(Queronea, hoy desaparecida, actual Grecia, h. 50-id., h. 120) Historiador griego. A los veinte años se desplazó a Atenas para estudiar matemáticas y filosofía. Fue discípulo del filósofo Ammonio Saccas. Aunque viajó por casi todo el Imperio, la mayor parte de su vida residió en Queronea, donde desempeñó numerosos cargos públicos. Estuvo vinculado a la Academia platónica de Atenas, y fue sacerdote de Apolo en Delfos.
Plutarco
Debe su fama a Vidas paralelas, una serie de biografías de ilustres personajes griegos y romanos, agrupados en parejas a fin de establecer una comparación entre figuras de una y de otra cultura; de este modo, se empareja por ejemplo la semblanza de Alejandro Magno con la de Julio César, o la del orador ateniense Demóstenes con la del romano Cicerón. Se conservan veintidós pares de Vidas, que constituyen una importante fuente de información sobre la Antigüedad por la gran cantidad de anécdotas y detalles históricos que contienen. La sobriedad del relato y el sentido dramático de la obra ha sido fuente de inspiración de grandes escritores, entre ellos William Shakespeare.
El resto de sus escritos, agrupados bajo el título de Obras morales (78 tratados, recopilaciones o biografías dedicadas a temas muy diversos, escritos en distintas épocas), recogen serias discusiones filosóficas de raíz platónica y diatribas de carácter retórico. Más moralista que filósofo e historiador, fue uno de los últimos grandes representantes del helenismo cuando éste llegaba a su fin.
I.- Nada absolutamente puede decirse que no esté sujeto a dudas acerca del legislador Licurgo, de cuyo linaje, peregrinación y muerte, y sobre todo de cuyas leyes y gobiernos, en cuanto a su establecimiento, se hacen relaciones muy diversas, siendo el tiempo en que vivió aquello en que menos se conviene. Algunos dicen que floreció contemporáneamente a Ífito, y que con él estableció la tregua olímpica, de cuyo número es el filósofo Aristóteles, que produce como testigo un disco que se guarda en Olimpia, en el que todavía se mantiene escrito el nombre de Licurgo. Los que han dado la cronología y sucesión de los reyes de Esparta, como Eratóstenes y Apolodoro, lo hacen no pocos años anterior a la primera Olimpíada. Timeo sospecha que hubo en Esparta en diversos tiempos dos Licurgos, y los sucesos de ambos por la excelencia se confundieron en uno, habiendo casi alcanzado el más antiguo los tiempos de Homero, y aun algunos dicen que llegó a ver a este poeta. También Jenofonte da a entender su antigüedad, diciendo que vivió cuando los Heraclidas; porque, aunque en linaje fueron Heraclidas aún los últimos reyes de Esparta, en esto quiere significar que llama Heraclidas a los primeros de aquellos, inmediatos a Heracles. Mas, en medio de esta confusión de la historia, para escribir la vida de este legislador, procuraremos seguir, entre las diferentes relaciones, las que envuelvan menos contradicción o estén apoyadas en la fe de más acreditados testigos. Aun el poeta Simónides no tiene por padre de Licurgo a Éunomo, sino a Prítanis; pero casi todos forman así la genealogía de Éunomo y Licurgo: que de Patrocles el de Aristodemo fue hijo Soo; de Soo, Euritión; de éste, Prítanis; de éste, Éunomo, y de Éunomo y su primera mujer, Polidectes, y después más joven Licurgo, de Dianasa, como lo escribió también Dieutíquidas, haciéndole sexto en orden desde Patrocles, y undécimo desde Heracles.
II.- Entre sus ascendientes se señaló mucho Soo, porque en su reinado hicieron los Espartanos sus esclavos a los Hilotas y adquirieron gran extensión de terreno, quitándoles a los Árcades. Cuéntase también de este Soo que, hallándose sitiado por los Clitorios en un paraje áspero y falto de agua, convino en que les dejaría el terreno que por armas les había tomado si bebían de una fuente cercana él y cuantos con él estaban. Acordado así, y sellado con el recíproco juramento, al encaminarse a la fuente con los suyos ofreció el reino al que no bebiese; pero nadie pudo contenerse, y bebieron todos; entonces, bajando él el último, no hizo más que rociarse con el agua a presencia de los enemigos, y se marchó, reteniendo el terreno, porque no habían bebido todos. Mas aunque por estos sucesos logró mucha estimación, no fue de él, sino de su hijo, de quien los reyes de su raza se llamaron Euritiónidas; porque parece haber sido Euritión el primero que reformó en la autoridad real lo que tenía de demasiado absoluta, comunicando el poder y congraciándose con la muchedumbre; y de esta reforma, insolentándose de una parte el pueblo, y de otra haciéndose los reyes odiosos si querían usar de la fuerza, o poco respetables si cedían por condescendencia y debilidad, sucedió que por mucho tiempo cayó Esparta en anarquía y desorden: y éste fue el que quitó la vida al padre de Licurgo que ya reinaba; porque metiendo paz en cierta riña, fue herido con un cuchillo ordinario, y murió, dejando el reino a su hijo mayor, Polidectes.
III.- Muerto éste de allí a muy breve tiempo, todos creían que le correspondía reinar a Licurgo, y entró a reinar hasta que se supo que la mujer del hermano estaba encinta. Cuando esto se divulgó, anunció que el reino pertenecía al niño, si fuese varón, y declaró que él reinaba como tutor. Llaman los Lacedemonios a los tutores de los reyes pródicos. Sucedió que la cuñada le envió ocultamente mensajes, e hizo proponerle que quería deshacerse del preñado, con tal que, casándose con él, reinasen en Esparta. Horrorizóse del intento, pero no lo contradijo; antes fingiendo que lo aprobaba y tenía a bien, le dijo que no era menester que ella se estropeara el cuerpo, o se pusiese en peligro apretándose o tomando hierbas, sino que a su cuenta quedaría deshacerse de él después de nacido. Entreteniéndola de este modo hasta el parto, cuando entendió que era llegada la hora de éste, envió personas que la observasen y estuviesen con cuidado en los dolores, con orden de que si lo que paría era hembra, se entregase al punto a las mujeres; pero si fuese varón, se lo llevaran, estuviera en la ocupación que estuviese. Estando, pues, él comiendo con los magistrados, dio aquella a luz un varón, y vinieron los ministros trayéndole el niño; tomóle en los brazos, y se cuenta que dijo a los circunstantes: “Os ha nacido un rey, oh Espartanos”; y que después le colocó en el trono real, dándole el nombre de Carilao, porque todos se mostraban muy alegres, ensalzando su prudencia y su justicia. Vino a reinar en todo, unos ocho meses. Era, por otra parte, muy bien visto de los ciudadanos; y en mucho mayor número que los que le obedecían como a tutor del rey y depositario del mando, eran los que se le aficionaban por su virtud y se mostraban prontos a cuanto les mandase. Había, no obstante, quien le tenía envidia, y quien procuraba oponerse a sus aumentos viéndole todavía joven, principalmente los parientes y familiares de la madre del rey, la cual se miraba como agraviada; y el hermano de ésta, Leónidas, zahiriendo en una ocasión a Licurgo con demasiada osadía, se dejó decir que ya sabía que él había de reinar, haciendo nacer sospecha, y sembrando contra Licurgo la calumnia, si al rey le sucedía algo, de que había atentado contra él. Otras expresiones como ésta le llegaban también de la cuñada: por tanto, incomodado con ellas, y temeroso por lo que podía ocultársele, resolvió evitar con su ausencia toda sospecha, y andar peregrinando, hasta que el sobrino, hecho ya grande, hubiese dado sucesor al reino.
IV.- Embarcándose con esta determinación, se dirigió en primer lugar a Creta, donde se dio a examinar el gobierno que allí regía; y acercándose a los que tenían mayor concepto, admiró y tomó varias de sus leyes para trasladarlas y usar de ellas restituido a su casa; pero también hubo algunas que no le parecieron bien. Con amistad y agasajo inclinó a que pasase a Esparta a uno de los que gozaban mayor opinión de sabios y políticos, llamado Tales; en la apariencia, como poeta lírico, de que tenía fama, y para hacer ostentación de este dote; pero, en realidad, con el objeto de que hiciese lo que los grandes legisladores: porque sus canciones eran discursos que por medio de la armonía y el número movían a la docilidad y concordia, siendo de suyo graciosos y conciliadores. Así los que lo oían se dulcificaban sin sentir en sus costumbres, y por el deseo de lo honesto eran como atraídos a la unión, del encono que era entonces como endémico de unos contra otros; y parecía en cierta manera que aquel preparaba el camino a Licurgo para la educación. De Creta se trasladó Licurgo al Asia, queriendo, según se dice, comparar con el régimen cretense, que era moderado y austero, la profusión y delicias de los Jonios, como los médicos con los cuerpos sanos, los abotagados y enfermizos, para comprender mejor la diferencia de sus modos de vivir y de sus gobiernos. Descubriendo allí primero, según parece, los poemas de Homero guardados por los descendientes de Creofilo, y admirando en ellos entre los episodios que parece fomentan el deleite y la intemperancia, mezclada con gran artificio y cuidado mucha política y doctrina, los copió con ansia, y los recogió para traerlos consigo; pues, aunque había entre los Griegos cierta fama oscura de estos poemas, eran pocos los que tenían de ellos algún trozo dislocado, como los había proporcionado el acaso; y Licurgo fue el primero que principalmente los dio a conocer. Los Egipcios creen que también los visitó Licurgo, y que admirado de la separación que ellos más que otros pueblos hacían de la clase de los guerreros, la trasladó a Esparta, y confinando a los artesanos y operarios, formó un pueblo verdaderamente urbano y brillante; y en esto aun hay algunos escritores griegos que convienen con los egipcios; pero que hubiese pasado también Licurgo a la Libia y a la Iberia, y que habiendo corrido la India hubiese tratado con los Gimnosofistas, fuera del Espartano Aristócrates el de Hiparco, no sabemos que lo haya dicho otro alguno.
V.- Los Lacedemonios echaban mucho de menos a Licurgo en su ausencia, y diferentes veces le enviaron a llamar; porque en los reyes no advertían que se diferenciasen en otra cosa del vulgo que, en el nombre y los honores, y en aquel se descubría un ánimo superior, y cierto poder que atraía las voluntades. Aun a los reyes no era repugnante su vuelta, sino que más bien esperaban que, hallándose presente, la muchedumbre se contendría en su insolencia. Volviendo, pues, cuando los ánimos estaban así dispuestos, inmediatamente concibe el designio de causar un trastorno, y mudar el gobierno: como que de nada sirve ni a nada conduce una alteración parcial en las leyes, sino que es menester hacer lo que los médicos con los cuerpos enfermos y agobiados con diferentes males, que exprimiendo y evacuando los malos humores con purgas y otros medicamentos les hacen comenzar otro género de vida. Con estos pensamientos, lo primero que hizo fue dirigirse a Delfos; y habiendo consultado al dios y héchole sacrificio, volvió con aquel tan celebrado oráculo en el que la Pitia le llamó caro a los Dioses, y dios más bien que hombre, y le anunció que, consultado sobre buenas leyes, el dios le daba e inspiraba un gobierno que se había de aventajar a todos. Alentado con esto, reunió a los principales, y los exhortó a que con él tomasen parte en las novedades: bien que antes reservadamente había tratado con sus amigos, y después se había acercado también a la muchedumbre, inclinándolos a su plan. Cuando llegó el momento, encargó a treinta de los próceres que de madrugada se presentaran armados en la plaza, para consternar e intimidar a los que pudieran oponerse; y de éstos Hermipo enumeró hasta veinte, los más distinguidos; pero el que más parte tuvo y más ayudó a Licurgo en el establecimiento de sus leyes se llamaba Artmíadas. Como se hubiese movido algún alboroto, el rey Carilao tuvo miedo, porque decía que de todo se le haría autor, y se refugió al templo Calcieco; pero después, a fuerza de persuasiones y asegurado con juramentos, se alentó, y volvió a tomar parte en lo que se hacía; porque era de ánimo apocado, tanto, que se cuenta que Arquelao, que reinaba con él, a los que en cierta ocasión le celebraban, les dijo: “¿Cómo no ha de ser buen hombre Carilao, cuando ni siquiera para los malvados es áspero?” Entre las muchas innovaciones hechas por Licurgo, la principal fue la creación del Senado, del que dice Platón que, unido a la autoridad real para templarla, e igualado con ella en las resoluciones, sirvió para los grandes negocios de salud y de freno; porque estando como en el aire el poder, e inclinándose, ora por parte de los reyes a la tiranía, y ora por parte de la muchedumbre a la democracia, equilibrado y contrapesado con la autoridad de los ancianos, que era a modo de un común presidio, tuvo ya más seguro orden y consistencia, adhiriéndose los veintiocho ancianos a los reyes, siempre que había que contrarrestar a la democracia, y dando vigor al pueblo para evitar la tiranía. Y dice Aristóteles que se establecieron en este número porque, siendo treinta los primeros que se asociaron a Licurgo, dos por miedo abandonaron el puesto; pero Esfeiro dice que desde el principio fueron en este número los elegidos para dar dictamen, acaso por la calidad del número siete multiplicado por cuatro, y porque, igual en sus partes, después del seis es perfecto; pero a mí me parece que la más cierta causa de haberse nombrado los ancianos en este número fue para que fuesen treinta entre todos, contándose con los veintiocho los dos reyes.
VI.- Tomó Licurgo con tanto cuidado este primer paso, que trajo de Delfos un vaticinio, a que se da el nombre de Retra y es de este tenor: “Edificando templo a Zeus Silanio y a Atenea Silania, conviene que, tribuyendo tribus, fraternizando fratrias, y creando un Senado de treinta con los Arqueguetas, tengan éstos el derecho de congregar según los tiempos a los padres de familias entre Babica y Cnaquión, de tratar con ellos, y de disolver la junta.” En este vaticinio tribuir tribus, y fraternizar fratrias, es dividir y repartir el pueblo en secciones, de las cuales a las unas se les llamó tribus, y a las otras fratrias. Arqueguetas se decían los reyes, y congregar era reunir en junta pública; porque quiso que se refiriese a Apolo el principio y la causa del gobierno. Babica y Cnaquión llaman ahora al río Enunte; aunque Aristóteles dice ser Cnaquión el río, y Babica el puente. En el espacio que mediaba, se tenían las juntas públicas, sin que hubiese pórticos ni otro ningún aparato; creyendo que nada contribuían, sino que más bien dañaban estas cosas para el acierto, porque excitan en los ánimos de los concurrentes ideas fútiles y vanas, cuando fijan la vista en las estatuas, en las pinturas, en los balcones teatrales, y en los techos muy artificiosamente labrados. Congregada la muchedumbre, a ninguno de ella se le permitía hablar de otros asuntos, y sólo era dueño el pueblo de decir sobre el dictamen propuesto por los ancianos y los reyes; pero fue más adelante cuando alterando los de la muchedumbre, y violentando las propuestas con añadir o quitar, los reyes Polidoro y Teopompo añadieron esto a la Retra: “Mas si el pueblo no fuese por lo recto, permítese a los provectos y a los Arqueguetas el no aprobarlo, sino separar y desunir al pueblo, como que trastornan y contrahacen la propuesta fuera de lo conveniente”. Y éstos persuadieron también a la ciudad que el dios lo había ordenado; como de ello hace mención Tirteo en estos versos:
¡Oyeron con su oído, nos trajeron
este oráculo y versos infalibles,
que predijera por la Pitia Febo:
“Tengan el mando los sagrados Reyes,
que son tutores de la amable Esparta,
y los graves ancianos, luego el pueblo,
y se confirmarán las rectas leyes”.
VII.- Sin embargo, de haber templado así Licurgo su gobierno, viendo todavía sus sucesores una oligarquía inmoderada y demasiado fuerte, o, según la expresión de Platón, hinchada y ambiciosa, la contuvieron como con un freno con la autoridad de los Éforos unos, ciento treinta años después de Licurgo, habiendo sido el primero que fue nombrado Éforo Élato, en tiempo del rey Teopompo; de quien se cuenta que, motejado por su mujer de que dejaba a sus hijos menor autoridad de la que había recibido le respondió: “Antes mayor cuanto más duradera”; porque, en realidad, con perder lo que en ella había de exceso, se libró de peligro; tanto, que no le sobrevinieron los males que los Mesenios y Argivos causaron a sus reyes, por no haber querido éstos ceder o relajar en favor del pueblo ni un punto de su autoridad: lo que hizo del todo patente la sabiduría y previsión de Licurgo a los que pusieron la vista, en las sediciones y desastrados gobiernos de los Mesenios y Argivos, pueblos vecinos suyos, y enlazados en parentesco, como lo eran sus reyes; pues habiendo sido al principio iguales, y aun, al parecer, mejor librados en el repartimiento, con todo les duró el bienestar muy poco tiempo, trastornada su constitución, de parte de los reyes por su altanería, y de parte de los pueblos por su inobediencia; manifestándose de este modo que fue una felicidad casi divina para Esparta haber tenido quien así concertase y templase su gobierno, pero esto fue más adelante.
VIII.- La segunda y más osada ordenación de Licurgo fue el repartimiento del terreno; porque siendo terrible la desigualdad y diferencia, por la cual muchos pobres necesitados sobrecargaban la ciudad, y la riqueza se acumulaba en muy pocos, se propuso desterrar la insolencia, la envidia, la corrupción, el regalo, y principalmente los dos mayores y más antiguos males que todos éstos: la riqueza y la pobreza; para lo que les persuadió que, presentando el país todo como vacío, se repartiese de nuevo, y todos viviesen entre sí uniformes e igualmente arraigados, dando el prez de preferencia a sola la virtud, como que de uno a otro no hay más diferencia o desigualdad que la que induce la justa reprensión de lo torpe y la alabanza de lo honesto; y diciendo y haciendo, distribuyó a los del campo el terreno de Laconia en treinta mil suertes, y el que caía hacia la ciudad de Esparta en nueve mil, porque éstas fueron las suertes de los Espartanos. Algunos dicen que Licurgo no hizo más que seis mil suertes, y que después Polidoro, rey, añadió otras tres mil; y otros, que éste hizo la mitad de las nueve mil, y la otra mitad las había hecho Licurgo. La suerte de cada uno era la que se juzgó podría producir una renta, que era por el hombre setenta fanegas de cebada, y doce por la mujer, y una cantidad de frutos líquidos proporcionada; porque creyeron que ésta era comida suficiente para que estuviesen sanos y fuertes, sin que ninguna otra cosa les hiciese falta. Refiérese que mucho más adelante, volviendo él mismo de un viaje al país, en tiempo que acababa de hacerse la siega, al ver las parvas emparejadas e iguales, sonriéndose, había dicho a los que allí se hallaban: “Toda la Laconia parece que es de unos hermanos que acaban de hacer sus particiones.”
IX.- Intentaba repartir también los muebles para hacer desaparecer toda desigualdad y diversidad; pero cuando vio que así a las claras era mal recibida esta reforma, tomó otro camino y trajo a orden el lujo en estas cosas. Y, en primer lugar, anulando toda la moneda antigua de oro y plata, ordenó que no se usase otra que de hierro, y a ésta en mucho peso y volumen le dio poco valor: de manera que para la suma de diez minas se necesitaba de un cofre grande en casa, y de una yunta para transportarla. Y con sola esta mudanza se libertó Lacedemonia de muchas especies de crímenes; porque ¿quién había de hurtar o dar en soborno, o trampear, o quitar de las manos una cosa que ni podía ocultarse, ni excitaba la codicia, ni había utilidad en deshacerla? Porque apagando, según se dice, en vinagre el hierro acerado hecho ascua, lo dejó endeble y de mal trabajar. Desterró además con esto las artes inútiles y de lujo, pues sin echarlas nadie de la ciudad, debieron decaer con la nueva moneda, no teniendo las obras despacho; por cuanto una moneda de hierro, que era objeto de burla, no tenía ningún atractivo para los demás griegos, ni estimación alguna; así, ni se podían comprar con ella efectos extranjeros de ningún precio, ni entraba en los puertos nave de comercio, ni se acercaba a la Laconia o sofista palabrero, o saludador y embelecador, u hombre de mal tráfico con mujeres, o artífice de oro y plata, no habiendo dinero: de esta manera, privado el lujo de su incentivo o pábulo, por sí mismo se desvaneció; y a los que tenían más que los otros de nada les servía, no habiendo camino por donde se mostrase su abundancia, que tenía que estar encerrada y ociosa. Pero para eso las cosas manuales y necesarias, como los lechos, las sillas, las mesas, se trabajaban entre ellos con primor; y el jarro laconio era el preferido por la tropa, según dice Critias: porque con su color cubría a la vista en el agua y demás cosas necesarias lo que podía hacerlas de mal beber; y pegándose y adhiriéndose a los bordes por dentro la tierra, si alguna tenía, quedaba con esto limpia la bebida. También esto debe atribuirse al legislador, porque, desterrados los artífices de cosas inútiles, en las necesarias mostraban su habilidad.
X.- Queriendo perseguir todavía más el lujo y extirpar el ansia por la riqueza, añadió otro tercer establecimiento, que fue el arreglo de los banquetes, haciendo que todos se reuniesen a comer juntos los manjares y guisos señalados, y nada comiesen en casa, ni tuviesen paños y mesas de gran precio, o pendiesen de cortantes y cocineros, engordando en tinieblas, como los animales insaciables, y echando a perder, con la costumbre, los cuerpos, incitados a inmoderados deseos y a la hartura, con necesidad de sueños largos, de baños calientes, de mucho reposo, y de estar como en continua enfermedad. Cosa era ésta admirada; pero más admirable todavía haber hecho indiferente y pobre la riqueza, como dice Teofrasto, con los banquetes comunes y con la sobriedad en la comida; porque ni tenía uso, ni empleo, ni vista u ostentación un magnífico menaje, concurriendo al mismo banquete el pobre que el rico; siendo ciertísimo aquel dicho vulgar, que de cuantas ciudades hay debajo del sol, sólo en Esparta se conserva Pluto ciego, y como una pintura se está quieto sin alma y sin movimiento. Ni comiendo en su casa les era dado ir después hartos a la mesa común, porque los demás observaban con cuidado al que no comía o bebía con ellos, y le tachaban de glotón y delicado, que desdeñaba el público banquete.
XI.- Por lo mismo, se dice haber sido ésta la institución que mayor oposición encontró en los ricos, los cuales, sublevados contra él, gritando, se reunieron en gran número, y, por fin, le acometieron a pedradas, hasta obligarle a retirarse de la plaza corriendo. Y de los demás pudo escaparse y refugiarse al templo; pero un joven, demasiado pronto e iracundo, aunque de buena índole en lo demás, llamado Alcandro, le acosaba y perseguía, y al volverse hacia él, éste le hirió con una vara que llevaba, y le sacó un ojo. No se alteró Licurgo con tanto daño como había recibido, sólo se paró de frente, y mostró a los ciudadanos el rostro bañado en sangre, y saltado el ojo; entonces fue suma la vergüenza y sentimiento que los ocupó a todos, tanto, que pusieron en su poder a Alcandro, y le fueron acompañando hasta su casa, dándole muestras de su disgusto. Licurgo a los demás los despidió, alabando su porte; y en cuanto a Alcandro, mandándole entrar en casa, no hizo ni dijo contra él cosa que le ofendiese; solamente, diciendo a sus comensales y criados que se retirasen, le mandó que le sirviese. Alcandro, que era de buena disposición, hacía callando lo que se le ordenaba; y permaneciendo al lado de Licurgo, siguiendo su método de vida, pudo hacerse cargo de la dulzura de su carácter, de los afectos de su ánimo, de su arreglado porte, y de su dureza para el trabajo; con lo que le miro ya como debía, y dijo a sus camaradas y amigos que Licurgo no sólo no era ni áspero ni orgulloso, sino que él sólo era suave y afable para todos. Éste fue el castigo y pena que recibió: de ser un joven inquieto y altanero, quedar hecho un hombre bien educado y prudente. Licurgo, como monumento de su herida, edificó el templo de Atenea, a la que apellidó Optiletis, porque en el dialecto dórico a los ojos se les llama óptilos. Algunos, y entre ellos Dioscórides, que escribió un tratado sobre el gobierno de Lacedemonia, dicen que Licurgo fue sí herido, pero no perdió el ojo, y que edificó el templo en reconocimiento de la curación. De resulta de aquel desgraciado suceso, dejaron los Lacedemonios el uso de ir con bastón a las juntas públicas.
XII.- Llamaban los Cretenses a los banquetes públicos andria, y los Lacedemonios, fidicia o porque eran oficinas de amistad y concordia, poniéndose la d en lugar de la l, o porque acostumbraban a la moderación y al ahorro. Tampoco hay inconveniente en que se hubiese arrimado por abuso la primera letra, como algunos quieren, habiéndose llamado edicia, de la comida. Reúnense de quince en quince, y apenas más o menos: pone cada uno de los concurrentes al mes una fanega de harina, ocho coas de vino, cinco minas de queso, dos minas y media de higos, y además, para comprar carne, muy poca cosa en dinero. Fuera de esto, los que sacrificaban primicias, o habían estado de caza, enviaban al banquete alguna parte; porque el que sacrificaba o estaba de caza, si se le hacía tarde, podía quedarse a comer en casa; los demás debían concurrir, y así, se guardó escrupulosamente por mucho tiempo; pues cuando el rey Agis volvió del ejército, después de haber vencido a los atenienses, quiso comer con su mujer, y habiendo enviado a pedir sus raciones, no vinieron en mandárselas los polemarcos; y porque de enfado al día siguiente no hizo el sacrificio a que era obligado, le multaron. A estos banquetes asistían también los muchachos, llevados a ellos como a escuelas de templanza, donde oían conversaciones políticas, y bajo la enseñanza de preceptores libres, se acostumbraban a chancearse, a usar de burlas sin chocarrería, y a sufrirlas, si se chanceaban con ellos; porque se tiene por muy propio de Lacedemonios saber sufrir las chanzas, y el que no las llevaba tenía que declararse ofendido, cesando entonces el que se chanceaba. A cada uno le decía al entrar el más anciano, mostrándole las puertas: “Fuera de éstas no ha de salir palabra.” Dicen que el recibimiento del que quería ser admitido a un banquete se hacía de este modo: tomaba en la mano cada uno de los de aquel banquete un trozo de masa, y al pasar el sirviente, que llevaba en la cabeza una vasija, lo echaba en ella como se echan los votos, el que admitía llanamente; pero el que repugnaba, apretándolo bien en la mano; haciendo aquí el mismo efecto el estar aplastado, que en los votos el estar agujereado; y con sólo encontrarse uno así, no lo admitían, porque querían que la reunión fuese con placer de todos. Al ser así desechado le decía x_x_______, porque llaman cado a la vasija donde se recogen los trozos de masa. De todos sus guisos el más recomendado es el caldo negro, y los ancianos no echan menos la carne, sino que la dejan para los jóvenes, contentándose por toda comida con aquel caldo. Refiérese de uno de los reyes del Ponto, que precisamente por el tal caldo compró un cocinero de Lacedemonia; y que, habiéndolo gustado, se indignó contra éste, el cual le dijo: “¡Oh, señor, para que guste este caldo es menester bañarse en el Eurotas!” Después de haber bebido moderadamente se retiran sin farol, porque ni del banquete ni de otra parte es permitido ir con luz, para que se acostumbren a andar de noche resueltamente sin miedo. Y éste es el orden de los banquetes públicos.
XIII.- No dio Licurgo leyes escritas, y artes era ésta una de las llamadas retras; porque creía que lo más esencial y poderoso para la felicidad de la ciudad y para la virtud estaba cimentado en las costumbres y aficiones de los ciudadanos, con lo que permanecía inmoble, teniendo un vínculo más fuerte todavía que el de la necesidad, en el propósito firme y seguro del ánimo y en la disposición que produce en los jóvenes para cada cosa la educación preparada por el legislador. Para los tratos de poca entidad y de intereses, que según los casos ocurren ya de un modo o ya de otro, creyó ser lo mejor no circunscribirlos con la necesidad que inducen la escritura y los usos invariables, sino dejarlos para que los así educados juzguen de ellos según las circunstancias, que añaden o quitan; porque todo el negocio de la legislación lo hizo consistir en la crianza o educación. Era, pues, una de las retras, como se ha dicho, no usar de leyes escritas. Otra contra el lujo era la de que toda casa tuviera la armazón del tejado labrada de hacha, y las puertas de sola la sierra, sin otro instrumento; pues lo que después dijo Epaminondas de su mesa, “este convite no admite traición”, esto mismo lo había pensado antes Licurgo: “esta casa no consiente profusión y lujo”. Nadie a la verdad sería tan simple y menguado que en una casa pobre y popular fuese a poner o lechos con pies de plata, o alfombras brillantes, o vajilla de oro, u otra cosa de lujo consiguiente a éstas, sino que era preciso que a la casa correspondiese el lecho, a éste los paños, y a los paños todo el demás menaje y prevenciones. De este modo de vivir nació el que Leotíquidas el mayor, comiendo en Corinto, como viese que la armazón del techo de la casa era muy preciosa y artesonada, hubiera preguntado al huésped si entre ellos nacían escuadreados los maderos. Otra tercera retra refiérese de Licurgo, que era la que prohibía hacer guerra a los mismos enemigos, para que no se hagan guerreros con la costumbre de defenderse muchas veces; y esto fue de lo que tiempo adelante acusaron principalmente al rey Agesilao, porque con sus repetidas y multiplicadas incursiones y guerras en la Beocia había hecho contrarios dignos de los Lacedemonios a los Tebanos; y por lo mismo, viéndole herido Antálcidas, le dijo: “Éste es el premio con que los Tebanos te pagan su aprendizaje, pues no sabiendo ni queriendo pelear, tú se lo has enseñado”. A estos establecimientos les dio Licurgo el nombre de retras, como decretados por los Dioses y como sus oráculos.
XIV.- Como tenía por la mayor y más preciosa función del legislador el cuidado de la educación, tomándola de lejos, atendía como uno de los primeros objetos al matrimonio y a la procreación de los hijos; pues que no se dio luego por vencido en la empresa de hacer contenidas a las mujeres, como quiere Aristóteles, por no poder remediar la relajación e imperio de aquellas, a causa de que estando los hombres continuamente en el ejército tenían que dejarlas dueñas de todo, y que contemplarlas por lo mismo y llamarlas señoras; sino que también hizo en este punto lo que pudo. Ejercitó los cuerpos de las doncellas en correr, luchar, arrojar el disco y tirar con el arco, para que el arraigo de los hijos, tomando principio en unos cuerpos robustos, brotase con más fuerza; y llevando ellas los partos con vigor, estuviesen dispuestas para aguantar alegre y fácilmente los dolores. Removiendo, por otra parte, el regalo, el estarse a la sombra y toda delicadeza femenil, acostumbró a las doncellas a presentarse desnudas igualmente que los mancebos en sus reuniones, y a bailar así y cantar en ciertos sacrificios en presencia y a la vista de éstos. En ocasiones, usando ellas también de chanzas, los reprendían útilmente si en algo habían errado; y a las veces también, dirigiendo con cantares al efecto dispuestos alabanzas a los que las merecían, engendraban en los jóvenes una ambición y emulación laudables: porque el que había sido celebrado de valiente, viéndose señalado entre las doncellas, se engreía con los elogios; y las reprensiones, envueltas en el juego y la chanza, no eran de menos fuerza que los más estudiados documentos, mayormente porque a estos actos concurrían con los demás padres de familia los reyes y los ancianos. Y en esta desnudez de las doncellas nada había de deshonesto, porque la acompañaba el pudor y estaba lejos toda lascivia, y lo que producía era una costumbre sin inconveniente, y el deseo de tener buen cuerpo; tomando con lo femenil cierto gusto de un orgullo ingenuo, viendo que se las admitía a la parte en la virtud y en el deseo de gloria: así, a ellas era a quienes estaba bien el hablar y pensar como de Gorgo, mujer de Leónidas, se refiere, porque diciéndole, a lo que parece, una forastera: “¿Cómo vosotras solas las Espartanas domináis a los hombres?” “También nosotras solas- le respondió- parimos hombres”.
XV.- Estas mismas cosas preparaban los casamientos: hablo de las reuniones de las doncellas, del presentarse desnudas y de sus combates en presencia de los jóvenes, que eran atraídos por una necesidad no geométrica, sino amorosa, como dice Platón. Tachó Licurgo además a los célibes con cierta infamia: porque eran desechados del espectáculo de las doncellas en sus pompas; y en el invierno les hacían los presidentes dar desnudos una vuelta por la plaza; y los que por allí pasaban les cantaban cierto cantar, en el que se decía que les estaba bien empleado por no obedecer a las leyes. Eran asimismo privados de los honores que los jóvenes tributaban a los ancianos: así, nadie reprendió lo que contra Dercílidas se dijo, sin embargo, de ser un acreditado general; y fue que entrando él, uno de los jóvenes no le cedió el asiento, diciéndole: “Porque tú no dejas un hijo que me lo ceda a mí”. El casamiento era un rapto, no de doncellitas tiernas e inmaduras, sino grandes ya y núbiles. La que había sido robada era puesta en poder de la madrina, que le cortaba el cabello a raíz, y vistiéndola con ropa y zapatos de hombre, la recostaba sobre un mullido de ramas, sola y sin luz; el novio entonces, no embriagado ni trastornado, sino sobrio, como que venía de comer en el banquete público, se le acercaba, le desataba el ceñidor y se ayuntaba a ella, poniéndola sobre el lecho. Deteniéndose allí por poco tiempo, se retiraba tranquilamente adonde antes acostumbraba a dormir con los demás jóvenes; y en adelante hacía lo mismo, pasando el día con sus iguales, reposando con ellos, y no yendo en busca de la novia sino con mucha precaución, de vergüenza y de miedo de que lo sintiese alguno de los de adentro, en lo que le auxiliaba la novia, disponiendo y proporcionando que se reuniesen en oportunidad y sin ser notados de nadie; y esto solían ejecutarlo no por poco tiempo, sino que algunos tenían ya hijos antes de haber visto a sus mujeres a la luz del día. Este modo de comunicación no sólo era un ejercicio de continencia y moderación, sino que aun en los cuerpos los hacía de más poder, y en el amor como nuevos y recientes, no retirándose fastidiados o indiferentes como de un trato indecente, sino quedando siempre en uno y otro, reliquias de deseo y de complacencia. Y sin embargo de haber conciliado a los casamientos tanto pudor y decencia, no por eso dejó de desterrar los celos necios y mujeriles; porque lo que hizo fue remover del matrimonio la afrenta y todo desorden, dejando en comunión de los hijos y su procreación a todos los que lo merecían, y mirando con desdén a los que trataban de hacer estas cosas exclusivas e incomunicables a costa de muertes y de guerras; porque el marido anciano de una mujer moza, si había algún joven gracioso y bueno a quien tratara y de quien se agradase, podía introducirlo con su mujer, y, mejorando de casta, hacer propio lo que así se procrease. También a la inversa era permitido a un hombre excelente, que admiraba a una mujer bella y madre de hijos hermosos, casada con otro, persuadir al marido a que le consintiese gozar para tener en ella, como en un terreno recomendable por sus bellos frutos, hijos generosos, que fuesen semejantes y parientes de otros como ellos. Porque en primer lugar no miraba Licurgo a los hijos como propiedad de los padres, sino que los tenía por comunes de la ciudad: por lo que no quería que los ciudadanos fueran hijos indiferentemente de cualesquiera, sino de los más virtuosos; y por otra parte notaba de necias y orgullosas las disposiciones en este punto de otros legisladores, los cuales para las castas de los perros y de los caballos, por precio o por favor, buscan para padres los mejores que pueden hallarse, y en cuanto a las mujeres, cerrándolas como en una fortaleza, no permiten que procreen sino de sus maridos, aunque sean o necios, o caducos, o enfermizos; como si los malos hijos no lo fueran, antes que en daño de los demás, en daño de los que tienen en sus casas y los crían, y por el contrario los buenos, si tienen la suerte de ser bien nacidos. Con ser tales entonces estos establecimientos en lo físico y en lo político, se estuvo tan lejos de la liviandad de que más adelante fueron tachadas las mujeres, que se hacía increíble en Esparta la maldad del adulterio: así se conserva en memoria el dicho de Geradas, uno de los antiguos Espartanos, el cual, preguntado por un forastero qué pena se daba en Esparta a los adúlteros, le respondió: “Entre nosotros, oh huésped, no los hay”. Y replicándole: “¿Y en el caso que los hubiese?” “Pagan- dijo Geradas- un toro tan grande, que por encima del Taigeto beba del Eurotas”. Como el forastero se admirase y repusiese: “¿Cómo puede haber buey tan grande?”, sonriéndose Geradas volvió a decirle: “¿Y cómo puede haber un adúltero en Esparta?” Y esto es lo que se refiere acerca de sus casamientos.
XVI.- Nacido un hijo, no era dueño el padre de criarle, sino que, tomándole en los brazos, le llevaba a un sitio llamado Lesca, donde sentados los más ancianos de la tribu, reconocían el niño, y si era bien formado y robusto, disponían que se le criase repartiéndole una de las nueve mil suertes; mas, si le hallaban degenerado y monstruoso, mandaban llevarle las que se llamaban apotetas o expositorios, lugar profundo junto al Taigeto; como que, a un parto no dispuesto desde luego para tener un cuerpo bien formado y sano, por sí y por la ciudad le valía más esto que el vivir. Por tanto, las mujeres no lavaban con agua a los niños, sino con vino, haciendo como experiencia de su complexión, porque se tiene por cierto que los cuerpos epilépticos y enfermizos no prevalecen contra el vino, que los amortigua, y que los sanos se comprimen con él, y fortalecen sus miembros. Había también en las nodrizas su cuidado y arte particular; de manera que criaban a los niños sin fajas, procurando hacerlos liberales en sus miembros y su figura; fáciles y no melindrosos para ser alimentados; imperturbables en las tinieblas; sin miedo en la soledad, y no incómodos y fastidiosos con sus lloros. Por esto mismo muchos de otras partes compraban para sus hijos amas lacedemonias; y de Amicla, la que crió al ateniense Alcibíades, se dice que lo era; y a este mismo, según dice Platón, le puso Pericles por ayo a Zópiro, esclavo, que en nada se aventajaba a cualquiera otro esclavo. Mas, a los jóvenes Espartanos no los entregó Licurgo a la enseñanza de ayos comprados o mercenarios, ni aun era permitido a cada uno criar y educar a sus hijos como gustase; sino que él mismo, entregándose de todos a la edad de siete años, los repartió en clases, y haciéndolos compañeros y camaradas, los acostumbró a entretenerse y holgarse juntos. En cada clase puso por cabo de ella al que manifestaba más juicio y era más alentado y corajudo en sus luchas, al cual los otros le tenían respeto, y le obedecían y sufrían sus castigos, siendo aquella una escuela de obediencia. Los más ancianos los veían jugar, y de intento movían entre ellos disputas y riñas, notando así de paso la índole y naturaleza de cada uno en cuanto al valor y perseverar en las luchas. De letras no aprendían más que lo preciso; y toda la educación se dirigía a que fuesen bien mandados, sufridores del trabajo y vencedores en la guerra; por eso, según crecían en edad, crecían también las pruebas, rapándolos hasta la piel, haciéndoles andar descalzos y jugar por lo común desnudos. Cuando ya tenían doce años no gastaban túnica, ni se les daba más que una ropilla para todo el año; así, macilentos y delgados en sus cuerpos, no usaban ni de baños ni de aceites, y sólo algunos días se les permitía disfrutar de este regalo. Dormían juntos en fila y por clases sobre mullido de ramas que ellos mismos traían, rompiendo con la mano sin hierro alguno las puntas de las cañas que se crían a la orilla del Eurotas; y en el invierno echaban también de los que se llaman matalobos, y los mezclaban con las cañas, porque se creía que eran de naturaleza cálida.
XVII.- Cuando ya habían venido a este estado, se manifestaban los apasionados y amadores de los jóvenes que más se señalaban, y también los ancianos concurrían más a menudo a sus gimnasios, hallándose en sus luchas y sus chanzas, no de paso, sino en términos de parecer que todos eran padres, ayos y superiores también de todos; de manera que no había momento vacío, ni lugar libre de amonestador y castigador del que en algo errase. Nombrábase además un director de los jóvenes de entre los varones de más autoridad; y éste por clases elegía como por cabo al más prudente y belicoso de los Eirenes. Dan este nombre a los que están en el segundo año de haber salido de la puericia, y el de Meleirenes, a los de más edad de los jóvenes. El Eirén, pues, que tenía veinte años, mandaba a los que le estaban sujetos en las peleas, y de los mismos se valía como de sirvientes en los banquetes públicos. A los más crecidos les mandaba traer leña, y verduras a los más pequeños, y para traerlo lo hurtaban, unos yendo a los huertos y otros introduciéndose en los banquetes de los hombres con la mayor astucia y sigilo; el que se dejaba coger, llevaba muchos azotes con el látigo, haciéndosele cargo de desidioso y torpe en el robar. Robaban también lo que podían de las cosas de comer, estando en acecho de los que dormían o se descuidaban en su custodia, siendo la pena del que era cogido azotes y no comer; y, en general, su comida era escasa, para que por sí mismos remediaran esta penuria y se vieran precisados a ser resueltos y mañosos. Y éste era el objeto de la comida tan tasada: pero dicen que además servía para que los cuerpos creciesen: porque se tiene por cierto que el espíritu se difunde a lo largo cuando no tiene que detenerse y ocuparse mucho en lo ancho y profundo, comprimido del excesivo alimento, sino que va arriba por la misma ligereza, estando ágil el cuerpo, y prestándose con facilidad. Créese que conduce también para la belleza, porque las constituciones delgadas y esbeltas son más propias para que los cuerpos sean derechos, y las gruesas y bien mantenidas se oponen a esto por la pesadez; así como de las mujeres encinta se dice que, purgando, los hijos salen sí delgados, pero bellos y graciosos, por la ligereza de la materia, que es más dócil a la formación. Pero quede para mejor examen la causa de este suceso.
XVIII.- Con tal diligencia hacían los muchachos estos hurtos, que se cuenta de uno que hurtó un zorrillo y lo ocultó debajo de la ropa, y despedazándole este el vientre con las uñas y con los dientes, aguantó y se dejó morir por no ser descubierto; lo que no se hace increíble aun respecto de los jóvenes de ahora, a muchos de los cuales hemos visto desfallecer aguantando los azotes sobre el ara de Ártemis Ortia. En los banquetes sentado el Eirén, a uno le mandaba cantar y a otro le dirigía alguna pregunta que pidiese una meditada respuesta, como, por ejemplo: cuál de los hombres es el mejor, o qué le parecía tal acción de alguno. De este modo se acostumbraban desde luego a juzgar de lo bueno y honesto, y a poner cuidado en discernir las acciones de los ciudadanos, porque si preguntado alguno quién era buen ciudadano, o quién no tenía buen concepto, se hallaba dudoso en responder, teníanlo por señal de un espíritu tardo y poco inflamado en el amor de la virtud. La respuesta debía contener la causa, y una demostración encerrada en breve y cortada sentencia; y el castigo del que respondía sin reflexión era ser mordido por el Eirén en el pulgar. Muchas veces el Eirén, imponiendo estas penas a los muchachos a presencia de los ancianos y de los magistrados, daba las pruebas de que los castigaba con razón y como era debido; y mientras daba el castigo nada se le decía; pero, retirados los muchachos, se le hacía cargo si había sido en la reprensión más áspero de lo justo, o al revés, si había andado indulgente y blando. Los amadores tomaban parte en el concepto de los jóvenes en bien y en mal: así se dice que, habiendo un joven prorrumpido en la lucha con un grito impropio, fue multado su amador por los magistrados. Con todo de ser entre ellos tan recibido esto de tener amadores, que aun las mujeres de mayor opinión de bondad tenían doncellas a quienes amaban, no había celos ni envidias, sino que solía ser esto mismo principio de amistad entre sí en los que amaban a uno mismo, y de común acuerdo trabajaban en hacer a su amado el más excelente de todos.
XIX.- Era también una de las lecciones de los jóvenes enseñarlos a usar un lenguaje que tuviera cierta acrimonia mezclada con gracia, y que se hiciera muy notable por su concisión: porque con la moneda de hierro hizo Licurgo que en mucho peso tuviera poco valor, como hemos dicho; pero en cuanto a la moneda del lenguaje, por el contrario, quiso que en una dicción concisa y breve se encerrase mucho sentido; formando con el mismo silencio a los jóvenes sentenciosos y muy diestros en dar respuestas; porque así como en los dados a los placeres el exceso hace que por lo común queden débiles y enervados para la procreación, de la misma manera el inmoderado hablar hace la dicción necia y vacía de sentido. Dícese, pues, del rey Agis que burlándose un Ateniense de las espadas de los Lacedemonios por ser cortas, y diciendo que los jugadores de manos se las beberían con gran facilidad en sus tablados; “pues nosotros:- le respondió- alcanzamos muy bien con ellas a los enemigos”, a este mismo modo hallo yo que el lenguaje lacónico, que parece demasiado conciso, abraza bien los asuntos, y se clava en la mente de los oyentes: porque el mismo Licurgo parece que era también hombre de pocas palabras y muy sentencioso, si hemos de juzgar por las memorias que nos quedan: como, por ejemplo, en cuanto a gobierno, cuando a uno que deseaba se estableciese la democracia le respondió: “Establece tú primero democracia en tu casa.” Y en cuanto a sacrificios, que respondió al que le preguntaba por qué los había ordenado tan ligeros y de poco precio, “para que no nos quedemos algún día sin poder ser piadosos”; y en cuanto a los combates, que dijo no había prohibido a sus ciudadanos otras contiendas que aquellas en que no se extiende la mano. Corren también respuestas suyas de esta especie por cartas, como a los ciudadanos: ¿de qué manera nos libraremos de incursiones de los enemigos? - “si sois pobres y no podéis más uno que otro”; y acerca de las murallas, que “no está sin muros la ciudad que se ve coronada de hombres, y no de ladrillos”. Mas, en cuanto a la autenticidad de estas cartas, tan difícil es dar como negar el ascenso.
XX.- De lo mal que estaban con los largos razonamientos pueden servir de muestra estos apotegmas: el rey Leónidas, a uno que intempestivamente razonó bien sobre negocios importantes: “Huésped- le dijo-, hablas de lo que no conviene como conviene.” Carilao, el sobrino de Licurgo, preguntado acerca de lo pocas que eran las leyes de éste, respondió que “los que gastan pocas palabras no ha menester muchas leyes”. Arquidámidas, como algunos censurasen al sofista Hecateo, porque, convidado al banquete, nada había hablado en él: “El que sabe hablar- les dijo- sabe también el cuándo.” Sus dichos acres, que indiqué tenían también algún chiste, son por este término: Demarato, como un hombre notado por su conducta usase de chanzas con él, haciéndole impertinentes preguntas, y entre ellas le repitiese ésta muchas veces: “¿Quién es el mejor de los Espartanos?” “El que menos se parezca a ti”- le respondió- Agis, oyendo a algunos alabar a los de la Élide, porque fallaban con justicia en las fiestas olímpicas, “¿Qué mucho hacen los Eleensesdijo- en usar de justicia al cabo de cinco años en un solo día?”. Teopompo a un forastero que se mostraba afecto, y decía que sus conciudadanos le llamaban el amigo de los Espartanos: “Mejor te estaría, huésped, le respondió, que te llamasen el amigo de sus ciudadanos”. Plistónax, el de Pausanias, a un orador Ateniense, que llamó ignorantes a los Lacedemonios: “Muy bien dices- le repuso-, porque de los Griegos nosotros solos no hemos aprendido nada malo de vosotros”. Arquidámidas, a uno que preguntó cuántos eran los Espartanos: “Los bastantes- le dijo-, oh huésped, para acabar con los malos”. Aun en lo que decían como por juego se descubría el hábito que tenían formado; y es que se acostumbraban a no usar del habla sin objeto, y a no proferir voz ninguna que no encerrase un sentido digno de atención: así, el que fue convidado para oir a uno que imitaba muy bien al ruiseñor: “Yo- dijo- he oído al mismo ruiseñor muchas veces.” Otro, habiendo leído esta inscripción:
Por querer apagar la tiranía
fueron despojo del sangriento Marte,
muertos de Selinunte ante las puertas.
“Muy bien empleado- dijo- que muriesen, pues que no la dejaron que se abrasase toda.” Un joven, prometiéndole otro que le daría unos gallos que morían en la pelea: “Esos no- le dijo-; dame gallos que maten en la pelea.” Otro, viendo a algunos hombres que en un viaje eran llevados en sillas de manos: “No me dé Dios- dijo- que yo me siente donde no me ha de ser dado ceder el asiento a un anciano.” Era tal el carácter de sus apotegmas, que no sin causa dijeron algunos que más de espartano era el filosofar que el gustar de los ejercicios gimnásticos.
XXI.- No era menos atendida la educación que se les daba acerca del esmero y pureza en el lenguaje; y sus versos tenían cierto aguijón que elevaba el ánimo y promovía los intentos alentados y activos. La dicción era sencilla y sin ornato sobre asuntos graves y morales, siendo por lo común o elogios de los que habían muerto por Esparta, en los que se ponderaba su dichosa suerte, o reprensiones de los medrosos, haciendo ver la miserable y desgraciada vida que vivían, u ostentación también y jactancia de su virtud, que no desdecía de las respectivas edades: de los cuales poemas no será fuera de propósito presentar uno para muestra; porque formándose tres coros en las fiestas, según las edades, empezando el de los ancianos, cantaba:
Fuimos nosotros fuertes y animosos
cuando gozamos de la edad lozana.
Respondiendo el de los hombres de florida edad, decía:
Nosotros hoy lo somos: quien lo dude,
venga, y la prueba le estará bien cara.
El tercero de los mocitos:
Nosotros lo seremos algún día,
y a todos os haremos gran ventaja.
Finalmente, si alguno pusiese la atención en los poemas lacónicos, que todavía nos quedan algunos, y examinase sus ritmos marciales, los que cantaban a la flauta al tiempo de embestir a los enemigos, juzgaría que no sin razón unieron Terpandro y Píndaro la fortaleza con la música; porque el primero cantó de los Lacedemonios:
Florece allí de juventud el brío,
la dulce musa y la justicia franca.
Y Píndaro dice:
Allí de los ancianos el consejo,
la intrepidez de juventud brillante,
los coros, y las musas, y el contento:
porque a un tiempo los representan muy músicos y muy guerreros,
Que andar suelen al lado uno de otro,
usar bien del acero y de la lira,
como dice el poeta espartano. Porque antes de la batalla el rey sacrificaba a las Musas, como en memoria de su educación, y de que se estaba en momentos críticos, para que aquellas los asistiesen en los peligros y diesen a los que combatían hacer cosas dignas de que se hablase de ellos.
XXII.- A veces, alzando la mano en la aspereza de la educación, no impedían a los jóvenes que tuvieran algún cuidado del cabello y de su adorno en armas y vestidos, mirándolos con la complacencia con que se mira a los caballos, orgullosos y engreídos al dirigirse al combate. Por tanto, criando cabello luego que salían de la edad pueril, ponían en él particular esmero entre los peligros de la guerra, para que apareciese limpio y bien peinado, teniendo presente cierta sentencia de Licurgo a este propósito, porque decía que el cabello a los bien parecidos los hacía más hermosos, y a los feos mucho más espantosos. Aun en los ejercicios usaban de más blandura cuando estaban en el ejército, y todo el método de vida no lo llevaban allí para con los jóvenes tan riguroso y tan tirante: de manera que sólo para ellos, entre todos los hombres, venía a ser la guerra un descanso de los ejercicios marciales. Formada la falange, y estando ya a la vista los enemigos, el rey hacía el sacrificio de una cabra, y al mismo tiempo daba la orden a todos de que se coronasen, y a los flautistas la de que tañesen el aire de Cástor, y también daba el tono para el himno de embestir; de manera que todo esto, hacía grave y terrible la vista de unos hombres que marchaban al numeroso sonido de las flautas, sin claros en la falange, sin turbación alguna en sus espíritus, y que más bien con semblante dulce y alegre eran por la música como atraídos al peligro; pues no era de creer que cayese o excesivo miedo o excesiva cólera en hombres así dispuestos, sino una gran calma de espíritu con esperanza y osadía, como si un dios se les apareciese. Marchaba contra los enemigos el rey, teniendo consigo a uno que llevase corona obtenida en los juegos solemnes: refiérese, por tanto, que uno a quien en Olimpia se le daban grandes sumas por no luchar, y no quiso recibirlas, sino que con la mayor fatiga luchó y venció a su contrario, diciéndosele después: “¿Qué es lo que has adelantado, oh Espartano, con la victoria?”, respondió sonriéndose: “Pelearé con los enemigos formado delante del rey.” Vencidos y puestos en retirada los enemigos, los perseguían sólo hasta dejar con su fuga bien asegurada la victoria; y después retirábanse ellos también, no reputando por acción generosa o digna de los Griegos el deshacer y aniquilar a los que cedían y dejaban el campo; lo que no sólo era honesto y laudable, sino útil también: porque sabiendo los que tenían guerra con ellos que acababan con los que eran obstinados, pero perdonaban a los que se rendían, tenían por más provechoso el retirarse que el hacerles frente.
XXIII.- Del mismo Licurgo dice Hipias el sofista que era muy belicoso y experimentado en muchas expediciones, y Filostéfano le atribuye la distribución de la caballería en escuadrones, diciendo que el escuadrón, según aquel lo ordenó, era en número de cincuenta caballos, dispuestos en una formación que hacía cuadro; pero Demetrio Falereo es de sentir que de ningún modo se ocupó por sí en cosas de guerra, y que su gobierno fue pacifico. El haber dado su atención a la tregua de Olimpia inclina al mismo concepto de que era amante de la paz. Algunos refieren, según advierte Hermino, que Licurgo al principio no hizo caso ni tomó parte en las disposiciones de Ífito, y sólo yendo de viaje casualmente se halló de espectador a los juegos; pero que allí oyó a su espalda una voz como de hombre que le reprendía, y se maravillaba de que no inclinase a sus ciudadanos a tener parte en aquella solemne junta; y como volviéndose a ver quién era, de ningún modo viese presente al que le habló, reputándolo por cosa divina, se dirigió a Ífito, y contribuyó a hacer la fiesta más magnífica y más estable.
XXIV.- La educación duraba aún en la edad adulta; porque a nadie se le dejaba que viviese según su gusto, sino que la ciudad era como un campo donde todos guardaban el orden de vida prescrito, ocupándose en las cosas públicas, por estar en la inteligencia de que no eran suyos, sino de la patria: por tanto, mientras otra cosa no se les ordenaba, se ocupaban en ver lo que hacían los jóvenes; en enseñarles alguna cosa provechosa, o en aprenderla de los más ancianos. Porque de las cosas buenas y envidiables que Licurgo preparó a sus ciudadanos fue una la sobra de tiempo, no permitiéndoles que se dedicasen en ninguna manera a las artes mecánicas, y no teniendo por qué afanarse en allegar caudal, cosa que cuesta mucho cuidado y trabajo, por haber hecho la riqueza inútil y aún despreciable. La tierra se la cultivaban los Hilotas, los cuales les pagaban el canon establecido. Hallándose un viajero espartano en Atenas a tiempo que estaban reunidos los tribunales, y sabiendo que uno a quien se había impuesto la pena de los holgazanes se retiraba apesadumbrado, acompañándole sus amigos, que también lo sentían, pidió a los que se hallaban presentes que le mostraran un hombre acusado por una causa tan liberal: ¡por tan propio de esclavos tenían el afán en las obras mecánicas y la codicia! De pleitos fue consiguiente que se acabasen con el dinero, no pudiendo haber entre ellos ni avaricia ni miseria; gozando todos de abundancia en la igualdad, y manteniéndose con poco por su parsimonia. Las danzas, los regocijos, los convites y los pasatiempos de la caza, el gimnasio y las tertulias ocupaban toda su vida, cuando no militaban.
XXV.- Los que no tenían treinta años no bajaban nunca a la plaza, sino que, por medio de sus parientes y amadores, hacían los acopios que había menester. En los ancianos era también mal visto detenerse mucho tiempo en estas ocupaciones, y no gastar lo más del día en los gimnasios y en las tertulias, que hemos dicho las llamaban lescas; porque reunidos en éstas se entretenían honestamente unos con otros, sin acordarse de nada que condujese aumento de caudal o ganancia mercantil, sino que su principal ocupación consistía o en alabar una acción honesta, o en vituperar una cosa torpe, por juego, y con una risa que era maravillosamente útil para el aviso y la corrección; pues aun el mismo Licurgo no fue un hombre nimiamente severo; antes refiere Sosibio que introdujo la estatua de la risa, oportunamente, como un lenitivo del trabajo y de su género de vida, en los convites y en aquellos pasatiempos. En general, acostumbró a los ciudadanos a no querer ni aun saber vivir solos, sino a andar como las abejas, que siempre están en comunidad, siempre juntos alrededor de su caudillo, casi fuera de sí por el entusiasmo y ambición de parecer consagrados del todo a la patria; pudiendo verse esta idea aún en algunas de sus expresiones. Porque Pedareto, no habiendo sido elegido entre los trescientos, iba muy ufano, como regocijándose de que la ciudad tuviese trescientos que le aventajasen. Pisistrátidas, habiendo sido enviado de embajador con otros a los generales del rey de Persia, como éstos preguntasen si venían como particulares, o si eran enviados: “Si negociamos bien- respondió-, somos embajadores públicos; si no, venimos por nosotros mismos”. Argileonis, madre de Brásidas, viendo entrar en su casa a unos ciudadanos de Anfípolis que habían hecho viaje a Lacedemonia, les preguntó si Brásidas había muerto con honor y de un modo digno de Esparta; y celebrándole éstos a su hijo, y diciendo que otro igual no le tenía Esparta: “No digáis eso, huéspedes- les repuso-: Brásidas era bueno y honrado; pero Lacedemonia tiene otros muchos varones más excelentes que él.”
XXVI.- Al principio nombró el mismo Licurgo a los senadores, como hemos dicho, de entre los que le habían aconsejado y sostenido; pero luego, en lugar del que moría, estableció que se eligiese el que fuese reputado por más virtuoso entre los que pasaban de sesenta años. Contienda era ésta, sin duda, la más grande y más digna de disputarse de cuantas pueden ocurrir entre los hombres; porque no se trataba de elegir entre los ágiles el más ágil, entre los fuertes el más fuerte, sino de que el que fuese reputado por más virtuoso y prudente entre los prudentes y virtuosos tuviese para toda la vida por premio de la virtud un gran poder en la república, siendo dueño de la muerte, de la infamia, y en general de las cosas de más entidad. Hacíase la elección de esta manera: reunido el pueblo, elegía ciertos hombres de probidad, los que eran encerrados en una estancia próxima, donde, no pudiendo ni ver ni ser vistos, oían, sin embargo, la gritería de los congregados; porque era el clamor público el que decidía de la elección entre los candidatos, los cuales, no todos de una vez, sino de uno en uno por suerte, daban en silencio un paseo ante la junta. Los encerrados tenían unas listas, y en ellas señalaban el punto a que respecto de cada uno subía la gritería, no sabiendo de quién se trataba, sino sólo que fue el primero, el segundo, el tercero, u otro, según el número de los que habían ido pasando; y aquel por quien había sido de mayor número y más sostenida, era el que quedaba nombrado. Coronábase éste y visitaba los templos, llevando en su seguimiento a muchos jóvenes que lo ensalzaban y proclamaban, y también muchas mujeres, que con cánticos le elogiaban y le daban el parabién. Cada uno de sus apasionados le obsequiaba con un convite, diciéndole: “Con esta mesa te honra la patria.” Pasaba de allí al banquete público, donde todo se hacía según costumbre, excepto que al presentarle la segunda porción la tomaba y la guardaba; y después del banquete, a la puerta misma del edificio, concurriendo allí las mujeres de su parentela, llamaba a la que tenía en más aprecio, y, dándole la porción, le decía: “Que, habiéndola recibido como premio, se la regalaba”; con lo que las demás, elogiándola también, la acompañaban a su casa.
XXVII.- Arregló asimismo Licurgo perfectamente lo relativo a los entierros; porque trató en primer lugar de desterrar toda superstición, y, por lo tanto, no prohibió que se sepultasen los muertos dentro de la ciudad y que se pusiesen sus monumentos cerca de los templos; criando y familiarizando a los jóvenes con estos espectáculos, para que no se turbasen ni horrorizasen con la muerte, ni se tuviesen por contaminados con sólo tocar un cadáver o pasar por delante de una sepultura. Después mandó que nada se enterrase con el muerto, y sólo se envolviese en un paño encarnado con hojas de olivo. No era tampoco permitido inscribir otro nombre que el de quien moría en la guerra o el de las sacerdotisas. Señaló un tiempo muy limitado para el duelo, nada más que once días: al duodécimo se hacía un sacrificio a Deméter, y con esto debía cesar el duelo: porque no quiso ni ocio ni inacción; y en todo había mezclado, con lo que con templó preciso, o una excitación a la virtud o una invectiva contra el vicio. Cuidó también de que por todas partes hubiese en la ciudad muchedumbre de ejemplos, con los que criados y como impelidos los ciudadanos, era preciso que se excitasen y formasen a lo bueno y honesto. No le agradó, por tanto, que cualquiera saliese de viaje o anduviese por otras tierras, para que no trajeran costumbres extranjeras, usos de gente indisciplinada y diferencia de ideas sobre gobierno; y aun dispuso que se mandara salir a los extranjeros que sin objeto útil se fuesen introduciendo en la ciudad; no, como cree Tucídides, por miedo de que se hiciesen imitadores de su gobierno, y de que aprendiesen algo conducente a la virtud, sino antes para que no fuesen maestros de algún vicio. Porque con los cuerpos forasteros precisamente se han de introducir voces extranjeras; las voces nuevas llevan consigo nuevos pensamientos, de los que es preciso se originen muchos afectos y deseos discordes, que no guarden consonancia, como si fuese una armonía, con el gobierno establecido: por lo mismo, creía que más debía guardarse la ciudad de que tuviesen entrada las malas costumbres que de que se introdujesen cuerpos contagiados.
XXVIII.- En todo lo dicho, ningún vestigio hay de injusticia o de codicia que es lo que algunos achacan a las leyes de Licurgo, las cuales, dicen, así como proveen completamente a la fortaleza, son defectuosas en cuanto a la justicia. Si la llamada Criptia hubiese sido una de las instituciones de Licurgo, como dice Aristóteles, ésta habría sido la que a Platón le hubiera hecho formar el mal concepto que formó de aquel gobierno y del que lo estableció. Era de esta forma: los magistrados a cierto tiempo enviaban por diversas partes a los jóvenes que les parecía tenían más juicio, los cuales llevaban sólo su espada, el alimento absolutamente preciso, y nada más. Éstos, esparcidos de día por lugares escondidos, se recataban y guardaban reposo; pero a la noche salían a los caminos, y a los que cogían de los Hilotas les daban muerte; y muchas veces, yéndose por los campos, acababan con los más robustos y poderosos de ellos. Refiere Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso que, habiendo sido coronados como libres aquellos Hilotas que primero los Espartanos habían señalado como sobresalientes en valor, recorrieron así los templos de los Dioses, y de allí a poco, desaparecieron de repente, siendo más de dos mil en número, sin que ni entonces ni después haya podido nadie dar razón de cómo se les dio muerte. Aristóteles es también quien principalmente escribe que los Éforos lo primero que hacían al entrar en su cargo era denunciar la guerra a los Hilotas, para que no fuera cosa abominable el matarlos. Por otras cosas odiosas y duras se dice que se les hacía pasar, tanto, que obligándolos a beber inmoderadamente los llevaban por los banquetes públicos para que vieran los jóvenes lo que es la embriaguez, y los obligaban a entonar canciones y bailar danzas indecentes y ridículas, no permitiéndoles las que eran de hombres libres: por esto dicen que más adelante, mandándoseles a los Hilotas que fueron hechos cautivos por el ejército levantado en Tebas contra Esparta, que cantasen los poemas de Terpandro, de Alcmán y Espendente el Lacedemonio, se excusaron diciendo que no querían sus amos. Parece, por tanto, que los que dijeron que en Esparta los libres eran completamente libres, y los esclavos, esclavos hasta lo sumo, comprendieron muy bien lo que en este punto iba de Esparta a otros pueblos. Pienso, pues, que esta dureza se introdujo en Esparta más adelante, especialmente después del gran terremoto de resulta del cual se dice que los Hilotas, incorporándose con los Mesenios, causaron graves daños en toda la región, y pusieron a la ciudad en gran peligro: porque no atribuiría yo a Licurgo una institución tan atroz como la Criptia, infiriendo su carácter de la humanidad y justicia que en los demás de su vida resplandece, confirmado con el testimonio de Apolo.
XXIX.- Identificados ya con la costumbre sus principales establecimientos, y fortalecido suficientemente el gobierno para poder marchar por sí, y salvarse también por sí mismo, como con respecto al mundo dice Platón que Dios se complació al verle formado, y que se movía con el movimiento primero que le había impreso; de la misma manera regocijado y contento con la belleza y excelencia de su legislación puesta en obra, y que seguía su camino, meditó cómo, en cuanto es dado a la humana prudencia, la haría inmortal e inalterable para lo futuro. Congregándolos, pues, en junta a todos, les hizo presente que en general estaba todo bastante bien ordenado en la ciudad para hacerla feliz y virtuosa; pero lo más esencial y de mayor fuerza no lo introduciría sin haber antes acudido al oráculo de Apolo; por tanto, que deberían atenerse a las leyes establecidas y no alterar o innovar nada en ellas hasta que él volviese de Delfos; porque entonces haría lo que el dios prescribiese. Convinieron todos en ello, y le exhortaron al viaje; y con esto, tomando juramento primero a los reyes y senadores, y después a todos los ciudadanos, de que se mantendrían y vivirían en el gobierno constituido hasta que él volviese, partió Licurgo a Delfos. Presentado ante el oráculo, y haciendo sacrificio al dios, le preguntó si sus leyes eran propias y suficientes para que su ciudad fuese feliz y virtuosa, a lo que, como le respondiese el dios que las leyes estaban perfectamente establecidas, y que la ciudad sería muy ilustre y celebrada si se mantuviese en el gobierno de Licurgo, escribiendo este oráculo, lo envió a Esparta; mas, él, haciendo otro sacrificio al dios, y saludando a sus amigos y a su hijo, resolvió no dejar libres a sus ciudadanos del juramento, sino más bien salir espontáneamente de la vida, hallándose ya en una edad en la que se está en sazón o de vivir todavía, o de hacer punto si se quiere, cuando todo parece que ha llegado al colmo de la felicidad. Quitóse, pues, la vida con no comer, creyendo que en los hombres públicos conviene que aun la muerte no deje de ser pública, ni sin fruto el término de su vida, sino que éste participe de su virtud y de su actividad: y que para el que había ejecutado cosas tan grandes, el fallecimiento debía ser verdaderamente el remate de su felicidad, y su muerte, como la guarda de los bienes y dichas que durante su vida había preparado a sus ciudadanos, pues que le estaban ligados con el juramento de que se mantendrían en aquel gobierno hasta que volviese. Y no se engañó en su juicio, porque Esparta sobresalió en la Grecia en gobierno y en gloria por los quinientos años que observó las leyes de Licurgo; esto es, mientras que no hizo novedad en ellas ninguno de los catorce reyes que hubo desde él hasta Agis el de Arquidamo; puesto que la creación de los Éforos no fue mudanza, sino adición hecha al gobierno, e introducida al parecer en favor del pueblo, más bien sirvió para corroborar la aristocracia.
XXX.- Reinando, pues, Agis, se entrometió el dinero en Esparta, y con el dinero la invadió también la codicia y el ansia de la riqueza por medio de Lisandro, que, con ser inaccesible al dinero, llenó, sin embargo, a su patria de amor a la riqueza y de lujo, introduciendo en ella el oro y la plata y trastornando las leyes de Licurgo; reinando las cuales hasta allí no parecía que Esparta era un pueblo regido con un gobierno, sino una persona que hacía vida ejercitada y filosófica; o, por mejor decir, así como los poetas fingen que Heracles, no teniendo más consigo que una piel y un palo, recorría la tierra castigando a los tiranos injustos y crueles, de la misma manera esta ciudad, con sola una escítala y una mala ropilla, dominando a la Grecia muy según su grado y voluntad, deshizo autoridades injustas y tiránicas que se habían introducido en los gobiernos, decidió sobre guerras y sosegó tumultos, muchas veces sin ni siquiera mover un escudo, sino con sólo enviar un mensajero, al que todos acudían para hacer lo que se les mandaba y ordenaba, como las abejas cuando la reina se presenta: ¡tanto era lo que prevalecía en buenas leyes y en justicia! Así, yo no puedo menos de maravillarme de los que dicen que los Lacedemonios sabían ser mandados, pero ignoraban el mandar, y de los que celebran aquel apotegma del rey Teopompo, el cual, diciéndole uno que Esparta se había salvado por sus reyes, que sabían mandar: “Mejor por sus ciudadanos- le respondió-, que saben obedecer.” Porque no sufren el obedecer al que no es capaz de imperar, y la obediencia es instrucción que viene del que gobierna; porque el mandar bien es lo que produce el bien ejecutar; y a la manera que la perfección del arte de la equitación consiste en hacer al caballo manso y dócil, así es propio de la ciencia de reinar el formar súbditos obedientes. Los Lacedemonios, pues, inspiraban a los demás, no docilidad, sino deseo de ser mandados y de obedecerles: así es que no iban a pedirles o naves, o dinero, o soldados, sino un general espartano: y en alcanzándole, le empleaban con honor y respeto, como a Gilipo los Sicilianos, los de Calcis a Brásidas, y a Lisandro, Calicrátidas y Agesilao todos los habitantes del Asia: teniendo a estos grandes varones por moderadores y reguladores de cada pueblo y de quien le gobernaba, y mirando a la misma ciudad de Esparta como aya y maestra de una vida arreglada y de un gobierno bien ordenado; según lo cual, parece satirizó Estratonico a los pueblos; prescribiendo y mandando como por burla a los Atenienses ordenar procesiones; a los de Élide arreglar combates, como que en esto sobresalían, y a los Lacedemonios azotarlos cuando no lo hiciesen bien; lo que sólo se inventó para hacer reír; pero Antístenes el Socrático, viendo a los Tebanos muy orgullosos después de la batalla de Leuctras, dijo que en nada se diferenciaban de unos muchachuelos que se vanagloriaban de haber dado una zurra a su ayo.
XXXI.- Mas no entró en las miras de Licurgo dejar una ciudad que imperase a otras muchas, sino que, creído de que como en la vida de los hombres, así también en la de las ciudades, la felicidad no podía provenir sino de la virtud y de la concordia entre sí, con relación a esto la ordenó y conformó para que sus ciudadanos por muy largo tiempo se conservasen libres, independientes y moderados. Y este mismo tipo de gobierno se propusieron Platón, Diógenes y Zenón, y todos cuantos son alabados por haber querido hablar de estas cosas, con no habernos dejado más que letras y palabras. Licurgo, pues, que sacó a luz, no letras y palabras, sino un gobierno inimitable, y que a los que tenían por quimera la que llamaban disposición o idea de un sabio, les puso ante los ojos a toda una ciudad filosofando, justamente excedió en gloria a todos cuantos han puesto mano en estas cosas entre los griegos. Por esto dijo Aristóteles que gozaba en Lacedemonia unos honores muy inferiores a los que le eran debidos, no obstante ser grandes los que se le hacen, porque le está consagrado un templo, y, como a dios, se le hacen cada año sacrificios; dícese también que traídos a la patria sus despojos, cayó un rayo en el sepulcro; lo que no ha sucedido a ninguno otro de los personajes distinguidos, sino después a Eurípides, que murió y fue sepultado en Macedonia junto a Aretusa; de manera que fue para los apasionados de Eurípides una grande excelencia y un testimonio muy favorable el que le hubiese sucedido lo mismo que al hombre más amado de los Dioses y más santo le había sucedido antes. Algunos dicen que Licurgo murió en Cirra; y Apolótemis, que caminando a Élide; Timeo y Aristóxeno, que viviendo en Creta: y éste añade que los cretenses de Pergamina muestran su sepulcro junto a la carretera. Dícese que no dejó otro hijo que Antioro, muerto el cual, sin hijos, se extinguió su línea; pero sus amigos y parientes suscitaron una fiesta que duró por largo tiempo; y a los días en que tocaba los llamaban licúrgicos. Aristócrates el de Hiparco dice que los huéspedes de Licurgo, habiendo éste muerto en Creta, a su ruego quemaron su cuerpo, y arrojaron las cenizas al mar, para precaver el que, llevados sus despojos en algún tiempo a Lacedemonia, mudaran el gobierno, como que había vuelto y se había desatado el juramento, que es lo que hay que decir de Licurgo.
I.- Hay también sobre Numa una fuerte disputa en cuanto al tiempo en que vivió; sin embargo, de que parece que con exactitud se hizo subir hasta él a ciertas genealogías. Mas, Clodio en El elenco de los tiempos, porque así se halla intitulado este libro, se esfuerza a probar que los registros antiguos perecieron en las ruinas que con la invasión de los Galos experimentó la ciudad, y que los que ahora corren fueron contra la verdad supuestos por hombres que quisieron adular a los que de no correspondientes principios quisieron por fuerza ingerirse en las primeras familias y en las casas más ilustres. Hase dicho que Numa fue amigo y familiar de Pitágoras; y en este punto unos no quieren que Numa hubiese participado en manera alguna de la ilustración griega, como si por naturaleza hubiera sido poderoso y capaz de formarse por sí sólo a la virtud, o como si debiera atribuirse la educación de este monarca a algún bárbaro de más mérito que Pitágoras; y otros sostienen que Pitágoras vivió más adelante, y fue cinco generaciones posterior a la edad de Numa, y que Pitágoras el Espartano, que en Olimpia venció en la carrera por la Olimpíada decimosexta, en cuyo año tercero fue Numa creado rey, discurriendo por la Italia se avistó con Numa y le ayudó a coordinar su reino; de donde había provenido que al carácter romano, por la enseñanza de este Pitágoras, se le hubiese pegado mucho del de los Lacedemonios. Por otra parte, Numa, de origen, era Sabino; y los Sabinos tienen la pretensión de ser colonia de Esparta. El computar, pues, las épocas, es muy dificultoso, mayormente si se quiere coincidir con las de los Juegos Olímpicos; cuya relación se dice haber dado más tarde Hinias Eleo sin apoyo alguno para que se le deba creer. Referiremos, por tanto, lo que acerca de Numa nos parece digno de saberse, empezando por el exordio conveniente.
II.- Hallábase Roma en el año treinta y siete del reinado de Rómulo, y siendo el siete del quinto mes, día que hoy se llama las Nonas Capratinas, celebraba Rómulo fuera de la ciudad cierto sacrificio público junto al lago llamado de la Cabra, con asistencia del Senado y de la mayor parte del pueblo, cuando de repente se notó en el aire una grandísima alteración, que arrojó lluvia sobre la tierra con viento y tempestad; y sucedió que, sobrecogida la muchedumbre, huyó y se dispersó, y el rey desapareció, sin que se le hubiese podido encontrar, ni su cadáver tampoco, si había muerto; de lo que se originó una terrible sospecha contra los patricios, y corrió la voz en el pueblo de que incomodados ya de antemano con ser súbditos, y queriendo apoderarse de la autoridad, habían muerto al rey; porque parecía también que últimamente los había tratado con demasiada aspereza y despotismo. Lograron, con todo, curarse de esta sospecha, confiriendo a Rómulo honores divinos, como que no había muerto, sino que le había cabido mejor suerte, y jurando Proclo, uno de los más ilustres, haber visto a Rómulo que con armas era elevado al cielo, y haber oído una voz que le mandaba se le diese el nombre de Quirino. Mas otra nueva turbación y alboroto agitó luego a la ciudad con motivo de la elección del futuro rey; no hallándose todavía bien incorporados los forasteros con los primeros ciudadanos, estando inquieto el pueblo en sí mismo, y recelándose los patricios unos de otros por diferencias que también había entre ellos. Convenían todos en que se eligiese un rey; pero altercaban y estaban divididos, no sólo en cuanto a la persona, sino también en cuanto al pueblo de donde se tomaría este caudillo; porque a los primeros que con Rómulo fundaron la ciudad no se les hacía tolerable que, habiendo admitido a los Sabinos a participación de la ciudad y del territorio, se les precisase a ser dominados de los que habían recibido estos beneficios; y en favor de los Sabinos militaba la razón sumamente equitativa de que, muerto Tacio su rey, no se habían conmovido contra Rómulo, sino que le habían dejado reinar solo; y así, parecía que les tocaba otra vez el que se tomase el caudillo de entre ellos, puesto que no habían sido un pueblo subyugado que se hubiese unido a otro más poderoso, y que con su unión había crecido tanto en población la ciudad y se había aumentado tanto su grandeza. Con este motivo, pues, andaban alterados; mas, para que el alboroto no parase por la anarquía en disolución, permaneciendo suspenso el gobierno, dispusieron los patricios que, siendo ellos ciento y cincuenta, tomando cada uno separadamente las insignias reales, haría a los Dioses los sacrificios establecidos, y despacharía seis horas de la noche por Tacio y seis del día por Quirino; pareciendo que esta distribución así hecha con respecto a uno y otro tenía una completa igualdad para los que mandaban, y que la mudanza de la autoridad quitaba al pueblo todo motivo de envidia, al ver que una misma persona en el mismo día y en la misma noche pasaba de rey a ser particular; y a este modo de gobernarse le llaman los romanos interregno.
III.- No porque pareciese que así habían establecido un gobierno civil y benigno dejaron de caer en sospechas y nuevos disturbios, atribuyéndoseles que inclinaban la república a la oligarquía, y que, reteniendo entre sí como jugueteando la autoridad, no querían rey que les mandase. Transigieron, pues, entre sí los dos partidos que el uno eligiese rey del otro; porque éste sería el mejor modo de apaciguar la contienda, siendo preciso que el elegido los tratase con igualdad a ambos, agradecido con los unos porque le habían elegido y benévolo con los otros por el deudo y el origen. Permitieron los Sabinos a los Romanos que fuesen los primeros a elegir, y tuvieron éstos por mejor que reinase un Sabino elegido por ellos, que el que se les nombrara un Romano que aquellos designasen. Conferenciando, pues, entre sí, eligen de los Sabinos a Numa Pompilio, que, aunque no había sido de los que se trasladaron a Roma, era tan notoria a todos, su virtud, que apenas se oyó su nombre, con más gusto le recibieron los Sabinos que los mismos que le habían elegido. Anuncióse al pueblo todo lo resuelto, y de los más principales de unos y otros se enviaron mensajeros al elegido de común acuerdo, rogándole que viniese y se encargase del reino. Era Numa de la ciudad de Cures, insigne entre los Sabinos, de la que los Romanos, a una con los Sabinos que se les incorporaron, se dieron a sí mismos la denominación de Quirites; hijo de Pomponio, varón muy acreditado, y el más joven de cuatro hermanos. Había nacido por prodigiosa casualidad el mismo día en que Rómulo fundó a Roma, que fue el undécimo antes de las calendas de Mayo. Con ser por índole inclinado en sus costumbres a toda virtud, todavía rectificó su ánimo con la doctrina, la paciencia y la filosofía, librándolo no sólo de las pasiones que lo degradan, sino aun de la violencia y ansia, que suelen ser muy de la aprobación de los bárbaros; teniendo por cierto que la verdadera fortaleza consiste en limpiarse, por medio de la razón, de toda codicia. Por tanto, desterrando de su casa todo lujo v superfluidad, manifestándose juez y consejero irreprensible al propio y al extraño, y empleando en cuanto a sí mismo el tiempo que le quedaba libre, no en placeres o comodidades, sino en el culto de los Dioses, y en el conocimiento de su naturaleza y de su poder, en cuanto la razón lo alcanza, adquirió tal nombre y tanta gloria, que Tacio, el colega de Rómulo en el reino, teniendo una hija llamada Tacia, lo hizo su yerno. Mas no se engrió con este casamiento para irse al palacio del suegro, sino que permaneció entre los Sabinos para cuidar de su propio padre, ya anciano, prefiriendo también su mujer Tacia el sosiego al lado de su marido, que no era más que un particular, al honor y gloria de que gozaría en Roma por su padre. Y de ésta se dice que murió a los trece años de casada.
IV.- Numa, en tanto, retirándose de la ciudad y sus pasatiempos, hallaba placer en gozar del campo, y andando ordinariamente solo por los bosques de los Dioses y por los prados sagrados, en lugares solitarios hacía su residencia. De aquí tomaría principalmente fundamento la voz acerca de la Ninfa, y de que Numa no dejó la comunicación de los hombres por displicencia de carácter o por inclinación a la vida errante, sino porque habiendo tomado el gusto a un trato de más importancia, y sido elevado a un casamiento divino, unido con la Ninfa Egeria, que le amaba, y viviendo a su lado, vino a ser un hombre sumamente venturoso e instruido en las cosas de los Dioses. No tiene duda que esto es muy parecido a otras muchas fábulas antiguas, como las que los Frigios se complacieron en divulgar de Atis, los Bitinios de Heródoto, de Endimión los Árcades, y a este tenor otros de muchos hombres, que parece fueron bienhadados y amados de los Dioses. Y no va fuera de razón que, si Dios es amante del hombre, y no de los caballos o de las aves, se complazca en distinguir con su trato a los hombres que sobresalgan en bondad, y que no desdeñe ni crea le está mal la comunicación con un hombre de una virtud y talento divinos. Ahora, que haya también comunicación y amor de un dios con un cuerpo y una belleza humanos, esto es obra mayor el persuadirlo. Los Egipcios distinguen con algún viso de verosimilitud, diciendo que en cuanto a las mujeres no debe tenerse por imposible que se les llegue el espíritu de un dios y les infunda el principio de una concepción; mas, que en cuanto al hombre no hay cómo un dios se le llegue y comunique con su cuerpo; pero no tienen presente que en lo mezclado hay recíprocamente comunicación igual de una cosa con otra. Por lo que hace a aquella amistad de los Dioses con los hombres que suele llamarse amor, y se mira como un celo y cuidado de sus costumbres y de su virtud, estaría muy bien que la hubiese, y nada dicen fuera de lo conveniente los que cuentan que Forbante, Jacinto y Admeto, fueron amados de Apolo, como también Hipólito el de Sicione, de quien se dice cuántas veces navegaba de Sicione a Cirra se regocijaba la Pitia, como que el dios lo percibía y se holgaba también, pronunciando en verso heroico:
Hipólito otra vez; el bien amado.
Hipólito otra vez por el mar torna.
Corre asimismo la fábula de que Pan se enamoró de los versos de Píndaro, y de que cierta divinidad dio honor después de muertos a Arquíloco y a Hesíodo por sus poemas. Es fama igualmente que Sófocles en vida disfrutó el favor de hospedar a Esculapio, de lo que todavía quedan algunas pruebas, y que a su muerte otro dios cuidó de que no careciese de sepultura. ¿Y será justo, dando por ciertos estos hechos, resistirse a creer que Zaleuco, Minos, Zoroastres, Numa y Licurgo, que debían gobernar reinos y establecer gobiernos, tuviesen para esto mismo la asistencia de un dios? ¿No será más puesto en razón que los Dioses se acercasen con esmero a hombres como éstos para doctrinarlos y exhortarlos en cosas tan grandes, y que, de los poetas y los líricos, si tal ha sido, se valiesen sólo como por juego en sus cantilenas? Si otros entienden otra cosa, ancho es, como dice Baquílides, el camino: pues no debe mirarse como desacertada la otra opinión que corre acerca de Licurgo, Numa y otros, según la cual, teniendo estos varones insignes que manejar pueblos indóciles y que hacer grandes novedades en el gobierno, les pusieron por delante la opinión y nombre de un dios para bien de aquellos mismos con quienes usaban de esta apariencia
V.- Hallábase Numa en el cuadragésimo año de su edad cuando llegaron los mensajeros de Roma brindándole con el reino. Llevaron la palabra Proclo y Veleso, de los cuales era casi indudable que el uno o el otro habría sido elegido rey por el pueblo; teniendo Proclo de su parte a las gentes que podían llamarse de Rómulo, y Veleso a las de Tacio. Fueron breves sus discursos, creyendo que habría bastante con anunciar a Numa su buena dicha, pero era obra, según se vio, de muchas más palabras y ruegos el persuadirle, y el inclinar a un hombre acostumbrado a vivir en paz y sosiego a que aceptase el mando de una ciudad que se podía decir había nacido acrecentándose con la guerra. Respondió, pues, presente su padre y Marcio, uno de sus parientes, de este modo: “Toda mudanza en el método de vida es peligrosa, y a quien nada le falta de lo que ha menester, ni nada de lo presente le da disgusto, sólo la ignorancia puede moverle y apartarle de aquellas cosas a que está hecho; las que cuando nada más tengan para ser preferidas, en la seguridad a lo menos se aventajan mucho, a las que están por ver: si es que esto puede decirse con respecto al reino, en vista de lo que con Rómulo ha sucedido: habiendo caído sobre él la mala sospecha de que armó asechanzas a su colega Tacio; y sobre vuestros iguales la de que a él mismo le han quitado la vida. Y a Rómulo se le celebra con encomios como hijo de Dioses, y se habla de su prodigiosa crianza, y de la manera increíble cómo se salvó siendo niño; pero yo procedo de mortales; mi crianza y educación la han hecho hombres que no os son desconocidos, y cuadra mal con el haber de reinar lo que se elogia en mi conducta, que es mucha tranquilidad, dar mi atención a discursos de pura teoría, y además, como consiguiente, este inoportuno amor de la paz, de todas las artes no guerreras, y de los hombres que sólo se juntan con objeto de dar culto a los Dioses y de formarse a la virtud, y en lo demás cada uno de por sí o labran o apacientan. A vosotros, oh Romanos, os ha dejado Rómulo muchas guerras, quizá involuntarias, para cuyo buen éxito se necesita de un rey fogoso y de florida edad; y en el pueblo, por la buena suerte que le ha seguido, se ha engendrado hábito y deseo de la guerra, sin que a nadie se le oculte su tendencia a dominar a los demás: reiríase, por tanto, del que sólo reverenciase a los Dioses, y enseñase a honrar la justicia, y detestar la guerra en una ciudad que más que rey ha menester un general experto.”
VI.- Con estas razones se excusó Numa de admitir el reino; pero los Romanos ponían el mayor empeño en convencerle, rogándole además no diese lugar a que cayesen en nuevas disensiones y en la guerra civil, pues que no había otro ninguno en quien conviniesen los dos partidos; y retirados éstos, también su padre y Marcio, instando por su parte, le persuadían a que aceptase un don tan grande y que podía reputarse por divino. “Si tú- decían- no has menester riqueza por tu moderación, ni apeteces la gloria del mando y el poder, porque hallas mayor gloria en la virtud, piensa que el reinar es un servicio y obsequio a Dios, que despierta y no deja permanecer ociosa en ti tanta justicia: no rehúses, pues, ni deseches una autoridad que puede ser para ti un campo de grandes y brillantes acciones, proporcionando para los Dioses un culto magnífico y la mejora de costumbres para los hombres, que muy fácil y prontamente son conducidos y reformados por el que los manda. Estos mismos respetaron a Tacio, con ser un jefe advenedizo, y divinizan la memoria de Rómulo tributándole culto; ¿y quién sabe si también el pueblo vencedor mirará ya con hastío la guerra, y llenos de triunfos y de despojos, desearán por amor de la paz y de las buenas leyes un jefe sosegado y amigo de la justicia? ¿Y si del todo están enloquecidos con la guerra, no será mejor dirigir a otra parte sus ímpetus, pues que has de tener las riendas en la mano, y ser en beneficio de su patria y de todo el pueblo sabino un vínculo de benevolencia y concordia para con una ciudad floreciente, y que ha adquirido gran poder?” Uníanse también con estas cosas, según se cuenta, señales faustas, y gran celo y empeño de parte de sus conciudadanos que, luego que se divulgó la noticia del mensaje, acudieron a rogarle que fuese y se encargase del reino, para más segura unión e incorporación de los dos pueblos.
VII.- Luego que se dejó vencer, haciendo sacrificio a los Dioses, se puso en camino para Roma. Saliéronle a recibir el Senado y el pueblo por el desmedido amor que le tenían; las matronas le dirigían gloriosos encomios; en los templos se hacían por él sacrificios, y en todos resplandecía el júbilo como si cada uno recibiera, no al rey, sino al reino. Luego que llegaron a la plaza, el que en aquel momento era por turno interrey, Espurio Vecio, dio a los ciudadanos los cálculos para votar, y todos le votaron: trajéronle entonces las insignias reales, pero mandó que se detuviesen, porque no se daba por satisfecho hasta recibir el reino también de manos de los Dioses. Congregando, pues, a los augures y a los sacerdotes, subió al Capitolio, al que entonces los romanos le llamaban collado Tarpeyo. Allí el presidente de los augures, volviéndole encubierto hacia el mediodía, y puesto en pie a su espalda, tocándole con la mano la cabeza, hacía plegarias; y dirigiendo la vista a todas partes, examinaba qué era lo que pronunciaban los Dioses por medio de los agüeros o los prodigios. Apoderóse entonces de toda la plaza y su inmenso gentío un increíble silencio, estando todos en grande expectación, y como pendientes de lo que iba a suceder, hasta que las aves dieron faustos agüeros y volaron derechas. Vistiéndose de este modo Numa la real púrpura, bajó de aquella eminencia a donde se hallaba el pueblo, siendo muchas las aclamaciones, y dándose todos, las manos porque les había cabido el más amado de los Dioses. Apenas se encargó del mando, lo primero que hizo fue disolver el cuerpo de los trescientos lanceros que Rómulo había tenido siempre cerca de su persona, y a los que llamó céleres que quiere decir prontos; porque ni quería desconfiar de los que confiaban, ni reinar sobre desconfiados. En segundo lugar, a los sacerdotes de Júpiter y de Marte añadió otro tercero de Rómulo, al que llamó Flamen Quirinal. Aun a los dos más antiguos se les dio este nombre de Flámines, por el gorro, según se dice, que les circundaba la cabeza, como si dijéramos en griego pilámines, porque era más frecuente que ahora mezclar voces griegas con las latinas; así, de las sobrevestes que llevaban los reyes, y se llamaban lenas, dice Juba que eran Khlainas, y que el niño pátrimo y mátrimo que sirve de ministro al sacerdote de Júpiter se llamaba Camilo, al modo que algunos griegos han dado a Hermes el epíteto de Cadmilo por causa de su ministerio.
VIII.- Dispuestas así estas cosas por Numa en gracia y obsequio del pueblo, inmediatamente toma por su cuenta, manejando la ciudad a la manera que el hierro, volverla de dura y guerrera más suave y más justa; porque ésta era verdaderamente la ciudad que Platón llama inflamada habiendo concurrido a ella en el principio de todas partes, por una osadía y un arrojo excesivo, los hombres más resueltos y belicosos; y habiendo servido como de pábulo para el aumento de su poder, los muchos ejércitos y las guerras no interrumpidas; de manera que como las estacas se afirman con los golpes, así ella se fortaleció con los peligros. Juzgando, pues, que no era cosa ligera y de poco trabajo conducir y poner en orden de paz a un pueblo tan exaltado y alborotado, invocó el auxilio de los Dioses, halagando y ablandando en él lo orgulloso y lo guerrero por lo más con sacrificios, con procesiones y con danzas que él mismo celebró e instituyó, y que reunían con la majestad y aparato un atractivo gracioso y cierto placer que inspiraba humanidad. En ocasiones denunciaba terrores de parte de los Dioses, y fantasmas monstruosas de Genios, y voces infaustas, cautivando y anonadando sus ánimos por medio de la superstición; de donde principalmente se originó la opinión de haber sido instruido y educado por Pitágoras, que le fue contemporáneo; porque fue gran refugio para ambos, para el uno en la filosofía y para el otro en la política, su inmediación y trato con los Dioses; y aun se dice que aquel fasto y pompa exterior se tomó también de la misma conducta de Pitágoras. Porque parece asimismo que éste domesticó un águila, a la que paraba con ciertas palabras y la hacía venir volando sobre su cabeza; y en Olimpia mostró un muslo de oro, en ocasión de concurrir a aquellos juegos, con otros muchos artificios y acciones prodigiosas que de él se refieren, y con motivo de las cuales Timon el fliasio dijo:
De entre los hombres quita a ese ambicioso
de Pitágoras, diestro en embelecos,
y en palabras profuso altisonantes.
El artificio de Numa era el amor hacia él de una Diosa o Ninfa de los montes, y el trato arcano que con él tenía, como ya se ha dicho, y su continuo comercio con las Musas, porque la mayor parte de sus vaticinios los refirió a las Musas, y enseñó a los Romanos a venerar más especial y magníficamente a una Musa, a la que llamó Tácita, como silenciosa o muda; lo que parece que es de quien recuerda y tiene en estima la taciturnidad pitagórea. También sus establecimientos acerca de los simulacros parecen hermanos de los dogmas de Pitágoras; porque fue opinión de éste que lo primero, o principio, no era sensible o pasible, sino invisible, incorruptible, inteligible; y del mismo modo Numa prohibió a los Romanos que imaginasen en Dios figura de hombre o de animal: así, al principio, no se vio entre ellos, ni en pintura ni en estatua la imagen de dios, sino que en los primeros ciento y setenta años tuvieron sí templos, y levantaron santuarios, mas no hicieron estatua o simulacro alguno: no dieron, pues, semejanza a lo santo, a lo excelente de lo inferior, ni a Dios se le pudo comprender por otro medio que con el entendimiento. Lo relativo a los sacrificios participó asimismo de los ritos de Pitágoras, porque aquellos eran incruentos, haciéndose por lo común con farro, con libaciones y cosas que estaban muy a la mano. Fuera de esto, de otros argumentos exteriores se han valido los que han hecho cotejo de uno con otro. Uno de estos argumentos es que los Romanos adoptaron por ciudadano a Pitágoras, según que en un discurso dedicado a Antenor lo dejó escrito Epicarmo el Cómico, hombre antiguo y que participó de la enseñanza de Pitágoras. Otros traen también a cuenta el que habiendo tenido Numa cuatro hijos, a uno le dio el nombre del hijo de Pitágoras, llamándole Mamerco. De éste desciende la familia de los Emilios, incorporada con las patricias, y ese nombre viene de querer el rey adular a Pitágoras, con representar así la festividad y gracia de su lenguaje. Yo mismo en Roma he oído referir a muchos que habiéndoseles dado en tiempos pasados el oráculo de que tuvieran consigo al más juicioso y al más valiente de los griegos, pusieron en la plaza dos estatuas de bronce, la una de Alcibíades y la otra de Pitágoras. Mas querer, o impugnar, o persuadir estas cosas, que envuelven mil opiniones diversas, sería gastar el tiempo en disputas pueriles.
IX.- Atribúyese también a Numa el arreglo y creación de los sacerdotes, a los que llaman pontífices, y aun dicen que fue Pontífice máximo. Este nombre de pontífices unos lo deducen del ministerio que prestan a los Dioses poderosos y dueños de todo; porque el poderoso en lengua romana es potens. Otros dicen que llevan en sí la excepción de lo que no se puede, como si el legislador mandase a los sacerdotes hacer cuanto les fuese posible en los sacrificios, sin hacerles cargo si algún impedimento mayor se les oponía. La mayor parte, sin embargo, aprueba una etimología ridícula de este nombre, como si no significara otra cosa que hacedores de puentes, tomados de los sacrosantos y antiguos sacrificios que se hacían en el puente, al que los latinos le llaman pontem; y que el cuidado y reparo de los puentes, al modo de los demás ritos patrios, era del cargo e inspección de los sacerdotes; teniendo los Romanos, no sólo por no permitido, sino por abominable el que llegase a romperse el puente de madera. Dícese que éste absolutamente estaba enlazado y trabado, conforme a cierto oráculo, con sólo maderos, sin hierro alguno, y el de piedra se hizo mucho tiempo después, siendo cuestor Emilio. Aun del mismo de madera se dice que es posterior al tiempo de Numa, habiéndole concluido su nieto Marcio durante su reinado. El Pontífice Máximo venía a tener cargo de intérprete y de profeta, o más bien de hierofante, cuidando, no solamente de los sacrificios públicos, sino velando también sobre los que cada particular hacía, e impidiendo que se faltase a nada de lo prescrito, y enseñando además qué culto y qué expiación correspondía a cada uno de los Dioses. Era también superintendente de las vírgenes sagradas que se llaman Vestales; atribuyéndose a Numa la institución de estas vírgenes vestales, y en general todo lo relativo al cuidado y veneración del fuego inmortal de que son guardas; o porque se llevase la idea de confiar la esencia pura e incorruptible del fuego a unos cuerpos limpios e incontaminados, o porque se quisiese poner al lado de la virginidad un ser infructífero e improductivo; pues en la Grecia, donde hay fuego inextinguible, como en Delfos y en Atenas, no son vírgenes, sino mujeres que ya están fuera del estado del matrimonio, las que tienen este cuidado. Si por alguna casualidad llega a faltar, como en Atenas se dice haberse apagado la lámpara sagrada bajo la tiranía de Aristión, y en Delfos incendiado el templo por los Medos, y en los tiempos de la guerra de Mitrídates y de la guerra civil haber desaparecido el fuego juntamente con el ara; si falta, pues, dicen que no debe encenderse de otro fuego, sino hacerse fuego nuevo o reciente, encendiendo al sol una llama pura y no contaminada. Enciéndenlo principalmente con unos vasos hechos con lados iguales y excavados, digámoslo así, en forma de triángulo isósceles, viniendo de la circunferencia a unirse en un centro. Cada uno de estos vasos se pone vuelto al sol, de manera que los rayos que se recogen por todas partes se reúnan y acumulen en el centro, divide el aire, enrareciéndolo, y prontamente por medio de la reflexión enciende las materias ligeras y secas que se le aplican, tomando los rayos en esta disposición un cuerpo inflamado. Algunos creen que las vestales ningún otro destino tienen que el de guardar este fuego; pero otros dicen que hay allí otros misterios encerrados, de los que en la Vida de Camilo decimos hasta dónde es lícito, o preguntar, o hacer conversación.
X.- Dicen que primero fueron consagradas por Numa las vestales Gegania y Berenia, y después Canuleya y Tarpeya, y que últimamente por Servio se añadieron otras dos; y este es el número que se ha conservado hasta estos tiempos. El término prefijado por el rey a la continencia de estas sagradas vírgenes es el de treinta años: de él, en la primera década aprenden lo que tienen que hacer; en la segunda ejecutan lo que aprendieron, y en la tercera enseñan ellas a otras. Después de pasado este tiempo, a la que quiere se le permite casarse y abrazar otro género de vida, retirándose del sacerdocio; aunque se dice que no han sido muchas las que se han valido de esta concesión, y que a las que se han valido de ella no les han sucedido las cosas prósperamente, sino que entregadas al arrepentimiento y al disgusto por el resto de sus días, ha sido causa de superstición para las demás, tanto que hasta la vejez y la muerte han aguantado permaneciendo vírgenes. Concédenseles grandes prerrogativas, entre ellas la de estar viviendo todavía el padre, y hacer sin necesidad de tutores sus negocios, como las que son madres de tres hijos: llevan lictores cuando salen a la calle; y si por caso se encuentra con ellas uno que es llevado al suplicio, no se le quita la vida; pero es necesario que jure la virgen que el encuentro ha sido involuntario y fortuito, no preparado de intento; el que pasa por debajo de la litera cuando van en ella paga con la vida. Castígaselas también, y la pena suele ser golpes dados por Pontífice Máximo, para lo que algunas veces desnudan a la culpada en un lugar oscuro, corriendo una cortina. La que ha violado la virginidad es enterrada viva junto a la puerta llamada Colina, donde a la parte de adentro de la ciudad hay una eminencia que se extiende bastante, llamada en latín el montón. Hácese allí una casita subterránea muy reducida, con una bajada desde lo alto; tiénese dispuesta en ella una cama con su ropa, una lámpara encendida, y muy ligero acopio de las cosas más necesarias para la vida, como pan, agua, leche en una jarra, aceite, como si tuvieran por abominable destruir por el hambre un cuerpo consagrado a grandes misterios. Ponen a la que va a ser castigada en una litera, y asegurándola por afuera, y comprimiéndola con cordeles para que no pueda formar voz que se oiga, la llevan así por la plaza. Quedan todos pasmados y en silencio, y la acompañan sin proferir una palabra, con indecible tristeza: de manera que no hay espectáculo más terrible, ni la ciudad tiene día más lamentable que aquel. Cuando la litera ha llegado al sitio, desátanle los ministros los cordeles, y el Pontífice Máximo, pronunciando ciertas preces arcanas y tendiendo las manos a los Dioses por aquel paso, la conduce encubierta, y la pone sobre la escalera que va hacia abajo a la casita; vuélvese desde allí con los demás sacerdotes, y luego que la infeliz baja, se quita la escalera, y se cubre la casita, echándole encima mucha tierra desde arriba, hasta que el sitio queda igual con todo aquel terreno; y ésta es la pena que se impone a las que abandonan la virginidad que habían consagrado.
XI.- Numa edificó también, según es fama, el templo redondo de Vesta, para que en él se guardase el fuego sagrado, tratando de imitar, no la forma de la tierra como si fuese Vesta, sino la del universo mundo, cuyo medio, según los Pitagóricos, lo forma el fuego, y a éste es al que llaman Vesta y Mónade; y de la tierra opinan que ni es inmóvil, ni está en medio, sino puesta en equilibrio alrededor del fuego, sin ser de las primeras y más importantes partes del mundo. Éste, dicen que fue también el modo de pensar de Platón, siendo ya anciano, acerca de la tierra; a saber, que está en región ajena, cuyo medio ocupa otro cuerpo más excelente.
XII.- Explican asimismo los Pontífices a los que los consultan lo que toca a los entierros, habiendo sido una de las instrucciones de Numa, que nada en esta parte debe reputarse mancha, sino que con estas legales ceremonias se da culto a los Dioses de allá, que son los que reciben la mejor parte de nuestro ser, y más particularmente a la llamada Libitina, Diosa inspectora de lo que es santo en orden a los muertos, ya sea Proserpina, o ya más bien Venus, como opinan los Romanos más instruidos, refiriendo no mal al poder de una misma diosa lo que pertenece al nacimiento y a la muerte. Él mismo arregló los duelos por edades y tiempos, como por un niño menor de tres años, que no se haga duelo; por uno de más tiempo el duelo no ha de ser de más meses que años vivió, hasta diez, sin pasar de allí por edad ninguna, sino que el más largo tiempo de duelo había de ser de diez meses, el mismo porque las mujeres debían permanecer viudas: la que se casaba antes, sacrificaba una vaca preñada, por ley de Numa. Habiendo creado Numa otros sacerdocios, haremos todavía mención de dos de ellos, del de los Salios y el de los Feciales, por ser los que más prueban su piedad. Porque los Feciales venían a ser unos conservadores de la paz, a lo que yo entiendo, tomando el nombre del mismo ministerio; pues con sus palabras disipaban las contiendas, no permitiendo que se recurriera a las armas hasta que se hubiese perdido toda esperanza de obtener justicia; porque los griegos explican también con el nombre de la paz el desatar sus disputas sin el uso de la fuerza, empleando solamente de unos a otros la persuasión. Los Feciales de los Romanos muchas veces se dirigían a los que cometían alguna violencia, exhortándolos a la reparación: si se negaban, tomando por testigos a los Dioses, y haciendo terribles imprecaciones contra sí mismos y contra su patria, si no habían hablado en justicia, así les denunciaban la guerra. Oponiéndose ellos, o no conviniendo, ni al soldado ni al rey era lícito tomar las armas; sino que, tomando por aquí el principio de la guerra para ser justa, después era cuando debía el jefe tratar de lo que convenía para hacerla; y pasa por cierto que aquella calamidad de la invasión de los Galos le vino a la ciudad por haberse traspasado estos ritos. Sucedió, pues, que los bárbaros cercaban a Clusio, y fue enviado de mensajero al ejército Fabio Ambusto, con el objeto de tratar por los sitiados, y como se le respondiese ásperamente, creyó que su misión estaba fenecida, y tomando las armas por los Clusinos con ardor juvenil, provocó a combate al más alentado de los bárbaros. Y lo que es el combate le sucedió felizmente, habiendo vencido y despojado a su contrario; pero sabedores los Galos, enviaron mensajero por su parte a Roma, acusando a Fabio de que contra los tratados y contra la fe les había hecho una guerra no denunciada. Entonces, los Feciales bien persuadieron al Senado que Fabio fuese entregado a los Galos; pero él, acogiéndose a la muchedumbre, y valiéndose del favor del pueblo que le amparó, evitó la pena; mas, de allí a poco sobreviniendo los Galos asolaron a Roma, a excepción solamente del Capitolio. Trátase de estas cosas con más extensión en la Vida de Camilo.
XIII.- Los sacerdotes salios dícese que se crearon con este motivo: en el año octavo del reinado de Numa una enfermedad pestilente que corrió la Italia, afligió también a Roma. Estando ya todos desalentados, cuéntase que una rodela de bronce arrojada del cielo vino a caer en las manos de Numa; acerca de la cual refirió éste una maravillosa declaración, que había recibido de Egeria y de las Musas: que aquella arma venía en salvación de la ciudad, y debía tenerse en gran custodia, haciéndose otras once en la figura, en la magnitud y en la forma del todo parecidas a ella, de manera que un ladrón no tuviera medio, a causa de la semejanza, de acertar con la venida del cielo; y que además aquel terreno debía consagrarse a las Musas con los prados inmediatos, adonde por lo común concurrían a conferenciar con él: y la fuente que regaba el mismo terreno había de designarse como agua sagrada para las vírgenes vestales, a fin de que yendo a tomarla todos los días, con ella lavaran y asearan el templo; de todo lo que dicen da testimonio el haber cesado al punto la peste. Presentó, pues, la rodela, y dando orden de que trabajaran los artistas en las que habían de hacerse semejantes, todos los demás desistieron; sólo Veturio Mamurio, que era operario sobresaliente, se acercó tanto a la semejanza, y las sacó todas tan parecidas, que ni el mismo Numa sabía distinguirlas. Pues para su custodia y cuidado creó a los sacerdotes salios. Tomaron este nombre de Salios, no como han inventado algunos, de un hombre de Samotracia o Mantinea llamado Salio, que enseñó la danza armada, sino más bien de esta misma danza, que es saltante, y la ejecutan corriendo la ciudad, cuando en el mes de marzo toman las rodelas sagradas, vestidos con túnicas de púrpura, ceñidos con tahalís bronceados, llevando morriones también de bronce, y golpeando las armas con dagas cortas. Lo demás de esta danza, ya es obra de los pies, porque se mueven graciosamente haciendo giros y mudanzas con un compás vivo y frecuente, que hace muestren vigor y ligereza. Las rodelas se llaman anciles, o por la forma, porque no son un círculo ni hacen circunferencia, sino que tienen el corte de una línea torcida, cuyos extremos hacen dobleces, e inclinándose los unos hacia los otros dan una forma curva; o por el codo, que es donde se llevan. Todo esto es de Juba, que se empeñó en hacer griego este nombre. Podría también haberse tomado la denominación de su venida de arriba o de la curación de los enfermos, o del término de la sequía, o también de la cesación de la epidemia; según lo cual a los Dióscuros los Atenienses les dijeron ánaces, ya que hayamos de referir este nombre precisamente a la lengua griega. Mamurio dicen que fue premiado de su habilidad con la memoria que los Salios hacían de él en una oda que cantaban durante aquella su danza pírrica: otros dicen que era a Veturio Mamurio a quien se celebraba, y otros que la tradición antigua: ueterem memoriam.
XIV.- Luego que hubo arreglado los sacerdocios, edificó junto al templo de Vesta la que se llamó Regia, esto es, Casa o Palacio Real, y allí pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en las cosas sagradas o instruyendo a los sacerdotes, o entreteniéndose con ellos en la investigación de las cosas tocantes a la divinidad. Tenía otra casa el collado Quirinal, cuyo sitio se muestra todavía. En las grandes fiestas, y generalmente en todas las procesiones sacerdotales, iban ciertos ministros por la ciudad previniendo el reposo, y que se cesase en todo trabajo: porque, así como se dice de los Pitagóricos que no consentían se adorase u orase a los Dioses de paso, sino yendo de casa preparados y dispuestos, de la misma manera creía Numa que los ciudadanos no debían oír ni ver de paso y sin propósito nada de lo perteneciente a la religión, sino estando desembarazados de todo otro cuidado, y aplicando sus sentidos, como a la obra más grande, a la que tenía por objeto a la piedad; para lo que se preparaba que las calles estuviesen libres de los ruidos, alborotos y voces que suelen acompañar a los trabajos indispensables y manuales. Consérvase aún hoy cierto vestigio, cuando al tiempo que el cónsul se ocupa en atender a las aves, o en sacrificar, gritan los ministros: hoc age; expresión que significa haz lo que haces, y con ella se excita a la atención y a la compostura a los que se hallan presentes. En todas las demás exhortaciones o sentencias suyas se notaba gran semejanza con las de los Pitagóricos; porque, así como éstos prevenían: “no te sientes sobre el celemín; no revuelvas el fuego con la espada; cuando vas peregrinando no mires atrás; a los Dioses celestiales se ha de sacrificar en número impar, y en número par a los infernales”, cuyo sentido de todas ellas lo reservaban a la muchedumbre, de la propia manera algunas disposiciones de Numa tienen un sentido oscuro, como éstas: “no se ha de hacer libación a los Dioses con vino de viña no podada; ni se les ha de sacrificar sin harina; se ha de hacer adoración volviéndose, y los que han adorado deben sentarse”. Las primeras parece que enseñan el cultivo de la tierra, haciéndolo parte de la religión; el volverse para adorar se dice que es una imitación del movimiento circular del mundo; a no ser que parezca mejor, que mirando los templos al oriente, con volverse de aquella región a la opuesta el que adora, y luego convertirse otra vez hacia el dios, haciendo un círculo, consuma de una y otra parte sus preces: o lo que quizá es más cierto, esta mudanza de postura nos muestra y enseña una cosa muy parecida a las ruedas egipcias, a saber: que nada hay estable en las cosas humanas, y, por tanto, conviene que como a Dios le parezca hacer y deshacer en nuestra vida, estemos nosotros contentos, y así lo recibimos de su mano. El sentarse después de haber adorado dicen que es agüero con el que se confirman nuestras preces y se da permanencia a nuestro bien. Dicen también que el sentarse produce división de actos, y que, poniendo término a la primera acción, se sientan en presencia de los Dioses para comenzar otra bajo sus auspicios. Puede también guardar esto conformidad con lo que ya se dijo, acostumbrándonos el legislador a no acercarnos a las cosas divinas de paso cuando entendemos en otros negocios y como de prisa, sino cuando tenemos tiempo y estamos desocupados.
XV.- Con estas disposiciones religiosas quedó la ciudad tan manejable y tan embobaba con el poder de Numa, que les hacía dar asenso a las cosas más absurdas y que tenían visiblemente el aire de fábulas, no pensando que pudiera haber nada de increíble en lo que proponía. Cuéntase, pues, que, convidando una vez a su mesa a muchos ciudadanos, les puso un ajuar pobre y una comida vulgar y de poco valor, y que apenas empezaron a comer les anunció que la Diosa venía a visitarle, y repentinamente apareció la casa llena de los vasos más preciosos, y las mesas cargadas de toda especie de manjares y de la vajilla más delicada. Pero lo más necio y absurdo de todo es lo que se refiere de su coloquio con Júpiter; porque se cuenta que al monte Aventino, que no era entonces todavía parte de la ciudad, ni estaba habitado, sino que tenía fuentes graciosas y bosques sombríos, concurrían dos Genios o Semidioses, Pico y Fauno. Éstos en las demás cosas parecía que eran de la raza de los Sátiros y Panes; pero en la virtud de los remedios, y en prestigios de que usaban en cuanto a las cosas divinas, se les compararía mejor a los que entre los Griegos se llaman Dáctilos Ideos. Embajadores, pues, como ellos, andaban corriendo la Italia. Dícese que Numa los sujetó echando vino y miel en una fuente donde solían beber; que después de sujetos mudaron diversas formas, deponiendo la de su naturaleza y tomando extrañas apariencias, espantosas a quien las veía; y que cuando se convencieron de que estaban cautivos con prisión fuerte e inevitable, predijeron otras muchas cosas futuras, y enseñaron el modo de expiación para los rayos, el mismo que hasta hoy se practica, por medio de las cebollas, los cabellos y las menas. Otros dicen que no fueron aquellos semidioses los que introdujeron esta expiación, sino que por medio de la magia hicieron que se apareciese el mismo Júpiter; que este dios, irritado con Numa, le ordenó que la expiación había de hacerse con cabezas, y replicando Numa: “¿de cebollas?”, dijo “de hombres”; que a esto volvió a replicar Numa, repeliendo lo terrible del mandato, “¿con cabellos?”; y respondiendo el dios: “con vivientes”, añadió Numa, “¿menas?”; lo que había ejecutado instruido por Egeria; y que el dios se había retirado aplacado ya; y al lugar se le había dado de aquí el nombre de Ilicio: y la expiación se hacía de aquella manera. Estas relaciones tan fabulosas, y aun puede decirse tan ridículas, manifiestan la disposición en el punto de religión de aquellos hombres, producida en ellos por el hábito. Del mismo Numa se refiere haberse engreído tanto con su esperanza en estas cosas divinas, que, avisándole en cierta ocasión que cargaban los enemigos, se echó a reír y dijo: “pues yo sacrifico”.
XVI.- Fue, según dicen, el primero que edificó un templo de la Fe y del Término, enseñando a los Romanos a tener el de la Fe por el mayor de todos los juramentos, lo que hasta hoy observan. El Término venía a ser un linde o mojón, y le hacen sacrificios pública y privadamente en los mismos linderos de los campos, ahora de víctimas animadas; pero en lo antiguo era incruento este sacrificio, discurriendo Numa que el dios Término, que es el conservador de la pazby el testigo de la justicia, debe conservarse puro de toda muerte. Parece haber sido este mismo Rey el que hizo el apeo de todo el territorio, no habiendo querido Rómulo confesar con la medida de lo propio la ocupación de lo ajeno, diciendo que el término, cuando se guarda, es el vínculo del poder; pero argumento de injusticia cuando se traspasa. Y en verdad que no era extenso el territorio de la ciudad desde el principio, sino que la mayor parte la había adquirido Rómulo con las armas; repartióla, pues, toda Numa a los ciudadanos más necesitados, removiendo la pobreza como preciso origen de injusticia, e inclinando hacia la agricultura al pueblo, cultivado a una con el suelo, porque entre las profesiones de los hombres ninguna engendra tan poderoso y pronto amor a la paz como la vida del campo, en la que queda aquella parte del valor guerrero que inclina a pelear por su propiedad y se corta la parte que excita a la violencia y a la codicia. Por esta razón, Numa inspiró a sus ciudadanos la agricultura como filtro de paz; y mirando este arte como productor más bien de costumbres que de riqueza, dividió el terreno en partes o términos, que llamó pagos, y sobre cada uno puso inspectores y celadores. En ocasiones también, infiriendo y conjeturando por las obras la conducta de los ciudadanos, a unos los elevó a los honores y a los cargos, y reprendiendo y reconviniendo a otros los hizo mejores.
XVII.- Entre los demás establecimientos suyos, es muy celebrada la distribución de la plebe por oficios; porque compuesta en la apariencia la ciudad de dos diversas gentes o pueblos, pero en realidad dividida en ellos, no había forma de que quisiera ser una sola, ni de hacer cesar la diversidad y diferencia, de la que se originaban altercaciones interminables, fomentadas por el espíritu de partido; reflexionando, pues, que para mezclar los cuerpos más mal avenidos y más duros se viene al cabo de ello deshaciéndolos y partiéndolos, determinó hacer de la plebe diferentes secciones, con lo que introduciéndose muchas diferencias se borraría aquella grande fundida en tantas pequeñas. Hízose esta distribución por oficios, de los flautistas, los orfebres, los maestros de obras, los tintoreros, los zapateros, los curtidores, los latoneros y los alfareros, y así las demás artes, haciendo luego de cada una un solo cuerpo; y atribuyendo o concediendo a cada clase formar comunidad y tener sus juntas y su modo particular de dar culto a los Dioses, entonces por la primera vez se quitó de la ciudad el decirse y reputarse Sabinos o Romanos, unos ciudadanos de Tacio, y otros de Rómulo; de manera que la nueva división vino a ser armonía y unión de todos para con todos. Elógiase también, entre sus disposiciones políticas, la corrección que hizo de la ley que concede a los padres el derecho de vender los hijos, exceptuando a los casados, si el matrimonio se había hecho con aprobación o mandato del padre: porque le pareció cosa muy dura que cohabitara con un esclavo la mujer que se había casado con un hombre libre, en el concepto de serlo.
XVIII.- Puso asimismo mano en el arreglo del calendario, si no con gran inteligencia, tampoco con una absoluta ignorancia; porque en el reinado de Rómulo contaban los meses desordenadamente y sin regla alguna, no dando a unos ni veinte días y dando a otros treinta y cinco, y aun muchos más, porque no teniendo conocimiento de la discrepancia que hay entre el sol y la luna, solamente atendían a que el año fuese de trescientos y sesenta días. Computando, pues, Numa que el resto de aquella discrepancia era de once días, por tener el año lunar trescientos cincuenta y cuatro, y el solar trescientos sesenta y cinco, doblando aquellos once días, aplicó un año sí y otro no al mes de Febrero este embolismo, que era de veintidós días, y los Romanos le llamaban “mercedino”: remedio de la tal discrepancia, que necesitó después de mayores medicinas. Mudó también el orden de los meses, porque a Marzo, que antes era primero, lo hizo tercero, y primero a Enero, que era undécimo bajo Rómulo, y duodécimo y último Febrero, que ahora tienen por segundo. Muchos son de opinión que estos meses de Enero y Febrero fueron añadidos por Numa, no habiendo dado al principio al año más que diez meses, como algunos bárbaros tres meses, y entre los Griegos los Árcades cuatro, y los de Acarnania seis. Para los Egipcios el año era de sólo un mes, y luego de cuatro, según dicen; y por esta causa, habitando un país nuevo, pasan por muy antiguos, y suben con sus genealogías a un número increíble de años, poniendo los meses por años en sus cómputos.
XIX.- Puede ser una prueba de que los Romanos sólo hacían el año de diez meses y no de doce, el nombre mismo del mes último; porque aun hoy le llaman Diciembre. El orden mismo convence que Marzo era el primero, porque al que era quinto desde él le decían Quintil, al sexto Sextil, y así en adelante cada uno de los demás: luego, cuando añadieron Enero y Febrero, les sucedió con el mencionado mes, que en el nombre era quinto o quintil, y en la cuenta séptimo. Hubo su razón para que el mes primero, consagrado por Rómulo a Marte, se llamase Marzo, y el segundo Abril, denominándose así de Afrodita, que es Venus, porque en él se hacen sacrificios a esta Diosa, y en el día primero se bañan las matronas coronadas de mirto. Algunos opinan que no se llama Abril de Afrodita, sino que, como tiene letra simple, se denomina Abril este mes de que, estando en él en su fuerza la primavera, abre y descubre los pimpollos de las plantas, porque esto es lo que la lengua indica. Al que se sigue por orden, de Maya le dicen Mayo, porque está consagrado a Mercurio; y a Junio denominan así de la diosa Juno. Mas hay algunos que sostienen tomar éstos su denominación de la edad más anciana y más joven; porque entre ellos los más ancianos se dicen mayores, y iuniores los más mozos. De los demás meses, a cada uno lo denominan del lugar que tiene, como si contaran: Quintil, Sextil, Septiembre, Octubre, Noviembre y Diciembre; aunque después el quinto, de César, el que venció a Pompeyo, se llamó Julio; y el sexto se llamó Agosto del segundo Emperador, que tuvo el sobrenombre de Augusto. A los dos siguientes les dio sus nombres Domiciano; pero por muy poco tiempo, pues luego que le quitaron la vida, volvieron a tomar los nombres primeros, llamándose Septiembre y Octubre; sólo los dos últimos conservaron siempre la denominación ordinal que tuvieron desde el principio. De los que añadió o mudó de lugar Numa, Febrero viene a ser como expiatorio, porque la voz casi lo indica, y entonces hacen libaciones por los muertos, y celebran la fiesta de los Lupercales, que en las más de sus cosas se asemeja a una expiación o purificación. El primero, Januario, de Jano, y a mí me parece que a Marzo, denominado de Marte, lo quitó Numa del lugar preeminente, con la mira de dar siempre más estima a la parte administrativa o civil que a la militar; porque de Jano en lo antiguo, ora fuese genio, ora fuese rey, se dice haber sido político y popular, y que indujo mudanza en el modo de vivir fiero y silvestre: y por esta razón lo pintan con dos caras, como que pasó la vida de los hombres de una forma y disposición a otra.
XX.- Tiene en Roma un templo, también con dos puertas, a las que llaman puertas de la guerra, porque es de ley que estén abiertas cuando hay guerra, y que se cierren hecha la paz: cosa difícil y pocas veces vista, habiendo tenido siempre el gobierno que atender a alguna guerra para contener a las naciones bárbaras que de todas partes le rodeaban. Sólo se cerró bajo el imperio de César Augusto, después de la derrota de Antonio; y antes en el Consulado de Marco Atilio y Tito Manlio por poco tiempo, porque al punto sobrevino la guerra, y fue preciso abrirle. Mas, bajo el reinado de Numa ni un día siquiera se vio abierto, sino que por cuarenta y tres años continuamente se mantuvo cerrado: ¡tan cumplidamente y de raíz arrancó las ocasiones de la guerra! Y no solamente el pueblo romano se suavizó y domeñó con la justificación y mansedumbre de su rey, sino que también las ciudades circunvecinas, como si de allá inspirara en ellas un aura suave y un soplo saludable sintieron un principio de mudanza; y deseosas de benevolencia y de paz, a nada más aspiraron que a cultivar la tierra, criar sus hijos en reposo y venerar a los Dioses. Las fiestas, las danzas, los hospedajes y los agasajos de unos a otros, que sin miedo se reunían, fueron la suerte de toda la Italia, como si de la fuente de la sabiduría de Numa corriese hacia todos lo honesto y lo justo, y como si su serenidad se extendiese a todas partes; de manera que aun no alcanzaron a pintar aquel estado las hipérboles poéticas de los que dicen:
Su tela hace la araña en los paveses,
y se cubren de orín lanzas y espadas:
no se oye el son de la guerrera trompa,
ni de los ojos huye el blando sueño;
pues no se cuenta que hubiese habido ni guerra ni inquietud alguna sobre mudanza de gobierno en el reinado de Numa, ni tampoco enemistad alguna contra él, ni envidia ni asechanzas, ni sedición por codicia de reinar; de manera que, bien fuese miedo de un hombre sobre el que parece velaban los Dioses, o respeto a la virtud o fortuna particular, gobernada por algún genio que conservaba su vida libre y pura de todo mal, vino a ser ejemplo y argumento de aquella sentencia que mucho tiempo después se atrevió a pronunciar Platón acerca del gobierno: que no hay descanso para los hombres, ni cesación de sus males, si no sucede por una feliz casualidad que la autoridad regia se junte con una razón cultivada por la filosofía, para que haga que la virtud triunfe del vicio. Dichoso, pues, el hombre verdaderamente prudente, y dichosos los que obedecen los sabios preceptos que salen de unos prudentes labios; porque será muy raro que aquel necesite usar de fuerza ni de amenazas, y más bien éstos, viendo la virtud misma en el ejemplar manifiesto y en la ilustre vida del que manda, voluntariamente se harán moderados, y se ajustarán a una vida irreprensible y dichosa por el amor y benevolencia hacia ellos, acompañados de justicia y modestia, que es el término más glorioso del mando; y entre todos el ánimo más propiamente regio es el que pueda producir esta conducta y esta disposición en los súbditos: a lo que parece haber atendido Numa más que otro alguno.
XXI.- Acerca de sus hijos y de sus matrimonios hay diversidad de opiniones entre los historiadores; porque algunos dicen que ni estuvo casado con otra que con Tracia, ni fue padre sino de una sola hija llamada Pompilia; pero otros además de ésta le dan cuatro hijos, a saber: Pompón, Pino, Calpo y Mamerco, de los cuales dejó cada uno la sucesión de una casa y de una gente distinguida: porque de Pompón descienden los Pomponios; de Pino, los Pinarios; de Calpo, los Calpurnios, y de Mamerco, los Mamercos; a todos los cuales por esto les quedó el sobrenombre de Reges, que viene a ser Reyes. Mas hay otra tercera sentencia de los que acusan a aquellos historiadores de haber querido congraciarse con estas gentes, formando árboles falsos de la descendencia de Numa, y dicen que Pompilia no fue hija de Tacia, sino de otra segunda mujer con quien casó siendo ya rey, llamada Lucrecia. En lo que convienen todos es en que Pompilia casó con Marcio, el cual era hijo de aquel Marcio que exhortó a Numa a que admitiese el reino; porque se trasladó a Roma con él, donde fue elevado a la dignidad de senador; y como compitiendo con Hostilio, por la muerte del mismo Numa en la contienda sobre el reino fuese vencido de aquel, se quitó a sí mismo la vida; pero su hijo Marcio, casado con otra Pompilia, permaneció en Roma y tuvo en hijo a Anco Marcio, que reinó después de Tulio Hostilio. Dejó a este Numa de cinco años al tiempo de su muerte, la que no fue repentina ni pronta, sino que poco a poco, como escribió Pisón, le fueron consumiendo la vejez y una lenta enfermedad, habiendo muerto en la edad de poco más de ochenta años.
XXII.- Hicieron también ilustre su vida con las mismas exequias los pueblos aliados y amigos, concurriendo a ellas con públicas ofrendas y coronas; llevaban el féretro los patricios, y le acompañaban y seguían los sacerdotes de los Dioses; y luego después venía una inmensa muchedumbre, mezclados mujeres y niños, y no como en el entierro de un rey anciano, sino que, como si cada uno hubiese perdido la persona más cara en la flor de la edad, así era el llanto y el clamor de todos. No pusieron el cadáver en hoguera por haberlo prohibido él mismo, según se dice, sino que se hicieron dos cajas de piedra, que se colocaron en el Janículo, de las cuales la una contenía el cuerpo, y la otra los libros sagrados que él mismo había escrito, al modo que los legisladores griegos sus tablas, enseñando en vida a los sacerdotes lo que contenían, e inspirándoles el hábito y la sentencia de todo; pero a su muerte mandó que se sepultasen con su cuerpo, porque no estaba bien que a unas letras muertas se confiaran tales misterios. Conducidos de este mismo raciocinio los Pitagóricos, no ponían por escrito su doctrina, sino que sin escritura pasaban su memoria y enseñanza a los que contemplaban dignos; y como su tratado sobre los métodos que llaman en geometría oscuros e inexplicables se hubiese comunicado a uno que no era de aquellos, dijeron haber manifestado el genio que con un castigo grande y general vengaría aquella transgresión e irreverencia. Así, merecen indulgencia los que con tales caracteres de semejanza se empeñan en hacer coincidir en un mismo tiempo a Numa y a Pitágoras. Ancias dice que, de los libros puestos en la caja, doce fueron hierofánticos, y otros doce de filosofía griega. Pasados unos cuatrocientos años, siendo cónsules Publio Cornelio y Marco Bebio, sobrevinieron grandes lluvias, y, abriéndose una sima, la corriente levantó las cajas; y quitadas las losas que las cubrían, la una se halló enteramente vacía, sin que tuviese parte ni resto alguno del cuerpo; pero, habiéndose hallado escritos en la otra, se dice que los leyó Petilio, entonces pretor, y que habiendo hecho entender al Senado con juramento que sería ilícito y sacrílego el que lo se divulgase, se llevaron los libros al Comicio, y allí se quemaron. Comúnmente sucede a todos los hombres justos y virtuosos que gozan de mayor alabanza a la postre después de su muerte, porque la envidia no sobrevive mucho tiempo, y aun a veces se extingue durante su vida; pero la gloria de Numa aun tuvo otra cosa que la hizo más brillante, y fue la suerte que cupo a los reyes sus sucesores; porque de cinco que fueron los que hubo después de él, el último, arrojado del imperio, acabó sus días en un destierro; de los otros tres, ninguno murió de muerte natural, sino que todos tres acabaron muertos a traición; y Tulo Hostilio, que reinó inmediatamente después de Numa, habiendo escarnecido y desacreditado sus más loables instituciones, y más especialmente las relativas a la piedad, como propias de holgazanes y de mujeres, inclinó a sus ciudadanos a la guerra; y con todo no pudo perseverar en esta su osadía, sino que, habiéndosele trastornado el juicio de resulta de una grave y complicada enfermedad, se entregó a una superstición muy poco conforme con la religión de Numa; contagio que en mayor grado todavía hizo contraer a los demás, con haber muerto, según se dice, abrasado de un rayo.
I.- Pues que dejamos expuesta la vida de Licurgo y la de Numa, teniéndolos a ambos a la vista, aunque la empresa es difícil, no hemos de rehusar el confrontar las diferencias de uno a otro, porque los rasgos de semejanza, en las mismas obras esplandecen: a saber, su prudencia, su piedad, su ciencia política, su cuidado de la educación y el tomar uno y otro de los Dioses únicamente el principio de su legislación. De lo bueno que particularmente brilló en cada uno, lo primero en Numa es el modo de adquirir el reino, y en Licurgo el modo de restituirlo; porque aquel lo obtuvo sin apetecerlo, y éste, teniéndolo, lo devolvió. A aquel, los extraños, de particular y forastero que era, lo erigieron en su señor, y éste, de rey, a sí mismo se convirtió en particular. Es, pues, muy glorioso adquirir el reino precisamente por ser justo; pero es más glorioso todavía mostrar que en más que el reinar se tiene la justicia: porque al uno la virtud lo distinguió hasta el punto de que se le tuviera por digno de reinar; y al otro lo hizo grande hasta el extremo de saber despreciar un reino. Es lo segundo que templaron ambos sus liras en opuestos tonos, como que el uno atirantó las cuerdas en Esparta, que estaba viciada y dada al regalo; y el otro aflojó lo que había en Roma de sobrado y de excesivamente enérgico; en lo que se ve que la mayor dificultad de la obra estuvo contra Licurgo, porque no propuso a sus ciudadanos que se dejasen de cotas y espadas, sino que se despojasen del oro y de la plata, y arrojasen lejos de sí los paños ricos y las mesas; ni que dando de mano a la guerra anduvieran en fiestas y sacrificios, sino, por el contrario, que dejando las cenas y banquetes, trabajaran y se afanasen en el manejo de las armas y en los ejercicios de la palestra. Así, el uno vino al cabo de todo con sola la persuasión, siendo muy amado y respetado; cuando el otro apenas, corriendo riesgos, y siendo maltratado, pudo salir con su intento. Fue, sí, muy dulce y humana la musa de Numa, que de costumbres indómitas y fogosas transformó y redujo a cultura a sus ciudadanos; por tanto, si se nos precisase a tener por institución de Licurgo lo que se hacía con los Hilotas, cosa cruelísima y la más injusta, habríamos de decir que Numa había sido un legislador mucho más benigno, el cual aun a los reconocidos por esclavos les hizo gustar los honores de la libertad, acostumbrándolos a comer confundidos con sus amos en los Saturnales; porque se dice haber sido también ésta una de las leyes patrias de Numa, que quiso llamar una vez en el año a la participación de los frutos a los que eran colaboradores en el cultivo; aunque otros, siguiendo las fábulas, dicen haber sido éste un recuerdo que se salvó de aquella igualdad de la edad de Saturno, cuando nadie era esclavo ni señor, sino que todos se miraban como parientes e iguales entre sí.
II.- De ambos se diría que se propusieron atraer a la muchedumbre a la moderación y templanza; pero en cuanto a las demás virtudes, que la fortaleza fue más del gusto de Licurgo, la justicia del de Numa; a no ser que se diga mejor que según la naturaleza y costumbres de cada gobierno, que no eran semejantes, necesitaron valerse de distintos medios; porque ni Numa reprimió lo belicoso para hacerlos tímidos, sino para que no fuesen violentos e injustos, ni Licurgo los hizo guerreros para que ofendiesen a nadie, sino para que no se dejasen ofender. Proponiéndose, pues, ambos quitar lo que había de excesivo, y cumplir lo que se notaba falto en sus ciudadanos, tuvieron que introducir grandes mudanzas; y de esta regulación y supresión fue sobradamente popular y condescendiente con la muchedumbre la de Numa, que vino a formar un pueblo entremezclado y vario, digámoslo así, de orfebres, flautistas y zapateros; severa y aristocrática la de Licurgo, que trasladó las artes mecánicas a las manos de los esclavos y de los ascripticios, y a los ciudadanos los consagró al escudo y la lanza, haciéndolos artífices de la guerra y adoradores de Ares, sin que entendiesen ni pensasen en otra cosa que en obedecer a sus jefes y vencer a sus enemigos; ni estaba bien a hombres libres, para ser libres del todo, afanarse por ganar y ser ricos; sino que este cuidado de enriquecer se dejó a los esclavos e Hilotas, lo mismo que el servicio de los banquetes y de la cocina. Numa no entró en ninguna de estas distinciones: solamente atendió a cortar el ansia de la guerra, dejando libre curso a toda otra codicia, ni disipó la desigualdad que de aquí procede; antes en el enriquecer permitió ir hasta lo último, y no tuvo cuenta con la miseria que había de refluir y había de inundar la ciudad; siendo así que desde luego en el principio, cuando todavía era muy leve la desigualdad en las fortunas, y todos venían a estar iguales y uniformes, debió hacer frente a la avaricia, como Licurgo, y precaver sus perjuicios, que no fueron leves, sino que antes dieron la semilla y origen para los más y mayores males de cuantos después sobrevinieron. En cuanto al repartimiento del terreno, ni Licurgo es reprensible por haberlo hecho, ni Numa porque no lo hizo; porque a aquel esta igualdad le sirvió de base y cimiento para su gobierno; y respecto de éste, sorteado el terreno poco antes, nada había que le precisase a hacer nuevo repartimiento ni a alterar el que existía, que según parece se conservaba sin mudanza.
III.- Uno y otro, respecto de la comunicación de las mujeres y de la procreación, recta y políticamente habían precavido el inconveniente de los celos; pero no habían convenido en el modo; un Romano que se creía con bastantes hijos, persuadido por otro que los deseaba, era dueño de cederle en casamiento la mujer, y de volverla a recibir; pero un Lacedemonio, reteniendo su mujer en su casa, y constando el legítimo matrimonio, la cedía al que lo solicitaba para tener de ella hijos: y muchos, como dijimos, con ruegos y exhortaciones trajeron a su casa aquellas de quienes les parecía que habían de tener hijos de buena figura e índole. ¿Y qué juicio haremos de estas costumbres? La una inducía una gran indiferencia en los casados, respecto de aquellas cosas que turban con pesares y celos la vida de los más de los hombres; y la otra venía a ser una modestia vergonzosa que tomaba por velo los desposorios, y reconocía por tanto lo insufrible de la comunicación y compañía. En cuanto a la custodia de las mujeres, la de Numa las redujo más a lo que piden el sexo y la decencia; la de Licurgo, enteramente suelta y al grado de ellas mismas, sirvió de materia a los poetas; porque unos las llamaron destapapiernas, como Íbico; otros les daban el apodo de andrómanas, como Eurípides, que dice de ellas:
Sálense de sus casas con los jóvenes,
la ropa suelta, con la pierna al aire.
Porque en realidad, las faldas de la túnica de las doncellas no estaban sujetas por abajo, sino que al andar descubrían y dejaban desnuda la pierna. Díjolo todavía con mayor expresión
A la joven Hermíona la envuelve
que el ebúrneo muslo deja fuera,
túnica sin estola, desceñida,
Dícese, por tanto, que en primer lugar eran desenvueltas y varoniles, aun con los mismos hombres, y en casa mandaban con todo imperio; y que además en los negocios públicos daban dictamen con desembarazo, aun en los de mayor importancia. Mas Numa, aunque a las casadas les guardó todo el decoro y honor que obsequiadas con motivo del robo tuvieron en el reinado de Rómulo, les impuso, sin embargo, mucho pudor; les quitó el ser bulliciosas, las enseñó a ser sobrias y las acostumbró al silencio; así es que absolutamente no probaban el vino, y no estando presentes sus maridos, no hablaban más que lo muy preciso. Refiérese que habiendo una mujer defendido en el foro una causa propia, envió el Senado a consultar el oráculo sobre el mal que aquel suceso anunciaba a la ciudad. La mejor prueba de su obediencia y docilidad es la memoria que ha quedado de las que se hicieron reprensibles; pues así como entre nosotros los historiadores refieren quiénes fueron los primeros que hicieron una muerte en su familia, o se pelearon con sus hermanos, o pusieron manos en su padre o madre, de la misma manera hacen memoria los Romanos de que fue Espurio Carbilio el primero que repudió a su mujer, a los doscientos y treinta años de la fundación de la ciudad, no habiéndolo ejecutado antes ningún otro: y una llamada Talea, mujer de Pinario, fue la primera que riñó con su suegra Gegania, reinando Tarquino el Soberbio; ¡con tanta honestidad y decencia había sido arreglado este punto de los matrimonios por el legislador!
IV.- Con aquella condescendencia de Licurgo para con las doncellas guardaba conformidad lo relativo a los esponsales, casándolas ya crecidas y robustas, para que de una parte la unión hecha, cuando ya la naturaleza la echaba menos, fuese principio de cariño y amor, y no de odio y de miedo que contra la naturaleza las violentase; y de otra los cuerpos tuviesen bastante vigor para llevar el preñado y los dolores; como que el matrimonio no tenía otro objeto que la procreación de los hijos; mas, los Romanos casábanlas de doce años, y aun más jóvenes, porque así el cuerpo y las costumbres iban más sin vicio y sin siniestro alguno al poder del marido. Déjase conocer, que lo primero miraba más a lo físico por la procreación de los hijos, y lo segundo a las costumbres por haber de vivir juntos. En el punto de la educación de los hijos, de sus reuniones, juntas y compañías para los banquetes, los ejercicios, y los juegos de sus aficiones y de sus hábitos, el mismo Licurgo convence a Numa de que no se mostró legislador aventajado en haber dejado al arbitrio o conveniencia de los padres el destino de los hijos, ya quisiese uno hacer a su hijo labrador, o constructor de barcos, o ya lo dedicase a latonero y a flautista, como si no les hubieran de hacer útiles para un fin mismo, dirigiendo a él sus costumbres, sino que, a la manera de los pasajeros de una nave, cada uno hubiera de tener su objeto y su designio propio, sin poner en común otra cosa que su particular miedo en los peligros, no mirando en lo demás cada uno sino a sí mismo. Y a otros legisladores no sería cosa de culparlos de haberse quedado cortos, o por ignorancia, o por irresolución; pero un hombre sabio, que fue llamado al trono de un pueblo recién constituido, y que nunca se le opuso a nada, ¿en qué otra cosa debió pensar antes que en la educación de los niños y en los ejercicios de los jóvenes, a fin de que no fuesen diversos o chocantes en sus costumbres, sino que antes formados y como amoldados desde el principio por una misma norma de virtud común a todos, en esto sólo contendiesen unos con otros?; que fue lo que principalmente tuvo Licurgo de su parte para la permanencia de sus leyes. Porque era muy débil el temor del juramento, si por medio de la educación y la enseñanza no hubiera como regado las leyes con las costumbres de los jóvenes, y les hubieran hecho tomar con el primer alimento el amor del gobierno; de manera que por el tiempo de más de quinientos años se mantuvo en observancia lo principal de su legislación, como un tinte sin mezcla que hubiera penetrado fuertemente. Por el contrario, a Numa se le desvanecía al instante el fin de su gobierno, que era conservar a Roma en paz y amistad; y después de su muerte, el templo de dos puertas que él tuvo siempre cerrado, como si realmente sujetara la guerra allí encadenada, se dieron prisa a abrirlo con entrambas manos, llenando la Italia de sangre y de cadáveres; y ni por breve tiempo pudo permanecer una constitución tan arreglada y justa, no más de porque no tenía la atadura de la educación. “¡Cómo! - dirá alguno- ¿Pues no llegó Roma por su política a la mayor prosperidad?” Pregunta es ésta que pediría una respuesta muy difusa para satisfacer a los que colocan la prosperidad en la riqueza, en el regalo y en el mando, y no en la estabilidad, en la moderación y en el no sacar nada fuera de sí mismos, contentándose con ser justos. Aun esto favorece a la gloria de Licurgo, que los Romanos hubieran adelantado tanto sus intereses con mudar la constitución de Numa; puesto que los Lacedemonios, en el mismo momento que abandonaron las instituciones de Licurgo, de poderosos que eran, pasaron a ser débiles, y perdiendo la superioridad que tenían en la Grecia, estuvieron a punto de aniquilarse. Lo que hubo en Numa verdaderamente grande y prodigioso fue que, siendo un forastero llamado a reinar, con persuasión hubiese podido hacer tales mudanzas, y tener sujeta a una ciudad mal avenida entre sí, sin serle preciso emplear, como a Licurgo, que tuvo que valerse de los principales, ni las armas ni la fuerza, uniéndolos a todos y como fundiéndolos en uno por medio de la sabiduría y la justicia.
I.- Dídimo el Gramático, en su comentario contra Asclepíades de las tablas de Solón, trae el aserto de cierto Filocles en que se da a Euforión por padre de Solón, contra el sentir común de todos cuantos han hecho mención de este legislador, porque todos a una voz dicen que fue hijo de Execéstidas, varón que en la hacienda y poder sólo gozaba de una medianía entre sus ciudadanos; pero de una casa muy principal en linaje, por cuanto descendía de Codro. De la madre de Solón refiere Heraclides Póntico que era prima de la de Pisístrato; y al principio hubo gran amistad entre los dos por el parentesco y por la buena disposición y belleza, estando enamorado Solón de Pisístrato, según la relación de algunos. Por esta razón probablemente cuando más adelante se suscitó diferencia entre ambos acerca de las cosas públicas, nunca la enemistad produjo grandes desazones, sino que duró en sus almas aquella primera inclinación, la cual mantuvo la memoria y cariño antiguo, como llama todavía viva de un gran fuego. Por otra parte, que Solón no se dominaba en punto a inclinaciones desordenadas, ni era fuerte para contrarrestar al amor como con mano de atleta, puede muy bien colegirse de sus poemas, y de la ley que hizo prohibiendo a los esclavos el usar de ungüentos y el requerir de amores a los jóvenes, pues parece que puso ésta entre las honestas y loables inclinaciones, y que con repeler de ella a los indignos convidaba a los que no tenía por tales. Dícese también de Pisístrato que tuvo amores con Carmo, y que consagró en la Academia la estatua del Amor, donde toman el fuego los que corren el hacha sagrada.
II.- Solón, habiendo menoscabado su padre la hacienda en obras de beneficencia y caridad, como dice Hermipo, aunque no faltaba quien quisiera socorrerle, tuvo, sin embargo, vergüenza de que hubiese de vivir a expensas de otros quien descendía de una casa acostumbrada a socorrer y dar auxilios; y, por tanto, siendo todavía joven, se aplicó al comercio; con todo, algunos sostienen que el objeto de Solón en viajar fue más la instrucción y el conocimiento de la historia que el lucro o granjería; y sin duda era amante de la sabiduría el que siendo ya anciano decía que envejecía aprendiendo cada día muchas cosas. La riqueza no la tenía en mucho; antes decía que eran igualmente ricos
El que posee gran copia de oro y plata,
campos extensos de abundantes mieses,
y mulas y caballos, y el que sólo
tiene un pasar honesto que le baste
a comer y vestir cómodamente;
y si en mujer e hijos a esto acreces
belleza y juventud, la dicha es llena.
Mas, en otra parte dice:
Yo bien deseo en bienes ser muy rico;
mas no los quiero por injustos medios,
que viene al fin la inevitable pena.
Y no deja de caer bien en el hombre recto y entregado a los negocios públicos, como el no afanarse por tener de sobra, el no descuidarse tampoco en adquirir lo preciso y suficiente para la vida. En aquellos tiempos, justamente ninguna ocupación, según la sentencia de Hesíodo, era abatida, ni las profesiones o ejercicios inducían diferencia; y aun el comercio tenía la gloria de que por medio de él se hacían tratables los países incultos; de que ganaba el hospedaje y amistad de algunos reyes, y de que daba a los hombres conocimiento y experiencia de muchos negocios; y algunos fundaron con ocasión de él grandes ciudades, como a Marsella Proto, que fue muy bien recibido de los Celtas del Ródano. Dícese también de Tales que ejerció el comercio, de Hipócrates y el matemático, y que a Platón le sirvió de viático en sus viajes una porción de aceite que despachó en Egipto.
III.- El haber sido Solón franco en el gastar y de vida muelle y delicada, y el explicarse en sus poemas con respecto a los placeres más jovialmente de lo que a un filósofo convenía, se atribuye al comercio; pues por lo mismo que en él se corren frecuentes y grandes peligros, pide también el desquite de gozar y regalarse. Ahora, que él más bien se colocaba a sí mismo en la clase de los pobres que en la de los ricos, se ve claramente en estos versos:
Muchos malvados en riqueza abundan,
y muchos buenos gimen en pobreza;
mas mi virtud no cambio con sus bienes,
que ésta siempre es de un modo, y la riqueza
va caprichosa de uno en otro hombre.
Al principio parece que no cultivó la poesía con alguna mira de ser útil, sino por pura diversión y pasatiempo; pero después extendió en verso muchas sentencias filosóficas, y recogió varios hechos políticos, no como historiador o para memoria, sino ya en apología de sus disposiciones, y ya exhortando, o amonestando, o reprendiendo a los Atenienses. Algunos dicen que intentó extender en verso sus leyes, y hacen mención del exordio, que era en esta forma:
En el principio a Zeus, hijo de Cronos,
pedimos que, a estas leyes favorable,
fausta fortuna y gloria darles quiera.
En la filosofía, aun más que a la parte moral, se dio a la política, como los más de los sabios de aquel tiempo; pero en la parte física es sumamente sencillo y a la antigua, como lo manifiestan estos versos:
De nieve y de granizo inmensa copia
se exprime de la nube, y nace el trueno
del rayo esplendoroso; con los vientos
turbulento y furioso el mar se torna;
pero si ajena fuerza no le mueve,
nada hay en la natura más tranquilo.
Solamente la filosofía de Tales es la que parece que con sus investigaciones fue un poco más adelante de las necesidades vulgares; a los demás, la virtud política sola fue la que les concilió el nombre de sabios.
IV.- Dícese que esos siete sabios se reunieron todos en Delfos, y segunda vez en Corinto, preparándoles Periandro una conferencia y un convite. Pero lo que les ganó más respeto y fama fue el rodeo del trípode; esto es, aquella vuelta que dio por todos, como por una especie de disputa muy honrosa: porque unos de la isla de Cos, según se dice, al sacar del mar la red, vendieron a unos forasteros de Mileto aquel lance, que todavía era incierto, y en él sacaron un trípode de oro, que era fama haber arrojado allí Helena cuando volvió de Troya, trayendo a la memoria cierto oráculo. Al principio, los forasteros y los pescadores vinieron a las manos disputándose el trípode; pero después las mismas ciudades hicieron suya la contienda, que paró en una guerra. Cortóla la Pitia, respondiendo a unos y otros que se diese el trípode al más sabio. Fue enviado en primer lugar a Tales de Mileto, regalando los de Cos muy de su grado a un Milesio con aquello mismo por lo que poco antes con todos los Milesios juntos habían peleado; pero Tales tuvo por más sabio a Bías, y el trípode pasó a él; de éste pasó a otro más sabio, y de este modo, haciendo un círculo, volvió a parar en Tales, hasta que, por fin, remitido de Mileto a Tebas, fue consagrado a Apolo Ismenio. Teofrasto refiere que fue a Priene adonde primero se envió el trípode a Bías; después a Mileto, remitiéndoselo Bías a Tales, y después, pasando por todos, había vuelto a Bías, y últimamente se había llevado a Delfos. Así corre esta relación entre los más, con sola la diferencia de que en lugar del trípode unos dicen que el presente era una copa remitida por Creso, y otros que era un vaso que con este objeto había dejado Baticles.
V.- Particularmente entre Anacarsis y Solón, y también entre Tales y éste, se refieren los encuentros y coloquios siguientes. Cuéntase, pues, que Anacarsis, habiendo ido a Atenas, se dirigió a casa de Solón, y llamando a la puerta, dijo que había venido allí para contraer amistad y hospedaje con él; y respondiéndole Solón que en su casa es donde es mejor contraer amistades, le había replicado Anacarsis: “¿Pues por qué tú que estás en tu casa no harás amistad y hospedaje conmigo?”, con lo que, admirando Solón el ingenio de aquel extranjero, le había recibido con gran agasajo y le había tenido algún tiempo en su casa, cuando ya él entendía en los negocios públicos y estaba ordenando sus leyes. Supo esto Anacarsis, y se rió del cuidado de Solón y de que pudiera pensar que contendría las injusticias y codicias de los ciudadanos con los vínculos de las leyes, que decía no se diferenciaban de las telas de araña, sino que, como éstas, enredaban y detenían a los débiles y flacos que con ellas chocaban, pero eran despedazadas por los poderosos y los ricos. A esto se dice haber contestado Solón que los hombres guardan los contratos cuando no tiene interés en quebrantarlos ninguna de las partes, y él había de tal modo unido las leyes con los intereses de los ciudadanos, que todos conocían estarles mucho mejor que quebrantarlas el obrar con justicia; pero el éxito fue más conforme con la conjetura de Anacarsis que con las esperanzas de Solón. Dícese también que Anacarsis, habiéndose encontrado en una junta pública, se había maravillado de que entre los Griegos el hablar es la parte de los sabios y el juzgar la de los necios.
VI.- Habiendo pasado Solón a Mileto a conferenciar con Tales, dicen que se admiró de que éste de ningún modo hubiera pensado en casarse y tener hijos; y que Tales por entonces calló, y dejando pasar unos días, dispuso que un forastero se presentase diciendo que acababa de llegar en diez días de Atenas. Preguntado por Solón qué había de nuevo en Atenas, instruido de lo que había de decir, respondió no haber ninguna novedad, como no fuese la de un mocito que llevaban a enterrar, acompañándole todo el pueblo; porque, según decían, era hijo de uno de los ciudadanos más ilustres y principales, el cual no se hallaba allí, sino que andaba viajando hacía tiempo; a lo que contestó Solón: “¡Ay, desdichado! ¿Y cómo se llamaba?” “Oí el nombre- repuso el otro-; pero no me acuerdo de otra cosa sino de que se hablaba mucho de su sabiduría y su justicia.” Aumentando así el miedo en Solón a cada respuesta, y turbado ya éste, preguntó directamente el nombre al forastero, diciendo: “¿Sería el muerto hijo de Solón?” Y contestándoselo, empezó a darse golpes en la cabeza y a hacer y decir lo que es común en estos tristes casos. Entonces cuentan que Tales le detuvo y le dijo riendo: “Ve ahí, oh Solón, lo que me ha retraído de casarme y tener hijos: esto mismo que tanto te conmueve a ti con ser tan sufrido; pero por lo demás sal de cuidado, porque esto no es cierto.” Dice Hermipo que esta relación es de Patalco, quien se jactaba de que tenía el alma de Esopo.
VII.- Mas es necedad, y pusilanimidad juntamente, privarse de la posesión de las cosas laudables o provechosas por el miedo de perderlas: porque de este modo no querría recibir el hombre la riqueza, o la gloria, o la sabiduría que se le presentara, temiendo ser privado de ellas; pues vemos que aun la virtud, con la que nada es comparable en placer y belleza, ha sido tal vez obliterada por enfermedades o con hierbas; ni Tales, en cuanto a este miedo, adelantaba nada con no casarse, a no ser que evitara también la posesión de los amigos, los deudos y la patria; y aun se dice haber tenido un hijo adoptivo, que le prohijó de una hermana, llamado Cibisto; y es que nuestra alma tiene en sí misma un principio de amor; y siéndole ingénito, así como el sentir, el discurrir y el acordarse, de la misma manera el amar, se entregan por tanto a un objeto que nada les toca aquellos a quienes les faltan los propios: así sucede que los extraños o no legítimos, cuando se entran en el cariño de un hombre afectuoso, como en una casa y posesión que carece de herederos propios, se apoderan de su ánimo, y juntamente con hacerse amar le infunden el desvelarse y temer por ellos. Vemos también hombres que hablan, acerca de casarse y tener hijos, cosas más duras de lo que la naturaleza lleva; y que estos mismos, por el hijo de un esclavo o el ahijado de una de sus mancebas que enfermó o se murió, manifiestan extraordinario dolor y prorrumpen en voces muy impropias; y aun algunos, por la muerte de un perro o de un caballo, han hecho vergonzosos extremos, y casi se han puesto a morir de sentimiento. Otros, por el contrario, en la muerte de hijos muy dignos no se han afligido inmoderadamente, ni han hecho nada indecoroso, y han continuado disfrutando con juicio de la vida: porque es la debilidad y no el amor lo que causa esos extremados pesares y temores en hombres que no están preparados por la razón contra la fortuna, los cuales no gozan de lo presente que desearon porque los agita lo futuro con pesares, con recelos y con sustos, por si serán privados de ello. Conviene, por tanto, no quedarse bien hallado en la pobreza por el recelo de verse privado de la hacienda, ni en la falta de amigos por la pérdida de ellos, ni en la vida célibe por la muerte de los hijos, sino haberse con juicio en todo; pero quizá esto es ya más que sobrado para este lugar.
VIII.- Fatigados los habitantes de la ciudad de la larga y molesta guerra que por Salamina habían sostenido con los de Mégara, habían establecido por ley que nadie hiciese propuesta escrita o hablada de que se recobrara Salamina, pena de muerte al que contraviniese. Llevaba mal Solón esta ignominia; y viendo que muchos de los jóvenes no deseaban más, sino que se buscase cómo comenzar la guerra, no atreviéndose a tomar la iniciativa por causa de la ley, fingió estar fuera de juicio, e hizo que de su casa se esparciera esta misma voz de que estaba perturbado. Trabajó en tanto, sin darlo a entender, un poema elegíaco, que aprendió hasta tomarlo de memoria; y hecho esto, repentinamente se dirigió a la plaza con un gorro en la cabeza. Concurrió gran gentío, y entonces, poniéndose sobre la piedra destinada al pregonero, recitó cantando su elegía, que empezaba así:
De Salamina vengo, la envidiable,
y este lugar en vuestra junta ocupo
para cantaros deleitables versos.
Intitúlase este poema Salamina, y es de cien versos, trabajado con mucha gracia; lo cantó, pues, y aplaudiendo sus amigos, y sobre todo exhortando y conmoviendo Pisístrato a los ciudadanos para que diesen asenso a lo que habían oído, abolieron la ley, y otra vez clamaron por la guerra, poniendo a Solón al frente de ella. La opinión popular acerca de esto es que encaminándose a Colfada con Pisístrato y encontrando allí a todas las mujeres ocupadas en hacer a Deméter el solemne y público sacrificio, envió a Salamina un hombre de su confianza, el cual había de fingir que se pasaba voluntariamente, y había de incitar a los Megarenses a que sin dilación navegasen a Colíada, si querían hacerse dueños de las mujeres más principales de los Atenienses. Dándole los Megarenses crédito, enviaron gente en una nave; y luego que Solón la vio zarpar de la isla, mandó a las mujeres que se retirasen, y adornando al punto con los vestidos, las cintas y los calzados de éstas a aquellos jóvenes más tiernos, a quienes todavía no apuntaba la barba, y armándolos, asimismo de puñales ocultos, les dio la orden de que jugueteasen e hiciesen danzas en la orilla del mar, hasta que arribasen los enemigos y la nave se les pusiese a tiro. Hecho todo como se había dispuesto, los Megarenses se engañaron con el aspecto; acercáronse, y echaron pie a tierra, como que iban a trabar de unas mujeres; y así no escapó ninguno, sino que todos perecieron, y los Atenienses, haciéndose al mar, recobraron al punto la isla.
IX.- Otros dicen que no fue así como se hizo la reconquista, sino que primero se tuvo del dios del Delfos este oráculo:
Aplaca con ofrendas de esta tierra
a los héroes ilustres que el Asopo
envuelve entre sus tornos sinuosos,
y que yacen mirando al sol poniente;
que Solón, navegando de noche a la isla, ofreció víctimas a Perifemo y Cicreas, que eran los héroes; que después tomó consigo a quinientos voluntarios de los Atenienses, con el convenio de que si recobraban la isla serían árbitros de su gobierno; que haciéndose a la vela con muchas barcas, y además con una galera de treinta remos, se dirigió a Salamina por la parte de un promontorio que mira a la Eubea; que los Megarenses de Salamina, con cierta voz que nada tenía de seguro, se armaron apresuradamente, y enviaron una nave a inquirir qué había de los enemigos, la cual, cuando estuvo cerca de ellos, cayó en manos de Solón, quien aprisionó a los Megarenses; que en ella se embarcaron los más esforzados de los Atenienses, encargándoles Solón que navegaran hacia la ciudad, procurando ocultarse para que fuesen admitidos en ella; y finalmente, que yendo por tierra el mismo Solón con los demás Atenienses contra los de Mégara, mientras estaban combatiendo, se adelantaron los de la nave y tomaron la ciudad. Parece que viene en apoyo de esta narración lo que se ejecutaba en Atenas; porque una nave ateniense arribaba a Salamina primero en gran silencio; después, los habitantes de la isla, con estrépito y algazara, acudían hacia la nave, y un hombre armado, saliendo de ella con gritería, daba a correr hacia el promontorio Esquiradio, al encuentro de los que venían de la parte de tierra. Cerca de allí está el templo de Ares, edificado por Solón en memoria de haber vencido a los Megarenses, de los cuales a cuantos quedaron con vida dejó libres bajo las condiciones que quiso.
X.- Los demás Megarenses, recibiendo y causando alternativamente muchos males con la continuación de la guerra, buscaron por mediadores y árbitros a los Lacedemonios, y
son muchos los que dicen que Solón tuvo en su ayuda la fama y autoridad de Homero, y que intercalando un verso en el catálogo de las naves, leyó así en la misma contienda:
De Salamina Áyax conducía
galeras doce, y dio con ellas fondo
donde estaban de Atenas las falanges
Pero los mismos Atenienses tienen esto por simpleza, y dicen que Solón hizo ver a los árbitros que Fileo y Eurísaces, hijos de Áyax, por gozar del derecho de ciudadanos de Atenas, les habían cedido la isla, y se habían pasado a establecer el uno en Braurón y el otro en Mélita del Ática; y que ésta tenía una población denominada de Fileo, que era la de los Filedos, de la cual era Pisístrato: y aun para corroborar más su derecho contra los de Mégara se había valido del argumento de los cadáveres, que no estaban sepultados al uso de éstos, sino al de aquellos; porque los de Mégara vuelven los muertos hacia el levante, y los Atenienses hacia el poniente; lo que contradice Hereas Megarense, afirmando que en Mégara se ponen también hacia poniente los cuerpos de los muertos; y, lo que es más, que los Atenienses no ponen más que uno en cada nicho, y de los Megarenses hay hasta tres y cuatro en uno mismo. En favor de Solón dicen que hubo también algunos oráculos de la Pitia, en los que llamó Jonia a Salamina. Decidieron este altercado estos cinco ciudadanos de Esparta: Critolaidas, Amonfareto, Hipsécidas, Anáxilas y Cleómenes.
XI.- Era ya Solón ilustre y grande por estas cosas; pero adquirió todavía mayor nombre y celebridad entre los Griegos por haber sido de opinión, acerca del templo de Delfos, de que era razón dar auxilio a los habitantes de esta ciudad y no dejar impunes a los de Cirra, que se habían desacatado contra el oráculo, sino más bien tomar satisfacción de ellos en nombre del dios. A su persuasión, pues, se movieron a hacer la guerra los Anfictíones, como lo atestiguan otros, y también Aristóteles, en su tratado de los vencedores en los Juegos Píticos, atribuyendo a Solón este dictamen. Mas no fue nombrado general para esta expedición, como refiere Hermipo haberlo dicho Evantes de Samos, pues que Esquines, el orador, no menciona tal cosa, y en los registros de Delfos es Alcmeón el que está escrito por general de los Atenienses, y no Solón.
XII.- Hacía ya entonces tiempo que traía inquieta la ciudad el atentado ciloneo, desde que el arconte Megacles había persuadido que compareciesen, para ser juzgados, a los partícipes en la conjuración de Cilón, que se habían acogido al templo de la Diosa; y como habiendo tomado a este fin en sus manos un hilo de estambre atado a la estatua de la Diosa, éste se hubiese roto por sí cuando bajaban por el templo de las Euménides, Megacles y sus colegas trataron de echarles mano, como que la Diosa desechaba sus ruegos; y a los que estaban a la parte de afuera los apedrearon; los que se refugiaron a las aras fueron muertos; y sólo quedaron con vida los que imploraron la compasión de las mujeres de los arcontes; desde entonces venía el que, siendo éstos mirados como abominables o sacrílegos, se les tuviese odio. Sucedió que los que quedaron de la facción cilónea se hicieron otra vez poderosos, y estaban en continuos choques con los descendientes de Megacles; y en aquella época estaba la disensión en su mayor fuerza, y el pueblo enteramente dividido. Solón, pues, que gozaba ya de gran crédito, se puso de por medio con los principales de los Atenienses, y ora con ruegos, ora con persuasiones, recabó de los llamados sacrílegos que fuese en juicio como se defendiesen, y que se sujetasen a una sentencia, siendo trescientos los jueces, tomados de lo más escogido. Fue acusador Mirón de Flía; y vencidos aquellos en la causa, cuantos de la facción vivían salieron desterrados; y los restos de los muertos fueron exhumados y arrojados fuera de los términos. Sobrevinieron los de Mégara en medio de aquellas turbaciones; perdieron los Atenienses a Nisea, y otra vez fueron despojados de Salamina. La superstición también con sus terrores y fantasmas se apoderó de la ciudad; y los agoreros dieron parte de que las víctimas les anunciaban abominaciones y profanaciones, que era preciso expiar. Vino, por tanto, de Creta a su llamamiento Epiménides Festio, al que cuentan por séptimo entre los sabios algunos que no ponen en este número a Periandro. Es fama que era amado de los Dioses, inteligente en las cosas divinas, y poseedor de la sabiduría profética y misteriosa; por lo que los de su edad le llamaban hijo de la ninfa Balte y nuevo Cureta. Luego que estuvo en Atenas, trabó gran amistad con Solón, a quien preparó y como abrió el camino para su legislación, porque con los ritos sagrados hizo más económicos a los Atenienses, y más moderados en sus duelos, intercalando con las obsequias ciertos sacrificios, y quitando lo agreste y bárbaro a que en estas ocasiones estaban acostumbradas muchas mujeres. Lo de más importancia fue que con ciertas propiciaciones, purificaciones y ritos inició y purificó la ciudad, y por este medio la hizo más obediente a lo justo, y más dispuesta a la concordia. Dícese que fijando la vista y la consideración por largo rato sobre Muniquia, exclamó: “¡Qué ciego es el hombre para lo futuro! Con los dientes desharían los Atenienses este rincón, si previeran cuántas pesadumbres les ha de costar.” Otra cosa como ésta se cuenta que conjeturó Tales: porque dispuso que después de su fallecimiento se le enterrase en un sitio oscuro y despreciable del territorio milesio, pronosticando que vendría día en que aquel terreno sería la plaza de los Milesios. Admirado, pues, Epiménides de todos, y brindado de los Atenienses con muchos presentes, se fu, sin haber querido recibir otra cosa que un ramo del olivo sagrado.
XIII.- Libre Atenas de la inquietud de los Cilonenses con el destierro de los excomulgados, como se ha dicho, volvió a sus sediciones antiguas sobre gobierno, dividida el Ática en tantas facciones cuantas eran las diferencias del territorio: porque la gente de las montañas era inclinada a la democracia: la de la campiña propendía más a la oligarquía, y los litorales, que formaban una tercera división, estando por un gobierno mixto y medio entre ambos, eran un estorbo para que venciesen los unos a los otros. Entonces fue también cuando la disensión entre los pobres y los ricos llegó a lo sumo, poniendo a la ciudad en una situación sumamente delicada; tanto, que parecía que sólo podía volver de la turbación a la tranquilidad y al sosiego por medio de la dominación de uno solo, porque el pueblo todo era deudor esclavizado a los ricos, pues o cultivaban para éstos, pagándoles el sexto, por lo que les llamaban partisextos y jornaleros, o tomando prestado sobre las personas quedaban sujetos a los logreros, unos sirviéndolos, y otros siendo vendidos en tierra forastera. Muchos había que se veían precisados vender sus hijos, pues no había ley que lo prohibiera, a abandonar la patria por la dureza de los acreedores. La mayor parte, y los más robustos, se reunían, y se exhortaban unos a otros a no mirar con indiferencia semejantes vejaciones, sino más bien elegir un caudillo de su confianza, sacar de angustia a los que estaban ya citados por sus deudas, obligar a que se hiciera nuevo repartimiento de tierras, y mudar enteramente el gobierno.
XIV.- En tal estado, viendo los más prudentes de los Atenienses que Solón únicamente estaba fuera de aquellos extremos, pues ni tenía parte en los atropellos de los ricos, ni estaba sujeto a las angustias de los pobres, le rogaban que se pusiese al frente de los negocios públicos y calmara aquellos disturbios. Fanias de Lesbos escribe que Solón, con la mira de salvar la patria, usó de artificio con unos y otros, prometiendo a los pobres el repartimiento y a los ricos la estabilidad de sus créditos; pero el mismo Solón dice que al principio puso con repugnancia mano en el gobierno, por temer la avaricia de los unos y la insolencia de los otros. Fue, pues, elegido Arconte, después de Filómbroto, y juntamente medianero y legislador: a satisfacción de los ricos, por ser hombre acomodado, y de los pobres, por la opinión de su probidad. Háblase también de esta sentencia suya, esparcida con anterioridad: que la igualdad no engendra discordia, y acomoda a ricos y pobres, esperando los unos una igualdad que consista en dignidad y virtud, y los otros, una igualdad de número y medida. Concebidas por todos, grandes esperanzas, los principales se ponían al lado de Solón, brindándole con la tiranía, y alentándole a que confiadamente entrase al manejo de la ciudad, en la que tal superioridad había alcanzado. Muchos también de los de mediana condición, considerando que la mudanza, sí había de hacerse conforme a la ley y razón, era obra difícil y arriesgada, no rehusaban que uno solo, tenido por el más justo y más prudente, se encargara del mando. Algunos añaden que la Pitia le dirigió este oráculo:
En medio de la nave el timón toma,
y endereza su curso: que en tu auxilio
tendrás a muchos de la ilustre Atenas.
Vituperábanle principalmente sus allegados el que por el mal sonido del nombre rehuyese la monarquía, como si no se convirtiera fácilmente en reino justo por la virtud del que la ejercía, según se había verificado antes con los Eubeos, que habían elegido en tirano a Tinondas y los Mitileneos, que asimismo habían elegido a Pítaco. Nada sirvió todo esto para mover a Solón de su propósito, antes respondió a sus amigos, según se dice: “Sí, muy buena posesión es la tiranía; pero no tiene salida”; y en sus poesías, hablando con Foco, dice:
Salvé sin tiranía el patrio suelo,
y sin usar de inexorable fuerza,
que mi brillante honor manchado habría:
alzo, por tanto, sin rubor mi frente,
y a todos los demás en gloria venzo.
De donde es claro que ya gozaba de gran nombre antes de la publicación de sus leyes. Algunos se burlaron de él porque no admitió la tiranía; y el refiere esas burlas en estos versos, hechos a ese propósito:
No fue Solón aquel que se creía
por su saber y juicio celebrado,
pues brindándole Dios con grandes bienes
los desdeñó. Llamado a un lance rico,
de la mar no sacó la red hermosa;
de aliento a un tiempo y de prudencia falto.
¡Cuánto fuera mejor llegar riquezas
y en Atenas mandar siquiera un día;
aunque luego como odre le curtieran
y con él acabara su linaje!
XV.- Así dice que hablaban de él los bajos y despreciables; mas no porque repudió la tiranía se condujo blanda y débilmente en los negocios, sometiéndose a los poderosos: ni hizo sus leyes a gusto de los que le eligieron. No extendió, es cierto, la medicina o la novedad a lo que de lo antiguo podía pasar: no fuese que, conmoviendo y turbando en todas sus partes la república, no se hallara después con bastantes fuerzas para restablecerla y conducirla a un estado absolutamente perfecto; pero todo lo que pudo lisonjearse de obtenerlo por medio de la persuasión, o que creyó se sufriría, por obligar a ello la necesidad, todo lo hizo, empleando a un tiempo, como él mismo decía, la coacción y la justicia; por lo cual, preguntado después si había dado a los Atenienses las mejores leyes, respondió: “De las que podían recibir, las mejores”. Lo que los modernos han dicho de los Atenienses, que lo que había en las cosas de desagradable lo encubrían con nombres lisonjeros y humanos, halagándolo urbanamente, llamando amigas a las mancebas; a los tributos, tasas; custodias, a las fortalezas de las ciudades, y edificio, a la cárcel, fue primeramente maña de Solón, que llamó alivio de carga, a la extinción de los créditos; porque fue este su primer acto de gobierno, disponiendo que los créditos existentes se anulaban, y que en adelante nadie pudiese prestar sobre las personas. Con todo, algunos, y entre ellos Androción, han escrito que no fue la extinción de los créditos el alivio con que se recrearon los pobres, sino sólo la moderación de las usuras, y que, a este acto de humanidad, juntamente con el aumento de las medidas y del valor de la moneda que también se hizo, se le dio aquel nombre de seisacteia, o alivio de carga; porque hizo de cien dracmas la mina que antes era de setenta y tres, con lo que dando lo mismo en número, aunque menos en valor, quedaban muy aliviados los que pagaban, y no sentían detrimento los que recibían; pero los más afirman que la seisacteia fue abolición de todos los créditos, con lo que guardan consonancia los poemas. Gloríase en ellos Solón de que levantó de la tierra hipotecada los mojones fijados por todas partes; de que antes era sierva, y ahora era libre; de que, de los ciudadanos obligados por el dinero, a unos los había restituido de país extraño, no sabiendo ya la lengua ática por el tiempo que habían andado errantes, y a otros que acá sufrían la indignidad de la esclavitud los había hecho libres. Dícese que con motivo de esta primera disposición le sobrevino un gravísimo disgusto, porque cuando trataba de abolir los créditos, y andaba examinando qué palabras serían las más acomodadas, y cuál el principio más conveniente, comunicó el pensamiento, de los amigos que tenía de más confianza e intimidad, a Conón, Clinias e Hipónico, diciéndoles que en cuanto al terreno no iba a hacer novedad; pero que tenía resuelto hacer abolición de los créditos. Estos, valiéndose de la noticia, y adelantándose, tomaron gruesas cantidades de los ricos, y compraron grandes posesiones: publicóse después la ley, y como de una parte, disfrutasen las tierras, y de otra no pagasen a los acreedores, hicieron nacer contra Solón gran sospecha y calumnia de que no era del número de los perjudicados, sino de los que perjudicaban; pero muy luego se vio libre de esta acusación con la pérdida que se halló tenía que sufrir de cinco talentos, que fue la suma que tenía dada a préstamo, siendo el primero que la dio por extinguida conforme a la ley; algunos dicen que fueron quince, y entre ellos Policelo de Rodas. A aquellos sus amigos siempre los llamaron en adelante bancarroteros.
XVI.- No acertó a dar gusto ni a unos ni a otros, sino que desazonó a los ricos, aboliendo sus créditos, y más todavía a los pobres, porque no hizo el repartimiento de tierras que esperaban, ni los igualó ni uniformó, como había hecho Licurgo, en los medios de vivir. Mas Licurgo, con ser undécimo en grado desde Heracles, y haber reinado muchos arios en Esparta, teniendo en su auxilio, para cuanto intentase, una gran dignidad, amigos y poder, hubo de valerse más bien de la fuerza que de la persuasión, hasta perder un ojo en la revuelta, para poder poner por obra lo más propio para la salud y concordia de la república, que fue el que entre sus ciudadanos no hubiera ni ricos ni pobres. Solón no llegó tan adelante en su gobierno, siendo más del pueblo y clase media; pero, con todo, no se quedó corto respecto de su poder, aspirando a que todo se hiciese con la voluntad y consentimiento de los ciudadanos. Que no agradó a los más de ellos, lisonjeados con otras esperanzas, lo dijo él mismo, cuando prorrumpió en estas quejas:
Halagáronlos vanas quejas;
ahora, irritados, con torcidos ojos
me miran cual si fuera un enemigo.
Dice también que, si otro hubiera tenido la misma autoridad,
No se habría del mando desasido,
ni en paz dejado y en reposo al pueblo
hasta exprimirle sustanciosa sangre.
Con todo, luego comprendieron la utilidad; y desistiendo de sus insultos, sacrificaron en común, dando al sacrificio el nombre de seisacteia, y nombraron a Solón reformador del gobierno y legislador, poniendo en su arbitrio, no unas cosas sí y otras no, sino todas absolutamente, magistraturas, juntas, tribunales, consejos, para que en todo cuanto había o se crease determinara el censo, número y tiempo de cada cosa, destruyera o conservara, según le pareciese.
XVII.- Lo primero que hizo fue abolir las leyes de - Dracón, a excepción solamente de la de los homicidios, todas por la dureza y excesivo rigor de las penas, porque para casi todos los delitos, no impuso más que sola una pena: la muerte; de manera que los convencidos de holgazanería debían morir, y los que hurtasen hortalizas o frutas debían sufrir el mismo castigo que los sacrílegos o los homicidas. Por esto se celebró después el dicho de Démades, de que Dracón había escrito sus leyes con sangre, no con tinta; y el mismo Dracón preguntado, según se dice, por qué había impuesto a casi todas las faltas la pena de muerte, había respondido: que las pequeñas las había creído dignas de este castigo, y ya no había encontrado otro mayor para las más graves.
XVIII.- En segundo lugar, deseando Solón dejar todas las magistraturas en manos de los hombres acomodados, como entonces lo estaban, y mezclar en lo demás el gobierno, del que en nada participaba el pueblo, se valió del medio del censo de los ciudadanos, y formó la primera clase de los que en áridos y líquidos cogiesen quinientas medidas, y de esta calidad les dio el nombre de quinientarios; la segunda, de los que podían mantener caballo, o cogían trescientas medidas, y a estos los llamó ecuestres, y dio la denominación de yunteros a los de la tercera clase, que eran los que en áridos y líquidos cogían doscientas medidas; todos los demás llamábanse proletarios o jornaleros, los cuales no eran admitidos a ninguna magistratura, y sólo en concurrir a las juntas y ser tomados para jueces participaban del gobierno. Esto, al principio, no era nada; pero luego vino a ser de gran consecuencia, porque las más de las controversias iban a parar a los jueces; por cuanto aun en aquellas cosas cuya determinación se había atribuido a los magistrados concedió apelación a los que quisiesen para ante los tribunales. Dícese además que, no habiendo escrito las leyes con bastante precisión, y teniendo éstas diferentes sentidos, con esto se acrecentó el poder de los tribunales, porque, no pudiendo dirimirse las diferencias por las leyes, sucedía que era necesario el ministerio de los jueces, y había que acudir a ellos en todas las dudas, con lo que en algún modo tenían las leyes bajo su potestad. Dase razón a sí mismo de esta igualación en este modo:
Al pueblo di el poder que bien le estaba,
sin que en honor ganara ni perdiera;
los que excedían en influjo y bienes,
ser injustos por eso no podían:
a todos los armé de fuerte escudo;
mas, de vencer en injusticia a nadie
se dispensó la autoridad violenta.
Advirtiendo que todavía convenía dar más auxilio a la flaqueza de la plebe, concedió indistintamente a todos el poder presentar querella en nombre del que hubiese sido agraviado: porque, herido que fuese cualquiera, o perjudicado, o ultrajado, tenía derecho el que podía o quería de citar o perseguir en juicio al ofensor; acostumbrando así el legislador a los ciudadanos a sentirse y dolerse unos por otros como miembros de un mismo cuerpo; y se cita también una sentencia suya que consuena con la ley; porque preguntado, a lo que parece: “¿Cuál es la ciudad mejor regida? - Aquella, respondió, en que persiguen a los insolentes, no menos que los ofendidos, los que no han recibido ofensa.”
XIX.- Estableció el Consejo del Areópago de los que habían sido arcontes cada año, en el que por haberlo sido también tuvo asiento; pero viendo al pueblo todavía alterado e insolente con la remisión de las deudas, nombró otro segundo Consejo, eligiendo de cada tribu, que eran cuatro, cien varones, los que dispuso diesen dictámenes con anterioridad al pueblo; de manera que ningún negocio se llevase a la junta pública si antes no había sido tratado en el Consejo. Al otro Consejo de arriba lo constituyó superintendente de todo, y conservador como en dos áncoras, estaría la república menos vacilante, y quedaría el pueblo más sosegado. Los más son de opinión de que, como dejamos dicho, fue Solón el que estableció el Consejo del Areópago; y parece que está en su favor el no haber hablado ni hecho mención alguna Dracón de los Areopagitas, dirigiendo siempre las palabras a los Efetas en lo que dispuso acerca de los homicidios. Pero la ley octava de la tabla decimotercia de Solón, palabra por palabra es en esta forma: De los infames, todos los que eran infames antes de mandar Solón, que sean honrados; fuera de los que por sentencia del Areópago o de los Efetas o del Pritaneo hubiesen sido condenados por los reyes sobre muerte, robo o tiranía y hubiesen ido a destierro cuando se publicó esta ley. Esto indica que el Consejo del Areópago existía antes, del mando y la legislación de Solón: si no ¿quiénes eran los condenados antes de Solón en el Areópago, si Solón fue el primero que dio a este Consejo la facultad de juzgar? a no ser que hubiese mala escritura, o se hubiese cometido elipsis, queriendo significarse que los vencidos o condenados por las causas de que conocen los Areopagitas, los Efetas y los Pritanes, cuando se publica esta ley, queden infames, siendo los demás rehabilitados: considérelo cada uno por sí.
XX.- De las demás leyes de Solón es, sobre todo, singular y extraña la que disponía que fuese notado de infamia el que en una sedición no hubiera sido de ninguno de los dos partidos. Era su objeto, según parece, que ninguno fuese indiferente o insensible en las cosas públicas poniendo en seguridad las suyas propias y lisonjeándose de no padecer y sufrir con la patria, sino que desde luego se agregara a los que sentían mejor y con más justificación, y les diera auxilio, corriendo riesgo a su lado, en lugar de esperar tranquilamente a ver quién vencía. La que parece absurda y ridícula es la que da facultad a la huérfana que heredaba, si el que era ya su dueño y su marido según la ley había antes caído en impotencia, de ayuntarse con los parientes de éste. Hay quien diga que es justa la disposición contra los que, no estando para casarse, se unen sin embargo en matrimonio con estas huérfanas, llevados del deseo de enriquecer, excusándose con la ley para hacer violencia a la naturaleza; porque viendo que a la huérfana le era permitido ayuntarse con quien quisiera, o se desistirían de aquel matrimonio, o con vergüenza vivirían en él, pagando la pena de su codicia y liviandad: siendo asimismo muy bien dispuesto que no con cualquiera sino con un pariente se ayuntase la huérfana, para que los hijos fuesen de la misma casa y linaje. Hace al mismo propósito el que la novia hubiera de estar encerrada con el novio, y comerse juntos un membrillo, y el haber de reunirse el que casaba tres veces cada mes con la huérfana; pues aun cuando no tuviesen hijos, el honor y cariño con que era tratada una mujer de conducta eran muy propios para disipar disgustos de una y otra parte, y para no dar lugar a que con las riñas se enajenaran del todo los ánimos. En los demás matrimonios quitó los dotes, mandando que la que casaba llevase tres vestidos y algunas alhajas de poco valor, y nada más, porque no quería que el matrimonio fuese lucrativo o venal, sino que esta sociedad del hombre y la mujer se fundase precisamente en el deseo de la procreación, en el cariño y en la benevolencia. Por eso Dionisio, pidiéndole su madre que la diera en matrimonio a uno de los ciudadanos, le respondió que, siendo tirano, estaba en su poder violentar las leyes de la ciudad, pero no las de la naturaleza, concertando matrimonios fuera de la edad. Y en las ciudades no se ha de tolerar semejante desorden, ni se han de ver con indiferencia tales reuniones desiguales y desamoradas, en que nada hay objeto y fin del matrimonio; antes al anciano que quiera enlazarse con una mocita, le aplicará muy bien cualquiera magistrado o legislador celoso lo que se dijo contra Filoctetes:
¡Bueno estás, desgraciado, para bodas!
y hallando en la casa de una vieja rica a un joven engordado como perdiz en jaula, lo llevará de allí a la casa de una mocita casadera. Mas baste lo dicho en este punto.
XXI.- Es celebrada asimismo aquella ley de Solón que prohibía tachar la fama de los muertos, porque es muy debido reputar por sagrados a los difuntos; justo no insultar a los que ya no existen, y conveniente que las enemistades no se hagan eternas. Respecto de los vivos prohibió las injurias de palabra en los sacrificios, en los juicios, en las juntas, y mientras se asistía a los espectáculos; ordenando que al particular se le pagasen de multa tres dracmas, y dos al erario público; porque el no reprimir en ninguna ocasión la ira es de hombre sin educación e incorregible: el reprimirla siempre muy dificultoso, y para algunos, imposible, y las leyes deben hacerse sobre lo posible, si se quiere castigar a pocos con fruto, y no a muchos inútilmente. También ha merecido elogios la ley sobre los testamentos, porque antes no era permitido testar, sino que los bienes y la casa del que moría debían quedar en la familia; mas, permitiendo Solón al que no tenía hijos dar su hacienda a quien quisiese, tuvo en más la amistad que el parentesco, y el cariño que la precisión, e hizo que la hacienda fuese verdadera propiedad del que la tenía. No fue, con todo, libre y sencilla enteramente esta facultad, sino con la excepción de que el testador no hubiese sido impulsado de enfermedad, de maleficios, de prisiones o de violencia, o seducido por la mujer: juzgando con mucha razón y justicia que el ser arrastrado con persuasiones fuera de lo recto en nada se diferencia del ser violentado, y poniendo en el mismo punto con la precisión el engaño, y con el dolor los halagos, como igualmente capaces de sacar al hombre de juicio. Hizo, además, sobre el salir las mujeres de casa, sobre los duelos y las fiestas, ley que reprimía lo que era desordenado y excesivo, mandando que aquellas no viajasen con más de tres vestidos; que en comida y bebida no llevasen sobre el valor de un óbolo, ni canastillo que fuese mayor de un codo, que de noche no saliesen sino en coche y precedidas de un hacha. Vedó el lastimarse las mujeres en los duelos, los poemas lúgubres, y el llorar en los entierros de los extraños; ni permitió llevar de ofrenda un buey, ni enterrar con el muerto sino lo que equivaliese a tres vestidos,
ni tampoco ir a los sepulcros ajenos, como no fuese al tiempo de las exequias. Las más de estas cosas han sido admitidas en nuestras leyes, las cuales añaden que los que en ellas contravengan sean multados por los celadores de las casas mujeriles, como hombres que se dejan llevar en los duelos de pasiones y errores débiles y afeminados.
XXII.- Como viese que la ciudad se iba llenando cada día de hombres atraídos de todas partes al Ática por la seguridad; que la mayor parte del terreno era ingrato y estéril, y que la gente de mar nada solía introducir para los que nada tenían que darles en retorno, inclinó a los ciudadanos al ejercicio de las artes, e hizo ley sobre que el hijo a quien no se hubiese enseñado oficio no estuviese obligado a alimentar a su padre. Porque a Licurgo, que habitaba una ciudad limpia de toda canalla forastera, con un territorio suficiente para muchos, más de doble para cuantos eran, según expresión de Eurípides, y con la muchedumbre de Hilotas difundida por toda la Lacedemonia, a la que era conveniente abatir, quebrantándola con el trabajo, en lugar de dejarle tiempo para el recreo, le estuvo muy bien, apartando a sus ciudadanos de las ocupaciones trabajosas y mecánicas, tenerlos sobre las armas, aprendiendo y ejercitando esta sola arte. Mas Solón, acomodando antes las leyes a las cosas que éstas a las leyes, como observase que el territorio, por su calidad, apenas bastaba para proveer de lo necesario a sus cultivadores, lejos de que pudiese mantener a una muchedumbre ociosa y desocupada, concilió estimación a las artes y encargó al Areópago que velase sobre el modo con que cada uno ganaba su vida y castigase a los holgazanes. Era todavía más fuerte el que no impuso tampoco la obligación de alimentar a sus padres a los hijos tenidos en manceba, como refiere Heraclides Póntico, porque el que en el matrimonio desatiende lo honesto, está claro que más toma mujer para deleite que para la procreación, así él mismo se priva del premio y no le queda arbitrio para quejarse de unos hijos para quienes su mismo nacimiento es una afrenta.
XXIII.- Las leyes de Solón que se hacen más de extrañar son las relativas a las mujeres, porque dio al que sorprendiese al adúltero la facultad de matarle; y si alguno robase mujer libre, y la forzase, le impuso la multa de cien dracmas; y si la sedujese, de veinte dracmas, no siendo de aquellas que abiertamente se prostituyen, esto es, las rameras, que a las claras frecuentan las casas de los que les pagan. No dio facultad de vender, de las hijas o las hermanas, sino a la que fuese sorprendida yaciendo con varón. Pues en un mismo negocio castigar unas veces dura e inexorablemente, y otras con benignidad y como por juego, imponiendo por multa lo primero que se ofrece, parece despropósito: a no ser que, escaseando entonces el dinero en la ciudad, hiciese crecidas las multas la dificultad de aprontarlas. Porque en los aprecios de los sacrificios computa una oveja y una dracma por una fanega de trigo; al que vencía en los juegos ístmicos mandó se le diesen cien dracmas, y quinientas al que venciese en los olímpicos. Al que presentase un lobo le dio cinco dracmas, y una al que presentase un lobezno; que dice Demetrio Falereo eran el valor, aquellas, de un buey, y ésta, de una oveja, porque los precios que en la tabla decima sexta dio a las víctimas más señaladas era muy puesto en razón que fuesen más altos; con todo, comparados con los de ahora eran muy cómodos. Venía muy de antiguo el que los Atenienses tuviesen guerra declarada a los lobos, habitando un país que era mucho más propio para la pastura que para el cultivo. Hay quien opina que las tribus no tomaron al principio su denominación de los hijos de Ion, sino de los diferentes géneros de vida; llamándose de hoplitas, la de la gente de guerra; de ergastas, la de los que ejercían oficios, y de las otras dos, de labradores, la de contribuyentes, y de egícoras, la de los que estaban dados a la pastoría y ganadería. Por cuanto el país, careciendo de ríos perennes, de algunos lagos y de fuentes abundantes, es escaso de agua, y por lo mismo hay que usar de pozos artificiales, hizo ley para que, habiendo pozo común dentro de un hípico, usasen de él: el hípico era el espacio de cuatro estadios; mas, si se estuviese a mayor distancia, pudiese cada uno buscar agua para sí, y si cavando en terreno propio, hasta día una vasija de seis congios, o diez y media azumbres la profundidad de diez brazas no la encontrase, entonces pudiera tomarla de la del vecino, llenando dos veces cada día una vasija de seis congios, o diez y media azumbres; porque creyó que era más razón auxiliar a la indigencia que favorecer la desidia. Señaló también con mucho conocimiento medidas para las plantaciones, mandando que los que pusiesen en su campo cualesquiera otras plantas las retirasen del campo del vecino cinco pies; pero nueve los que plantasen higueras u olivos, por cuanto se extienden más lejos con sus raíces, y no se aproximan sin daño a otras plantas, sino que les roban el alimento y despiden efluvios perjudiciales. Al que quisiese hacer zanja o fosa, le mandó lo hiciese a tanta distancia del vecino cuanta fuese su profundidad; y que el que formase colmenar se apartara de los anteriormente hechos trescientos pies.
XXIV.- De las producciones solamente concedió la exportación a país extranjero del aceite, prohibiendo la salida de todas las demás, y mandando que el arconte hiciera públicas imprecaciones contra los extractores, o en su defecto pagara cien dracmas al erario. Es la primera tabla la que contiene esta ley. Pueden muy bien no ir errados, dirá cualquiera, los que afirman que en lo antiguo era también prohibida la exportación de los hijos, y que parece haberse dado el nombre de sicofanta al que denunciaba a los exportadores. Dio igualmente ley sobre el daño que causan los cuadrúpedos, en la cual mandaba que el perro mordedor fuese entregado con una rastra de cuatro codos, en lo que parece haber consultado a la seguridad. Da también que pensar su ley acerca de los que habían de ganar el derecho de ciudadanos, porque no lo concedió sino a los que salían de su patria a destierro perpetuo y a los que se trasladaban con toda su casa para ejercer alguna arte. Dícese que lo dispuso así, no tanto por repeler a los demás, como por atraer a Atenas a los que daba seguridad de disfrutar aquel derecho; y esta confianza la ofrecían, los unos, habiendo perdido su patria por necesidad, y los otros, habiéndola dejado por una meditada resolución. Fue asimismo establecimiento propio de Solón la ley sobre comer en la casa del común, a lo que llamó asistir por veces al banquete, porque no quiso que uno mismo concurriese a él frecuentemente; y al que cuando le tocaba no quería asistir, le puso pena; teniendo lo primero por avaricia, y esto segundo por desdén y desprecio de las cosas públicas.
XXV.- Dio valor a sus leyes para cien años, y las hizo escribir en maderos cuadrados, colocados en nichos de madera que pudiesen girar, de los cuales todavía quedan algunos restos en el Pritaneo, dándoseles el nombre de tablas, como dice Aristóteles; y Cratino el Cómico dice:
¡Por Solón y Dracón!, con cuyas tablas
los Atenienses tuestan hoy el farro.
Algunos son de la opinión de que se llamaban tablas, curbeis, aquellas en que se trataba de sacerdocios y sacrificios; cilindros con eje, axones, las demás. El Consejo, prestó en cuerpo el juramento de hacer estables las leyes de Solón, y luego en individuo le prestó cada uno de los Tesmotetas en la plaza sobre la piedra del foro, prometiendo bajo él que si quebrantaba sus disposiciones ofrecería en Delfos una estatua de oro a su propia medida. Conociendo la irregularidad del mes y el movimiento de la luna, que no coincide ni con el sol poniente ni con el levante, sino que en un mismo día se adelanta y se junta con el sol, determinó que este mismo día se llamara primero y nuevo, juzgando que la parte de él que precedía a la conjunción correspondía al mes saliente, y la otra parte al que empezaba; siendo al parecer el primero que entendió a Homero cuando dice:
Parte del mes que sale y del que empieza.
Al día siguiente le llamó Neomenia; luego no añadía a los precedentes el que seguía al veinte, sino que quitando y detrayendo contaba hasta el de treinta, según aparecían las fases de la luna. Promulgadas las leyes, cada día había gentes que buscaban a Solón, ora alabándolas, ora reprendiéndolas y ora aconsejando que en las escritas añadiese o quitase lo primero que les ocurría. Muchos le hacían preguntas, criticaban, y le rogaban les explicase y declarase en cada cosa cuál era su sentido. Viendo, pues, que el no hacerlo era extraño, y que el condescender era desagradable y molesto, quiso sustraerse a tales dudas y a las incomodidades y disputas de los ciudadanos; porque, como dijo él mismo, en las cosas grandes es muy difícil agradar a todos: por tanto, tomando por pretexto el tráfico de mar para sus viajes, se hizo a la vela, habiendo pedido a los Atenienses se le permitiera ausentarse por diez años, con la esperanza de que en este tiempo ya se les habrían hecho familiares sus leyes.
XXVI.- Dirigióse primero a Egipto, y allí se detuvo, como lo dijo él mismo,
Del Nilo en la anchurosa embocadura,
y junto a la ribera de Canopo.
Allí gastó cierto tiempo en filosofar con Psenofis de Heliópolis, y con Sonquis de Sais, los más sabios e instruidos de aquellos sacerdotes; y habiendo oído en las conferencias que con ellos tuvo la relación de la Atlántida, se propuso, como dice Platón, exponerla a los Griegos en un poema. Navegando de allí a Chipre, fue muy estimado de Filocipro, uno de los reyes de la isla, el cual habitaba una ciudad pequeña, fundada por Demofoonte el de Teseo en la ribera del río Clario, en un sitio, fuerte sí, pero áspero y estéril. Persuadióle, pues, Solón que trasladando la ciudad a la llanura inmediata la hiciese más extensa y agradable, y presenciándolo, tomó a su cuidado la fábrica y el adornarla lo posible para la conveniencia y para la seguridad, por lo cual eran muchos los habitantes que acudían a Filocipro, con envidia de los otros reyes. Agradecido éste, por tanto, hizo a Solón la honra de que, llamándose antes la ciudad Epia, de su nombre se llamase Solos. Hace mención él mismo de esta fundación, porque saludando en sus elegías a Filocipro, le dice:
Tú ahora en Solos reines largos años,
y en pos de ti la habite tu linaje.
A mi Cipris, de violas coronada,
de esta isla bella en la ligera nave
ileso y sin peligro me conduzca;
y de la fundación en grato premio
me dé que vuelva a ver la dulce patria.
XXVII.- Su viaje a la corte de Creso hay algunos que lo miran como invento y ficción anacrónica; mas, yo una narración tan pregonada por la fama, contestada por tantos testigos, y, lo que es más, tan conforme con las costumbres de Solón, y tan digna de su prudencia y sabiduría, no me parece que debo desecharla en obsequio de ciertas reglas cronológicas que millares de escritores andan rectificando hasta hoy, sin que les sirvan para venir a un sentir común entre tantas opiniones contradictorias. Dícese, pues, que llegado Solón a Sardis a ruegos de Creso, le sucedió lo mismo que a los que de las tierras interiores se encaminan al mar por la primera vez; y es que creen ser el mar cada uno de los ríos que van encontrando: así Solón, discurriendo por el palacio, y viendo a muchos de los palaciegos costosamente vestidos, y afectando gravedad entre una turba de ministros y guardias, cada uno creía que era Creso, hasta que llegó éste, que se hallaba recostado, teniendo de adorno todo cuanto en pedrería, en los colores del vestido y en alhajas de oro podía verse de más preciado y apetecido para que fuese un espectáculo sumamente vario y majestuoso. Cuando Solón llegó a ponérsele enfrente, nada se advirtió en él, ni nada dijo a tal novedad de lo que Creso había imaginado; antes cualquiera hombre sagaz comprendiera con facilidad que miraba con desprecio toda aquella insolente y necia ostentación; por lo cual mandó el rey que los tesoros de todas sus riquezas, y cuanto quedaba en su guardajoyas y guardarropa, se mostrara y pusiera a la vista de quien no necesitaba ni mirarlos, teniendo lo bastante en él mismo para juzgar de sus costumbres y carácter. Cuando volvió de haberlo registrado todo, le preguntó Creso si conocía entre los hombres quien fuese más feliz que él; respondióle Solón que había conocido a un su ciudadano llamado Tello; y habiéndole explicado que este Tello, hombre bueno, habiendo dejado unos hijos muy recomendables, y habiendo vivido sin verse en escasez de nada de lo que se contempla necesario, había tenido una muerte gloriosa, declarado benemérito de la patria, túvole desde luego Creso por extravagante e inurbano, pues que no ponía en el oro y la plata la medida de la felicidad, sino que tenía en más la vida y muerte de un hombre particular y plebeyo que toda aquella majestad y poderío. Con todo, volvióle a preguntar si además de Tello había conocido alguno otro más feliz: volviendo Solón a responder que conoció a Cleobis y Bitón, hermanos, muy amantes entre sí y muy amantes de su madre, los cuales, como los bueyes se tardasen, poniendo sus cuellos bajo el yugo de la carroza, habían llevado a su madre al templo de Hera entre las bendiciones de todos los ciudadanos y con el mayor contento suyo, y ellos después, habiendo hecho sacrificios y libaciones, ya no volvieron a levantarse más, sino que se conoció claramente que habían tenido una muerte libre de todo dolor e incomodidad, en medio de tanta gloria y aplausos. Enfadado ya entonces, le dijo Creso: “¿Conque a mí no me das lugar ninguno en el número de los felices?” Solón a esto, no queriendo adularle, ni tampoco irritarle más, “A los Griegos, oh rey de Lidia- le contestó-, nos ha concedido Dios una medianía en muchas cosas, y nos ha hecho participantes de cierta sabiduría tranquila y confiada, según parece, la cual es toda popular, no regia y brillante, como nacida de aquella misma medianía; ésta, pues, viendo sujeta la vida a tan diversas fortunas, no nos deja engreírnos con los bienes presentes, ni admirar en el hombre una felicidad que puede tener mudanza con el tiempo; porque cada uno tiene sobre sí un porvenir muy vario, por lo mismo que es incierto; y aquel tenemos por feliz a quien su buen hado le ha proporcionado ser dichoso hasta el fin. Mas, la felicidad del que todavía está vivo y sujeto a riesgos es insegura y falible, como el parabién y la corona del que todavía está peleando”. Dicho esto, se retiró Solón, dejando disgustado a Creso, pero no corregido.
XXVIII.- Hallábase en Sardis el fabulista Esopo, llamado por Creso; y siendo tratado con distinción, estaba mal con Solón, porque no era capaz de ninguna condescendencia; así, en aire de amonestación, le dijo: “¡Oh, Solón! con los reyes o se ha de conversar poco o a su gusto”, y Solón a esto: “O muy poco o para su bien”. Pero ello es que por entonces Creso hizo poca cuenta de él. Cuando más adelante, peleando con Ciro, fue vencido en la batalla, perdió su ciudad, y, quedando prisionero, iba a ser quemado vivo; dispuesta ya la hoguera, al ir a ser arrojado en ella sujeto con prisiones, a presencia de muchos Persas y del mismo Ciro, levantando la voz cuanto alcanzó y pudo, gritó hasta tres veces: “¡Oh Solón!” Maravillóse Ciro, y envió a que le preguntaran qué hombre o qué dios era aquel Solón a quien en tan grande infortunio evocaba. Creso, sin omitir nada, respondió: “Este era un hombre sabio entre los Griegos, al que yo envié a llamar, no porque quisiere oír o aprender nada de lo que me convenía, sino para que viese y fuera testigo de aquella dicha que es mayor mal haberla perdido que fue bien el poseerla, porque era fábula y opinión de bien mientras fue presente, pero su mudanza remata en males gravísimos e insufribles tormentos; y aquel varón, conjeturando de lo de entonces lo que ahora sucede, me excitaba a que atendiera al término de la vida, y no me perjudicara a mí mismo, seducido con opiniones instables”. Luego que hizo esta relación, siendo Ciro más avisado que Creso, y viendo confirmado el dicho Solón con aquel ejemplar, no sólo dejó libre a Creso, sino que le tuvo consideración mientras vivió, y tuvo Solón respecto de estos dos reyes la gloria de haber con una palabra sola salvado al uno he instruido al otro.
XXIX.- Suscitáronse en la ausencia de Solón nuevos alborotos, estando al frente de los de la tierra llana Licurgo; de los litorales, Megacles de Alcmeón, y Pisístrato, de los de las montañas, en cuya facción se comprendía la turba jornalera, que era la más desafecta a los ricos: de manera que todavía regían en la ciudad las mismas leyes; pero se esperaban novedades en los negocios y se deseaba por todos nuevo trastorno, aguardando, no ya una igualdad, sino salir cada uno mejor librado en la mudanza, y dominar a los de los otros partidos. Vuelto Solón a Atenas cuando las cosas se hallaban en este estado, de todos recibió las mismas muestras de respeto y honor; mas, para tratar y manejar los negocios públicos no se hallaba con el mismo poder y ardor a causa de su vejez, por lo que privadamente se dirigió a los jefes de los partidos con intento de deshacer éstos y de reconciliarlos, pareciéndole que, más que de los otros, sería escuchado de Pisístrato. Porque tenía gracia y afabilidad para el trato, era benéfico con los pobres y en las enemistades era suave y moderado. Aun aquellas dotes de que por naturaleza carecía, las imitaba de manera que parecían ser más suyas que las que realmente le asistían: así pasaba por hombre prudente y modesto, por amante de la igualdad y por opuesto a los que pudieran pensar en alterar el estado presente y promover novedades, de forma que engañó a muchos. Mas Solón luego conoció su índole, y fue el primero en prever sus ideas insidiosas; sin embargo, no se indispuso con él, sino que procuró ablandarle y corregirle, diciéndole a él mismo y a otros que, si su alma se purgara del amor a la preferencia, y se curara del deseo de reinar, no habría ninguno ni más bien dispuesto para la virtud, ni mejor ciudadano. Comenzaba entonces Tespis a alterar la tragedia, de cuya novedad eran muchos atraídos, aunque todavía no había llegado a ser materia de contiendas y certámenes, y Solón, que por carácter era amigo de oír y aprender, y que en la vejez se había dado más todavía a la quietud, al estudio, a la música, y aun a los banquetes, asistió a un drama en que, como entre los antiguos era costumbre, representó el mismo Tespis. Acabado el espectáculo, saludó a éste y le preguntó cómo no se avergonzaba de haber acumulado tanta mentira; y como le respondiese éste que nada había de malo en que aquellas cosas se dijesen por entretenimiento, dando Solón un fuerte bastonazo en el suelo: “Pronto- repuso-, aplaudiendo y dando aprecio a este entretenimiento, nos hallaremos con él en nuestros negocios y contratos”.
XXX.- Después que Pisistrato, lastimándose con sus propias manos, se hizo llevar en carroza a la plaza, e irritó al pueblo con hacerle creer que sus enemigos, por causa de la república, le habían ultrajado, siendo muchos los que con grande gritería se mostraban indignados del caso, corrió Solón hacia él, y parándose a su lado: “Muy poco a propósito remedas, oh hijo de Hipócrates- le dijo-, al Ulises de Homero, porque para dominar a tus ciudadanos haces aquello propio con que Ulises engañó a sus enemigos, lastimándose a sí mismo”. De estas resultas, la muchedumbre se mostraba dispuesta a defender a Pisístrato; juntáse el pueblo, y haciendo Aristón proposición por escrito de que para custodia de su persona se dieran a Pisístrato cincuenta maceros, levantándose Solón lo contradijo, e hizo presentes al pueblo muchas cosas por el término de éstas que escribió en sus poemas:
Os pagáis de la lengua y las palabras
de un hombre enlabiador y artificioso;
mas no miráis, atentos, su conducta.
Una astuta vulpeja cada uno,
sois todos juntos un tropel de bobos.
Mas viendo que los pobres, decididos a servir a Pisístrato, movían alborotos, y que los ricos se retiraban sobrecogidos de miedo, se retiró también, diciendo que era más avisado que los unos y más alentado que los otros: más avisado que los que no comprendían qué era lo que en realidad había habido, y más alentado que los que comprendiéndolo, temían contrarrestar a la tiranía. Sancionó el pueblo el decreto, y no anduvo en cortapisas con Pisístrato sobre el número de los maceros, sino que le dejó mantener y llevar consigo cuantos quiso, hasta que se apoderó de la ciudadela. Verificado esto, como la ciudad se conmoviese ya contra él, Megacles y los demás Alemenoides huyeron; Solón era ya entonces demasiado anciano, y no tuvo quien le auxiliase; mas, sin embargo, se presentó en la plaza y arengó a los ciudadanos, vituperando por una parte su inconsideración y afeminamiento, y exhortándolos e incitándolos por otra a no hacer el abandono de su libertad. Entonces les dijo aquella memorable sentencia: que antes les habría sido más hacedero impedir que naciese la tiranía; pero entonces les sería más laudable y glorioso el arrancarla y desarraigarla, cuando ya estaba prendida y consistente; y como por el miedo nadie se pusiese a su lado, se fue a su casa, y tomando sus armas, las puso fuera de la puerta, y dijo: “Por mi parte, he servido cuanto he podido a la patria y a las leyes”. Y de allí en adelante hubo de estarse quieto. Instábanle los amigos para que huyese; pero no les dio oídos, y componiendo unos versos, reconvenía así a los Atenienses:
Si tenéis que sufrir, vuestra es la culpa;
no de los Dioses lo llaméis castigo.
Dando vosotros alas a estas gentes,
los habéis ensalzado, y ahora el premio
es una torpe y mala servidumbre.
XXXI.- En tanto, eran muchos los que le advertían que iba a ser víctima del tirano; y como le preguntasen qué era en lo que tan imprudentemente confiaba, “En la vejez”, les respondió. Mas con todo Pisístrato, apoderado ya de toda la autoridad, tuvo tanto miramiento con Solón, honrándole, contemplándole y enviándole a llamar, que fue éste su consultor, y aun celebró algunas de las cosas que hacía; porque aquel conservó la mayor parte de las leyes de Solón, guardándolas primero él mismo, y precisando a ello a sus amigos; y llamado a juicio sobre un homicidio al Areópago cuando ya dominaba, compareció con gran modestia para defenderse, sino que el acusador se desistió. Publicó, además por si otras leyes, de las cuales es una la que disponía que los imposibilitados en la guerra fuesen mantenidos del erario público; lo que dice Heraclides, imitó Pisístraío de Solón, que decretó se hiciese así con Tersipo, que había quedado estropeado; y según testimonio de Teofrasto, no fue Solón el que hizo la ley contra la ociosidad, sino Pisístrato, que con ella hizo todo el país más activo y alivió de ciertas gentes a la ciudad. Solón, habiendo entonces emprendido la relación o fábula de la Atlántida, de que se instruyó en los coloquios que tuvo en Sais, por creer que convenía a los Atenienses, hubo de abandonar aquel trabajo, no por sus ocupaciones, como dice Platón, sino por la vejez, acobardado con lo grande de la empresa; porque la sobra que tenía de ocio laindica aquella expresión:
Me hago anciano, aprendiendo cada día.
Y estas otras:
Son las obras en que ahora me complazco
las de Afrodita y Baco y de las Musas,
que forman de los hombres las delicias.
XXXII.- Como solar vacante en país delicioso, a que tenía derecho por el parentesco, tomó Platón por su cuenta para edificar en él y exornarlo, el argumento de la Atlántida, y al exordio le puso tan magníficas portadas, y tales muros y patios, cuales no los tuvo nunca ninguna relación, o fábula, o poema; mas lo emprendió tarde, y antes que con la obra acabó con la vida, dejándonos tanto más deseosos e incomodados por lo que falta, cuanto más divierte y recrea lo que alcanzó a escribir; porque así como la ciudad de Atenas, entre sus grandes obras, sólo dejó imperfecto el templo de Zeus Olímpico, de la misma manera la sabiduría de Platón sólo dejó sin acabar la obra de la Atlántida. Sobrevivió Solón a la tiranía de Pisístrato, según el testimonio de Heraclides Póntico, largo tiempo; mas según el de Fanias de Éreso, menos de dos años; porque Pisístrato se apoderó de la autoridad bajo el arconte Comias, y según Fanias, murió Solón bajo el arconte Hegestrato, que sucedió a Comias. El haber sido después de quemado su cuerpo aventada la ceniza por la isla de Salamina, debe tenerse, a causa del ningún motivo que para ello hubo, por enteramente increíble y fabuloso, sin embargo, de haberlo escrito muchos autores fidedignos, y entre ellos el filósofo Aristóteles.
PUBLÍCOLA
I.- Habiendo sido Solón un varón tan aventajado, pongamos en paralelo con él a Publícola, para quien el pueblo romano inventó después este nombre, llamándose antes Publio Valerio. Parece que era descendiente de aquel Valerio antiguo, que fue principalmente causa de que los Romanos y Sabinos, de enemigos que eran, no hiciesen en adelante más que un solo pueblo; porque él fue quien más se esforzó en persuadir y reconciliar a los dos reyes. Teniendo, pues, Valerio deudo de parentesco con éste, como decimos, era, además, dominando todavía los reyes, hombre distinguido por su palabra y por su riqueza; y como de aquella hubiese hecho siempre un recto y decidido uso en apoyo de lo justo, y ésta la hubiese empleado liberal y caritativamente en socorro de los menesterosos, no podía dudarse que si llegaba a establecerse democracia figuraría entre los primeros. El pueblo aborrecía ya y sufría con repugnancia a Tarquino el Soberbio, que ni entró a reinar con derecho, sino ilegítima e infaustamente, ni se portaba conforme a su dignidad, sino con injusticia y tiranía, y para desobedecerle tomó ocasión del suceso de Lucrecia, que habiendo sido violentada se quitó la vida. Entonces, siendo Lucio Bruto el que principalmente dirigió esta mudanza de gobierno, el primero a quien acudió fue Valerio; y habiéndole hallado muy pronto a auxiliarle, expelieron a los reyes. Y mientras se estuvo en la opinión de que el pueblo nombraría en lugar del rey un solo caudillo, permaneció Valerio en tranquilidad, considerando que la autoridad era razón recayese en Bruto, que había sido el establecedor de la libertad. Llevándose luego mal el nombre de rey, y formándose el concepto de que el pueblo sufriría con menos disgusto una autoridad dividida, como éste se inclinase a que los jefes fuesen dos, y así lo expresase, concibió esperanza de que sería elegido y llamado juntamente con Bruto. Mas, se llevó chasco, porque, contra la voluntad de Bruto, fue elegido Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, que en virtud no hacía ventaja a Valerio, sino que los de mayor influjo, temiendo a los reyes, que afuera no cesaban de maquinar, y en la ciudad tentaban los medios de corromperla, pensaron en poner por caudillo al más decidido de sus enemigos, como que de ningún modo cedería.
II.- Irritado Valerio de que no se le creyese capaz de exponerse a todo en bien de la patria, porque en particular ningún mal había recibido de los tiranos, se retiró del Senado, abandonó los pleitos y absolutamente se retrajo de los negocios públicos; tanto, que dio ocasión a muchos de que hablasen y entrasen en cuidado, no fuera que, llevado de su enojo, se hiciera del partido de los reyes y trastornara el estado de la República, y la República misma, todavía mal segura. Mas como de allí a poco, teniendo Bruto recelo de otros, ordenase que el Senado hiciera juramento con ofrecimiento de víctimas, señalado día para él, bajó Valerio a la plaza sobremanera alegre, y habiendo sido el primero a jurar que en nada cedería o condescendería con Tarquino, sino que pelearía contra él con todo su poder en defensa de la libertad, dio con esto mucho placer al Senado y grande ánimo a los magistrados. Confirmó muy luego este juramento con las obras; porque habiendo venido mensajeros de parte de Tarquino, trayendo cartas halagüeñas para el pueblo, y proposiciones moderadas, con las que intentaban seducir a muchos, diciendo en nombre del rey que ya pensaba de otro modo, y no quería sino lo que era muy puesto en razón, los cónsules eran de parecer de que éstos fuesen presentados al pueblo; pero Valerio no lo consintió, antes se opuso e impidió que con su presencia y palabras se diese ocasión y pretexto para mudanzas a la gente pobre, a quien más sensible se hace la guerra que la tiranía.
III.- Vinieron, después de éstos, otros mensajeros, diciendo que Tarquino se desistía del reino y se apartaba de hacerles guerra, pidiendo únicamente sus bienes y haciendas, y las de sus amigos y domésticos, para que tuvieran con qué vivir en su destierro. Inclinándose muchos a ello, y sosteniéndolo Colatino, Bruto, hombre intrépido y pronto a la ira, corrió a la plaza, tratando a su colega de traidor que quería proporcionar medios de guerra y tiranía a aquellos a quienes aun sería reprensible conceder algún viático para que se retirasen. Reunidos los ciudadanos, el primero Cayo Minucio, hombre entonces particular, habló al pueblo, y animando a Bruto y exhortando a los Romanos, que miraran les dijo ser más conveniente que aquellos bienes hicieran la guerra a los tiranos, que no que a éstos les sirviesen contra ellos mismos. Con todo, pareció a los Romanos que conseguida la libertad, que era por lo que peleaban, no debían desechar la paz por los dineros, sino más bien arrojar éstos de la ciudad juntamente con los tiranos. Mas Tarquino de lo que menos trataba era de los bienes; su demanda tenía más bien el objeto de tantear al pueblo y solicitar a la traición, lo que ejecutaban muy bien los mensajeros, deteniéndose bajo el pretexto mismo de los bienes, con decir que unos los volvían, con otros se quedaban, renunciaban a otros, hasta tanto que corrompieron dos de las casas de los llamados prohombres, la de los Aquilios, que tenía tres senadores, y la de los Vitelios, que tenía dos. Todos éstos por la madre eran sobrinos del cónsul Colatino; y los Vitelios tenían otro particular parentesco con Bruto, porque éste estaba casado con una hermana de los Vitelios, de la que tenía muchos hijos. A dos de éstos, los más adelantados en edad, con quienes además del parentesco tenían también amistad, los sedujeron los Vitelios y los movieron a tomar parte en la traición y a que se enlazaran con el linaje ilustre de los Tarquinos, y se elevaran a regias esperanzas, separándose de la locura y dureza de su padre: llamando dureza a su inflexibilidad para con los malvados, y apellidándole de loco, porque largo tiempo, a lo que parece, se había valido de aquella ficción para su seguridad con los tiranos, y hasta no tenían aprensión del sobrenombre que por ello llevaba.
IV.- Luego que hubieron ganado a estos jóvenes y que hablaron sobre ello con los Aquilios, resolvieron hacer un abominable juramento, que fue matando un hombre libar con su sangre y poner la mano sobre sus entrañas. Dirigiéronse después a la casa de los mismos Aquilios, la cual, como entonces lo había menester para lo que meditaban ejecutar, estaba en paraje solitario y reservado. No echaron de ver a un esclavo llamado Vindicio, que se escondió dentro de ella, no con designio de observarlos o porque hubiese rastreado algo de lo que se tramaba, sino que hizo la casualidad que se hallase allí, y advirtiendo que iban con apresuración, temeroso de que le viesen, se echó en el suelo, poniendo delante de sí un cajón que allí estaba; de manera que pudo ver todo lo que se hacía y oír lo que se trató. Determinaron, pues, dar muerte a los cónsules, y escribiendo una carta para Tarquino, en que se lo participaban, la entregaron a los mensajeros, los cuales habitaban allí mismo, siendo huéspedes de los Aquilios, y se habían hallado presentes al acto de la conjuración. Luego que hecho esto se retiraron, saliendo Vindicio, no creyó que debía contentarse con saber él sólo lo que ocurría; pero estaba en gran perplejidad, pareciéndole muy duro, como lo era, acusar a unos hijos ante su padre Bruto, o a unos sobrinos ante su tío Colatino; y de particulares no tenía ninguno por seguro para tan grandes arcanos. Mas pudiendo antes avenirse a todo que a callar, estimulado de la conciencia de tal atentado, resolvió dirigirse a Valerio, incitándole a ello principalmente la popularidad y humanidad de éste, por ser un hombre siempre afable con cuantos a él acudían, que para todos tenía abierta su casa, y nunca negó a los desvalidos o el habla o sus beneficios.
V.- Luego que subió a verse con Valerio y le enteró de todo, hallándose allí presentes sólo su hermano Marco y su mujer, asombrado y temeroso Valerio, lo que hizo fue no dejar salir a Vindicio, sino que le encerró en una habitación, poniendo por guarda en la puerta a su mujer; y mandando a su hermano Marco que ocupase el palacio real, aprehendiese, si le era posible, las cartas, y tuviese en custodia la domesticidad, él mismo con muchos de sus clientes que allí se hallaban, y gran número de esclavos, se encaminó a casa de los Aquilios, que no estaban en ella. Por lo mismo, no hallándose nadie prevenido, atropelló por las puertas, y dio con las cartas, que se habían quedado donde los mensajeros las recibieron y envolvieron. Mientras estaba en esto, venían los Aquilios corriendo, y trabándose pelea en las mismas puertas, procuraban recobrar las cartas; mas, los otros se defendían, y echándose la ropa al cuello, a fuerza y con dificultad dando y recibiendo empujones, por callejuelas fueron a salir a la plaza. Otro tanto sucedía en el palacio real, habiendo aprehendido también Marco otras cartas que estaban dispuestas para mandarse, y arrastrando hacia la plaza a cuantos le era posible de los domésticos del rey.
VI.- Luego que los cónsules apaciguaron el tumulto, y que Valerio dio orden de que se trajese a Vindicio de su casa, entablada la acusación, se leyeron las cartas, sin que los acusados se atreviesen a replicar ni una sola palabra. En todos fue muy grande la consternación y el silencio: algunos, en obsequio de Bruto, propusieron el destierro, y concurrieron a dar alguna esperanza, Colatino, con no poder contener las lágrimas, y Valerio, con callar; pero Bruto, llamando por sus nombres a sus hijos: “Ea, Tito- dijo-, y tú Tiberio, ¿por qué no os defendéis de la acusación?” Como nada respondiesen, preguntados tres veces, entonces, vuelto a los lictores: “Aquí nadie tiene ya qué hacer- les dijo- sino vosotros” .Echando, pues, mano a los jóvenes, rasgáronles las ropas, atáronles las manos a la espalda, y con varas hirieron sus cuerpos, no pudiendo los demás ver semejante espectáculo, ni teniendo corazón para ello; mas, de Bruto es fama que no volvió sus ojos a otra parte, ni por compasión hubo mudanza en la iracundia y severidad de su semblante, sino que se mantuvo mirando con fiereza hacia los hijos mientras se les castigaba, hasta que los lictores los derribaron en el suelo, y con la segur les cortaron la cabeza. A los demás los puso bajo la potestad de su colega, con lo que se levantó, y se fue: habiendo ejecutado un hecho que ni se niega a ser alabado extraordinariamente si se quiere ni tampoco a ser reprendido; porque o lo sublime de su virtud elevó el alma hasta hacerla impasible, o la vehemencia del enojo la condujo a una completa insensibilidad: uno y otro es grande y fuera de lo humano, lo primero como cosa divina, y lo segundo de fieras; pero más justo es inclinarnos en nuestro juicio a la obra de tan gran varón, que no rebajar de mérito tanta virtud con nuestra pequeñez, pues los Romanos mismos opinan que no hizo tanto Rómulo en fundar la ciudad como Bruto en establecer y consolidar tal gobierno.
VII.- Retirado de la plaza Bruto, por largo rato ocupó los ánimos la sorpresa, el pasmo y el silencio, con motivo de lo que acababan de presenciar; y, en tanto, los Aquilios, que empezaban a fundar esperanzas en la blandura y duda de Colatino, pedían se les diera tiempo para defenderse, y que les fuera entregado Vindicio, que era su esclavo, y no correspondía estuviese en manos de otros. Iba ya a concederlo y a disolver con esto la junta; pero Valerio ni se prestó a que se entregara Vindicio, que estaba bien guardado por toda su gente, ni permitió que el pueblo se retirase abandonando los traidores; antes les echó mano, y empezó a llamar a Bruto, y a decir a gritos que Colatino obraba con la mayor injusticia, pues que habiendo puesto a su colega en la precisión de dar muerte a sus propios hijos, creía serle lícito agradar a unas mujeres con los traidores y enemigos de la patria. Enfadado con esto el cónsul, y mandando que le presentaran a Vindicio, los lictores, atravesando por la muchedumbre, llegaron a echarle mano, y empezaron a herir a los que intentaban quitársele; pero los amigos de Valerio corrieron a defenderlos, y el pueblo clamaba pidiendo que se presentase Bruto. Retrocedió, pues, y volvió a la plaza, y habiendo impuesto silencio, dijo que para sus hijos no se había necesitado de más juez que él mismo; pero que en cuanto a los otros dieran su voto los ciudadanos libres, y que el que quisiese hablase y persuadiese al pueblo. No hubo necesidad de tales persuasiones, pues que, hecha la votación, fueron condenados por todos los sufragios, y se les cortó la cabeza. Colatino, además de tener contra sí, según se echaba de ver, alguna sospecha por su parentesco con los reyes, incomodaba con el segundo de sus nombres, siendo mirado con abominación el de Tarquino; así, en vista de estos sucesos, teniendo por enteramente decaída su opinión, voluntariamente hizo dimisión del mando, y salió de la ciudad. Tuviéronse en seguida los comicios, y Valerio fue elegido Cónsul con grande aplauso, recibiendo un premio digno de su ardiente patriotismo. Creyó justo que de él alcanzase a Vindicio alguna parte, e hizo decretar que él fuese el primer liberto que gozase los derechos de ciudadano romano, votando en la curia que quisiese elegir. A los demás de esta condición, tarde y después de mucho tiempo, les concedió este derecho de votar Apio, que tiraba a ganarse la muchedumbre; y la manumisión o libertad completa aun hoy se llama Vindicta, según dicen, de este Vindicio.
VIII.- En consecuencia, de esto se dio permiso a los Romanos para que se apoderaran de los bienes de todos los de la familia real, y el palacio y accesorias fueron echados por tierra. Poseía Tarquino la parte más preciosa del Campo de Marte, y ésta la consagraron al dios. Hacía la casualidad que acababa entonces mismo de segarse, y estando todavía sin levantar los haces, no creyeron que era cosa de trillarlos o de hacer uso alguno de aquella mies por estar consagrada; por tanto, sin más detención, fueron y la echaron en el río. Cortaron también los árboles, e hicieron otro tanto, ofreciendo al dios un campo enteramente vacío e infructífero. Amontonadas y enredadas tantas cosas unas con otras, no pudo la corriente llevarlas lejos, sino que quedaron donde las primeras fueron acumulándose y cayendo sobre firme. No teniendo luego salida las demás cosas que arrastraba el río, sino deteniéndose y enredándose de la misma manera, tomó cuerpo aquel conjunto y echó raíces, aumentado con la misma corriente; porque ésta acarreaba mucho barro, el cual, estancado allí, le daba alimento y enlace a un mismo tiempo; y los golpes no lo desunían, antes con herir blandamente iban recogiéndolo todo y amontonándolo en un punto. Así la magnitud de lo reunido en el primer movimiento atrajo otra multitud, y con los acarreos del río llegó a formarse un campo. Todo esto es ahora una isla sagrada al frente de la ciudad, la que contiene templos de los Dioses y calles para pasear, llamándose en lengua latina la isla de entre los dos puentes. Algunos refieren que esto sucedió, no cuando se consagró el campo de Tarquino, sino mucho tiempo después, cuando Tarquinia consagró otro campo confinante con aquel. Era Tarquinia una virgen sagrada del número de las Vestales. Tuvo grandes honores, de los cuales fue uno el que sola ella entre todas las mujeres fuese admitida a ser testigo; y habiéndosele, decretado el que pudiera abrazar el estado del matrimonio, no lo aceptó; así dicen que pasó esta fábula.
IX.- Desesperanzado Tarquino de recobrar por traición la autoridad, acudió a los Tirrenos, que tomaron su causa con ardor, y le restituían con grandes fuerzas. Conducían contra ellos los cónsules a los Romanos, y los formaron en dos lugares sagrados, de los cuales el uno, se llamaba la selva Arsia, y el otro el prado Esuvio. Cuando estaban para venir a las manos, Arrón, hijo de Tarquino, y el cónsul romano Bruto, viniéndose el uno para el otro, no por acaso, sino movidos de la enemistad y la ira, el uno como contra un tirano y enemigo de la patria, y el otro para vengarse del destierro, dieron rienda a los caballos, y chocándose con más ira que juicio, no atendieron a cuidar de sus personas, y recíprocamente se mataron. Empezada con tan malos auspicios la pelea, no fue su fin más dichoso, sino que causando y recibiendo iguales daños ambos ejércitos, los separó una tormenta. Estaba Valerio en gran conflicto, no sabiendo cuál era el término de la batalla; porque veía a los soldados muy desalentados por los muertos que habían tenido, y engreídos al mismo tiempo por los muchos que también había tenido el enemigo; ¡tan dudosa e igual venía a ser la mortandad en cuanto al número!, sino que a cada uno le confirmaban más en la idea de la derrota los muertos propios que veía, que no en la de la victoria los enemigos que sólo conjeturaba. Venida la noche, cual correspondía que fuese para los que tales habían quedado de la batalla, cuando ya los reales estaban en reposo, se dice que se conmovió la selva, y que de ella salió una voz grande, que dijo haber muerto uno más de los Tirrenos que de los Romanos. Debía de haber algo de divino en aquella voz, porque al momento de oída clamaron éstos, alentados y fortalecidos; mas, los Tirrenos, poseídos del miedo y turbación, salieron huyendo de sus reales, y se dispersaron los más; y a los que quedaron, que vendrían a ser unos cinco mil, cayendo sobre ellos los Romanos, los pasaron a cuchillo, y saquearon cuanto había. Contados los muertos, se halló ser los de los enemigos once mil y trescientos, y otros tantos los de los Romanos, menos uno. Refiérese que se dio esta batalla un día antes de las calendas de Marzo, y por ella triunfó Valerio, primero entre los cónsules, en carroza de cuatro caballos, pompa que ofreció una vista majestuosa y magnífica, más bien que fastuosa, y desagradable a los que la presenciaron, como lo han pretendido algunos; porque no hubiera sido tan envidiada ni habría excitado su fama una ambición tan duradera. Fue aplaudido también por los honores que tributó al colega en el acompañamiento funeral, y en la sepultura; y pronunció asimismo su elogio fúnebre, el cual fue tan gustoso y grato a los Romanos, que de allí quedó el uso de que en los funerales de los varones señalados e ilustres pronunciasen su elogio los que gozaban de más opinión. Dícese haber sido este elogio fúnebre más antiguo todavía que los de los Griegos, a no haber sido una de las instituciones de Solón, como pretende el orador Anaxímenes.
X.- Por lo que principalmente estaban incomodados y malcontentos con Valerio era porque Bruto, con ser así que el pueblo le apellidaba padre de la libertad, nunca permitió mandar solo, sino que tomó colega por dos veces; mas éste (decían), amontonándolo todo en sí, no es heredero del consulado de Bruto, al que en nada se parece, sino de la tiranía de Tarquino; porque ¿de qué sirve con las palabras celebrar a Bruto, e imitar a Tarquino en las obras, saliendo en público solo con las fasces y las segures de una casa de tanta magnitud, cual no fue nunca la del rey, que echaron por el suelo? Y en realidad Valerio habitaba con sobrada magnificencia en la llamada Velia una casa que dominaba la plaza, y desde cuya altura se veía todo, siendo por otra parte de difícil y agria subida; de manera que al verle bajar se hacía notar mucho aquel aire y aquel aparato de una pompa regia. Mas él hizo ver en sí cuán apreciable es tener en el mando y en los grandes negocios unos oídos que reciban mejor la franqueza y verdad, que no la lisonja y adulación; porque habiendo oído que era generalmente motejado, advirtiéndoselo así sus amigos, no lo llevó a mal o se enfadó por ello, sino que, al punto, llamando muchos operarios, en una sola noche derribó su casa, y la echó enteramente a tierra; de modo que a la mañana los Romanos, parándose a aquel espectáculo, celebraban y admiraban por una parte la magnanimidad de tan esclarecido varón, y por otra se dolían de ver echada al suelo por envidia tan hermosa casa, que parecía muerte de hombre injustamente condenado; y que el cónsul estaba reducido, por no tener hogar, a habitar de prestado. Porque los amigos hospedaron a Valerio hasta que el pueblo le dio solar, en el que edificó una casa mas reducida que la otra, donde existe ahora el templo que se llama de Vica pota. Queriendo, además, no sólo hacerse a sí mismo en vez de temible afable y bien quisto, sino también a la autoridad que ejercía, quitó de las fasces las segures, y al presentarse en los comicios rendía e inclinaba las fasces al pueblo, haciendo este reconocimiento de la autoridad democrática; lo que hasta el día de hoy observan los cónsules. Equivocábanse los más creyendo que con esto desautorizaba su persona, siendo así que con esta moderación destruía y apartaba de sí la envidia; y lejos de perder, ganaba en autoridad, sujetándosele el pueblo con gusto y obedeciéndole de buena voluntad; así es que le dieron el nombre de Publícola, que significa respetador del pueblo, nombre que prevaleció sobre los que antes tenía, y del que ya usaremos en lo que resta por escribir de esta Vida.
XI.- Consintió que del consulado participaran y se presentaran a pedirlo cuantos quisieran; pero antes de la elección de un colega, no sabiendo lo que sucedería, y temiendo
que se le opusiese o por envidia o por ignorancia, quiso proceder sólo al establecimiento de sus mejores y más saludables leyes. En primer lugar, completó el Senado, que estaba muy falto, porque unos habían muerto bajo el poder de Tarquino y otros después en la guerra, diciéndose que los que nombró fueron ciento sesenta y cuatro. Publicó luego las leyes, de las cuales las que más poder dieron a la muchedumbre fueron: la primera, la que permitió al reo apelar de la sentencia de los cónsules al pueblo; segunda, la que mandó que el que recibiese autoridad que no le hubiese conferido el pueblo, muriera por ella; y tercera, después de éstas, con la que vino en auxilio de los pobres, la que libró de tributo a los ciudadanos, haciendo que todos se aplicaran a los oficios con mayor anhelo. La que se estableció contra los desobedientes a los cónsules no pareció menos popular ni menos hecha en beneficio de la muchedumbre contra los poderosos: imponía, pues, por pena de la desobediencia la multa del valor de cinco bueyes y de dos ovejas. Era el valor de una oveja diez óbolos, y ciento el de un buey, corriendo poco entonces el dinero entre los Romanos, siendo las ovejas y demás ganado su principal riqueza; por esta causa aun ahora a la hacienda, del nombre de las reses, la llaman peculio, y en las monedas grababan en lo antiguo un buey, o una oveja, o un cerdo. Ponían también a los hijos nombres de Suilio, Bubulco, Caprario y Porcio; porque a las cabras las llaman capras y porcos a los cerdos.
XII.- Habiendo sido acerca de las cosas dichas tan popular y moderado legislador, no guardó medida acerca de las penas, porque hizo ley para que sin necesidad de causar juicio se pudiera quitar la vida al que intentara usurpar la autoridad suprema, declarando libre y puro al matador con dar las pruebas o indicios de aquel atentado, pues, así como no es posible que el que tales intentos, trae entre manos engañe a todos, no es imposible que, sin engañar u ocultarse, se anticipe a la justicia, viéndose superior en medios; y por tanto, en odio de semejante maldad, concedió a quien se hallara en disposición el prevenir con la muerte un juicio a que el otro no daba lugar. Fue asimismo celebrado por su ley acerca de la cuestión; pues siendo indispensable que de sus bienes contribuyesen los ciudadanos para la guerra, y no queriendo tocar él mismo los caudales, o que los tocasen sus amigos, ni tampoco que entrasen en poder de ningún particular, señaló por erario o tesorería el templo de Saturno, el cual destino conserva todavía, y concedió al pueblo que nombrara dos tesoreros o cuestores de entre los jóvenes; habiendo sido los primeros nombrados Publio Veturio y Minucio Marco, y mucho el caudal que se recogió; porque fueron hasta ciento y treinta mil los alistados en el censo, sin los huérfanos y viudas, a quienes se perdonó la contribución. Hechos estos establecimientos, él mismo designó para su colega a Lucrecio, el padre de Lucrecia, a quien, correspondiéndole por más anciano el lugar más preferente, le dio las que se llaman fasces; y hasta nosotros se ha conservado a los más ancianos esta preeminencia de la vejez. Como al cabo de pocos días hubiese muerto Lucrecio, se tuvieron otra vez comicios, y fue elegido Marco Horacio, el que gobernó con Publícola lo que faltaba de aquel año.
XIII.- Movía por entonces segunda vez Tarquino la guerra en la Etruria a los Romanos, y se dice que sucedió un extraordinario portento. Reinando todavía Tarquino, tenía ya casi concluido el templo de Júpiter Capitolino, y bien fuese por vaticinio que se le hizo, o por movimiento y dictamen propio, encargó a unos artistas tirrenos de la ciudad de Veyos una carroza de barro, que había resuelto poner en el remate; y al cabo de poco perdió el reino. Pusieron los Tirrenos la carroza de cuatro caballos ya formada a cocer en el horno, y no sucedió lo que era natural sucediese con el barro, que era entrarse y contraerse, disipada la humedad, sino que se dilató y ahuecó, tomando tanto bulto y tanta consistencia, que, aun quitada la cubierta del horno, y derribada las paredes, hubo dificultad para sacarla. Juzgaron los adivinos que en aquello se encerraba un gran prodigio, y que anunciaba dicha y autoridad a aquellos en cuyo poder estuviese la carroza; por lo cual determinaron los Veyanos no entregarla a los Romanos que la reclamaban, y respondieron que pertenecía a Tarquino, y no a los que le habían desterrado. Pocos días después tenían los Veyanos carreras de caballos, y por lo demás todo pasó en ellas como es de costumbre en tales espectáculos; pero con el carro vencedor sucedió que apenas el carretero salió coronado del circo, cuando espantados los caballos, sin ninguna causa conocida, sino por algún impulso superior, o por buena suerte, dieron a correr a escape hacia Roma, llevándose al carretero. De nada le sirvió a éste tirarles de las riendas y darles voces, porque le arrebataron, teniendo que ceder y sujetarse al ímpetu, hasta que, llegados al Capitolio, lo echaron allí a tierra junto a la puerta que ahora llaman Ratumena. Maravillados y temerosos los Veyanos con este acontecimiento, permitieron que la carroza se devolviese a los artistas.
XIV.- Este templo de Júpiter Capitolino fue voto de Tarquino el de Demarato, que ofreció edificarle estando en guerra con los Sabinos; pero le construyó Tarquino el Soberbio, hijo o nieto del que le votó. No llegó a dedicarle, sino que faltaba muy poco para concluirse cuando Tarquino fue desposeído. Luego que estuvo acabado y que se le adornó completamente, se encendió en Publícola el deseo de hacer su dedicación. Mirábanle con envidia muchos de los principales; y los demás honores que había alcanzado y parecían corresponderle como legislador y como general, no los miraban con tanto encono; pero éste teníanle por ajeno de él, y exhortaban e instaban a Horacio para que le moviese disputa sobre la dedicación. Habiendo, pues, tenido que salir Publícola a una expedición militar indispensable, decretando que fuese Horacio el dedicante, le subieron al Capitolio, como desconfiando de salir con su intento si aquel sobrevenía. Algunos dicen que, echadas suertes, a Publícola le cupo, muy contra su voluntad, la de ir al ejército, y al colega la dedicación; mas puede conjeturarse lo cierto por lo mismo que pasó en el acto de ésta. En los idus, pues, de Septiembre, que vienen a coincidir con el plenilunio del mes Metagitnión, demás ceremonias, llegándose a las puertas, como es costumbre, pronunció las palabras establecidas para la dedicación; mas, el hermano de Publícola, Marco, que hacía rato estaba también a la puerta esperando el momento oportuno: “Cónsul, gritó, tu hijo ha muerto de enfermedad en el ejército”. Causó esto pesadumbre a todos los circunstantes; pero Horacio, sin alterarse lo más mínimo, y no diciendo otra cosa sino, “echad el muerto donde quisiereis, pues yo no me abandono al llanto” llevó al cabo lo que de la dedicación le restaba. No era cierta la noticia, sino que Marco la había fingido para distraer a Horacio: con todo, es muy digna de elogio la serenidad del cónsul, bien se hubiese impuesto con rapidez del engaño, o bien se hubiese mantenido inalterable a tal nueva, dándole crédito.
XV.- Parece que en cuanto a la dedicación tuvo el segundo templo la misma suerte: pues el primero que, como hemos dicho, habiéndolo construido Tarquino lo dedicó Horacio, fue en las guerras civiles pasto de las llamas; entonces levantó Sila el segundo, y en la inscripción de la dedicación se puso el nombre de Catulo, por haber Sila muerto antes. Destruido igualmente éste en los alborotos del tiempo de Vitelio, edificó el tercero Vespasiano, habiéndole seguido en esto la buena suerte que en todas sus cosas; porque habiéndole llevado desde el cimiento hasta su última perfección, logró verle concluido; pero habiendo perecido de allí a poco, no llegó a verle arruinado: en lo que fue tanto más feliz que Sila, que éste murió antes de la dedicación, y él antes de la ruina; porque al mismo tiempo de morir Vespasiano sucedió el incendio del Capitolio. Luego este cuarto de hoy fue construido y consagrado por Domiciano. Dícese que Tarquino gastó en los cimientos cuarenta mil libras de plata: de este que ahora vemos no habría particular ninguno que tuviese bastante hacienda para pagar solamente el dorado, que se dice haber costado más de doce mil talentos. Las columnas fueron cortadas en las canteras del monte Pentélico, siendo muy hermosas por la proporción de su grueso con la longitud, pues las vi en Atenas. Labradas y pulimentadas de nuevo en Roma, no ganaron tanto en lustre como perdieron en simetría, habiendo quedado más gastadas y delgadas de lo que convenía. Mas aquel que se maraville de la riqueza del Capitolio, que vea en el palacio de Domiciano un solo pórtico, o basílica, o baño, o habitación de las mancebas, y a manera de lo que Epicarmo escribió contra un hombre pródigo:
No eres un bienhechor, sino un enfermo;
gozas dando el dinero a manos llenas.
podría aplicar una expresión semejante a Domiciano: no eres religioso mi magnánimo: estás enfermo, complaciéndote en hacer suntuosos edificios, y queriendo, como el otro Midas, que todas las cosas te se conviertan en oro y mármoles. Mas baste por ahora lo dicho sobre este punto.
XVI.- Tarquino, después de aquella gran batalla en que perdió el hijo que cuerpo a cuerpo peleó con Bruto, retirándose a Clusio, pidió socorro a Larte Porsena, hombre que
entre los régulos de la Italia era el que tenía mayor poder, y que gozaba, además, la opinión de recto y amigo de gloria. Prometióle su auxilio, y lo primero que hizo fue requerir a los Romanos sobre que, Tarquino fuese restituido; mas como éstos no le diesen oídos, denunciándoles la guerra, y tiempo y lugar para el combate, se encaminó a éste con poderoso ejército. Fue Publícola elegido segunda vez cónsul en ocasión de estar ausente, y con él Tito Lucrecio: regresando, pues, a Roma, y queriendo dar a entender que en ánimo se aventajaba a Porsena, fundó la ciudad de Sigluria, hallándose ya éste a poca distancia; y cercándola con murallas a grandes expensas, envió allá setecientos colonos, mostrando que no le daba gran cuidado la guerra. Invadidos repentinamente los muros de Roma, y acosados los centinelas por Porsena, dando éstos a huir, estuvo en muy poco que no introdujesen consigo en la ciudad a los enemigos. Acudió luego a las puertas Publícola en su socorro; y trabando batalla junto al río, contuvo a los enemigos, que con bastante tropa trataban de violentarlas, hasta que, herido gravemente, fue preciso que en brazos ajenos lo retirasen de la acción. Como después hubiese sucedido lo mismo a su colega Lucrecio, cayó en los Romanos el desaliento, y sólo por la fuga hacia Roma se salvaron. Persiguiéronlos los enemigos por el puente, y corrió el peligro Roma de ser tomada por armas. El primero Horacio Cocles, y luego con él otros dos de los más distinguidos, Herminio y Larcio, se pararon e hicieron cara en el puente. Dióse a Horacio la denominación de Cocles, porque perdió uno de los ojos en la guerra; aunque otros dicen que fue a causa de ser muy romo, y tener la nariz tan aplastada, que casi no había nada interpuesto entre ambos ojos, y las cejas estaban unidas, por lo que muchos dieron en llamarle Cíclope, y después, deslizándose la lengua, prevaleció entre la muchedumbre el llamarle Cocles. Éste, pues, parándose delante del puente, acuchilló a los enemigos, hasta que por la otra cabeza rompieron el puente los dos que con él se habían detenido. Entonces, arrojándose en el río armado como estaba, le pasó a nado hasta arribar a la otra orilla, aunque herido en una pierna con una lanza etrusca. Admirado Publícola de su valor, mandó por lo pronto a todos los Romanos que cada uno le contribuyese con la comida que consumía en un día, trayéndosela al punto; y después le distribuyó tanto campo cuanto en un día pudiese rodear con el arado. Además de esto, pusieron su estatua de bronce en el templo de Vulcano, consolándole con este honor la cojera que la herida le produjo.
XVII.- Estando Porsena sobre Roma, fue además afligida la ciudad con hambre, y otro ejército de Tirrenos salió por sí mismo a talar el país. Publícola elegido cónsul por tercera vez, aunque juzgó que no debía oponerse de otro modo a Porsena que estándose dentro del recinto y defendiéndole, salió contra los otros Tirrenos, y viniendo a las manos los derrotó, matando unos cinco mil de ellos. Lo sucedido con Mucio es referido por muchos y de muchas maneras: habré, sin embargo, de decir acerca de ello lo que pasa por cierto entre los más, y lo que yo mismo creo. Era hombre tenido por bueno en toda virtud, y en las artes de la guerra muy aventajado: puesto, pues, en celada con determinación de dar muerte a Porsena, se introdujo en su campo, vestido a la etrusca, y usando el mismo lenguaje. Internóse hasta el tribunal donde el rey estaba sentado; mas no conociéndole bien, y temiendo descubrirse si hacía alguna pregunta, desenvainó la espada y atravesó al primero que le pareció ser el rey entre todos los que con él estaban. Prendiéronle al punto por el hecho, e iban a castigarle; y habiendo allí un braserillo con fuego, el que habían traído para cierto sacrificio que había de hacer el rey, puso en el la diestra, y tostándose la carne, se estuvo mirando al rey de hito en hito con semblante firme e inalterable, hasta que asombrado éste lo dejó libre, y lo despidió del tribunal, volviéndole su espada, la que él tomó alargando para ello la mano izquierda; y de aquí dicen que se le originó la denominación de Escévola, que quiere decir zurdo. Dijo entonces que él había podido hacerse superior al miedo que Porsena quería infundirle; pero se veía vencido de su virtud: así que, movido de agradecimiento, indicaría lo que no se le habría arrancado por la fuerza: “Que trescientos Romanos- continuó-, con la misma determinación que yo tenía, discurren por tu campo, espiando la oportunidad; a mí la suerte me destinó a ser quien empezase, y no maldigo mi fortuna por haber errado respecto de un hombre virtuoso, y más digno de ser romano que no nuestro enemigo”. Al oír esto Porsena le dio crédito y quedó más dispuesto para tratar de paz; no tanto en mi entender por el miedo de los trescientos como prendado y maravillado del ánimo y virtud de los Romanos. A este joven le llaman todos Mucio Escévola, con los dos nombres juntos; pero Atenodoro el de Sandón, en su libro a Octavia, la hermana de César, dice que también se llamaba Opsígono.
XVIII.- Publícola, a quien no era tan incómodo tener por enemigo a Porsena como le fuera grato tenerle por amigo y aliado, no rehusó someterse a su juicio en las cosas de Tarquino, antes con gran confianza acudió a él repetidas veces en acusación del más perverso de los hombres, que con la mayor justicia había sido arrojado del trono. Como Tarquino hubiese respondido con gran desenfado que nadie debía hacerse juez en tal negocio, y mucho menos Porsena, si siendo aliado mudaba de propósito, enfadado éste y abandonándole, a lo que se agregaron también los ruegos y oficios de su hijo Arronte en favor de los Romanos, se apartó de la guerra, bajo condición de que se desposeyesen del terreno que habían ocupado en la Etruria, de que dejasen en libertad a los prisioneros, a cambio de los tránsfugas. Dieron sobre esto en rehenes a diez mancebos y otras tantas doncellas
XIX.- Hecho esto, cesó ya Porsena en todos los preparativos y aparato de guerra, fiado en los tratados: así, las doncellas bajaban a bañarse. Formaba en aquel lugar la orilla una ensenada que abarcaba el río, y hacía a la vista su curso sumamente sosegado y tranquilo. Mas como no viesen por allí ningún guarda, ni otra persona alguna que pasase o navegase, les vino el pensamiento de marcharse a nado por una corriente caudalosa y profundos remolinos. Refieren algunos que una de ellas, llamada Clelia, hizo la travesía a caballo, y que ésta fue la que movió y alentó a las otras jovencitas. Cuando puestas en salvamento comparecieron ante Publícola, no mostró maravillarse, y mucho menos alegrarse; antes lo llevó a mal, porque Porsena culparía su falta de fe; y lo que había sido yerro de las doncellas, lo atribuiría a maldad de los Romanos; por tanto, reuniendo otra vez las doncellas, las volvió a mandar a Porsena. Habíanlo entendido todo Tarquino y los suyos; así, poniéndose en celada contra los que acompañaban a las doncellas, los aguardaban al paso en no pequeño número. Defendiéronse éstos, y en tanto la hija de Publícola, Valeria, penetrando por entre los que combatían, pudo huir, y tres de sus criados huidos con ella la pusieron en salvo. En socorro de las demás, que no sin peligro quedaron entre los de la pelea, sobrevino prontamente Arronte, el hijo de Porsena, con noticia que de ello tuvo; y ahuyentados los enemigos, sacó de riesgo a los Romanos. Luego que restituidas las doncellas las tuvo Porsena en su presencia, inquiría cuál era la inventora y promovedora de aquel hecho, y al oír el nombre de Clelia, se la quedó mirando con semblante placentero y alegre, y mandando que trajesen uno de sus caballos ricamente enjaezado, se lo regaló; y de aquí toman argumento en su favor los que sostienen que sola Clelia pasó el río a caballo; diciendo otros que no fue así, sino que el rey tirreno hizo aquella honra singular a su espíritu varonil. Encuéntrase, como se va por la vía sacra al Palatino, una estatua suya ecuestre; la que, con todo, dicen algunos no ser de Clelia, sino de Valeria. Reconciliado Porsena con los Romanos, dio pruebas de benevolencia a la ciudad en otras muchas cosas; pero señaladamente en que, dando orden a los Tirrenos para que tomasen las armas solamente y nada más, dejando los reales como estaban llenos de víveres y de otros muchos efectos, hizo de todo presente a los Romanos; por lo cual todavía entre nosotros los que venden en almoneda bienes públicos pregonan primero los efectos de Porsena, guardando a este rey un monumento eterno de gratitud en este recuerdo. Existe también una estatua suya en bronce junto al Senado, y muy sencilla y antigua en su trabajo.
XX.- Después de estos sucesos invadieron el país los Sabinos, y fueron elegidos cónsules Marco Valerio, el hermano de Publícola y Postumio Tuberto. Hubo hechos grandes y memorables, debidos al juicio y presencia de Publícola, y en su virtud salió Valerio vencedor en dos grandes batallas, de las cuales, en la segunda, sin haber perdido ni un solo hombre los Romanos, murieron trece mil de los enemigos. Concediósele en premio, además de los triunfos, el que a expensas públicas se le edificase una casa en el Palatino. Abríanse entonces todas las puertas de las casas hacia adentro, y en esta sola se dispuso que sus puertas principales se abriesen hacia afuera, para que siempre apareciera algo de popular en ella, conforme al honor que a su dueño se había dispensado. Dícese que en Grecia estaban así dispuestas todas las casas, deduciéndolo de las comedias, porque en sus dramas los que van a salir dan golpes y hacen ruido por adentro en sus propias puertas, para que los que pasan o están parados junto a ellas lo sientan y no sean ofendidos al abrirlas hacia la calle.
XXI.- Al año siguiente fue elegido cónsul por cuarta vez Publícola, temiéndose nueva guerra, que de parte de los Sabinos y Latinos amenazaba. Conmovió a la ciudad al mismo tiempo cierta superstición, porque todas las mujeres que estaban encinta daban a luz partos a los que faltaba algún miembro, y ninguno salía perfecto y a su tiempo. Publícola, pues, conforme a los libros de las Sibilas, hizo sacrificio propiciatorio a los Dioses infernales, y restableció combates instituidos por la Pitia, con lo que puso a la ciudad más confiada en la asistencia divina; y luego volvió su atención al miedo más cierto, que venía de los hombres, porque eran grandes los preparativos y movimientos de los enemigos. Había entre los Sabinos un Apio Clauso, varón poderoso por su riqueza, muy señalado también por sus grandes fuerzas, y que tenía, además, por la opinión de su virtud y su afluencia en el decir, un lugar muy preferente; mas con todo, no se libertaba de lo que acontece a todos los hombres grandes, que es tener envidiosos, y a los que de él lo eran les dio ocasión de que publicasen que con impedir la guerra hacía que las cosas romanas tomasen incremento para la tiranía y esclavitud de la patria. Enterado de estas voces, que eran oídas con gusto de la muchedumbre, y considerándose expuesto con los inclinados a la guerra, y con los que la profesaban, temía ser puesto en juicio; por otra parte, tenía entre sus amigos y parientes muchas manos que le defendiesen; rebelóse, pues, y esto era lo que causaba la detención y cuidado de los Sabinos en cuanto a la guerra. No solamente tomó Publícola por su cuenta enterarse del estado de estas cosas, sino el excitar también y promover la sublevación; y valiéndose de partidarios que allí tenía de su confianza, hizo que en su nombre tuviesen a Clauso este lenguaje: “Publícola te tiene en tal opinión de virtuoso y justo, que no cree hayas de querer causar el menor daño a tus ciudadanos, aunque ofendido y agraviado de ellos; mas, si, deseando ponerte en salvo, quisieres pasarte y huir de los que te aborrecen en público y en particular, serás recibido de un modo digno de tu virtud y de la magnificencia de Roma”. Reflexionando muchas veces Clauso sobre esta propuesta, túvola por preferible al apuro en que se veía; y conferenciando sobre ella con los amigos, que atrajeron también a otros al mismo parecer, sublevó hasta unas cinco mil casas, con las mujeres e hijos, y trajo a Roma cuanto había más tranquilo y de más suave y reposadas costumbres entre los Sabinos, sabiéndolo antes Publícola, y recibiéndolos benigna y amistosamente cuanto fue posible. Porque a todas las familias les concedió los derechos de ciudad, y a cada uno le repartió dos yugadas en un campo junto al río Anio. A Clauso dióle veinticinco yugadas de tierra, y escribióle entre los senadores, siendo esta su primera autoridad, de la cual usó con prudencia, y llegó después a la mayor dignidad y poder, dejando en Roma la familia y linaje de los Claudios, que a ningún otro cede en esplendor.
XXII.- Traídas a este punto, con deserción de tantas familias, las cosas de los Sabinos, no por eso dejaron los demagogos de conmover y alborotar, vociferando no faltar más, sino que Clauso, lo que presente no había podido conseguir, que era el que no se vengasen de las ofensas recibidas de los Romanos, lo alcanzase entonces después de ser un tránsfuga y enemigo. Movieron, pues, con grande ejército, y acampándose junto a Fidenas, colocaron una partida, unos dos mil soldados de los pesadamente armados en sitios resguardados y barrancosos, con designios de que saliesen a la mañana, temprano, a merodear abiertamente algunos de a caballo. Habían encargado a éstos que luego que diesen vista a la ciudad se retirasen poco a poco, hasta atraer a los enemigos a la celada. Noticioso Publícola al punto de estas disposiciones por algunos tránsfugas, sin dilación acudió a todo, y distribuyó convenientemente sus fuerzas; porque su yerno Postumio Balbo salió ya la tarde anterior con tres mil infantes a ocupar y guardar las eminencias, bajo las cuales estaban emboscados los Sabinos; su colega Lucrecio, con las tropas más ligeras y más prontas que tenía la ciudad, se puso en paraje en que pudiera contrarrestar a los caballos destinados a hacer presas; y él mismo, llevando consigo las restantes tropas, se fue a cercar a los enemigos; y como por fortuna hubiese sobrevenido al mismo amanecer una espesa niebla, a un tiempo Postumio comenzó a dar voces, y se dirigió desde las alturas contra los emboscados; Lucrecio hizo que los suyos cargasen a la caballería avanzada, y Publícola cayó sobre los reales de los enemigos; así por todas partes los Sabinos llevaron lo peor, y fueron desbaratados. A los últimos, por de contado, como no se defendiesen, sino que echasen a huir, luego los pasaron a cuchillo los Romanos, habiendo contribuido a su ruina su misma esperanza, porque pensando los de cada parte que los otros se habían salvado, no curaban de defenderse ni de permanecer en sus puestos, sino que los de los reales corrían hacia los de la celada, y éstos hacia el campamento; así huyendo, daban de frente con aquellos mismos hacia quienes huían, y que necesitaban de ser socorridos en lugar de poder prestar el socorro que los otros esperaban. Y si no perecieron todos los Sabinos, sino que se salvaron algunos, se debió precisamente a la ciudad de Fidenas, que estaba inmediata, a la que al hacerlos prisioneros se acogían, especialmente del campamento. Cuantos no pudieron entrar en Fidenas, o perecieron, o fueron presentados vivos por los que los cautivaron.
XXIII.- Este feliz suceso, por más que los Romanos estaban en la costumbre de hacer intervenir a la divinidad en las cosas de alguna importancia, creyeron que enteramente fue obra del general, y entre los mismos que se hallaron en la batalla se dijo desde luego que los enemigos habían llegado cojos y ciegos, y punto menos que muertos por Publícola al filo de sus espadas. Adelantó también mucho en riqueza la ciudad en esta ocasión con el botín y con los cautivos. Publícola, habiendo triunfado y entregado el mando a los cónsules que para sucederle se eligieron, al cabo de muy poco falleció, después de una vida colmada, hasta donde es dado aspirar, de todos los que se juzgan bienes y prosperidades. El pueblo, como si nada hubiera hecho por él durante su vida, sino que todavía le estuviese muy alcanzado en gratitud, decretó que a expensas públicas se diese sepultura a su cuerpo, llevando cada uno en su honor un cuartillo; y las matronas por sí mismas trajeron un año entero por tan esclarecido varón un luto tan honroso como envidiable. Sepultósele, por resolución de los ciudadanos, dentro del recinto de la población, hacia la llamada Velia, concediendo participar de la misma sepultura a su descendencia. Ahora no se entierra nadie en ella, y lo que hacen es llevar el cadáver a aquel punto, y depositándole en él, se le arrima un hacha encendida, retirándola luego, con lo que se da a entender que se tiene el derecho, pero se renuncia a aquel honor, y con esto luego se llevan el cadáver.
COMPARACIÓN DE SOLÓN Y PUBLÍCOL
I.- Una cosa particular ocurre en esta comparación que no se ha ofrecido en ninguna otra de las que hemos escrito, y es que entre los comparados uno haya sido imitador del otro, y éste venga de aquel a ser testigo; porque cualquiera en la descripción que Solón trazó a Creso de la felicidad verá fácilmente que cuadra más a Publícola que a Tello; por cuanto Tello, de quien pronunció que había sido muy feliz por su honrosa muerte, por su virtud y por sus hijos, ni por sí mismo mereció lugar en los poemas de Solón como hombre de singular bondad, ni por sus hijos o magistraturas que hubiese obtenido alcanzó nombre y gloria; cuando Publícola en vida sobresalió en poder y gloria por su virtud entre los Romanos, y después de muerto, todavía en nuestro tiempo, al cabo de más de seiscientos años, los linajes y familias más ilustres, los Publícolas, los Mesalas y los demás Valerios refieren a él mismo la gloria de su origen. Tello es verdad que falleció como bueno a manos de los enemigos, manteniéndose en su puesto y peleando; pero Publícola, dando muerte a los enemigos, lo que a lo menos anuncia mejor suerte, y haciendo por su dirección y mando vencedora a la ciudad, triunfante, y colmado en honores, tuvo también aquel fin que era envidiado por el mismo Solón y preconizado como el más dichoso. Mas aquella exclamación que él mismo hizo contradiciendo a Mimnermo, sobre la duración de la vida,
No deje yo al morir de ser llorado;
antes, al expirar, de mis amigos
muestras reciba de dolor y llanto,
prueba también la dicha singular de Publícola, pues que, al morir, no a sus amigos y familiares solamente, sino a la ciudad toda, a muchos millares dio ocasión de sentimiento, de lágrimas y de desconsuelo; porque las Romanas todas le lloraron, como si en él hubieran perdido cada una un hijo, un hermano o un padre. Dijo también Solón:
Yo bien deseo poseer riquezas,
mas no las quiero por injustos medios.
Y es que, efectivamente, la pena llega un día. Y Publícola no sólo tuvo la felicidad de enriquecer sin reprensión, sino también la de gastar con esplendor, haciendo bien a los menesterosos. De manera que, si a Solón le cupo ser el más sabio de todos, Publícola fue, sin duda, el más bienhadado, pues que las cosas que aquel deseó mayores y más apreciables, Publícola las poseyó, y hasta morir continuó disfrutándolas.
II.- Sirvió ciertamente mucho Solón para el lustre de Publícola; pero también éste, a su vez, contribuyó para el de aquel, pues tomándole por el mejor modelo para cimentar bien una democracia, con quitar de la autoridad el fasto y la fiereza, la hizo amable y sin fastidio para todos; y adoptó, además, muchas de sus leyes, porque confió al arbitrio de la muchedumbre la elección de los magistrados, y al reo le dio facultad de apelar al pueblo, como la dio Solón de apelar a los jueces tomados de todo el pueblo. No creó, como éste, otro Senado nuevo; pero amplió el que existía, doblando casi el número. También fue tomada de allá la creación de los Cuestores, para que al supremo magistrado, ni si era bueno le faltara tiempo para las cosas importantes, ni si era malo le sobrasen los medios de abusar, siendo dueño del mando y de los caudales. El odio a la tiranía era más extremado en Publícola, porque si alguno intentaba apoderarse de la autoridad, Solón imponía pena al que fuese vencido en juicio, pero éste dio facultad de matarle sin necesidad de causa. Es justa y rectamente celebrado Solón porque, poniendo en su mano el estado de las cosas el que pudiese arrogarse todo el mando, y estando los ciudadanos dispuestos a llevarlo bien, él lo rehusó; pero no es menos de aplaudir en Publícola el que, habiéndosele conferido una autoridad despótica, la hubiese hecho más popular, y ni siquiera hubiese usado de ella en lo que legítimamente podía. Aunque parece haber sido Solón el primero en observar que el pueblo
Obedece gustoso a los que mandan,
si ni le aflojan ni le hostigan mucho.
III.- Fue cosa particular de Solón la abolición de los créditos, con la que consolidó poderosamente la libertad de los ciudadanos; porque de nada sirve que las leyes establezcan la igualdad si los créditos privan de ella a los pobres, pues cuando parece que usan más de la libertad, entonces es cuando están más esclavizados a los ricos, a quienes tienen que obedecer y estar sujetos en los actos de juzgar, de resolver y de hablar al público. Aun es más admirable que todo esto el que acostumbrando a traer consigo sediciones toda obligación de créditos, con haber usado de ella sola como de un remedio peligroso, pero fuerte, hubiera esto sido con tanta oportunidad, que hubiese cortado la sedición ya existente, sobreponiéndose con su virtud y la opinión que de él se tenía a lo que había en aquella operación de improbable y de odioso. Considerado el gobierno de ambos, en Solón fue más brillante el principio, porque él fue seguido, y no siguió a nadie, y por sí mismo, sin compañía ni auxilio, dispuso y ejecutó las mayores cosas en la república; mas, el fin fue en el otro más feliz y apetecible, porque su obra, en el gobierno, el mismo Solón, antes de morir, la vio disuelta; mas, la de Publícola, hasta las guerras civiles, mantuvo en orden la ciudad; y es que aquel, en el momento de dar sus leyes, dejándolas en las tablas, sin más auxilio ni apoyo que la escritura, se marchó de Atenas; y éste, permaneciendo siempre y teniendo parte en el mando y el gobierno, fortaleció y puso en seguridad sus establecimientos. Además de esto, sobre aquel, que nada habría podido remediar, aunque lo hubiera previsto, prevaleció Pisístrato; de manera que él quedó arrinconado, y la tiranía encumbrada; y éste, por el contrario, logró desechar y disolver una autoridad fuerte y dominante con el mucho tiempo que había durado, oponiendo quizá una virtud igual y una decisión semejante, pero teniendo mejor suerte y habiendo sido más eficaces sus esfuerzos.
IV.- En la parte militar, Daímaco de Platea ni siquiera conviene en que Solón hubiese intervenido en los encuentros con los de Mégara, en la forma que lo expresamos; cuando de Publícola no puede dudarse que, peleando y mandando él mismo, salió victorioso en grandes combates. Aun en los negocios públicos, el uno parece que tomó parte como por juego y fingiéndose loco; pero el otro, arrojándose de su voluntad a todo, hizo frente a Tarquino, y descubrió la traición que estaba tramada; y habiendo sido el principal autor para que los perversos fuesen castigados y no huyesen, no sólo lanzó de la ciudad las personas de los tiranos, sino que les cortó toda esperanza. Y con haber manejado con tanta osadía y vigor los negocios que llevaban consigo contienda, encono y oposición, aun se condujo mejor en los que requerían un trato pacífico y persuasión sumisa, habiendo conseguido ganar con maña a un varón tan belicoso y temible como Porsena, y convertirle en su amigo. Mas dirá aquí alguno que Solón les recobró a los Atenienses a Salamina, que ya la dejaban por perdida, y Publícola se apoderó de un terreno de que estaban en posesión los Romanos; pero es menester para examinar los sucesos referirlos a sus tiempos y circunstancias; porque el hombre político ha de ser tornátil, y cada cosa la ha de tomar por donde presente mejor asidero; y muchas veces con la pérdida de una parte salvó el todo, y con desprenderse de lo poco tuvo suerte en lo mucho. Así también aquel insigne varón, desposeyéndose de un territorio ajeno, puso en mayor seguridad todo el territorio propio; y para los que se daban por muy contentos con guardar y defender su ciudad adquirió el campamento de los que los tenían sitiados; pues poniendo en manos del enemigo el que fuese juez, vencedor en el pleito, aun salió ganando otro tanto como habrían dado de buena gana por vencer en la batalla: porque aquel se apartó de la guerra, y les dejó todos los acopios de ella, por la opinión de virtud y probidad que sobre todos supo el cónsul inspirarle.
TEMÍSTOCLES
I.- A la gloria de Temístocles no pudo contribuir su oscuro origen; porque su padre, Neocles, no era de los distinguidos en Atenas, siendo de Fréar, uno de aquellos pueblos de la tribu Leóntide: y por la madre era espurio, según aquellos versos:
Soy Abrótono, Tracia en el linaje;
pero a los griegos con orgullo digo
que del grande Temístocles soy madre
Con todo, Fanias dice que la madre de Temístocles no fue de Tracia, sino de Caria, ni se llamó Abrótono, sino Euterpe; y Neantes le asigna por patria la ciudad de Halicarnaso, en Caria. Como los espurios, pues, se reuniesen en el Cinosarges, esto es, en un gimnasio que estaba fuera de las Puertas, consagrado a Heracles, en alusión a que éste tampoco era reputado por bien nacido entre los Dioses, sino que llevaba la nota de espurio por su madre, que era mortal, atrajo Temístocles a algunos jovencitos del mejor linaje a que, bajando al Cinosarges, se ungiesen allí con él; y con esto parece que destruyó aquella separación de los espurios y los legítimos. Es cierto, sin embargo, de lo dicho, que era del linaje de los Licomedes, porque habiendo sido incendiado por los bárbaros en Flía el templete purificatorio que era común a los Licomedes, lo reparó Temístocles y adornó con pinturas, según refiere Simónides.
II.- Siendo todavía niño, es común opinión que se notaba en él una actividad extraordinaria; pues siendo por índole reflexivo, ya la inclinación le llevaba a las cosas grandes y a los negocios políticos; así, en las horas de recreo y vagar, después de las lecciones, no jugaba o se entretenía como los demás de su edad, sino que formaba ciertos discursos, meditando y reflexionando entre sí; y solían ser estos discursos acusaciones o defensas de los otros niños; solía, por tanto, decir su maestro: “¡Ay, niño, tú no has de ser nada pequeño, sino o muy gran bien, o muy grande mal!” Por la misma causa, entre los ejercicios y disciplinas aprendía con tedio y sin aplicación las que se miran como de crianza y son de cierta recreación y gracia entre gente fina; pero en las que se dirigían a formar el juicio y a saber manejar los negocios, se advertía bien que adelantaba sobre su edad, siguiendo en ello su índole. Sucedió, por tanto, más adelante que en las concurrencias y reuniones urbanas, pareciéndole que se le criticaba sobre su crianza, se vio en la precisión de vindicarse con desenfado, diciendo: “Yo no sabré templar una lira o tañer un salterio; pero sí, tomando por mi cuenta una ciudad pequeña y oscura, hacerla ilustre y grande.” Dice, sin embargo, Estesímbroto que Temístocles fue discípulo de Anaxágoras, y que también frecuentó a Meliso el Físico; pero en esto no se ajusta a la razón de los tiempos, porque con ser Pericles mucho más moderno que Temístocles, Meliso peleó contra aquel cuando sitió a Samos, y Anaxágoras vivía en la intimidad de Pericles. Más crédito debe darse a los que escriben que Temístocles fue discípulo de Mnesífilo de Fréar, el cual no era de profesión retor, ni de los que tenían el nombre de filósofos físicos, sino que había tomado por ocupación la que se llamaba entonces sabiduría, y era, en realidad, una habilidad y sagacidad política, y una prudencia práctica y activa que se trasmitía en sistema desde Solón; con esa sabiduría mezclaron después algunos las artes forenses, y trasladaron su ejercicio de las obras a las palabras, y a éstos se les dio el nombre de Sofistas. Con éste, pues, fue públicos. En los primeros conatos de su juventud fue, por tanto, incierto y sin conductor fijo, dirigiéndose por solo su talento, que, falto de regla racional y del freno de la educación, le hacía pasar de unos extremos a otros, y caer a veces en lo menos conveniente, como luego lo reconoció él mismo, diciendo que de los potros más inquietos se hacen los mejores caballos cuando se acierta a darles la enseñanza y manejo que les son acomodados. Todas las demás relaciones que sobre esto algunos han inventado, como el haber sido desheredado por su padre, y el haberse dado su madre muerte voluntaria de pena de la deshonra de su hijo, deben tenerse por falsas; antes hay quien, por el contrario, dice que, queriendo el padre apartarle de mezclarse en los negocios públicos, le mostró en la orilla del mar las galeras viejas maltratadas y abandonadas, para darle a entender que del mismo modo se porta la muchedumbre con los hombres públicos cuando ve que ya no son de provecho.
III.- Muy pronto y con mucho ardor pareció haberse aplicado Temístocles a los negocios públicos, y muy vehemente se mostró también su anhelo por la gloria; por la cual, aspirando desde luego a ser el primero, se atrajo con intrepidez los odios de los poderosos, que ocupaban el primer lugar en la ciudad, y más especialmente luchó con Arístides el de Lisímaco, que en todo le hacía siempre oposición; sin embargo, la enemistad con éste tuvo, al parecer, un motivo y origen del todo pueril, porque ambos habían estado enamorados del hermoso Estesileo, natural de Teos, según la relación de Aristón el Filósofo, y desde entonces siempre estuvieron también encontrados en las cosas públicas. Contribuía además para hacer mayor esta oposición la desemejanza en la vida y en los caracteres; porque siendo Arístides dulce y bondadoso por carácter, y gobernando no con la mira de congraciarse ni con la de adquirir gloria, sino con el deseo de lo mejor, atendiendo únicamente a la seguridad y a la justicia, se veía precisado a contradecir a cada paso a Temístocles, que en muchas cosas conmovía la muchedumbre y la arrastraba a grandes novedades, y a detenerle con esto en sus progresos; pues se dice que era Temístocles tan sediento de gloria y tan amante de las cosas grandes, precisamente por ambición, que, verificada, siendo todavía joven, la batalla de Maratón contra los bárbaros, y celebrándose el mando de Milcíades, se le veía andar por lo común muy pensativo allá entre sí, pasar las noches sin hacer sueño, rehusar los acostumbrados convites y decir a los que admiraban esta mudanza, y le hacían sobre ella preguntas, que no le dejaba dormir el trofeo de Milcíades. Porque cuando los demás miraban como fin de aquella guerra la derrota de los bárbaros en Maratón, a los ojos de Temístocles no era sino principio de mayores combates, para los que él ya se ungía de antemano en defensa de toda la Grecia, y ejercitaba a los Atenienses, esperando muy de lejos lo que iba a suceder.
IV.- Para esto, en primer lugar, teniendo los Atenienses la costumbre de repartirse el producto de las minas de plata del monte Laurio, se atrevió él sólo a proponer, perorando al pueblo, que convenía dejarse de aquel repartimiento, y con aquellos fondos hacer galeras para la guerra contra los Eginetas. Era ésta entonces la guerra de más entidad en la Grecia, y los Eginetas eran, por el gran número de sus naves, los dueños del mar; así fácilmente, vino al cabo de ello Temístocles, no nombrando a los Atenienses a Darío o los Persas, porque éstos estaban lejos y no podía infundirles un miedo bastante poderoso su venida, sino valiéndose con arte y oportunidad del encono y enemiga que había con los Eginetas para aquellos preparativos. Construyéronse, pues, con aquel dinero cien galeras, que sirvieron después en el combate contra Jerjes. De allí a poco, atrayendo y como impeliendo la ciudad hacia el mar, con manifestarles que las tropas de tierra ni aun eran suficientes para hacer frente a los vecinos, cuando sobresaliendo en las fuerzas de mar, se defenderían de los bárbaros y podrían dominar la Grecia, consiguió hacerlos, según la expresión de Platón, de hoplitas inmobles, navegantes y marinos; y aun con esto dio margen al dicho injurioso que se divulgó contra él, de que habiendo quitado de la mano a los ciudadanos de Atenas la lanza y el escudo, los había atado al banco y al remo. Salió con estas cosas, no obstante que tuvo por contradictor a Milcíades, según refiere Estesímbroto. Si con ellas perjudicó o no al orden y buen sistema de gobierno, ésta es investigación de más alta filosofía; pero que la salud le vino a la Grecia del mar, y que aquellas galeras volvieron a levantar a la ciudad de Atenas de sus ruinas, además de otros argumentos, lo reconoció el mismo Jerjes: pues con tener intactas todas las tropas de tierra, huyó al punto después de la derrota de sus naves, como que no había quedado en estado de pelear, y si dejó a Mardonio, más fue, en mi concepto, para impedir a los Griegos su persecución, que no para que los sujetase.
V.- Dicen algunos que sentía grande afán por el dinero para poder subvenir a sus prodigalidades, porque siendo ostentoso en hacer sacrificios, y esplendoroso en agasajar sus huéspedes, para esto necesitaba tener abundantemente qué gastar; otros, por el contrario, le acusan de escaso y mezquino, diciendo que vendía las cosas de comer que le regalaban. Sucedió con Fílides, criador de caballos, que Temístocles le pidió un potro, y como aquel no se lo diese, le amenazó que en breve había de volver a su casa en caballo de madera, dándole a entender que le suscitaría acusaciones y pleitos entre los de su familia. En la ambición y deseo de gloria excedió a todos, tanto que, siendo todavía joven, a Epicles el de Hermíone, citarista muy obsequiado de los Atenienses, le pidió muy encarecidamente que tañese en su casa, ambicionando que allí concurriesen muchos en su busca. Habiéndose presentado en Olimpia, quiso competir con Cimón en banquetes, en tiendas y en todo lo que era brillantez y aparato; mas, los Griegos no se lo llevaron a bien, porque a éste, todavía jovencito y de una casa distinguida, creían que aquello podía tolerársele; mas, a aquel, que no era conocido por su linaje, y que les parecía se iba elevando más de lo que a su mérito y facultades correspondía, teníanselo a vanagloria. Fue declarado vencedor, puesto al frente de un coro de trágicos, contienda en que ya entonces se ponía gran diligencia y esmero, y por esta victoria puso una lápida con esta inscripción: “Temístocles Freario presidía el coro; Frínico los instruyó; era arconte Adimanto”. Llegó, sin embargo, a poner de su parte a la muchedumbre, ya hablando a cada uno de los ciudadanos por su nombre, teniéndolos de memoria, y ya mostrándose juez inflexible en los negocios de los particulares; así, a Simónides de Ceos, que, siendo el estratega, le pidió una vez una cosa fuera de lo justo, le respondió: “Ni tú serías buen poeta si cantaras fuera de tono, ni yo un magistrado cual conviene si hiciera gracias contrarias a la ley.” Otra vez, chanceándose con el mismo Simónides, le dijo que en dos cosas obraba sin juicio: en zaherir a los de Corinto, que habitaban una gran población, y en hacerse retratar, teniendo una cara tan fea. Al fin, elevado ya, y congraciado con la muchedumbre, hizo que prevaleciese su facción, y que por el ostracismo saliese Arístides desterrado.
VI.- Cuando ya el Medo venía sobre la Grecia, y los Atenienses deliberaban acerca del general que habían de elegir, dícese que, desistiendo todos los demás de buena gana del generalato, asustados del peligro sólo Epicides el de Eufémidos, que era un demagogo hábil en el decir, pero de espíritu tímido, y que se dejaba vencer por los intereses, se atrevió a aspirar al mando, viéndose desde luego que había de tener mucho partido en la elección, y que entonces Temístocles, temiendo que todo se arruinase si el mando recaía en tales manos, compró la ambición de Epicides a fuerza de dinero. También es celebrado lo que ejecutó con el intérprete que trajeron los legados del rey para pedir la tierra y el agua, y fue que, echándole mano, en virtud de decreto de la república, le quitó la vida, porque se había atrevido a emplear la lengua griega para órdenes de los bárbaros. Igualmente, lo decretado contra Artmio el Zeleita; porque, a propuesta de Temístocles, se le declaró infame a él, a sus hijos y toda su descendencia, porque había traído a Grecia el oro de los Persas. Mas lo mayor de todo fue haber disipado todas las guerras de los Griegos, y haber reconciliado a todas las ciudades entre sí, persuadiéndoles que por la guerra inminente debían renunciar a sus enemistades; en, lo que se dice haber cooperado con él en gran manera Quileos el de Arcadia.
VII.- Apenas se encargó del mando, dio calor al pensamiento de trasladar los ciudadanos a las naves, persuadiéndoles que abandonando la ciudad saliesen al encuentro al bárbaro por mar lo más lejos de la Grecia que se pudiese. Opusiéronsele muchos, y entonces condujo gran ejército, en unión con los Lacedemonios, a Tempe, para defender allí la Tesalia, que todavía no se creía adicta a los Medos. Pero luego que de allí volvieron sin haber hecho nada, y que unidos los Tesalianos al rey, todo fue de su partido hasta la Beocia, pusieron todavía mucho más los ojos los Atenienses en Temístocles para la guerra marítima, y lo enviaron con las naves a Artemisio, a guardar los estrechos. Disponiendo entonces los Griegos que Euribíades y los Lacedemonios tuviesen el mando, y llevando muy a mal los Atenienses, los cuales en el número de naves excedían a todos los demás juntos, el ir a las órdenes de nadie, Temístocles, que conoció el peligro, cedió él mismo por sí el mando a Euribíades y sosegó a los Atenienses, ofreciéndoles que si se portaban como hombres de valor en la guerra, él haría que en adelante los Griegos les obedeciesen de su grado. Por esto es por lo que fue mirado como el principal autor de la salud de la Grecia, y de la señalada gloria a que subieron los Atenienses, venciendo con la fortaleza a los enemigos, y con el juicio y la prudencia a los aliados. Como, llegado que hubo a Afetas la armada de los bárbaros, se hubiese asombrado Euribíades de tanto número de naves como tenía al frente, y sabiendo además que otras doscientas iban a tomar la vuelta de Esciato, fuese de dictamen de salir cuanto antes para la Grecia y marchar al Peloponeso, poniendo junto a las naves el ejército de tierra, por contemplar invencibles las fuerzas de mar que el rey traía, los de la Eubea, temerosos de que los Griegos iban a desampararlos, hablaron de secreto con Temístocles, enviando para ello a Pelagón con una gran suma de dinero, y si bien la recibió aquel, fue, como dice Heródoto, para ponerla en manos de Euribíades. El que más se le oponía de sus ciudadanos era uno llamado Arquíteles. Capitán de la nave sagrada, el cual, no teniendo con qué mantener su gente, instaba porque se retirasen; por lo mismo, Temístocles contra él principalmente irritó a los Atenienses, que llegaron hasta arrebatarle la comida que tenía dispuesta. Desalentado Arquíteles con esto, y llevándolo a mal, le envió Temístocles, en una cesta, la comida, reducida a pan y carne, y debajo le puso en dinero un talento, con orden de que comiese él entonces, y al otro día cuidase de la tripulación, pues de lo contrario publicaría a gritos, entre los ciudadanos, que el dinero le había venido de los enemigos, y esta particularidad la refirió Fanias el de Lesbos.
VIII.- Los encuentros que en aquellas gargantas se tuvieron con las naves de los bárbaros, nada tuvieron de decisivos respecto del todo de la contienda; pero sirvieron muchísimo a los Griegos para ver por las obras que en los peligros ni el número de las naves, ni el adorno y brillantez sobresaliente, ni los gritos provocativos, ni los cantares insultantes de los bárbaros tienen nada imponente para los hombres que saben venir a las manos y que combaten con denuedo, sino que, despreciando todo esto, lo que hay que hacer es arrojarse sobre los enemigos y luchar con ellos a brazo partido. Así parece que lo conocía Píndaro, cuando sobre este mismo combate de Artemisio dijo:
A la libertad, firme y claro asiento
dieron los hijos de la ilustre Atenas;
porque, en verdad, el confiar es el principio del vencimiento. Es Artemisio una costa de la Eubea sobre Estiea, abierta por la parte del Norte, y por la parte a ella opuesta se extiende Olizón, que pertenece al país dominado antaño por Filoctetes; tiene un templo, no grande, de Ártemis llamada Oriental; prodúcense por allí alrededor árboles, y se encuentran unas columnas labradas de mármol blanco, el cual es de calidad que frotado con la mano da color y olor de azafrán. En una de estas columnas estaban grabados estos versos elegíacos:
De las regiones de Asia a inmensas gentes
en este mar del Ática los hijos
domar lograron en naval combate;
y de los Medos el poder deshecho,
para Ártemis la casta esta memoria
de gratitud en prenda dedicaron.
Muestran un lugar en aquella costa que en un montón de arena bastante extenso da, hasta gran profundidad, un polvo cenizoso y negro, como de cosa quemada, donde se presume haberse quemado las naves y los cadáveres.
IX.- Venidas a Artemisio las nuevas de lo ocurrido en Termópilas, sabedores de que Leónidas había muerto, y de que Jerjes tenía tomadas todas las avenidas por tierra, tiraron a entrar en la Grecia, tomando la retaguardia los Atenienses, y manteniéndose con ánimo elevado por los sucesos que hasta allí les había proporcionado su virtud. Bogó Temístocles por la costa, y en todos los parajes adonde vio que por necesidad habían de aportar o acogerse los enemigos, grabó letras bien claras en pilares que por acaso encontró, o que levantó él mismo en los apostaderos y abrevaderos, avisando por medio de ellas a los Jonios que si les era posible se pasasen a su bando, considerando que eran sus padres, que peleaban por su libertad de ellos; y cuando no, que en los combates hiciesen el daño posible a los bárbaros, tirando a desordenarlos. Esperaba con esto o atraerlos efectivamente, o causar un desorden, haciéndolos sospechosos a los bárbaros. Habiendo Jerjes invadido por la parte superior de la Dórida las tierras de los Focenses e incendiado sus ciudades, no se movían los Griegos a socorrerlos, por más que los Atenienses les rogaban que saliesen al encuentro de los bárbaros hacia la Beocia por delante del Ática, como ellos habían dado auxilio, adelantándose hasta Artemisio. Nadie se movió a darles oídos, y como sólo tuviesen la atención en el Peloponeso, pensando en llevar todas las fuerzas al otro lado del Itsmo, y en correr un muro por éste de mar a mar, se irritaron los Atenienses con la idea de semejante traición, y al mismo tiempo se desalentaron y cayeron de ánimo, al ver que los dejaban solos; pues no pensaban en pelear con un ejército de tantos millares de hombres. El único recurso que al presente les quedaba, que era, abandonando la ciudad, atenerse a sus naves, los más lo oían con desagrado, como que de nada les servía la victoria, ni veían modo de salvamento, teniendo que desamparar los templos de sus Dioses y los sepulcros de sus padres.
X.- En esta situación, desconfiando Temístocles de convencer a fuerza de humanas razones a la muchedumbre, recurrió, como en las tragedias, a usar de artificio, empleando los prodigios y los oráculos. En cuanto a prodigios, acudió al del dragón, que en aquellos días se había desaparecido del templo, y habiendo encontrado los sacerdotes, intactas las primicias que cada día le ponían, anunciaron al pueblo, habiéndoselo así dictado Temístocles, que la Diosa había desamparado la ciudad, precediéndolos en su retirada al mar. También por medio del oráculo alucinó a la muchedumbre, diciendo que por los muros de madera ninguna otra cosa se les significaba sino las naves, y que por lo mismo el dios había llamado divina a Salamina, no infeliz o miserable, para dar a entender que de la gran ventura de los Griegos había de tomar nombre en adelante. Habiendo salido con su propósito, escribió este decreto: que la ciudad quedaba bajo la protección de Atenea, quien tendría cuidado de ella; que todos los de edad proporcionada se trasladarían a las galeras, y que cada cual salvase del modo que le fuese posible sus niños, sus mujeres y sus esclavos. Confirmado el decreto, los más de los Atenienses pasaron a sus padres y sus mujeres a Trecene, donde de los Trecenios fueron honrosamente recibidos; porque decretaron que se les mantendría a expensas públicas, dándoles a cada uno dos óbolos, que los niños podrán tomar fruta donde les placiese, y además a los maestros se les pagaría por ellos el honorario, habiendo sido Nicágoras el que propuso este decreto. Faltábanles fondos públicos a los Atenienses, y dice Aristóteles que, habiendo el Senado del Areópago proporcionado ocho dracmas a cada uno de los que militaban, fue por este medio la principal causa de que se tripularan cumplidamente las galeras; pero Clidemos lo atribuye también a estratagema de Temístocles, porque cuando ya los Atenienses bajaban al Pireo, dicen que se echó menos la Gorgona de la estatua de la Diosa, y que aparentando Temístocles que la andaba buscando, escudriñándolo todo por todas partes, había encontrado una gran suma de dinero que estaba escondida en el guardajoyas, la cual se puso de manifiesto, y hubo con ella para viático de los que se embarcaban. Hecha a la vela la ciudad, unos se dolían de aquel espectáculo, y otros admiraban la resolución de unos hombres que habían enviado a sus padres por otro lado, y ellos se mantenían inflexibles a las exclamaciones, lágrimas y abrazos de los suyos, y pasaban a la isla de Salamina; con todo, algunos ciudadanos, que por su decrepitud fue preciso dejarlos, movieron a compasión. De parte también de los animales domésticos, que son nuestros comensales había un ansia lisonjera, manifestando con aullidos y ademanes su deseo de seguir a los que los mantenían. Entre éstos se cuenta que el perro de Jantipo, padre de Pericles, no pudiendo sufrir el que lo dejase, se arrojó al mar, y, arrimándose a la galera, llegó hasta Salamina, donde, desfallecido ya, al punto se cayó muerto; y el monumento que todavía muestran, y al que llaman monumento del perro, dicen haber sido su sepulcro.
XI.- ¡Grandes son, por cierto, estos hechos de Temístocles! Pues como comprendiese que los ciudadanos sentían la falta de Arístides, y temían no fuera que de enfado se pasara a los bárbaros y acabara de poner en mal estado las cosas de la Grecia, porque estaba en destierro desde antes de la guerra, vencido por la facción de Temístocles, escribió un decreto, por el que se permitía a los desterrados por tiempo la vuelta, y hacer y decir lo que juzgasen conveniente con los demás ciudadanos. Tenía el mando por superioridad de Esparta, Euribíades, el cual, no siendo de los más resueltos para el peligro, y queriendo por lo mismo dar la vela y navegar al Istmo, donde ya las fuerzas de tierra se habían reunido, Temístocles se le opuso; y con esta ocasión dicen que prorrumpió en aquellas expresiones que tanto se celebran; porque diciéndole Euribíades: “¡Oh Temístocles, en los juegos, a los que se adelantan les dan de bofetadas!” “Sí, le repuso Temístocles; pero no coronan a los que se atrasan.” Y como aquel alzase el bastón como para pegarle, Temístocles le dijo: “Bien, tú pega; pero escucha.” Admirado Euribíades de tanta moderación, y mandando que dijese, Temístocles lo redujo a su propósito. Reconveníale otro de que no era razón que un hombre sin ciudad tomase el empeño de persuadir a los que la tenían a que desamparasen y abandonasen su patria; y volviendo Temístocles contra él sus propias palabras: “Infeliz- le dijo- nosotros hemos abandonado nuestras casas y nuestras murallas, porque no hemos creído que por unas cosas sin sentido debíamos sujetarnos a la servidumbre; pero aun así poseemos la ciudad más poderosa de la Grecia, que son esas doscientas galeras, las cuales están a vuestra disposición y en vuestro auxilio, si pensáis en salvaros; pero si segunda vez os retiráis traidoramente, bien pronto sabrán los Griegos que los Atenienses son dueños de una ciudad libre y de un país en nada inferior al que han dejado.” Luego que Temístocles se explicó de esta manera, reflexionó Euribíades, y entró en recelo de que los Atenienses los abandonaran y se marchasen. Iba a hablar también contra él uno de Eretria, y le dijo: “¡Cómo! ¿También queréis tratar de la guerra vosotros, que sois como los calamares, que tenéis espada, pero os falta el corazón?”
XII.- Refieren algunos que Temístocles trató estas cosas arriba sobre la cubierta de la nave, y que entretanto se dejó ver una lechuza, la que voló a la derecha de las naves, y se paró en lo alto de los mástiles; con lo que se afirmaron más en su dictamen, y se prepararon al combate naval. Mas, a poco sucedió que la armada de los enemigos, recorriendo el Ática hasta el puerto de Falero, cubrió toda aquella costa y que el rey mismo, bajando también al mar con las tropas de tierra, se dejó ver con grandísimo aparato, reunidas unas y otras fuerzas; con lo que a los Griegos se les borraron los discursos de Temístocles, y los del Peloponeso volvieron poner sus miras en el Istmo, indisponiéndose con el que lo contradecía. Determinóse partir aquella noche, y así se dio la orden a los gobernalles. Entonces Temístocles, sintiendo en su corazón el que los Griegos, malogrando la ventaja del lugar y de aquellas estrecheces, se esparciesen por sus respectivas ciudades, concibió aquel estratagema que puso en obra por medio de Sicino. Era este Sicino un esclavo, persa de origen, pero muy afecto a Temístocles, y ayo de sus hijos. Enviólo, pues, al Persa con gran recato, con orden de que le dijese que Temístocles, el general de los Atenienses, abrazando su partido, le anunciaba antes que otro alguno que los Griegos iban a retirarse precipitadamente; por lo tanto, que dispusiera cómo no huyesen, sino que mientras estaban así turbados con la ausencia del ejército de tierra, acometiese y destruyese sus fuerzas navales. Tomando Jerjes este aviso como nacido de inclinación, tuvo en ello placer, y dio al punto orden a los capitanes de las naves para que las demás las preparasen con reposo, pero con doscientas marchasen a tomar en torno las salidas, y a rodear las islas, para que no escapase ninguno de los enemigos. Ejecutado así, el primero que lo rastreó fue Arístides, hijo de Lisímaco, el cual se dirige a la cámara de Temístocles, sin embargo, de que no estaba bien con él, y antes por su causa se hallaba desterrado, como se deja dicho, y al salir Temístocles a recibirle le participa como estaban cercados. Éste, que conocía bien la probidad de Arístides, contento además con el paso que acababa de dar, le descubre lo practicado por Sicino, y le exhorta a que visite a los Griegos, que tanta confianza tienen en él, y los aliente, para que en aquellas angosturas se dé el combate. Alabando Arístides las disposiciones de Temístocles, fue recorriendo los demás caudillos y capitanes, incitándolos a la batalla. Todavía estaban desconfiados, cuando se presentó una nave tenedia que se había pasado, y cuyo capitán era Panecio, trayendo también la misma nueva de estar cercados, con lo que la necesidad dio ya estímulos a los Griegos para arrostrar el peligro.
XIII.- Jerjes al mismo rayar del día se puso a contemplar la armada y su formación, según Fanodemo, desde encima del templo de Heracles, que es por donde la isla de Salamina dista del Ática corto trecho; pero, según Aquestodoro, desde los lindes de Mégara sobre los llamados Cornijales, habiendo hecho allí traer un sitial de oro, y teniendo junto a si muchos amanuenses, cuyo destino era ir anotando lo que fuese ocurriendo en la batalla. Hallándose en tanto Temístocles haciendo un sacrificio en la galera capitana, le presentaron tres cautivos de bellísima presencia, y vestidos con ropas vistosamente guarnecidas de oro: decíase que eran hijos de Sandauce, hermana del rey, y de Artaícto. Viólos el agorero Eufrántides, y como al mismo tiempo el fuego del sacrificio hubiese resplandecido con gran brillo, y el estornudo hubiese dado señal derecha, tomando a Temístocles por la diestra, le prescribió echase mano como primicias de aquellos jóvenes, y que los consagrase todos tres a Baco Omesta, haciéndole plegarias, con lo que los Griegos conseguirían la salud y la victoria a un tiempo. Sorprendióse Temístocles de vaticinio tan grande y tan terrible; pero la muchedumbre, como sucede en las grandes luchas, casos y asuntos difíciles, que más bien espera su salud de cosas disparatadas y fuera de razón que no de las que van según ella, empezó a implorar a una voz al dios, y conduciendo los jóvenes al ara, exigió por fuerza que se les sacrificara conforme a la orden del agorero. Así lo escribió Fanias el de Lesbos, varón sabio y no desprovisto de conocimientos históricos.
XIV.- En cuanto al número de las naves de los bárbaros, el poeta Esquilo, como testigo de vista y que podía asegurarlo, dice en la tragedia los Persas lo siguiente:
De naves tuvo Jerjes, lo sé cierto,
un millar, y, además, buques ligeros
sobre doscientos siete: ésta es la cuenta.
De Atenas eran las naves ciento ochenta, y cada una tenía sobre la cubierta diez y ocho hombres de armas, cuatro de ellos eran flecheros, y los demás infantes bien armados. Parece que Temístocles no menos supo conocer y observar el tiempo oportuno, que el lugar para el combate, no oponiendo las proas de las galeras a las de los bárbaros antes de que llegase la hora en que acostumbraba a moverse un viento fuerte de mar, que impelía las olas de la parte de los golfos; el cual en nada incomodaba a las naves griegas, que eran más bajas y de menos balumbo; pero a las de los bárbaros, que eran muy levantadas de popa y tenían también elevada y alta la cubierta, no las dejaba parar, hiriendo en ellas, con lo que quedaban más expuestas a los encuentros de las griegas, que con ligereza y seguridad se movían según las órdenes de Temístocles, a quien atendían principalmente, como que era quien mejor sabía lo que debía hacerse. Asestábale flechas y dardos Ariámenes, almirante de la armada de Jerjes, hombre de valor, y entre los hermanos del rey el más recto y justo, el cual mandaba una nave de gran porte, y tiraba desde ella como desde un muro: a éste, pues, Aminias Deceleo y Socles Pedieo, que navegaban juntos, al encontrarse y chocarse con las proas bronceadas, cuando iba a arrojarse en la galera de ellos, le recibieron e hirieron con lanzas y le precipitaron al mar, y su cuerpo, que, con los de otros marineros, era arrastrado de la corriente, le reconoció Artemisia, y se lo llevó a Jerjes.
XV.- Cuando estaba el combate en este punto, dicen quede la parte de Eleusis resplandeció una gran llama, y que un eco y una voz se escuchó por todo el territorio de Triasia hasta el mar, como de muchos hombres que de consuno clamasen el místico Iaco, y a causa de la muchedumbre que gritaba, pareció que poco a poco se levantaba de la tierra una nube que bajaba luego y caía sobre las galeras. A otros les pareció que veían fantasmas e imágenes de hombres armados, que de la parte de Egina levantaban las manos hacia las galeras de los Griegos, y de esto quisieron conjeturar que eran los Eácidas, cuyo auxilio habían implorado antes del encuentro. El primero que apresó una nave fue Licomedes, ciudadano de Atenas, capitán de galera, el cual, tomando la insignia, la consagró a Apolo laureado. Los demás, igualando en el número a los bárbaros, como que en la angostura no podían presentarse sino en fila, y esto, chocando unos con otros, los batieron y obligaron a retirarse, habiendo sostenido el combate hasta el anochecer, y alcanzaron aquella tan gloriosa y celebrada victoria, la más ilustre y brillante acción de mar, que, según expresión de Simónides, se obró nunca ni por los Griegos ni por los bárbaros, debida al valor y pronta voluntad de todos los combatientes y al talento y sagacidad de Temístocles.
XVI.- Después de la batalla, Jerjes, queriendo combatir, a pesar de la derrota, meditaba pasar a Salamina sus tropas de tierra a fuerza de estacadas, dejando cerrado en medio el paso a los Griegos. Temístocles, con el objeto de explorar a Arístides, le propuso el pensamiento de cortar el puente de barcas, navegando para ello al Helesponto, “para que así tomemos- le dijo- al Asia en Europa”. Desaprobólo Arístides diciéndole: “Ahora hemos triunfado del bárbaro mientras rebosaba en delicias; pero si encerramos dentro de la Grecia, y por temor a combatir, a un hombre que dispone de tan desmesuradas fuerzas, no se sentará ya bajo el dosel dorado a mirar la pelea con reposo, sino que arrestándose a todo y recorriéndolo todo, estrechado del peligro, enderezará sus negocios, ahora mal parados, y deliberará mejor, sobre todo. Por tanto, no debemos ¡oh Temístocles! cortar el puente que está echado, sino echar otro si es posible fuera y arrojar al bárbaro cuanto antes de la Europa.” “Pues bien replicó Temístocles-, si parece que esto es lo que conviene, ahora es el momento de ver cómo le haremos que deje prontamente libre la Grecia.” Convenidos en esto, envía un eunuco del rey que se halló entre los cautivos, llamado Arnaces, con orden de que le diga que los Griegos, dueños ya del mar, tenían determinado navegar al Helesponto, donde está el paso, y cortar el puente, y que Temístocles, que se interesa por el rey, le exhorta a que se apresure él mismo hacia sus mares, y haga la travesía, mientras que él busca medios de embarazar a los aliados y dilatar el que se le persiga. Llenóse de temor el bárbaro con esta nueva, y aceleró cuanto pudo su partida. La prueba del acierto de Temístocles y Arístides se tuvo en Mardonio, pues con no haber peleado en Platea sino con una pequeña parte de las fuerzas de Jerjes, corrieron gran riesgo de su entera destrucción.
XVII.- De las ciudades, dice Heródoto que se adjudicó el prez a la de Egina; y a Temístocles, aunque de mala gana por la envidia, se lo concedieron todos; pues sucedió que retirados al Istmo, yendo a dar su voto los generales desde el ara, cada uno se dio a sí mismo el primer lugar en cuanto a valor, y el segundo a Temístocles. Pero los Lacedemonios se lo llevaron a Esparta, y dieron a Euribíades el prez de valor; y a aquel el de sabiduría, que fue una corona de olivo; regaláronle, además, de los carros de la ciudad, el mejor, y enviaron trescientos jóvenes que le acompañasen hasta la frontera. Dícese que en las primeras fiestas olímpicas que vinieron, habiéndose presentado Temístocles delante del circo, olvidados todos los espectadores de los contendientes, todo el día lo estuvieron mirando, y mostrándolo a los extranjeros con grande admiración y aplausos, de manera que con el regocijo confesó a sus amigos que ya había cogido el fruto de cuanto por la Grecia había trabajado.
XVIII.- Era, efectivamente, por naturaleza ambicioso de gloria, si hemos de sacar inducciones de los hechos que han quedado en memoria. Elegido por la ciudad general de la armada, no quiso despachar de por sí ningún negocio ni privado ni público de los que fueron ocurriendo, sino que los dejó todos para el día en que había de darse a la vela, para que, dando expedición de una vez a tantos asuntos, y teniendo que tratar con tantos, formaran idea de que era un grande hombre y de mucha autoridad. Examinando a orillas del mar los muertos que en ella yacían, cuando vio tantos brazaletes y collares de oro como por allí había, nada tomó, pero dijo al que le acompañaba: “Toma tú para ti, porque tú no eres Temístocles.” A un joven de los lindos, llamado Antífates, que antes le había tratado con demasiada altanería, y después le hacía desmedidos obsequios, viéndole tan ensalzado: “Joven- le dijo-, aunque tarde, al fin ambos hemos venido a ser cuerdos.” Decía que los Atenienses no le apreciaban ni admiraban, sino que era como el plátano, que, en una tormenta, y mientras dura el peligro, se acogen a él; pero venida luego la serenidad, le sacuden y despojan. Diciéndole uno de Serifo, que no por sí, sino por ser de la ciudad que era, había adquirido tanta gloria. “Tienes razón- le respondió-; pero ni yo siendo Serifo me hubiera hecho ilustre, ni tú, aunque fueras Ateniense.” Uno de los generales, habiendo hecho una acción que le pareció de importancia para la ciudad, se jactaba de ella ante Temístocles, y como se propasase hasta comparar sus hechos con los de éste: “Con el día festivo- le replicó- entró en disputa el siguiente, diciéndole que él era día lleno de quehaceres y activo, cuando en aquel todos gozaban de lo que antes habían adquirido, estándose ociosos; a lo que contestó el día de fiesta: dices bien; pero si yo no hubiera existido, no existirías tú ahora; pues de la misma manera, dijo, no habiendo yo existido en aquel tiempo, ¿dónde estaríais ahora vosotros?” Tenía un hijo muy consentido de su madre, y ésta lo era de él mismo; así dijo por chanza que aquel era el de más poder entre los Griegos, porque los Atenienses dominaban a los demás Griegos; a los Atenienses, el mismo Temístocles; a él, su mujer, y a ésta, el hijo. Queriendo ser singular en todo, al vender un campo, mandó que pregonasen que tenía buen vecino. Teniendo su hija varios pretendientes, prefiriendo el hombre de bien al rico, decía que más quería hombre necesitado de dineros, que dineros necesitados de un hombre. En estos dichos sentenciosos se ve cuál era su carácter.
XIX.- Luego que estuvo de vuelta, hechas las referidas hazañas, se dedicó al punto a restablecer y murar la ciudad, ganando con dinero a los Éforos, para que no se opusiesen, según dice Teopompo; pero, según otros, usando de artificio. En efecto: pasó a Esparta, titulándose embajador, y reconviniéndole los Esparciatas de que amurallaban la ciudad, de lo que también le acusaba Poliarco, enviado ex profeso de Egina, lo negó, y dijo que enviaran a Atenas personas que lo viesen; dando largas con esto para que se adelantase la obra, y juntamente con la mira de que en su lugar tuviesen los Atenienses en su poder aquellos enviados. Consiguió lo que se proponía, porque con haberse enterado los Lacedemonios de la verdad, en nada le ofendieron, sino que le dejaron ir incomodados ocultamente con él. Entonces fortificó el Pireo, habiendo observado que era el más cómodo de los puertos, volviendo la ciudad toda hacia el mar, y siguiendo en cierta manera una política contraria a la de los antiguos reyes de los Atenienses. Porque éstos, según se dice, con la intención de apartar del mar a los ciudadanos y acostumbrarlos a vivir sin embarcarse, plantando y cultivando el terreno, refirieron la fábula de Atenea, que, como contendiese con ella Posidón sobre el país, salió vencedora con haber mostrado a los jueces el olivo. Temístocles, pues, no juntó el Pireo con la ciudad, que es la expresión del cómico Aristófanes, sino que arrimó la ciudad al Pireo, y la tierra a la mar, con lo que el pueblo se hizo más poderoso contra los principales, y tomó orgullo, pasando la autoridad a los marineros, a los remeros y a los pilotos. Por esto, la tribuna que se puso en el Pnix estaba mirando al mar; pero luego los Treinta la volvieron hacia el continente, teniendo por cierto, que el mando y superioridad en el mar era origen de democracia, y que los labradores eran menos difíciles con la oligarquía.
XX.- Todavía tenía Temístocles meditada otra cosa más grande para acrecentar el poder marítimo; porque habiéndose retirado la armada de los Griegos a invernar a Págasas después de la huída de Jerjes, hablando en junta a los Atenienses, les dijo que le había ocurrido un proyecto sumamente útil y saludable para la ciudad; pero incomunicable a la muchedumbre. Decretaron los Atenienses que lo revelase a sólo Arístides, y si éste lo aprobaba, lo llevara a efecto. Manifestó, pues, a Arístides que su pensamiento era pegar fuego a la armada de los Griegos; y éste, presentándose al pueblo, le anunció que no podía haber proyecto más útil que el que tenía meditado Temístocles, ni tampoco más injusto; por lo que los Atenienses mandaron a Temístocles que desistiese de él. Propusieron en la junta de los Anfictíones los Lacedemonios que se privara del derecho de intervenir en ella a las ciudades que no habían cooperado a la guerra contra el Medo, y temiendo Temístocles que si los Tesalios, los Argivos y aun los Tebanos eran desechados de la junta, absolutamente se apoderarían aquellos de los votos, y no se haría más de lo que quisiesen, defendió las ciudades, y logró que fueran de contraria opinión los congregantes, haciendo ver que solas treinta y una ciudades, y de éstas la mayor parte muy pequeñas, habían tenido parte en la guerra; por tanto, sería muy duro que, excluida de la reunión toda la Grecia, viniera la junta a no componerse más que de dos o tres ciudades importantes. Con esto se indispuso fuertemente con los Lacedemonios, los cuales procuraron cómo Cimón adelantara en los cargos y honores, para que fuera en el gobierno el antagonista de Temístocles.
XXI.- Era, además, odioso a los aliados, porque, dirigiéndose a las islas, les exigía las contribuciones. Así decía y oía lo que Heródoto refiere de los Andros, a quienes dijo que se presentaba allí trayéndoles dos dioses: la persuasión y la fuerza; y ellos le respondieron que tenían consigo otros dos grandes dioses: la pobreza y la miseria, que les prohibían le diesen dinero. Timocreón el de Rodas, poeta lírico, en sus canciones trata muy mal a Temístocles, porque a otros desterrados, por dinero, les proporcionó ser restituidos, y a él, por dinero también, lo abandonó, con ser su huésped y su amigo. Dice así:
Si tú a Pausanias, si tú a Jantipo
y a Leutíquidas das tus alabanzas,
yo a Arístides las doy, el mejor hombre
que produjo jamás la sacra Atenas:
porque odia a Temístocles Latona
por embustero, injusto y alevoso,
que ganando con sórdido dinero
a Iáliso a su patria no redujo
con ser su huésped; y por tres talentos,
corrió a su perdición, volviendo a unos
con injusticia, persiguiendo a otros,
y a otros dando muerte por codicia.
Ahora en el Istmo, hecho mesonero,
fiambre vende, y los que prueban de ella
hacen plegarias porque el fin del año
el avaro Temístocles no vea.
Pero todavía usó Timocreón de más amarga e insolente maledicencia contra Temístocles, después de su destierro y condenación, componiendo un poema que empezaba de este modo:
Musa, honor de estos versos, di a los Griegos,
como a justicia y a razón conviene...
Dícese que Timocreón fue desterrado por medismo, esto es, por ser partidario de los Medos, habiendo dado también Temístocles su voto contra él; por tanto, cuándo luego a éste se le siguió la misma causa de medismo, cantó contra él:
No Timocreón sólo tiene trato
con los Medos; aun hay otros perversos;
no soy yo sólo a quien el pie falsea; parece que hay también otras raposas.
XXII.- Escuchaban con gusto los ciudadanos estas calumnias por la envidia que le tenían, y esto le obligaba a disgustarles todavía más, haciendo muchas veces en las juntas públicas mención de sus hazañas; y a los que mostraban displicencia: “¿Por qué os cansáis- les dijo- de que uno mismo os haga frecuentes beneficios?” También irritó a la muchedumbre con edificar el templo de Ártemis, a la que dio el nombre de buena consejera, como que había tomado las más provechosas determinaciones para la ciudad y para los Griegos. Este templo lo construyó en Mélita, junto a su casa, donde ahora los ejecutores públicos arrojan los cadáveres de los condenados y los vestidos y cordeles de los sofocados o de otro modo muertos por justicia. Existía todavía en nuestros días el retrato de Temístocles en el templo de Ártemis del buen consejo, y se descubre que no sólo en su espíritu sino también en su presencia era un personaje heroico. Usaron, pues, del ostracismo contra él, despojándole de sus honores y de su superioridad, como solían hacerlo contra todos los que se les hacían insoportables por su poder o que creían no guardaban la igualdad democrática. No era el ostracismo una pena, sino como un desquite y alivio de la envidia, que se complacía en ver rebajados a los que se elevaban y desahogaba su incomodidad con causar este deshonor.
XXIII.- Precisado a salir de la ciudad, y deteniéndose en Argos, ocurrieron las cosas de Pausanias, que tanto asidero dieron contra él a sus enemigos. El que le suscitó la causa de traición fue Leobotes, hijo de Alcmeón Agraulense, corroborándola juntamente con él los Esparcíatas, Pausanias, pues, trayendo entre manos sus tramas de traición, al principio se guardó de Temístocles, no obstante que era su amigo; mas, cuando supo que había sido desposeído del gobierno, y que lo llevaba mal, se resolvió a atraerle a la participación de sus designios, enseñándole las cartas del Rey e irritándole contra los Griegos por ser injustos e ingratos. Mostróse inaccesible a las solicitaciones de Pausanias y abominó de semejante participación; pero a nadie refirió aquellas conversaciones, ni denunció el intento, esperando quizá que Pausanias desistiría de él, o que otros lo denunciarían, habiéndose metido sin reflexión ninguna en una empresa disparatada y temeraria. Fue en esto condenado a muerte Pausanias, y habiéndosele encontrado algunas cartas y otros papeles relativos a este asunto, dieron lugar a sospechas contra Temístocles, con las que los Lacedemonios levantaron el grito, y los ciudadanos envidiosos le acusaron cuando se hallaba ausente y por escrito se estaba defendiendo de las primeras acusaciones. Porque viéndose calumniado por sus enemigos, escribió a sus ciudadanos, diciéndoles que siempre había aspirado a mandar, y que, no habiendo nacido con disposición ni voluntad de ser mandado, nunca haría entrega a los bárbaros sus enemigos de sí mismo y de la Grecia. Con todo, persuadido el pueblo por sus acusadores, dispuso enviar quien le echase mano y lo trajese a ser juzgado ante los Griegos.
XXIV.- Llegó a entenderlo, y se acogió a Corfú, por tener obligada a aquella ciudad con beneficios; pues como tuviesen disputa con los de Corinto, constituido juez entre ellos, los puso en amistad, determinando que los de Corinto pagasen veinte talentos y que poseyesen a Léucade, como colonia común de unos y otros. De allí huyó al Epiro, y, perseguido de los Atenienses y Lacedemonios, casi desesperado y sin saber qué hacerse, se acogió a Admeto, que era rey de los Molosos, sin embargo, de que habiendo tenido una pretensión con los Atenienses, como hubiese sido desairado por Temístocles cuando florecía en poder, le miró siempre con odio, y se tenía por cierto que se vengaría si le tuviese a mano. En aquel apuro, pues, temiendo más la envidia familiar y reciente que no la antigua y de un rey, se puso a sí mismo a discreción de ésta, tomando para con el Rey un extraño e inusitado modo de ruego, porque cogiendo en brazos al hijo de éste, todavía niño, se postró ante el hogar, teniendo los Molosos esta especie de ruego por la más poderosa y casi irresistible. Dicen algunos que Ftía, mujer de Admeto, fue la que sugirió a Temístocles esta clase de súplica, sentando al niño a su lado junto al fuego; pero otros, que fue el mismo Admeto quien, para excusarse con los perseguidores de Temístocles con esta precisión, inventó y propuso esta farsa para no entregarlo. Allá Epícrates de Acarnas le envió su mujer e hijos, habiendo podido sacarlos furtivamente de Atenas, por lo que después Cimón le hizo condenar a muerte, según escribe Estesímbroto. Después olvidado, no sé cómo, de esto, o suponiendo olvidado al mismo Temístocles, dice que hizo viaje a Sicilia, y pidió a Hierón su hija en matrimonio, ofreciéndole que pondría a los Griegos bajo su mando, y que, no viniendo Hierón en ello, se dirigió por tanto, al Asia.
XXV.- Mas no puede ser que esto pasase así, porque Teofrasto, en su Tratado del reino, refiere que habiendo enviado Hierón a Olimpia caballos para los juegos, y habiendo armado una tienda ricamente bordada, habló Temístocles a los Griegos, proponiéndoles que hiciesen pedazos la tienda de un tirano, y no permitiesen que sus caballos entrasen en el combate. Tucídides escribe que, pasándose al otro mar, dio la vela desde Pidna, sin que ninguno de los navegantes supiese quién era, hasta que, arrojada por el viento la embarcación a Naxo, sitiada entonces por los Atenienses, el peligro le obligó a descubrirse al capitán y al piloto, a los que, ora con ruegos, ora con amenazas, diciéndoles que los acusaría a los Atenienses y les levantaría que no con ignorancia, sino corrompidos con dinero, le habían tomado a bordo, puso en la precisión de hacerse de nuevo al mar y aportar al Asia. De su caudal llevó entonces mucho consigo, habiendo podido sustraerlo algunos de sus amigos; pero otra gran parte que llegó a descubrirse fue llevada al tesoro público, diciendo Teopompo que montó a cien talentos, y Teofrasto, que, a ochenta, siendo así que apenas valdría tres talentos todo cuanto tenía cuando empezó a tomar parte en los negocios públicos.
XXVI.- Llegado que hubo a Cima, como entendiese que entre las gentes de mar muchos le andaban espiando para echarle mano, y más especialmente Ergóteles y Pitodoro, porque la caza era lucrativa para los que en todo no buscan más que la ganancia, habiendo hecho publicar el rey que daría doscientos talentos, huyó de allí a Egas, pueblezuelo eólico, donde sólo era conocido de su huésped Nicógenes, hombre entre los Eólicos muy rico, y que tenía influjo con los que arriba gozaban de autoridad. En casa de éste se mantuvo oculto algunos días; mas, al cabo de ellos, de sobremesa, en un festín tenido con motivo de cierto sacrificio, Olbio, ayo de los hijos de Nicógenes, saliendo fuera de sí, como inspirado, cantó en verso de este modo:
Da a la noche la voz, y da el consejo;
y a la noche también da la victoria.
Yéndose después de esto a recoger Temístocles, le pareció ver en sueños un dragón que de la tierra le subió al vientre, y se le rodeó al cuello, y luego, apenas tocó en el rostro, se convirtió en águila, la cual, cubriéndole con las alas, lo levantó y llevó consigo largo espacio, y, últimamente, presentándole un caduceo de oro, sobre éste le colocó con toda seguridad, dejándole libre de grandísimo miedo y turbación. Despachóle, pues, Nicógenes, valiéndose de este artificio; los bárbaros, generalmente, son todos, y en especial los Persas, muy salvajes y rigurosos por naturaleza en el punto de celar a las mujeres; así, no solamente a las casadas, sino aun a las mujeres que compran y a las comblezas, las guardan con gran diligencia, sin que ninguno de los de afuera pueda verlas; por tanto, en casa están siempre encerradas, y cuando van de viaje, llevadas en carros completamente cubiertos es como caminan. Dispuesto, pues, de este mismo modo un carruaje para Temístocles, hacía oculto su viaje, diciendo los que iban con él a los caminantes y a los que preguntaban que conducían de la Jonia una mocita griega para uno de los que servían a las puertas del rey.
XXVII.- Tucídides y Carón de Lámpsaco escriben que, muerto ya Jerjes, fue al hijo a quien Temístocles se presentó: pero Éforo, Dinón, Clitarco, Heraclides y otros muchos sostienen que se presentó al mismo Jerjes. Parece que Tucídides va más acorde con la cronología, aunque tampoco ésta sea de una gran exactitud. Llegado Temístocles al punto peligroso, primero se dirigió a Artabano, capitán de mil hombres, y diciéndole que era realmente un griego; pero que tenía que hablar al rey sobre negocios muy graves que sabía le traían cuidadoso: “¡Oh huésped! - le respondió aquel-: las leyes de los hombres son diferentes unas de otras, y a unos agradan unas cosas, y a otros, otras; pero a todos agrada el acatar y sostener las propias. El que vosotros, sobre todo admiréis la libertad y la igualdad es puesto en razón; mas, entre nosotros, con ser muchas y muy loables las leyes que tenemos, la más loable es la de honrar al rey, y adorar en él la imagen de Dios, que todo lo conserva. Por tanto, si adorares, aplaudiendo nuestros usos, te será concedido ver y hablar al rey; pero si piensas de otro modo, usa de otros mensajeros para este ministerio, porque es costumbre nuestra que el rey no ha de escuchar a quien no le adore”. Temístocles, cuando esto oyó, le dijo: “Mi venida ¡oh Artabano! es a acrecentar el nombre y el poder del rey; así, yo mismo obedeceré a vuestras leyes: pues que Dios, que magnifica a los Persas, así lo dispone; y por mí serán en mayor número los que adoren al rey; por tanto, no sirva esto de impedimento para las razones que me propongo decirle”. “¿Pues quién de los Griegos- replicó Artabano- le diremos que ha llegado? Porque en tu explicación no pareces un hombre vulgar”. “Esto- repuso entonces Temístocles- no es razón que lo sepa nadie antes que el mismo rey”. Así lo refiere Fanias; pero Eratóstenes, en su Tratado de la riqueza, añade que esta visita y coloquio le fueron proporcionados a Temístocles por medio de una mujer de Eretria, que vivía con este caudillo.
XXVIII.- Introducido a la presencia del rey, le adoró y quedó en silencio; entonces mandó el rey al intérprete que le preguntase quién era, y preguntándoselo éste, dijo: “Te presento ¡oh rey! en mí a Temístocles Ateniense, un desterrado a quien los Griegos persiguen, y que, si a los Persas causó muchos males, todavía les dispensó mayores bienes con impedir la persecución, cuando, puesta en seguridad la Grecia, pudo salvar sus cosas propias, y haceros al mismo tiempo algún servicio. Por mí estoy aparejado a todo lo que mis actuales desgracias pueden exigir, viniendo preparado a recibir tus favores, si ya me miras benignamente, o a pedirte que temples tu ira, si todavía te conservas enojado. Mas tú, valiéndote del testimonio de mis enemigos sobre los beneficios que a los Persas he hecho, aprovecha más bien mis infortunios para dar muestras de tu virtud, que para satisfacer tu enojo; porque en mí salvas a un rogador tuyo, y pierdes a un enemigo que ya soy de los Griegos”. De aquí pasó después Temístocles con el discurso a la relación de su ensueño en casa de Nicógenes y al vaticinio de Zeus Dodoneo, como que enviado del dios al que llevaba igual nombre, desde luego se había propuesto venir ante él, porque ambos eran grandes y se llamaban reyes. Oyólo el Persa, y por entonces nada le respondió, pasmado de su resolución y su osadía; pero con sus amigos se daba el parabién, como en la mayor prosperidad, haciendo plegarias a Arimanes para que inspirara siempre iguales pensamientos a sus enemigos, de ir así desechando los hombres de más provecho entre ellos, y se dice que hizo sacrificio a los Dioses, e inmediatamente tuvo banquete, y en aquella noche se le oyó gritar por tres veces, entre sueños: “Tengo en mi poder a Temístocles Ateniense”.
XXIX.- Apenas amaneció, llamando a sus amigos, le hizo comparecer cuando nada favorable esperaba, porque desde luego observó que los palaciegos, al saber quién era, torcieron el gesto, y le injuriaron, y aun Rojanes, capitán de mil hombres, cuando Temístocles iba a pasar por junto a él, estando el rey ya en su asiento y todos callando, oyó que dio un suspiro, y dijo en voz baja: “¡Oh serpiente griega, hombre mudable, el buen genio del rey te ha traído aquí!” Mas, sin embargo, luego que se presentó y repitió la adoración, saludándole el rey y hablándole con gran afabilidad, le dijo lo primero cómo le era deudor de doscientos talentos, por cuanto, habiéndose venido por sí a presentar, le tocaba de justicia lo que se había ofrecido al que lo trajese; prometióle, además, muchos mayores dones, y le alentó diciéndole que sobre las cosas de los Griegos le manifestase cuanto quisiera con franqueza. “El habla del hombre- respondió Temístocles- es como los tapices pintados, porque, como éstos, desarrollada manifiesta bien las imágenes, pero recogida las encubre y echa a perder: así que necesitaba algún tiempo”. Agradado el rey de la comparación, le mandó que lo señalase; pidió un año, y cuando hubo aprendido bastante bien la lengua persa, entraba a hablar al rey directamente por sí mismo. Creían los de la parte de afuera que trataban de las cosas de la Grecia; pero como en aquella sazón se hiciesen varias mudanzas, así en las cosas de palacio como en las de los amigos del rey, se concilió la envidia de los próceres, al considerar que también acerca de ellos se habría atrevido a hablar con libertad, porque eran nada comparadas con las suyas las honras que a los demás extranjeros habían solido hacerse; así es que asistía a las cacerías del rey, y en el palacio a sus recreaciones, llegando hasta haber sido presentado a la madre del rey y entrado en su confianza, y aun hasta oír la doctrina de los magos por orden del rey. Cuando Demarato el Esparcíata, habiéndosele dicho que pidiese una gracia, pidió la diadema como los reyes, y que se le permitiese cabalgar con ella por Sardis, Mitropaustes, sobrino del rey, tomándole la mano: “La diadema ésta- le dijo- no tendría cerebro que cubrir, y aun cuando tomases en la mano el rayo, no por eso serías Zeus”. Ello es que el rey estaba enojado con Demarato por semejante petición, y cuando se creía que no sería posible apaciguarlo, Temístocles, a quien se puso por intercesor, consiguió dejarle desimpresionado y amigo. Dícese que más adelante los reyes sucesores, bajo los cuales hubo mayor enlace entre las cosas de los Griegos y los Persas, cuando llamaban cerca de sí a algún Griego le anunciaban y escribían cada uno que tendría con él más lugar que Temístocles. Del mismo Temístocles se refiere que, cuando ya se miraba engrandecido y obsequiado de muchos, teniendo un día un gran festín, habló así a sus hijos: “Estábamos perdidos, hijos míos, si no hubiésemos estado perdidos”. Dicen que, para pan, vino y demás condimentos se le asignaron tres ciudades: Magnesia, Lámpsaco y Miunte; y Neantes de Cízico y Fanias añaden otras dos: Percote y Palascepsis, para tapicería y vestidos.
XXX.- En ocasión en que bajaba hacia el mar con motivo de las cosas de los Griegos, le armó asechanzas un Persa llamado Epixies, Sátrapa de la Frigia superior, teniendo de antemano prevenidos unos asesinos de Pisidia para que la quitasen la vida cuando, llegado a la ciudad de Leontocéfala, hiciese noche en ella. Mas, cuando él dormía la siesta se dice que se le apareció entre sueños la madre de los Dioses, y le dijo: “¡Oh, Temístocles!: evita la cabeza de los leones, para que no caigas en poder del león; yo por esto te pido por sirviente a Mnesiptólema”. Puesto en cuidado con este ensueño, hizo plegarias a la Diosa, y, dejando el camino real, dirigiéndose por otro, para no tocar en aquel lugar, le cogió la noche y se quedó allí a pasarla. Uno de los carros que conducían su equipaje se cayó al río, y los sirvientes de Temístocles se pusieron a enjugar las cortinas que se habían mojado: en esto, los de Pisidia, sacando las espadas, llegaron a aquel punto, y no distinguiendo bien a la luz de la luna las ropas puestas a secar, creyeron que eran la tienda de Temístocles, y que éste se hallaba dentro descansando. Llegados cerca, cuando fueron a levantar la cortina, se arrojaron sobre ellos los que estaban en custodia, y les echaron mano. Habiendo evitado así el peligro, admirado de la aparición de la Diosa, le edificó un templo en Magnesia, y creó sacerdotisa de Dindimene a su hija Mnesiptólema.
XXXI.- Habiendo hecho viaje a Sardis, y hallándose sin quehaceres, anduvo viendo los ornamentos de los templos y el gran número de votos, y en el templo de la Gran Madre vio la doncella de bronce llamada Hidrófora, del grandor de dos codos, que él mismo hizo siendo prefecto de aguas, con las multas que impuso a los que encontró sustrayéndolas y descaminándolas. Trató, pues, bien fuera porque tuviese algún sentimiento de la cautividad de aquella ofrenda, o bien porque quisiese dar una muestra a los Atenienses de su autoridad y poder cerca del rey, trató con el Sátrapa de Lidia, y le hizo súplica de que aquella doncella se remitiese a Atenas; mas como el bárbaro se incomodase, y aun se dejase decir que iba a escribir al rey una carta, temeroso Temístocles, acudió al retraimiento de las mujeres, y regalando dinero a las concubinas, pudo aplacarle en su enojo, y él mismo en adelante se manejó con más cautela, receloso ya de la envidia de los bárbaros. Porque no anduvo discurriendo de un pueblo a otro, como quiere Teopompo, sino que habitó y permaneció tranquilo en Magnesia por largo tiempo, agasajado con grandes dones y honrado como los principales de los Persas, ya que el rey no consagraba por entonces mucha atención a las cosas de los Griegos, por darle bastante que hacer los negocios del Asia. Mas después, cuando el Egipto se rebeló con ayuda de los Atenienses, cuando las naves griegas llegaron hasta Chipre y la Cilicia, y Cimón, dominando en el mar, le obligo a pensar en hacer oposición a los Griegos y reprimir el demasiado poder que contra él iban tomando, para lo que se pusieron tropas en movimiento y se enviaron generales, entonces se despacharon también avisos a Temístocles con órdenes del rey, mandándole que atendiera a las cosas de la Grecia, e hiciera ciertas sus promesas. Él no pudo recabar de su ánimo que concibiese enojo contra sus ciudadanos, ni le movió tampoco el grande honor y autoridad que se le confería para la guerra; quizá también no le pareció la obra muy factible, teniendo entonces la Grecia insignes caudillos, y siendo suma la felicidad de Cimón en todas sus empresas, o, lo que es más cierto, la causó rubor la gloria de sus propias hazañas y de sus antiguos trofeos. Determinando, por tanto, con admirable resolución coronar su vida con una muerte que a ella correspondiese, hecho sacrificio a los Dioses, y congregados y saludados los amigos, bebiendo, según la más común opinión, sangre de toro, o un veneno muy activo, según otros, acabó sus días en Magnesia, habiendo vivido sesenta y cinco años, la mayor parte de ellos en magistraturas y mandos. Cuando el rey supo la causa y manera de su muerte, dicen que todavía se prendó más de tan excelente varón, y siguió siempre tratando con grande humanidad a sus amigos y domésticos.
XXXII.- Dejó Temístocles de Arquipa, hija de Lisandro, natural de Alópece, estos hijos: Arquéptolis, Polieucto y Cleofanto, del que Platón el Filósofo hace mención como de un buen jinete, sin que valiese para ninguna otra cosa. De otros que tuvo antes, Neocles, siendo todavía niño, murió mordido de un caballo, y a Diocles lo adoptó su abuelo Lisandro. Hijas tuvo muchas, de las cuales, con Mnesiptólema, que era de otro segundo matrimonio, se casó su hermano Arquéptolis, por no ser hermanos de madre; Italia se casó con Pantides de Quío; Síbaris, con Nicomedes Ateniense; con Nicómaca se casó Frasicles, primo de Temístocles, después de la muerte de éste, otorgándosela los hermanos en un viaje que hizo a Magnesia, y él mismo se encargó de la manutención de Asia, que era la más joven de todos los hijos. En Magnesia tienen un sepulcro magnífico de Temístocles; pero no debe darse asenso a lo que Andócides dijo en su libro a los amigos: que los Atenienses habían exhumado sus despojos y los habían arrojado, pues mintió; porque lo inventó para irritar contra el pueblo a los del partido de la oligarquía. También conocerá cualquiera que es una ficción lo que hace Filarco, valiéndose casi de máquinas en la historia como en la tragedia, de hacer comparecer a un Neocles y a un Demópolis, hijos de Temístocles, queriendo con esto excitar pasiones y mover los ánimos. Diodoro el descriptor dijo en el libro de los monumentos, más bien discurriéndolo él así que porque supiese lo cierto, que en el puerto de Pireo, por la parte del promontorio de Álcimo, se forma como un recodo, y por dentro, en el doblez, donde está el mar más sosegado, se descubre una base bastante elevada, y lo que en ella tiene forma de ara es el sepulcro de Temístocles. Con esto parece que conforma Platón el Cómico, diciendo:
En lugar conveniente tu sepulcro
será de buen agüero al comerciante:
verás desde él a los que salgan y entren,
y verás el concurso de las naves.
A los del linaje de Temístocles hasta nuestros días se les han guardado ciertos honores en Magnesia, de los que disfrutó Temístocles Ateniense, con quien yo trabé trato y amistad en casa de Amonio el Filósofo.
CAMILO
I.- Entre las muchas y grandes cosas que de Furio Camilo se refieren, hay una muy particular y extraña, y es que, con haber conseguido yendo de general muchas y muy señaladas victorias, con haber sido cinco veces dictador, haber tenido cuatro triunfos y haber sido llamado segundo fundador de Roma, ni una vez siquiera hubiese sido cónsul. Consistió esto en el estado en que se hallaba entonces el gobierno por los altercados de la plebe con el Senado; por cuanto, oponiéndose aquella a que se nombrasen cónsules, se elegían tribunos militares para el mando, y aunque éstos lo ejecutaban todo con poder y autoridad consular, su mando era menos odioso por su mayor número, siendo de algún consuelo el que seis, y no dos solos, se pusiesen al frente de los negocios para los que estaban mal hallados con la oligarquía. Floreciendo, pues, Camilo en aquella sazón en gloria y en hazañas, no tuvo por conveniente ser cónsul, con repugnancia del pueblo, aunque en el intermedio convocó el gobierno muchas veces comicios consulares; en cuanto a los otros mandos que tuvo, que fueron muchos y muy varios, se condujo de manera que la autoridad era común, aun cuando mandaba solo, y la gloria era particularmente suya, aun cuando tuviese colegas en la autoridad; consistiendo, de estas dos cosas, la primera en su moderación, por la que mandaba de un modo que no le conciliaba envidia, y la segunda, en su prudencia, que a juicio de todos le daba el primer lugar.
II.- No era todavía grande entonces el lustre de la casa de los Furios; debióse, por tanto, él a sí mismo lo que adelantó en gloria en la gran batalla contra los Ecuos y Volscos, militando bajo el dictador Postumio Tuberto; pues yendo delante de la caballería, y siendo herido en un muslo, no se contuvo, sino que sacándose el dardo que había quedado clavado en la herida, peleando con los más adelantados de los enemigos, los obligó a retirarse. Mereció por esta hazaña, además de otros premios, el que se le nombrase censor, cargo que en aquellos tiempos era de grandísima dignidad. Ha quedado memoria de un hecho loable suyo siendo censor, que fue excitar con palabras, y amenazar con penas, a los célibes, para que se casasen con las viudas, que por las guerras eran en gran número. Fue preciso también entonces sujetar a la contribución a los huérfanos, que antes eran horros, siendo la causa de esto los ejércitos que continuamente había que tener en pie y que obligaban a grandes gastos; precisando asimismo en gran manera a ellos el sitio de Veyos, a cuyos habitantes llaman algunos Veyentanos. Era esta ciudad la principal de la Etruria, en número de armas y en muchedumbre de gente de guerra poco inferior a Roma, y que, envanecida con su riqueza, con su abundancia de víveres, con su lujo y su regalo, entró repetidas veces en competencia, y por la gloria y el poder contendió con los Romanos. Mas, en aquella sazón había desistido de estas pretensiones, quebrantada con grandes derrotas; había si levantado altas y fuertes murallas, y, habiendo pertrechado bien la ciudad de armas, de dardos, de víveres y de todo género preparativos, sufrían sin temor el cerco, que también para los sitiadores era trabajoso y difícil. Porque estando acostumbrados a no militar fuera, pasado el verano, sino recogerse a invernar en casa, entonces por la primera vez los habían obligado los caudillos a levantar trincheras, a fijar los reales en territorio enemigo y a juntar el invierno con el verano, estando entonces al fin del séptimo año de guerra; tanto, que por parecer que los generales hacían flojamente el sitio, se les revocó el mando. y se eligieron otros para la guerra, siendo uno de éstos Camilo, que era ya tribuno por segunda vez. Con todo, nada hizo por entonces en cuanto al sitio, porque le cupo en suerte hacer la guerra a los Falerios y Capenates, que, por ver ocupados a los Romanos, les talaban el territorio y les servían de estorbo para la guerra de Etruria; mas, Camilo los desbarató, causándoles gran pérdida, y los obligó a recogerse dentro de sus murallas.
III.- Con esta época, cuando la guerra estaba en su mayor fuerza, coincidió el suceso del Lago Albano, prodigio no menos digno de saberse que cualquiera otro de los increíbles como él, y que causó gran terror por falta de una causa general, y de poder el discurso asignarle un origen físico. Era la entrada del otoño, y el verano que concluía no había sido de aguas ni, que se supiese, habían reinado en él vientos húmedos que le hicieran tempestuoso; por lo tanto, teniendo la Italia muchos lagos, ríos y arroyos, éstos habían faltado enteramente, aquellos apenas y con gran dificultad se sostenían, y todos los ríos, como sucede siempre en el verano, corrían escasos y apocados. Pues el Lago Albano, que en sí mismo tiene su principio y su fin, circundado de montañas fértiles, sin causa alguna, como no fuese divina, se veía manifiestamente que había crecido, e iba hinchándose, superando las faldas de los montes, y llegando a igualar los collados que tenía alrededor, con mansedumbre y sin ser agitado con olas. Al principio sólo fue prodigio para pastores y vaqueros; pero cuando luego, alzada la corriente, como si rompiese un istmo, llegó a romper, por su cantidad y por su peso, los estorbos que contenían el agua, y descendió en grandes raudales por los campos y las arboledas hasta el mar, entonces no solamente dejó asombrados a los Romanos, sino que hizo entender a todos los que habitaban la Italia que no podía ser cosa pequeña la que anunciaba. Hablábase asimismo mucho de este accidente en el ejército que sitiaba a Veyos, de modo que aun entre los sitiados se tuvo de él noticia.
IV.- Como es común en todo sitio que se prolonga demasiado, que hay trato y comunicación frecuente entre los enemigos, sucedió también en éste. Un romano trabó conversación y amistad con un enemigo, hombre versado en el lenguaje antiguo, y que se creía que tenía un particular conocimiento de la adivinación. Como viese, pues, a éste, luego que le refirió la inundación del lago, mostrarse muy contento, y reírse del sitio: “Pues no es esto sólo- le dijo-, sino que este tiempo trae otros prodigios y otras señales más extrañas para los Romanos, sobre las cuales quería consultarle, por si en aquella común aflicción podía haber algún medio de proteger su seguridad personal”. Oíalo el Veyente con atención, y se prestaba gustoso a la consulta, como que iban a descubrirse algunos arcanos, y a poco de estar en este coloquio, atrayéndole cautelosamente, luego que estuvieron a bastante distancia de las puertas, le cogió en volandas, porque era de mayores fuerzas, y concurriendo en su auxilio algunos del campamento, se apoderó completamente de él, y le presentó a los generales. Cuando se vio en aquella situación, convencido de que no es dado al hombre evitar su hado, reveló los arcanos relativos a su patria, la cual no podía ser tomada mientras al Lago Albano, que se había derramado y difundido por otros caminos, no le hiciesen retroceder los enemigos y le impidiesen mezclarse con el mar. Oído esto por el Senado, y dudando qué haría, le pareció lo mejor enviar mensajeros a Delfos que consultasen al dios; y lo fueron Coso Licinio, Valerio Potito y Fabio Ambusto, varones muy ilustres y principales, los cuales, hecha su navegación y consultado el dios, trajeron también vaticinio sobre cierta omisión en los ritos de las ferias llamadas latinas, el cual prevenía que en cuanto fuese posible hiciesen volver hacia arriba el agua del Lago Albano a su receptáculo antiguo, y si esto no pudiera ser, con zanjas y con excavaciones la derramaran y perdieran por todo el país. Notificado este mensaje, los sacerdotes se dedicaron a los sacrificios, y el pueblo, a ejecutar las obras, con que dio a las aguas otro curso.
V.- El Senado, para el año décimo de esta guerra, abrogó todas las demás magistraturas, y nombró dictador a Camilo, quien eligió para maestro de la caballería a Cornelio Escipión. Empezó por hacer estas plegarias y votos a los Dioses, que si tenía glorioso fin la guerra daría grandes juegos y consagraría un templo a la Diosa, a quien llaman madre Matuta los Romanos. Puede pensarse que ésta es la misma que Leucotoe, por la especie de ritos que en su culto se practican; porque introduciendo una esclava a su santuario, le dan de bofetadas, y después la lanzan fuera; a los hijos de los hermanos los ponen en el regazo en vez de los propios, y ejecutan cosas muy parecidas a las de las nodrizas de Baco, y a los errores y trabajos que a causa de la combleza sufrió Ino. Hechas las plegarias, invadió Camilo el país de los Faliscos, y a éstos, y a los Capenates, que vinieron en su auxilio, los derrotó en una gran batalla. Volvió luego la atención al sitio de Veyos, y considerando que el asaltar los muros era obra larga y difícil, practicó minas, cediendo el terreno de las inmediaciones de la ciudad a la azada, y permitiendo llevar profundo el trabajo, sin que pudiesen sentirlo los enemigos. Alentada con esto la esperanza, comenzó él mismo a dar el asalto por la parte de afuera para atraer los ciudadanos a la muralla, y otros, caminando ocultamente por las minas, llegaron, sin ser percibidos, hasta estar dentro del alcázar, junto al templo de Juno, que era el más grande y de mayor veneración en la ciudad. Dícese que a esta sazón se hallaba allí el caudillo de los Tirrenos, celebrando cierto sacrificio, y que el agorero, al registrar las entrañas, dio una gran voz, diciendo: “Dios da la victoria al que termine este sacrificio”; lo cual, oído por los Romanos desde las minas, rompiendo al punto el pavimento, y echando mano a las armas con estrépito y gritería, asombrados los enemigos, dieron a huir, y ellos entonces, apoderándose de las entrañas, corrieron con ellas a Camilo; pero esto parecerá quizá que tiene el aire de fábula. Tomada la ciudad a viva fuerza, y encontrando y recogiendo en ella los Romanos una inmensa riqueza, al ver Camilo desde el alcázar lo que pasaba, al principio se quedó suspenso, y se le cayeron las lágrimas; después, como le felicitasen todos por el suceso, levantando las manos a los Dioses, y haciéndoles plegarias: “Jove Máximo- dijo- y vosotros Dioses, que sois testigos de las buenas y de las malas obras, bien sabéis que no contra justicia, sino en debida defensa, nos hemos apoderado de la ciudad, de unos hombres protervos e inicuos; mas, si acaso, en cambio de este tan feliz suceso, somos deudores de alguna pena, os pido que por la ciudad y ejército de los Romanos venga ésta a parar sobre mí con el menor daño posible”. En esto, volviéndose sobre la derecha, como es costumbre de los Romanos en sus plegarias, tropezó en el mismo acto, y como se sobresaltasen los circunstantes, rehaciéndose prontamente de la caída: “Según mi súplica- dijo- me ha sobrevenido una caída ligera por una felicidad tan extraordinaria”.
VI.- Saqueada que fue la ciudad, determinó trasladar a Roma la imagen de Juno, conforme al voto que de ello hizo; y reuniéndose para ello muchos operarios, entretanto él hacía un sacrificio y pedía a la Diosa que se prestase a sus deseos y se hiciese benigna compañera de los Dioses que su buena suerte había dado a Roma, dicen que habló la estatua, y dijo que era muy de su voluntad y de su aprobación. Livio, sin embargo, refiere que bien fue cierto que Camilo, llegándose a la Diosa, le hizo aquella súplica y exhortación, pero que fueron algunos de los circunstantes los que respondieron que quería, venía en ello y seguía su voluntad. A los que sostienen y patrocinan aquel prodigio les sirve de gran defensa la incomparable dicha de Roma, que no se concibe cómo de tan pequeños y humildes principios había de haber llegado a tanta gloria y poder sin el amparo continuo y la frecuente aparición de Dios. También hacen al mismo propósito muchas cosas que se cuentan por el propio tenor, como haber sudado muchas veces algunas estatuas; que se les ha oído respirar, que han repugnado unas cosas o consentido otras, de lo que muchos de los antiguos nos han dejado diferentes testimonios; y en nuestro tiempo hemos oído también otros muchos sucesos admirables, que no fácilmente pueden mirarse con desdén. Pero tanto en el dar demasiado crédito a estas cosas, como en el negárselo del todo, puede haber peligro, por la humana flaqueza, que no se sabe hasta dónde llega, ni puede dominarse a sí misma, sino que o cae en la superstición y vana confianza, o da en el absoluto olvido y menosprecio de los Dioses; así, lo mejor es siempre irse con tiento y guardarse de los extremos.
VII.- Camilo, entonces, bien fuese por lo grande del hecho de haber tomado al año décimo del sitio una ciudad rival de la misma Roma, o bien porque se lo hubiesen inspirado los que le aplaudían y celebraban, manifestó un orgullo demasiado incómodo para lo que era aquel género de gobierno, porque el triunfo fue muy ostentoso, y lo hizo con cuatro caballos blancos, entrando así por Roma; cosa jamás vista en otro caudillo ni antes ni después; porque esta especie de tiro lo tienen por sagrado, únicamente atribuido al rey y padre de los Dioses. Desde entonces era difamado entre los ciudadanos, no acostumbrados a sufrir altanerías, y concurrió también para ello otra causa, que fue haberse opuesto a la ley sobre división de los ciudadanos; porque los tribunos habían propuesto que el pueblo y el Senado se dividieran en dos partes, quedándose allí los unos, y pasando los otros, a quienes tocara la suerte, a la ciudad cautiva; con lo que vivirían más cómodamente, conservando a dos hermosas y grandes ciudades su territorio y su bienestar. La plebe, que era numerosa y pobre, la admitía y rodeaba con tumulto la tribuna, pidiendo que se votase; pero el Senado y los principales entre los otros ciudadanos, creídos de que los tribunos más bien proponían la destrucción que la distribución de Roma, e incomodados con esta idea, se acogieron a Camilo. No se atrevió éste a hacer frente a semejante disputa, y lo que hizo fue buscar pretextos y dilaciones, con las que se eludió siempre aquella ley; y con este proceder se había hecho odioso. Mas, la principal y más conocida causa de su indisposición con la muchedumbre fue la décima de los despojos, de la cual tomaron para aquella los más una ocasión, si no del todo justa, tampoco enteramente fuera de razón; porque cuando se dirigía a Veyos ofreció consagrar a Apolo la décima si tomaba la ciudad; pero tomada ésta, y hecho el saqueo, o por temor de chocar con los ciudadanos, o porque entre los muchos negocios se le hubiese olvidado, ello es que los dejó en la deuda de aquel voto. Después, cuando ya había salido del mando, dio cuenta de él en el Senado, y los augures habían manifestado que las víctimas denunciaban una ira de los Dioses, que pedía expiaciones y propiciaciones.
VIII.- Decretó el Senado el cumplimiento; mas no pudiendo deshacerse la distribución, se tomó el partido de que se obligara cada uno con juramento a volver la décima de lo que le había tocado; con lo que hubo grande y violenta incomodidad entre los soldados, gente pobre, y que sufría mucho en tener que volver tanta parte de lo que ya tenía tomado y acaso consumido. Turbado Camilo con este incidente, a falta de mejor excusa, recurrió a la más increíble, que fue la de confesar que se le había olvidado el voto: así aquellos se exasperaban más, diciendo que habiendo ofrecido entonces diezmar lo que era de los enemigos, ahora gravaba con este diezmo a los ciudadanos. Con todo, fue volviendo cada uno la parte que le correspondía, y se tuvo por conveniente hacer de todo, una gran taza de oro y enviarla a Delfos. Escaseaba entonces el oro en Roma, y estando en apuro los magistrados para ver de dónde podrían recogerle, las matronas, de propio movimiento, consultando entre sí, presentaron para la ofrenda cuanto oro tenía cada una para su adorno; habiéndose allegado por este medio hasta el peso de ocho talentos. El Senado, deseando dispensarles el honor correspondiente, decretó que después de su muerte se hiciese elogio fúnebre a las matronas como a los hombres; porque antes no había costumbre de que a las mujeres a su muerte se las elogiase en público. Nombraron para este mensaje o teoría a tres varones de los más principales, y armando una gran nave, tripulada y provista convenientemente, los mandaron en ella. Aunque era invierno, había seguridad; y con todo les sucedió que estuvieron muy a pique de perecer, y por un modo muy inesperado se salvaron del peligro, porque fueron navegando en persecución de ellos por las Islas Eólides unas galeras liparenses, en ocasión de faltarles el viento, reputándolos corsarios. Ellos les rogaban y alargaban las manos, con lo que evitaron el abordaje; pero con todo, aquellos se apoderaron de la nave, y conduciéndola al puerto, publicaron los efectos y las personas, como si fueran realmente de piratas, y apenas desistieron a la sola persuasión de Timasiteo, su jefe, varón señalado en virtud y en poder; el cual puso también en el mar naves propias para acompañarlos, y concurrió así a la dedicación de la ofrenda; por lo que en Roma se le tributaron los honores que era debido.
IX.- Volvieron los tribunos de la plebe a suscitar la ley de la repoblación; pero sobrevino a tiempo la guerra contra los Faliscos, y dio comodidad a los patricios para celebrar los comicios a medida de su deseo. Designaron, pues, a Camilo para tribuno militar con otros cinco, por creer que los negocios pedían un general que a la dignidad y la gloria reuniese la experiencia. Sancionado así por el pueblo, y encargado Camilo del mando, se dirigió al país de los Faliscos, y puso sitio a Falerios, ciudad fortificada y bien pertrechada de todo lo necesario para la guerra, no porque la empresa de tomarla le pareciese fácil y de poco tiempo, sino con la mira de quebrantar y tener distraídos a los ciudadanos, para que no les quedara vagar, detenidos en casa, de revolver y alborotar; remedio de que siempre solían usar con fruto, echando fu como los médicos, los humores perturbadores del gobierno.
X.- Tan en poco tenían los Falerios el sitio, creyéndose defendidos por todas partes, que fuera de los que hacían guardia en la muralla, todos los demás discurrían adornados por la ciudad, y los niños, yendo a la escuela, salían con el maestro hacia la muralla a pasear y ejercitarse: porque, al modo de los Griegos, mantenían también los Falerios un maestro público, queriendo que los niños desde luego se acostumbraran a criarse y acompañarse unos con otros. Pues este maestro se propuso hacer traición a los Falerios por medio de sus hijos; para lo cual los sacaba cada día al abrigo de la muralla, al principio muy cerca, y luego, después de haberse ejercitado, se volvían a entrar. Adelantando desde entonces poco a poco, los acostumbró a estar confiados, como que no había motivo de recelo, hasta que, por fin, en una ocasión en que estaban todos reunidos, los llevó hasta las avanzadas de los Romanos, y se los entregó, previniendo que le condujesen a presencia de Camilo. Conducido y puesto ante él, le dijo que era maestro y preceptor, pero que prefiriendo el deseo de hacerle obsequio a las obligaciones de justicia en que estaba, venía a entregarle la ciudad en aquellos niños. Hecho atroz le pareció éste a Camilo, y vuelto a los circunstantes: “¡Qué cosa tan terrible la guerra! - les dijo-: pues es forzoso hacerla por medio de muchas injusticias y violencias; pero, con todo, para los varones rectos tiene también sus leyes la guerra, y no se ha de tener en tanto la victoria que debe buscarse por medio de acciones perversas e impías; pues el gran general más ha de mandar fiado en la virtud propia que en la maldad ajena”. Y entonces mandó a los lictores que despojasen al maestro de sus vestidos y le atasen las manos atrás, y que a los niños les diesen varas y látigos, para que, hiriéndole y lastimándole, lo llevasen así a la ciudad. Acababan los de Falerios de tener conocimiento de la traición del maestro, y cuando la ciudad estaba entregada a la aflicción, que era indispensable en semejante calamidad, corriendo aun los hombres más señalados y las mujeres a las murallas y a las puertas sin ninguna reflexión, llegaron los niños castigando al maestro, desnudo y atado como estaba, y proclamando a Camilo por su salvador, su dios y su padre; espectáculo que no sólo en los padres de los niños, sino en todos los demás ciudadanos, engendró grande admiración y deseo de la justicia de Camilo. Corriendo, pues, a celebrar junta, le enviaron embajadores, entregándolo todo a su disposición; y él los despachó a Roma. Presentados al Senado, dijeron que los Romanos, con anteponer la justicia a la victoria les habían enseñado a tener en más tal vencimiento que la libertad, pues reconocían que no tanto les eran inferiores en poder como en virtud. Como el Senado volviese a poner en manos de Camilo la determinación y arreglo de aquel asunto, con recibir alguna suma de los Falerios, y hacer paz y amistad con todos los Faliscos, retiró el ejército.
XI.- Los soldados, que habían esperado saquear a Falerios, cuando regresaron a casa con las manos vacías, acusaban a Camilo de desafecto al pueblo, y nada inclinado a favorecer a los pobres. Otra vez repitieron los tribunos de la plebe la ley de la repoblación; y pidiendo que el pueblo pasara a votar, Camilo no se detuvo en enemistades, ni usó de disimulos, sino que a las claras contuvo a la muchedumbre y logró sí que voluntariamente diera su voto contra la ley, pero no por eso dejó de atraerse su enojo; tanto que, ocurriéndole motivos domésticos de pesadumbre, por haber perdido de enfermedad al uno de sus hijos, nada se disminuyó el encono por la compasión, a pesar de que, por ser de condición dulce y bondadosa, llevó con mucho dolor esta pérdida, y de que, hallándose citado por esta causa, se quedó en casa por el duelo, encerrado con las mujeres.
XII.- Era su acusador Lucio Apuleyo, y el delito, haberse apropiado los despojos etruscos, diciéndose que se veían en su casa ciertas puertas de bronce. El pueblo estaba muy irritado, y era indudable que bajo cualquier pretexto iba a dar sentencia contra él. Congregando, pues, a sus amigos, sus compañeros de armas y sus colegas de mando, que eran en gran número, les hizo la súplica de que no le abandonasen viéndole molestado con injustas acusaciones y hecho el juguete de sus enemigos. Cuando vio que los amigos, habido consejo y deliberación entre sí, le dieron por respuesta que en su causa ningún auxilio, podían prestarle, y, sólo si se le impusiese alguna multa la pagarían, no pudiendo aguantar más, determinó, en aquel acaloramiento de la ira, retirarse y huir de la ciudad. Saludando, pues, a su mujer y a su hijo, se dirigió por la ciudad con gran silencio a la puerta; allí se paró, y vuelto hacia aquella, levantando las manos al Capitolio, hizo a los Dioses la plegaria de que si no era justa su difamación y su ruina, sino efecto solamente del encono y de la envidia, tuvieran que arrepentirse pronto de ella los Romanos, y viera todo el mundo que echaban menos y sentían la ausencia de Camilo.
XIII.- Al modo, pues, de Aquiles, haciendo imprecaciones contra sus ciudadanos y desterrándose, dejó desierta su causa, estimada en quince mil ases, en los que fue condenado, que, traído el cómputo a plata, venían a ser mil y quinientas dracmas, porque el as era de plata, y el décuplo en cobre se llamaba denario. Entre los Romanos no hay nadie que no esté en la inteligencia de que a aquella plegaria de Camilo se siguió al instante la pena, y que luego recibió, en cambio de la injusticia que se le hizo, una satisfacción, no dulce ciertamente, sino tan dura como famosa y celebrada. ¡Tal castigo vino sobre Roma, y tal ocasión se presentó para ella de peligro y de vergüenza, bien lo hiciese así la suerte, o bien sea que hay algún dios que no consiente que los hombres sean ingratos contra la virtud!
XIV.- La primera señal que hubo de que amenazaba algún gran mal fue la muerte del censor Julio, porque los Romanos respetan mucho esta autoridad, y la miran como sagrada. Fue la segunda, que antes del destierro de Camilo un hombre, no de los ilustres ni de los senadores, pero sí tenido por de probidad y rectitud, llamado Marco Cedicio, dio cuenta a los magistrados de una cosa muy digna de atención. Dijo que en la noche precedente iba por la calle que decían Nueva, y sintiendo que le llamaban con una gran voz, se volvió a ver lo que era, y aunque no vio a nadie, oyó una voz más que humana, que le dijo: “Oye, Marco Cedicio, ve de mañana y anuncia a los magistrados que se dispongan a recibir dentro de poco a los Galos”. Los tribunos militares, al oírlo hicieron burla y juego de ello; poco después ocurrió el voluntario destierro de Camilo.
XV.- Eran los Galos de origen céltico, y se dice que dejando por su gran número el país patrio, porque no bastaba a alimentarlos a todos, se habían encaminado en busca de otro; que eran ya muchos los millares de los jóvenes y hombres de guerra, y llevaban mucho mayor número todavía de niños y mujeres; que de ellos unos se dirigieron hacia el Océano Boreal, más allá de los Montes Rifeos, poseyendo los últimos términos de Europa, y otros hicieron su asiento entre los Montes Pirineos y los Alpes, habitando por largo tiempo cerca de los Senones y Celtorios, y que habiendo llegado, aunque tarde, a probar el vino, traído entonces por la primera vez de Italia, de tal manera se maravillaron de aquella bebida, y hasta tal punto los sacó a todos de juicio su dulzura, que, tomando las armas, y llevando consigo a sus padres, corrieron arrebatadamente a los Alpes, en busca de la tierra que tal fruto producía, teniendo todos los demás países por estériles y silvestres. El que introdujo el vino entre ellos, y fue quien primero los impelió hacia la Italia, es fama haber sido el tirreno Arrón, hombre distinguido, y no de mala índole, a quien sucedió la desgracia que voy a referir. Era tutor de un mocito huérfano, de los primeros en el país por su riqueza, y muy celebrado por su hermosura, llamado Lucumón, el cual desde niño había habitado con aquel, y ya más crecido no había dejado la casa, antes daba a entender que gustoso permanecía al lado del tutor. Estuvo, por tanto, largo tiempo oculto que se había prendado de su mujer, y ésta de él, pero encendida ya demasiado la pasión en uno y otro, de modo que ni podían contenerse en sus apetitos, ni éstos estar ocultos por más tiempo, el joven intentó apoderarse abiertamente de aquella mujer, llevándosela robada. El marido sobre esto le movió causa; pero como fuese vencido de Lucumón por sus muchos amigos, su gran riqueza y lo mucho que expendió, abandonó su país, y noticioso de lo que era la nación de los Galos, se pasó a ellos, y fue su caudillo en esta expedición de Italia.
XVI.- Invadiéndola, pues, prontamente se apoderaron de todo el país, que se extiende a entrambos mares, y en lo antiguo lo poseyeron los Tirrenos, como los nombres mismos nos lo testifican; porque al mar del norte lo llaman Adriático, de la ciudad tirrena del propio nombre, y al que se inclina al austro, Mar Tirreno. Toda ella es la región poblada de árboles, abundante en pastos para el ganado, y regada de ríos: contenía entonces diez y ocho ciudades grandes y hermosas, muy bien dispuestas para la granjería y para las comodidades de la vida. Los Galos se apoderaron de ellas, arrojando a los Tirrenos; pero todo esto había sucedido mucho tiempo antes.
XVII.- A la sazón, acampados los Galos delante de la ciudad tirrena Clusio, le tenían puesto sitio, y los Clusinos, acogiéndose a los Romanos, les pidieron que por su gobierno se enviaran embajadores y cartas a los bárbaros. Enviáronse tres de la familia de los Fabios, varones muy recomendables y que servían los principales cargos en la ciudad. Recibiéronlos los Galos con mucha humanidad por la nombradía de Roma, y suspendiendo el batir los muros, les dieron audiencia. Preguntándoles, pues, los embajadores qué mal les habían hecho los Clusinos para venir así contra ellos, echándose a reír el rey, que se llamaba Breno: “Nos injurian dijo- los Clusinos, cuando es muy poco el terreno que pueden cultivar, con desear poseerlo en gran extensión, y no cedérnoslo a nosotros, que somos forasteros, muchos en número, y lo habemos menester. De este mismo modo ¡oh Romanos! os injuriaron a vosotros en tiempos pasados los Albanos, Fidenates, Ardeates y, ahora últimamente, los Veyentes y Capenates, y muchos de los Faliscos y los Volscos; contra los que movéis vuestras armas, y si no os ceden parte de sus bienes, los esclavizáis, los saqueáis y derribáis sus ciudades; en lo que no hacéis nada que sea reprobable o injusto, sino que seguís en ello la más antigua de las leyes, que da a los más poderosos los bienes de los más débiles, empezando por el mismo Dios y finalizando en las fieras, pues aun entre éstas es impulso de la naturaleza que las de más fuerza hagan ceder a las más débiles. Dejáos, pues, de compadecer en su cerco a los Clusinos, - no enseñéis a los Galos a hacerse humanos y compasivos en favor de aquellos a quienes injurian los Romanos”. Conocieron por este razonamiento los Romanos que Breno no era hombre a quien pudiera reducirse, e introduciéndose en Clusio, animaron e incitaron a aquellos ciudadanos a que saliesen con ellos contra los bárbaros, bien quisiesen enterarse del valor y pujanza de estos o bien hacer muestra de la suya. Verificada la salida de los Clusinos y trabada batalla al pie de los muros, uno de los Fabios, Quinto Ambusto, que tenía caballo, salió al encuentro de un galo robusto y arrogante que se había adelantado mucho a los demás; sin ser aquel conocido al principio porque la audiencia había sido breve, y las armas muy brillantes que llevaba no dejaban que se le viese el rostro. Mas después que quedó vencedor, al ir a despojar al Galo, reconociéndole Breno, puso por testigos a los Dioses de que, contra lo que es reconocido por santo y justo entre todos los hombres, había venido de embajador y tomaba parte en la guerra; por tanto, haciendo cesar al punto el combate, no hizo ya cuenta de los Clusinos, y movió el ejército contra Roma. Mas con todo, no queriendo que se hiciese juicio de que se holgaban con aquella injusticia, y que no deseaban más que un pretexto, envió a pedir que se le entregara aquel Romano, para tomar en él satisfacción, y entretanto marchaba lentamente.
XVIII.- En Roma, congregado que fue el Senado, se levantaron varios otros acusadores contra Fabio, y principalmente entre los Sacerdotes los Feciales alzaban el grito, y pedían que el Senado hiciese recaer la abominación de lo que se había hecho sobre el único que había sido causa de ello, para que así quedasen libres los demás. Estos Feciales los estableció Numa, el más dulce y justo de todos los reyes, para que fuesen árbitros y moderadores acerca de las causas por las que puede hacerse la guerra sin temor de injusticia. El Senado se descartó del asunto, dando cuenta al pueblo, y aunque los Feciales repitieron sus acusaciones, hasta tal punto la muchedumbre se rió y burló de los derechos religiosos, que nombró tribuno militar al mismo Fabio, juntamente con sus hermanos. Los Celtas, que lo llegaron a entender, se incomodaron mucho, y ya no pusieron retardo a su diligencia, sino que marcharon aceleradamente; y a los pueblos que estaban al paso, y que, asombrados de su número, de lo brillante de sus preparativos, de su violencia y de su furia, daban por perdido todo su país y temían la destrucción de sus ciudades, en nada los ofendieron, contra lo que esperaban, ni les tomaron lo más mínimo de sus campos, sino que, pasando junto a sus ciudades, proclamaban que sólo marchaban contra Roma, y a solos los Romanos hacían la guerra, teniendo por amigos a todos los demás. Viendo esta precipitación de los bárbaros, sacaron los tribunos al combate las huestes romanas, las cuales no eran en el número muy inferiores, componiéndose por lo menos de cuarenta mil infantes; pero la más era gente bisoña, y que entonces por la primera vez tomaba las armas. Miraron también entonces con desdén los ritos de la religión, no habiendo hecho los acostumbrados sacrificios, ni habiendo consultado a los agoreros antes de entrar en el peligro y en la pelea. No fue de menos inconveniente para lo que sucedió la muchedumbre de caudillos; pues antes para menores casos muchas veces habían dado la autoridad a uno solo, al que llaman dictador, no ignorando cuánto conduce para el orden en momentos de gran riesgo que no haya más que una voluntad, a la que todos obedezcan, y en cuya mano resida el poder de castigar. Fue asimismo de gran daño para los negocios el mal tratamiento que experimentó Camilo, por cuanto hizo temible el mandar sin contemplación ni adulaciones. Habiendo, pues, hecho marcha de unos noventa estadios, se acamparon junto al río Alias, que no lejos de los reales desagua en el Tíber. Cargando allí sobre ellos de improviso los bárbaros, pelearon flojamente por su falta de orden, y dieron a huir; y lo que es el ala izquierda enteramente la destrozaron los bárbaros, impeliéndola hacia el río; el ala derecha, evitando el ímpetu que sufría en el llano, con retirarse a las alturas, no fue tan mal tratada, y la mayor parte huyeron a la ciudad. De los demás, los que por haberse cansado de matar los bárbaros se salvaron tuvieron por la noche su refugio en Veyos, como si ya Roma hubiese perecido o todos los ciudadanos hubiesen muerto.
XIX.- Dióse esta batalla a la entrada del estío, en el plenilunio, en el mismo día en que antes había acontecido el lastimoso suceso de los Fabios; porque trescientos de esta familia fueron muertos por los Tirrenos. Después de esta segunda derrota, aquel día se ha quedado con el nombre de la Aliada, a causa del río. Acerca de los días aciagos, si se han de tener en algunos por tales o no, y si Heráclito reprende con razón a Hesíodo por haber llamado a unos buenos y a otros malos, no haciéndose cargo de que la naturaleza de todos los días es una misma, tratamos más oportunamente en otro lugar. Con todo, quizá no cuadrará mal con lo que dejamos escrito el que hagamos aquí mención de algunos ejemplos. Los Beocios, en primer lugar, en el mes Hipodromio, que los Atenienses llaman Hecatombeón, en el día 5, tuvieron la suerte de conseguir dos señaladas victorias, que dieron la libertad a los Griegos: una, la de Leuctras, y otra, la de Quereso, más de doscientos años antes, en que vencieron a Latamia y a los Tesalios. Los Persas, en el mes de Boedromión, el día 6, fueron vencidos por los Griegos en Maratón; el día 3, en Platea y en Mícale, a un mismo tiempo, y el día 26, en Arbelas. Los Atenienses ganaron la batalla naval de Naxo, en que estuvo de general Cabrias, en el plenilunio del mes Boedromión, y hacia el 20, la de Salamina, como lo hemos demostrado en el Tratado de los días. Puede también tenerse por conocidamente desgraciado para los bárbaros el mes Targelión; porque en Targelión venció Alejandro en el Gránico a los generales del rey; el 24 de Targelión fueron los Cartagineses derrotados por Timoleón, y hacia el mismo día parece que fue tomada Troya, según relación de Éforo, de Calístenes, de Damastes y de Filarco. A la inversa, el mes Metagitnión, que los Beocios llaman Panemo, no ha sido muy favorable a los Griegos, porque el 7 de este mes, vencidos en Cranón por Antípatro, fueron deshechos del todo, antes habían tenido también mala suerte peleando en Queronea con Filipo, y en el mismo día de Metagitnión, del propio año, el ejército de Arquídamo, habiendo pasado a Italia, fue allí desbaratado por los bárbaros. Los Cartagineses, el día 22 del mismo mes le miran siempre como el que les ha traído sus más frecuentes y mayores desgracias. No ignoro que en el día de los misterios fue Tebas asolada por Alejandro, y que los Atenienses recibieron guarnición de los Macedonios el día 20 de Boedromión, el mismo en que celebran la gran fiesta de Baco. Del mismo modo, los Romanos, en un mismo día, primero perdieron su campamento en la guerra con los Cimbros, bajo el mando de Cepión, y después, mandando Luculo, vencieron a los Armenios y a Tigranes. El rey Átalo y Pompeyo Magno murieron en su mismo día natal, y, en general, pueden darse pruebas de que unos mismos sujetos han experimentado de todo en los mismos períodos. Mas, para los Romanos este sólo es día nefasto y aciago, y por él otros dos en cada mes, adelantando siempre con los sucesos el recelo y la superstición, como es costumbre; pero de estas cosas tratamos con más diligencia en nuestra Memoria sobre las causas de las cosas romanas.
XX.- Después de aquella batalla, si los Galos hubieran seguido inmediatamente el alcance a los que huían, Roma hubiera sido destruida totalmente sin estorbo, y todos cuantos en ella se encontraban hubiera sin disputa perecido: ¡tanto era el terror que los fugitivos habían inspirado a los que quedaron, y de tal modo todos se habían llenado de consternación y aturdimiento! Mas entonces los bárbaros, acabando de creer lo grande de su victoria, y embargados con el gozo y con el repartimiento de la gran presa que habían encontrado en los reales, dieron facilidad para la fuga a la muchedumbre que abandonaba la ciudad, y a los que se quedaban, para concebir esperanzas y apercibirse. Dando, pues, por perdido lo demás de la ciudad, fortificaron el Capitolio con armas arrojadizas y un vallado. Lo primero fue trasladar algunas cosas sagradas al Capitolio; pero el fuego de Vesta, con otras cosas también sagradas, lo arrebataron las vírgenes, y huyeron; aunque algunos son de sentir que, fuera del fuego inextinguible, ninguna otra cosa estaba al cuidado de estas vírgenes, establecidas por Numa para que aquel fuera venerado como el principio de todas las cosas, porque es lo más movible de cuanto la naturaleza encierra, y la generación de todo o es movimiento o al movimiento se debe, y las demás partes de la materia, faltándoles el calor, ociosas y como muertas, desean como alma la virtud del fuego, y apenas la reciben, se ponen en disposición de hacer o padecer. Por esto Numa, hombre hábil y de quien por su sabiduría corría voz de que conversaba con las Musas, ordenó que se le tuviera por sagrado, y se conservara puro como la imagen del poder eterno que todo lo gobierna. Otros dicen que, como entre los Griegos, el fuego sirve de purificación antes de los sacrificios, y que todas las demás cosas que se guardan dentro son invisibles para todos los demás, fuera de estas vírgenes que se llaman Vestales. Tuvo también mucho valimiento la opinión de que se guardaba allí aquel Paladión troyano, traído por Eneas a Italia. Algunos dicen que son los dioses de Samotracia, y refieren que Dárdano, llevándolos a Troya, los consagró y dedicó al fundar la ciudad, y que Eneas, reservándole al tiempo de la toma de ésta, los salvó hasta su establecimiento en Italia. Otros, aparentando saber algo más acerca de estas cosas, dicen que hay allí dos grandes tinajas, la una destapada y vacía, y la otra llena y sellada, y que ambas sólo son visibles a estas sagradas vírgenes. Todavía hay otros que opinan andar aquellos errados, y que su equivocación nace de que las vírgenes pusieron entonces en dos tinajas la mayor parte de las cosas sagradas, y las escondieron debajo de tierra junto al templo de Quirino, y que aquel sitio aún conserva el nombre que tomó de las tinajas.
XXI.- Cargando, pues, aquellas con las más principales y preciosas de las cosas sagradas, huyeron, retirándose al otro lado del río. Por allí también, entre los que huían, iba Lucio Albino, uno de la plebe, llevando en un carro sus hijos, todavía niños, su mujer y las cosas más precisas, y cuando vio a las vírgenes que llevaban en el seno las cosas sagradas, yendo a pie, y sin nadie que las sirviese, inmediatamente bajó del carro a su mujer, los hijos y los muebles, y lo entregó a aquellas para que se subiesen en él y se retiraran a alguna de las ciudades de la Grecia. Habiendo, pues, dado Albino tal prueba de su religión y piedad hacia los Dioses en momentos de tanto riesgo, no sería razón que le pasáramos en silencio. Los sacerdotes de los demás Dioses, y los hombres ancianos señalados por sus consulados y sus triunfos, no teniendo corazón para dejar la ciudad, se vistieron las ropas sagradas y de ceremonia, y precedidos del Pontífice Máximo, Fabio, hicieron plegarias a los Dioses, consagrándose en víctimas de expiación por la patria; y así adornados se sentaron en medio de la plaza, en sus sillas de marfil, aguardando la suerte que les amenazaba.
XXII.- Al tercer día después de la batalla se presentó Breno con todo su ejército delante de la ciudad, y encontrando abiertas las puertas, y las murallas sin guardia ninguna, al principio receló no fuese alguna celada o añagaza, no pudiendo creer que enteramente hubiesen desmayado así los Romanos; pero después que se informó de lo que había en realidad, entrando por la Puerta Colina, tomó la ciudad, a los trescientos y sesenta años y poco más después de su fundación, si hemos de creer que pudo salvarse la exactitud en la razón de los tiempos, en la cual aun para sucesos más modernos indujo confusión aquel trastorno. De este infortunio y de esta pérdida parece que se difundió al punto un rumor oscuro por toda la Grecia, pues Heraclides Póntico, que poco más o menos vivió por aquella edad, en su libro Del alma dice que desde occidente vino la noticia de que un ejército de los Hiperbóreos, que vino de la parte de afuera, se apoderaba de la ciudad griega-romana, fundada allí sobre el Gran Mar. Yo no extrañaría que un hombre aficionado a fábulas e invenciones como Heraclides, a la relación verdadera de la toma de la ciudad hubiera añadido de suyo lo de los Hiperbóreos y lo del Gran Mar. El filósofo Aristóteles no tiene duda que oyó con exactitud lo de la ocupación de la ciudad por los Celtas; pero dice que el que la salvó fue Lucio, y Camilo no se llamaba Lucio, sino Marco; mas, para aquello no me fundo sino en conjeturas. Apoderado Breno de Roma, dejó guardia ante el Capitolio, y bajando él a la plaza, se quedó asombrado de ver aquellos hombres sentados con aquel adorno y tan silenciosos, y, sobre todo, de que marchando hacia ellos los enemigos, no se levantaron ni mudaron semblante de color, sino que se estuvieron quedos reclinados sobre los escipiones o báculos que llevaban, mirándose unos a otros tranquilamente. Era, pues, éste para los Galos un espectáculo extraño; así largo rato estuvieron dudosos sin osar acercarse, ni pasar adelante, teniéndolos por hombres de otra especie superior; pero después que uno de ellos, más resuelto, se atrevió a acercarse a Manio Papirio, y alargando la mano le cogió y mesó la barba, que la tenía muy larga, y Papirio, con el báculo, le sacudió e hirió en la cabeza, sacando el bárbaro su espada, lo dejó allí muerto. En seguida, cargando sobre todos los demás, les dieron muerte, ejecutando lo mismo con todos cuantos iban encontrando, y saquearon las casas, gastando muchos días en recoger y llevar los despojos; luego, las incendiaron y asolaron, irritados con los que defendían el Capitolio, porque habiéndoles hablado no se dieron por entendidos, y a los que se habían acercado los habían herido defendiéndose desde el vallado; por esta causa arruinaron la ciudad, y dieron muerte a cuantos cayeron en sus manos, así mujeres como hombres, y niños como ancianos.
XXIII.- El sitio se fue prolongando, y la falta de víveres apremiaba a los Galos; por tanto, haciendo divisiones, unos se quedaron con el rey manteniendo el cerco del Capitolio, y otros andaban merodeando por toda la comarca, no juntos tampoco, sino en partidas por diferentes parajes, no reparando en andar esparcidos, porque sus victorias los traían engreídos sin haber nada que temiesen. La división mayor y más ordenada discurría por las cercanías de la ciudad de Ardea, donde residía Camilo, desocupado de todo negocio después de su destierro, llevando la vida de un particular; con todo, no gustándole el estar escondido y el huir de los enemigos, tomaba lenguas y esperanzas, por si podía presentársele ocasión de escarmentarlos. Por tanto, viendo que los Ardeates en número eran bastantes, y sólo les faltaba la resolución por no estar ejercitados y por la impericia y flojedad de sus caudillos, empezó por hacer conversación con los jóvenes sobre que la desgracia de los Romanos no debía llamarse fortaleza de los Galos, ni el mal que por su falta de prudencia les había sobrevenido a aquellos debía reputarse obra de los que nada habían puesto para vencer, sino demostración de su buena suerte; así que sería loable rechazar aquella guerra bárbara y extranjera, cuyo fin, en venciendo, a la manera del fuego, era destruir lo que invadía, aun cuando para ello fuera necesario pasar por grandes peligros; cuanto más que, mientras los enemigos andaban tan seguros y confiados, él los pondría en ocasión de alcanzar de ellos una victoria exenta de todo riesgo. Viendo que estos discursos prendían en los jóvenes, se dirigió ya Camilo a los magistrados y prohombres de los Ardeates, y cuando logró convencer también a éstos, armó a todos los que estaban en edad proporcionada, y los contuvo dentro de las murallas, procurando no lo entendieran los enemigos, que andaban cerca. Ellos, en tanto, habiendo recorrido con su caballería todo el país, haciéndose insufribles por las muchas presas de toda especie que habían tomado, establecieron en aquella inmediación sus reales con el mayor descuido y menosprecio; y la noche los cogía cargados de vino, siendo grande el silencio que reinaba en su campo. Enterado de todo Camilo por sus espías, sacó de la ciudad sus Ardeates, y andando en las mayores tinieblas de la noche el camino que mediaba, llegado a los reales hizo mover grande gritería, con la que y las trompetas indujo gran turbación en unos hombres embriagados, que con dificultad volvían del sueño, aun en medio de tanto alboroto; así fueron muy pocos los que, pudiendo despertarse y prevenirse para hacer frente a los de Camilo, murieron defendiéndose; a todos los demás los cogieron oprimidos del sueño y del vino, y sin que tomasen las armas les dieron muerte. A los que aquella noche, que no eran muchos, se habían escapado del campamento, persiguiéndolos al día siguiente, esparcidos como estaban por todo el país, los exterminó la caballería.
XXIV.- La fama difundió luego este suceso por las demás ciudades, y excitó a muchos de los que estaban en edad de llevar armas, y, sobre todo, a los muchos Romanos que, habiendo huido de la batalla del Alias, se hallaban en Veyos, y que se lamentaban entre sí de que el mal Genio de Roma, privándola de semejante caudillo, hubiese ido a ilustrar con los triunfos de Camilo a la ciudad de Ardea, mientras que la que le había dado el ser y lo había criado estaba destruida y aniquilada. “Nosotros- decían-, por falta de caudillo, acogidos a unos muros ajenos, nos estamos aquí sentados mirando la ruina de la Italia; ¡ea, pues, enviemos quien les pida a los Ardeates su general, o tomando las armas dirijámonos a él mismo, pues que ni él es desterrado ni nosotros ciudadanos, no existiendo para nosotros la patria mientras esté dominada de los enemigos!” Habida esta deliberación, hicieron mensaje a Camilo, pidiéndole que tomase el mando; mas, él respondió que no lo haría sin que los ciudadanos refugiados al Capitolio lo decretasen, según ley, porque en ello debía entenderse- que se había salvado la patria; por tanto, que si lo mandaban, obedecería con gusto; pero contra su voluntad en nada se entrometería; no pudieron, pues, menos de admirar la prudencia y rectitud de Camilo. Mas, faltaba el medio de que esto llegase a los del Capitolio, y, sobre todo, parecía imposible que pudiera llegar hasta la ciudadela un mensajero, estando apoderados de la ciudad los enemigos.
XXV.- Había entre los jóvenes un Poncio Cominio, de los medianos en linaje, pero codicioso de honra y de gloria; éste se ofreció voluntario para la empresa, pero no quiso llevar cartas para los del Capitolio no fuese que, cayendo él en manos de los enemigos, se informaran por ellas de los intentos de Camilo. Llevando, pues, un vestido pobre, y bajo él unos corchos, la primera parte del camino la anduvo por el día sin recelo; pero llegado cerca de la ciudad a la hora en que ya había oscurecido, viendo que no había cómo pasar el puente, porque lo guardaban los bárbaros, echándose a la cabeza la ropa, que no era mucha ni pesada, y apoyando el cuerpo en los corchos, con lo que le aligeró para hacer la travesía, aportó así a la ciudad. Luego, evitando los cuerpos de guardia, cuyos puestos conjeturaba por la conversación y por el ruido, se encaminó a la Puerta Carmental, donde había más quietud; y donde junto a ella la altura del Capitolio es más pendiente, y hay una roca escarpada que le rodea, por allí subió oculto, y llegó hasta donde estaban los que guardaban el vallado, no sin gran dificultad, y por la parte más abrupta. Saludándolos, pues, y diciéndoles su nombre, le recibieron y le condujeron ante los magistrados romanos. Congregóse al punto el Senado, y, presentándose en él, refirió la victoria de Camilo, de que antes no tenían noticia, y expuso lo que los soldados tenían tratado, exhortándolos a que confirmasen el mando a Camilo, como que a él sólo obedecerían los ciudadanos que se hallaban fuera. Oyéronle, y puestos a deliberar, nombraron dictador a Camilo, y despacharon a Poncio, que, con la misma buena suerte, se volvió por el propio camino, porque no fue percibido de los enemigos, y dio cuenta a los ciudadanos de afuera de lo resuelto por el Senado.
XXVI.- Recibiéronle aquellos con sumo placer, y pasando allá Camilo, reunió ya unos veinte mil hombres de tropas, y muchos más de los aliados, con los que se disponía a dar combate. De este modo fue nombrado dictador Camilo la segunda vez. En Roma, algunos de los bárbaros, pasando casualmente por aquella parte, por donde Poncio subió por la noche al Capitolio, y advirtiendo en muchos puntos vestigios de los pies y de las manos, según que se hacía y tenía que tomar vueltas, y por muchos puntos también arrancadas las matas que nacen en los derrumbaderos y hundido el terreno, dieron de ello parte al rey. Yendo éste a verlo, calló por entonces, pero a la tarde, juntando a los más ágiles de cuerpo entre los Celtas, y más hechos a trepar por los montes: “Los enemigos- les dijo- nos han enseñado que el camino por donde a ellos se sube, y que nosotros no sabíamos, no es ni invencible ni inaccesible a los hombres. Vergüenza sería que teniendo tanto adelantado, al fin lo echáramos a perder, y abandonáramos como inconquistable un lugar que los mismos enemigos nos han enseñado por dónde ha de tomarse; porque por donde a uno le es fácil ir, no ha de ser difícil a muchos uno a uno, y aun tienen la ventaja de que pueden entre si darse fuerza y ayudarse; y a cada uno se le darán los premios y honores correspondientes”.
XXVII.- Dicho esto por el rey, se ofrecieron los Galos con ánimo pronto; y subiendo muchos juntos a la media noche, treparon por la piedra con mucho silencio, colgados por aquellos sitios tajados y escabrosos, que se les hacían más accesibles y practicables de lo que habían esperado; tanto, que los primeros ya tocaban la cumbre, y se iban preparando, porque casi nada les faltaba, para acometer a las guardias que se habían dormido, pues no habían sido sentidos ni de hombre ni de perro alguno. Mas, había unos ánsares sagrados en el templo de Juno, alimentados largamente en otro tiempo, pero tratados entonces con descuido y escasez, por la falta de víveres que los sitiados mismos padecían. Son estos animales, por su naturaleza, de oído agudo y muy prontos a cualquier ruido, pero entonces aquellos, hechos todavía más vigilantes e inquietos con el hambre, sintieron muy pronto la subida de los Galos, y corriendo con gran estrépito se fueron para los Romanos, y los despertaron a todos, a tiempo que ya los Galos movían grande alboroto, y se apresuraban más, viéndose descubiertos. Tomó, pues, cada uno de aquellos el arma que más a mano encontró, y como el tiempo lo pedía, corrieron a defenderse. El primero Manlio, varón consular, de cuerpo robusto y conocido por el valor de su espíritu, oponiéndose a un tiempo a dos enemigos, el uno adelantándose con su espada a la segur que traía alzada, le cortó la diestra, y al otro, dándole en la cara con el escudo, le arrojó de espaldas la roca abajo, y puesto prontamente en el muro con los demás que acudieron y se le pusieron al lado, rechazaron a todos los enemigos, que ni eran muchos ni hicieron cosa memorable. Libres de esta manera de aquel peligro, luego que vino el día, al jefe de la guardia le precipitaron de la roca hacia los enemigos, y a Manlio le decretaron un premio de valor, más apreciable que útil, dándole cada uno cuanto había tomado para su manutención en aquel día, que era la media libra de harina acostumbrada, porque así la llaman, y de vino la cuarta parte de la cotila griega.
XXVIII.- Con esto las cosas de los Celtas comenzaron a ir en decadencia, porque les faltaban las subsistencias, impedidos de merodear por miedo de Camilo, y además les había acometido una epidemia, por causa de los muchos muertos esparcidos por todas partes, estando precisados a tener las tiendas sobre escombros; y el gran montón de cenizas alteraba el aire con su sequedad y aspereza, y le hacía malsano por medio de los vientos y las quemas, y dañoso a los cuerpos por la difícil respiración; pero lo que principalmente los incomodaba era la mudanza de habitación y método de vida, habiendo sido arrojados, de un país sombrío y que tenía grandes defensas contra el calor, a un terreno ahogado y mal dispuesto para pasar la entrada del otoño; a lo que se agregaban la detención y ocio ante el Capitolio, que iban muy largos, pues ya era aquel el séptimo mes que llevaban de sitio; de manera que había gran mortandad en el campamento, y ya por los muchos que eran, ni siquiera daban sepultura a los cadáveres. Mas no por esto era mejor la situación de los que sufrían el cerco, porque también se les hacía sentir el hambre, y el no tener noticias de Camilo los tenía desmayados, no pudiendo pasar nadie hasta ellos, a causa de la estrecha custodia en que tenían la ciudad los bárbaros; por lo cual, hallándose así unos y otros, se llegaron a mover conversaciones de paz, primero por medio de las avanzadas, cuando se juntaban, y después, habiendo deliberado entre sí los principales, tratando con Breno Sulpicio, que era tribuno militar, ajustaron el convenio de que los Romanos les pagarían mil libras de oro, y en recibiéndolas al punto se retirarían de la ciudad y de todo el país. Confirmado este tratado con los recíprocos juramentos, y traído el oro, los Celtas comenzaron a engañar con ocasión del peso: primero, con algún disimulo; pero, después, ya abiertamente tirando e inclinando las balanzas, por lo que los Romanos se desazonaban con ellos; y el mismo Breno en aire de insulto y de burla, quitándose la espada y el cinturón, los puso también en la balanza. Preguntóle Sulpicio qué era aquello, y la respuesta fue: “¿Qué otra cosa ha de ser sino ¡ay de los vencidos!?”; expresión que quedó después en proverbio. Entonces los Romanos la sintieron vivamente, y algunos opinaban que debía recogerse el oro y retirarse y volver a sufrir el sitio, pero otros proponían que se cediera a aquella llevadera injusticia, y no se atribuyera en la imaginación mayor valor a aquel agravio, cuando el mismo dar el oro lo sufrían, a causa de las circunstancias, no por gusto, sino por necesidad.
XXIX.- Mientras de parte de unos y otros se altercaba de este modo, Camilo con su ejército estaba ante las puertas, y sabedor de lo ocurrido, mandando a los demás que le siguiesen formados y lentamente, penetró con los principales dentro de la ciudad y se dirigió dónde estaban los Romanos. Levantáronse todos, y le recibieron como a emperador, con respeto y silencio, y él, quitando el oro de la balanza, y entregándolo a los lictores, dio orden a los Celtas de que, tomando las balanzas y pesas se retirasen, diciendo que los Romanos no acostumbraban a salvar la patria con oro, sino con acero. Incomodado Breno, y diciendo que era una injusticia faltar al convenio, le repuso éste que no había sido legítimo ni válido el tratado, porque, hallándose ya nombrado dictador, y no habiendo ninguno otro con legítimo mando, se había hecho con quien no tenía ninguna autoridad; por tanto, que entonces era el tiempo de decir lo que querían, porque como dueño de ello venía a usar de benignidad con los que le rogasen, o a tomar venganza, si no mudaban de propósito, con los que hubiesen dado motivo. Alborotóse Breno a estas razones, y movió rencilla, llegando hasta meter mano de una y otra parte a las espadas y trabar pelea, mezclándose unos con otros, como era preciso entre las casas, en callejuelas estrechas y en sitios que no admitían formación ninguna; pero reflexionando luego Breno, recogió los Celtas al campamento, sin haber perdido muchos, y levantándolo en aquella misma noche, los sacó a todos de la ciudad, y caminando sesenta estadios, puso sus reales en la vía Gabinia; pero al amanecer vino Camilo contra él, armado ricamente, y trayendo muy adelantados a los Romanos. Trabóse una recia batalla, que fue obstinada, en la que los rechazó, con gran matanza, y les tomó el campamento. De los que huyeron, unos murieron al punto a manos de los que les seguían el alcance, y a los otros, que se habían dispersado, y fueron en mayor número, corriendo contra ellos de los pueblos y ciudades de la comarca les dieron también muerte.
XXX.- Así fue tomada Roma de un modo extraño, y de un modo más extraño todavía recuperada, habiendo estado siete meses cumplidos en poder de los bárbaros, porque habiendo entrado pocos días después de los idus de Julio, fueron expelidos hacia los idus de Febrero. Camilo obtuvo el triunfo, como era muy debido, habiendo sido el salvador de una patria que ya habían perdido, y el que restituyó Roma a Roma misma, pues los que estaban fuera acudieron y se presentaron con sus mujeres y sus hijos, y los sitiados en el Capitolio, a quienes faltó muy poco para perecer de hambre, les salían al encuentro llorando de gozo, sin acabar de creer lo que les pasaba. Los sacerdotes y custodios de los templos de los Dioses, trayendo salvas las cosas sagradas que habían escondido al huir, o llevado consigo, las ponían de manifiesto a los ciudadanos, que ansiaban verlas y las recibían gozosos, como si fuesen los Dioses mismos los que otra vez tornaban a Roma. Sacrificó luego a los Dioses, y purificando la ciudad, hechos los ritos por aquellos a quienes correspondía, restableció los templos que había y edificó de nuevo el de la Fama y buen agüero, eligiendo aquel lugar en que por la noche anunció a Cedicio Marco una voz prodigiosa la irrupción de los bárbaros.
XXXI.- Mas no sin gran dificultad y trabajo se pudieron descubrir los sitios de los templos, por el empeño y esmero de Camilo y las fatigas de los hierofantes o pontífices. Era preciso reedificar la ciudad del todo destruida, y al ponerlo por obra se apoderó de los más un sumo desaliento, dándoles fatiga ver que carecían de todo, y que más estaban que se les dejara descansar y reposar de los males pasados, que no para trabajar y atormentarse, gastados como se hallaban en los cuerpos y en los intereses. Luego, con el descanso, volvieron a lo de Veyos, ciudad que se mantenía entera y bien conservada en todo, dando ocasión, a los que no hablan sino con la mira de congraciarse con la muchedumbre, para discursos populares y sediciosos contra Camilo, como que por ambición y por su propia gloria los privaba de una ciudad habitable, y los precisaba a poblar ruinas, y a volver a poner en pie aquellos escombros abrasados, para que se le diera el nombre no sólo de general y caudillo, sino también de fundador de Roma, poniéndose a la par de Rómulo. Temió el Senado que esto parara en tumulto, y no permitió a Camilo que, como quería, se desistiese por aquel año de la autoridad, no obstante que ningún otro dictador hasta entonces había excedido de los seis meses; y por si se aplicó a contentar y aplacar al pueblo con la persuasión y la afabilidad, mostrándoles los monumentos de sus héroes y los sepulcros de sus padres, y trayéndoles a la memoria los sitios sagrados y los lugares santos que Rómulo o Numa, o algún otro de los reyes, por inspiración superior, les dedicaron. Entre las cosas religiosas, poníanles a la vista muy especialmente la cabeza humana fresca que se encontró en los cimientos del Capitolio, y que parecía anunciar que el hado de aquel lugar era ser cabeza de la Italia, y el fuego de Vesta, que, encendido por las vírgenes, después de la guerra, sería preciso que volviera a desaparecer, y que lo apagaran con vergüenza suya los que abandonaran la ciudad, dejándola, o para que la habitaran advenedizos y forasteros, o para que fuera un desierto en que se apacentaran los ganados. Pero por más que en público y privadamente se les inculcaban estas querellas, los más volvían a los lamentos de su absoluta imposibilidad, y a los ruegos de que, habiendo regresado como de un naufragio desnudos y miserables, no se les obligara a juntar las reliquias de una ciudad destruida, teniendo otra en que nada faltaba.
XXXII.- Parecióle a Camilo lo mejor que el Senado diera su dictamen, y él mismo habló primero largamente, exhortándolos a no abandonar la patria, y lo mismo ejecutaron los demás que quisieron; por fin, levantándose, ordenó que Lucio Lucrecio, que solía ser quien votaba primero, manifestase su opinión, y luego los demás por su orden. Impúsose silencio, y cuando Lucrecio iba a dar principio, casualmente pasaba de otra parte el centurión que mandaba la partida de la guardia de día, y llamando en voz alta al primero que llevaba la insignia, le mandó detenerse allí y fijar la insignia, porque aquel era excelente sitio para permanecer y hacer en él asiento. Dada tan oportunamente aquella voz, cuando se meditaba y se estaba en la incertidumbre de lo que había de hacerse, Lucrecio, haciendo reverencia al dios, manifestó conforme a ella su dictamen, y a él le siguieron luego los demás. Admirable fue la mudanza de propósito que se notó asimismo en la muchedumbre, exhortándose y excitándose a la obra unos a otros, no por repartimiento o por orden, sino tomando cada uno sitio, según sus preparativos o su voluntad; así codiciosa y precipitadamente levantaron la ciudad, revuelta con callejones, y apiñada en las casas, pues se dice que dentro del año estuvo de nuevo en pie, así en murallas como en casas de los particulares. Los encargados por Camilo de restablecer y determinar los lugares sagrados, que todos estaban confundidos, cuando rodeando el palacio llegaron al santuario de Marte, lo encontraron destruido y abrasado por los bárbaros, como todos los demás; pero limpiando y desembarazando el terreno, tropezaron con el báculo augural de Rómulo, sepultado bajo montones de ceniza. Es corvo por uno de los extremos, y se llama lituo: úsase de él para las descripciones de los puntos cardinales cuando se sientan a adivinar por las aves, y el mismo uso hacía Rómulo, que era dado a los agüeros; luego que se desapareció de entre los hombres, tomando los sacerdotes este báculo, lo conservaron intacto como cosa sagrada. Encontrándole entonces, cuando todas las demás cosas habían perecido, preservado del incendio, concibieron esperanzas muy lisonjeras respecto de Roma, como que aquella señal le anunciaba una eterna permanencia.
XXXIII.- Cuando todavía no habían reposado de estos cuidados, les sobrevino nueva guerra, habiendo invadido juntos su territorio los Ecuos, los Volscos y Latinos, y puesto los Tirrenos cerco a Sutrio, ciudad aliada de los Romanos. Como los tribunos que tenían el mando, habiéndose acampado junto al monte Marcio, hubiesen sido cercados por los Latinos, y considerándose en riesgo de perder el campamento, hubiesen dado aviso a Roma, fue tercera vez Camilo nombrado dictador. Acerca de esta guerra corren dos tradiciones diversas: referiré primero la fabulosa. Dícese que los Latinos, bien fuese apariencia, o bien que en realidad quisieran que se mezclasen de nuevo los pueblos, enviaron a pedir a los Romanos vírgenes de condición libre. Dudando éstos qué harían, porque temían de una parte la guerra, no habiéndose recuperado ni vuelto todavía en sí, y de otra, en la petición de las mujeres sospechaban que se envolvía el querer tomarles rehenes, y que para darle un aire más decente se pretextaban los casamientos, una esclava llamada Tutola, o, según quieren otros, Filotis, se fue a los magistrados y les propuso que enviasen con ellas otras esclavas, aquellas que en la edad y en el semblante semejasen más a las libres, vistiéndolas como novias de gente principal; y que lo demás lo dejasen a su cuidado. Prestáronse los magistrados a su propuesta, y escogiendo aquellas esclavas que ella juzgó más propias para el caso, y adornándolas con ropas preciosas y oro, las entregaron a los Latinos, que estaban acampados no lejos de la ciudad. A la noche, las demás quitaron las espadas a los enemigos, y Tutola, o sea Filotis, subiéndose a un cabrahigo, y extendiendo por la espalda la ropa, levantó un hachón hacia Roma, como lo había dejado convenido con los magistrados, sin que lo supiese ningún otro de los ciudadanos. Por esta causa, a la salida de las tropas hubo grande alboroto, llamándose unos a otros en medio de la priesa que les daban los magistrados, y apenas haciendo formación. Llegaron al vallado cuando menos lo esperaban los enemigos, que estaban entregados al sueño, tomaron el campamento, y dieron muerte a la mayor parte. Dícese que sucedió esto en las nonas de Julio, como ahora se llama, o de Quintilis, al uso de entonces, y que la fiesta que se celebra es un recuerdo de aquel hecho; porque lo primero saliendo en tropel de la ciudad pronuncian en voz alta muchos de los nombres usuales y comunes en el país, Gayo, Marco, Lucio y otros semejantes, imitando el modo con que entonces se llamaron en aquel apresuramiento. Después las esclavas, adornadas brillantemente, se chancean con los que encuentran, diciéndoles denuestos. Trábase asimismo entre ellas una especie de pelea, como que también entonces tomaron parte en el combate contra los Latinos. Siéntanse para comer, haciéndoles sombra con ramos de higuera, y a aquel día le llaman las Nonas Capratinas, según creen por el cabrahigo, desde el que la esclava levantó el hachón, porque el cabrahigo le dicen caprificon. Mas otros son de sentir que todo esto se ejecuta en memoria de lo sucedido con Rómulo, porque en el mismo día fue su desaparecimiento fuera de la puerta, habiendo sobrevenido repentinamente oscuridad y tormenta, o habiendo habido, como algunos piensan, un eclipse de sol; y que desde entonces el día se llama las Nonas Capratinas, porque a la cabra le dicen Capram, y Rómulo se desapareció junto al lago llamado de la Cabra, como al escribir su vida lo dijimos.
XXXIV.- La mayor parte de los escritores, teniendo por más cierta la otra tradición, la refieren de este modo: nombrado Camilo dictador por tercera vez, sabiendo que el ejército y los tribunos estaban sitiados por los Latinos y los Volscos, precisó a los que ya no estaban en la edad propia, sino que habían pasado de ella, a tomar las armas, y dando un gran rodeo por el monte Marcio, sin ser sentido de los enemigos, fue a colocar su ejército a la espalda de éstos, y encendiendo muchas hogueras, les hizo conocer a aquellos su llegada. Cobraron con esto ánimo, y determinaron salir al campo y trabar batalla, mas, los Latinos y Volscos, conteniéndose dentro del vallado, con muchos y gruesos maderos fortalecieron por todas partes el campamento, estando dudosos en cuanto a los enemigos, y teniendo resuelto esperar otro refuerzo de tropas propias, además de contar también con el auxilio de los Tirrenos. Entendiólo Camilo, y temiendo no le sucediese lo mismo que hacía experimentar a los contrarios, teniéndolos cercados, se apresuró a aprovechar la ocasión. Como la defensa del vallado fuese de madera, y el viento a la primera luz soliese soplar con violencia de los montes, hizo que muchos se previnieran con fuego, y moviendo al alba con su ejército, ordenó a los unos que usasen de los dardos, y de la parte opuesta alzasen gritería, y llevó consigo a los que habían de pegar fuego por la parte por donde el viento acostumbraba a soplar sobre el vallado, donde esperaba el momento. Cuando al trabarse la batalla empezó a salir el sol, y se arreció el viento, dando la señal del ataque, rodeó el vallado con los prendedores del fuego. Prontamente se levantó llama donde tanta materia había, y en los maderos de la fortificación, y extendiéndose alrededor, no teniendo los Latinos remedio ni prevención alguna con que apagarlo, cuando ya todo el campamento estuvo ocupado del fuego, reducidos a un punto muy estrecho, tuvieron por precisión que arrojarse sobre los enemigos armados y formados delante del vallado; así fueron muy pocos los que huyeron; y el fuego consumió a todos cuantos quedaron en el campamento, hasta que, apagándolo los Romanos, hicieron presa de los efectos.
XXXV.- Hecho esto, dejó a su hijo Lucio en custodia de los cautivos y del botín, y marchó en busca de los enemigos. Tomó la ciudad de los Ecuos, y trayendo a sí a los Volscos, al punto dirigió el ejército la vuelta de Sutrio, ignorante de lo que había sucedido, y apresurándose todavía a darles auxilio, creyéndolos en peligro y sitiados por los Tirrenos. Mas, aquellos habían sufrido ya su desgracia rindiéndose a los enemigos, y ellos mismos, en la mayor miseria, con sólo lo que tenían puesto, se presentaron a Camilo en medio de la marcha, con sus mujeres y sus hijos, lamentando su desdicha. Camilo, conmovido con aquel espectáculo, y viendo a los Romanos llorar e indignarse por lo sucedido, al arrojarse en sus brazos los Sutrinos, resolvió no dejar aquel hecho sin venganza, sino marchar a Sutrio en el mismo día, discurriendo que a unos hombres que acaban de tomar una ciudad opulenta y rica, sin que quedase en ella enemigo alguno, ni se esperase de afuera, no podría menos de encontrarlos desordenados y sin guardias. Salió como lo había pensado, porque no solamente hizo su marcha sin ser sentido, sino que así llegó hasta las puertas, y se apoderó de las murallas, pues no había ningún centinela, sino que todos estaban entregados al vino y los banquetes, esparcidos por las casas. Cuando llegaron a entender que eran dueños de la ciudad los enemigos, estaban ya tan mal parados con la hartura y la embriaguez, que muchos ni siquiera pudieron intentar la fuga, y del modo más vergonzoso fueron muertos sin bullirse, o se pusieron ellos mismos en manos de los enemigos. Por este término sucedió que una misma ciudad fue tomada dos veces en un día, perdiéndola los que la tenían, y volviendo a perderla los que la habían tomado, por disposición de Camilo.
XXXVI.- El triunfo que por estos sucesos se le decretó le concilió mayor gracia y esplendor que los dos precedentes; porque aun aquellos ciudadanos que le miraban mal y se empeñaban en atribuir sus victorias más bien a su fortuna que a su virtud se vieron entonces precisados a reconocer que en la gloria de aquellas hazañas habían tenido mucha parte la actividad y pericia de tal general. El más distinguido entre los que le hacían tiro y le miraban con envidia era aquel Marco Manlio, que fue el primero a arrojar de la eminencia a los Celtas, cuando de noche intentaron asaltar el Capitolio, y que por esto tuvo el sobrenombre de Capitolino; porque aspirando a ser el primero entre los ciudadanos, y no pudiendo adelantarse en gloria a Camilo por medios honestos, recurrió, para abrirse camino, a la tiranía, al medio común y usado de ganarse la muchedumbre, y especialmente los oprimidos con deudas, auxiliando y defendiendo a unos contra los prestamistas, y haciendo libres a otros a fuerza abierta, hasta estorbar que se les reconviniese según derecho; de tal manera, que en breve tiempo tuvo a su disposición un gran número de la gente perdida, que llegó a inspirar miedo a los buenos ciudadanos con su osadía y con sus alborotos y tropelías en las juntas públicas. Creóse dictador con motivo de estas revueltas a Quinto Capitolino, y como, habiendo puesto en prisión a Manlio, la plebe hubiese mudado de vestiduras, demostración de que se usaba en las grandes calamidades públicas, el Senado se intimidó, y mandó que se pusiera a Manlio en libertad. Mas no por eso hizo luego mejor uso de su libertad, sino que con más descaro adulaba a la muchedumbre y la movía a sedición. Eligen en tal estado otra vez tribuno militar a Camilo, y al ventilarse las causas formadas a Manlio, una cierta vista fue de mucho perjuicio a sus acusadores, porque el lugar aquel del Capitolio de donde Manlio arrojó en el nocturno combate a los Celtas se descubría desde la plaza, y excitó en todos los circunstantes gran lástima, tendiendo hacia él las manos, y recordando con lágrimas aquella pelea; de manera que puso en indecisión a los jueces, y repetidas veces fueron dando largas a la causa, no atreviéndose a darle por quito, por la notoriedad de su crimen, y no pudiendo usar del rigor de la ley, por tener ante los ojos su hazaña con la vista del sitio. Meditando sobre ello Camilo, trasladó el tribunal fuera de la puerta, junto al bosque Petelino, desde donde no podía descubrirse el Capitolio; con lo que el acusador pudo seguir la causa, y a los jueces no les impidió la memoria de aquellos hechos el concebir la debida ira contra sus violencias. Condenáronle, pues, y, llevado al Capitolio, fue precipitado de la roca, siendo el mismo lugar monumento de sus gloriosas hazañas y de su desgraciado fin. Los Romanos, asolando después su casa, edificaron allí el templo de la diosa que llaman Moneda, y decretaron que en adelante ninguno de los patricios tuviese casa en el alcázar.
XXXVII.- Llamado por la sexta vez Camilo al tribunado, quiso excusarse, por hallarse ya bastante adelantado en edad, y también por temer la envidia y algún revés después de tanta gloria y tan repetidas victorias. La causa más manifiesta era la indisposición del cuerpo, porque realmente se hallaba enfermo aquellos días; pero el pueblo no le relevó del mando, sino que gritó que no era menester que en los combates se pusiese al frente de la caballería o de la infantería, bastando sólo que emplease su consejo y su disposición, con lo que le obligó a admitir la comandancia, y a guiar al punto el ejército con Lucio Furio, uno de sus colegas, contra los enemigos. Eran éstos los Prenestinos y Volscos, que talaban un país aliado de los Romanos. Marchando, pues, y acampándose inmediato a los enemigos, su intención era quebrantar la guerra a fuerza de tiempo, y, si fuere necesario dar batalla, pelear estando más restablecido. Mas como no pudiese su colega Lucio Furio reprimir el ardor que por deseo de gloria le arrebataba al combate, y estimulase por tanto a los tribunos y centuriones, temiendo Camilo no pareciese que por envidia privaba de la victoria y de los honores consiguientes a los que eran jóvenes, condescendió con aquel, aunque de mala gana, en que formase las tropas, y él, a causa de su indisposición, se quedó con alguna gente en el campamento. Condújose temerariamente Lucio en la batalla, y fue batido, y como Camilo llegase a entender que los Romanos venían huyendo, no pudo contenerse, sino que, saltando del lecho, corrió con los que estaban en su guardia a las puertas de los reales, arrojándose por entre los fugitivos a los que los perseguían, con lo que los unos volvieron al punto al combate y le seguían, y los otros salieron también corriendo a ponerse delante de él y defenderle, yendo a porfía en no abandonar a su general, y de este modo hizo por entonces que se contuviesen en su persecución los enemigos. Al día siguiente, conduciendo el mismo Camilo el ejército, y trabando batalla, los venció completamente, y les tomó el campamento, introduciéndose con los fugitivos y dando muerte a los más de ellos. Sabiendo después que la ciudad de Satria había sido tomada por los Etruscos, y pasados a cuchillo sus habitantes, que todos eran Romanos, envió a Roma la mayor y menos manejable parte de las tropas, y tomando consigo lo más florido y más decidido de ellas, cayó sobre los Etruscos, que estaban apoderados de la ciudad, y a unos los arrojó de ella, y a otros les dio muerte.
XXXVIII.- Tornando a Roma con cuantiosos despojos, hizo ver que excedieron en prudencia los que no temieron la flaqueza y vejez de un general experto y resuelto, sino que le eligieron contra su voluntad y enfermo, con prelación a otros jóvenes que deseaban y solicitaban mandar. Por lo mismo, habiendo llegado la nueva de que se habían revelado los Tusculanos, decretaron que marchara contra ellos Camilo, designando él mismo al que le pareciese de los cinco colegas, y aunque los cinco lo deseaban y pretendían, contra la esperanza de todos, designó a Lucio Furio, el mismo que, contra el parecer de Camilo, no pudo contener su ardor de dar batalla, y fue vencido sino que queriendo, a lo que parece, disimular aquella fatalidad y reparar aquella afrenta, por eso le prefirió a los demás. Mas, los Tusculanos enmendaron aquel yerro con gran habilidad, cubriendo el campo, cuando ya Camilo estaba en camino contra ellos, de cultivadores, como en medio de la paz, teniendo las puertas abiertas, y manteniéndose los niños aprendiendo en las escuelas, y de la gente del pueblo, los artesanos se veían en sus talleres, los otros ciudadanos frecuentaban la plaza vestidos como de costumbre, y los magistrados preparaban con toda diligencia hospedaje a los Romanos, como si nada malo temiesen ni tuvieran por qué temer. No por eso esto Camilo dejó de creer que se habían revelado; pero compadecido con verlos arrepentidos de su falta, les dio orden de que se presentaran a aplacar la ira del Senado, y habiéndolo hecho así, les proporcionó que se les diera por enteramente libres, y se les admitiera a participar de los mismos derechos. Éstos fueron los hechos más ilustres de su sexto tribunado.
XXXIX.- Después de estos sucesos movió contra el Senado una grande sedición en la ciudad Licinio Estolón, queriendo sacar por fuerza que, nombrándose dos cónsules, el uno se eligiese de los plebeyos, y no ambos de los patricios; mas, se eligieron los tribunos de la plebe, y la muchedumbre impidió que se celebrasen los Comicios consulares. Recelándose mayores turbaciones en la república con la anarquía, el Senado nombró dictador por la cuarta vez a Camilo, contra la voluntad de la plebe, y aun contra la suya propia, porque no quería luchar con hombres que tenían con él mismo muchos motivos de confianza, de resulta de tantos y tan señalados combates; como que más cosas había ejecutado con ellos en el campo que con los patricios en el gobierno; y ahora éstos le habían elegido por envidia, con la idea de que o desbaratase los proyectos de la plebe domeñándola, o quedase él mismo en la demanda si no la sujetaba. Tirando, sin embargo, a remediar el mal presente, sabedor del día en que los tribunos tenían resuelto proponer la ley, se anticipó a publicar la lista de los soldados, y convocó a la plebe, en vez de la plaza, al Campo de Marte, amenazando con graves penas a los que no obedeciesen. Mas, haciendo los tribunos desde allá contatarresto a sus amenazas, e intimándole que le exigirían la multa de cincuenta mil sueldos si no desistía de impedir a la plebe el concurrir a establecer la ley y dar su voto, bien fuese por temor de otro destierro y otra condenación, que, en sus años, y después de tantas proezas, le serían menos llevaderos, o bien porque conociese que el empeño de la plebe era del todo decidido e invencible, por entonces se retiró a su casa, y algunos días después, aparentando estar enfermo, renunció el mando. El Senado creó otro nuevo dictador, pero como éste hubiese nombrado por su maestre de la caballería al mismo Estolón, principal autor del tumulto, se les dio con esto oportunidad de sancionar la ley que hería más en lo vivo a los patricios. Prohibióse por ella que ninguno pudiese poseer más de quinientas yugadas de tierra. Así entonces brillaba Estolón, saliendo con su intento, pero de allí a breve tiempo fue condenado por poseer en tierras lo que había impedido poseer a los demás, y sufrió la pena establecida por su propia ley.
XL.- Quedaba la contienda sobre los comicios consulares, que era lo más empeñado de la sedición, el origen de ésta y lo que más había indispuesto a los patricios con la plebe; pero en medio de ella llegaron nuevas ciertas de que los Celtas, moviendo desde el Adriático, venían otra vez con muchos miles de hombres sobre Roma. Con la noticia se vieron ya los efectos de la guerra, porque el país era talado, y los habitantes que no habían podido refugiarse a Roma se habían esparcido por los montes. Este miedo calmó la sedición, y viniendo a una misma sentencia los principales con la muchedumbre, y la plebe con el Senado, eligieron todos de común consentimiento por dictador la quinta vez a Camilo. Era éste ya entonces sumamente anciano, faltándole muy poco para los ochenta años, mas, con todo, haciéndose cargo de la premura y del peligro, no buscó pretexto, como antes, ni alegó excusas, sino que, presentándose por sí mismo a encargarse del mando, hizo la convocación del ejército, y sabiendo que la principal fuerza de los bárbaros consistía en las espadas, las que manejaban bárbaramente y sin ningún arte, dirigiendo principalmente los golpes a los hombros y a la cabeza, hizo para los más cascos de hierro pulidos por de fuera, para que las espadas resbalasen o se rompiesen; a los escudos les puso por todo alrededor una plancha de bronce, no bastando la madera por sí sola para proteger contra los golpes, y a los soldados les enseñó a manejar bien picas largas, y a deslizarlas bajo las espadas de los enemigos, parando con ellas sus ataques.
XLI.- Cuando ya los Celtas se hallaban próximos en las inmediaciones del río Aniene, trayendo un bagaje muy pesado y abastecido con las presas, salió con su ejército, y le fue a acampar en un sitio sombrío que formaba muchas sinuosidades, de manera que la mayor parte de él estaba oculto, y lo que se veía parecía que de miedo se había ido a encerrar en lugares agrios. Queriendo Camilo fomentar todavía más esta idea en los contrarios, ni siquiera hizo oposición a los que junto a él talaban el campo, sino que fortificando el vallado se mantenía quieto en él, hasta que vio que los que quedaban en el campamento pasaban el día sin recelo, comiendo y bebiendo. Entonces, en medio de la noche, mandó primero las tropas ligeras para que estorbaran a los enemigos el hacer formación, y los inquietaran en el acto de salir, y al amanecer sacó la infantería, y la formó en el llano, en gran número y muy denodada, y no, como esperaban los bárbaros, escasa y sin aliento. Esto fue lo primero que hizo ya mudar de opinión a los Celtas, que esperaban no tener contrarresto en la batalla. Después, acometiéndoles las tropas ligeras, y no dejándoles reposo para tomar el orden acostumbrado y formarse por compañías, los precisaron a tener que pelear donde casualmente se halló cada uno. A la postre, moviendo Camilo con su infantería, ellos tendiendo las espadas se esforzaban a herir; pero los Romanos ocurrían con las picas, y parando los golpes con las defensas herradas, repelían el hierro de los contrarios, que era blando y de bajo temple, de manera que las espadas se mellaban y se doblaban, y los escudos se abrían, y después no podían sostenerse al retirar de las picas. Por esto, arrojando sus propias armas, procuraban ganar las de los contrarios, y apoderarse de las picas, cogiéndolas con las manos. Los Romanos entonces, viéndolos desarmados, usaron ya de sus sables, y hubo gran mortandad de los que estaban en primera línea, huyendo los demás por aquellos campos, porque Camilo había hecho tomar los collados y todas las alturas, y en cuanto al campamento, no teniéndole fortificado por la nimia confianza, se sabía que sería tomado fácilmente. Esta batalla se dice haberse dado veintitrés años después de la pérdida de Roma, y que de vuelta de ella tomaron mucho ánimo contra los Celtas los Romanos, que hasta entonces habían tenido gran miedo a los bárbaros, como que la primera vez más los habían vencido por las enfermedades v por casualidades extrañas que no por sus propias fuerzas. Era tan vehemente aquel miedo, que establecieron por ley que los sacerdotes estuviesen exentos de la milicia, a no sobrevenir guerra con los Galos.
XLIII.- Éste fue, de los combates militares, el último que libró Camilo, pues la mitad de Veletri la tomó al paso, habiéndosele entregado sin resistencia; mas, de los políticos le restaba el mayor y más difícil contra la plebe, envalentonada con la victoria, y que a fuerza quería hacer que uno de los cónsules se nombrara de los plebeyos, contra la ley hasta entonces observada, oponiéndose a ello el Senado, y no consintiendo que Camilo dejase el mando, para con la grande y poderosa autoridad de éste lidiar mejor en defensa de la aristocracia. Mas como sucediese que sentado y despachando Camilo en la plaza llegase un lictor de parte de los tribunos de la plebe con orden de que le siguiera, y aun alargase hacia él la mano como para llevarle, suscitóse una gritería y alboroto, cual nunca se había visto en la plaza, echando del tribunal a empellones al lictor los que estaban con Camilo, y mandando a aquel muchos desde abajo que le llevase. Perplejo él entonces, no dejó en tal conflicto desdorar su autoridad, sino que, tomando consigo a los senadores, marchó a celebrar Senado, y antes de entrar, vuelto al Capitolio, pidió a los Dioses que enderezasen aquella contienda al mejor término, ofreciendo edificar un templo a la Concordia si aquella turbación se serenaba. En el Senado fue grande el disturbio por la diversidad de pareceres; mas, prevaleció con todo el más moderado y más condescendiente con la plebe, por el que se venía en que el uno de los cónsules se eligiese de los plebeyos. Dando parte el dictador al pueblo de esta resolución del Senado, repentinamente, como era natural, se reconciliaron muy regocijados con el Senado, y acompañaron a Camilo a su casa con grande gritería y algazara. Congregáronse al día siguiente, y decretaron que el templo de la Concordia que Camilo había ofrecido en memoria de lo ocurrido se hiciese mirando a la junta pública y a la plaza. Añadieron además un día a las ferias llamadas Latinas, y que fuesen cuatro los que se celebrasen, y que entonces mismo hiciesen sacrificio y tomasen coronas los Romanos. Celebró Camilo los comicios consulares, y fueron creados cónsules Marco Emilio, de los patricios, y el primero de los plebeyos, Lucio Sextio. Y éste fue el término de los hechos de Camilo.
XLIV.- Al año siguiente afligió a Roma una enfermedad epidémica, en la que de la muchedumbre perecieron gentes sin número, y la mayor parte de los magistrados. Murió también Camilo, si se atiende a su edad y a lo bien que llenó sus ideas, tan en sazón como el que más; pero, sin embargo, su muerte fue más sensible a los Romanos que las de todos cuantos fallecieron en aquel contagio.
NOTA: No llegó hasta nuestros días la comparación entre Temístocles y Camilo.