿El qué?
TESPRIÓN: Yo te lo diré: los dos lictores y los dos haces de varas…
EPÍDICO: ¡Te la vas a ganar! Pero dime.
TESPRIÓN: El qué.
EPÍDICO: ¿Dónde están las armas de Estratipocles?
TESPRIÓN: Se han pasado al enemigo.
EPÍDICO: ¿Las armas?
TESPRIÓN: Las armas, y a buena velocidad.
EPÍDICO: ¿En serio?
TESPRIÓN: En serio, digo: están en poder de los enemigos.
EPÍDICO: ¡Vaya una vergüenza!
TESPRIÓN: Pero ya hay otros que hicieron lo mismo; eso será para él un motivo de honra.
EPÍDICO: ¿Por qué?
TESPRIÓN: Porque ya lo fue antes para otros. Debe haber sido Vulcano quien ha hecho las armas de Estratipocles; por eso han echado a volar en dirección a los enemigos.
EPÍDICO: Entonces es que es hijo de Tetis[2], no pasa nada porque las pierda, ya le traerán otras las Nereidas. Sólo hay que ver que no les falte materia prima a los fabricantes de escudos, si en cada campaña abandona sus despojos al enemigo.
TESPRIÓN: Vamos a dejar el tema.
EPÍDICO: Venga, ponle fin tú mismo cuando te dé la gana.
TESPRIÓN: No me hagas más preguntas.
EPÍDICO: A ver, habla tú entonces: ¿dónde está Estratipocles?
TESPRIÓN: Hay un motivo por el cual no se ha atrevido a venir conmigo.
EPÍDICO: Y ¿cuál es ese motivo?
TESPRIÓN: Es que no quiere ver todavía a su padre.
EPÍDICO: ¿Por qué?
TESPRIÓN: Te diré: porque ha comprado del botín una cautiva, una chica guapa y fina de verdad.
EPÍDICO: ¿Qué es lo que oigo?
TESPRIÓN: Lo que digo.
EPÍDICO: ¿Y por qué la ha comprado?
TESPRIÓN: Por gusto.
EPÍDICO: ¿Y cuántos gustos tiene ese hombre? Porque, si quieres saberlo, antes de irse al ejército me encargó que le comprara aquí de un rufián una citarista de la que estaba enamorado, y yo le he cumplido el encargo.
TESPRIÓN: ¡Ay, Epídico, en alta mar se tornan las velas según sopla el viento!
EPÍDICO: ¡Desgraciado de mí, ese hombre me ha buscado la perdición!
TESPRIÓN: Pero ¿por qué?, ¿qué es lo que pasa?
EPÍDICO: Y esa que ha comprado ¿por cuánto la ha comprado?
TESPRIÓN: Barata.
EPÍDICO: No es eso lo que te pregunto.
TESPRIÓN: Pues entonces ¿qué?
EPÍDICO: Que por cuántas minas.
TESPRIÓN: Por tantas (haciendo la cuenta con los dedos): cuarenta. Por eso ha tenido que coger dinero a réditos de un usurero de Tebas, al interés de dos dracmas por día y por mina.
EPÍDICO: ¡Ahí va!
TESPRIÓN: Y el usurero ha venido con él y le reclama el dinero.
EPÍDICO: ¡Dioses inmortales, estoy pero que requeteperdido!
TESPRIÓN: Pero ¿por qué?, ¿qué es lo que pasa, Epídico?
EPÍDICO: Me ha perdido.
TESPRIÓN: Pero ¿quién?
EPÍDICO: El mismo que ha perdido las armas.
TESPRIÓN: Pero ¿por qué?
EPÍDICO: Porque me mandaba cada día una carta desde el frente —pero más vale que me calle—, los esclavos deben saber más de lo que hablan. Eso es más prudente.
TESPRIÓN: Hombre, no sé por qué tienes miedo, estás temblando, Epídico; según la cara que pones, parece que es que en mi ausencia has cometido alguna mala pasada.
EPÍDICO: Haz el favor de dejarme en paz.
TESPRIÓN: Bueno, me voy.
EPÍDICO: ¡Quieto ahí!, no te irás.
TESPRIÓN: ¿Por qué me retienes ahora?
EPÍDICO: ¿Está el amo enamorado de la chica esa que ha comprado del botín?
TESPRIÓN: Vaya una pregunta, está pero que perdidito por ella.
EPÍDICO: Me van a arrancar la piel de las espaldas.
TESPRIÓN: La ama más que nunca jamás te amó a ti.
EPÍDICO: ¡Maldito seas!
TESPRIÓN: Déjame ir ya, porque es que el amo me había prohibido venir a casa; me dijo que me fuera a casa de Queribulo, el vecino, y que le esperara allí: ahí va a venir él también.
EPÍDICO: ¿Por qué?
TESPRIÓN: Verás: porque no quiere encontrarse con su padre ni que le eche la vista encima antes de que haya pagado el dinero que debe por la chica.
EPÍDICO: ¡Ay, qué lío!
TESPRIÓN: Déjame ir ya.
EPÍDICO: Cuando el viejo se entere, se va este barco a pique.
TESPRIÓN: ¿Qué me importa a mí la forma en que tú perezcas?
EPÍDICO: Es que no quiero perecer solo, sino que perezcas tú también a la par, como debe ser entre buenos amigos.
TESPRIÓN: Vete al mismísimo cuerno, lejos de mí con esos planes.
EPÍDICO: Vete tú, si es que tienes tanta prisa.
TESPRIÓN: Nunca jamás me he encontrado con una persona de la que me separar con más ganas. (Se va.)
EPÍDICO: El otro se fue. Ahora estás solo. Epídico, ves en qué situación anda la cosa. Si no encuentras como sea alguna forma de ayudarte a ti mismo, estás pero que perdido: tan grande es la amenaza de ruina que pende sobre tu cabeza; si no apuntalas los muros bien apuntalados, no podrás hacer resistencia, tales son las montañas de males que están a punto de caer sobre ti. Ni encuentro forma de desenredarme del lío en que estoy metido. ¡Desgraciado de mí, que con mis engaños hice creer al amo que compraba a su hija! En realidad, lo que hizo fue comprarle a su hijo una citarista, de la que estaba el chico enamorado, y que dejó a mi cargo cuando se fue al frente. Si ahora a la vuelta se ha traído otra porque le ha dado por ahí, me he jugado el pellejo, que cuando el viejo se percate de que le han engañado, me pelará las espaldas a latigazos. (Dialogando consigo mismo.) Pero tú toma tus medidas. Pero si es que ¡qué, pero ni qué ocho cuartos! ¡Pamplinas! Tienes la cabeza a pájaros, no vales para nada, Epídico. Pero bueno ¿qué forma es esa de hablar conmigo, hombre? Pues porque te estás haciendo traición a ti mismo. Venga, dime entonces qué es lo que debo de hacer. ¿A mí me lo preguntas? Antes eras tú el que solías dar consejos a los demás. No hay más remedio que encontrar una solución por el camino que sea. Pero venga, deprisa, a buscar a Estratipocles, que me entere ya de una vez qué es lo que pasa. ¡Ah, ahí está! Le veo cariacontecido, viene con su amigo Queribulo. Voy a retirarme aquí, para poder escuchar tranquilamente lo que dicen.
Escena segunda.
Estratipocles, Queribulo, Epídico.
ESTRATIPOCLES: Ya te lo he contado todo, Queribulo, y te he explicado la historia entera de mis penas y mis amores.
QUERIBULO: Eres más bobo de lo que permiten tu edad y tus cualidades, Estratipocles ¿de eso tienes apuro, de haber comprado del botín una cautiva de buena familia? ¿Quién te va a hacer reproches por una cosa así?
ESTRATIPOCLES: Todos los que me miran con malos ojos se han puesto en contra de mí por ello; pero yo no he hecho violencia ni ofensa alguna a la honra de la muchacha.
QUERIBULO: Pues tanto más eres ya de alabar por eso, que eres capaz de no dejarte llevar de la pasión.
ESTRATIPOCLES: Mira, con consolar de palabra a una persona que está en una situación desesperada no se consigue nada. El verdadero amigo es el que ayuda en las dificultades con hechos, cuando es de hechos de lo que hay necesidad.
QUERIBULO: ¿Qué es entonces lo que quieres que haga por ti?
ESTRATIPOCLES: Que me des cuarenta minas, para que se las entregue al usurero de quien las tomé prestadas a interés.
QUERIBULO: Te juro que, si las tuviera, te las prometería.
ESTRATIPOCLES: Pues ¿qué se saca entonces con ser amable de palabra, si no hay posibilidad ninguna de ayudar con hechos?
QUERIBULO: Pero, caramba, si yo mismo me veo acuciado a gritos por las reclamaciones de mis acreedores.
ESTRATIPOCLES: A amigos de esa calaña mejor los vería yo comidos por la tierra que no de deudas en el foro[3]. Pero por lo que yo daría ahora cualquier cosa es por tener aquí a mi lado a Epídico. Cargado con una lluvia de palos le llevaré al molino si no me procura hoy cuarenta minas de plata antes de que haya pronunciado la última sílaba de esta palabra.
EPÍDICO:: Bien va la cosa, bonitas promesas son las que hace, espero que las cumpla: sin necesidad de apoquinar yo nada, me tienen ya preparado de balde un banquete para mis espaldas[4]. Voy a hablarle: el esclavo Epídico saluda a su amo Estratipocles a su vuelta a la patria.
ESTRATIPOCLES: ¿Epídico?, ¿dónde está?
EPÍDICO: ¡Presente! De que hayas vuelto sano y salvo…
ESTRATIPOCLES: (Interrumpiéndole.) Basta, ya está bien, te lo creo como si fuera yo mismo quien hablara.
EPÍDICO: ¿Qué tal te ha ido?
ESTRATIPOCLES: Físicamente, bien; psíquicamente, muy mal.
EPÍDICO: Por lo que a mí tocaba, se hizo lo posible: el encargo que me diste, está despachado: compré la esclava, tal como me has escrito tantas veces en tus cartas.
ESTRATIPOCLES: Trabajo perdido.
EPÍDICO: ¿Cómo trabajo perdido?
ESTRATIPOCLES: Porque ni la quiero ni me gusta.
EPÍDICO: ¿Y a qué entonces de darme esos encargos con tanto ahínco y escribirme tantas cartas?
ESTRATIPOCLES: Es que la quería antes, pero ahora son otras las inquietudes que asaltan mi corazón.
EPÍDICO: Verdaderamente, qué cosa más triste es tener que comprobar que no te agradecen un beneficio. Ahora resulta que lo que hice bien, lo hice mal, por haber cambiado el amor de destino.
ESTRATIPOCLES: Estaba mal de la cabeza cuando te escribía aquellas cartas.
EPÍDICO: ¿Y te parece una cosa justa que tenga yo que expiar por la necedad tuya y que sean mis costillas las que carguen con las consecuencias de tus locuras?
ESTRATIPOCLES: Basta ya de palabras; éste que está aquí necesita en seguida cuarenta minas en caliente, para devolvérselas al usurero, pero que arreando.
EPÍDICO: A ver, sólo una cosa: ¿de dónde quieres que las saque?, ¿a qué banquero se las pido?
ESTRATIPOCLES: Al que te dé la gana. Si antes de la puesta del sol no me traes el dinero, no necesitas volver a casa, puedes irte derecho al molino.
EPÍDICO: Fácil es hablar así, cuando se vive como tú sin riesgo ni problema en el mejor de los mundos; yo me conozco el percal; a mí me duele cuando recibo palos.
ESTRATIPOCLES: Entonces ¿qué?, ¿vas a consentir que me quite la vida?
EPÍDICO: Eso no; prefiero armarme de valor y probar fortuna.
ESTRATIPOCLES: Ahora estoy contento contigo, ahora alabo tu proceder.
EPÍDICO: Me aguantaré con tal de darte gusto.
ESTRATIPOCLES: ¿Y qué hacemos entonces con la citarista esa?
ESPÍDICO: Ya se encontrará alguna solución, ya te sacaré yo de alguna forma de este lío y este enredo.
ESTRATIPOCLES: A ti no te faltan ideas, yo te conozco bien.
EPÍDICO: Hay aquí un militar de Eubea que nada en dinero; cuando se entere que habías comprado a ésta y que ahora has traído a otra, seguro que viene en seguida a pedirte que se la cedas. Pero ¿dónde está la que has traído ahora?
ESTRATIPOCLES: En seguida la haré venir.
QUERÍBULO: ¿Y a qué estamos aquí ahora?
ESTRATIPOCLES: Vamos a tu casa para festejar este día como es debido.
EPÍDICO: Entrad vosotros, yo voy a convocar al senado en mi magín para deliberar sobre el asunto pecuniario: a quién hay que declarar la guerra, a quién voy a birlarle el dinero. Epídico, mira bien lo que haces, que es éste un asunto que se te ha presentado muy de imprevisto; no puedes ahora ni dormirte ni perder tiempo: ¡manos a la obra! Atacar al viejo es una resolución segura. Voy a entrar y a decírselo a Estratipocles: que no salga por aquí fuera y que tenga cuidado de no toparse con el padre. (Entra en casa de Queribulo.)
ACTO II
Escena primera.
Apécides, Perífanes.
APÉCIDES: Por lo general, a la gente les da apuro cuando no hay necesidad de que les dé, y cuando debe de darles, entonces se les quita el apuro, cuando sería necesario que les diera. Eso es lo que te pasa a ti. ¿Me puedes decir qué motivo hay para que tengas apuro de casarte con una mujer pobre, pero honrada, sobre todo cuando, según dices, se trata de quien te ha dado la hija que tienes en casa?
PERÍFANES: Es por consideración a mi hijo.
APÉCIDES: Pues vaya, yo creí que lo hacías por respeto a tu difunta mujer; a la vista de su sepulcro, le ofreces siempre sacrificios al Orco —y, desde luego, no sin razón, por haberte cabido la suerte de sobrevivirle—.
PERÍFANES: ¡Oh!, un Hércules fui yo mientras ella vivió conmigo; aquello era que ni el sexto trabajo[5].
APÉCIDES: No digas que un capital no es una bonita dote, qué caramba.
PERÍFANES: De acuerdo, con tal de que no venga acompañada de una mujer.
Escena segunda.
Epídico, Apécides, Perífanes.
EPÍDICO: (Saliendo de casa de Queribulo y hablando con él y con Estratipocles.) Chis, vosotros tranquilos. Salgo con un auspicio bien claro, el ave a mi izquierda[6]; llevo conmigo un cuchillo bien afilado para sacarle las entrañas a la bolsa del viejo. Pero mira, ahí está delante de su casa con Apécides, exactamente tal como los necesito, los dos abuelos. Verás, voy a hacer como si fuera una sanguijuela, chuparles la sangre, ellos que pasan por ser las columnas del senado. ***
APÉCIDES: …que se case en seguida.
PERÍFANES: Me parece muy bien la idea; porque he oído que está prendado de no sé qué citarista, y esto me trae a mal traer.
EPÍDICO: (Aparte.) Chico, esto sí que es gozar del favor y la predilección de los dioses: ¿pues no que ellos mismos me abren camino por donde birlarles los dineros? Hala, Epídico, ponte en forma, arremángate el capotillo[7] y haz como si le buscaras por toda la ciudad; manos a la obra. (En voz alta.) ¡Santo cielo, ojalá encuentre a Perífanes en casa, que estoy ya cansado de buscarle por toda la ciudad!, por las consultas de los médicos, las barberías, en el gimnasio y en el foro, por las perfumerías y las carnicerías y las oficinas de los banqueros; ronco vengo de tanto preguntar, poco me ha faltado para dar con mis huesos en el suelo de tanto correr.
PERÍFANES: ¡Epídico!
EPÍDICO: ¿Quién llama a Epídico?
PERÍFANES: Yo, Perífanes.
APÉCIDES: Y yo también, Apécides.
EPÍDICO: Y aquí un servidor, Epídico. Pero, amo, veo que venís a mi encuentro los dos, que más oportunamente, imposible.
PERÍFANES: ¿Qué es lo que pasa?
EPÍDICO: Espera, espera, déjame resollar, por favor.
PERÍFANES: Venga, descansa.
EPÍDICO: Me siento mal.
APÉCIDES: Toma aliento.
PERÍFANES: Tranquilo, descansa.
EPÍDICO: Escuchadme: los soldados han sido licenciados y vuelven ahora a casa de Tebas.
APÉCIDES: ¿Quién lo ha dicho?
EPÍDICO: Yo lo digo.
PERÍFANES: ¿Lo sabes tú acaso?
EPÍDICO: Sí que lo sé.
PERÍFANES: ¿Cómo lo sabes?
EPÍDICO: Porque he visto las calles llenas de soldados que volvían, y traen las armas y las bestias de carga.
PERÍFANES: ¡Qué bien!
EPÍDICO: Y, además, ¡la cantidad de cautivos que llevan! Chicos, muchachas: unos, dos; otros, tres; otros, hasta cinco; la gente se agolpa en las calles buscando cada uno a sus hijos.
PERÍFANES: ¡Cielos, qué éxito de campaña!
EPÍDICO Luego las golfas todas en masa salían, todas peripuestas, cada una al encuentro de sus amantes para cazarlos. ¿Que por qué me di cuenta de ello? Pues porque ¡no digo las redes que llevaban la mayor parte de ellas debajo de los vestidos! Al llegar a la puerta de la ciudad, veo que está la otra esperando allí y con ella iban cuatro flautistas.
PERÍFANES: ¿Con quién, Epídico?
EPÍDICO: Con esa por la que lleva tu hijo loco perdido ya tantos años, con lo cual no hace sino lanzarse a pasos agigantados a acabar con su reputación y su fortuna, y a perderse a sí mismo y a ti, su padre. Ésa le estaba esperando allí, donde la puerta.
PERÍFANES: ¿Será posible, la muy bruja?
EPÍDICO: Pero ¡hay que ver cómo iba vestida, las joyas que llevaba encima, qué bien arreglada, con qué gracia, con qué buen gusto y a la última moda!
PERÍFANES: ¿Qué es lo que llevaba puesto, la túnica regia o una al estilo mendigo?[8].
EPÍDICO: Llevaba una impluviada, que dicen ellas.
PERÍFANES: Pero ¿cómo iba a llevar puesto un impluvio? [9].
EPÍDICO: Anda, y qué tiene eso de particular, como si no fueran muchas por las calles con fincas encima; y luego, cuando se exigen las contribuciones, se dice que no se tiene para pagarlas, pero para pagarles a ellas unos impuestos mucho mayores, para eso sí que hay. ¿Y qué me dices de esas que inventan cada año nombres nuevos para los trajes?, la túnica rala, la tupida, el echarpe de flecos, la túnica indusiada, la galoneada, la acalendulada y la azafranada, la bajera o la... arribera, la toca, el vestido basílico o el exótico, el cumátile o el plumátile, el nogalino o el cerino…, pamplinas y más que pamplinas. Hasta un nombre de perro han cogido para un vestido.
PERÍFANES: ¿Cómo?
EPÍDICO: Lo llaman lacónico[10]. Todos estos nombrecitos son los que obligan a los maridos a vender sus bienes en subasta.
APÉCIDES: Venga, sigue por donde habías empezado.
EPÍDICO: Luego empezaron otras dos a hablar así detrás de mí; yo me aparté adrede un poco de ellas, para hacer como que no estaba escuchando su conversación; y no es que las oyera muy bien, pero así y todo me enteraba de lo que decían.
PERÍFANES: ¡Qué interesante! A ver, qué decían.
EPÍDICO: Una de ellas fue y le dijo a la que iba con ella...
PERÍFANES: ¿El qué, el qué?
EPÍDICO: Calla, pues, si quieres oírlo. Cuando divisaron a la joven por la que está loco tu hijo, dice una: «Por favor, qué fácil lo tienen y qué suerte les toca a las que su amante está dispuesto a apoquinar para darles la libertad»; «y ¿quién es el amante?» le dice la otra. Entonces ella va y dice que Estratipocles el de Perífanes.
PERÍFANES: Muerto soy, ¿qué es lo que oigo?
EPÍDICO: La pura verdad. Yo, por mi parte, cuando las oí decir eso, me puse otra vez a acercarme poco a poco a ellas, como si me fuera empujando la gente hacia atrás sin yo querer.
PERÍFANES: Claro.
EPÍDICO: Entonces ella le pregunta a la otra: «¿cómo lo sabes?, ¿quién te lo ha dicho?». «Anda», dice, «si es que ha recibido hoy una carta de Estratipocles, que había cogido un préstamo de un usurero en Tebas, que el dinero está a punto y que lo trae para comprarla».
PERÍFANES: ¡Muerto soy!
EPÍDICO: Ella decía que lo sabía por la chica misma y por la carta.
PERÍFANES: ¿Qué hacer ahora? Aconséjame, por favor, Apécides.
APÉCIDES: Tenemos que encontrar una solución rápida, adecuada, porque, desde luego, tu hijo, o está a punto de llegar, digo yo, o quizá está aquí ya.
EPÍDICO: Si no fuese cosa fuera de lugar que yo tuviera más caletre que vosotros, os daría un consejo, prudente a mi entender, que, según creo, os parecería bien a los dos…
PERÍFANES: (Interrumpiéndole.) ¿Cuál, cuál, Epídico?
EPÍDICO: … y que es muy adecuado a las circunstancias.
APÉCIDES: Venga, ¿a qué dudas en decírnoslo?
EPÍDICO: Lo natural es que vosotros seáis los primeros y nosotros hablemos en segundo lugar, que vosotros tenéis más suficiencia.
PERÍFANES: Hala, pues, venga, di.
EPÍDICO: Pero os vais a reír de mí.
APÉCIDES: No, de verdad, te prometo que no.
EPÍDICO: Buenos, si os parece bien, podéis aceptarlo; si no os parece bien mi propuesta, buscad vosotros otra mejor. A mí, esto ni me va ni me viene, yo no tengo otros intereses que los tuyos.
PERÍFANES: Muchas gracias; venga, haznos ya partícipes de tu sabiduría.
EPÍDICO: Se debe buscar sin pérdida de tiempo una esposa para tu hijo y al mismo tiempo corresponde castigar como es debido a la citarista esa que quiere él comprar y que es quien te lo ha echado a perder, así como tomar las medidas necesarias para que siga siendo esclava hasta el fin de sus días.
APÉCIDES: Muy bien dicho.
PERÍFANES: Estoy dispuesto a todo con tal de que se haga, así como dices.
EPÍDICO: ¡Ahí está! Ahora es la ocasión de actuar, antes de que tu hijo llegue, que será mañana, porque hoy no ha venido todavía.
PERÍFANES: ¿Cómo lo sabes?
EPÍDICO: Lo sé porque me ha dicho uno que ha venido de allí que llegará mañana.
PERÍFANES: ¿Por qué no nos dices lo que debemos hacer?
EPÍDICO: Yo creo que hay que hacer lo siguiente: figurar como si tú quisieras comprar a la citarista por tu gusto, haciendo como si estuvieras perdidamente enamorado de ella.
PERÍFANES: Y eso ¿para qué?
EPÍDICO: ¿Que para qué? Para que la tengas comprada al contado antes de que llegue tu hijo y para que digas que la compras para darle la libertad…
PERÍFANES: Ya.
EPÍDICO: Cuando la tengas comprada, la mandas donde sea fuera de la ciudad…, a no ser que tú seas de otra opinión.
PERÍFANES: No, qué va, me parece muy bien pensado.
EPÍDICO: Y tú ¿qué dices, Apécides?
APÉCIDES: Qué voy a decir, sino que encuentro que es un plan de una sagacidad extraordinaria.
EPÍDICO: De esa manera no se le deja lugar a titubeos con su boda, no sea que surja algún contratiempo que estorbe tus intenciones.
PERÍFANES: Eres la sabiduría en persona: me parece muy bien.
EPÍDICO: Entonces, tú, venga, ahora, en caliente, manos a la obra.
PERÍFANES: Tienes razón, caramba.
EPÍDICO: Yo sé también un medio para que nadie sospeche de ti.
PERÍFANES: Venga, dímelo.
EPÍDICO: Ahora mismo, escucha.
APÉCIDES: Desde luego, a éste no le faltan salidas.
EPÍDICO: Necesitamos una persona que entregue el dinero por la citarista, porque que lo lleves tú, ni quiero ni es necesario.
PERÍFANES: ¿Por qué motivo?
EPÍDICO: Para que no piense el rufián que es que lo haces por tu hijo...
PERÍFNES: Muy bien pensado.
EPÍDICO: … para quitarle a él de ella; no sea que vaya a surgir alguna dificultad por esa sospecha.
PERÍFANES: ¿Y dónde podemos encontrar una persona apropiada para ese cometido?
EPÍDICO: Éste (señalando a Apécides) es el más apropiado; él podrá tomar las precauciones necesarias, él que conoce bien el derecho y las leyes.
PERÍFANES: Mira, puedes quedar reconocido a Epídico.
EPÍDICO: Pero yo por mi parte no ahorraré esfuerzos en dar cima a la empresa: iré a buscar al dueño de la citarista y le haré venir aquí, y luego le llevaré el dinero junto con Apécides.
PERÍFANES: ¿Por cuánto es lo menos que se la puede comprar?
EPÍDICO: ¿Ella? Lo menos que se puede pagar por ella serán quizá unas cuarenta minas. Pero si me das más, yo te devolveré lo que sobre, ahí no hay trampa alguna. Además, que ese dinero no vas a verte privado de él más de diez días.
PERÍFANES: ¿Por qué?
EPÍDICO: Pues porque hay otro joven que anda perdido por ella, un tipo que nada en oro, un potentado militar de Rodas que se las pinta solo en cuestiones de pillaje, un fanfarrón[11]; ése seguro que te la compra y te da el oro de buen grado; manos a la obra, vas a hacer un buen negocio.
PERÍFANES: Así se lo pido a los dioses.
EPÍDICO: Ya verás cómo te lo conceden.
APÉCIDES: ¿Por qué no entras y le sacas el dinero? Yo voy a dar una vuelta al foro; Epídico, ve a buscarme allí.
EPÍDICO: No te vayas a marchar antes de que yo llegue.
APÉCIDES: Allí te estaré esperando. (Se va.)
PERÍFANES: Ven tú conmigo.
EPÍDICO: Ve tú y cuenta el dinero, no seré yo el que te detenga.
Escena tercera.
Epídico.
EPÍDICO: Yo tengo la impresión de que en todo el campo ático no hay terreno tan feraz como este Perífanes nuestro: ¿pues no le sacudo de su caja fuerte tanto dinero como me viene en gana? Caray, sólo que me temo que, si el viejo se entera, me va a dar por parásitos unas varas de olmo, que me van a dejar pelado a más y mejor. Pero lo único que me preocupa ahora es ver a qué citarista voy a contratar para presentársela a Apécides. ¡Ah, ya lo sé también! Esta mañana me encargó el viejo contratarle una para aquí para casa, que le diera música durante el oficio religioso; eso es lo que voy a hacer, sólo tengo que darle antes unas instrucciones para que engañe al viejo. Me voy dentro para hacerme con el dinero; lo voy a dejar en la ruina.
ACTO III
Escena primera.
Estratipocles, Queribulo.
ESTRATIPOCLES: Desgraciado de mí, que estoy comido y devorado de preocupación a fuerza de esperar a ver en qué quedan las dulces promesas de Epídico; ya es demasiado largo el tormento, ya es hora de saber al fin si es que hay algo o se queda todo en agua de borrajas.
QUERIBULO: Con esa clase de ayuda, ya puedes disponerte a buscarte otra; yo sabía ya desde un principio que no la ibas a encontrar en él.
ESTRATIPOCLES: ¡Ay de mí, estoy perdido!
QUERIBULO: Eres un insensato de angustiarte por eso; te juro que, como le eche mano, no voy a consentir que se ría impunemente de nosotros el esclavo ese.
ESTRATIPOCLES: ¿Con qué quieres que me socorra él, si tú, que nadas en riquezas por tu casa, no tienes una perra ni puede encontrar en ti ayuda alguna tu amigo?
QUERIBULO: Si tuviera, te lo ofrecería con mucho gusto, pero, de todas formas, tú puedes tener una cierta esperanza de que por donde sea, y del modo que sea, y de donde sea, y por quien sea, no me abandonará la fortuna.
ESTRATIPOCLES: ¡Ay de ti, ladrón!
QUERIBULO: ¿A qué vienen esos insultos?
ESTRATIPOCLES: Hombre, porque me vienes con esas palabrerías de lo que sea, y del modo que sea, y de donde sea, y por quien sea, que no es todo más que fantasías, y habrás de saber que ni te presto oídos ni significas para mí un apoyo mayor que uno que aún está por nacer.
Escena segunda
Epídico, Estratipocles, Queribulo
EPÍDICO: (Hablando con Perífanes, que está en casa.) Tú ya has cumplido lo que a ti te tocaba; ahora, yo a lo mío. Por lo que a esto respecta, puedes estar bien tranquilo: (aparte) esto (señalando al dinero) lo puedes dar por perdido; no pienses que vas a volver a ver ni un céntimo de ello; muerto y más que muerto está. Tú créeme: así me las gasto yo, así se las gastaron siempre los de mi ralea. ¡Dioses inmortales, qué día tan fantástico me habéis concedido, con qué facilidad se me da todo! Pero me estoy retrasando en marcharme de aquí para transportar estas provisiones a buen puerto bajo mis auspicios, y yo soy el que salgo perdiendo con mi demora. Pero ¿qué veo? Los dos amigos, mi amo y Queribulo, delante de la casa. ¿Qué es lo que hacéis ahí? Toma, aquí tienes.
ESTRATIPOCLES: ¿Cuánto es?
EPÍDICO: Cuanto basta y más de lo que basta: sobra. He traído diez minas más de lo que debes al usurero. Con tal de tenerte contento y servirte, me traen sin cuidado mis espaldas.
ESTRATIPOCLES: ¿Por qué, pues?
EPÍDICO: Pues porque voy a hacer de tu padre un parenticida.
ESTRATIPOCLES: ¿Qué palabra es ésa?
EPÍDICO: Yo no quiero nada con dichos antiguos y manidos, o sea que no va a ser embolsármelo, como suele decirse, lo que voy a hacer, sino sonsacarle: sacos, no bolsas, es lo que le voy a birlar[12]; porque el rufián ya se ha llevado una vez todo el precio de la citarista (que se lo pagué yo mismo, con mis propias manos lo conté), la chica esa que está creído tu padre que es su hija; y ahora he vuelto a encontrar los medios de engañarle de nuevo a él y socorrerte a ti al mismo tiempo, porque le he aconsejado y hablado en el sentido de que, cuando tú volvieras, no estuviera ella a tu disposición.
ESTRATIPOCLES: ¡Muy bien!
EPÍDICO: Ella está ahora en casa como si fuera su hija.
ESTRATIPOCLES: Comprendo.
EPÍDICO: Ahora me ha puesto de garante para este asunto a Apécides, que me espera en el foro para tomar las precauciones necesarias.
ESTRATIPOCLES: No está mal.
EPÍDICO: Y el que tenía que hacer oficio de garante está él mismo cogido en la trampa. Tu mismo padre ha sido quien me ha puesto al cuello la bolsa con el dinero y está haciendo los preparativos para que te cases en cuanto que llegues.
ESTRATIPOCLES: Sólo lo conseguirá de mí en el caso de que me hubiera arrebatado el Orco la chica que he traído conmigo.
EPÍDICO: Entonces yo he tramado la jugada siguiente: yo me presentaré solo en casa del rufián y le avisaré, para el caso que venga alguien, que les diga que ya le ha sido entregado el dinero por la citarista y que tiene en su poder cincuenta minas (realmente se las he entregado yo por mi propia mano antes de ayer por la amiga tuya que tu padre cree que es su hija): así, el rufián sin darse cuenta de lo que hace, jurará por su maldita cabeza como si hubiera recibido el dinero por la chica que has traído tú ahora.
QUERIBULO: Sabes dar más vueltas que una rueda de alfarero.
EPÍDICO: Yo me procuraré ahora alguna taimada citarista que alquilaremos por cuatro perras, y que tendrá que hacer como que la hemos comprado y burlar bien burlados a los dos viejos. Apécides la llevará con él a tu padre.
ESTRATIPOCLES: ¡Qué bien pensado!
EPÍDICO: Yo la mandaré bien adoctrinada y pertrechada con todas mis mentiras y mis artimañas. Pero ya es demasiado lo que estoy hablando, me habéis detenido más de la cuenta. Ya estáis bien informados del curso de los acontecimientos. Me marcho.
ESTRATIPOCLES: Hala, hasta luego.
QUERIBULO: Éste sabe mucho de malicia.
ESTRATIPOCLES: A mí, desde luego, me ha salvado con sus decisiones.
QUERIBULO: Vamos a mi casa.
ESTRATIPOCLES: De acuerdo, y un poco más animado que antes cuando salí: por el valor y bajo los auspicios de Epídico vuelvo al campamento cargado de botín.
Escena tercera.
Perífanes, Apécides, Un esclavo.
PERÍFANES: Los hombres no deberíamos tener espejos sólo para podernos mirar en ellos la cara, sino para poder contemplar también nuestro interior; y después de haberlo contemplado deberíamos reflexionar luego sobre la vida que hubiéramos llevado en nuestra juventud, cosa que en mi opinión sería de una gran utilidad. Como yo, que había empezado ya a atormentarme por causa de mi hijo, como si me hubiera faltado o como si yo en mi juventud no me hubiera hecho culpable de innumerables fechorías. De verdad que los viejos parece a veces que chocheamos. Pero ahí viene mi amigo Apécides con su botín. Me alegro de verte volver felizmente de tu compra, ¿qué hay, Apécides?
APÉCIDES: Los dioses y las diosas todas están de tu parte.
PERÍFANES: El augurio es, desde luego, estupendo.
APÉCIDES: Y al augurio responde la buena marcha de las cosas. Pero haz entrar a ésta (la
Citarista) en casa.
PERÍFANES: (Hablando a los esclavos en la casa.) ¡Eh, salid aquí alguno! (Sale un
esclavo.) Lleva a esta mujer dentro. Pero ¿sabes?
ESCLAVO: Tú dirás.
PERÍFANES: Mucho cuidado con que se junte ni se vea con mi hija, ¿te enteras? La pones en la habitacioncilla esa aparte, que son muy diferentes las costumbres de una muchacha honrada y las de una fulana.
APÉCIDES: Haces muy bien; nunca se puede uno exceder en salvaguardar la virtud de una hija. Anda, que de verdad que nos hemos anticipado a tiempo a comprar ésta.
PERÍFANE: ¿Por qué?
APÉCIDES: Porque me ha dicho uno que había visto ya a tu hijo aquí. Seguro que estaba
ya andando los pasos para comprarla.
PERÍFANES: Eso, seguro.
APÉCIDES: Anda, que tienes realmente un esclavo que ni pintado; es que no tiene precio, no sería caro ni a precio de oro. ¡Cómo ha sabido disimular ante la citarista que era para ti para quien la compraba! Así venía ella de sonriente y de contenta con él.
PERÍFANES: Me asombro de cómo ha sido eso posible.
APÉCIDES: Le dijo que ibas a hacer un servicio religioso en casa por tu hijo, por haber vuelto bien de Tebas.
PERÍFANES: Iba por buen camino.
APÉCIDES: Más aún, le dijo que se la contrataba para que te asistiera aquí durante el servicio religioso. Y yo, mientras, disimulando, haciéndome el tonto, el desentendido.
PERÍFANES: Pues claro, muy bien hecho.
APÉCIDES: Oye, en el foro se resuelve ahora un asunto de mucha importancia para un amigo mío y quiero ir a prestarle asistencia.
PERÍFANES: Bien, pero, por favor, cuando te quedes libre, vuelve en seguida.
APÉCIDES: Ahora mismo me tendrás contigo. (Se va.)
PERÍFANES: Desde luego, tratándose de amigos, no hay otra cosa como la oportunidad: si yo le hubiera encargado este asunto a una persona menos enterada y menos hábil, me la hubieran pegado y mi hijo se hubiera reído de mí a mandíbula batiente y con muchísima razón. Y es que además sería una necedad de mi parte el tomarle a mal a él lo que yo mismo hice en mi juventud tantas veces cuando estaba en el ejército: cuando me ponía, es que dejaba sordos a la gente a fuerza de contarles mis correrías. Pero ¿quién es ese que viene ahí haciendo ondear su capa con paso marcial?
Escena cuarta.
Un militar, Perífanes.
MILITAR: (A un esclavo.) No dejes pasar ni una casa sin preguntar dónde vive el viejo Perífanes Platenio. No aparezcas ante mi vista sin haberlo averiguado.
PERÍFANES: Joven, ¿me quedarías agradecido si te muestro la persona que buscas?
MILITAR: Yo soy quien por mi bizarría me he hecho acreedor al agradecimiento de todo mortal.
PERÍFANES: Joven, no has escogido un lugar apropiado para la exposición de tus hazañas, que si una persona de menor calidad ensalza sus proezas ante quien le es superior, el resultado es que, en comparación con las de éste, resultan las suyas de poca monta. Pero yo soy ese Perífanes Platenio que buscas, si es que se te ofrece algo.
MILITAR: ¿El mismo entonces de quien se cuenta que consiguió en su juventud grandes riquezas al servicio de los reyes por medio de sus armas y las artes bélicas?
PERÍFANES: Más aún: si oyeras todas mis proezas, echarías a correr a galope tendido en dirección a tus lares.
MILITAR: Te juro que yo más bien busco a alguien al que yo pueda narrar mis proezas que no uno que me cuente a mí las suyas.
PERÍFANES: No es ahora el caso; o sea que vete a buscar a otro a quien puedas pegársela.
MILITAR: Atiende, para que sepas a lo que vengo. Me he enterado de que has comprado a mi amiga.
PERÍFANES: (Aparte.) ¡Ajajá! Ahora al fin sé de quién se trata: es el militar del que me habló Epídico. Así es, joven, como dices, la he comprado, en efecto.
MILITAR: Si no te incomoda, desearía hablar contigo dos palabras.
PERÍFANES: Caray, no puedo saber si me incomoda o no, si no dices lo que quieres.
MILITAR: Quiero que me cedas la chica y que recibas el dinero por ella.
PERÍFANES: ¿Tienes aquí el dinero?
MILITAR: ¿Para qué voy a andar con disimulos contigo? Yo tengo la intención de darle la libertad para hacerla mi concubina.
PERÍFANES: Mira, voy a zanjar la cuestión contigo sin darle muchas vueltas: yo la he comprado por cincuenta minas; si me pagas sesenta contantes y sonantes, tendrás a la joven a tu disposición siempre que estés libre de servicio; y, además, con la condición de que la saques en seguida del país.
MILITAR: ¿Me la das entonces con esas condiciones?
PERÍFANES: Tuya es. A buen precio te la has llevado. (A los de dentro de la casa.) ¡Eh, sacad aquí a la citarista de antes! Además, te doy de regalo la lira que traía cuando la compré.
Escena cuarta.
Perífanes, El militar, La citarista.
PERÍFANES: Ea, ahí la tienes.
MILITAR: ¿Te has vuelto loco? ¿Es que pretendes embaucarme? ¿Por qué no das orden de que traigan a la citarista?
PERÍFANES: Ésta es, otra no tenemos.
MILITAR: No puedes venirme con esos cuentos. ¿Por qué no sacas aquí a la citarista Acropolístide?
PERÍFANES: Ésta es, digo.
MILITAR: No es ésta, digo. ¿Es que te crees que no voy yo a conocer a mi amiga?
PERÍFANES: Ésta, te digo, es la citarista de la que estaba enamorado mi hijo.
MILITAR: Ésta no es ella.
PERÍFANES: ¿Cómo?, ¿no es?
MILITAR: No es.
PERÍFANES: Entonces ¿de dónde demonios ha salido ésta? Diablos, yo he pagado mi dinero por ella.
MILITAR: Tengo la impresión de que has cometido una necedad al pagarlo, que has metido la pata, pero que a fondo.
PERÍFANES: Pues yo sigo creyendo que es ella, porque así se lo he encargado al criado de mi hijo, él mismo ha sido quien la ha comprado.
MILITAR: Ahí tienes: ese hombre, tu esclavo, te ha hecho migas.
PERÍFANES: ¿Cómo que me ha hecho migas?
MILITAR: Eso es lo que me supongo, porque en lugar de la citarista te han metido esta cierva[13]. Abuelo, te la han pegado de todas todas; yo me marcho a buscar a la otra, esté donde esté. Salud, guerrero.
PERÍFANES: ¡Bravo, bravo, Epídico! Eres una buena persona, buen combate has dado, eres todo un hombre, qué bien has sabido burlarte en las mismas narices de este mocoso, de este imbécil. (A la citarista.) ¿Te ha comprado hoy Apécides de un rufián?
COTARISTA: No he oído nombrar jamás a ese hombre hasta ahora, y, además, no hubiera podido comprarme por dinero alguno: ya hace más de cinco años que soy libre.
PERÍFANES: Entonces, ¿qué es lo que haces aquí en mi casa?
CITARISTA: Yo te lo diré: he sido contratada para que diera música a un señor durante un oficio religioso.
PERÍFANES: Confieso que soy la persona más imbécil de todos los habitantes de Atenas del Ática. Pero ¿conoces tú a la citarista Acropolístide?
CITARISTA: Tan bien como a mí misma.
PERÍFANES: ¿Dónde vive?
CITARISTA: Pues después que es libre, no sé decirte exactamente dónde.
PERÍFANES: ¿Conque es libre? ¿Quién la ha liberado? Me gustaría saberlo, si es que lo sabes tú.
CITARISTA: Te diré lo que he oído decir: dicen que Estratipocles el de Perífanes ha tomado las medidas necesarias para que fuera liberada mientras él estaba ausente.
PERÍFANES: Muerto soy, maldición, si es verdad lo que dices: Epídico me ha sacado a fondo las entrañas a mi bolsa.
CITARISTA: Yo eso es lo que he oído decir. ¿Puedo ahora servirte en algo más?
PERÍFANES: Sí, yéndote a la horca y largándote a toda velocidad.
MILITAR: ¿No me devuelves mi cítara?
PERÍFANES: Ni cítaras ni flautas; apresúrate a largarte de aquí, si es que la providencia divina vela por ti.
CITARISTA: Me voy; pero me la tendrás que devolver más tarde con escándalo para ti. (Se
va.)
PERÍFANES: Y ahora ¿qué? [Yo que tomo parte en decisiones de tanta importancia, ¿la voy a dejar ir así impunemente? No, sino que, aunque tenga que perder otro tanto como lo que he perdido, prefiero perderlo antes que consentir que se hayan reído de mí impunemente, que me hayan desvalijado en esta forma.] ¡Ay de mí!, habérseme burlado en mi propia cara de forma tan notoria, y mi caso no es nada en comparación del de Apécides, el famoso legisperito, el as de la jurisprudencia; siempre se las está dando de listo: He visto yo algún martillo sin mango que tenía más caletre que él.
ACTO IV
Escena primera.
Filipa, Perífanes.
FILIPA: (Sin ver a Perífanes.) Si hay alguien que tiene tantas penas que la afligen y la hacen una desgraciada, ésa soy yo, que son muchos los males que se me juntan y me estremecen el alma: muchas son las penas que me agobian, la pobreza, el miedo me tienen encogido el corazón, sin que tenga lugar seguro en donde poner mis esperanzas, después que mi hija ha caído en poder de los enemigos y no sé dónde se encuentra.
PERÍFANES: (Aparte.) ¿Quién es esa mujer forastera que viene tan angustiada lamentándose de su desgracia?
FILIPA: Por aquí me han indicado que vive Perífanes.
PERÍFANES: Ha pronunciado mi nombre, seguro que es que quiere pedirme hospitalidad.
FILIPA: No sé lo que daría porque alguien me indicara dónde vive Perífanes.
PERÍFANES: Yo la conozco, yo creo que la he visto donde sea antes de ahora. ¿Es o no es la que sospecho?
FILIPA: (Al ver a Perífanes.) Dioses inmortales, yo creo que conozco a ese hombre ***.
PERÍFANES: Es ella, seguro, aquella chica pobre a la que hice violencia en Epidauro.
FILIPA: Ése es, desde luego el que cuando muchacha me arrancó el primero mi pudor.
PERÍFANES: ¿Es ella la que por obra mía dio a luz a la hija que tengo yo ahora aquí en casa? ¿No debería acercarme...
FILIPA: No sé si ir a su encuentro...
PERÍFANES: … si es que es ella?
FILIPA: … si es que es él, porque los muchos años pasados me hacen dudar.
PERÍFANES: El largo tiempo me produce incertidumbre, pero, por si acaso es la que barrunto que es, voy a abordarla indirectamente.
FILIPA: Ahora es la ocasión de hacer uso de las mañas femeninas.
PERÍFANES: Voy a hablarla.
FILIPA: Voy a hacerle frente con mis palabras.
PERÍFANES: ¡Salud!
FILIPA: Para mí y para los míos.
PERÍFANES: ¿Así contestas a mi saludo?
FILIPA: Salud. Te devuelvo lo que de ti recibí.
PERÍFANES: No dudo de tu solvencia. Pero, ¿te conozco o no te conozco?
FILIPA: Si yo te conozco a ti, haré por creer que también tú me conoces a mí.
PERÍFANES: ¿Dónde te he visto?
FILIPA: No está bien ni es justo que preguntes eso.
PERÍFANES: ¿Por qué?
FILIPA: Porque te piensas que soy yo la que debo ayudar a tu memoria.
PERÍFANES: Sí, precisamente eso.
FILIPA: Dices cosas peregrinas.
PERÍFANES: Ahora tienes aún más razón. ¿Te acuerdas...
FILIPA: Yo me acuerdo de lo que me acuerdo.
PERÍFANES: … de que en Epidauro...
FILIPA: ¡Ah, has refrescado con una gotita de agua el fuego que arde en mi alma!
PERÍFANES: … he aliviado la indigencia de una muchacha sin recursos y de su madre?
FILIPA: ¿Eres tú acaso el que por satisfacer su capricho puso en mí la semilla de una grave aflicción?
PERÍFANES: Yo soy. ¡Salud!
FILIPA: Salud es para mí el ver que tú gozas de ella.
PERÍFANES: Dame la mano.
FILIPA: Ten, la mano de una mujer desgraciada y agobiada por las penas.
PERÍFANES: ¿Cuál es el motivo por el que vienes con esa cara tan apenada?
FILIPA: La hija que concebí por obra tuya...
PERÍFANES: ¿Qué es de ella?
FILIPA: … la he perdido después de tenerla criada: ha caído en poder de los enemigos.
PERÍFANES: Tranquilízate, no padezcas, está sana y salva aquí en casa. Uno de mis esclavos me dijo que había sido hecha cautiva, y entonces di en seguida el dinero para que la compraran; él me despachó aquel asunto con tanta sensatez y tan a mi satisfacción como..., como otras veces se porta como un pillo redomado.
FILIPA: Déjame ver si es mi hija, si es que quieres darme la vida.
PERÍFANES: (A una esclava en la casa.) ¡Eh, tú!. Cántara, trae aquí a Teléstide, mi hija, para que vea a su madre.
FILIPA: Al fin vuelvo a la vida.
Escena segunda.
Acropolístide, Perífanes, Filipa.
ACROPOLÍSTIDE: ¿Qué es lo que me quieres, padre, que me has llamado?
PERÍFANES: Que veas a tu madre, que te acerques a ella y la saludes con un beso a su llegada.
ACROPOLÍSTIDE: ¿A mi madre?
PERÍFANES: Sí, tu madre que anda sin vida buscándote.
FILIPA: ¿Quién es esa que dices que me bese?
ACROPOLÍSTIDE: Tu hija.
FILIPA: ¿Que ésa es mi hija?
PERÍFANES: Si, ésta.
FILIPA: ¿Yo voy a darle un beso a ésa?
PERÍFANES: ¿Y por qué no vas a besar a la hija de tus entrañas?
FILIPA: Estás loco.
PERÍFANES: ¿Yo, loco?
FILIPA: Sí, tú.
PERÍFANES: ¿Por qué?
FILIPA: Porque yo ni sé quién es ésa, ni la conozco, ni la he visto con mis ojos jamás hasta ahora.
PERÍFANES: Bueno, es que te confundes por el vestido y por cómo va arreglada. ***
FILIPA: Los perros y los cerdos dan un olor muy diferente. Yo, desde luego, te
digo que no sé quién es ésa.
PERÍFANES: Pero bueno, entonces qué, ¿es que soy yo un rufián, que tengo mujeres ajenas en casa y voy escupiendo aquí y allá el dinero a raudales? ¿Qué dices tú, que me llamas padre y me besas, qué haces ahí como un pasmarote? ¿Por qué no dices nada?
ACROPOLÍSTIDE: ¿Qué quieres que diga?
PERÍFANES: Filipa afirma que no es tu madre.
ACROPOLÍSTIDE: Que no lo sea si no quiere; pero yo, a pesar de que ella no quiera, seré hija de mi madre; no se debe obligarla a que sea mi madre, si no quiere.
PERÍFANES: ¿Por qué me llamabas entonces padre?
ACROPOLÍSTIDE: Eso es culpa tuya, no mía. ¿No voy a llamarte yo padre si tú me llamas a mí hija? También a ésa la llamaría madre si ella me llamara hija. Que ella dice que no soy su hija, pues no es ella entonces mi madre. En fin de cuentas, esto no es culpa mía; yo no he dicho más que lo que me han enseñado: Epídico ha sido mi maestro.
PERÍFANES: ¡Muerto soy! He volcado el carro.
ACROPOLÍSTIDE: ¿Acaso te he faltado yo en algo, padre?
PERÍFANES: Maldición, si te vuelvo a oír llamarme padre, te quitaré la vida.
ACROPOLÍSTIDE: Bueno, si no quieres, no te lo llamo. Cuando quieras ser mi padre, selo; cuando no quieras, no lo seas.
FILIPA: Y si tú la compraste porque creías que era tu hija, ¿en qué la reconocías?
PERÍFANES: En nada.
FILIPA: ¿Por qué creíste entonces que era nuestra hija?
PERÍFANES: Mi esclavo Epídico me lo dijo.
FILIPA: Y si el esclavo estaba equivocado, ¿es que no podías tú haberte dado cuenta, por favor?
PERÍFANES: Y cómo, si después que la vi la primera vez, no he [600] vuelto a verla en la
vida?
FILIPA: ¡Desgraciada de mí, estoy perdida!
PERÍFANES: No llores, mujer. Entra en casa, no pierdas las esperanzas; ya verás cómo yo encuentro a nuestra hija.
FILIPA: La ha comprado uno del Ática, un ateniense; y decían que era un muchacho
joven el que la había comprado.
PERÍFANES: Yo la encontraré, no padezcas. Éntrate y no pierdas de vista a la bruja esa, esa Circe hija del sol. Yo lo dejaré todo y me pondré a buscar a Epídico; si le encuentro, va a ser éste el último día de su vida. (Se va para el foro; las mujeres entran en casa de Perífanes.)
ACTO V
Escena primera.
Estratipocles, Epídico, El usurero, Teléstide.
ESTRATIPOCLES: (Saliendo de casa de Queribulo.) Me está fastidiando el usurero éste, que no viene a buscar su dinero ni me trae a la chica que compré del botín. Pero ahí viene Epídico. ¿Qué será lo que le hace fruncir el ceño y traer ese aire tan preocupado?
EPÍDICO: (Sin ver a Estratipocles.) Aunque Júpiter traiga con él el resto de los once dioses, no podrán todos juntos librar a Epídico del suplicio. He visto a Perífanes comprando unas correas y Apécides estaba con él; ahora seguro que me están buscando; se han dado cuenta, saben que han sido engañados.
ESTRATIPOCLES: ¿Cómo te va, mi bien?
EPÍDICO: Como a un desgraciado.
ESTRATIPOCLES: ¿Qué es lo que pasa?
EPÍDICO: ¿Por qué no me preparas mejor dineros para la fuga antes de que sea demasiado tarde? Porque los dos viejos trasquilados me buscan por la ciudad con sogas en las manos.
ESTRATIPOCLES: No te apures.
EPÍDICO: Claro, como que tengo la libertad en el bolsillo.
ESTRATIPOCLES: Yo velaré por ti.
EPÍDICO: Caray, creo que más bien los otros, si me echan mano. Pero ¿quién es la pollita esa que viene ahí con ese tipo canoso?
ESTRATIPOCLES: Ése es el usurero, ella es la que compré del botín.
EPÍDICO: ¿Ésa es?
ESTRATIPOCLES: Sí, ésa es. ¿No es así como te dije? Mira y contempla, Epídico: de pies a cabeza, un encanto. No parece, sino que se está mirando un lindo cuadro.
EPÍDICO: Con esto que dices te refieres a lo lindas que van a quedar mis espaldas, luego que Apeles y Zeuxis[14] las pinten con pinceles de olmo.
ESTRATIPOCLES: (Al usurero.) Dioses inmortales, qué manera de cumplir mi encargo: una persona con pies de plomo hubiera llegado antes que tú.
USURERO: Demonio, ésta me ha detenido.
ESTRATIPOCLES: Si ha sido por atención a ella tu tardanza y ha sido ella quien así lo ha
querido, vienes demasiado pronto.
USURERO: Hale, hale, despáchame y dame el dinero, que no haga esperar a mis
compañeros.
ESTRATIPOCLES: Ya está contado.
USURERO: Ten una bolsa: adentro con ello.
ESTRATIPOCLES: Estás en todo; espera mientras que saco el dinero.
USURERO: Date prisa.
ESTRATIPOCLES: Lo tengo en casa. (Entra.)
EPÍDICO: ¿Puedo o no puedo dar crédito a mis ojos? ¿Veo a Teléstide, hija de Perífanes, nacida de Filipa, tu madre, en Tebas, engendrada en Epidauro?
TELÉSIDE: ¿Quién eres tú, que me dices el nombre de mis padres y el mío?
EPÍDICO: ¿No me conoces?
TELÉSIDE: No, que yo sepa.
EPÍDICO: ¿No te acuerdas que en el día de tu cumpleaños te llevé una vez una lunita y un anillo de oro?
TELÉSIDE: Sí que me acuerdo, ¿eres tú aquél? (Sale Estratipocles.)
EPÍDICO: Yo soy, y éste que te ha comprado es tu hermano ***, de otra madre, pero del mismo padre.
TELÉSIDE: ¿Y mi padre vive?
EPÍDICO: Tú tranquila, calla.
TELÉSIDE: Los dioses me salvan de mi perdición si es verdad lo que dices.
EPÍDICO: No tengo motivo alguno para contarte mentiras.
ESTRATIPOCLES: Toma, banquero, son cuarenta minas; si hay alguna pieza mala, te la cambiaré.
USURERO: Gracias, a pasarlo bien.
ESTRATIPOCLES: Ahora ya eres mía.
TELÉSIDE: Sí, tu hermana, para que lo sepas tú también. Salud, hermano.
ESTRATIPOCLES: ¿Está en su juicio?
EPÍDICO: En su juicio está si es que es a su hermano a quien habla.
ESTRATIPOCLES: Pero bueno, ¿cómo me he convertido de pronto en su hermano, mientras entro y salgo?
EPÍDICO: Las cosas buenas téntelas callado para ti solo y alégrate con ellas.
ESTRATIPOCLES: Me has perdido y me has encontrado, hermana.
EPÍDICO: Calla, bobo, yo te tengo preparado en casa un amor, la citarista Acropolístide, lo mismo que he sido yo quien ha conseguido la libertad para tu hermana.
ESTRATIPOCLES: Epídico, yo te confieso que...
EPÍDICO: Entra y di que preparen agua caliente para el baño; lo demás ya te lo haré saber después, cuando haya tiempo.
ESTRATIPOCLES: Ven conmigo, hermana.
EPÍDICO: Ahora os mando a Tesprión. Pero acuérdate, si el viejo se pone furioso conmigo, de salir en defensa mía junto con tu hermana.
ESTRATIPOCLES: Eso no tendrá dificultad alguna.
EPÍDICO: (A la puerta de la casa de Queribulo.) Tesprión, sal por el jardín y ven a casa a ayudarme, se trata de un asunto muy importante. Los viejos me traen ahora todavía más sin cuidado que antes. Volveré a casa para ocuparme de atender a los huéspedes. Dentro informaré a Estratipocles de todo lo que sé. No me escapo, estoy decidido a quedarme en casa; así no me podrá echar en cara el viejo el que le haya desafiado a echar una carrera. Me entro, que estoy ya hablando demasiado.
Escena segunda.
Perífanes, Apécides, Epídico.
PERÍFANES: No, que no se ha burlado a fondo el individuo ese de estos dos decrépitos vejetes.
APÉCIDES: Demonio, tú eres el que me trae a mal traer.
PERÍFANES: Calla, calla, déjame sólo echarle mano.
APÉCIDES: Yo te lo digo, para que lo sepas: es mejor que te busques otra compañía: tengo las rodillas hinchadas y no puedo más de cansancio a fuerza de ir tras de ti.
PERÍFANES: De cien maneras se ha burlado el tipo ese hoy de ti y de mí, y qué forma de sacarle las entrañas a mi caja.
APÉCIDES: Quita, quita, no quiero nada con él, que es un hijo de Vulcano furioso: por donde toca, todo lo quema, si te acercas, te abrasa con su llama
EPÍDICO: (Saliendo de casa de Perífanes, aparte.) Doce dioses más aparte de todos los dioses de la corte celestial me ayudan y luchan a mi lado. Sean cuales sean mis fechorías, en casa tengo aliados dispuestos a socorrerme, echo atrás a patadas a todos mis enemigos.
PERÍFANES: (Sin ver a Epídico.) ¿Dónde diablos le buscaré?
APÉCIDES: Mientras que le busques sin mí, búscale si quieres en el fondo del mar.
EPÍDICO: ¿Por qué me buscas? ¿Por qué te afanas? ¿Por qué le molestas a éste? Aquí me tienes. ¿Acaso te huyo o me he ido de casa, acaso me oculto a tu vista? *** Tampoco te pido misericordia ¿quieres atarme? Toma aquí mis manos; sogas tienes, que te he visto comprarlas ¿a qué esperas?, ¡átame!
PERÍFANES: ¡Arreglados estamos! Él es ahora el que me viene con requisitorias.
EPÍDICO: ¿Por qué no me atas?
APÉCIDES: ¡Verdaderamente, qué esclavo más sinvergüenza!
EPÍDICO: (Continuándole.) … tú, Apécides…, no estoy interesado en que intercedas por mí.
APÉCIDES: Concedido, Epídico.
EPÍDICO: (A Perífanes.) ¡Hale, venga!
PERÍFANES: Porque a ti te viene en gana, ¿no?
EPÍDICO: Sí, porque a mí me viene en gana, no a ti, me has de atar las manos ahora.
PERÍFANES: Pues no me da la gana, no te las ato.
APÉCIDES: Ése está preparándose a lanzarte un dardo, está tramando lo que sea.
EPÍDICO: Te haces dilaciones a ti mismo mientras que estoy yo aquí suelto; venga, digo, átame.
PERÍFANES: Pero es que yo prefiero interrogarte estando suelto.
EPÍDICO: Pues no vas a saber entonces ni un tanto así de mí.
PERÍFANES: ¿Qué hago, Apécides?
APÉCIDES: ¿Que qué haces? Dale gusto.
EPÍDICO: Eres una persona razonable, Apécides.
PERÍFANES: Venga las manos, pues.
EPÍDICO: En seguida. Y átalas fuerte, sin miramientos.
PERÍFANES: Tú mismo podrás juzgar cuando haya terminado.
EPÍDICO: Muy bien. Venga, interrógame ahora, pregúntame lo que te dé la gana.
PERÍFANES: ¿Cómo te atreviste a afirmar que la citarista que compramos antes de ayer era mi hija?
EPÍDICO: Me dio la gana, por eso me atreví.
PERÍFANES: ¿Qué dices, que te dio la gana?
EPÍDICO: Sí, lo digo; o ¿qué te apuestas a que es hija…
PERÍFANES: ¡Pero si la madre dice que no la conoce!
EPÍDICO: Me apuesto una didracma contra un talento a que es la hija de su madre.
PERÍFANES: Eso es una trampa. Pero ¿quién es esa mujer?
EPÍDICO: La amiga de tu hijo, para que te enteres ya de una vez.
PERÍFANES: ¿No te di yo treinta minas por mi hija?
EPÍDICO: Confieso que me las diste y que con ese dinero compré a la citarista amiga de tu hijo, haciéndote creer que era hija tuya: esas treinta minas te las he birlado.
PERÍFANES: ¡Y cómo me has engañado con el alquiler de la otra citarista!
EPÍDICO: Así ha sido verdaderamente, pero no me arrepiento de ello.
PERÍFANES: ¿Qué ha sido del último dinero que te di?
EPÍDICO: Yo te lo diré: se lo he dado a una persona que no es ni mala ni buena, a tu hijo Estratipocles.
PERÍFANES: ¿Por qué te has atrevido a dárselo?
EPÍDICO: Porque me ha dado la gana.
PERÍFANES: ¡Maldición¡, ¿qué desvergüenza es ésa?
EPÍDICO: ¿Todavía me gritas como si fuera un esclavo?
PERÍFANES: ¡Hombre, me alegro de saber que eres libre!
EPÍDICO: Merecido me lo tendría.
PERÍFANES: ¿Tú merecido?
EPÍDICO: Echa una mirada ahí dentro: verás si tengo razón.
PERÍFANES: ¿Qué es lo que pasa?
EPÍDICO: Tú lo verás; entra en casa.
APÉCIDES: Entra, no lo dice por decir.
PERÍFANES: Guárdalo tú, Apécides. (Entra en casa.)
APÉCIDES: ¿Qué es lo que pasa, Epídico?
EPÍDICO: Caray, es una injusticia enorme que esté aquí atado después de que por mí ha sido hoy encontrada la hija de mi amo.
APÉCIDES: ¿Dices que has encontrado a su hija?
EPÍDICO: La he encontrado y está ahí en casa. ¡Qué cosa más triste es el recibir castigos en pago de beneficios!
APÉCIDES: ¿A la que nos hemos hartado hoy de buscar por la ciudad?
EPÍDICO: Yo estoy cansado de encontrar; vosotros, cansados de buscar.
PERÍFANES: (Hablando a los de dentro de la casa.) ¿Por qué me rogáis con tanto empeño en su favor? Ya me doy yo cuenta de que debe ser tratado de conformidad con el servicio prestado. Ven acá, que te suelte las manos.
EPÍDICO: No me toques.
PERÍFANES: Trae.
EPÍDICO: No quiero.
PERÍFANES: No está bien lo que haces.
EPÍDICO: Te juro que no permitiré que me sueltes si no me das una reparación.
PERÍFANES: Es muy justo y razonable lo que pides. Te daré unos zapatos, una túnica, una capa.
EPÍDICO: ¿Y qué más?
PERÍFANES: La libertad.
EPÍDICO: ¿Y después? Un liberto recién salido del cascarón necesita papillas.
PERÍFANES: Se te darán, yo me encargo de tu manutención.
EPÍDICO: Te juro que, si no me pides perdón, no me soltarás jamás.
PERÍFANES: Epídico, yo te ruego que me perdones si, contra mi voluntad, te he faltado en algo; a cambio de ello, te concedo la libertad.
EPÍDICO: A regañadientes te perdono, pero a la fuerza obligan. Suéltame, si quieres.
EL CORO DE ACTORES
Éste es el caso de uno que encontró su libertad a fuerza de sus malas artes. Distinguido público, un aplauso y que os vaya bien. ¡A estirarse y a ponerse en pie!
FIN DE
EPÍDICO.
[1] La mano izquierda es nombrada típicamente como autora de los robos: cf. Persa 226, ubi illa altera est furtifica laeva?, y CATULO, 12, 1 ss.; 47, 1. OVIDIO, Met. XIII 111, timidae nataeque ad furta sinistrae.
[2] O sea, como Aquiles, a quien su madre, Tetis, hija de Nereo, le proporciona una nueva armadura obra de Vulcano, después que las suyas, con las que había enviado a la guerra a su amigo Patroclo, cayeran en poder de Héctor.
[3] El texto del v. 119 ha sido muy discutido por la crítica. Hay, además, un juego de palabras en latín, difícil de reproducir; traducción aproximada según el sentido.
[4] Se refiere al uso de reunirse unos cuantos pagando a escote los gastos, especialmente para una comida; cf. Curculio 474 y TERENCIO, Andria 89 ss., Eun. 539.
[5] No están de acuerdo los comentaristas a cuál de los trabajos de Hércules hace referencia Perífanes, ya que no aparecen en todas las fuentes en el mismo orden. Quizá se trata de la lucha con Hipólita, la reina de las Amazonas.
[6] Cf. pseudolus 762, avi siniste ra, auspicio liquido atque ex sentetia; VARRÓN. Leng. lat. IX 97, quod quae sinistra sunt bona auspicia existimantur. En cambio, en Aulularia 624 se toma como mal agüero el que el cuervo grazne por la izquierda; según CICERÓN, Sobre la adivinación 1, 80, unos pájaros son favorables a la derecha y otros a la izquierda.
[7] Como hace el personaje típico del servus currens, para estar más libre en su apresurada carrera.
[8] Es la túnica recta o regilla, forma puesta en relación con rex por etimología popular (NONIO, pág. 539); a la túnica regia opone aquí Plauto la forma cómica de túnica mendicula, al modo de mendigo.
[9] NONIO, 548, anota a este pasaje: impluviatus colos quiasi fumato stillicidio implutus, de color ahumado, según parece (Thesaurus linguae Latinae VII 1, 648, 659); E. FRAENKEL, 1922, pág. 135, lo interpreta como una especie de moiré. Como puede verse, en el texto hay un juego de palabras de difícil traducción, que pone en relación el término de color citado con el nombre de impluuium, estanque destinado a recoger el agua de la lluvia en los patios de las casas romanas.
[10] Los perros de Laconia eran famosos en la Antigüedad. La identificación de los diversos vestidos es insegura; cf. MARQUARDT, 1964 (=1886).
[11] Los rodios tenían fama de fanfarrones; cf. CATÓN, Or., Fr. 5, 7 (en A. GELIO, III 50).
[12] Texto corrupto (v. 351), sobre el que se han hecho multitud de conjeturas. La traducción es solo aproximada, ya que es muy difícil reproducir los diversos juegos de palabras del texto latino. Hay una alusión al castigo de los parricidas, que eran echados al Tiber con la cabeza tapada y dentro de un saco de cueto; el verbo ductare está tomado en un doble sentido.
[13] Alusión a la cierva que fue puesta por Artemis en lugar de Ifigenia cuando iba a ser sacrificada.
Famosos pintores de la Antigüedad: como quien dice «un Velázquez».
ARGUMENTO
Un mercader siciliano que tenía dos hijos gemelos muere tras desaparecerle uno de ellos. El abuelo paterno le pone el nombre del niño desaparecido al otro, llamándole también Menecmo en lugar de Sosicles. Ya de mayor, emprende éste un viaje por todos los países en busca de su hermano. Al fin llega a Epidamno, donde se ha criado el gemelo desaparecido. La gente toma allí al forastero por su hermano Menecmo, y como a tal le tratan, como si fuera él, una cortesana, la mujer, el suegro… hasta que, al final, se reconocer ambos hermanos.
Personajes:
Cepillo, parásito.
Menecmo I, joven.
Menecmo II (Sosicles), joven.
Erotia, cortesana.
Cilindro, cocinero.
Mesenión, esclavo de Menecmo II.
Una esclava.
La mujer de Menecmo I.
Un viejo, padre de la mujer de Menecmo I.
Un médico.
La acción transcurre en Epidamno.
PRÓLOGO
¡Salud y prosperidad, distinguido público, por primera providencia, tanto para mí como para vosotros! Os traigo hoy un Plauto, pero no en la mano, sino en la lengua, con el ruego de que le prestéis oídos benignos. Ahora prestad atención, que os voy a dar el argumento; lo expondré con la mayor brevedad posible. Una advertencia: los poetas cómicos tienen la costumbre de decir siempre que la acción transcurre en Atenas, para que el público tenga la impresión de que es más griega la cosa. Yo no lo diré más que cuando ponga que realmente ha sido allí. Y si bien se va a mirar, la historia esta es greguizante, pero no atiquizante, sino sicilianizante. Bien, tras este preámbulo, pasemos al argumento mismo, que estoy dispuesto a dároslo bien medido, ni un celemín ni tres celemines, sino un granero entero y vero. Para que veáis qué esplendidez la mía en cuanto a la exposición del argumento. Pues era una vez un comerciante ya de edad, de Siracusa, que tenía dos hijos gemelos, y eran tan iguales el uno y el otro, que no los podía distinguir ni la nodriza que los criaba, ni la madre que los parió —por lo menos, así me lo dijo uno que había visto a los chiquillos, que yo, desde luego, no les he echado jamás la vista encima, no vayáis a creer—. Cuando los chicos tenían ya siete años, carga el padre una gran nave con un montón de mercancías, embarca a uno de los gemelos y se lo lleva consigo a Tarento, donde iba a hacer sus mercaderías; al otro lo deja en casa con la madre. Dio la casualidad de que se celebraban precisamente unos festivales en Tarento cuando llegó allí el hombre. Naturalmente, había, como suele pasar en tales ocasiones, una cantidad enorme de público; el chico se extravía del padre entre la multitud y se pierde. Un mercader de Epidamno[1], que se encontraba allí a la sazón, recoge al niño y lo lleva con él a su patria. Desesperado el padre por la pérdida de su hijo, enferma de pena y muere a los pocos días en Tarento. Luego que el abuelo de las criaturas recibe en Siracusa la noticia del rapto del niño y la muerte del padre en Tarento, le cambia el nombre al gemelo que había quedado en Siracusa. Tal era el cariño que había sentido por el otro, que le pone a él el nombre de Menecmo, lo mismo que el hermano. Y también el propio abuelo se llamaba así (es que dio la casualidad que estaba yo presente una vez que le voceaban haciéndole una reclamación, y por eso se me ha quedado mejor su nombre). O sea que, para que no os arméis después un lío, lo aviso ya con antelación: los dos hermanos gemelos llevan el mismo nombre. Ahora tengo que coger la marcha otra vez a Epidamno para explicaros la historia con todo detalle. Si es que alguien tiene algún asunto que arreglar allí, que me lo encargue con toda tranquilidad, sólo, claro, con la condición de que me entregue antes el dinero necesario para solucionárselo; desde luego, el que no entregue el dinero hará una tontería, y el que lo entregue... hará una tontería todavía mucho mayor. Ahora vuelvo al punto de donde salí y me quedo ya allí quieto. El comerciante aquel de Epidamno del que os acabo de hablar, que se llevó consigo a uno de los gemelos, no tenía, a falta de hijos, más que riquezas; entonces adopta al chico que se había llevado, le da una mujer con dote y le nombra heredero a su muerte. Es que un día que iba por casualidad al campo después de una fuerte lluvia, al querer pasar un arroyo que iba crecido cerquita de la ciudad, la rapidez de las aguas le hizo perder pie al raptor del chiquillo, llevándose al hombre al diablo. Su hijo adoptivo se encuentra de pronto en posesión de unas enormes riquezas. Éste, el gemelo raptado, vive allí en Epidamno. El gemelo que vive en Siracusa ha llegado hoy con un esclavo a Epidamno con el fin de buscar a su hermano gemelo. Esta ciudad es Epidamno mientras dura la comedia;
cuando se represente otra, pues será otra. Igual se cambian también los habitantes de las casas aquí en la escena: unas veces vive en ellas un rufián, otras un joven, otras un viejo, un pobre, un mendigo, un rey, un parásito, un charlatán.ACTO I
Escena primera.
Cepillo.
CEPILLO: La gente joven me llama Cepillo, porque cuando como dejo limpia la mesa. Quienes ponen cadenas a los cautivos y grillos a los esclavos fugitivos, hacen una necedad muy grande, al menos a mi modo de ver. Porque si a una persona que ya es desgraciada le sobreviene mal sobre mal, le entran aún más ganas de escaparse y de cometer fechorías. Desde luego de un modo o de otro encuentran forma de liberarse de las cadenas; pues los que están puestos en grillos, o liman el anillo o hacen saltar la clavija con una piedra. ¡Pamplinas y nada más que pamplinas! Si quieres tener a una persona bien guardada que no se te escape, tienes que sujetarla a fuerza de comida y de bebida. Átale el pico a una mesa bien abastada. Mientras que le pongas cada día de comer y de beber a sus anchas, hasta hartarse, seguro que no se te escapará; aunque sea un delito capital el que haya cometido, lo guardarás fácilmente, con tal de que lo ates con las susodichas cadenas. Las cadenas alimenticias tienen una elasticidad pero que extraordinaria: cuanto más las alargas, tanto más fuerte sujetan. Así voy yo ahora aquí a casa de Menecmo, a disposición del cual ya llevo mucho tiempo; voy de mi propia voluntad para que me encadene. Porque es que este hombre no da de comer, es que te alimenta que ni a un crío suyo, te deja como nuevo; no hay médico mejor que él. Es que es ésa su manera de ser; y él mismo es de mucho comer, da unas cenas que ni las de Ceres[2], menudas mesas que prepara, menudas montañas de platos; de pie tienes que ponerte en el diván para alcanzar a lo de arriba. Pero ya hace muchos días que no lo visito; he estado todo el tiempo metido en casa con los seres que me son caros. Porque es que yo ni como ni compro nada que no sea de lo más caro; pero lo triste es que me están empezando a hacer deserción todos estos seres queridos alineados en mi mesa[3]. Ahora voy a ver a Menecmo. Pero se abre la puerta; ahí está él en persona, que sale a la calle.
Escena segunda.
Menecmo I, Cepillo.
MENECMO I: (Hablando a su mujer dentro de la casa.) Si no fueras tan mala, tan necia, tan rebelde, tan incontrolada, te resultaría a ti misma insoportable lo que vieras que lo es para tu marido. A partir de hoy, si vuelves a hacerme una escena semejante, te pondré de patitas en casa de tu padre. Cada vez que quiero salir, me retienes, me quieres hacer volver, me preguntas que a dónde voy, qué es lo que hago, qué traigo entre manos, qué es lo que busco, qué llevo conmigo, qué es lo que he hecho fuera. Pues no, que parece que es un aduanero con quien me he casado; tales son la serie de explicaciones que tengo que dar sobre lo que he hecho y lo que estoy por hacer. Te he tratado con demasiadas contemplaciones; pero ahora te voy a decir cómo voy a proceder de aquí en adelante: yo te he puesto a tu disposición esclavas, una buena despensa, lana, joyas, vestidos, púrpura, y no te falta de nada, de modo que, si tienes dos dedos de frente, ándate con cuidado y deja de observar a tu marido. Ahora, además, para que no me andes espiando en vano y para recompensar tu celo, me voy a buscar una fulana y me marcho luego a cenar fuera.
CEPILLO: Éste aparenta que despotrica contra su mujer, pero en realidad de verdad despotrica contra un servidor, que, si cena fuera, es de mí de quien se venga.
MENECMO I: ¡Viva!, por fin he conseguido echarla de la puerta con mi filípica. ¡A ver esos galanes casados! ¿Cómo no se apresuran a venir con presentes felicitándome por haber peleado con valentía? (Dejando ver un mantón que lleva debajo de la capa.) Este mantón se lo acabo de birlar ahora a mi mujer y se lo llevo a mi amiga. Así, hombre, muy bien hecho, arreglártelas para pegársela, y con salero, a tu taimada guardiana. ¡Esto se llama una bonita jugada, una jugada bien hecha, fantástica, maestra! Por mi mal le he birlado a la condenada de mi mujer esta prenda, para regalársela a quien es mi ruina. Para bien de nuestros aliados he arrebatado el botín al enemigo.
CEPILLO: ¡Eh, joven! ¿Hay en ese botín parte para un servidor?
MENECMO I: (Sin verle.) ¡Muerto soy, he caído en una emboscada!
CEPILLO: Al contrario, son tropas de refuerzo, no temas.
MENECMO I: ¿Quién vive?
CEPILLO: Yo soy.
MENECMO I: ¡Oh, tú, mi bien y mi ventura! ¡Hola! (Le da la mano.)
CEPILLO: Hola.
MENECMO I: ¿Qué tal te va?
CEPILLO: Bien, con la diestra de mi genio protector en mi mano.
MENECMO I: No has podido venir más a tiempo.
CEPILLO: Como siempre; me las pinto solo para escoger los momentos oportunos.
MENECMO I: ¿Quieres contemplar un espléndido ejemplar?
CEPILLO: ¿Quién ha sido el cocinero? En cuanto que vea los restos, ya sé yo si es que ha habido algún traspiés.
MENECMO I: Vamos a ver, ¿no has visto tú nunca un fresco así en la pared, donde figura
que el águila rapta a Ganímedes o Venus a Adonis?
CEPILLO: Muchas veces. Pero ¿qué me va ni me viene a mí en esas pinturas?
MENECMO I: Venga, mírame (dejando ver el mantón); ¿no me parezco mucho a ellos?
CEPILLO: Pero ¿qué atuendo es ése?
MENECMO I: Confiesa que estoy así pero que elegantísimo.
CEPILLO: ¿Dónde vamos a comer?
MENECMO I: Dime primero lo que te he dicho que digas.
CEPILLO: Sí, estás elegantísimo.
MENECMO I: Y ¿no quieres añadir nada de tu cosecha?
CEPILLO: Y, además, de un humor fantástico.
MENECMO I: Sigue, sigue.
CEPILLO: No sigo, caray, si no sé a cuento de qué. Tú estás peleado con tu mujer y por eso me ando con algo más de precaución contigo.
MENECMO I: A escondidas de mi mujer, en un sitio donde podamos quemar el día y darle
sepultura[4]…
CEPILLO: Hale, venga, pues, tienes mucha razón en lo que dices: ¿cuándo enciendo la hoguera? Que el día está ya muerto hasta la mitad, hasta la altura del ombligo.
MENECMO I: Tú mismo te produces dilaciones al interrumpirme.
CEPILLO: Menecmo, puedes saltarme un ojo de la cara si vuelvo a decir una sola palabra sin que tú me lo órdenes.
MENECMO I: Quítate de ahí de la puerta y ven para acá.
CEPILLO: De acuerdo.
MENECMO I: Un poco más todavía.
CEPILLO: Vale.
MENECMO I: Más, no dudes en alejarte más de la cueva del león.
CEPILLO: Caray, que no hubieras sido tú un buen auriga en el circo.
MENECMO I: ¿Por qué, pues?
CEPILLO: Porque no haces más que volverte a mirar para atrás por miedo a que te siga tu mujer.
MENECMO I: Pero a ver, qué me dices.
CEPILLO: ¿Yo? Yo digo que sí o que no según tú quieras.
MENECMO I: ¿Eres tú capaz, si hueles algo, de adivinar por el olor ***
CEPILLO: *** Exactamente igual que si consultaras al colegio de los augures.
MENECMO I: Venga, entonces huele el mantón este. ¿A qué te huele?, ¿te echas para atrás?
CEPILLO: Los vestidos de las mujeres hay que olerlos por la parte de arriba, porque por esa otra parte se te empuerca la nariz con una peste imposible.
MENECMO I: Huele entonces por aquí. Cepillo. ¡Bonitos gestos de asco haces!
CEPILLO: Naturalmente.
MENECMO I: Pero ¿por qué? ¿A qué huele? Contesta.
CEPILLO: A robo, a fulana, a comida. Ojalá ***
MENECMO I: Tú lo has dicho, porque ***. Ahora se lo llevo a mi amiga la cortesana Erotio y le diré que se nos prepare un almuerzo para mí, para ti y para ella.
CEPILLO: ¡Muy bien!
MENECMO I: Y después estaremos bebiendo hasta que salga el lucero de la mañana.
CEPILLO: ¡Bravo! ¡Eso es hablar pronto y bien! ¿Llamo a la puerta?
MENECMO I: Llama, o espera mejor un poco.
CEPILLO: Has retrasado en una distancia de mil pasos la llegada de las copas.
MENECMO I: Llama flojito.
CEPILLO: Tú es que tienes miedo, creo, de que la puerta sea de barro de Samos[5].
MENECMO I: Espera, espera, por favor. ¡Mira, ahí sale ella! ¡Ay! ¿No ves cómo queda el sol oscurecido ante los resplandores de su persona?
Escena tercera.
Erotio, Cepillo, Menecmo I.
EROTIO: Hola, Menecmo. mi vida.
CEPILLO: Y yo ¿qué?
EROTIO: Tú no entras en cuenta.
CEPILLO: Eso mismo les pasa en el ejército a los supernumerarios [6].
MENECMO I: Yo he decidido organizar hoy en tu casa un combate.
EROTIO: ¡Eso!
MENECMO I: Un combate en el que beberemos éste y yo; el que de los dos resulte vencedor en el copeo, tú eres la que mandas: decide con cuál de los dos quieres estar esta noche. ¡Qué aversión siento por mi mujer cuando te veo a ti, encanto mío!
EROTIO: Pero no por eso te privas de ponerte alguna prenda suya. ¿Qué es esto? (Cogiendo del mantón que lleva Menecmo debajo.)
MENECMO I: Despojos de mi mujer para vestirte a ti, rosa mía.
EROTIO: Fácilmente consigues estar para mí muy por encima de ningún otro de los que me cortejan.
CEPILLO: Las cortesanas se ponen zalameras mientras ven algo a lo que puedan echarle la uña; si le quisieras tanto, ya hace un rato que debías haberle arrancado la nariz de un mordisco.
MENECMO I: Tenme esto (su capa), Cepillo, que quiero hacer ofrenda de los despojos que prometí.
CEPILLO: Trae; pero oye, tú, por favor, baila así con el mantón ese un poquillo.
MENECMO I: ¿Que baile? Caray, Cepillo, tú no estás en tu juicio.
CEPILLO: ¿Quién es el que no está en su juicio, yo o tú? Si no quieres bailar, quítate entonces el mantón.
MENECMO I: ¡No, que no ha sido chico el peligro que he corrido hoy al hacerme con él! Yo creo que no fue tan grande el que pasó Hércules al quitarle el cinturón a Hipólita. Toma, para ti, que eres la única que sabes darme gusto.
EROTIO: Ésa debía ser la conducta de todos los buenos amadores…
CEPILLO: …al menos de los que estén dispuestos a lanzarse a la ruina.
MENECMO I: Por cuatro minas se lo compré hace un año a mi mujer.
CEPILLO: Cuatro minas que se han ido al diablo, a fin de cuentas.
MENECMO I: ¿Sabes lo que quiero que hagas?
EROTIO: Sí, me ocuparé de todo.
MENECMO I: Haz entonces preparar en tu casa un almuerzo para los tres y comprar en el mercado cosas apetitosas, molleja porcina, tocino jamonero, cabezas de cerdo o algo por el estilo, que, puestas a la mesa bien en su punto, me den un hambre canina: pero en seguida.
EROTIO: Vale.
MENECMO I: Nosotros nos vamos al foro y en seguida volvemos; mientras se hace la comida, podemos tomar unas copas.
EROTIO: Ven cuando quieras, todo estará a punto.
MENECMO I: Date prisa. Ven tú conmigo (a Cepillo)
CEPILLO: Te juro que no te quitaré el ojo de encima y que iré pegado a tus talones, que no querría perderte hoy ni a cambio de todos los tesoros de los dioses. (Se van.)
EROTIO: (A los esclavos.) Decidle a Cilindro el cocinero que venga.
Escena cuarta.
Erotio, Cilindro.
EROTIO: Coge el cesto y el dinero. Aquí tienes tres monedas.
CILINDRO: Vale.
EROTIO: Ve y trae la compra; ten en cuenta que baste para tres; que no falte ni sobre.
CILINDRO: ¿Quiénes son los comensales?
EROTIO: Yo, Menecmo y el gorrón.
CILINDRO: Entonces son diez, que el gorrón vale él solo por ocho.
EROTIO: Ya te he dicho los que somos, tú ocúpate de lo demás.
CILINDRO: De acuerdo; la comida está preparada, di que se pongan a la mesa.
EROTIO: No te tardes.
CILINDRO: Ahora mismo estoy de vuelta. (Salen.)
ACTO II
Escena primera.
Menecmo II, Mesenión.
MENECMO II: Yo creo, Mesenión, que no hay mayor placer para los navegantes que el divisar la tierra a lo lejos desde alta mar.
MESENIÓN: Mayor sería, para decir verdad, si, al llegar, fuera tu propia tierra la que vieras. A ver, dime, por favor, ¿qué es lo que hacemos aquí ahora en Epidamno?, ¿es que vamos como el mar dándoles la vuelta a todas las islas?
MENECMO II: Venimos a buscar a mi hermano gemelo.
MESENIÓN: ¿Y cuándo vamos a acabar de buscarlo? Son ya seis años los que vamos tras ello. Hemos recorrido las tierras de los histrios, los hispanos, marselleses, ilirios, el mar Adriático todo, la Magna Grecia y todas las regiones de Italia que baña el mar. Si fuera una aguja lo que buscaras, creo que la hubieras encontrado ya hace tiempo, si es que estaba por alguna parte; estamos buscando entre los vivos a un muerto, que, si viviera, ya hace mucho que hubiéramos dado con él.
MENECMO II: Pues entonces busco a alguien que me lo confirme, que me diga que sabe que ha muerto; entonces dejaré de buscarlo, pero en otro caso, jamás, mientras que me quede vida, abandonaré mi empresa. Yo soy quien sabe el afecto que le profesa mi corazón.
MESENIÓN: Eso es buscar una aguja en un pajar. ¿Por qué no nos volvemos ya de aquí a nuestra tierra? Como no sea que quieras escribir un libro de viajes.
MENECMO II: A comer y a callar, no sea que te la ganes; no me importunes, que las cosas no se van a hacer a tu aire.
MESENIÓN: ¡Ahí tienes! Más clarito y con más brevedad no has podido darme a entender que soy un esclavo. Pero, de todas formas, no soy capaz de coserme la boca; ¿sabes, Menecmo?, si inspecciono la bolsa, te juro que vamos equipados bastante a la ligera. Caray, según yo creo, como no te vuelvas a casa, cuando te encuentres sin nada, entonces vas a tener que gemir mientras que buscas al gemelo. Porque esta gente de aquí, los de Epidamno, son muy dados a la disipación y muy bebedores, y luego que viven aquí muchísimos pícaros y estafadores; y también las cortesanas, que se dice que no las hay en el mundo más seductoras que éstas. Por eso se le ha puesto a esta ciudad Epidamno, porque se puede decir que no hay nadie que pare en ella sin daño propio.
MENECMO II: Ya tendré cuidado; venga la bolsa.
MESENIÓN: ¿Qué quieres hacer con ella?
MENECMO II: Es que ya me has puesto en guardia contigo por eso que has dicho.
MESENIÓN: ¿De qué te he puesto en guardia?
MENECMO II: De que no sea que me vayas a ocasionar un daño en Epidamno. Tú, Mesenión, eres muy mujeriego, y yo, una persona irascible, y no sé contenerme; si soy yo el que tengo el [270] dinero, habré evitado dos males al mismo tiempo: que tú
cometas una falta y que yo me enfade contigo.
MESENIÓN: Toma y guárdala. Por mí, con mucho gusto.
Escena segunda.
Cilindro, Menecmo II, Mesenión.
CILINDRO: Buena compra he hecho y bien a mi gusto, bueno va a ser el almuerzo que voy a ofrecer a los comensales. Pero veo ahí a Menecmo, ¡ay de mis costillas! Los convidados andan merodeando delante de la casa antes de que yo haya vuelto de la compra. Voy a acercarme a hablarles. ¡Salud, Menecmo!
MENECMO II: Los dioses te guarden, quienquiera que seas.
CILINDRO: ¿Quienquiera que sea? ¿Es que no sabes quién soy?[7]
MENECMO II: No, te juro que no.
CILINDRO: ¿Dónde están los otros invitados?
MENECMO II: ¿Qué otros invitados?
CILINDRO: Tu gorrón.
MENECMO II: ¿Mi gorrón?
CILINDRO: Este hombre, desde luego, está loco.
MESENIÓN: (A Menecmo.) ¿No te dije yo que había aquí muchos embaucadores? ***
MENECMO II: ¿Quién es ese gorrón mío que buscas, joven?
CILINDRO: Cepillo.
MENECMO II: Un cepillo llevo yo aquí a buen recaudo en la maleta.
CILINDRO: Menecmo, vienes demasiado pronto a almorzar, ahora mismo vuelvo de hacer la compra.
MENECMO II: Contéstame una pregunta, joven: ¿a cuánto van aquí los cerdos sin tacha para los sacrificios?
CILINDRO: A dos dracmas.
MENECMO II: Toma, ve y que te hagan un exorcismo a mi cuenta, que desde luego veo que has perdido el juicio: importunar de esa forma a un desconocido, seas quien seas.
CILINDRO: Yo soy Cilindro, ¿es que no sabes mi nombre?
MENECMO II: Ya seas Cilindro, ya Coriandro, vete al cuerno; yo no te conozco ni tengo interés ninguno en conocerte.
CILINDRO: Tú te llamas Menecmo.
MENECMO II: Que yo sepa; tú hablas como una persona normal al llamarme por mi nombre. Pero ¿de qué me conoces?
CILINDRO: ¿Que de qué te conozco, si mi ama, Erotio, es tu amiga?
MENECMO II: Diablos, ni ella es mi amiga ni yo sé quién eres tú.
CILINDRO: ¿Que no sabes quién soy yo, que te sirvo el vino tantísimas veces aquí en casa
cuando bebes?
MESENIÓN: ¡Ay de mí. que no tengo con qué romperle la cabeza a ese tipo!
MENECMO II: ¿Que tú me sirves a mí el vino, si yo no le he puesto la vista encima jamás a Epidamno ni he venido nunca aquí?
CILINDRO: ¿Que no?
MENECMO II: ¡Y tanto que no!
CILINDRO: ¿No vives tú en esa casa? (la de Menecmo I).
MENECMO II: ¡Mal rayo parta a sus habitantes!
CILINDRO: Éste ha perdido el juicio, ¡echarse a sí mismo esas maldiciones! ¿Sabes, Menecmo?
MENECMO II: ¿El qué?
CILINDRO: Si me haces caso, las dracmas esas que habías prometido darme —porque, caray, tú no estás del todo en tu juicio, Menecmo, echarte maldiciones a ti mismo— harías mejor en comprarte el cerdo para ti.
MENECMO II: ¡Maldición, qué hombre más charlatán y más pesado!
CILINDRO: (Al público.) Es que suele él andar así de bromas conmigo. Si no está la mujer delante, no he visto otro más chistoso que él. (A Menecmo.) ¿Qué dices? qué dices, digo ¿te parece esto que ves (enseñándole la compra) bastante para los tres, o compro más, para ti, para el gorrón y para tu amiga?
MENECMO II: ¿Pero qué amigas ni qué gorrones?
MESENIÓN: ¿Qué mal te atormenta para importunar a éste de esa forma?
CILNDRO: (A Mesenión.) ¿A qué te metes tú donde no te llaman? Yo a ti no te conozco, yo hablo a éste, y a éste le conozco.
MESENIÓN: Tú no estás en tu juicio, demonio, de eso estoy bien seguro.
CILINDRO: Yo me ocuparé de que esté todo en seguida, no habrá demora. O sea que no te alejes mucho de por aquí. ¿Algo más?
MENECMO II: Que te largues a la horca.
CILINDRO: Caray, más vale que te vayas tú... entre tanto, digo, y tomes asiento, mientras que yo pongo esto al ímpetu de Vulcano. Voy dentro y le digo a Erotio que estás aquí, para que te haga pasar, mejor que no que estés aquí de plantón fuera. (Entra en casa.)
MENECMO II: ¿Se fue al fin? Se fue. Caray, ahora veo que tenías razón con lo que decías.
MESENIÓN: Tú solamente ten cuidado, que me parece que aquí vive una golfa, al menos según dijo el loco ese que acaba de marcharse.
MENECMO II: Pero lo que me extraña es cómo sabe mi nombre.
MESENIÓN: Eso no tiene nada de extraño, porque las golfas tienen la costumbre de mandar al puerto a su gentecilla, a sus esclavos y sus esclavas; si llega algún barco forastero al puerto, se informan de dónde viene, cómo se llama el patrón, después en seguida se le arriman, se le pegan; si consiguen hacerse con él, no le dejan ir antes de haberle desplumado. Ahora tenemos que habérnoslas aquí en este puerto con una nave pirata, ante la que, en mi opinión, debemos de tomar precauciones.
MENECMO II: Caray, tienes razón con tus avisos.
MESENIÓN: No sabré si tengo razón hasta que no vea si tú la tienes para precaverte.
MENECMO II: Calla un momento, que ha sonado la puerta; a ver quién sale.
MESENIÓN: Esto lo dejo mientras aquí (suelta la maleta y la da a los marineros
que les siguen). Ea, tened cuidado con esto, remeros [8].
Escena tercera.
Erotio, Menecmo II, Mesenión.
EROTIO: (Saliendo de su casa y hablando con Cilindro, que está dentro.) Deja la puerta así, quita, no quiero que se cierre; tú dentro prepara, atiende y mira que se haga todo lo necesario; (a otros esclavos) preparad los divanes, encended los perfumes; el buen aderezo es un halago para los enamorados. Un ambiente agradable les trae a ellos la perdición, pero a nosotras provecho. Pero ¿dónde está ese que decía el cocinero que estaba aquí a la puerta? Ah, ya lo veo, Menecmo, una persona que es para mí de tanta utilidad y provecho. Y, la verdad, yo por mi parte procedo también con él como se merece, él es el primero en nuestra casa; voy a acercarme y a hablarle. Tú, mi vida, se me hace muy raro verte ahí fuera, estando mis puertas abiertas para ti y siendo así que esta casa es más tuya que la tuya propia. Todo está preparado tal como dijiste y según tus deseos, no se te hará esperar ahí dentro; el almuerzo está listo, tal como dijiste: cuando gustes, podemos ponernos a la mesa.
MENECMO II: ¿Con quién habla esta mujer?
EROTIO: Pues contigo.
MENECMO II: ¿Y qué he tenido yo que ver contigo ni ahora ni [370] nunca?
EROTIO: Venus es quien me impulsa a tenerte a ti en más estima que a ningún otro y de verdad que no sin motivo por tu parte, que te juro que es por tu generosidad que me encuentro en tan floreciente situación.
MENECMO II: Desde luego, Mesenión, esta mujer está o loca o bebida. ¡Mira que hablar así con esa familiaridad a un hombre desconocido!
MESENIÓN: ¿No te dije yo que aquí solían ocurrir cosas de esa calaña? Ahora son hojas las que caen. Deja que estemos aquí un par de días, entonces serán árboles los que caigan encima de ti; porque así son aquí las golfas, nada más que sacadineros. Pero espera, que hable con ella. Eh, tú, joven.
EROTIO: ¿Qué es lo que quieres?
MESENIÓN: ¿Dónde has conocido tú a éste?
EROTIO: En el mismo lugar en que él a mí, hace ya tiempo: en Epidamno.
MESENIÓN: ¿En Epidamno? Si él no ha puesto nunca jamás un pie en esta ciudad antes de hoy.
EROTIO: ¡Ay, tú estás de bromas! Querido Menecmo, por favor, ¿por qué no entras? Allí estarás mejor.
MENECMO II: Esta mujer me llama por mi nombre. No salgo de mi asombro de qué es lo que pasa.
MESENIÓN: Ésa se ha olido la bolsa esa que llevas.
MENECMO II: Desde luego, caray, que tienes razón en avisarme; tómala pues; así podré saber si es que me quiere más a mí o a la bolsa.
EROTIO: Vamos a entrar, para que comamos.
MENECMO II: Muy amable de tu parte, pero muchas gracias.
EROTIO: Entonces, ¿por qué me has hecho antes preparar un almuerzo?
MENECMO II: ¿Que yo te he hecho preparar un almuerzo?
EROTIO: Naturalmente, para ti y para tu parásito.
MENECMO II: Pero qué parásito, ¡maldición! Esta mujer no está, desde luego, en sus cabales.
EROTIO: Para Cepillo.
MENECMO II: Pero ¿quién es ese Cepillo?, ¿el cepillo para limpiar los zapatos?
EROTIO: Pues el Cepillo que vino antes contigo, cuando me trajiste el mantón que habías quitado a tu mujer.
MENECMO II: ¿Qué dices?, ¿que yo te he dado un mantón que he quitado a mi mujer? ¿Estás en tu juicio? Desde luego, esta mujer sueña de pie, como los jamelgos.
EROTIO: ¿Qué gusto puedes encontrar en burlarte de mí y en negarme que las cosas son como son?
MENECMO II: Dime qué es lo que te niego que haya hecho yo.
EROTIO: Que me has dado hoy un mantón de tu mujer.
MENECMO II: Y lo sigo negando ahora. Yo ni he tenido nunca mujer, ni la tengo, ni he puesto los pies aquí a este lado de la puerta de la ciudad en todos los días de mi vida. Yo he almorzado en el barco, de allí he venido aquí y ahora me he encontrado contigo.
EROTIO: ¡Mira que estoy perdida, desgraciada de mí! ¿Qué barco es ese que me cuentas?
MENECMO II: Un barco de madera, cien veces recompuesto, cien veces claveteado, cien veces martilleado; como en un taller de peletero, igual allí, una estaca junto a la otra.
EROTIO: Por favor, déjate ya de bromas y entra en casa conmigo.
MENECMO II: Yo creo, mujer, que es a quien sea a quien buscas, pero no a mí.
EROTIO: ¿Pues no te conozco yo a ti, Menecmo, hijo de Mosco, nacido, según se dice, en Sicilia, en Siracusa, donde reinó en tiempos el rey Agatocles y después Fintias, al que sucedió Liparón, que al morir dejó el reino a Hierón, que es quien reina hoy en día?[9].
MENECMO II: No es falso, mujer, lo que dices.
MESENIÓN: ¡Diablos!, ¿es quizá esta mujer de allí? Porque es que te conoce a la perfección.
MENECMO II: Yo creo que no es posible rehusar su invitación.
MESENIÓN: No lo hagas, estás perdido si traspasas el umbral.
MENECMO II: Venga, tú a callar; la cosa se presenta bien; le diré a todo que si, a ver si así puedo conseguir albergue. (A Erotio.) Mujer, te estaba llevando la contraria no sin motivo: tenía miedo de éste, no fuera a irle contando a mi mujer lo del mantón y lo del almuerzo. Ahora, puesto que así lo quieres, vamos dentro.
EROTIO: ¿No esperas a tu gorrón?
MENECMO II: Ni le espero ni me importa él un pelo, ni, si viene, quiero que se le haga pasar.
EROTIO: Te juro que, por mí, con mucho gusto. Pero ¿sabes lo que quería pedirte que me hicieras?
MENECMO II: No tienes más que mandar.
EROTIO: Que el mantón que me diste antes, que lo lleves al bordador para que lo repase y le ponga algunos adornos más que quiero.
MENECMO II: Caray, muy bien pensado: así no podrá ser reconocido, que no se dé cuenta mi mujer que lo tienes tú si te lo ve por la calle.
EROTIO: Entonces, te lo llevas luego cuando te vayas.
MENECMO II: Estupendo.
EROTIO: Vamos dentro.
MENECMO II: Ahora mismo; un momento, que quiero decirle todavía una cosa a éste. ¡Eh, Mesenión, ven aquí!
MESENIÓN: ¿Qué hay?
***[10]
MESENIÓN: ¿Por qué?
MENECMO II: Porque sí. Yo sé lo que vas a decir de mí.
MESENIÓN: Tanto peor.
MENECMO II: El botín está en mi mano; en menuda empresa me he metido. Vete lo más deprisa que puedas, lleva a éstos en seguida a una posada. Antes de la puesta del sol vienes a buscarme aquí.
MESENIÓN: Amo, tú no conoces a esa clase de golfas.
MENECMO II: Calla, digo ***; yo sufriré las consecuencias, no tú, si hago alguna tontería. Esta mujer es una necia y una insensata; por lo que me he podido dar cuenta hasta ahora, vamos a sacar buen botín de aquí. (Entra en casa de Erotio.)
MESENIÓN: ¡Ay de mí!, ¿te vas? Éste está perdido pero que a base de bien; un barco pirata arrastra al nuestro a la ruina. Pero, necio de mí, pretender sujetar a quien es mi amo; él me compró para que obedeciera sus órdenes y no para que se las diera yo a él. (A los marineros.) ¡Venir conmigo ahora, que pueda volver luego a tiempo como me ha ordenado! (Se marchan.)
ACTO III
Escena primera.
Cepillo.
CEPILLO: Con más de treinta años que tengo, jamás en todo ese tiempo he cometido una fechoría peor ni más funesta que hoy, por meterme, desgraciado de mí, en medio de la asamblea. Mientras que estoy allí bostezando, va y se escabulle Menecmo y se larga a casa de su amiga, digo yo, sin quererme llevar con él. Los dioses todos confundan al que inventó las asambleas, que no son más que una ocupación para gente que está ya ocupada. ¿No hubiera sido mejor escoger para una cosa así a personas que no tienen maldita la cosa que hacer y que, en el caso de que no se presentaran a la convocatoria, que se les confiscaran los bienes? ***. Hay de sobra gente que no toma más que una comida al día, que no tiene absolutamente nada que hacer, que ni son invitados ni invitan ellos a nadie a comer; ésos son los que deben de ocuparse con las asambleas y los comicios. Si así fuera, no hubiera perdido yo hoy un almuerzo, que estoy tan seguro que se me quería dar como que estoy aún en este mundo. Vamos allá; todavía me consuela la esperanza de las sobras. Pero ¿qué ven mis ojos? Menecmo que sale con una corona de flores a la cabeza; se ha levantado la mesa, o sea que vengo a buscarle a tiempo. Voy a observar qué es lo que hace, después me acerco y le hablo.
Escena segunda.
Menecmo II, Cepillo.
MENECMO II: (A Erotio dentro de la casa.) Tú tranquila, que yo te traeré hoy el mantón a su debido tiempo después de que lo dejen arreglado a pedir de boca. Ya verás cómo no te va a parecer el mismo, no va a haber quién lo conozca.
CEPILLO: Lleva el mantón al bordador después de haberse tragado el almuerzo, haberse bebido el vino y haber dejado al parásito de patitas en la calle. Te juro que o no me llamo Cepillo o no voy a dejar sin una buena venganza a mi persona y la afrenta que se me ha hecho. Verás la que se va a ganar.
MENECMO II: (Sin ver a Cepillo.) ¡Dioses inmortales! ¿A quién habéis concedido jamás en un solo día tantos bienes sin haberlos esperado? ¡He comido, he bebido puesto a la mesa con la fulana, me llevo el mantón, que no volverán a ver sus ojos de hoy en adelante en todos los días de su vida!
CEPILLO: No puedo así a escondidas enterarme de lo que dice; ¿habla quizá, después de harto, de mí y de la parte que me corresponde?
MENECMO II: Dice que yo le he dado el mantón y que se lo he quitado a mi mujer. Cuando me apercibí de que estaba confundida, en seguida, como si tuviera yo algo que ver con ella, me pongo a decirle a todo que sí; todo lo que me decía ella, yo a decir lo mismo. Resumiendo: nunca jamás me lo he pasado mejor con menos gastos.
CEPILLO: Voy a abordarle, porque no puedo contenerme de armarle una escena.
MENECMO II: ¿Quién es ese que viene a mi encuentro?
CEPILLO: ¿Qué te parece, veleta, malvado, sinvergüenza, canalla, traidor, escoria de la humanidad? ¿Qué es lo que te he hecho para que me perdieras? ¡Qué bien has sabido escabullirte en el foro! Has dado fin al almuerzo en mi ausencia: ¿cómo te has atrevido, teniendo yo los mismos derechos que tú a disfrutarlo?
MENECMO II: Un momento, joven, por favor, ¿qué hay entre nosotros para insultarme en esa forma sin conocerme ni tener motivo [495] para ello?, ¿es que quieres cobrar a cambio de tus insultos?
CEPILLO: ¿Yo cobrar otra vez después de lo que me has hecho ya tener cobrado?
MENECMO II: Contéstame, joven, por favor, ¿cómo te llamas?
CEPILLO: ¿Te burlas encima, como si no supieras mi nombre?
MENECMO II: Que yo sepa, te juro que no te he visto jamás hasta ahora, ni te conozco; pero lo que es seguro es que, seas quien seas, harías bien en no importunarme.
CEPILLO: ¡Menecmo, despierta!
MENECMO II: Despierto estoy, demonio, que yo sepa.
CEPILLO: ¿No me conoces?
MENECMO II: Si te conociera, no diría que no te conozco.
CEPILLO: ¿No conoces a tu gorrón?
MENECMO II: Joven, según veo, no estás bien de la cabeza.
CEPILLO: Contéstame, ¿no le has quitado hoy ese mantón a tu mujer y se lo has dado a Erotio?
MENECMO II: Diablos, yo ni tengo mujer, ni le he dado el mantón a Erotio, ni se lo he quitado a nadie.
CEPILLO: ¿Estás en tu juicio? No hay nada que hacer. ¿No te he visto yo salir de tu casa con el mantón puesto?
MENECMO II: ¡Ay de ti!, ¿porque tú seas un marica, piensas que lo son todos?, ¿dices que yo llevaba puesto el mantón?
CEPILLO: Sí lo digo, demonio.
MENECMO II: Anda, lárgate adonde te mereces o ve a que te hagan un exorcismo, que estás loco de atar.
CEPILLO: Te juro que no podrá nadie conseguir de mí que no le cuente a tu mujer punto por punto todo tal como ha sido; todas esas ignominias tuyas van a caer ahora sobre ti; ya verás cómo no te has comido el almuerzo solo impunemente. (Entra en casa de Menecmo I.)
MENECMO II: Yo no sé qué es lo que aquí ocurre: ¿pues no ha de tomarme el pelo todo aquel con el que topo? Pero suena la puerta.
Escena tercera.
Una esclava, Menecmo II.
ESCLAVA: Menecmo, Erotio dice que te quedaría muy agradecida si llevas esta ajorca también al mismo tiempo al joyero y que le añadan una onza de oro y que la arreglen toda.
MENECMO II: Dile que yo me encargaré de ello, y si quiere que le haga algún otro recado, lo mismo, todo lo que ella quiera.
ESCLAVA: ¿Es que no sabes qué ajorca es ésta?
MENECMO II: No sé más que que es de oro.
ESCALVA: Es aquella que dijiste que se la habías quitado de un armario a tu mujer a escondidas.
MENECMO II: ¿Yo? Nunca jamás.
ESCLAVA: Bueno, ¿es que no te acuerdas? Dámela entonces, si es que no te acuerdas.
MENECMO II: Un momento, sí que me acuerdo, sí, claro, ésta es la ajorca que le di. Pero ¿dónde están los brazaletes aquellos que le di al mismo tiempo?
ESCLAVA: Brazaletes no le has dado ninguno.
MENECMO II: Pues te juro que se los di al mismo tiempo que esto.
ESCLAVA: ¿Le digo que le haces su encargo?
MENECMO II: Dile que sí; yo me encargaré de que se le traigan juntos el mantón y la ajorca.
ESCLAVA: Ay, Menecmo mío de mi alma, anda, encárgame unos pendientes de cuatro dracmas de peso, unos colgantes de bolitas, que me alegre yo de verte cuando vengas a nuestra casa.
MENECMO II: De acuerdo: venga el oro, yo pagaré la hechura.
ESCLAVA: Pon tú el oro, ¿quieres? Yo te lo devuelvo después.
MENECMO II: No, dámelo tú, yo te devuelvo después el doble.
ESCLAVA: Pero si no lo tengo.
MENECMO II: Entonces, cuando lo tengas, me lo das.
ESCLAVA: ¿Algo más?
MENECMO II: Dile que yo me encargaré... de vender todo esto lo más pronto posible y al precio que se pueda. ¿Entró ya? Ya entró, se fue, cerró la puerta. Los dioses todos me protegen, me favorecen, me aman. Pero ¿por qué me tardo, mientras tengo tiempo y ocasión, de huir de estos rufianescos lugares? Aprisa, Menecmo, muévete, adelante. Me quitaré la corona y la tiraré aquí por la izquierda, para que, en el caso de que me sigan, crean que me he ido por esta parte. Voy a ver si puedo encontrar a mi esclavo, que se entere de los bienes con que me regalan los dioses. (Se va por la derecha.)
ACTO IV
Escena primera.
La mujer de Menecmo I, Cepillo.
MUJER: (Saliendo de casa con Cepillo.) ¿Que voy yo a aguantar aquí de casada más engaños, mientras que mi marido desvalija a escondidas la casa y se lo lleva todo a su amiga?
CEPILLO: Calla, ya verás cómo lo coges con las manos en la masa; ven conmigo por aquí. Él iba bebido con una corona de flores a la cabeza y con el mantón que te quitó en la mano, camino del bordador. Pero mira, ahí está la corona que llevaba: ¿es mentira lo que te dije? ¿Ves? por ahí se ha ido, si es que quieres seguirle los pasos. Pero hele aquí, caray, qué a propósito aparece de vuelta; pero el mantón no lo trae.
MUJER: ¿Y qué hago yo con él ahora?
CEPILLO: Lo mismo que siempre: fastidiarle, ésa es mi opinión. Ven. retírate un poco hacia aquí; obsérvale sin que él se dé cuenta.
Escena segunda.
Menecmo I, Cepillo, Mujer de Menecmo I.
MENECMO I: ¡Qué manía tan necia y tan antipática tenemos, sobre todo la gente de la clase alta! Todos se empeñan en tener muchos clientes; si son buenos o malos, eso les trae sin cuidado; el dinero de los clientes es lo que les interesa más. que no el crédito de que gozan. Si el cliente es pobre pero honrado, no cuenta para nada; si es rico pero un sinvergüenza, ése es un cliente aceptable. Y la verdad es que las personas paralas que no significan nada las leyes ni la justicia y el bien, ocasionan muchos quebraderos de cabeza a sus patronos. Afirman que no se les ha dado lo que se les ha dado, no piensan más que en pendencias, son rapaces, impostores, gente que ha hecho su fortuna por la usura o el perjurio; no tienen en la cabeza más que reyertas; cuando se les cita ante los tribunales, se cita en realidad al mismo tiempo a sus patronos, puesto que tenemos que hablar en defensa de sus barrabasadas: en la asamblea del pueblo, o ante el pretor, o ante un árbitro. Es lo que me ha pasado hoy a mí, que no me ha dejado en paz un cliente, de modo que no me ha sido posible hacer lo que quería ni con quien quería, de tal forma me ha detenido y retenido. He tenido que defenderle ante los ediles por sus muchas y malas faenas, he propuesto condiciones complicadas y difíciles: yo había dicho en mi discurso más y menos de lo que era preciso decir, para que se llegara a un compromiso bajo garantía, pero no se le dejó ir antes de darla[11]. Yo no he visto en mi vida una persona cuyos delitos estuvieran más a las claras: había tres testigos implacables, que daban fe de todas sus maldades. Los dioses todos le confundan, a él por haberme echado a perder el día, y a mí también, por habérseme ocurrido poner hoy los pies en el foro. Me he fastidiado un día fantástico: había hecho preparar un almuerzo, mi amiga me está esperando, seguro. En cuanto que me fue posible, me faltó tiempo para marcharme del foro. Ahora seguro que está enfadada conmigo; bueno, el mantón que le di la calmará, que se lo quité a mi mujer y se lo llevé aquí a Erotio.
CEPILLO: (A la mujer de Menecmo.) ¿Qué dices tú?
MUJER: Que estoy mal casada con un mal hombre.
MENECMO I: ¿Te estás dando cuenta de las cosas que dice?
MUJER: Y tanto.
MENECMO I: Creo que lo más prudente sería irme a casa de Erotio, que allí me lo pasaré bien.
CEPILLO: (A Menecmo.) ¡Un momento! Creo más bien que te lo vas a pasar mal.
MUJER: Te aseguro que te va a costar caro el haberme quitado el mantón.
CEPILLO: ¡Muy bien está eso!
MUJER: ¿Te creías tú que ibas a poder hacer a escondidas esas vilezas?
MENECMO I: Pero ¿de qué se trata, querida?
MUJER: ¿A mí me lo preguntas?
MENECMO I: ¿Quieres que se lo pregunte a éste?
MUJER: ¡Quita, déjate de carantoñas! (Rechazándole.)
CEPILLO: (A la mujer.) ¡Sigue, sigue!
MENECMO I: ¿Por qué me pones tan mala cara?
MUJER: Bien lo sabes tú.
CEPILLO: Lo sabe, pero hace como que no lo sabe, el muy fresco.
MENECMO I: ¿De qué se trata, pues?
MUJER: Un mantón.
MENECMO I: ¿Un mantón?
MUJER: Sí, mi mantón, que quien sea...
CEPILLO: ¿Por qué tiemblas?
MENECMO I: Yo no tiemblo.
CEPILLO: No, es sólo que los colores del mantón te ponen descolorido. Hale, no haberte comido el almuerzo a espaldas mías; (a la mujer) venga, sigue.
MENECMO I: ¡Calla tú!
CEPILLO: No me callo, maldición. ¡Me está haciendo señas de que me calle!
MENECMO I: ¡Maldición, yo no te hago señas ni guiños de ninguna clase!
MUJER: ¡Ay, qué desgraciada soy!
MENECMO I: ¿Por qué eres desgraciada? Anda, explícamelo.
CEPILLO: No he visto jamás un descaro tal: se empeña en negar lo que estás viendo con los ojos de la cara.
MENECMO I: Querida, por Júpiter y los dioses todos te juro (a ver si esto te basta) que yo no le he hecho seña ninguna a éste.
CEPILLO: Eso ya te lo creo; vuelve a lo otro.
MENECMO I: ¿A dónde voy a volver?
CEPILLO: Pues digo yo que al bordador; y te traes el mantón.
MENECMO I: Pero ¿qué mantón es ése?
CEPILLO: Yo ya me callo, si ésta no se acuerda de sus propias cosas.
MENECMO I: ¿Es que se ha portado mal alguno de los esclavos?, ¿se han puesto las esclavas o los esclavos respondones? Dímelo, no quedarán sin castigo.
MUJER: No estás diciendo más que tonterías.
MENECMO I: Estás muy mal encarada. No me gusta eso...
MUJER: ¡Tonterías!
MENECMO I: Seguro que es que estás disgustada con alguien en casa.
MUJER: ¡Tonterías!
MENECMO I: No será conmigo con quien estás disgustada.
MUJER: Ahora no son tonterías.
MENECMO I: Te juro que yo no he hecho nada que no debiera.
MUJER: Mira, otra vez tonterías.
MENECMO I: Dime, querida, ¿qué es lo que te apena?
CEPILLO: ¡Mira qué majo, qué carantoñas te hace!
MENECMO I: ¿Quieres hacer el favor de dejarme en paz?, ¿estoy yo acaso hablando contigo?
MUJER: (A Menecmo, dándole un mandoble.) ¡Quita!
CEPILLO: ¡Así se hace! Anda, apresúrate a comerte el almuerzo sin mí, y después, borracho y con una corona de flores a la cabeza, venga, búrlate de mí.
MENECMO I: Demonio, ni yo he almorzado hoy ni he puesto un pie en esa casa.
CEPILLO: ¿Te atreves a decir que no?
MENECMO I: Sí, digo que no, maldición.
CEPILLO: ¡Qué desvergüenza de hombre! ¿No te acabo yo de ver con una corona de flores ahí delante de la casa, y decías que yo no estoy bien de la cabeza y que no me conocías y que eras forastero?
MENECMO II: ¡Pero si después que nos separamos es ahora cuando acabo de volver a casa!
CEPILLO: Yo te conozco bien. Tú no creías que yo tuviera medios para vengarme de ti. Ja, se lo he contado todo a tu mujer.
MENECMO I: ¿Qué es lo que le has contado?
CEPILLO: No lo sé, pregúntaselo a ella.
MENECMO I: ¿Qué es esto, esposa mía?, ¿qué es lo que te ha contado éste?, ¿qué es?, ¿por qué te callas?, ¿por qué no dices qué es?
MUJER: Como si no lo supieras tú; me ha desaparecido de casa un mantón.
MENECMO I: ¿Que te ha desaparecido un mantón?
MUJER: ¿Me lo preguntas encima?
MENECMO I: Diablos, no te lo preguntaría si lo supiera.
CEPILLO: ¡Cómo disimula el muy sinvergüenza! No puedes ocultarlo; lo sabe todo de pe a pa; yo se lo he contado punto por punto.
MENECMO I: ¿El qué?
MUJER: Como no tienes vergüenza ni quieres confesar tú mismo por tu voluntad, oye y atiende, verás si no vas a saber ahora por qué estoy enfadada y lo que éste me ha dicho: me ha sido robado en casa un mantón.
MENECMO I: ¿Que me han robado un mantón a mí?
CEPILLO: (A la mujer.) ¿Ves cómo quiere cogerte? A ella se lo han quitado, no a ti, porque, desde luego, si hubiera sido a ti a quien se lo hubieran quitado, no estaría ahora a buen recaudo donde yo me sé.
MENECMO I: Yo no estoy hablando contigo. A ver, tú, qué es lo que dices.
MUJER: Un mantón, digo, me ha desaparecido de casa.
MENECMO I: ¿Quién te lo ha quitado?
MUJER: Pues eso lo debe saber el que se lo llevó.
MENECMO I: ¿Y quién es ése?
MUJER: Un cierto Menecmo.
MENECMO I: ¡Pero bueno, qué canallada! Y ¿quién es ese Menecmo?
MUJER: Tú, digo.
MENECMO I: ¿Yo?
MUJER: Tú.
MENECMO I: ¿Quién me acusa?
MUJER: Yo.
CEPILLO: Y yo también. Además, se lo has llevado a tu amiga Erotio.
MENECMO I: ¿Que yo se lo he dado?
MUJER: Tú, tu en persona, digo.
CEPILLO: ¿Quieres acaso que te traigamos aquí una lechuza para que te diga sin parar «tú tú tú»? Porque nosotros ya estamos hartos de repetirlo.
MENECMO I: Por Júpiter y los dioses todos te juro que no se lo he dado..., a ver si eso te basta.
CEPILLO: Y nosotros juramos que no decimos más que la verdad.
MENECMO I: Pero es que no se lo he regalado, sino que se lo di para que lo usara.
MUJER: Oye, yo no le doy a nadie tu clámide o tu capa para que se la ponga. Los vestidos de las mujeres debe prestarlos la mujer, y los de los hombres, el hombre. ¿Por qué no me devuelves el mantón?
MENECMO I: Yo veré de que se te devuelva.
MUJER: Será en interés tuyo el hacerlo; porque no pondrás los pies en casa a no ser que vengas mantón en mano. Me voy a casa.
CEPILLO: ¿Qué recompensa voy a recibir por los servicios prestados?
MUJER: Cuando te desaparezca algo de tu casa, se te devolverá el favor. (Entra en casa.)
CEPILLO: ¡Bien está!, eso es lo mismo que nunca, porque yo no tengo en casa nada que perder. Los dioses os confundan al marido y a la mujer. Me voy a toda prisa al foro, que aquí en esta casa no hay ya desde luego sitio para mí. (Se va.)
MENECMO I: Ja, mi mujer se cree que me hace daño dejándome en la calle; como si no tuviera otro sitio mejor donde acogerme. Si tú no estás contenta conmigo, habrá que resignarse; pero aquí Erotio lo estará, y ella no me dará con la puerta en las narices, sino que la cerrará detrás de mí una vez dentro. Ahora voy y le diré que me devuelva el mantón que le di antes; yo le compraré otro mejor. ¡Eh! ¿No hay nadie a la puerta? ¡Abrid y decirle a Erotio que salga!
Escena tercera.
Erotio, Menecmo I.
EROTIO: ¿Quién me busca?
MENECMO I: Quien te quiere mejor a ti que a sí mismo.
EROTIO: Ah. mi querido Menecmo, ¿por qué te quedas ahí a la puerta? ¡Pasa!
MENECMO I: Espera. ¿Sabes a lo que vengo?
EROTIO: Sí, a disfrutar de mi compañía.
MENECMO I: No, verás, mi mantón ese, perdona, pero ese que te di antes, quiero que me lo devuelvas. Mi mujer se ha enterado de todo punto por punto. Yo te compraré a cambio otro el doble de caro, el que tú quieras.
EROTIO: Pero si te lo acabo de dar ahora para que lo llevaras al bordador, y la ajorca,
para que la llevaras al joyero que la reformara.
MENECMO I: ¿Que tú me has dado el mantón y una ajorca? Imposible. Porque yo, después que te di el mantón, me fui al foro y vuelvo ahora, y no te he visto más hasta ahora después de marcharme.
EROTIO: Te estoy viendo las intenciones: estás buscando el medio de birlarme lo que te entregué.
MENECMO I: Te aseguro que no te lo pido para quitarte nada, sino te digo que es que mi mujer se ha enterado.
EROTIO: No he sido yo la que te ha pedido que me lo dieras, tú mismo eres quien me lo trajiste y me lo regalaste. Ahora vienes y me lo reclamas; me aguantaré. Llévatelo, póntelo tú o tu mujer, o guárdalo, si quieres, en un armario; tú a partir de hoy no volverás a poner los pies en mi casa, para que no te llames a engaño. Puesto que, portándome lo bien que me porto contigo, no hago más que recibir desdenes de tu parte, ya sabes, a no ser que traigas dinero contante y sonante, te equivocas, a mí no me tendrás. Anda, ve y encuentra otra de la que puedas burlarte. (Entra y cierra la puerta.)
MENECMO I: ¡Pero bueno, qué exageración, ponerse tan furiosa! ¡Tú, espera te digo, vuelve para ahí! ¿No quieres volver a salir en atención a mí? Se metió, ha cerrado la puerta; ahora estoy más fuera que fuera: ni en la casa propia ni en la de mi amiga se me hace caso alguno. Voy a buscar a mis amigos a consultarles cuál es el partido que en su opinión debo tomar.
ACTO IV
Escena primera.
Menecmo II, La mujer de Menecmo I.
MENECMO I: (Con el mantón en la mano.) Buena necedad hice con darle a Mesenión la bolsa con el dinero; ése se ha metido, seguro, en algún tabernucho.
MUJER: Voy a mirar a ver cuándo vuelve mi marido a casa. [705] ¡Ah, ahí está!
Estoy salvada, trae el mantón.
MENECMO I: No me explico por dónde puede andar Mesenión.
MUJER: Voy a acercarme a hacerle el recibimiento que se merece. ¿No te da vergüenza presentarte ante mí en esa forma, canalla?
MENECMO I: ¿Qué pasa, qué clase de locura te ha entrado, mujer?
MUJER: Sinvergüenza, ¿te atreves siquiera a decir una palabra ni a hablar conmigo?
MENECMO I: Pero ¿qué crimen he cometido para no atreverme a hablar?
MUJER: ¿Todavía me lo preguntas? ¡Qué desvergüenza y qué atrevimiento!
MENECMO I: ¿No sabes tú, mujer, por qué los griegos decían que Hécuba era un perro?
MUJER: No lo sé, no.
MENECMO I: Pues porque hacía lo que tú haces ahora: se ponía a decir toda clase de insultos a cualquier persona que veía; por eso la empezaron a llamar «perra»[12], y con razón.
MUJER: Yo no puedo soportar unas injurias tales. Prefiero pasarme la vida en soledad que no tener que aguantar esas injurias que me haces.
MENECMO I: ¿Y qué tengo yo que ver con eso de si puedes aguantar el estar casada o si vas a abandonar a tu marido? ¿Es que es costumbre aquí el venir con esas historias a un forastero?
MUJER: ¿Cómo historias? Yo no aguanto más, digo; prefiero vivir sola que tener que soportar tus modales.
MENECMO I: Lo que es por mí, te juro que puedes vivir sola hasta el fin del reinado de Júpiter.
MUJER: Antes me decías que no me lo habías quitado, y ahora tienes ahí el mantón delante de mi vista: ¿no te da vergüenza?
MENECMO I: ¡Está bien, caramba! Mujer, eres muy descarada y muy mala. ¿Te atreves a decir que yo te he quitado este mantón, que me ha entregado a mí otra mujer para que lo llevara a arreglar?
MUJER: Desde luego, te aseguro que... ahora voy y llamo a mi padre y le cuento las maldades que haces. Deción, ve a buscar a mi padre, dile que venga contigo aquí; dile que la situación lo exige. Ya le contaré yo todas esas maldades tuyas.
MENECMO I: ¿Estás en tu juicio?, ¿qué maldades?
MUJER: Un mantón y joyas mías, se las quitas de casa a tu mujer y se las llevas a tu amiga: ¿es que no es acaso verdad lo que digo?
MENECMO I: Diablos, mujer, si lo sabes, indícame qué bebedizo puedo tomarme para que pueda aguantar tu frescura. Yo no sé por quién me tomas; lo que es yo, a ti te conozco tanto como a Portaón, por un decir[13].
MUJER: De mí te puedes burlar, pero de él te juro que no, mi padre, que viene ahí; vuélvete a verlo: ¿no lo conoces?
MENECMO I: Lo conozco lo mismo que al adivino Calcante: le he visto a él antes de ahora el mismísimo día que a ti.
MUJER: Pero ¿afirmas que no me conoces, que no conoces a mi padre?
MENECMO I: Te juro que lo mismo diría si es que traes aquí a tu abuelo.
MUJER: Anda, que eres siempre el mismo.
Escena segunda.
El padre, La mujer de Menecmo I, Menecmo II.
PADRE: Según me lo permite mi edad y tal como lo exigen las circunstancias, iré avanzando y me daré prisa por seguir adelante. Pero no se me oculta que esto no es para mí cosa fácil; cargado de años, el cuerpo me pesa, las fuerzas me han abandonado: ¡qué cosa tan mala es la vejez! Es igual que una mala mercancía; es una secuela interminable de calamidades las que trae consigo al venir, no acabaría nunca si las quisiera numerar todas. Pero una cosa me produce una honda preocupación: cuál es el motivo por el que me hace venir mi hija así tan de repente, sin darme razón de qué se trata, qué es lo que quiere. ¿Por qué me hace venir? Aunque en sí me puedo figurar más o menos qué es lo que pasa. Seguro que es que tiene algún disgusto con el marido, porque eso suele ocurrir muchas veces a esas mujeres que se
empeñan en tenerlos esclavizados, se envalentonan con la dote, se ponen insoportables. Lo que ocurre es que ellos, los maridos, no están tampoco muchas veces libres de culpa. Y es que hay ciertos límites en lo que debe aguantar una mujer; por otra parte, bien es verdad que una hija no hace venir a su padre si no es por motivo de algún delito o de una pelea. Bueno, ya me enteraré de todo, sea lo que sea. Pero ahí está ella a la puerta, y veo también a su marido, que está muy enfurruñado. Es, seguro, lo que sospechaba; voy a hablarle.
MUJER: Voy al encuentro de mi padre. Muy buenos días, padre.
PADRE: Buenos días, ¿va todo bien? No es que me llames porque pase algo, ¿no?, ¿por qué estás tan cariacontecida?, ¿qué hace ahí el otro aparte con esa cara de pocos amigos? Alguna pelea habéis tenido entre los dos. Dime quién es el que tiene la culpa, brevemente, nada de largos discursos.
MUJER: Yo no he hecho absolutamente nada, padre, te lo aviso con antelación, pero no puedo vivir ni aguantar más aquí de ninguna manera, o sea que, por favor, sácame de esta casa.
PADRE: ¿Pero qué es lo que ocurre?
MUJER: Se burlan de mí, padre.
PADRE: ¿Pero quién?
MUJER: La persona a quien tú me entregaste, mi marido.
PADRE: ¡Ya tenemos pelea! ¿Cuántas veces te avisé que anduvierais con ojo de no venirme con lamentaciones?
MUJER: ¿Y cómo puedo yo evitarlo, padre?
PADRE: ¿A mí me vienes con esas preguntas?
MUJER: Si me lo permites.
PADRE: ¿Cuántas veces te avisé que fueras sumisa a tu marido, que no anduvieras observando lo que hace, a dónde va, lo que trae entre manos?
MUJER: Pero si es que tiene trato con una fulana que vive aquí al lado.
PADRE: Muy bien hecho, y con esos métodos que te traes, verás como seguirá aún más en ello.
MUJER: Pero es que se va allí de copeo.
PADRE: ¿Y te crees tú que por tu cara bonita va a dejar de beber, sea allí, sea donde le dé la gana? ¡Maldición! ¿Qué descaro es ese, querer impedirle al mismo tiempo que acepte invitaciones a cenar y que reciba visitas en casa? ¿Es que quieres tener a los hombres por esclavos? Pues no, que ya de paso, puestos a exigir, nada, le pones su tarea y le sientas entre tus esclavas a cardar la lana.
MUJER: Según veo, padre, no te he traído de abogado para mí, sino para mi marido; estás a mi lado, pero es su causa la que defiendes.
PADRE: Si es que él ha cometido una falta, le acusaré a él mucho más que lo hago a ti ahora. Pero reflexiona, hija: puesto que no te faltan ni joyas ni vestidos, puesto que pone a tu disposición esclavas y una despensa bien abastada, es mejor, te digo, ponerse en razón.
MUJER: Pero me quita las joyas y los mantones de mis arcas, me deja a mí limpia y les lleva mis cosas a escondidas a las fulanas.
PADRE: Él obra mal si hace lo que dices; si no lo hace, tú eres la que obra mal al acusar a quien no tiene culpa.
MUJER: Pero, padre, si tiene ahí ahora mismo consigo un mantón y una ajorca, que se lo había llevado a la vecina, y ahora, porque sabe que me he enterado, lo vuelve a traer.
PADRE: Ya me enteraré yo por él cómo son las cosas; voy a acercarme y a hablarle. Dime, Menecmo, qué es lo que hay entre vosotros, que yo lo sepa. ¿Por qué estás tan mal encarado?, ¿por qué está enfadada ella y te ha dado la espalda?
MENECMO II: Quien quiera que seas y como quiera que te llames. anciano, pongo por testigos a Júpiter y a todos los dioses de que...
PADRE: Pero ¿por qué motivos o de qué diablos?
MENECMO II: ... de que yo ni he hecho mal alguno a esa mujer que me acusa de que yo le he quitado de su casa y me he llevado este mantón...
PADRE: ¿Estás jurando?
MENECMO II: … si yo he puesto jamás un pie en la casa donde vive esa mujer, consiento en ser el más desgraciado entre los desgraciados.
PADRE: ¿Estás en tu juicio con echarte una maldición así o afirmando que no has
puesto jamás un pie en la casa donde vives, loco, más que loco?
MENECMO II: Pero entonces, tú, anciano, ¿dices que yo vivo en esa casa?
PADRE: ¿Y tú lo niegas?
MENECMO II: Y tanto que lo niego, a fe mía.
PADRE: Pues a fe mía que lo niegas en falso —a no ser que quieras decir que te has mudado esta noche de casa—; ven aquí, hija, a ver, dime: ¿es que os habéis mudado?
MUJER: ¿Pero a dónde o por qué motivo?
PADRE: No lo sé, te lo juro.
MUJER: Ése se está burlando de ti, ¿no te das cuenta?
PADRE: En serio, Menecmo. basta ya de bromas. Ahora, a lo que estamos.
MENECMO II: ¿Quieres decirme, por favor, qué tengo yo que ver contigo?, ¿de dónde has salido o quién eres?, *** ¿qué es lo que te he hecho a ti o a esa mujer que no cesa de importunarme?
MUJER: (A su padre.) ¿No ves cómo le verdean los ojos? Se le están poniendo lívidas las sienes y la frente, mira cómo le centellean los ojos.
MENECMO II: (Aparte.) Creo que lo mejor que puedo hacer, ya que están diciendo que estoy loco, es figurar que lo estoy de verdad, para quitármelos de encima (se pone a Gesticular).
MUJER: ¡Cómo se despereza y se le abre la boca! ¿Qué hago ahora, padre?
PADRE: Ven aquí, hija mía, aléjate de él lo más posible.
MENECMO II: ¡Evohé, evohé, Baco! Me llamas al bosque a cazar ¿dónde? Yo escucho tu voz, pero no puedo salir de estos lugares, que por la izquierda me aguarda esta perra rabiosa, por detrás este cabrón, que ya tantas veces en su vida ha sido causa con sus falsos testimonios de la perdición de ciudadanos inocentes.
PADRE: ¡Ay de ti!
MENECMO II: He aquí que Apolo me ordena por medio de un oráculo que le queme los ojos a esa mujer con antorchas encendidas.
MUJER: ¡Muerta soy, padre, me amenaza con quemarme los ojos!
MENECMO II: (Aparte.) ¡Ay de mí! Dicen que estoy loco, cuando son ellos los que lo están.
PADRE: ¡Hija!
MUJER: ¿Qué quieres?
PADRE: ¿Qué hacemos? ¿Qué te parece si llamo a unos esclavos? Voy a buscarlos, que lo cojan y lo aten en casa antes de que haga más disparates.
MENECMO II: (Aparte.) Ahora sí que estoy en un aprieto; si no me adelanto a encontrar una salida, éstos me cogen y me meten en su casa. (En voz alta.) Apolo, tú me prohíbes titubear en partirle la cara a puñetazos si no desaparece de mi vista en dirección a la horca; estoy dispuesto a cumplir tus órdenes, Apolo.
PADRE: Sal huyendo a casa a toda prisa, que no te mate a golpes.
MUJER: Me voy; por favor, padre, estáte a la mira de que no se escape. ¡Ay de mí, qué mujer más desgraciada soy, tener que oír tales cosas! (Entra en casa.)
MENECMO II: (Aparte.) A ésta ya me la quité de encima; ahora voy a ver cómo me sacudo al viejo asqueroso este, con esas barbas, ese Titono[14] temblón, más canoso que un cisne. (En alto.) Apolo, tú me ordenas que con ese bastón que lleva le haga pedazos todos sus miembros y todos sus huesos.
PADRE: Tendrás tu merecido si me tocas o te acercas a mí ni un paso más.
MENECMO II: Estoy dispuesto a ejecutar tus órdenes: cogeré un hacha de doble filo y le arrancaré las carnes a pedazos hasta los huesos.
PADRE: De verdad que debo ponerme en guardia y tener cuidado; me temo que me haga algún daño, a juzgar por sus amenazas.
MENECMO II: ¡No cesas en tus órdenes, Apolo! Ahora me mandas coger un tiro de indómitos y fogosos corceles y que suba al carro para atropellar a este león viejo, apestoso y desdentado. Ya estoy en pie en el carro, ya tengo las riendas y el látigo en mis manos: ¡arre, caballos, que se oiga el repique de vuestras pezuñas, haced doblar en rápida carrera vuestras veloces patas!
PADRE: ¿A mí me amenazas con un tiro de caballos?
MENECMO II: He aquí, Apolo, que de nuevo me das orden de atacar a ése y darle muerte (se adelanta y se para luego), pero ¿quién es el que me coge por los cabellos y me arrebata el carro? El revoca tu orden y tu mandato, Apolo.
PADRE: ¡Santo cielo, qué enfermedad más dura y terrible! *** oh dioses, misericordia! ¡Qué horror de locura, con lo bien que estaba hace nada! ¡Mira que haberle entrado tan de repente una enfermedad tan espantosa! Voy a buscar al médico y le haré venir lo más rápido posible.
Escena tercera.
Menecmo II, El padre de la mujer de Menecmo I.
MENECMO II: Por favor, ¿han desaparecido al fin de mi vista quienes me obligan a la fuerza a que me haga el loco estando en mis cabales? Rápido, al barco mientras que aún me es posible sin mayor perjuicio. (Al público.) Os ruego que, si vuelve el viejo, no le digáis por dónde he cogido para largarme (se va).
PADRE: Traigo los riñones molidos de tanto estar sentado, los ojos me duelen a fuerza de tanto mirar esperando al médico a que vuelva de su visita. Al fin ha venido el muy cargante a trancas y barrancas de su visita a los enfermos. Pues no que dice que le ha entablillado una pierna a Esculapio, que se le había partido, y a Apolo un brazo; o sea que me pregunto yo si puedo decir que he llamado a un médico o a un restaurador. Pero mira, ahí viene. ¡A ver si aligeramos un poco esos pasitos de hormiga!
Escena cuarta.
Médico, El padre de la mujer de Menecmo I.
MÉDICO: ¿Qué es lo que decías que tenía? A ver, cuéntame, ¿está poseso o embrujado?; infórmame, ¿padece de letargos o de hidropesía?
PADRE: Pues precisamente para eso te he llamado, para que me lo digas tú y le cures.
MÉDICO: Nada más fácil, quedará curado, te doy palabra de ello.
PADRE: Quiero que se le cure con toda clase de cuidados.
MÉDICO: ¿Qué? ¡Mil suspiros voy a dar al día a fuerza de los cuidados con los que te lo voy a curar!
PADRE: (Viendo venir a Menecmo I.) Ah, mira, ahí está el enfermo; vamos a observar qué es lo que hace.
Escena quinta.
Menecmo I, Padre, Médico.
MENECMO II: (Sin ver a los otros.) Caramba, qué día hoy más atravesado y más a contrapelo. Todo lo que pensaba hacer a escondidas, lo puso al descubierto el dichoso gorrón; me ha dejado corrido y aterrorizado; ni que fuera un Ulises, para ocasionar esa serie de males a su rey[15]. Si tengo vida, le dejo yo a ése sin la suya. Pero necio de mí, que digo que es suya una vida que en realidad me pertenece a mí: a mi cargo ha corrido su manutención; le voy a sacar el alma. Pues anda que la fulana esta de al lado no se ha quedado atrás, pero así son ellas, las golfas: le pido el mantón para devolvérselo a mi mujer y va y sale con que me lo ha entregado ya. ¡No está mal, caramba! Verdaderamente que soy un tipo malasuerte.
PADRE: ¿No oyes lo que dice?
MÉDICO: Sí, dice que es un malasuerte.
PADRE: Anda, ve y háblale.
MÉDICO: Se te saluda, Menecmo. Oye ¿por qué llevas el brazo ahí al aire?, ¿es que no sabes que eso es muy malo para tu enfermedad?
MENECMO I: ¿Por qué no vas y te cuelgas?
PADRE: (Al médico.) ¿Te das cuenta?
MÉDICO: ¿Cómo no voy a darme cuenta? Esta enfermedad no se hace uno con ella ni con una tonelada de eléboro[16]. ¡A ver, Menecmo!
MENECMO I: ¿Qué hay?
MÉDICO: Contéstame a lo que te pregunto, ¿bebes vino blanco o tinto?
MENECMO I: Vete al cuerno.
MÉDICO: Huy, ya le va viniendo el ataque.
MENECMO I: ¿Por qué no me preguntas si como pan colorado o morado o amarillo, o si como aves con escamas o pescados con plumas?
PADRE: ¡Cielos! ¿No oyes los desvaríos que habla? ¿A qué esperas para darle alguna pócima antes de que se apodere de él la locura?
MÉDICO: Espera un momento, que le voy a hacer todavía otras preguntas.
MENECMO I: Me matas con tu parlanchinería.
MÉDICO: Contéstame a lo siguiente: ¿no tienes a veces la impresión como si se te endurecieran los ojos?
MENECMO I: ¿Cómo, imbécil, más que imbécil, es que te crees que soy una langosta?
MÉDICO: Dime, ¿no notas así a veces que te suenan los intestinos?
MENECMO I: Cuando estoy harto, no me suenan; si tengo hambre, sí que lo hacen.
MÉDICO: Caray, esta contestación no es, desde luego, la de una persona loca. ¿Duermes de un tirón toda la noche hasta la mañana? ¿Coges pronto el sueño cuando te acuestas?
MENECMO I: Duermo de un tirón si he pagado mis deudas. ¡Júpiter y los dioses todos te confundan, preguntón!
MÉDICO: (Al padre.) Ahora le viene la locura, mira lo que dice, ten cuidado.
PADRE: Pues sí, que en comparación de lo que ha dicho antes, habla ahora como un Néstor…[17], que es que antes dijo que su mujer era un perro rabioso.
MENECMO I: ¿Que yo he dicho eso?
PADRE: Lo dijiste cuando te vino el ataque, digo.
MENECMO I: ¿Yo?
PADRE: Sí, tú en persona, que me has amenazado también a mí con atropellarme con un tiro de cuatro caballos: yo mismo soy testigo de todo lo que digo, yo mismo te acuso de ello.
MENECMO I: Pues yo sé que le has sustraído a Júpiter su sagrada corona y sé que por ese motivo te han metido en la cárcel y que, luego que te han sacado, te han dado de latigazos con el virote puesto al cuello; además sé que has matado a tu padre y vendido a tu madre. ¿Estoy ahora en mis cabales y he correspondido como se merece a tus injurias?
PADRE: (Al médico.) Por favor, yo te lo ruego, haz deprisa lo que vayas a hacer, ¿no estás viendo que está completamente loco?
MÉDICO: ¿Sabes lo mejor que puedes hacer? Di que lo lleven a mi casa.
PADRE: ¿Crees tú?
MÉDICO: ¿Por qué no? Allí podré curarle a mis anchas.
PADRE: Como quieras.
MÉDICO: (A Menecmo I.) Tendrás que tomar eléboro unos veinte días.
MENECMO I: Y yo te haré colgar y te acribillaré a aguijonazos durante treinta.
MÉDICO: Ve y trae unos hombres que me lo lleven a casa.
PADRE: ¿Cuántos hacen falta?
MÉDICO: A juzgar por el grado de locura que veo que tiene, por lo menos cuatro.
PADRE: Ahora mismo estarán aquí. Vigílale tú entre tanto.
MÉDICO: Mejor me marcho a casa para preparar las cosas necesarias. Tú da orden a los esclavos de que me lo traigan.
PADRE: Ahora mismo lo tendrás allí.
MÉDICO: Yo me marcho.
PADRE: Hasta luego.
MENECMO I: Se fue mi suegro, se fue el médico, por fin estoy solo, ¡santo cielo!, ¿cuál puede ser el motivo por el que se empeña esta gente en que estoy loco? La verdad es que yo en mi vida he estado un solo día enfermo, ni estoy loco ni me meto en disputas ni en querellas, cuerdo estoy y cuerdos veo a los demás, reconozco a las otras personas y hablo con ellas. ¿No será quizá que, mientras dicen que yo estoy loco, sean ellos quienes lo están? ¿Qué hacer ahora? Tengo ganas de irme a mi casa: mi mujer no me lo permite, ahí (la casa de Erotio) no me deja nadie pasar. ¡Qué mal se me han puesto las cosas! Me quedaré aquí por lo pronto, a la noche espero que se me dejará al fin entrar en casa.
Escena sexta.
Mesenión.
MESENIÓN: La piedra de toque para un buen esclavo, es el ver si se ocupa de los intereses de su amo, mira y vela por ellos y se esfuerza en su ausencia por atenderlos con tanto celo como si el amo estuviera presente o aún mayor. Para un sujeto de cordura deben ser las propias costillas más importantes que las tragaderas, y las piernas más que el estómago. Debe tener presente el pago que reciben de sus amos los malos siervos, los que son haraganes y desleales: látigos, grillos, piedras de molino, fatiga, hambre, duro frío; eso es la recompensa de su mal comportamiento. Yo tengo un miedo muy grande de esos castigos, por eso he resuelto portarme bien y no mal, porque es que yo aguanto bien las órdenes, pero los látigos, los odio y prefiero cien veces comer el trigo molido que no tener yo que molerlo para los demás. Por eso yo obedezco las órdenes de mi amo y las pongo por obra con exactitud y sumisión. Y me va bien así; los demás pueden ser como ellos tengan por conveniente, pero lo que es yo, no me saldré de lo que es mi deber; yo quiero vivir en ese temor y evitar toda culpa, de modo que esté siempre y en todo lugar a la disposición de mi amo; los esclavos que, aun estando libres de culpa, son temerosos, ésos son provechosos a sus dueños. Porque los que no conocen ninguna clase de temor, tienen al fin que temer, si es que se han portado mal. Además, yo no tendré que sentir temor mucho tiempo: no está lejos el momento en el que mi amo me recompense mis servicios[18]. Yo sirvo de la forma que creo que es en interés de mis espaldas. Pues luego que instalé en la posada a los otros esclavos y el equipaje, tal como me había ordenado el amo, aquí estoy para recogerlo. Llamaré a la puerta, para que sepa que estoy aquí; a ver si le saco sano y salvo de este apostadero de salteadores[19]. Pero me temo que llegue demasiado tarde, después de que haya terminado el combate.
Escena séptima.
El padre de la mujer de Menecmo I, Menecmo I, Mesenión, Esclavos.
PADRE: (A los esclavos.) Por todos los dioses y los hombres os aviso que miréis muy bien cómo ejecutáis la orden que os he dado y que os vuelvo a repetir ahora: coged a ese hombre en volandas y llevadlo a la consulta del médico, si es que os importan algo vuestras piernas o vuestras costillas; que ninguno haga el menor caso de sus amenazas. ¿A qué esperáis?, ¿por qué vaciláis? Ya debíais de habéroslo cargado. Yo me voy a casa del médico; allí estaré cuando lleguéis.
MENECMO I: ¡Muerto soy!, ¿qué significa esto?, ¿por qué se abalanzan esos hombres sobre mí?, ¿qué es lo que queréis, qué es lo que buscáis?, ¿por qué me rodeáis?, ¿a dónde me arrastráis?, ¿a dónde tiráis conmigo? ¡Estoy perdido, socorro, habitantes de Epidamno, ayudadme! ¿Por qué no me soltáis?
MESENIÓN: ¡Dioses inmortales! ¿Qué es lo que ven mis ojos? ¡Unos desconocidos se
llevan ignominiosamente a mi amo en volandas!
MENECMO I: ¿No hay nadie que quiera ayudarme?
MESENIÓN: Yo, mi amo, con toda mi alma, qué villanía, epidamneses, llevarse así a mi amo en tiempos de paz, en pleno día, en medio de la calle, a un hombre forastero libre. ¡Soltadle!
MENECMO I: Yo te suplico, quienquiera que seas, que me prestes ayuda y no permitas que se cometa conmigo una violencia tan inaudita.
MESENIÓN: Yo te ayudaré y te defenderé y te socorreré sin ahorrar esfuerzos; jamás consentiré tu muerte, prefiero la mía. Sácale el ojo a ese que te sujeta por el hombro, amo, venga; a estos otros les voy a dejar yo la cara bien sembrada de puñetazos. Os juro que os va a costar bien caro llevároslo. ¡Soltadlo!
MENECMO I: A éste le tengo cogido un ojo.
MESENIÓN: Sácaselo. ¡Malvados, ladrones, bandidos! (Golpeándolos).
ESCLAVOS: ¡Muertos somos, misericordia!
MESENIÓN: ¡Soltadlo, pues!
MENECMO I: ¿Con qué derecho me ponéis la mano encima? ¡Péinalos bien a puñetazos!
MESENIÓN: ¡Hala, largo de aquí, a la horca con vosotros! ¡Toma tú!: por ser el último en irte, ahí tienes la recompensa. Bien les he tomado la medida de la cara y a placer. Caray, amo, qué a punto he venido para socorrerte.
MENECMO I: Los dioses te bendigan por siempre, joven, quienquiera que seas, que, si no es por ti, hubiera dejado de existir antes de la puesta del sol.
MESENIÓN: O sea, amo, que lo que debías de hacer es darme la libertad.
MENECMO I: ¿Que yo te dé la libertad?
MESENIÓN: Así es, amo, puesto que te he salvado la vida.
MENECMO I: Cómo, joven, tú estás en un error.
MESENIÓN: ¿Que estoy en un error?
MENECMO I: Yo te juro por el soberano Júpiter que no soy tu amo.
MESENIÓN: ¡Calla!
MENECMO I: Es la verdad lo que digo; nunca jamás ha hecho un esclavo conmigo lo que tú ahora.
MESENIÓN: Déjame, pues, ir libre, si dices que no soy tu esclavo.
MENECMO I: Por mí, sé libre y márchate a donde te plazca.
MESENIÓN: ¿Me das la libertad, entonces?
MENECMO I: Y tanto que te la doy, si es que yo tengo alguna jurisdicción sobre ti.
MESENIÓN: ¡Salud, patrón!; «me alegro de verte libre, Mesenión» (imitando las felicitaciones que espera recibir); os lo creo, qué caray. Pero, patrón mío, por favor, sigue dándome órdenes, lo mismo que en el tiempo que fui tu esclavo. Yo viviré en tu casa y, cuando te marches a la patria, me iré en tu compañía.
MENECMO I: Eso de ninguna manera.
MESENIÓN: Ahora voy a la posada y te traeré el equipaje y el dinero. La bolsa con los dineros para el viaje está bien precintada dentro de la maleta; yo te la traigo ahora.
MENECMO I: Date prisa.
MESENIÓN: Yo te la devolveré tal como me la diste. Espérame aquí. (Se va.)
MENECMO I: ¡Qué cosas tan extrañas me han ocurrido hoy!: unos dicen que no soy el que soy y me echan fuera; luego éste decía que era mi esclavo, que acabo ahora de darle la libertad; dice que me va a traer una bolsa con dinero; si es que me la trae, le diré que se marche libre a donde quiera, no sea que cuando recobre la razón, vaya y me la reclame. Mi suegro y el médico decían que estoy loco. No salgo de mi asombro de qué puede ser todo esto. No me parece, sino que fuera todo un sueño. Voy ahora aquí a mi amiga, aunque está enfadada conmigo, a ver si puedo conseguir que me dé el mantón para que lo lleve a casa.
Escena octava.
Menecmo II, Mesenión.
MENECMO II: (Viniendo del lado del puerto.) ¿Te atreves, sinvergüenza, a decir que yo te he vuelto a ver después de que te dije que vinieras a buscarme aquí?
MESENIÓN: Pero si hasta te he salvado de cuatro hombres que te llevaban en volandas aquí delante de esta casa. Tú estabas pidiendo ayuda a gritos a los dioses y a los hombres cuando yo vengo en tu socorro y te libro por la fuerza, después de una dura lucha, bien a su pesar. En recompensa de haberte salvado la vida, me diste la libertad y, cuando digo que voy a buscar el dinero y el equipaje, me sales al encuentro lo más deprisa posible para volverte atrás de lo que habías hecho.
MENECMO II: ¿Que yo te he dado la libertad?
MESENIÓN: Ciertamente.
MENECMO II: Muchísimo más cierto es que yo mismo me convierta en un esclavo que no que te dé a ti jamás la libertad.
Escena novena.
Menecmo I, Mesenión, Menecmo II.
MENECMO I: (Saliendo de casa de Erotio.) Por más que juréis por las niñas de vuestros ojos, no os saldréis así y todo con la vuestra, maldición, de que yo me haya llevado de aquí el mantón y una ajorca, ¡malvadas!
MESENIÓN: ¡Oh, dioses inmortales!, ¿qué ven mis ojos?
MENECMO II: ¿El qué?
MESENIÓN: Un espejo de ti.
MENECMO II: ¿Qué es lo que quieres decir?
MESENIÓN: Es tu retrato; más parecido a ti, imposible.
MENECMO II: Si recapacito sobre mis propios rasgos, es verdad que no deja de parecérseme.
MENECMO I: Joven, salud, tú, quienquiera que seas, que me has salvado la vida.
MESENIÓN: Joven, yo te lo ruego, dime tu nombre, si no te incomoda.
MENECMO I: Realmente no te has portado conmigo en forma que me vaya a incomodar cumplirte tus deseos; mi nombre es Menecmo.
MENECMO II: ¡El tuyo no, el mío!
MENECMO I: Yo soy de Sicilia, siracusano.
MENECMO II: Ésa es mi casa y mi patria.
MENECMO I: ¿Qué es lo que dices?
MENECMO II: La pura verdad.
MESENIÓN: Yo conozco a éste (Menecmo I), que es mi amo; yo soy esclavo de éste, pero me había creído que lo era de ése (Menecmo II). Yo le había tomado por ti (Menecmo I), y por eso le he estado importunando: te ruego que me disculpes; si te he dicho alguna inconveniencia, ha sido sin darme cuenta.
MENECMO II: Me parece que deliras: ¿no te acuerdas de haber desembarcado hoy junto conmigo?
MESENIÓN: Es verdad, tienes razón; tú eres mi amo. (A Menecmo I.) Búscate otro esclavo; (a Menecmo II) salud, amo; (a Menecmo I) tú, adiós. Yo digo que éste es Menecmo (Menecmo II).
MENECMO I: Pero yo digo que lo soy yo.
MENECMO II: ¿Qué cuento es ése?, ¿que tú eres Menecmo?
MENECMO I: Yo digo que lo soy, hijo de Mosco.
MENECMO II: ¿Que tú eres hijo de mi padre?
MENECMO I: Del mío más bien, joven; el tuyo no te lo disputo ni tengo interés en quitártelo.
MESENIÓN: ¡Dioses inmortales, haced verdadera la esperanza inesperada que barrunto!, que, si no me equivoco, éstos son los dos hermanos gemelos; llamaré a mi amo aparte. ¡Menecmo!
MENECMO I Y MENECMO II: ¿Qué quieres?
MESENIÓN: No es a los dos a quienes quiero hablar, sino al que ha venido conmigo en el barco.
MENECMO I: Entonces no soy yo.
MENECMO II: Pero sí yo.
MESENIÓN: A ti quiero hablarte entonces, ven para acá.
MENECMO II: Ese hombre o es un timador o es tu hermano. Porque yo no he visto nunca a nadie más parecido a ti; dos gotas de agua o dos gotas de leche no son más iguales entre sí que tú y ése, créeme; después, es que dice que su patria y su padre son los mismos que los tuyos. Más vale que vayamos y le interroguemos.
MENECMO II: Tienes razón con lo que me dices y te quedo agradecido por ello. Sigue tus investigaciones, por favor; si descubres que ése es mi hermano, te concedo la libertad.
MESENIÓN: Así lo espero.
MENECMO II: Yo también tengo esa confianza.
MESENIÓN: (A Menecmo I.) Vamos a ver, según creo, has dicho que te llamas Menecmo.
MENECMO I: Así es.
MESENIÓN: Éste también se llama así. Tú afirmas que has nacido en Siracusa, mi amo ha nacido también allí. Tú has dicho que tu padre fue Mosco, también lo fue de éste. Ahora podéis ayudarme los dos a mí y al mismo tiempo también a vosotros.
MENECMO I: Tú te tienes bien merecido el conseguir de mí cualquier cosa que me pidas; aunque soy un hombre libre, estoy dispuesto a servirte como si me hubieras comprado por dinero.
MESENIÓN: Yo tengo la esperanza de que se va a descubrir que sois hermanos gemelos, nacidos de la misma madre y del mismo padre en uno y el mismo día.
MENECMO I: ¡Qué cosas tan raras dices! ¡Ojalá puedas probar como cierto lo que prometes!
MESENIÓN: Ya verás cómo puedo. Pero a ver, contestadme los dos a las preguntas que os haga.
MENECMO I: Pregunta lo que quieras, yo te contestaré sin callar nada que sepa.
MESENIÓN: ¿Tú te llamas Menecmo?
MENECMO I: Sí.
MESENIÓN: ¿Y tú también?
MENECMO II: Así es.
MESENIÓN: ¿Dices que tu padre fue Mosco?
MENECMO I: Sí.
MENECMO II: Y el mío también.
MESENIÓN: ¿Eres tú siracusano?
MENECMO I: Ciertamente.
MESENIÓN: ¿Y tú?
MENECMO II: ¿Cómo no?
MESENIÓN: Hasta ahora, todos los indicios concuerdan de maravilla. Pasemos adelante, atended. Dime, cuáles son los más antiguos recuerdos que tienes de tu patria.
MENECMO I: Que luego que marché con mi padre a Tarento a una feria, después que me perdí de mi padre entre la gente y me trajeron aquí…
MENECMO II: ¡Júpiter todopoderoso, socórreme!
MESENIÓN: ¿Por qué gritas? Calla. ¿Cuántos años tenías cuando tu padre te llevó consigo?
MENECMO I: Siete, porque entonces se me cayó el primer diente. Y a mi padre no le volví a ver más.
MESENIÓN: Dime también ¿cuántos hermanos erais?
MENECMO I: Según lo que recuerdo, dos.
MESENIÓN: ¿Cuál era el mayor, tú o tu hermano?
MENECMO I: Éramos los dos de la misma edad.
MESENIÓN: ¿Cómo es posible eso?
MENECMO I: Porque éramos gemelos.
MENECMO II: ¡Los dioses me protegen!
MESENIÓN: Si me interrumpes, me callo.
MENECMO II: No, no, me callo yo.
MESENIÓN: Dime: ¿os llamabais los dos igual?
MENECMO I: De ninguna manera; yo me llamaba como ahora, Menecmo; mi hermano se llamaba Sosicles.
MENECMO II: Todo está claro, no puedo contenerme de abrazarte, hermano mío, mi querido hermano gemelo, yo te saludo, yo soy Sosicles.
MENECMO I: ¿Y cómo fuiste después llamado Menecmo?
MENECMO II: Luego que nos llegó la noticia *** de tu pérdida y de la muerte de
nuestro padre, el abuelo me cambió el nombre, dándome el tuyo.
MENECMO I: Yo te lo creo, pero dime todavía…
MENECMO II: Pregunta lo que quieras.
MENECMO I: ¿Cómo se llamaba nuestra madre?
MENECMO II: Teuximarca.
MENECMO I: Así es. Salud, querido hermano, a quien de manera tan inesperada vuelvo a ver después de tantos años.
MENECMO II: Salud, también, hermano, a quien me alegro de encontrar después de haberte buscado con tantas penas y fatigas.
MESENIÓN: Por eso aquí la cortesana te llamaba con el nombre de éste, pensaba que eras tu hermano cuando te invitaba a comer.
MENECMO I: Claro, caramba, como que yo me había hecho preparar un almuerzo a escondidas de mi mujer, a la que le había quitado un mantón para dárselo a la otra.
MENECMO II: ¿Tú te refieres quizá a este mantón que tengo aquí?
MENECMO I: Sí, ése es; pero ¿cómo ha llegado a tus manos?
MENECMO II: La cortesana me trajo aquí a su casa a almorzar, decía que yo se lo había dado; comí estupendamente y bebí con ella a mi lado y me llevé el mantón y esta ajorca de oro.
MENECMO I: Caramba, me alegro si por causa mía te ha caído algo agradable en suerte, porque ella creía que eras yo al invitarte.
MESENIÓN: ¿Hay ahora algo que impida que sea libre como dijiste?
MENECMO I: Su petición no puede ser más justa, hermano, hazlo por mí.
MENECMO II: Sé libre.
MENECMO I: Me congratulo de tu libertad, Mesenión.
MESENIÓN: Pero son necesarios mejores auspicios para que pueda mantenerme libre para siempre.
MENECMO II: Ya que todos estos sucesos nos han resultado tan según nuestros deseos, volvámonos ambos a nuestra patria.
MENECMO I: Como tú quieras, hermano. Haré aquí una subasta y venderé todo lo que tengo. Pero ahora, entre tanto, pasemos a casa, hermano.
MENECMO II: Como quieras.
MESENIÓN: ¿Sabéis lo que os pido?
MENECMO I: ¿El qué?
MESENIÓN: Que me deis a mí el cargo de pregonero de la subasta.
MENECMO II: De acuerdo.
MESENIÓN: ¿Quieres entonces que anuncie en seguida la subasta?
MENECMO I: Dentro de una semana tendrá lugar.
MESESIÓN: (Al público.) Menecmo subastará sus bienes dentro de siete días, sus fincas, su casa, todos sus bienes. Sea cual sea el precio, todo al contado. También será vendida su mujer… si es que sale comprador. No creo que alcance la ganancia total a cinco millones de sestercios. Ahora, distinguido público, que os vaya bien. ¡Un aplauso!
FIN DE
LOS DOS MENECMOS.
[1] Ciudad de Epiro; cf. PLINIO, Hist. Nat. III 145, Epidamnum colonia, propter inauspicatum nomen a Romanis Dyrrachium appellata; cf. v. 263.
[2] En las fiestas de Ceres, que se celebraban el 19 de abril, los plebeyos se ofrecían banquetes unos a otros (cf. GELIO, XXVIII 2, 11).
[3] Hay en estos versos varios juegos de palabras de difícil traducción.
[4] Texto inseguro.
[5] Cf. vol I, nota a Baccides 202.
[6] Adscriptivi; cf. VARRÓN, Leng. Lat. VII 56: Adscriptivi dicti, quod olim adscribebantur inermes armatis militibus qui succederent, si quis eorum deperisset.
[7] Texto con pequeñas lagunas, que los editores completan más o menos en este sentido.
[8] El texto latino dice navales pedes; cf. CERVANTES, Don Quijote II 61 «No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos (sc. Las galeras) que por el mar se movían».
[9] Agatocles (tirano de Siracusa, 318-289 a. C.), nombre proverbialmente, cf. también Mostellaria 775 y Pseudolus 532: Hierón II fue asimismo famoso tirano de Siracusa (269-214 a. C.); Fintias fue tirano de Agrigento, y el nombre de Liparón parece inventado. No se trata, pues, probablemente con intención, de datos históricos exactos.
[10] Texto inseguro.
[11] Texto inseguro; traducción según Ussing.
[12] Cf. CICERÓN, Tusc. 3, 63; OVIDIO, Met. XIII 567 ss.
[13] Abuelo de Deyanira, mujer de Hércules.
[14] Esposo de la Aurora, que era inmortal, pero no paraba de envejecer.
[15] Ulises es el prototipo del hombre astuto y mentiroso; el rey a que se hace referencia es Agamenón. Los parásitos solían denominar rey a su patrón.
[16] Planta medicinal, que se utilizaba, entre otras cosas, como remedio contra la locura; cf. también Pseudolus 1185 y Mostellaria 952 (elleborosus).
[17] Personaje famoso por su sabiduría y su don de consejo.
[18] Texto inseguro.
[19] Texto inseguro.